El verdugo

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EL VERDUGO
A Martínez de la Rosa1.
El campanario del pequeño pueblo de Menda acababa
de dar la medianoche. En ese momento, un joven oficial
francés, apoyado en el parapeto de una larga terraza que
bordeaba los jardines del castillo de Menda 2 , parecía
sumido en una contemplación más profunda de lo que
lleva aparejada la despreocupación de la vida militar; pero
hay que decir también que nunca hora, lugar y noche
fueron más propicios a la meditación. El hermoso cielo de
España extendía una cúpula de azul por encima de su
cabeza. El centelleo de las estrellas y la suave luz de la
1
. Francisco Martínez de la Rosa (1787-1862), poeta, dramaturgo y
político español, vivió en París, primero como exiliado (1823-1833,
1840-1843) y luego como embajador (1844-1846); llamado por la regente
María Cristina, presidió un gobierno de ideas moderadas en 1834-1835.
Hombre de transición entre neoclasicismo y el romanticismo, inició este
movimiento en la literatura española con tragedias como Abén Humeya y
La conjuración de Venecia, de escaso valor artístico.
2
. «El respeto debido a unos infortunados contemporáneos obliga al
narrador a cambiar el nombre de la ciudad y de la familia de que se trata»,
escribe Balzac en la primera edición del texto. Menda es nombre de una
aldea de Galicia. La acción probablemente tuvo lugar en Santander, en
1808-1809, donde se produjeron sublevaciones populares e intentos de
desembarco de tropas inglesas. Balzac utiliza, para dar verosimilitud a su
ficción, nombres españoles de alguna resonancia, como ese marqués de
Leganés, que mandó las tropas españolas frente al mariscal d’Harcourt
durante el reinado de Luis XIV.
luna iluminaban un delicioso valle que se desplegaba
agradablemente a sus pies. Apoyado en un naranjo en flor,
el jefe de batallón podía ver, a cien pies por debajo de él, la
villa de Menda, que parecía estar puesta al abrigo de los
vientos del norte, al pie de la roca sobre la que estaba
construido el castillo. Al volver la cabeza, divisaba el mar,
cuyas brillantes aguas enmarcaban el paisaje con una
ancha lámina de plata. El castillo estaba iluminado. El
alegre tumulto de un baile, los acentos de la orquesta, las
risas de algunos oficiales y de sus parejas de baile llegaban
hasta él mezcladas con el lejano murmullo de las olas. El
frescor de la noche imprimía una especie de energía a su
cuerpo agotado por el calor del día. Por último, los jardines estaban plantados de árboles tan fragantes y de flores
tan suaves que el joven se encontraba como sumergido en
un baño de perfumes.
El castillo de Menda pertenecía a un grande de España
que en ese momento vivía en él con su familia. Durante
toda aquella velada, la mayor de sus hijas había mirado al
oficial con un interés impregnado de tal tristeza que el
sentimiento de compasión expresado por la española bien
podía provocar la ensoñación del francés. Clara era bella,
y aunque tuviese tres hermanos y una hermana, los bienes
del marqués de Leganés parecían bastante considerables
como para hacer creer a Victor Marchand que la joven
tendría una rica dote. Pero ¡cómo atreverse a creer que la
hija del viejo más pagado de su grandeza que hubo en
España podría ser dada al hijo de un tendero de París!
Además, los franceses eran odiados. El general G..t..r…3,
que gobernaba la provincia, sospechaba que el marqués
preparaba un levantamiento a favor de Fernando VII4; de
3
. El general Jean-Pierre Gauthier (1765-1821), que hizo la campaña de
España (1809-1812); en la primera de esas fechas estuvo en Santander al
frente, como coronel, de un regimiento de dragones.
4
. Carlos IV abdicó en 1808, tras la invasión francesa; Napoleón obligó
ahí que el batallón mandado por Victor Marchand estuviese acantonado en la pequeña ciudad de Menda para
contener los campos vecinos, que obedecían al marqués de
Leganés. Un reciente despacho del general Ney 5 hacía
temer que los ingleses desembarcasen próximamente en la
costa, y señalaba al marqués como un hombre que estaba
en connivencia con el gabinete de Londres. Por eso, pese
al buen recibimiento que ese español había hecho a Victor
Marchand y a sus soldados, el joven oficial estaba siempre
a la defensiva. Mientras se dirigía hacia aquella terraza
desde la que acababa de examinar el estado de la villa y de
los campos confiados a su vigilancia, se preguntaba cómo
debía interpretar la amistad que el marqués no había cesado de testimoniarle, y cómo la tranquilidad de la zona
podía conciliarse con las inquietudes de su general; pero,
desde hacía un momento, estas ideas habían sido expulsadas de la mente del joven comandante por un sentimiento de prudencia y por una curiosidad muy legítima.
Acababa de divisar en la villa una cantidad bastante
grande de luces. A pesar de la festividad de Santiago,
había ordenado aquella misma mañana que los fuegos se
apagasen a la hora prescrita por su bando. Solo el castillo
había quedado excluido de esa medida. Vio brillar aquí y
allá las bayonetas de sus soldados en los puestos de costumbre; pero el silencio era solemne, y nada anunciaba
que los españoles fueran presa de la embriaguez de una
fiesta. Después de haber tratado de explicarse la infracción
de la que se volvían culpables los habitantes, encontró en
ese delito un misterio tanto más incomprensible cuanto
a abdicar a su hijo, Fernando VII, para nombrar a su hermano José rey de
España.
5
. El general Michel Ney (1769-1815), que había participado en las
guerras de la Revolución, dirigió durante la campaña de España las tropas
que ocuparon Galicia, pero no estuvo en la región de Santander.
que había dejado oficiales encargados de la policía nocturna y de las rondas. Con la impetuosidad de la juventud,
iba a lanzarse por una brecha para bajar rápidamente las
rocas y llegar así más deprisa que por el camino habitual a
un pequeño puesto situado en la entrada de la villa por el
lado del castillo, cuando un leve ruido le detuvo en su
carrera. Creyó oír la arena de las avenidas crujiendo bajo
el paso ligero de una mujer. Volvió la cabeza y no vio
nada; pero sus ojos quedaron impresionados por el brillo
extraordinario del océano. De repente distinguió un espectáculo tan funesto que se quedó paralizado de sorpresa,
acusando a sus sentidos de error. Los rayos blanquecinos
de la luna le permitieron distinguir velas a una distancia
bastante grande. Se estremeció, e intentó convencerse de
que aquella visión era una trampa de óptica ofrecida por
los caprichos de las ondas y de la luna. En ese momento,
una voz enronquecida pronunció el nombre del oficial, que
miró hacia la brecha y vio elevarse en ella lentamente la
cabeza del soldado por el que se había hecho acompañar al
castillo.
—¿Es usted, mi comandante?
—Sí. ¿Y bien? –le dijo en voz baja el joven, al que una
especie de presentimiento advirtió que obrase con cautela...
—Esos bribones se mueven como gusanos, y si me lo
permite me apresuro a comunicarle mis pequeñas observaciones.
—Habla –respondió Victor Marchand.
—Acabo de seguir a un hombre del castillo que ha
pasado por aquí con una linterna en la mano. Una linterna
es terriblemente sospechosa; no creo que ese cristiano
necesite encender cirios a esta hora. «¡Quieren comernos»,
me he dicho, y me he puesto a examinarle los talones. Así,
mi comandante, he descubierto a tres pasos de aquí, en un
trozo de roca, un montón de haces de leña.
Un grito terrible, que de repente resonó en la villa, interrumpió al soldado. Un resplandor repentino iluminó al
comandante. El pobre granadero recibió una bala en la
cabeza y se derrumbó. Una hoguera de paja y madera seca
brillaba como un incendio a diez pasos del joven. Los
instrumentos y las risas dejaban de oírse en la sala del
baile. Un silencio de muerte, interrumpido por gemidos,
había reemplazado de repente a los rumores y a la música
de la fiesta. Un cañonazo resonó en la llanura blanca del
océano. Por la frente del joven oficial corrió un sudor frío.
Estaba sin espada. Comprendía que sus soldados habían
perecido y que los ingleses iban a desembarcar. Se vio
deshonrado si seguía vivo, se vio llevado ante un consejo
de guerra; entonces midió con la vista la profundidad del
valle, y se lanzaba hacia él en el momento en que la mano
de Clara cogió la suya.
—¡Escape! –dijo ella–, mis hermanos vienen tras de mí
para matarle. Al pie de la roca, por ahí, encontrará al
andaluz Juanito. ¡Corra!
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