Bian Shen – Torbjørn Øverland Amundsen I Me despierta el olor

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Bian Shen – Torbjørn Øverland Amundsen
I
Me despierta el olor penetrante, y recuerdo que es.
Los blancos dientes centellean bajo la luz proveniente de la diosa en el cielo. Espero un
aullido, un gruñido, pero la mandíbula desaparece bajando hacia mi pierna. Mi cabeza golpea
el suelo mientras soy arrastrado, pero no siento dolor. Hay voces que gritan mi nombre, pero
mi propia voz se ha ido. El cielo está tan claro, y todos los dioses me miran desde arriba. Rezo
para que me salven, me lleven lejos de aquí, pero se desvanecen en la oscuridad.
Nos detenemos.
Lo único que puedo escuchar es el jadeo de las fosas nasales. La pierna se siente
extraña, como si no fuera mía. El animal me suelta, se da vuelta una vez y me mira. Los ojos
resplandecen como pequeñas llamas en la oscuridad. No puedo ver nada más, pero los
escucho saltando desde los árboles, cuerpos invisibles haciendo crujir las hojas y quebrando las
ramitas.
Y luego están sobre mí, y por primera vez grito.
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Bian Shen – Torbjørn Øverland Amundsen
CAPITULO I
El sueño se desvaneció en un instante. Arthur estaba despierto y supo que algo estaba mal. No
necesitaba abrir los ojos para saber que aún estaba en la misma casa, la misma cama, el mismo
cuerpo en el que se había dormido. Se sentó en la cama con la respiración entrecortada. Su
lengua sabía a hierro y a hule. La luz azul neón del despertador le dio a su piel una palidez
enfermiza. 06.42. Otros cuarenta y ocho minutos para que sonara la alarma. Se acercó a la
ventana y abrió las persianas. La luz quemó sus ojos. Todo estaba en silencio aún. Puso una
mano sobre su corazón y respiró profundo. Siempre había una explicación.
Recordó el día de su nacimiento en esta familia. Fue un día extraño, un día de alegría y
tristeza para sus padres. Alegría con la llegada de su primogénito, tristeza al perder a un padre y
a un suegro. Su abuelo murió justo antes de que él naciera, y el dolor había estado grabado muy
claramente en el rostro de su padre. No, no se había equivocado de fecha. Se sentó en su
escritorio y abrió su diario, mal escondido de la vista bajo una pila de historietas. ¿Cuántas
veces había imaginado esta mañana? Sus padres y hermanas despertándolo con canciones,
desayuno y regalos, solo para ser testigos de un trágico misterio que los marcaría por el resto de
sus vidas. Pasó las páginas con el pulgar. Muchas estaban llenas con fotos que él mismo había
tomado. Se detuvo en la página con la gran mancha café. Recordó claramente como su
hermana había derramado un vaso de soda sobre ella y empezó a llorar. La página estaba
arrugada entre sus dedos, recordándole un lenguaje escrito que el mundo había olvidado hace
mucho. Su caligrafía era rápida y descuidada, pero no sin una cierta elegancia. Más que leer las
palabras las recordó.
Acaso es extraño que me pregunte ¿Cómo sería morir? Acaso es extraño que me
pregunte ¿Cómo sería perder a uno de mis padres o hermanas? Imagino cómo sería, cómo me
sentiría. Una parte de mi teme no preocuparse. No tengo miedo a la muerte. ¿Es morir tan
distinto a simplemente dormir por siempre? Si todos murieran al mismo tiempo, ¿sería triste?
¿Acaso no son los que se quedan quienes siempre sufren? Pero incluso eso pasa, eso dicen.
Todo pasa. Todos mueren. Y todos y cada uno de nosotros debemos emplear el tiempo que se
nos ha otorgado de la mejor manera posible.
Sabía que no todo pasaba, no completamente, pero a veces era mejor creerlo así. No
había escrito ese diario para su beneficio, si no para el de su familia, con la esperanza de que les
ayudara a soportar la pena con el paso del tiempo. La fotografía sobre el escritorio era de sí
mismo, tomada en su fiesta de cumpleaños el año anterior. Estaba viendo a algo a la izquierda
del fotógrafo. No podía recordar que era. Un chico de trece años normal, alto para su edad,
con cabello rubio oscuro, ojos verdeazulados y una nariz ligeramente torcida que nadie sabía a
ciencia cierta de quien la había heredado. Tiró el diario sobre su cama. 06.47. No podía
recordar cuándo fue la última vez que sintió lo que fuera que estaba sintiendo ahora.
¿Miedo? ¿Pánico?
Fue al baño. El agua fría goteando de su rostro a su pecho hizo que su piel se arrugara.
Su cara en el espejo no había cambiado ¿Acaso esperaba algo distinto? Como siempre, había
empezado a crecer tempranamente. Su madre lo llamaba maduro para su edad, y el no podía
discrepar ante eso, aunque por una razón diferente. Estudió su cara minuciosamente, buscando
algo que pudiera revelar algún cambio que hubiese sucedido desde ayer. No encontró nada.
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¿Tenía en realidad catorce años?
Frotó sus manos sobre su rostro. En media hora la familia entraría a la habitación con
regalos y felicitaciones, y por alguna razón él aún seguía aquí, con vida. Había hecho muchos
planes para este día, preparándose para estar atrapado otra vez en un cuerpo recién nacido e
indefenso.
Pero para esto no tenía planes.
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II
Grito.
Todo mi cuerpo duele, pero no se siente como mío. Intento abrir los ojos, pero mis
párpados son inamovibles. Todo está en silencio, como en el fondo del río. Y yo estoy mojado,
pero no bajo el agua. El aire frío golpea mi piel arrasando con el dolor momentáneamente
mientras el frío me recorre. En todos lados hay sonidos que nunca antes había escuchado.
Soy levantado, mecido en el aire, y el mundo da vueltas. Mis ojos son forzados a
abrirse. Quema. Grandes sombras se mueven frente a mí como demonios en la noche. Veo
algo acercarse, y repentinamente un rostro enorme empieza a carcajearse. Mis pulmones se
vacían nuevamente con un grito.
He llegado al reino de la muerte.
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CAPITULO 2
La silla se movió sobre el piso repentinamente, con un sonido entre canción de ballena y
silbato de barco y aún con música en sus oídos hizo que Nathaniel se pusiera en marcha
internamente. Christian se levantó, se estiró, bostezó ruidosamente y dijo algo. Nathaniel se
quitó los audífonos y se quito el cabello de los ojos con un soplo.
“¿Qué dijiste?”
“Dije que ya es hora de que empiece el fin de semana”
Eran casi las tres y treinta y Nathaniel estaba más sorprendido por el hecho de que el
hombre con quien compartía su oficina no hubiera empezado el fin de semana desde mucho
antes.
“¿Algún plan para el fin de semana?” Preguntó Christian
“Trabajaré.”
“Ya has trabajado suficiente. Necesitas divertirte, hasta los genios necesitan un descanso
de vez en cuando, si lo sabré yo. Las distracciones son buenas para la mente. Especialmente si
son lindas estudiantes de primer año. Preguntan por ti, sabes.”
Nathaniel no estaba seguro de que ser distraídas por Christian fuera tan bueno para esas lindas
criaturas. En cuanto a él, aún no conocía a nadie que fuera lo suficientemente interesante para
mantener una conversación. A veces se preguntaba si Christian esparcía rumores sobre él a
propósito. Mitad afroamericano, un cuarto Indio, un cuarto blanco, el total un enigma.
“Los satélites estarán listos hoy más tarde, así que…”
“¿En serio? ¿Hoy más tarde?”
“Si”, dijo Nathaniel, lamentando de inmediato el haberlo mencionado.
“Okay, entonces entiendo. Wow. ¿Quién hubiera creído eso?”
“¿Yo?”
“Si, claro. Bueno, entonces esperemos que los resultados sean buenos…”
Nathaniel se levanto repentinamente, su silla se deslizó hacia atrás con otro pequeño
chillido. “Todo estará bien. Disfruta esta noche, será una gran fiesta.”
“Si, estará genial.”
“No lo dudo. Cuéntame al respecto el lunes.”
No lo dijo en serio, pero cualquier cosa era mejor que hablar sobre los resultados que
esperaba. Christian se fue, tarde como siempre. Nathaniel se sirvió un poco de agua de la
tetera. El departamento ya estaba vacío, afortunadamente.
Sintió las punzadas del hambre cuando se acercaban las seis. Recapitulando, se dio
cuenta de que no comía desde el desayuno. No quedaba nada que hacer además de esperar los
resultados. Si todo había salido de acuerdo al plan, los satélites deberían haber hecho su
trabajo. Tomaría algún tiempo transmitir las cifras, pero seguramente no demasiado. Le
picaban las manos por enviar un correo preguntando si los satélites habían transmitidos los
datos correctamente, pero resistió la tentación. Por si acaso escribió el correo y lo guardó como
borrador. Sí, la paciencia es una virtud, pero hasta el momento no era una de las suyas.
Bloqueó el computador, revisó si traía sus llaves, billetera y teléfono móvil, y se fue.
Había gente sentada en la hierba disfrutando del sol, rodeada de bolsas, ropa, termos con agua,
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y pilas de libros y periódicos. Dos personas se tiraban un disco volador de ida y de vuelta,
molestando a los demás. Nathaniel se sintió aliviado porque los días de examen ya habían
quedado atrás.
Se fue caminando en una dirección que permitía al sol acariciar su rostro. En el
transcurso de cuatro años había probado combinaciones de casi cada ruta alrededor del
campus, pero disfrutaba el reto de combinarlas todas en la memoria y de ese modo crear
nuevas. Recordó su primer día aquí cuando tenía dieciséis años, siendo un chico con una
cabeza de enormes rulos negros, y como se había cortado el cabello de inmediato. Parecía que
había sido hace una eternidad. Hasta que se encontró sentado en la hierba afuera del instituto
con sus libros recién comprados realmente se dio cuenta de que se había convertido en un
estudiante aquí. La sensación era fácil de recordar. Pensó en ella como una imagen, pero era
mucho más que eso. No le gustaban las fotografías ordinarias. Cuando veía fotos de su niñez no
recordaba nada sobre ellas, no más de lo que la gente le había dicho. Incluso fotos tomadas en
su temprana adolescencia no traían recuerdos adecuados. ¿Cuál era el punto de los recuerdos
si no eran suyos? Así que en lugar de una cámara utilizaba una técnica propia. Llamarla propia
no era exactamente preciso, porque no tenía el control completo sobre ella. Cuando algo se
sentía bien, o un cierto ambiente o humor resonaba con ambos, cuerpo y mente, se detenía a
saborearlo, sabiendo que luego podría regresar a ese exacto momento en su memoria.
Cualquier cosa podía desencadenarlo. La sensación de brisa sobre su rostro, entender un
problema matemático, el olor de un libro nuevo, o sentirse feliz sin una razón obvia. Porque
funcionaba exactamente, porque podía recordar estas experiencias después, era algo de lo que
no tenía idea.
Dos recuerdos vinieron a él mientras caminaba. Uno era del día en que tuvo la primera idea
para el proyecto, el otro era de la noche en que resolvió las ecuaciones que necesitaba para
coronarlo. Recordaba la noche más vívidamente, porque se había prometido a si mismo que la
recordaría una vez hubiese terminado. Había sido hace más de un año, y desde entonces había
hecho una cantidad enorme de trabajo, pero ese había sido el preciso momento en que supo
que estaba en lo correcto, cuando todas sus dudas habían desaparecido, para nunca volver. Ni
siquiera su antiguo mentor y profesor, quien finalmente había descartado todo el asunto como
pseudociencia y se rehusaba a tener algo que ver con ello, pudo persuadirlo de lo contrario.
Nathaniel confiaba completamente en sus sumas. Era imposible ignorar una prueba
matemática, tanto como era imposible negar que uno y uno son dos. Para él fue una decepción
que su mentor no pudiera entender las fórmulas, a pesar de las horas que había pasado
intentando explicarle. De hecho, nadie las entendía. Pero después de hoy no tendrían que
hacerlo, los resultados hablarían por sí mismos. Hablarían por él. Por primera vez en la
historia, la gente sabría exactamente cuántos habitantes había en la tierra. Bueno, casi. Cada
segundo había muertes y nacimientos, y el sistema no se podía actualizar continuamente. Pero
su nombre sería para siempre asociado con cada censo poblacional. Encontró su móvil y revisó
si tenía los ajustes correctos para sus alertas. Se preguntó si su tendencia a checar y doble checar
cosas que ya sabía era algo que había heredado de alguno de sus padres. Dudaba que Martha
su hermana mayor fuese así, pero tenía que preguntarle a Emma alguna vez. Ella era la más
parecida a él.
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Cuando su móvil finalmente sonó se encontraba en el lado más lejano del campus,
cuando estuvo de regreso en la oficina estaba sudando y le faltaba el aire. Inmediatamente
comenzó a descargar los datos. En un momento todo estaría listo y podría correr el programa
que confirmaría su triunfo. Todo lo que tenía que hacer era escribir los comandos y presionar
Enter. Casi esperaba una pequeña fanfarria, pero todo lo que sucedió fue que la línea de
comandos desapareció. ¿Por qué no había escrito algún tipo de indicador que mostrara cuanto
había avanzado el proceso? No era un error, pero le fastidiaba no haber pensado en eso. Del
modo en que estaban las cosas ahora era imposible ver cuán rápido se procesaban los datos. La
única señal de que algo sucedía era el disco duro, sonando como si estuviera a punto de salirse
de su lugar, no era un sonido exactamente tranquilizador. Abrió una gaveta y sacó La
Disfunción de la Realidad de Peter F. Hamilton y un par de bolsas de té. Aún quedaba agua en
la tetera, pero la tiró e hirvió más antes de sentarse nuevamente. Como siempre, había olvidado
marcar la página en la que estaba y empezó pasar las hojas del libro con rapidez para encontrar
donde se había quedado. Encontró el capítulo, pero algo se sentía mal. Le tomó unos pocos
segundos darse cuenta que lo que le molestaba era el silencio. El disco duro estaba
sospechosamente quieto. Nathaniel quitó el protector de pantalla. Un corto mensaje decía que
todo había salido bien. Abrió la carpeta y localizo cinco archivos de imagen, tal como lo
esperaba. Era imposible que estuviera bien. Combinar todos los archivos debería tomar varias
horas como mínimo. Hizo doble clic sobre el archivo, tan lentamente que en su lugar se
encontró cambiándolo de nombre. Maldijo por lo bajo. La pantalla se llenó con una imagen de
África que había visto muchas veces antes. Google Earth. Él mismo había escrito el programa
que permitía trazar localidades a lo largo de la imagen usando GPS. Ver que la imagen lucía del
mismo modo de siempre no fue una sorpresa. Debería haber estado cubierta con puntos
blancos, cada uno representando una persona. Naturalmente, no iba a acertar en el primer
intento.
Corrió otro de los programas.
Estudió el set de datos en bruto, y revisó algunos resultados individuales. Las
coordenadas aparecieron, una detrás de la otra. Después de treinta resultados perdió la
paciencia. Tenía que haber algún error en el modo en que el mapa había sido creado.
Incrementó el tamaño de un único punto e introdujo la ruta de resultados en el medio de
África. Funcionó del modo en que estaba supuesto a hacerlo. Nathaniel apoyó su codo derecho
sobre el escritorio y posó su rostro en su mano mientras tamborileaba sobre su muslo con la
izquierda. Reinició el programa, regresó a su libro y sorbió su té tibio.
Obtuvo el mismo resultado.
El mundo estaba deshabitado, pero sus pruebas mostraban que todo estaba corriendo
del modo adecuado. Aunque era algo estúpido, aumentó el tamaño de todos los puntos y
volvió a abrir la imagen. Se desplomó nuevamente en su silla.
Había alrededor de ochenta personas en África.
Eso explicaba un problema, pero al menos creaba otro. Sintió su estómago contraerse.
No tenía muchas ganas de correr el último programa. El que produciría la cifra de la que todo
el mundo hablaría durante los próximos días, su gran triunfo.
Cuatrocientos veintiuno.
Había cuatrocientos veintiún habitantes en el mundo. Empezó a reír. Era un número
excelente, pero no era uno que interesaría al mundo en particular. Llevó sus dedos hacia arriba
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y se acomodó el cabello hacia un lado. Tomaría una eternidad revisar los datos, sin mencionar
volver a hacer toda la parte matemática, pero realmente no tenía ninguna alternativa.
Eran las cinco de la mañana cuando finalmente se fue a casa a dormir.
No había un solo error. No sabía si eso debería inquietarlo o calmarlo. Los datos
mostraban el mismo número de resultados cada vez, y de todos estos solamente uno era lo
suficientemente fuerte para posibilitar una localización relativamente precisa. Lo último que
hizo fue enviar un correo a su contacto de los satélites con un nuevo programa de control para
revisar la calibración de los mismos, junto con una solicitud para correr otra prueba. Hizo clic
en enviar y se sintió extraño.
Su móvil lo despertó con un sonido familiar. Ni siquiera revisó la hora antes de abrir el
correo. No era lo que esperaba ver. Reynolds, el director del Instituto, quería verlo para
‘discutir su futuro, y el futuro de su trabajo’ a Nathaniel no le gusto el modo en el que estaba
redactado. Reynolds sugería que se vieran el domingo en una pequeña cafetería fuera del
campus. Eso por si mismo parecía peculiar, pero Nathaniel contestó aceptando la invitación.
Como mínimo Reynolds podría estar dispuesto a ayudarle a conseguir más tiempo con los
satélites.
Tenía que tener más tiempo.
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III
Estoy vivo.
Los dioses escucharon mis plegarias y me devolvieron la vida. Tengo el cuerpo de un
infante. Mis brazos y piernas se mueven solos, pero puedo ver y escuchar como antes. En esta
tierra de dioses hablan un lenguaje propio. Todos son extrañamente pálidos y blancos. Nunca
tengo mucho frío, ni el calor es tan fuerte para que las sombras sean tu mejor compañía
durante el día. Todo es diferente. No le temen al bosque por la noche, si no que ríen y bailan
para la diosa en el cielo mientras ella brilla sobre nosotros.
Cada día agradezco a los dioses por mi nueva vida aquí, en medio de los elegidos.
Pero ellos no parecen saber lo que soy, lo que se me ha otorgado.
Solamente miran a un infante.
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CAPITULO 3
“Feliz cumpleaños, hijo.”
Su padre se inclinó hacia adelante y lo abrazó. Arthur intentó sonreír cálidamente. Su
Padre, Madre, Julie y Emilie estaban sentados en un semicírculo alrededor suyo. Emilie
sostenía su regalo firmemente. Sus padres y Julie también tenían regalos, pero antes de
entregarlos comerían el desayuno que habían traído.
“¿Podemos abrir los regalos ahora?” Preguntó Emilie con impaciencia tan pronto
hubieron terminado con el desayuno. Tenía cinco años y era la menor de las dos hermanas.
Julie tenía doce.
“Hoy es el turno de Arthur para hacer eso” dijo su madre.
Emilie pensó en ello y miró el regalo.
“Pero puedo hacerlo por él,” dijo con una gran sonrisa.
La madre de Arthur asintió en su dirección. “Tendrás que pedirle permiso a Arthur.”
“Arthur, ¿Puedo abrir el regalo?”Dijo Emilie arrastrando las palabras “Por favor,”
agregó rápidamente.
“Sólo si eres muy cuidadosa” dijo Arthur.
Inmediatamente empezó a abrir el regalo, siendo tan cuidadosa como podía.
Probablemente tomaría un rato. Julie entregó su regalo asegurándole que si no le gustaba lo
podría cambiar. Era una caja, pero era engañosa porque dentro de ella había un libro sobre
electrónica con experimentos del tipo ‘Intenta esto tú mismo.’ Era un tanto muy creativo para
ser idea de Julie, así que a Arthur no le sorprendió que el regalo de sus padres resultara ser un
kit de electrónica. “Espero que te guste. El hombre de la tienda dijo que podría ser muy
avanzado para alguien de catorce años, pero pensamos que serías capaz de manejarlo bien.”
“Un millón de gracias. Se ve genial.”
Se quedó sentado ahí, mirando a la caja mientras los pensamientos rebotaban
incontrolablemente en su cabeza. ¿Qué tal si Bian Shen se manifestaba repentinamente en este
momento? ¿O qué tal si sucedía en la escuela? Se dio cuenta, para empezar, de cuan rígido
estaba su cuerpo, y que tan adentrado en su propio mundo había estado.
“Un millón de gracias,” dijo nuevamente, y estiró sus brazos hacia su madre para
abrazarla.
“Te tiemblan las manos,” dijo su madre.
Podía verlo por sí mismo, un leve temblor.
Su madre puso una mano sobre su frente. “No tienes fiebre.”
Los Niños no se enfermaban nunca. Eran inmunes a todo, y en este cuerpo en
particular no había experimentado un solo día de enfermedad, como su madre tanto se jactaba.
“Que raro,” dijo Arthur y extendió su mano hacia adelante, frente a su rostro. Él no
creía en la casualidad.
“¿Te duele algo?” preguntó su madre.
Arthur pretendió pensar al respecto por un momento “No, solo estoy cansado.”
“¿Volviste a acostarte tarde anoche?
“No cansado de ese modo. Cansancio corporal. Siento como si hubiese estado fuera
corriendo todo el día.”
Su madre miró a su padre, quien se encogió de hombros.
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Emilie finalmente había terminado de desenvolver el paquete y ahora le tiraba un libro
sobre el regazo.
“Ahí tienes,” dijo con una sonrisa satisfecha.
Arthur miró el libro. Era una novela de Umberto Eco, un libro que había mencionado
casualmente a su padre diciendo que le gustaría leerlo. Su madre se levantó de la cama y abrió
las persianas. Por un momento todos parpadearon.
“Mira si se te pasa cuando te levantes,” dijo ella.
No pasó. En un momento absurdo le preguntó a su padre si estaba seguro de que hoy
era realmente su cumpleaños. La situación no debería haberle preocupado tanto como lo
hacía. Después de todo, solo era un día de retraso. Aunque en el curso de varios miles de años
esto nunca había sucedido antes. De hecho debería haber sido una sorpresa agradable, pero su
cuerpo no estaba de acuerdo con él. No sufría de los delirios de poder que aquejaban a la
mayoría de personas, y había experimentado lo verdaderamente impredecible suficientes veces
como para ser capaz de lidiar con ello. Pero sabía que todos necesitaban la sensación de algún
tipo de control, ilusorio o no. Y ahora que uno de los pilares de su vida parecía colapsar
encontró que su propio control desaparecía fastidiosamente rápido.
¿Por qué seguía sintiéndose sediento?
Bajó a la cocina y sacó la leche del refrigerador, pero el cartón se resbaló entre sus
dedos como si toda su fuerza los hubiera abandonado. El cartón disparó un chorro de leche
hacia arriba mientras golpeó su pie. Volvió a ver sus manos. La leche corría sobre el piso y
entre las rendijas de las baldosas, recordándole un viejo sistema de irrigación que había hecho
una vez. ¿Dónde había sido? ¿Persia? ¿China?
“Arthur, prepárame un par de sándwiches por favor,” dijo su madre desde el pasillo.
“¿Arthur?”
Cuando entró a la cocina Arthur estaba en cuatro patas limpiando la leche con un paño
y un rollo de papel de cocina.
“¿Qué sucedió?”
“La boté”
Ella no dijo nada, pero Arthur sabía que la ansiedad de su madre había alcanzado el
punto en el que ella no podría ignorarla más.
“Christian, encárgate de Emilie, ¿puedes?” dijo
“Claro” respondió su padre animadamente.
Su madre fue al cuarto de lavado y regresó con un paño para el piso, el cual uso para
cubrir la leche derramada y limpiar rápidamente el resto del desastre. Arthur se sentó en la
mesa de la cocina y trató de lucir exhausto, lo cual fue más fácil de lo que pensó. Su madre
cortó unas cuantas rebanadas de pan.
“¿Puedo quedarme en casa hoy?” Preguntó Arthur.
Su madre se detuvo y volteó a verlo. “No tienes fiebre. ¿Realmente te sientes tan mal?”
“No pude sostener el cartón de leche.”
“¡Hora de irnos!” dijo su padre.
“Ok, vuelve a la cama y te llamaré luego.” Le dio un beso y un abrazo y salió, olvidando
sus sándwiches.
“¡Tu almuerzo!” Gritó Arthur detrás de ella.
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No le gustaba ni un poco. Bian Shen probablemente se manifestaría mañana y conocía
suficientemente bien a su madre para saber que por el resto de su vida se culparía a si misma
por no darse cuenta de que algo estaba verdaderamente mal.
¿Qué tal si el cambio no ocurría nunca?
No quería pensar en eso, pero era difícil evitarlo. ¿Había alguno de los otros Niños
experimentado algo similar? Ya no podía acceder a la Red. Su cuenta se cerraba
automáticamente tan pronto pasaba su décimo cuarto cumpleaños y no volvería a ser accesible
nuevamente por otros dieciocho meses, cuando debería de tener año y medio. Podría intentar
contactar a alguno de los otros utilizando mensajería instantánea o Skype, pero faltaban varias
horas para que estuvieran disponibles.
Escuchó la puerta cerrarse cuando Julie finalmente se fue. Había un silencio antinatural
en la casa. Sus manos todavía temblaban. ¿Qué estaba sucediendo? No había muchas cosas
seguras en su vida, pero una de ellas era que nunca había experimentado un décimo cuarto
cumpleaños. Nadie en la red discutía ya sobre porque las cosas eran del modo que eran, pero
las teorías no escaseaban. Vivían como niños para siempre, sin ninguna razón aparente. Pero
tenía que haber una explicación para ello. Siempre había una explicación. Algunos sugerían que
si se convirtieran en adultos habrían gobernado el mundo, y que esa era la razón por la que
nunca se les permitía crecer. Él no tenía el más mínimo deseo de gobernar el mundo, pero
para él y los otros Niños la idea de convertirse en adultos era casi como encontrar el Santo
Grial. Había cosas más importantes que hacer que subir a la cúspide de algunas escaleras.
Dudaba que los otros fueran a creerle.
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IV
Su ruido finalmente empieza a tener sentido. No tienen una palabra para mano, ni para dedos.
Todo es el brazo. Hay una palabra que significa esos-que-no-son-nosotros, pero no entiendo
quienes son. Intento hablarles, pero mi voz no hace lo que yo quiero. Trato y trato, pero se ríen
de mi. Mi padre me lanza por los aires y me llama por un nombre que no entiendo. Pero yo no
río.
Creí que veía el mismo mundo que ellos ven. Pero de vez en cuando siento que
vislumbro lo que ven, y no creo que sea lo mismo.
¿Por qué los dioses nos habrán creado tan distintos?
Unos cuantos tiene sus cuerpos pintados como señal de respeto hacia un dios. Luchan
hasta la muerte entre ellos. No entiendo porqué. Nadie lloró, nadie gritó. Sólo había un
silencio que no pude entender. Hablan de este ser al que llaman honor, algo que mora dentro
de ellos. Algo que viene a ellos cuando se convierten en adultos.
No sé si me gustaría conocer a este ser.
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CAPITULO 4
Los soportes para bicicleta fuera de la cafetería estaban llenos y Nathaniel tuvo que encadenar
la suya a una cerca de alambre que estaba más adelante sobre la calle. La brillante luz del sol
impedía ver a través de la ventana. Cuando abrió la puerta lo recibió una oleada de ruido que
hizo estragos en su reloj biológico. La música era la única cosa en la que era posible enfocarse
en medio del caos de las conversaciones, mientras los estudiantes hacían su mejor esfuerzo por
hacerse escuchar por encima del ruido circundante. Nathaniel no pudo evitar preguntarse si no
sería más fácil simplemente ser como ellos – alguien que apenas y sabía lo que quería, que no
tenía expectativas de cambiar el mundo y que estaba bien con ello. Sin embargo sospechaba
que varios de ellos de hecho querían salvar el mundo, lo que sea que eso significara.
La cafetería era un gran espacio rectangular con una larga barra en la pared del fondo.
Una vieja escalera en espiral se retorcía hasta subir al primer piso. Había pequeños grupos
oscuros de sillas y sofás por todos lados, como pequeñas colonias. No había nadie sentado solo.
La mayoría parecía estar envuelto activamente en discusiones, y por el ondear de brazos era
fácil saber quién era el más apasionado. Las paredes estaban llenas de pinturas, fotografías,
afiches y noticias en idiomas que Nathaniel no reconoció. Había un leve olor a especies en el
aire. Todo encajaba de una manera extraña, pero era difícil ver si había sido planeado así, o si
sólo se había desarrollado de ese modo, como una especie de experimento orgánico fuera de
control.
No vio a Reynolds por ningún lado.
La escalera en espiral era lo suficientemente inclinada como para constituir un riesgo a
la salud. La música arriba no era tan estridente. Reynolds estaba sentado en una mesa cerca de
las ventanas. Debió haber llegado temprano o reservado la mesa. Sostenía una pieza de papel
con el brazo extendido mientras sorbía cuidadosamente una taza de café. Se puso de pie
cuando vio a Nathaniel.
“Hola de nuevo,” dijo Nathaniel mientras extendía su mano, dando un vistazo a los
papeles sobre la mesa. “Hola, ha pasado el tiempo, siéntate por favor. Ordené un café al llegar.
Se supone que el té es muy bueno aquí, pero yo siempre he tenido un gusto por el café.”
Reynolds se sentó, reunió los papeles esparcidos sobre la mesa y empujó el menú hacia
Nathaniel.
“Recomiendo el sándwich de pollo tandoori, es delicioso.”
“Sí, comida,” dijo Nathaniel, como si el pensamiento no se le hubiese ocurrido antes.
“¿Cómo se ordena aquí? ¿Vienen ellos a la mesa?”
“Ordenas abajo y les das tu número de mesa” Reynolds señaló una placa metálica al
costado de la mesa con un número ocho grabado en ella.
Nathaniel se abrió camino hasta el bar. El pollo parecía tan bueno como cualquier otra
cosa en el menú así que ordenó eso más un vaso con agua. Sólo tenían agua embotellada y no
le ofrecieron agua del grifo. No era barata, e irónicamente había cubos de hielo en el vaso.
Quería preguntar si los cubos de hielo también se hacían con agua embotellada, o del grifo. En
cuyo caso podrían contaminar el agua. Pero el chico detrás del mostrador no parecía dar la
bienvenida ni al sarcasmo ni a la ironía. Nathaniel se abrió camino de vuelta hacia Reynolds,
quien estaba sentado en profunda contemplación de sus papeles otra vez.
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“La nanotecnología me fascina. Es increíble el progreso que ha alcanzado ya. Piensa
cuán lejos han llegado en unos cuantos años. ¿La has estudiado en algún momento?” Preguntó
Reynolds.
“En realidad no, pero conozco lo básico.”
Reynolds asintió vigorosamente. “Es uno de los campos de más rápido crecimiento.
Probablemente recibiremos financiamiento para establecer un nuevo laboratorio. Pero ya
suficiente de eso. ¿Cómo has estado últimamente?”
Nathaniel vertió agua en su vaso.
“Las cosas están bien. Unos cuantos meses ocupados, pero creo que ya estoy llegando
al final.” De un modo u otro así es como empezaban a lucir las cosas. No, no debía empezar a
pensar así. “Hmmmm-mmm…” dijo Reynolds sorbiendo su café. “¿Y qué vas a hacer
después?”
“No he pensado en eso para nada. Quería terminar este proyecto primero.”
“Puedo entenderlo. Es una verdadera virtud, terminar lo que empiezas. ¿Pero debes
tener alguna idea?”
“No,” dijo Nathaniel, pero se demoró en decir la palabra. Siempre se le ocurrían ideas,
su cerebro funcionaba de ese modo, pero en este momento no podían importarle menos.
“Tenemos un número de proyectos interesantes que iniciarán en el Instituto en el
futuro cercano, especialmente en el campo de nanotecnología. Hay una reunión informativa la
próxima semana - ¿Te interesaría asistir?”
“Bueno, mira,” empezó Nathaniel, notando como Reynolds se inclinó hacia atrás y arrugó sus
cejas. “Sí, claro, puede ser una idea.”
“En efecto podría serlo. Es el miércoles, a la una en punto en el salón de reuniones.
Solo unos cuantos han sido invitados.” Reynolds tosió cautelosamente. “Por cierto, recibí una
llamada sobre a los satélites a los que la universidad tiene acceso, ¿algo referido a que tú crees
que la calibración podría tener algún error?”
Nathaniel casi tumbó su botella de agua.
“Es cierto. Obtuve algunos resultados muy peculiares, pero todos mis programas están
funcionando correctamente, así que pensé que podría haber algo malo con los satélites.”
“¿Entonces escribiste un programa de calibración y se los enviaste?” Dijo Reynolds,
asintiendo. “Sí, me tomó la mayor parte de la noche, pero ahora ya conozco muy bien el
sistema.”
Podría haber dicho que lo conocía mejor que nadie.
“¿Así que escribiste todo el programa en una noche?”
“Sí”
Reynolds sacudió su cabeza. “Bueno, corrieron tu programa, y funciona bien.”
“¿En serio? ¿Y encontraron algún error?” Nathaniel podía sentir los vellos empezando
a erizarse en sus brazos.
“Hasta donde tengo entendido, no. Pero si los dirigió a un error de ajuste que podría
haber causado un problema si no lo hubieran descubierto a tiempo. Están muy satisfechos con
el programa.
“¿Entonces no había errores en los satélites?”
“No, se están comportando exactamente del modo que debieran.”
“Tenía que haber algo malo con ellos. ¿Están absolutamente seguros?
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Bian Shen – Torbjørn Øverland Amundsen
“Hasta donde lo entiendo. ¿Qué te hace creer que pueda haber un error ahí?”
“Mis resultados no tienen sentido,” masculló Nathaniel, casi para sí mismo.
“¿Cuál parece ser el problema? Estás usando los satélites como un medio para localizar
personas porque el cerebro transmite una especie de señal ¿Es eso correcto?”
“No, es. . .” empezó y luego se detuvo. “No es una señal. Los satélites han sido
configurados para medir perturbaciones particulares en el espacio-tiempo.”
“Por supuesto, ahora lo recuerdo. ¿Algo referido a que la complejidad de la
información contenida en el cerebro es tan grande que incluso afecta el espacio-tiempo, como
la gravedad?”
“Correcto”
“Si, era eso. Una teoría original.”
Nathaniel escuchó lo que se escondía detrás de las palabras, como lo había hecho tantas
veces antes. No había manera en que pudiera convencer a la gente con palabras, y ninguno de
ellos entendía la matemática.
Reynolds miró afuera de la ventana mientras continuó hablando. “No sé si estas al tanto
de esto, pero hubo mucha discusión sobre si debías tener acceso a los satélites en absoluto.
Cuesta una fortuna operarlos, y recibimos muy buena paga por cada minuto que los rentamos.
Ningún otro estudiante ha tenido el mismo grado de acceso que tú. Mucha gente ha sido muy,
cómo lo digo, crítica en cuanto a dedicar tiempo a algo como esto. Si no hubiera sido por esos
algoritmos que escribiste para bajar el consumo de energía nunca hubieras obtenido el permiso.
En un mes resolviste un problema con el que habían luchado por siglos y en el habían gastado
millones. Y ahora escribes un programa de calibración en una sola noche.”
Reynolds sonrió, pero no había nada placentero en su sonrisa. “Pero aún teniendo esto
en cuenta temo no poder darte más tiempo con los satélites. Simplemente es demasiado
costoso, y tu trabajo es, bueno, demasiado experimental. Cuando, tal como parece, no tienes
resultados para mostrar, más que registrar perturbaciones aleatorias, no hay mucho que pueda
hacer.”
Nathaniel sabía lo que quería decir, pero no pudo emitir una sola palabra. No estaba ni
sorprendido, ni decepcionado. Naturalmente, desde la perspectiva limitada de Reynolds, era
realmente un caso de perturbaciones aleatorias.
“Eres un pensador brillante, Nathaniel. Probablemente el mejor que hemos tenido en
varias décadas. No hay un proyecto que no te querría como parte de su equipo.”
“Nathaniel oyó lo que Reynolds decía, pero no estaba escuchando. Una palabra sonaba
una y otra vez en su cabeza: aleatorio. Sin quererlo, Nathaniel se encontró pensando en voz
alta.
“No son aleatorias.”
“¿A qué te refieres?” Dijo Reynolds, confundido.
“Mis medidas, no son aleatorias, no pueden serlo. La faz de la tierra es alrededor de
setenta por ciento agua, pero mis resultados fueron en tierra firme. ¡Se trazaron claramente a sí
mismos a lo largo de distintos continentes, ergo no pueden ser aleatorios!” Nathaniel se levantó
y extendió su mano a Reynolds.
“Lamento acortar nuestra reunión, pero hay algo que tengo que revisar de inmediato.
Realmente lo lamento. Llegaré a tu oficina el lunes.”
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Bian Shen – Torbjørn Øverland Amundsen
Los satélites habían captado algo. Mientras Nathaniel saltó sobre su bicicleta ya iba
intentando descifrar que podría ser. No fue hasta que estaba a medio camino hacia la oficina
que recordó la comida que había ordenado.
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