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Paul Hoffman
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Batir de alas
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Traducción del inglés
Adolfo Muñoz
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Primera parte
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Llegué solo y voy como extraño. No sé quién soy, ni lo
que he estado haciendo.
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Aurangzeb
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Breve informe sobre Thomas Cale, lunático. Tres conversaciones en
la abadía de la isla de Chipre.
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(N: Esta evaluación tuvo lugar después del ataque de apoplejía sufrido por la Madre Superiora Allbright. Las notas que ella archivó
se han perdido junto con los detalles de admisión de Cale. Este informe debe ser leído a la luz de esa ausencia, y no asumiré responsabilidad por ninguna de mis conclusiones).
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RASGOS FÍSICOS
Estatura media, palidez excepcional. Le falta el dedo corazón de la
mano izquierda. Depresión por fractura en el lado derecho del cráneo. Queloide grave en una herida del hombro izquierdo. El paciente asegura que las heridas le producen dolor intermitente.
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SÍNTOMAS
Náuseas violentas, normalmente a mitad de la tarde. Agotamiento.
Sufre insomnio y pesadillas cuando consigue dormir. Pérdida de
peso.
HISTORIA
Thomas Cale no padece visiones histéricas ni comportamiento incontrolado aparte de su agria naturaleza. Las náuseas de mitad de
la tarde lo dejan mudo por el agotamiento, después de lo cual se
duerme. A última hora del día logra hablar, aunque resulta la más
sarcástica e hiriente de las personas. Asegura que sus padres, a los
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que no recuerda, lo vendieron por seis peniques a un sacerdote de
la Orden del Ahorcado Redentor.
Thomas Cale habla con humor (lo cual no es su afectación
menos irritante) y siempre intenta, o bien provocar inseguridad en
su interlocutor, para que no sepa si se está burlando de él o no; o
bien, en desagradable contraste, le deja completamente claro que sí
se está burlando de él. Me cuenta la historia de su educación en el
Santuario como desafiándome a que me atreva a poner en duda las
diarias crueldades que tenía que soportar allí. Asegura (aunque no
es posible saber con qué grado de sinceridad) que al recuperarse de
la herida que produjo la abolladura que tiene en la cabeza, su destreza en la lucha, que ya era grande (parece jactarse de ello a posteriori, pero no en el momento), se vio muy aumentada como resultado de la herida, y que desde la recuperación siempre ha sido capaz
de anticipar cualquier movimiento del oponente. Esto parece improbable, pero he rechazado su ofrecimiento de hacerme una demostración. El resto de su historia parece tan inverosímil como el más
exagerado cuento infantil, de esos de capa y espada. Es el peor mentiroso que he conocido nunca.
Resumo su historia en breves palabras: su vida de privación y
entrenamiento militar en el Santuario concluyó de manera espectacular cuando una noche descubrió por casualidad a un redentor
de alto rango que estaba llevando a cabo una disección en vivo en
dos muchachas jóvenes, algún tipo de sagrado experimento que pretendía descubrir el modo de neutralizar el poder que tienen las mujeres sobre los hombres. Tras matar a aquel redentor en la lucha que
siguió a su descubrimiento, escapó del Santuario en compañía de la
joven superviviente y dos de sus amigos, seguidos por los vengativos redentores. Evadiéndose de sus perseguidores, el cuarteto llegó
a Menfis, donde (cosa fácil de creer) Thomas Cale hizo muchos enemigos y (ya no tan fácil de creer) un número de poderosos aliados
que incluían al notorio IdrisPukke y a su hermanastro, el entonces
Canciller Vipond. Pese a estas ventajas, su naturaleza violenta se
hizo valer en un altercado brutal pero inusitadamente no mortal
contra (según dice él) media docena de jóvenes de Menfis, del que
(por supuesto) él salió triunfante, aunque lo llevaron a prisión. Sin
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embargo, Vipond volvió a intervenir secretamente en su favor, y
Cale fue enviado al campo con IdrisPukke. La paz de aquel pabellón de caza de los Materazzi en que estaban se vio interrumpida
poco después de su llegada por una mujer que intentó asesinarlo por
razones que él ha sido incapaz de aclarar. Lo que impidió el asesinato no fueron las maravillosas habilidades de Cale (se encontraba
nadando desnudo en el momento del ataque) sino un extraño misterioso, invisible e insolente que mató a la que quería matarlo a él
clavándole una flecha en la espalda. A continuación, su salvador
desapareció sin dejar huella ni explicación.
Para entonces, los sacerdotes del Santuario habían descubierto
más o menos su paradero e intentado quitárselo de en medio (asegura él) secuestrando a Arbell Materazzi, hija del Dogo de Menfis.
Cuando le pregunté por qué los redentores iban a arriesgarse a una
guerra desastrosa con el más grande de todos los poderes temporales solo por él, se me rio en la cara y me dijo que ya me mostraría
su enorme importancia a su debido tiempo. Según mi experiencia
hasta el día de hoy, los pacientes aquejados de delirios de grandeza
suelen tomarse muy en serio su importancia, pero es una peculiaridad de Thomas Cale que su estado demente solo se haga patente
unas horas después de que haya concluido nuestra conversación.
Mientras estoy en su compañía, hasta las historias más inverosímiles que cuenta logran bloquear todo escepticismo, hasta varias horas después, cuando me acomete una sensación de irritación, como
si de repente me diera cuenta de que he sido engañada por un charlatán en el mercado, y me hubiera desprendido de mi dinerito fresco a cambio de una botella curalotodo. He visto ya antes este efecto
producido por algún lunático, si bien raramente: algunos están tan
intensamente engañados, y de un modo tan extraño, que sus engaños convencen incluso a los anomistas más cautos.
Por supuesto, Thomas Cale rescata a la hermosa princesa de
los perversos redentores pero, todo hay que decirlo, no por medio
de una lucha noble y limpia contra otros que lo sobrepasan en número, sino acuchillando a sus oponentes mientras duermen. Este
es otro rasgo muy peculiar de su engaño: que cada uno de sus interminables triunfos no es logrado generalmente por el heroísmo
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y la noble audacia, sino por medio de tretas brutales y de un desalmado pragmatismo. Normalmente tales locos se presentan a sí
mismos como galantes y caballerosos, pero Thomas Cale admite
libremente que envenena el agua de sus enemigos echando en ella
animales podridos, o que mata a sus oponentes mientras están dormidos. A este respecto, merece la pena consignar aquí brevemente
una de nuestras conversaciones:
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YO: ¿Tenéis por norma matar siempre a los prisioneros desarmados?
PACIENTE: Es más fácil que matarlos armados.
YO: ¿O sea que creéis que las vidas de otros son materia de sarcasmo?
PACIENTE: (Sin respuesta).
YO: ¿Nunca habéis estado tentado de mostrar piedad?
PACIENTE: No, nunca.
YO: ¿Por qué?
PACIENTE: Ellos no la habrían tenido conmigo. Además, si los soltara tendría que volver a luchar contra ellos después. De ese modo,
podría convertirme en prisionero suyo, y me matarían.
YO: ¿Qué me decís de las mujeres y los niños?
PACIENTE: Que nunca los he matado a propósito.
YO: Pero los habéis matado...
PACIENTE: Sí, los he matado.
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Asegura haber construido un campamento para aislar a las esposas
y los hijos de la insurrección folcolar, y que a causa de habérselos
llevado de donde estaban, había provocado la muerte de casi todo el
acantonamiento: cinco mil personas muertas de hambre y enfermedad. Cuando le pregunté qué sentía al respecto, me respondió:
—¿Qué debería sentir?
Pero volvamos a su historia: Tras su brutal rescate de la hermosa
Arbell Materazzi (¿existirán princesas que no sean ni guapas ni feas
en el mundo de los delirantes?) se le encomendó, junto a sus amigos, la vigilancia de la joven, hacia la cual ha mostrado, a lo largo de
nuestras tres largas conversaciones, un resentimiento muy hondo
debido a la ingratitud y el desdén que ella le ha mostrado. Esta amar-
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gura parece ejercer un fuerte influjo en él, a causa de su creencia de
que cuando Menfis cayó después ante los redentores, lo hizo porque
los Materazzi no quisieron ejecutar su plan para derrotarlos. (Él, por
cierto, insiste mucho en que su talento como general supera incluso a sus dotes para la ferocidad personal).
Usualmente sarcástico y realista cuando se jacta de su ascensión (de nuevo, el tono humorístico que emplea hace que no parezca jactancia, hasta que uno, después, reflexiona con tranquilidad en
lo que ha dicho), se vuelve indignado cuando narra el modo en que
fue capturado por los redentores en la batalla del monte Silbury
(que ciertamente constituyó un desastre para todos nosotros, estuviera envuelto o no en ella Thomas Cale). Parece probable que
participara realmente en la batalla, aunque jugara en ella un papel
menor, pues su descripción de los eventos tiene todo el aire de una
experiencia auténtica. Como todos los romanceadores bien dotados, Thomas Cale sabe servirse de eventos reales para hacer que
parezcan realidad los inventados. Por ejemplo, él a menudo expresa
arrepentimiento por cualesquiera acciones nobles o generosas que
haya podido llevar a cabo en alguna ocasión. Dice que arriesgó su
vida para salvar a un joven Materazzi que le había estado atormentando y tocando las narices, un acto de santidad que ahora dice que
lamenta profundamente. Cuando le pregunté si pensaba que era
siempre malo actuar con generosidad hacia los demás, dijo que,
según su experiencia, tal vez no fuera malo siempre, pero siempre
tenía como consecuencia alguna «puta desgracia». El problema principal, añade, es que las personas piensan que hacer el bien es tan
importante que terminaban imponiéndolo a los demás a punta de
espada. Los redentores, por ejemplo, tienen según él tan alto concepto de la bondad que quieren matar a todo el mundo, incluidos
ellos mismos, para comenzar de nuevo siendo todos buenos.
Esa era la razón por la que su antiguo mentor, el redentor Bosco, quería que regresara con ellos a cualquier precio. Thomas Cale
no es (¡por supuesto!) ningún muchacho ordinario, sino la manifestación de la ira de Dios, y está destinado a limpiar Su más grande error (todos nosotros, por si quedaban dudas), barriéndolo de la
faz de la Tierra. En mi experiencia profesional, he tratado a tende-
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ros que pensaban que eran grandes generales y a hombres que apenas sabían escribir que se creían poetas de genialidad inigualable,
pero nunca me había encontrado una grandiosidad de tales dimensiones, y menos en un niño. Cuando pregunté a Thomas Cale cuánto
hacía que tenía aquella idea de su propia importancia, empezó a
retroceder y (de muy malas pulgas) dijo que aquello era lo que pensaba Bosco, no él. De modo más cauto, le pregunté si creía que el
redentor Bosco estaba loco, y respondió que nunca había conocido
a un redentor que no lo estuviera, y que, según su experiencia, mucha gente que parecía estar bien de la cabeza, en cuanto uno llegaba
a verlos «bajo el dolor», resultaban tener «una pedrada pistonuda»,
expresión esta que yo no había oído jamás, aunque su significado
parece bastante claro.
Se le da bien, por tanto, evitar las implicaciones de sus delirios
de grandeza: en opinión de grandes y poderosos hombres, él es lo
bastante poderoso como para destruir el mundo entero, pero el que
se engaña no es él... Cuando le pregunté si él haría tal cosa, su respuesta fue extremadamente malsonante, pero venía a significar que
no. Cuando le pregunté si tenía la capacidad de hacer tal cosa, entonces sonrió de un modo nada desagradable, y dijo que había sido
responsable de la muerte de diez mil hombres en un solo día, así
que todo sería cuestión de añadir miles y de añadir días.
Tras su captura, el redentor Bosco le explicó con todo detalle su
papel de Ángel de la Muerte que llevaría la destrucción al mundo.
Entonces su antiguo mentor lo puso a trabajar. Este «Bosco» (el nuevo Papa se llama Bosco: obsérvese cómo a Thomas Cale le gusta inventar a lo grande) es muy odiado por Cale pese a que, habiéndolo
comprado por seis peniques y habiéndolo entrenado para elevarlo casi al poder de un dios, Bosco es paradójicamente el origen de
toda su excelencia. Cuando hice esta observación, aseguró que ya lo
sabía, aunque me di cuenta de que había asestado un golpe a su vanidad (en la que no es difícil hacer blanco, pues es muy grande).
Entonces detalló una serie interminable de batallas, que a mí
me sonaron todas iguales, de las cuales había salido siempre victorioso, por supuesto. Cuando le pregunté si, durante todos estos éxitos, no había sufrido ni siquiera algún pequeño contratiempo, me
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miró como si quisiera cortarme la garganta y a continuación se echó
a reír, pero de una manera muy rara, pues su carcajada fue como un
simple ladrido, como si no pudiera mantenerse muy lejos del buen
humor e incluso de la burla.
Estos numerosos triunfos lo llevaron a ser menos vigilado por
Bosco que antes. Y, al cabo de otra gran batalla en la que superó al
mayor de todos los contrincantes, se escabulló tras el caos resultante y terminó en el Leeds Español, donde sufrió el primero de los ataques cerebrales que lo han traído hasta aquí. He presenciado uno de
esos ataques, y he comprobado que resultan alarmantes para el que
los contempla, y claramente penosos para él que tiene que soportarlos: todo su cuerpo se ve sacudido por convulsiones, como si estuviera intentando vomitar, pese a que es incapaz de hacerlo.
Insiste en que ha sido enviado aquí por amigos de cierto poder
e influencia que tiene en el Leeds Español. No hace falta decir que
no hay asomo de estos importantes benefactores. Cuando le pregunté por qué no habían venido a verlo, explicó, como si yo fuera
idiota, que acababa de llegar a Chipre, y que la distancia era demasiado grande para que ellos viajaran a verlo regularmente. La gran
distancia era algo elegido deliberadamente para mantenerlo a salvo. «¿De qué?», le pregunté. «De todos los que me quieren matar»,
respondió.
Me dijo que había llegado con un médico acompañante y una
carta de la Madre Superiora Allbright. Presionado, me explicó que
el médico había regresado al Leeds Español al día siguiente, pero
que él había pasado varias horas con la Madre Superiora antes de
partir hacia aquí. Claramente, Thomas Cale tenía que haber venido
de alguna parte, y podría haber habido incluso algún tipo de acompañante que llegara con él, trayendo una carta, y que hablara con
la Madre Superiora antes de su ataque de apoplejía. Pero el caso es
que la pérdida tanto de la carta como de la Madre Superiora deja
este caso en esa especie de limbo en que se dice que aguardan la
eternidad los niños sin bautizar. Dada la naturaleza violenta de sus
imaginaciones (aunque no de su comportamiento, digámoslo para
ser justos), parece más prudente colocarlo en la sala de seguridad
hasta que se pueda encontrar la carta, o la Madre Superiora se re-
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cobre lo suficiente para contarnos algo sobre él. Por el momento,
no hay ni siquiera nadie a quien pueda escribir para preguntarle por
él. Esta es una situación insatisfactoria; y resulta que no es la primera vez, ni mucho menos, que desaparecen informes aquí. Pasado
mañana, cuando venga el herborista, hablaremos de cómo paliar los
síntomas que padece; en cuanto a los delirios de grandeza el tratamiento será, en mi opinión, cosa de años.
Anna Calkins, anomista
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Cale permaneció semanas en la cama, durmiendo y sufriendo arcadas, sufriendo arcadas y durmiendo. Al cabo de unos días se dio
cuenta de que la puerta que había al final de la sala de seguridad en
la que había veinte camas permanecía todo el tiempo cerrada; pero
eso era algo a lo que estaba acostumbrado y que, dadas las circunstancias, apenas importaba, pues no se encontraba en condiciones de
marcharse a ninguna parte. La comida era pasable, y lo cuidaban con
amabilidad. No le hacía ninguna gracia volver a dormir en la misma sala que otros hombres, pero solo eran diecinueve, y todos parecían vivir en sus propias pesadillas y ninguno se preocupaba por
él. Así que podía aguantar allí, tranquilo.
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