Introducción: el misterioso caso alemán Sobre las

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ÍNDICE
Agradecimientos
Introducción: el misterioso caso alemán
Sobre las ausencias
1. En torno a lo que no es alemán
De cómo los alemanes se olvidaron de reír
De cómo los alemanes quisieron buscar más de lo que hay
Sobre las presencias
2. En torno al conocimiento
De cómo los alemanes se pusieron a leer
De la importancia de los conocimientos inútiles
3. En torno a la burguesía
De cómo la burguesía alemana hizo de la necesidad virtud
De cómo la familia se convirtió en destino
De por qué a los burgueses les intimidan los artistas
De por qué a los artistas les intimidan los burgueses
De por qué los burgueses se avergüenzan de su dinero
4. En torno al individuo
De cómo los alemanes miraban hacia dentro
De cómo los alemanes también miraban hacia arriba
De por qué a los alemanes les gusta llorar
De cómo los alemanes se empeñan en conocerse a sí mismos
De cómo algunos alemanes se creyeron dioses
De cómo los alemanes trataron de perfeccionarse a sí mismos
5. En torno al ideal clásico
De cómo los alemanes se enamoraron de un lugar que nunca habían visto
De cómo los alemanes decidieron volverse griegos
De cómo los alemanes confundieron a los griegos con la naturaleza
De cómo los alemanes soñaron con desnudarse sin pecar
De cómo los alemanes convirtieron a los griegos al protestantismo
De cómo los griegos se materializaron
6. En torno a la identidad nacional
De cómo los alemanes se quisieron morir riendo
De cómo los alemanes se empeñan en morir por la patria
De cómo los alemanes también aprenden a matar por la patria
De cómo los alemanes todavía no saben por qué patria han de morir
De cómo los alemanes saben que lo son porque hablan alemán
De cómo los alemanes ya no saben si quieren ser griegos o germanos
De cómo los alemanes sueñan con ser bárbaros y cultos al mismo tiempo
A modo de epílogo o el roble que reverdece
INTRODUCCIÓN
El misterioso caso alemán
De la vida privada de Friedrich Wilhelm Ruppert se saben muy pocas cosas. Su
esposa siempre afirmó que había sido un buen padre de familia y un buen marido.
Una fotografía nos lo muestra jugando en la playa con sus hijos, y otra sosteniendo
en brazos a un cervatillo herido que ha encontrado en el bosque y al que, según
asegura su mujer, pensaba curar y criar en su propio jardín. Hay otra que nos parece
especialmente reveladora, en la que aparece tocando el violín junto al árbol de
Navidad, rodeado de sus cuatro embelesados hijos. Si Ruppert, además de amar a la
familia y a los animales, tocaba un instrumento tan difícil como el violín, debemos
suponer que tenía una buena formación musical. Todo apunta a que era un hombre
culto que había disfrutado de la extraordinaria formación humanística que
proporcionaba en su tiempo el sistema educativo alemán. Sin duda, como tantos
otros compatriotas de su época, conocía y amaba a Mozart, Schubert y Beethoven, a
quienes probablemente escuchara cuando volvía a casa desde su lugar de trabajo.
Como trabajador, Ruppert no sólo demostró ser un empleado fiel a la
autoridad y dotado de un acusado sentido del deber, sino que superaba estas
cualidades aportándoles, por iniciativa propia, ciertas dosis de creatividad e
inventiva. De servicio en el campo de Dachau, por ejemplo, tuvo la ocurrencia de
empapar con gasolina la barba de un prisionero recién ingresado y prenderle fuego
con un encendedor. También golpeó a un profesor llamado Feierabend, que a la
sazón contaba ochenta años de edad, por haber vulnerado las normas del campo al
caerse mientras pasaba revista. Es de suponer que, en los diez años de carrera,
premiada con continuos ascensos, que Friedrich Wilhelm Ruppert absolvió en
diversos campos de concentración, debió de demostrar su celo en otros muchos
casos similares de los que ya no podemos tener constancia. El 2 de noviembre de
1945, Friedrich Wilhelm Ruppert fue condenado a muerte en el proceso de Dachau y
ejecutado poco después. Las fotografías de las que hablábamos en el párrafo anterior
fueron aportadas por su esposa en su descargo1.
Puede que personajes como Ruppert no constituyeran la norma en el sombrío
panorama del nazismo, pero, desde luego, estaban lejos de ser una excepción. Hay
otros casos mucho más conocidos que el suyo. Klaus Barbie, por ejemplo, se
entretenía descifrando hexámetros homéricos en el banquillo de los acusados
mientras los testigos exponían sus atrocidades ante el tribunal que lo procesaba;
1
Sobre Ruppert: Paul Berben, Dachau, la historia oficial (1933-1945), p. 73.
Albert Speer, prototipo del “nazi culto”, soñaba con convertir Berlín en una obra de
arte arquitectónica mientras enrolaba a trabajadores forzados para la industria de
armamento, y Heydrich, uno de los artífices de la Solución final, era un refinado
melómano y violinista. Pero Ruppert es lo suficientemente desconocido para que
podamos sacarle aquí partido a su nombre a fin de evocar simbólicamente una
vinculación, comúnmente considerada imposible, entre cultura e iniquidad moral, ya
no tanto entre los grandes nombres protagonistas de la historia, demasiado alejados
de nosotros por el oscuro manto de la demonización, sino entre los hombres
comunes y corrientes.
Ruppert nos permite identificar un nuevo arquetipo que, a diferencia de otros
como Fausto o Hamlet, hasta ahora había permanecido escondido en la bruma de lo
innombrable. Desde luego, Ruppert se distingue de Fausto y Hamlet en un aspecto
esencial, y es que tanto él como aquellos a quienes representa tuvieron una
existencia real, aunque fuera en los márgenes de la historia oficial. Sin embargo,
comparte con estos mitos modernos el hecho de que encarna una actitud
característica y representativa que nos interesa no sólo por revelarnos algo
fundamental e inquietante de la época que lo alumbró, sino de la misma condición
humana. Sin embargo, a Fausto y Hamlet nos gusta evocarlos de continuo, mientras
que a Ruppert preferiríamos olvidarlo para siempre, abandonándolo en el fango de la
historia del que estas páginas se han propuesto arrancarlo por un instante.
Probablemente no debamos olvidarlo, aunque por otra parte tampoco podríamos
hacerlo aunque quisiéramos, ya que su sombra convive continuamente con nosotros,
que somos, nos guste o no, sus herederos.
Los arquetipos sólo son efectivos si suscitan en nosotros una fecunda mezcla
de identificación y desasosiego. Quienes venden su alma al diablo a cambio de un
imposible, como Fausto, o quienes se debaten en una encerrona ética entre la acción
o el olvido, como Hamlet, obtienen gracias a esa mezcla su legitimidad como
arquetipos, e invariablemente celebramos a los autores que tuvieron la genialidad de
darles vida e incorporarlos a nuestro imaginario colectivo para, a través de ellos,
reflexionar sobre nuestras propias paradojas. Pero Ruppert, el padre de familia que
tortura y toca el violín, no tiene quien cuente su historia, quizá porque reflexionar
sobre él no es tanto una actividad estética como un imperativo moral. “¿Cómo se
puede tocar a Schubert por la noche, leer a Rilke por la mañana y torturar a
mediodía?”2, se preguntaba George Steiner. O, en una ligera variación, ¿cómo pudo
la gente que había celebrado las obras de Goethe y Schiller abrazar a Hitler como su
Führer? (Recordemos que fue precisamente Turingia, el corazón de la alta cultura
alemana, la primera región que en 1930 permitió la nominación por vías
democráticas de un miembro del Partido Nazi, Wilhelm Frick, como ministro). Todd
2
George Steiner en diálogo con Ramin Jahanbegloo, pp. 78 y 190.
Kontje ha calificado esta pregunta como “la cuestión más turbadora a la que tienen
que enfrentarse los estudios de posguerra sobre la sociedad y la cultura alemanas3.
Steiner alude también al caso de Richard Wagner, que, como nos revelan los
meticulosos diarios de su esposa Cosima, “por la mañana componía algunos
maravillosos acordes de Parsifal o Tristán para decir durante el almuerzo o a la hora
del té que es preciso quemar a los judíos”4. Wagner, un artista activo que politiza
pasivamente, sería la inversión especular de Ruppert, un accionista del terror que se
abandona al arte. En cualquier caso, la pregunta fundamental sigue siendo la misma:
¿cómo pueden convivir estos dos extremos en una misma persona? ¿Acaso puede
haber una alianza entre la cultura y el mal?
Como todas las preguntas importantes, también ésta se desgrana en matices
infinitos. Aunque, como punto de partida, quizá deberíamos preguntarnos por qué
este nuevo arquetipo nos deja perplejos y nos incomoda de forma tan intensa y
visceral. Nuestra sorpresa no surge del hecho de que un ser humano torture a otro –
¿y acaso no debería ser esto lo realmente sorprendente?-- sino de que lo haga en
irritante connivencia con aquellos a los que hemos erigido en máximos
representantes de los valores de lo bueno, lo verdadero y lo bello, como puedan serlo
Schubert, Goethe o Rilke, entre tantos otros. En realidad, en nuestro fuero interno no
estamos reprobando a Ruppert por mancillar a un prisionero, sino por ultrajar con su
aprecio a los artistas a los que también nosotros amamos. De ahí nuestra perplejidad
y nuestra repugnancia, pero, también, nuestra identificación involuntaria: Ruppert
nos arrebata la cómoda asunción de que la cultura nos ha inmunizado para siempre
contra la barbarie.
Durante el Proceso de Nuremberg, el Dr. Gustav Steinbauer, abogado
defensor de Seyss-Inquart (gobernador de Austria tras la anexión y responsable de la
deportación de miles de judíos a los campos de exterminio), alegó en favor de su
defendido que a éste le gustaba mucho la música. “Y yo siempre he pensado que
alguien que es capaz de hablar con tanta finura de Bach, Mozart, Beethoven y
Bruckner no puede ser ningún monstruo, ni, desde luego, un criminal cruel y
sanguinario, pues ¡el amor por la naturaleza y la música sólo puede encontrar
acomodo en el corazón de una buena persona!”5
El Dr. Steinbauer todavía se atrevió a formular un argumento que desde 1945
ya no se puede expresar con buena conciencia. La existencia histórica de Ruppert y
sus representantes ha dado definitivamente al traste con uno de los más grandes y
bellos ideales de la modernidad: que la cultura nos hace mejores; no sólo
cualitativamente, en cuanto seres humanos, sino también en nuestra dimensión ética.
3
T. Kontje, The German Bildungsroman: History of a National Genre, p. 71.
G. Steiner, op. cit., p. 190.
5
G. Steinbauer, Der Nürnberger Prozess (19 de julio de 1946), p. 24.044.
4
Todos los que valoramos la cultura somos deudores de este sueño del que nos ha
arrancado un amargo despertar. Ruppert justificaría una nueva interpretación del
celebérrimo dicho de Adorno según el cual no puede haber poesía después de
Auschwitz, y es que, si no puede haberla, no es porque la poesía sea demasiado
noble para seguir existiendo tras la constatación pública del horror, sino porque,
depojada del deseo universal que la impulsaba, se habría vuelto inútil, un mero
entretenimiento para almas sensibles en los ratos de ocio.
Afortunadamente, sigue habiendo poesía después de Auschwitz; lo que
sucede es que ya no nos habla desde un pedestal. Hemos adquirido una dolorosa
conciencia de las limitaciones del arte, un ídolo al que ya no podemos rendir culto
como lo hicieron nuestros antepasados más ilustres. Pero lo verdaderamente
paradójico y fascinante del dilema que nos plantea Ruppert es que ninguna nación
moderna occidental había honrado tanto al dios de las artes ni había cultivado y
glorificado tanto la cultura como la alemana. Y ha tenido que ser precisamente en su
seno donde han nacido todos esos Ruppert que han derribado del pedestal a ese
instancia a cuyo culto nos habíamos sumado de buena gana todos los europeos,
contagiados por su poder de fascinación. De ahí que sea preciso enfrentarse
abiertamente a la incómoda pregunta, tantas veces soslayada, de si existe alguna
vinculación entre Goethe y Hitler o entre Weimar y Buchenwald, más allá de una
lengua o de un escenario compartidos. No hacerlo supondría separarlos en dos
compartimentos estancos, y la función del arquetipo de Ruppert es precisamente la
de recordarnos que hay grietas entre ellos.
Curiosamente, cuando la personalidad de un artista se caracteriza por la
grandeza moral, es frecuente que el biógrafo o el crítico se afane por encontrar
vestigios de tal grandeza en la obra que el artista nos ha legado. En cambio, la
posible relación entre la grandeza artística y la iniquidad moral constituye un
extraño tabú de nuestro tiempo. Sería ingenuo presuponer, por ejemplo, que en la
vasta obra operística de Wagner no se haya filtrado nada de su notorio
antisemitismo, por mucho que su obra supere con creces la dimensión humana de su
autor y sea capaz de transmitir valores universales que seguimos apreciando
legítimamente; y, sin embargo, sigue habiendo wagnerianos que lo niegan o pasan
de puntillas sobre esta cuestión. ¿Qué sucedería si, en vez de a Wagner, tomáramos a
la cultura alemana en su conjunto? ¿Encontraríamos fisuras en ese muro que nos
empeñamos en imaginar entre la cultura y el horror?
El arquetipo Ruppert es genuinamente posmoderno, en la medida en que
representa el final de un sueño de la modernidad. Sin embargo, como en todo
arquetipo, el dilema que plantea es universal, y las reflexiones que puedan surgir de
él serán fecundas no sólo para comprender la historia, sino también para encauzar el
presente y el futuro. No obstante, Ruppert no sólo es un arquetipo, sino también un
personaje histórico anclado en un contexto particular, y es de esta circunstancia de la
que surge la fuerza de su poder simbólico. De ahí que, para poder mirarle al fin a los
ojos, tengamos que reflexionar antes sobre Alemania.
No se trata de ningún modo de un propósito original. Ya en la segunda
guerra mundial le fue encomendada al historiador norteamericano Gordon A. Craig
una misión similar, consistente en escribir un manual destinado a los oficiales
americanos a fin de que estos pudieran “conocer al enemigo”. El propósito se reveló
tan complejo que Craig acabó dedicando a ello prácticamente toda su vida, tratando
obcecadamente de resolver lo que él dio en llamar, en una metáfora jurídicodetectivesca que hemos retomado para titular el presente ensayo, "el misterioso caso
alemán"6. Fue un caso que tampoco él consiguió resolver. Por el camino, sin
embargo, el antiguo enemigo pasó a convertirse en objeto de su fascinación y,
finalmente, en una pasión de la que también este ensayo ha caído víctima, aunque
trate de encubrirlo púdicamente bajo el velo de la ironía y de la irreverencia.
El “misterioso caso alemán” pertenecería a la categoría de los casos
criminales. Claude Lanzmann afirmó que el Holocausto “se ha situado en un tiempo
legendario porque se trata de un crimen perfecto sin rastro, en el que todo estaba
destinado a no dejar huellas”7. Afortunadamente, las huellas, aunque pocas, no se
han borrado por completo de la faz de la Tierra, y el culpable ideológico y colectivo
–el nacionalsocialismo—ha podido ser identificado más allá de toda duda razonable.
Sigue perpetuamente abierta, en cambio, la investigación en torno al móvil del
crimen. Muchas pistas saltan a la vista y son bien conocidas, como la crisis
económica, la humillación nacional que provocó el tratado de Versalles, la falta de
experiencia democrática o el miedo al comunismo. No obstante, están tan próximas
al momento y al lugar de la acción criminal que atenernos exclusivamente a ellas
prácticamente equivaldría a creer en la naturaleza accidental y contingente del
nazismo. Un detective astuto añadirá a las anteriores otras pistas más complejas y
menos aptas como prueba de cargo, como el añejo sustrato ideológico del que se
alimentó la Alemania nazi o el misterioso poder carismático de Hitler. No obstante,
ni siquiera la consideración simultánea de todos estos elementos permite reconstruir
el caso alemán de forma lo bastante convincente para no intuir la presencia de otras
causas, de otras explicaciones.
Pero ¿hasta dónde y hasta qué momento tenemos derecho a remontarnos para
reconstruirlo? ¿En qué instante las pistas dejan de ser pruebas o indicios para
convertirse en meras especulaciones? Cualquier detective que se enfrente al
misterioso caso alemán acabará viendo inevitablemente cómo los antecedentes
delictivos se pierden en la compleja maraña del pasado, hasta el punto de que los
6
7
Gordon A. Craig, "The German Mistery Case" en The New York Review of Books (30/I/1986).
C. Lanzmann en El País (7-VI-2006), p. 29.
hilos del encadenamiento causal acabarán desembocando en incontables puntos de
inflexión distintos a partir de los cuales todos los futuros habrían sido posibles,
incluso uno en el que Hitler, el principal acusado, nunca hubiera surgido del
anonimato que habría merecido. Tarde o temprano, el detective tendrá que
enfrentarse a la frustración de constatar que este caso nunca podrás darse
definitivamente por cerrado. El Holocausto parece llamado a ser la Esfinge de
nuestra historia, una Esfinge sin Edipo.
Quien intente aproximarse una vez más al misterioso caso alemán,
encontrará senderos hollados que todavía conservan las huellas de incontables
caminantes anteriores. Uno de ellos es la tesis, tan insatisfactoria como inevitable,
del "camino específico alemán" o Deutscher Sonderweg, según la cual Alemania
habría seguido un rumbo histórico peculiar y notablemente distinto al de las
restantes naciones europeas, rumbo en el que residirían las causas principales de su
descarrío fatal.
Un de sus tempranos precursores fue el filósofo Helmuth Plessner, quien ya
en 1935 creyó detectar uno de los pilares fundamentales de este camino en la tardía
unificación nacional alemana. En efecto, Alemania no se unificó hasta 1871, en un
proceso orquestado en gran medida "desde arriba" bajo la férrea batuta del canciller
Bismark. Esa tardanza hizo que Alemania perdiera el contacto con los siglos que
resultaron decisivos para la formación y el afianzamiento del mundo moderno, y que
no fuera capaz de hacer frente como habría sido deseable a los dos grandes
problemas del siglo XIX: la parlamentarización y los conflictos de clase surgidos de
la industrialización. A diferencia de sus vecinos del Occidente europeo, en Alemania
no llegó a producirse una revolución burguesa que la independizara políticamente
del poder feudal, ya que, especialmente tras el fracaso de 1848, la burguesía se
resignó a aceptar su propia impotencia política y lo compensó creando universos
culturales abstractos e idealizados en los que se refugió. Cuando la fragmentaria
Alemania logró por fin unificarse, lo hizo bajo un régimen autoritario y con un
parlamento meramente nominal. La unificación nacional se produjo, pues, a costa de
la libertad, y no a través de ella. La habituación al autoritarismo y la falta de
tradición democrática, sumadas al trauma de la derrota en la Primera Guerra
Mundial, habrían favorecido, por ende, la rendición al nazismo.
Las críticas efectuadas a la vieja tesis del camino específico han arreciado en
las últimas décadas. Desde los años ochenta, dos jóvenes historiadores británicos,
David Blackbourn y Geoff Eley8, se han convertido en sus principales detractores.
Según estos autores, las diferencias que separarían la trayectoria histórica alemana
de, por ejemplo, la francesa o la británica no serían tan grandes: en ninguno de estos
8
D. Blackbourn y G. Eley, Peculiarities of German History, 1984.
casos, la burguesía se habría convertido en la sola clase gobernante, por mucho que
dominara en la sociedad civil debido a la fuerza económica que le procuraba el
sistema capitalista. Desde esta óptica, la relación entre aristocracia y burguesía no
sería la de una oposición, sino la de una simbiosis, y la experiencia alemana, una
versión extrema de lo que ya estaba sucediendo en todas partes.
Sin duda: uno de los aspectos menos satisfactorios de la tesis del camino
específico alemán es que resulta demasiado tranquilizadora para todas las demás
naciones, en la medida en que contribuye a reducir su principal consecuencia -el
nazismo- a una peculiaridad histórica surgida en un contexto espacial y temporal
específico e intransferible. Pero, además, resulta problemática porque presupone la
existencia en Occidente de un "camino normal" del que Alemania se habría
apartado. No cabe duda de que la especifidad es, de hecho, la característica principal
de cualquier historia y de que, desde este punto de vista, el camino que cada nación
recorre es, inevitablemente, específico. Por otra parte, también está claro que esa
clase de relativismos no nos ayuda demasiado a dar cumplimiento a otro de los
viejos sueños de la modernidad (un sueño del que todavía no nos es lícito
despertarnos): que las lecciones de la historia nos sirven para evitar que se repitan.
Tan sólo podremos realizar este deseo si nos negamos a aceptar la contingencia de la
historia y, como en un ritual, seguimos preguntándonos por las causas, aunque
nunca podamos estar plenamente seguros de haberlas encontrado. Un ritual que
debemos seguir sin determinismos ni condenas morales inapelables. Y, sobre todo,
sin olvidar que, seamos o no alemanes, como un Fausto o un Hamlet, también hay
un Ruppert al acecho en cada uno de nosotros, y que algunas de las supuestas
especifidades alemanas pueden repetirse o se están repitiendo ya.
Al reflexionar por su cuenta sobre el "misterioso caso alemán", el publicista
Eugen Kogon, superviviente de Buchenwald, se pregunta si no se estará
confundiendo la causa con el efecto: "El modo particular de ser del alemán es el que
le llevó tan tarde a la unidad nacional, no es la tardía concreción política estatal la
que ha producido su modo de ser"9. ¿Qué fue antes, pues, el huevo o la gallina?
Actualmente produce un reparo justificado hablar del "modo particular de ser" de
una nación, un concepto tan caro, precisamente, al nacionalismo étnico alemán. Tras
la debacle de 1945, el campo de estudio antaño relacionado con el Volksgeist o el
"espíritu nacional" ha derivado, de un modo menos equívoco, hacia las disciplinas,
actualmente aceptadas, de la psicohistoria y de la historia de las mentalidades.
Albert Einstein comentó en una ocasión que todo ser humano está encerrado en la
cárcel de sus propias ideas. Cuando esa cárcel no afecta únicamente al individuo,
sino a la mentalidad colectiva, nos hallamos ante lo que el historiador Fernand
Braudel definió ingeniosamente en 1958 como una "prisión de larga duración". Son
9
E. Kogon, El Estado de la SS, pp. 495-496.
estas prisiones a largo plazo las únicas en las que se halla encerrado el "modo
particular de ser" de una nación. Los análisis socioeconómicos de la historiografía
marxista, como el de Blackbourn y Eley, no tienen suficientemente en cuenta la
influencia que determinadas "prisiones mentales" pueden ejercer sobre la historia
antes incluso de que la propia historia las modele, pues son las paredes de sus celdas
las que prefiguran el comportamiento del hombre. Como ya advirtió Max Weber,
"simplemente, los contenidos de las reflexiones no se pueden deducir
'económicamente'; ellos, irremediablemente, son los elementos plásticos más
poderosos de los 'caracteres de los pueblos' y contienen en sí mismos su propio
poder transformador"10.
Algo parecido a una "prisión mental de larga duración", característicamente
alemana, es lo que Georg Lukács creyó ver en El asalto a la razón (1952), un libro a
menudo más despreciado que seriamente debatido. Lukács, consciente de la
trabazón entre pensamiento e historia, se propone como tema "señalar el camino
seguido por Alemania hasta llegar a Hitler, en el terreno de la filosofía"11. Para
Lukács –y, aunque más moderadamente y desde otros puntos de partida, también
para Isaiah Berlin o Fritz Stern-- este camino consistiría en un irracionalismo
característico, propio de un pensamiento reaccionario surgido con la Revolución
Francesa, para el que Alemania habría constituido un terreno especialmente
abonado. Para Lukács, la filosofía alemana, ya desde el idealismo, pero muy
especialmente a partir de Nietzsche, habría tenido una responsabilidad innegable en
el advenimiento del nazismo. El supuesto irracionalismo de esta tradición filosófica
habría dificultado la aceptación de los valores de progreso que trajo la Ilustración y,
en tanto que supuso un obstáculo para los valores democráticos, habría reforzado a
Alemania en sus pretensiones imperialistas, poniéndola finalmente en manos del
nazismo.
Puede que el análisis de Lukács nos aporte una nueva pista más, pero, en su
unilateralidad, explica tan sólo una pequeña parte del crimen nazi. La
“irracionalidad” es un magma confuso e indefinible que sólo parece adquirir forma
en función de la ausencia de esa misma “razón” que lo define y de la que depende.
Ninguna creación humana atribuible a la neblina difusa de lo irracional ha podido
constituirse sin el apoyo, más o menos encubierto, de la razón: tampoco las
religiones ni las mitologías son concebibles sin un importante componente de
racionalidad. De hecho, ni siquiera la "religión secular" que fue el nazismo carece
por completo de ella. Antes bien, muchos de sus componentes principales, como el
racismo y el cientificismo, proceden de la taxonomía ilustrada o del materialismo
científico decimonónico. En cuanto a los peligros políticos del irracionalismo,
10
11
Weber, Die protestantische Ethik und der "Geist" des Kapitalismus, p. 147
Lukács, El asalto a la razón, p. 4.
Lukács se olvida oportunamente de que las irracionalidades históricas más atroces
actúan a menudo bajo corazas racionalistas. La reacción al terror político que
practicó Robespierre bajo la bandera de la Razón tuvo no poca influencia en eso que
Nietzsche identificaba con "la profunda y completa antipatía de los alemanes a la
Ilustración"12.
El forzado intento de Lukács de encorsetar una corriente filosófica
complejísima bajo un único común denominador resulta aún más difícil en el caso
de la literatura. Por su esencia la literatura es permeable y abierta, pero eso no
significa que no deje rastro. "Ya sea de forma reflexiva o irreflexiva, directa o
indirecta, abierta o codificada: las tendencias y aversiones, necesidades y miedos de
una época se expresan en su literatura, en la medida en que se manifiestan en torno a
y bajo la forma de unas figuras concretas"13. Resulta, por tanto, un error frecuente,
indigno de quienes verdaderamente la aprecian, trivializar su enorme importancia
cultural y su capacidad de configuración al declararla inocente en los procesos
históricos sin molestarse en exigir su testimonio. Precisamente la literatura podría
ofrecer una valiosa declaración sobre las prisiones mentales que determinan nuestro
comportamiento, pues no sólo es la expresión de los paradigmas de una sociedad
determinada, sino que también contribuye a incrementar la importancia de dichos
paradigmas y a anclarlos en el inconsciente colectivo. El escritor bosnio Dževad
Karahasan incluso advierte sobre la importancia que puede llegar a adquirir cierta
literatura tanto en la promoción de la indiferencia frente al sufrimiento como en la
glorificación de la identidad colectiva. "Y los hombres que queman ciudades,
mutilan niños y fecundan por la fuerza a las mujeres están inspirados directa o
indirectamente por esta literatura, directamente si la han leído, e indirectamente si no
lo han hecho y sólo han asumido los valores que ella ha creado"14.
Como la religión y como los mitos, la literatura no es buena ni mala por sí
misma; sin embargo, en gran medida pensamos a través de ella. En palabras de Peter
von Matt, es la “adversaria de la filosofía en la empresa de explicar el mundo”15.
Incluso cuando adopta una posición crítica, nos está señalando aquellos prejuicios
que debemos cuestionarnos precisamente porque están ahí, contribuyendo así a
articular su existencia. “Pensamos en sentimientos, pensamos en imágenes y en
historias, pensamos en recuerdos, pensamos en melodías, pensamos en deseos y en
miedos. El arte, cualquier forma artística del mundo, no es más que una posibilidad
continuamente recreada para pensar en imágenes, melodías y sentimientos y, de este
modo, cerrar las grietas abismales que nos deja el pensamiento abstracto” (Von
Matt). De existir un “modo particular de ser“ de Alemania, probablemente convenga
12
Nietzsche, Morgenröte III, 197 (1881) en Werke in drei Bänden I, p. 1144.
L. Pikulik, Leistungsethik contra Gefühlskult, p. 61.
14
Karahasan, Sarajevo. Diario de un éxodo, p. 109.
15
Peter von Matt, Die Intrige. p. 108.
13
buscarlo en este riquísimo magma de fronteras inciertas más que en una visión
reduccionista de la filosofía o de la historia. En este ensayo nos hemos propuesto
llamar a la literatura a declarar.
Se puede dejar abierta la cuestión de si existió un camino específico alemán
desde una óptica estrictamente histórica y económica, pero quizá no sea superfluo
recordar que la tesis del camino específico ha seducido a pensadores y filósofos
desde bastante antes de que Auschwitz extendiera su negra sombra incluso sobre la
poesía, y es que el empecinamiento en la diferencia con respecto a las demás
naciones europeas fue precisamente la columna que vertebró la identidad nacional
alemana desde el mismo momento en que nació. El rechazo al universalismo
católico representado por Roma y al modelo supuestamente aristocratizante de
Francia alimentó entre los alemanes la sensación de ser pioneros en la exploración
de un camino nuevo. Antes de su conversión a los valores democráticos, Thomas
Mann –un ejemplo representativo entre muchos- hablaba todavía con manifiesto
orgullo de la "cultura" alemana frente a la "civilización" occidental. Desde su punto
de vista, Alemania, en su gloriosa y original especifidad, constituía la única
alternativa posible para Occidente. Así pues, lo fuera o no en la realidad histórica, lo
cierto es que el camino específico fue un hecho, si más no, en la mentalidad de los
propios alemanes.
Una de las grandes dificultades de la Alemania contemporánea ha sido
precisamente que, desde la debacle de 1945, ha tenido que construir su nueva
identidad nacional enfilando por un camino radicalmente opuesto, que no sólo ha
dejado de ser "específico" para integrarse plenamente en la corriente común de los
valores occidentales, sino que ha tenido que trazarse sobre unos territorios
completamente ajenos al imaginario que había vertebrado su identidad nacional
hasta ese momento. En general, los cánones literarios surgen a través del
silenciamiento deliberado de todo lo disonante a fin de general la ilusión de una
tradición coherente. Así, grandes fracturas ideológicas como las de 1918 o 1945
explican en parte que el canon alemán haya sido probablemente el que más
transformaciones ha sufrido en todo el panorama literario europeo. Numerosos
autores hoy considerados referencias inexcusables de la literatura alemana, como
Georg Büchner, Jacob Michael Reinhold Lenz, Wieland o, en menor medida, Jean
Paul –es decir, autores “disonantes” respecto al modelo de especifidad nacional con
el que los alemanes se sentían cómodos—no han sido plenamente incorporados al
canon literario alemán hasta el siglo XX, mientras que otros autores fundamentales y
profusamente leídos del siglo XIX, como Gustav Freytag o Wilhelm Raabe, hoy
únicamente son materia viva para algunos germanistas. Esta circunstancia
contribuye a explicar algunas de las perspectivas adoptadas en el presente ensayo.
Se ha dicho de tantas y tan bellas maneras que hay una meta en el hecho
mismo de caminar, que este libro se ha propuesto deambular sin más por algunos
senderos de la historia. Aquí, de entre los cientos de senderos posibles para explorar
el misterioso caso alemán, van a recorrerse únicamente cuatro trayectorias distintas,
que bien podrían haber sido otras. Lo ideal sería aproximarse en ello a Marcel
Reich-Ranicki cuando dice que el ensayo, a diferencia de los trabajos eruditos y
conceptuales, es “esa otra forma que debería ser ingeniosa y absolutamente exigente,
pero al mismo tiempo ligera y libre de rigidez y a la que está permitido el carácter
fragmentario”16. De ser así, el género ensayístico, que siempre ha gozado del
privilegio de hacer preguntas en lugar de afirmaciones y de ofrecer propuestas en
lugar de resultados, difícilmente podría abordar un tema más adecuado que el caso
alemán, misterioso y perpetuamente abierto.
16
Reich-Ranicki, Los abogados de la literatura, p. 385.
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