la sacramentalización de la penitencia

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DAVID N. POWER
LA SACRAMENTALIZACIÓN DE LA
PENITENCIA
The sacramentalization of penance, The Heythrop Journal, 18 (1977) 5-22
"En cuanto los cristianos acuden a la penitencia, les imponemos ayunos y es
conveniente que nosotros mismos nos unamos a ellos en el ayunar por una o dos
semanas, por tanto tiempo como seamos capaces, para que no se diga de nosotros lo que
las Escrituras dicen de los sacerdotes judíos: ¡Ay de vosotros, juristas, que abrumáis a la
gente con cargas insoportables, mientras vosotros ni las rozáis con el dedo (Lc 11,46).
Ninguno puede ayudar al hombre que ha caído bajo un peso, sin inclinarse a darle la
mano: ningún doctor puede curar heridas, si le da miedo la infección. Del mismo modo,
ningún sacerdote u obispo puede curar las heridas de un pecador o quitarle el pecado, si
no sufre, reza y llora por él (Hautgar de Cambrai, 830)".
El texto citado, perteneciente a los primeros siglos de la confesión privada o auricular,
muestra, como algunos rituales del mismo período, que el papel del confesor iba más
allá de escuchar los pecados, imponer la penitencia y dar la absolución. Estaba
personalmente implicado en la conversión del pecador y en la concesión de perdón. Más
tarde se dio gran énfasis a la eficacia ritual del sacramento y al aspecto judicial de la
acción sacerdotal. Para renovar hoy en la iglesia los procedimientos penitenciales,
debemos tener en cuenta los límites de la analogía legal, y ser conscientes de los
muchos modos en los que toma forma la realidad de la penitencia cristiana.
PRINCIPIOS DE INTERPRETACIÓN
Estructuras simbólicas de la existencia humana
Un modo común creciente de explicar los sacramentos, los relaciona con las estructuras
simbólicas de la existencia humana. Los elementos humanos son integrados en las
estructuras sacramentales, no meramente yuxtapuestos a ellas. El verbum fidei
transforma lo humano en su totalidad. Esto es aplicado a los grandes acontecimientos de
la vida humana, como el nacimiento, el matrimonio y la muerte, y también a ciertas
acciones básicas y comunes, como lavarse, comer y beber, ungir, tocar. Esta clase de
explicaciones puede también utilizarse para comprender el sacramento de la penitencia.
Es posible examinar las estructuras humanas usadas en este sacramento, y la
intencionalidad inherente en actitudes de pecado y reconciliación, y, a partir de esta
base, ir descubriendo los símbolos que surgen en la tradición cristiana de la penitencia y
el perdón. Este modo de tratar los sacramentos no crea ningún problema si se toma a la
Iglesia, con su crecimiento y cambio, como sacramento primordial de Cristo. Porque,
sin prejuzgar o desafiar una inmediata asociación histórica de ciertos sacramentos con
Jesús, en su ministerio y enseñanza prepascuales, podemos determinar, simplemente,
que los sacramentos, en general, han sido instituidos por Cristo porque la Iglesia se
origina con él. Tanto el concilio de Trento, como la teología medieval, como testimonio
de autoridad, dice Ratiner, refieren la expresión institución por Jesucristo, no a la
historia, sino a la eficacia de los sacramentos.
DAVID N. POWER
Penitencia y Eucaristía
Por otra parte, el sacramento de la penitencia debe ser relacionado con la eucaristía.
Recientemente, algunos escritores han hablado de la eucaristía como el sacramento
principal de reconciliación en la Iglesia, puesto que la liberación de la esclavitud del
pecado y la comunión en Cristo son centrales en su significado. La penitencia es un
sacramento de reconciliación y perdón sólo en cuanto que está relacionado con la
eucaristía.
Ritos de paso, de transición
Se habla mucho, en los estudios actuales, acerca de los ritos de paso y transición, por los
que el individuo es relacionado con el grupo social y sus sistemas de valor. Estos ritos,
normalmente asociados con la adolescencia, matrimonio y cambio de estado de vida,
facilitan a la persona el encontrar su nuevo sitio en el grupo, y al grupo el cambiar su
actitud hacia la persona. Para que esto suceda, cada uno ha de hacerse presente su
propia bajeza y su valor personal, y encontrar la verdadera fuerza de comunión en el
significado y valor compartidos, más que en la estructura social.
Este modelo de paso, de transición, puede ser aplicado, con alguna matización, a las
formas que la penitencia toma en la Iglesia. Si la desviación de una persona del ideal
eucarístico es seria y manifiesta, puede ser impuesta la segregación y exigida la
purificación, antes de volver a participar plenamente de la comunidad. En caso de
pecados más leves o "faltas diarias", el individuo se somete a sí mismo al rito del
autoexamen, purificación y confesión, cuya meta es la conversión personal a una vida
más en correspondencia con los símbolos eucarísticos. Una comunidad entera puede
elegir vivir períodos de penitencia como períodos de paso, o "exilio", de pobreza y
humildad comunitarias, aprendiendo de ese modo a vivir más plenamente la realidad de
la reconciliación en Jesucristo como un proceso continuo.
ALGUNAS OBSERVACIONES SOBRE LA HISTORIA DE LA PENITENCIA
La iglesia primitiva
La relación de los procedimientos penitenciales con la eucaristía es muy evidente en las
prácticas de la iglesia primitiva. Ciertos pecados excluían totalmente a una persona de la
comunidad eucarística. Esto no significaba, sin embargo, que le fuera negado el perdón
de Dios. Lo que significaba era que, en lo que concernía a la Iglesia, no había
mantenido la santidad de vida que se requiere para la participación en la eucaristía.
Cuando era permitida la reconciliación, se requería una penitencia pública y unos ritos
públicos de reintegración. La dureza de la disciplina incluso daba lugar a la curiosa
situación, en la que al pecador, habiéndose arrepentido de su pecado, se le permitía
acceder a la eucaristía, sin haber sido reconciliado plenamente con la Iglesia, por no
haber hecho la penitencia exigida. Podía darse esta reconciliación en peligro de muerte
próxima, porque entonces no había el riesgo posterior, la situación anómala, de vivir
plenamente como miembro de la Iglesia sin haber hecho la penitencia pública.
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Otras formas de penitencia
Además de la penitencia canónica y su versión medieval, la primitiva iglesia tuvo otras
formas de penitencia y conversión sacramentalizantes, que fueran aplicables a todos los
miembros de la comunidad: ayunos, vigilias de oración, limosnas y peregrinaciones. La
lista de Orígenes es típica: además del bautismo y del martirio, que cataloga en primer y
segundo lugar, y la penitencia canónica que nombra en séptimo lugar, menciona otros
cuatro modos por los que los pecados son perdonados según el evangelio: "El tercero es
dar limosna, el cuarto es el perdón fraternal, el quinto es la corrección fraterna, el sexto
es la caridad, que cubre una multitud de pecados". En tales ocasiones y en tales actos,
toda la Iglesia se pone en una situación de conversión, como la comunidad de los
redimidos que viven y testimonian la espera del eschaton, de lo definitivo.
Sabemos que la confesión privada o auricular, como forma habitual, se extiende en la
edad media. Pero ya Orígenes habla de la necesidad del pecador de tener un consejero y
guía en el camino de la conversión. Tal oficio requiere santidad en el ministro, siendo
insuficiente sólo la ordenación. De hecho, en las iglesias orientales eran los monjes,
independientemente de la ordenación, los que oían confesiones.
Otros dos aspectos de la relación confesor-penitente son subrayados en la práctica
medieval y en la teología escolástica. El primero es la importancia del acto de confesión
en sí mismo. El segundo es el requisito del poder de perdonar en el ministro o confesor.
Cuando prevalecieron estas dos consideraciones en la teología del sacramento, la
santidad y la capacidad de guiar fueron reconocidas como ventajosas, pero difícilmente
como necesarias. Las cualidades del ministro, en términos técnicos, son descritas como
accidentales al sacramento, funcionando para el bien del pecador ex opere operantes
ministri. Una mayor integración de la interacción personal en la estructura del
sacramento, como parece deseable, es lo que ha pretendido la renovación del rito a
partir del Concilio Vaticano II, y lo que debe ser hecho también teológicamente.
Se puede efectuar un cambio en la comprensión, si se modifica la analogía jurídica. Una
interpretación más exacta de la enseñanza del Concilio de Trento parece hacerlo
posible. La indicación dogmática que resulta de una hermenéutica del texto tridentino es
la siguiente: puede usarse legítimamente una estructura judicial para unificar los datos
de fe sobre el sacramento de la penitencia cristiana, pero a condición de que la
estructura judicial sea compatible con la naturaleza del sacramento.
Estas observaciones sobre la historia de la penitencia nos permiten distinguir tres
diferentes circunstancias en las que la sacramentalización de la penitencia puede
desarrollarse: La primera atañe a la expulsión necesaria de ciertos pecados y a su
necesaria purificación para ser plenamente reconciliados con la Iglesia. La segunda
concierne a la necesidad constante de la comunidad de expresar su pecado y su deseo de
perdón y conversión. La tercera pertenece al orden de las relacio nes interpersonales, a
través de las cuales el pecador espera acercarse a Dios.
DAVID N. POWER
PECADOS CONTRA LA COMUNIDAD
Orden social y pecado
Hoy existe un gran interés por redescubrir el aspecto comunitario del pecado y la
reconciliación. Se resalta, con razón, que todo pecado injuria a la Iglesia y, asimismo,
que es en y a través de la comunidad como se obtiene la reconciliación con Dios.
Las normas de la penitencia y los rituales del perdón serían mejor comprendidos si se
capta que, más allá del pecado individual, afectan y reflejan las estructuras sociales y la
comunidad ideal. Como hemos visto, el perdón y su reconciliación con la Iglesia no
fueron estrictamente correlativos. Aun si en el transcurso del tiempo las regulaciones no
fueron forzadas demasiado estrictamente, la existencia de las normas tuvo su
importancia. La cuestión es cómo mantener la santidad de la comunidad, manteniendo
modelos comunes, sin ser excesivamente severa con el pecador individual. El caso
extremo es el del pecador recalcitrante, al que es necesario expulsar de la comunidad y
cuya readmisión está condicionada a la penitencia y la purificación (eventualmente la
readmisión puede ser tan sólo parcial). A nosotros nos resulta difícil comprender hoy
estas actuaciones (especialmente la readmisión no-plena).
Pero un punto útil de comparación pueden ser las leyes de marcha y purificación que se
encuentran en el libro del Levítico. La estructura antropológica fundamental de tales
leyes está explicada por Mary Douglas en su libro Purity and Danger: "La cultura
pública configura los valores de una comunidad, mediante la experiencia de los
individuos. Esto proporciona por adelantado algunas categorías básicas, un modelo
positivo en el que las ideas y valores son claramente ordenados. Y, ante todo, tiene
autoridad, puesto que cada uno es inducido a asentir por el asentimiento de los otros.
Pero su carácter rígido hace más rígidas sus categorías. Una persona privada puede
revisar sus modos de asumirlas o no. Es un asunto privado. Pero las categorías
culturales son asuntos públicos. No pueden ser sometidas a revisión tan fácilmente. No
pueden ya descuidar el desafío de formas aberrantes. Cualquier sistema dado de
clasificación debe hacer surgir anomalías, y cualquier cultura dada debe confrontar
sucesos que parecen desafiar sus modos de asumirlas. No pueden ignorar las anomalías
que su esquema produce, sino es con riesgo de perder la confianza".
El único modo de contraatacar el mal efecto de lo que va contra el orden público
reconocimiento que nos interesa aquí es su clasificación como impuro. El contacto con
lo impuro es prohibido a los otros miembros. La persona afectada por la impureza debe
ser purificada por rituales apropiados antes de serle permitido regresar al grupo. Estos
rituales deben tener el efecto de reforzar y afirmar el propósito y el orden comunitarios.
Santidad de Dios y comunidad
Las leyes del Levítico, mencionadas antes, deben hacer que la santidad de la comunidad
refleje la santidad de Dios. Para la comunidad judía, la santidad será análoga a la
totalidad y el orden, puesto que a través de ello la santidad de Dios resplandece en el
designio y en las maravillas de su creación. Lo que no armoniza con el orden era
considerado contra la santidad de Dios y, consecuentemente, de su pueblo.
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La impureza ritual fue en gran parte eliminada de la iglesia, aunque se cayó de nuevo en
algunas de sus formas en tiempos posteriores. A pesar de una espiritualización, algo del
mismo modelo permanece para la preservación de la santidad. La más grande
abominación, para la comunidad del NT, era el pecador que dejaba de guardar la ley de
santidad del Espíritu en sus miembros. Esta abominación del pecado ha de ser excluida
de la Iglesia, y el pecador no debería ser readmitido sin ser purificado ritualmente. De
este modo, la comunidad entera, y no sólo el pecador arrepentido, era salvado del
pecado y sus funestas consecuencias.
Existía el problema de catalogar los pecados que merecían excomunión y que
necesitaban una penitencia canónica. Los Libri Poenitentiales, que pudieron suplir en
algún grado las insuficiencias de los confesores, son considerados más bien como
normas para el bienestar de la comunidad.
De aquí pasamos al esquema de la cultura medieval y al papel de la Iglesia de mantener
el orden público, teniendo que regular su propia vida de cara a las amenazas de culto
falso y a la superstición de las hordas visigóticas y celtas del norte. En este contexto
medieval, la cuestión planteada era la unidad religiosa y política. Otro punto en el que
los penitencia les muestran más intereses es el de las costumbres sexuales, más
plenamente comprensible a la luz de la estrecha relación entre orden sexual y orden
público. La calidad de vida en la sociedad, las relaciones públicas y sistemas
económicos, están todos afectados por el modo cómo se comportan los hombres en el
terreno del sexo.
Una Iglesia coherente
Si esta explicación comunitaria de la expiación de los pecados es correcta, hay entonces
un número de cuestiones que surgen respecto a nuestras propias actitudes y prácticas.
En el tratamiento liberal de la moral, que deja tanto margen a la conciencia de la
persona individual, no podemos olvidar la importancia que tiene para la comunidad
establecer normas de santidad y reparar ritualmente las anomalías. No se trata de que
podamos abogar ahora por una vuelta a las normas del siglo IV o V, puesto que es una
condición contemporánea la que la Iglesia afronta ahora y los males de los tiempos son
diferentes. En el momento presente, bien podemos maravillarnos de los valores
evangélicos mantenidos por los cristianos, o de los valores de testimonio de Cristo, si la
Iglesia practica una fácil tolerancia -u ofrece una fácil reconciliación- al racista,
malhechor, especulador, o, en resumen, a toda persona que vive a costa de las heridas de
otro hombre. No es una mera cuestión de condenar al pecador u olvidar su falta. Es la
propia realidad de la Iglesia, sus valores y testimonio, lo que está en juego.
Es posible que en nuestra época actual no se tenga que conseguir la necesidad de
santidad y el testimonio de la comunidad por medio de sanciones tomadas contra los
pecadores públicos. La solidaridad en el mal común puede ser tal que se requiera nada
menos que una palabra profética dirigida a la comunidad cristiana entera como cuerpo
corporativo. De aquí surge la necesidad de expresiones comunitarias de la penitencia,
conversión y reconciliación. Esta perspectiva ha sido alentada por la reciente renovación
de los ritos de penitencia, que consideramos a continuación.
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EXPRESIONES DE LA PENITENCIA COMUNITARIA
Cada forma simbólica en la que los cristianos expresan su sentido del pecado y su deseo
de una reconciliación en el Espíritu pertenece a la sacramentalización de la penitencia.
La Iglesia necesita hoy sacramentalizar los modos concretos en los que ha ido
configurando las celebraciones comunitarias. Esto puede ser para los cristianos un modo
apropiado de reexaminar la naturaleza del pecado y su propia implicación en las
actitudes pecaminosas. Hay que reconocer que la teología y la catequesis han sido en el
pasado algo voluntarista, y la ansiedad por la salvación, algo desviada. Una renovación
en el espíritu de la Escritura, a través del uso litúrgico de sus símbolos del mal y la
redención, puede ser algo especialmente beneficioso y lleno de significado.
Los elementos penitenciales puestos de relieve en la celebración comunitaria son los
que fueron demasiado fácilmente puestos en práctica exclusivamente por la confesión
privada. Pueden ser catalogados bajo dos encabezamientos: a) una mejor apreciación de
la naturaleza del acto mismo de la confesión, cuando está situado en un contexto más
amplio; b) un uso del lenguaje simbólico acomodado a la relación que existe entre el
juicio moral y el cumplimiento de la fe.
Naturaleza del acto de la confesión
Lo que significa confesar el pecado está puesto en claro por la relación entre la palabra
de Dios y la asamblea eclesial, imprescindibles en una celebración comunitaria. La
palabra de fe llama al arrepentimiento y proclama el perdón. Es una palabra que sale de
Dios y toma forma en la palabra de la iglesia. Dios promete el perdón y, al hacerlo,
invita al hombre a admitir su pecado e iniciar el camino de la conversión. La esperanza
por la que el hombre responde al perdón divino puede significar una autoaceptación más
plena en el reconocimiento de que uno es querido por Dios y una serena integración del
propio pasado.
La expresión comunitaria de la penitencia también ilumina la solidaridad que debe ser
reconocida en la confesión de los pecados. Esto significa solidaridad en el pecado,
solidaridad en la conversión, y solidaridad en las consecuencias de la conversión y
arrepentimiento. La solidaridad en el pecado consiste no sólo en que ofendemos al otro
por nuestros pecados, y en que ofendemos también al cuerpo de Cristo, sino, más
básicamente, en la conciencia de que formamos parte de la humanidad pecadora, sin
remedio si no es liberada por la gracia de Dios. En este sentido, el pecado original, sea
como sea comprendido, necesita ser confesado si los pecados individuales han de ser
rectamente considerados.
De las consecuencias sociales de la solidaridad en el pecado y el arrepentimiento, el AT
es un buen ejemplo. Las acusaciones de los profetas contra el pueblo de Dios tienen que
ver a menudo con el sufrimiento de la viuda, el huérfano, el pobre y destituido. Dígase
lo que se diga acerca de la cuestión muy disputada sobre la relación entre el evangelio y
el desarrollo humano, es igualmente claro en el Nuevo Testamento que la conversión a
Dios en Cristo significa volverse a los necesitados (Mt 25,31ss).
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Uso del lenguaje simbólico
La verdadera conciencia de pecado, existencial e interiorizada, requiere un lenguaje
simbólico. A través del símbolo está mejor equipado el hombre para afrontar la realidad
del mal, para esperar la redención, y para expresar el fundamento trascendental del
verdadero desarrollo cristiano. El lenguaje simbólico, en sus diversos modos; establece
de un modo vivo la conexión entre la fe y la opción moral.
Los símbolos y las narraciones simbólicas expresan la conciencia del hombre de su
pecado, tanto como su esperanza de redención. La proclamación y celebración
comunitaria, relacionada con las parábolas en el contexto vital del Nuevo Testamento,
interpelan la conciencia del hombre, cuestionado el fundamento profundo de su
existencia y los horizontes en los que vive. La parábola del hijo pródigo es un buen
ejemplo, pues evoca los símbolos de pecado y paternidad, y al mismo tiempo, en una
situación "cotidiana", traza el desarrollo de la conciencia del hijo y su relación con el
padre y el hermano mayor. Un orden de justicia retributiva o de suavidad en castigar, no
recibe apoyo de esta parábola. Por el contrario, lo que dice es que esto no tiene nada que
ver con los modos de actuar de Dios para con el hombre. Dios acogerá al renegado, de
vuelta a su casa, como a un hijo. Si hay un lugar para el miedo y la pena en la vida del
hijo, es el miedo de que él no pueda amar bastante a su vuelta.
Redescubrir algo de la imaginería y narrativa bíblicas del reino del pecado, o del pecado
en el mundo, es llegar a ser consciente de nuevo de la calidad corporativa de nuestra
condición. Esto lleva eficazmente al hecho de que ninguna persona individual o
comunidad puede ser salvada sin ser salvado el mundo, y de que la persona tiene que
cargar no sólo con su propio pecado, sino con el pecado del mundo. El modo de
redención es el de uno por muchos, justo por pecador. El que está sin pecado es hecho
pecado por causa de los hermanos. No es suficiente, por lo tanto, para una comunidad
cristiana, evitar el compromiso con el pecado. Como sacramento de reconciliación en
Cristo, alcanza sólo su plena medida cuando se da cuenta de la verdad de que su
naturaleza es ser hecho pecado, así como de que puede ser liberada del pecado (2Co
5,21).
Una moralidad cristiana fundada verdaderamente en símbolos y narraciones bíblicas
está fundada por ello en la fe y la esperanza. No es una moralidad de imperativos
categóricos, sino con raíces en el deseo de lo infinito, mirando adelante en perspectiva
escatológica, con una esperanza que, frente a la destrucción y al fracaso ético, aún se
extienda hasta esa infinitud que es el mar del amor. El cristiano y la comunidad cristiana
están comprometidos en una constante conversión continua, que conduce eventualmente
al total abandono al Padre en Cristo.
La analogía jurídica no se impone
Afortunadamente, la forma sacramental dada en el nuevo ritual no depende enteramente
de la analogía jurídica de la absolución. Aunque concluye con las palabras de la
absolución, es más propiamente una oración por la gracia del Espíritu. La ceremonia no
debería ser meramente vista como un modo conveniente de dar la gracia del sacramento
a más personas. Es más propiamente una expresión de solidaridad en el Espíritu, de la
que ya hemos hablado. Las rúbricas del nuevo ritual no pueden estar completamente
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libres de preocupaciones jurídicas y podrían ciertamente ser leídas con una mentalidad
jurídica. Esta lectura no está impuesta, y mientras no se disminuya la importancia de la
confesión persona-a-persona, las comunidades y pastores que aprecian la expresión
sacramental, sabrán cómo hacer más amplio uso de la confesión "en circunstancias
ocasionales", para dar una absolución general sin confesión individual previa, para ir
más allá de la necesidad jurídica e individual hasta una más plena conciencia
sacramental de lo que significa ser una comunidad de reconciliación en Jesucristo.
LA CONFESIÓN PERSONA-A-PRESONA
Es la forma del sacramento de la que, en los últimos años, más se ha hablado
generalmente como sacramento de la confesión. Actualmente, por diversas razones, está
en plena decadencia. Para que se revigorice y reviva, requiere nuestra atención el
contexto humano en el que se sitúa. El hecho profundo de lo que es una confesión a
Cristo exige un verdadero encuentro persona-a-persona entre confesor y penitente.
Fusión de dos conciencias ante Dios
En el siglo XI, Lanfranc de Canterbury habló del sacramento de la confesión personal
como del misterio de la fusión de dos conciencias ante Dios: "El Señor declaró en su
persona que la confesión es un triple sacramento: es una figura del bautismo, es una
conciencia sacada de dos, y es el sacramento de Dios y el hombre unidos en el mismo
juicio... Dos conciencias son fusionadas en una, la conciencia del que se confiesa es
fusionada con la conciencia de aquel a quien se confiesa, y la del que juzga con la del
que es juzgado. El Hijo de Dios suplicó esta unidad a su Padre cuando dijo: "Que sean
todos uno, como tú, Padre, estás conmigo y yo contigo" (Jn 17, 21).
La teología medieval y escolástica, en conjunto, tiene un fuerte sentido de la necesidad
de confesarse a otra persona y de la dimensión personal de esta parte del sacramento de
reconciliación. Mientras el principio de confesión al obispo o presbítero permanece,
particularmente en el caso de pecado grave, la importancia dada al acto de confesarse
era tal que, en caso de ausencia de uno u otro, se aconsejaba confesarse con un diácono,
clérigo o laico. La confesión a personas laicas era muy común alrededor del siglo XII.
La práctica estaba arraigada, tanto por la necesidad sentida de confesarse para librarse
uno mismo del pecado (una especie de exorcismo, puesto que el mal es expulsado fuera
por la palabra), como por la persuasión de que hay un valor en la mediación de otra
persona.
Fiel a la tradición que a menudo apeló a la autoridad del Venerable Beda, Tomás de
Aquino se refiere a esta costumbre como un "Casi-sacramento". Distinguía dos casos:
uno, la confesión del pecado mortal; el otro, la de las faltas cotidianas o pecado venial.
El primero es defendido en ausencia de un sacerdote, y su eficacia es atribuida al votum
sacramenti. Distinto de esto, la confesión del pecado venial a un laico se mantiene por
propio mérito como una especie de sacramento y puede ser útilmente practicada sin
restricción.
El fundamento de tal pensamiento es la necesidad de ir a Dios por mediación de otra
persona, capaz de compartir la propia conciencia y vivir el misterio de la reconciliación
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en comunión con él. La realidad sacramental es la unidad de dos personas en la fe y la
penitencia. Es un modo efectivo de conversión y crecimiento en la gracia. Esta
conciencia del sacramento de comunión con otra persona ha de ser redescubierta, si la
práctica de la confesión individual debe ser mantenida y renovada.
Sentido de la mediación personal
Lo que tiene lugar en esta mediación personal es reflejado en los símbolos que expresan
la relación con Dios del penitente pecador. Caer en la cuenta del pecado es tener
conciencia de una alienación. Inicialmente, esto significa una destrucción de la propia
auto-imagen. Esto deja un sentimiento de fastidio, de pérdida de confianza en la
capacidad de sentirse valorado. El juicio divino es el símbolo del sentimiento negativo
por parte del pecador, que se siente excluido de la gracia y compañía de Dios, juzgado
por él como ser indigno. Confesar los propios pecados a otro es un modo de expresar
este sentimiento. El sentido de vergüenza, de miedo, de auto- imagen rota, de ser
juzgado, llega a ser más tangible frente a otro a quien se hace la confesión. El papel del
confesor no es negar el pecado o la falta de amor implicada en él. No es convencer al
penitente que, pese a tales sentimientos, es aún digno a los ojos de Dios. Su propósito es
más bien transmitir la realización positiva de la misericordia y el perdón, el sentido de
gratuidad del amor de Dios y de la gratuidad del don de la conversión. Esta
misericordia, perdón y gratuidad son compartidas entre el penitente y su mentor o
amigo en Cristo. A un primer nivel, este don es sacramentalizado como algo que el
confesor es capaz de dar según la medida de su propia comunión con Dios. A un
segundo nivel, el don es sacramentalizado como lo que ambos comparten juntamente en
completa ge nerosidad por la gracia de Dios. Interiorizar esta verdad necesita tiempo y el
buen confesor no esperará la misma respuesta de todos. Sólo pedirá el paso hacia
adelante que esté en la posibilidad del pecador, según se sitúe en su relación con Dios.
El fundirse de las dos conciencias y su expresión sacramental puede a veces ser
realizado entre personas laicas. Hay verdaderamente circunstancias en las que esto
puede ser más ventajoso que la confesión a un sacerdote. Esto es así, por ejemplo,
cuando un individ uo es psicológicamente incapaz de abrir su mente y escuchar la
plenitud del misterio de la comunión eclesial. Así una confesión del niño a sus padres
puede tener más significado para él que la confesión a un sacerdote. Normalmente
hablando, un niño no puede captar el significado del papel del sacerdote en la
comunidad, puesto que para hacerlo tendría que salir de su mundo de captación.
Papel del sacerdote
Como se puede ver fácilmente, el papel del sacerdote no está determinado en virtud del
poder que posee. La analogía del juicio y del poder para absolver necesita ser
completada por otras analogías, si el significado de confesarse a un sacerdote ha de ser
más ampliamente clarificado. Lo que significa como ministro ordenado para el
ministerio de la Iglesia, lo transmite al penitente cuando va a confesar su pecado. La
confesión al sacerdote, y la recepción por él de los signos de perdón, permite una
apropiación de la comunión eclesial, en una aceptación de las plenas condiciones de
apostolicidad, unidad y catolicidad. En términos más simples, el contacto personal con
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el sacerdote hace surgir en el penitente una más plena conciencia de comunión eclesial,
y puede hacer de la confesión individual una participación en el misterio de comunión.
Se ha sugerido que la confesión de los pecados, una vez al año, puede ser el modelo
general para una persona cristiana. No hay necesidad de descender a normas de esta
clase, pero la sugerencia plantea que cuando se hace de un modo serio y en el contexto
de la conciencia y celebración eclesiales, la confesión individual no ha de ser muy
frecuente. Cuando se da tiempo para el intercambio necesario en una confesión personaa-persona, y se integra en el contexto de las celebraciones litúrgicas comunitarias, llega
a ser una ocasión para una renovación genuina en la vida de la persona. La frecuencia
no es la norma, sino la autenticidad.
Conclusión
Como conclusión, podemos hacer una dialéctica entre las tres formas de penitencia que
han sido examinadas en este artículo. Comencemos por decir que la eucaristía es el
principal sacramento de redención y reconciliación. Expresa un ideal, hacia el que la
comunidad cristiana debe constantemente moverse. Si uno de sus miembros se equivoca
seriamente, entonces se le hace ser consciente de su falta. La reacción es despedir a este
miembro, purgar a la Iglesia de un mal que es incompatible con lo que la eucaristía
expresa. Esta reacción no es meramente el juicio del pecador, sino también es un
esfuerzo para mantener la santidad de la comunidad.
La Iglesia no puede, sin embargo, contentarse con la excomunión o el castigo del
recalcitrante. Debe ulteriormente examinar su propia vida y buscar vivir siempre como
un signo de reconciliación. De aquí la necesidad de una penitencia comunitaria, que
comprende ayunos, vigilias, peregrinaciones y liturgias comunitarias.
Las analogías usadas para explicar el sacramento no han sido tomadas del orden
jurídico, tales como ofensa, reparación, juicio, absolución y santificación. Preferimos
tomar analogías tales como paso, comunidad ideal y su expresión, confesión y
encuentro personal. Los principios que guiaron nuestra reflexión fueron una
comprensión del proceso de sacramentalización y la relación de la práctica penitencial
con la eucaristía. Todas las expresiones de la penitencia nos preparan para una más
plena participación en la vida y la celebración de la comunidad eucarística.
Tradujo y extractó: JOSÉ Mª. BERNAL
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