antiserranista». Arrese. Franquismo y serranismo. Distanciamiento

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Impopularidad de Serrano. El cerco «antiserranista». Arrese.
Franquismo y serranismo. Distanciamiento entre Franco y Serrano.
Carrero Blanco y Serrano. Viaje a Italia. Ciano, Serrano y Franco. Las
Cortes. Crítica de Serrano. Los hechos de Begoña: atentado falangista
contra los carlistas. El general Varela. El capitán Luna. El papel de
Narciso Perales. Correa Veglison. Amenaza de atentado contra Serrano.
Saña. A finales de 1940, pocos españoles conocen la lucha entre bastidores
sostenida por usted para frenar e1 diktat hitleriano y salvaguardar la neutralidad e
independencia de España. La leyenda es más fuerte que la realidad, y la vox populi,
juzgándole a usted por sus discursos, los uniformes que lleva y sus viajes, ve en usted
un servidor de los nazis. Usted recordará lo que el general Halder, basándose en un
informe de Canaris, escribió en su Diario sobre el ambiente hostil que existía contra
usted en España.
¿Era usted consciente de la impopularidad de su persona?
Serrano. Eso se lo he dicho ya con anterioridad y se lo repito: es evidente que
existía una tremenda campaña de hostilidad contra mí, en la que concurrían los intereses
de los fa1angistas insatisfechos, los de los monárquicos y, en general, todos los
insatisfechos; por pasión, por maldad, por ignorancia, por pereza, Y aun de buena fe,
por ligereza, se decían inexactitudes, disparates y calumnias. Pero quienes sabían bien
que todo eso no era así, quienes sabían como eran las cosas de verdad, fueron los
alemanes.
Saña. Al hablar de su impopularidad yo no me refería a las familias políticas del
régimen, sino más bien al ciudadano medio, al hombre de la calle.
Serrano. Se pone en circulación una falsa moneda y, como es sabido, acaba
expulsando a la moneda buena. Esta ley económica, que formuló Gresham hace muchos
años, puede aplicarse a la política y, concretamente, al caso que usted plantea de mi
impopularidad. Ya el tema resulta pesado; hoy esas actitudes sólo pueden mantenerse
por ignorancia.
Saña. Franco no debía ignorar ese estado de ánimo público contra usted. En la
primavera de 1941, la presión de Hitler para que España entre en la guerra ha decrecido,
convirtiéndose en pura rutina. Y todo indica que es precisamente a partir de este
momento, cuando Franco se da cuenta de que ya no le necesita para contener a los
alemanes, que probablemente decide preparar su caída. Usted, que acababa de ganar la
pugna psicológica contra Hitler, no debió intuir seguramente lo que se venía encima.
Serrano. No lo intuía de un modo general, pero poco antes de todo esto, cuando
había contra mí la conjura compleja de los falangistas vinculados a los alemanes, yo una
vez tuve que echar de mi despacho a un tal Gardemann que se llamaba «agente especial
del Gabinete Ribbentrop». Estaba casado con una mujer muy guapa y muy bien educada,
hija de un embajador austriaco, pero él era un tipo tosco y ordinario. Vino a verme para
que le diera unas concesiones de café y de madera en Guinea. (La Dirección General de
Marruecos y Colonias estaba entonces en Asuntos Exteriores.) Yo no estaba para esas
cosas, en las que había siempre intereses económicos dudosos, y no le atendí. Nunca
hice ni una concesión. Pero lo importante es que Gardemann estaba en la conjura, era
muy amigo de Arrese y comparsa.
De manera que yo, por desdén -he sido desdeñoso para muchas cosas, lo que no
sé si es un defecto-, sabía que algo se tramaba contra mí, pero me tenía completamente
sin cuidado. Cuando más concretamente comprendí que había algo y que por lo menos
una parte de los alemanes estaban contra mí -lo de Hitler yo no lo sabia entonces-, fue
por la hostilidad de Gardemann. A raíz de negarle las concesiones se convirtió en un
enemigo jurado contra mí. Era de los que decían todos los días: «Si ese ministro es
enemigo nuestro, si este ministro no nos sirve», etcétera. Pero yo creía que esto estaba
en zonas más bajas de Alemania, como él o el grupo de las SA que había allí. Yo
ignoraba todavía que Hitler personalmente estaba contra mí. Cuando a posteriori he
sabido su opinión sobre mí, me ha sorprendido, porque él fue siempre -repito- correcto
conmigo. Debo decir que, a la vez, me ha divertido.
Saña. Permítame indicarle que mi pregunta se refería más a Franco que a los
alemanes, pues no fueron ellos sino el quien preparó su caída. Insisto, pues: ¿intuía
usted el propósito de su cuñado?
Serrano. No me daba cuenta porque yo entonces iba ya poco por El Pardo. Pero
lo que he contado de Gardemann y las SA no es incoherente con su pregunta, porque
todo lo que se murmuraba y se inventaba contra mí llegaría a los oídos de Franco. Y no
hay que darle más vueltas porque es evidente que si Hitler le hubiera dicho a Franco
«Quite a ese ministro», me hubiera quitado en el acto; lo que, por otra parte, se
comprende.
Saña. En el gran cerco antiserranista que se inicia ahora, juega un papel
importante el secretario general de la Falange, José Luis Arrese, que logra no solamente
contrarrestar su influencia, sino que intriga con éxito contra usted en El Pardo. En vez
de protegerle contra el intrigante, Franco le presta oídos y establece una alianza tácita
con él. ¿No es así?
Serrano. Si, fue así. Mi desdén era tal, que yo no hacía nada para evitarlo.
Saña. En el distanciamiento que en relación a usted adopta el Caudillo a partir de
un momento determinado no hay sólo cálculo político y oportunismo. Pienso que el
motivo verdadero es más profundo y personal: deshacerse de un colaborador que por su
personalidad y su sentido de la independencia le estorbaba y molestaba. En su proceso
de autoglorificación...
Serrano. Perdone que le interrumpa. Por los chismes que le llegaban a Franco,
querían hacerle creer el absurdo de que yo quería hacerle sombra, lo cual era ridículo.
Usted ha hablado antes de antiserranismo. Hubo una época, cuando yo trabajaba para
que la Falange fuera franquista, en la que tenía enemigos encarnizados, pero también
muchos amigos, y cuando querían decir algo agradable para el propio Franco, decían:
«Yo soy muy serranista». Lo decían en el sentido positivo, para que Franco lo
agradeciera, porque el serranista era el falangista-franquista.
Saña. La cosa está clara.
Serrano. Pues mire usted, en vez de sentirlo así, la vanidad excluyente era tan
grande que llegó un momento que nada ofendía tanto a la familia como que se hablara
de que Fulano de Tal era serranista, sin darse cuenta de que ser serranista era algo
favorable a la causa de Franco. Pero a sus ojos no se podía admitir el término. La
palabra serranista era ya interpretada como una disminución del franquismo.
Saña. En su proceso de autoglorificación, Franco ya no tolera más que a enanos
a su lado. Para lograr la ascensión definitiva, tenía que rebajarle a usted, y por eso
decidió alejarle del poder. No se necesita ser freudiano para comprender que, en el
fondo, con ello no hizo sino liberarse del complejo de inferioridad que debió sentir
siempre frente a usted. Yo no sé si Franco había leído La genealogía de la moral de
Nietzsche, pero obró en consonancia con la teoría nietzschiana del resentido. ¿No había
percibido en él nunca algún signo de hostilidad oculta esos signos inconfesables que en
última instancia determinan la conducta de las personas mortificadas?
Serrano. Yo percibía evidentemente que su afecto hacia mí estaba disminuido y
que me imputaba muchas cosas injustas, algunas ridículas, como era la de que yo quería
hacerle sombra.
Saña. Franco no se libra de usted de golpe, sino por etapas, y le deja todavía un
año o año y medio en el poder. ¿Qué ocurre durante esa fase última de su actuación
pública? ¿Notaba usted que el lazo tendido en torno a su cuello era sostenido por las
propias manos de Franco?
Serrano. Pues no sé que decirle; la verdad es que él, por supuesto tenía menos
simpatía por mí, y yo estaba también cambiado, porque ya no iba a El Pardo como antes,
sin necesidad concreta sino cuando era imprescindible, de manera que había una
reciprocidad en nuestro distanciamiento.
Saña. La tela de araña tejida contra usted por Arrese incluye a diversos
personajes del franquismo, entre ellos Arias Salgado y Juan Aparicio, que controlaban
la prensa. También está en juego Gardemann, el hombre de Ribbentrop en la Embajada
alemana en Madrid del que usted me acaba de hablar. Pero el aliado quizá más
importante de Arrese es Carrero Blanco, subsecretario de la Presidencia del Gobierno.
¿Cuál fue la relación que tuvo usted con el almirante, destinado a convertirse en una
especie de Padre José de Franco?
Serrano. La incorporación de Carrero a la política del régimen fue uno de mis
errores, pero no fui responsable de su posterior ascensión política. Las cosas ocurrieron
así; como ya le conté en otra ocasión, algunos colaboradores míos en edad militar
tuvieron que marcharse al frente por indicación de la Superioridad. Gamero del Castillo
se fue a flechas navales. (Por cierto que Dionisio Ridruejo reaccionó diciéndome: «Pues
le dices a Su Excelencia que a mí no me da la gana, que yo estoy aquí porque creo que
estoy cumpliendo un deber como falangista, y porque sé que si me voy de aquí, el que
pongan en mi lugar será un enemigo. El día que yo crea que mi misión aquí ha
concluido y que mi puesto está en el frente, allí me iré». Y así lo hizo, marchando a
Rusia como soldado de la División Azul.)
Le dije a Gamero: «A ver si descubres a gente valiosa de la Marina y me traes
algunos nombres y haremos a dos o tres consejeros nacionales». Cumplida una
temporada en flechas navales, Gamero regresa y me trae dos nombres, ambos capitanes
de corbeta: uno se llamaba Romero, y el otro Carrero Blanco. Aquél era inteligente y
desapareció pronto por el cotillón porque tenía alguna fama de ser hombre liberal y
republicano. Los nombramos consejeros nacionales. Pero el almirante Moreno le dijo a
Franco que por razones políticas consideraba inoportuno el nombramiento de Romero,
quien cesó y nunca más supe de él. A Carrero en cambio, un día Franco lo nombra
subsecretario de la Presidencia. Todavía muy ortodoxo, muy considerado conmigo,
Franco le da la orden de que venga a visitarme al Ministerio y a ponerse a mi
disposición. Y así lo hizo y vino con su uniforme a ponerse a mis ordenes. Yo no le
conocía y le dije: «Mire, Carrero, va usted a un puesto muy delicado y va a tener gran
responsabilidad. Estamos en un momento en que la adulación y el servilismo suben
como una marea. Usted tiene un puesto muy importante para defender al Generalísimo
de este peligro y cuidar de las adulaciones y los oportunismos».
En la primera conversación que yo tuve con Franco después de esa visita, me
dijo: «Si, ya sé que te has metido conmigo al hablar con Carrero». Le contesté: «Yo no
me he metido contigo. Lo que le dije a él es lo que te he dicho a ti muchas veces, que
hay que cuidar de no dejarse utilizar por el oportunismo y el servilismo de la gente».
Desde entonces, con los debidos respetos por su muerte, me pareció que Carrero
iba a ser sólo un servidor, esto es, una adquisición poco conveniente para la realización
de los propósitos políticos formulados. Y como la falta de simpatía no se disimula, yo
desde entonces procuré eludirlo. Lo normal hubiera sido que entendiera todo lo de noble
y recto que había en mis palabras, pero procedió de esa otra manera con lo que obtuvo
mayor confianza de Franco.
Saña. En junto de 1942, pasa usted doce días en Italia. Ciano le recibe en
Livorno el 14 de ese mes. ¿Qué iba usted a buscar allí? ¿Descanso, simpatía, apoyo
moral?
Serrano. Descanso, sobre todo moral y político.
Saña. Según Ciano, usted, sin reserva alguna, critica a Franco. Ya producida su
destitución pero refiriéndose retrospectivamente a ese viaje de junio del 42, Ciano
escribe concretamente que usted hablaba de Franco «con el lenguaje que se puede
emplear en relación a un criado cretino».
¿Qué dice usted a esto?
Serrano. Ésta es una de las botaratadas y desfiguraciones de cosas y personas
que hacía Ciano a la medida de su conveniencia y de sus cambios de humor atrabiliario;
pues lo ocurrido fue que hablando con el deseo de que todo se hiciera bien en España,
seriamente y con gentes honestas, yo empecé a lamentarme de que en nuestro escenario
político comenzaran a aparecer gángsters, logreros, aduladores y oportunistas. Le dije
que a mí todo esto me daba miedo porque cuando yo le señalaba estos hechos a Franco
empezaba a no parecer comprender la situación ni las consecuencias, lo que yo -añadíasentía por él. Pero no quiere entenderlo así. ¡Me da pena! Y el maniobrero Ciano
escribía lo del servo cretino.
Saña. El 17 de julio de 1942, poco antes de su cese como ministro, se crean las
Cortes del régimen, que por su carácter disciplinado y aclamatorio, Prieto calificaría
desde su exilio como «cuartel». Con la creación de esta nueva institución, Franco
pretendía sin duda debilitar aún más la posición de la Falange, e indirectamente, de
usted mismo. ¿Qué pasó entre bastidores?
Serrano. El proyecto de Cortes se elaboró en un momento en que mis relaciones
con Franco eran escasas e incomodas por mi actitud crítica, tema del que ya le hablé
antes. Fue preparado sin mi participación por la cohorte de aduladores y aclamadores,
por los Arrese y demás de la hueste incondicional. De una cosa tan importante como esa,
a mí no me hablaron para nada. Lo que ocurre es que Franco quiso conocer también mi
opinión. Momentos antes de entrar en el Consejo de Ministros, me llamó y me dijo:
«Mira, Arreses -siempre añadía una "s" al final- me ha traído ese proyecto de Cortes.
¿Quieres echarle un vistazo antes de entrar?». 0 sea, que a pesar de que había estado
trabajando con esa gente varias semanas sin contar conmigo, antes de que fuera
aprobado me consultó.
Yo le dije: «Por de pronto me parece inconcebible que un acto tan importante
como va a ser la creación de las Cortes Españolas, se vaya a aprobar sin una exposición
de motivos». Imagínese, un decreto-ley de esa trascendencia se iba a aprobar sin un
Preámbulo explicando la finalidad general del mismo. Esto da idea de lo analfabetas que
eran aquellas gentes. No hay ningún Real-Decreto -ni el más pequeño- que no tenga una
exposición de motivos. Pues así querían llevarlo al Boletín Oficial: artículo primero...
Entonces Franco me dijo que redactara yo el Preámbulo, lo que hice mientras se
celebraba el Consejo de Ministros. Pero aparte de la exposición de motivos, había otro
problema grave, y es que los autores del proyecto no habían sabido encontrar un nombre
para designar a los futuros representantes políticos de la nación. Como no querían
emplear la palabra «diputado» por su connotación republicana, los llamaban
simplemente «miembros de las Cortes». Yo dije entonces: «Pues en las antiguas Cortes
de Castilla, los representantes de este organismo se llamaban procuradores en Cortes.
Vamos a ponerles, pues, el nombre de procuradores en Cortes, porque si no, será tan
ridículo que en la prensa se nos llamará «los señores miembros», o en las controversias
se podrá decir, por ejemplo, «es un error que comete el señor miembro».
Eso es lo que ocurrió con el proyecto desde el punto de vista formal. Luego, una
vez más, las Cortes fueron un acto de autenticidad apariencial, como fue apariencial el
Consejo Nacional del Movimiento, que no tenía función real.
Saña. El verano de 1942, a su regreso de Italia, se produce un grave incidente
que conducirá finalmente a su cese como ministro, aunque la causa de su destitución
fuera otra. Me refiero, claro está, a los hechos de Begoña. ¿Qué pasó allí el 15 de agosto?
Serrano. Yo estaba veraneando en Benicasim. Al llegarme la noticia me sentí
muy contrariado por la perturbación que me traía a mi modestísimo y placentero
descanso. Veraneaba yo en una vieja y pequeña masía, y no en San Sebastián. Teníamos
una barquita, y con ella nos bañábamos y remábamos. Me vine a Madrid y me enteré
por falangistas de aquí de lo que había ocurrido: que en el Santuario de Begoña se había
convocado una concentración carlista presidida por el general dos veces laureado Varela,
entonces ministro del Ejército. No obstante su cargo oficial, Varela jugaba ya, con algún
cuidado, según las circunstancias, la carta de la monarquía, no sé si la carlista o la de
don Juan.
Unos falangistas de Bilbao decidieron asomarse a ver que pasaba en Begoña.
Saña. Eran, según me ha explicado hace poco Narciso Perales -que tuvo ocasión
de seguir muy de cerca los acontecimientos como gobernador civil y jefe provincial de
León- los siguientes falangistas: Juan Domínguez, Hernando Calleja, Jorge Hernández
Bravo, Virgilio Hernández Rivadulla, Luis Lorenzo y Mariano Sánchez Covisa. Este
último y Rivadulla acababan de llegar de Rusia. De ellos, Juan Domínguez era inspector
nacional del SEU, Calleja subjefe provincial de Valladolid.
Serrano. Llegaron a Begoña cuando estaban terminando la ceremonia religiosa,
que se celebró en el interior de la iglesia. Se encontraron con una multitud de carlistas
exaltados que gritaban «¡Viva el rey!», y alguna consigna doctrinal contra el Estado.
Saña. Se dijo concretamente, según testimonio de Perales «¡Abajo e1 socialismo
de Estado!». Los carlistas asaltaron también el local de los Sindicatos y algún local de
Falange.
Serrano. Incluso se dijo algún «¡Muera Franco!». Y entonces el grupo de
falangistas intentó enfrentarse a los carlistas. Calleja fue cercado por un grupo, alguien
gritó -así me lo contaron-, «¡Qué maten a Calleja!», y entonces, Juanito Domínguez,
temiendo por su vida, arrojó una bomba que llevaba en el bolsillo.
Saña. Que produjo treinta y tantos heridos, pero ningún muerto.
Serrano. Domínguez había sido de la Comunión Tradicionalista, de la que le
sacó Perales, que es el que le hizo falangista. Perales ha dicho de él que es el hombre
más valiente que ha conocido en su vida. En el momento de estallar la bomba arrojada
por Juanito Domínguez, el general Varela estaba en el dintel saliendo de la iglesia. La
bomba se echó momentos antes de salir el general Varela del templo.
Varela denuncia el caso en términos muy enconados; escribe luego una carta
muy dura a Franco, diciendo que ha sido un atentado de la Falange contra el Ejército,
representado por él, que el ministro.
Saña. Franco se encontraba en el Pazo de Meirás, y Arrese con él.
Serrano. En efecto. Y el ministro de la Gobernación, que era Galarza se
solidarizó con Varela y puso unos telegramas imprudentísimos a los gobernadores
civiles diciendo que los falangistas habían realizado un atentado contra el ministro del
Ejército.
Saña. El telegrama de Galarza empezaba así: «Agentes al servicio de unas
potencias extranjeras, intentaron perturbar la paz, etcétera».
Serrano. Bien, llego a Madrid desde Castellón. Recibo esta información que
acabo de contarle a través de Dionisio y otros falangistas, y me voy corriendo a El
Pardo. Franco había regresado ya del Pazo de Meirás. Por cierto que Narciso Perales
salió a su encuentro por el camino para hablar con él, pero no pudo cumplir su propósito.
Saña. Ya lo sé. Hablé toda una noche con él sobre estos acontecimientos.
Serrano. Le recordaré que mi discrepancia con Franco era ya grande. Al llegar a
su despacho le encontré muy montado y le dije: «Pero, ¿qué pasa aquí?». Y me contesta:
«Esto es una faenita de Varela, que está hinchado». Y me contó algo muy parecido a lo
que los falangistas me habían contado a mí. «Y el majadero de Galarza -añadió- ha
cometido la imprudencia de mandar esos telegramas». Yo manifesté: «Realmente, es
intolerable que la intervención irresponsable de media docena de falangistas en una
concentración en que se grita "Viva el rey" se quiera presentar como una lucha entre la
Falange y e1 Ejército». A Franco se le alegraron los ojos. «Claro, claro», contestó. En
ese momento fui otra vez el hombre en quien podía confiar y confiarse. Franco dijo:
«No estoy dispuesto a tolerar esa situación ni un momento más». Le consulté: «No sé si
puedo volver a Castellón», a lo que respondió: «Es mejor que te quedes aquí».
Varela, por su parte, constituyó, sobre la marcha y de un modo totalmente
irregular, un Consejo de Guerra contra Juanito Domínguez.
Saña. Presidido por el general Castejón y teniendo como ponente al coronel
Orbe.
Serrano. Se teme lo peor y los falangistas verdaderos empiezan a moverse, el
primero de ellos Narciso, que consideraba a Domínguez como a un hijo.
Saña. Narciso Perales, en efecto, se planta en Madrid y se convierte en el alma
de la resistencia falangista contra el Consejo de Guerra y los círculos militares
interesados en fusilar a Domínguez. Es él quien convoca las reuniones de los altos jefes
falangistas y quien se entrevista con ellos para presionarles, entre otros a usted.
Serrano. Yo veo otra vez a Franco, y le voy a ver con cierta ilusión por el
resultado positivo de nuestra última entrevista. Llego allí y le digo: «A este chico no se
le puede matar. Aunque los carlistas gritaran "Viva el rey" y Domínguez sea muy
falangista, eso no le autoriza a tirar una bomba; es una brutalidad que ha causado
heridos, y hay que castigar ese acto. ¿Pero cómo se puede matar a un chiquito que está
allí de casualidad, que oye gritar todas esas cosas y que cree que van a matar a un
compañero suyo? Es la reacción propia de un joven alocado, pero en él no hay ningún
ánimo criminal. Hay que castigarle, pero el castigo no puede ser la muerte». Noté que
Franco había cambiado, Los falangistas -Arrese, Valdés y otros- le habían dicho ya que
Domínguez era espía de los ingleses. Si había algo en ese sentido podía ser en todo caso
espía de los alemanes, que era lo lógico, y no de los ingleses. ¡Sombría información en
aquellos momentos!
Saña. El informe afirmando que Domínguez era agente del Intelligence Service
procedía de la Delegación Nacional de Información, cuyo vicesecretario era Manolo
Valdés. Como usted supone, Domínguez era colaborador de los alemanes, como
aseguró un falangista de origen alemán llamado Zimmermann, residente en Madrid.
También se lo confirmó a Narciso Perales el entonces jefe del SIM, Arsenio Martínez
Campos,
Serrano. Yo salí de El Pardo con mala impresión, aunque Franco no llegó a
decirme claramente que iba a aceptar lo que acordase el Consejo de Guerra, Veo a
Perales -que estaba interesadísimo, intranquilo- y nos pasamos toda la noche aquí en
este despacho intentando comunicar con El Pardo, No conseguimos hablar con Franco
otra vez, y se le ejecutó el 1 de septiembre al amanecer. Sé que Franco comentó: «Este
chico, después de fusilado, merecería que se le diera la Palma de Oro».
Saña. Son frases de cuartel.
Serrano. Los falangistas digamos oficiales -¿para qué citar nombres?- hicieron la
pamema de expresar su disconformidad, pero más para cubrir el expediente que para
protestar con autenticidad.
Saña. En cambio Perales se plantó en el despacho del ministro Galarza y le
presentó su dimisión como gobernador civil de León, arriesgando que se le expedientara
por rebelión.
Serrano. Cuando se consuma el acto, todos los falangistas instalados en el
oportunismo que decían no querer pasar por esto, se quedaron muy contentos porque
Franco había decidido ya destituir a Galarza y a Varela y nombrar como ministro de la
Gobernación a Blas Pérez, que llevaba el uniforme de la Falange a todas horas y era
íntimo amigo político de Girón. Para reemplazar a Varela se pensó en Asensio. Le costó
un poquito deshacerse de Varela, porque éste maniobró con los generales para que nadie
aceptara la destitución suya. Franco, que sabía jugar bien esos papeles, busca a Asensio,
un hombre de cierta valía, aunque tenía el defecto de escucharse a sí mismo. Asensio
ofreció pequeña resistencia formal para sustituir a Varela. Franco le dijo: «¿Qué queréis?
¿Que yo salga un día de aquí con los pies por delante?».
Desde el punto de vista falangista, la eliminación de Galarza y Varela era una
mejora. Dionisio Ridruejo, que era partidario, como otros falangistas auténticos, de
aprovechar aquella crisis para acabar con todo lo que se oponía a la Falange pura, se
encontró a Miguel Primo de Riera frotándose las manos. Dionisio le preguntó: «¿Pero
qué, es que se arregla eso de alguna manera?». Y le contestó Miguel: «Triunfo en toda
la línea». «¿Se ha salvado entonces a Domínguez?». Y dice Miguel: «Ah, a ése no hay
quien lo salve».
Saña. Hasta ahora no hemos hablado del papel jugado en los hechos de Begoña
por el capitán Luna, que entonces tenía ya grado de coronel. Luna fue enviado por
Arrese a Begoña no antes o en el momento de producirse aquéllos, como se ha afirmado
más de una vez, sino lanzada ya la bomba. Fue pues allí para recoger información in situ.
También se ha presentado a menudo a Luna como a hombre suyo. ¿Qué relación tenía
usted con él?
Serrano. Luna era un falangista de Cáceres muy exaltado y vinculado a mí. Le
llamaban el capitán Luna, porque había tenido ese grado en el Ejército. Era un hombre
austero, tenía una granja de gallinas.
Saña. Como Himmler.
Serrano. Cuando llegué a Salamanca era de los que no me aceptaban, pero luego,
en cuanto le hablé y expliqué mi política, como era un exaltado y un poco simplista, se
convirtió en incondicional mío. Se cuadraba siempre: «A tus órdenes, a tus órdenes.
Tienes razón. A tus órdenes incondicionalmente. Esa gente no sabe lo que dice. Aznar
es un bruto». Como era hombre noble, puro, le acogí con simpatía. Era además uno de
los pocos falangistas a los que Franco conocía personalmente, y al que debía gratitud
porque estando en el frente de Cáceres y teniendo pocos soldados -según me contó
personalmente- le llamó para pedirle si podía movilizar a algunos falangistas para cubrir
un espacio desguarnecido en el frente. «Reclutaré un millar de falangistas», le dijo a
Franco. Y al día siguiente éste tenía mil falangistas. Esto se repitió otra vez en otro
sector del frente, y Luna volvió a ayudar a Franco.
Luna, pues, se convirtió en un incondicional. Pero al salir yo de Gobernación,
Arrese quiso ganarse a Luna por el estomago. Con esta maniobra Arrese quería sacarse
de encima la envidia que le producía la incondicionalidad que Luna sentía por mí. Fue
Luna el que inventó lo del «serranismo». Arrese se apresuró a colocar a Luna de
vicesecretario general de la Falange, que pronunció unos discursos anticapitalistas, de
tono elemental, sobre el capitalismo financiero y sus cómplices, queriendo ser
joseantoniano, pero sin la finura, la inteligencia y la responsabilidad de José Antonio.
En Zaragoza, como me explicaron amigos míos de allí, se quedaron aterrados con el
discurso que pronunció en el Círculo de la Unión Mercantil.
Yo no dejé de tenerle afecto, pero después de que se pusiera al servicio de
Arrese, me desilusionó. Dejó de ser el hombre que había sido para mí. Al fin y al cabo
era jefe territorial de la Falange de Extremadura y tenía su sueldecito de coronel del
Ejército. Eran unos ingresos modestos, pero él había vivido siempre modestamente.
Saña. Luna no tuvo evidentemente la menor participación en los hechos de
Begoña. Dejémosle pues y concentrémonos ahora en las consecuencias personales que
tuvo para usted ese episodio. Pero antes de hablar de su cese, le ruego que me explique
con cierto detalle el supuesto atentado que en relación a Begoña prepararon contra usted
hombres del general Varela.
Serrano. Yo me encontraba en Benicasim, provincia de Castellón, y veraneaba,
como le dije, en una finca rudimentaria que tenía alquilada, con mi mujer y mis hijos.
Tenía allí un solo policía de servicio. Pues bien, estando en Benicasim me llega la
noticia de la brutalidad esa de Begoña. No sabía todavía que había detrás de todo esto.
Y entonces, Correa... ¿Usted sabe quién era Correa?
Saña. Correa Veglison, gobernador civil de Barcelona. Su nombre está asociado
a mis años de niñez y me recuerda inevitablemente la triste época del hambre, el pan
negro, el estraperlo, Auxilio Social, los uniformes falangistas por la calle, la
militarización de las escuelas y las cárceles llenas de presos políticos como mi padre.
Serrano. Yo le había nombrado gobernador civil de Barcelona siendo ministro
del Interior, ya en la fase final. Le nombré a petición del general Yagüe. Correa era
comandante de Ingenieros y muy yagüista. Era buena persona pero algo raro. Yagüe,
que era muy despotricarte, vino a verme para recomendármelo como gobernador. Yo le
dije: «Pues mire usted, a los que se que valen, que son pocos, los nombro gobernadores,
y si usted me asegura que Correa es apto, pues de acuerdo».
Estando yo pues en Benicasim, me llega la noticia de los incidentes de Begoña.
El único policía de servicio que yo tenía vino a verme y me dijo: «Señor ministro, acaba
de llegar un compañero de Barcelona con un mensaje». Correa me avisaba a través del
policía de Barcelona que dos oficiales incondicionales de Varela salían para Benicasim
para atentar contra mí. Varela era un valiente soldado de campaña incapaz de ordenar
eso. Todo el mundo le consideraba políticamente poca cosa.
Saña. Cómo reaccionó usted ante la advertencia de Correa?
Serrano. Pues al día siguiente por la mañana emprendimos viaje de regreso
hacia Madrid con un cochecito de escolta, yo, mi mujer y los niños.
Saña. ¿No tomó ninguna medida especial de seguridad?
Serrano. ¿Cómo iba a tomarla si no tenía nadie allí? Mire usted, en plena guerra
y después, mi mujer y yo vivíamos sin protección alguna. Yo llevaba armas pocas veces.
¿Sabe lo que hice? Pues hacía ejercicios de tiro al blanco. Tiraba al blanco con una
Astra, en compañía de Pedro Gamero, Ridruejo y dos o tres amigos más. Y resulta que
yo era casi el que tiraba mejor. Dionisio era malísimo. Gamero decía: «Es muy bueno
que se sepa que el ministro tira bien al blanco».
Saña. Una solemne tontería de su subordinado.
Serrano. No lo juzgo así.
Saña. Pero dejemos las anécdotas y ocupémonos de cosas importantes.
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