LUCES DE LA CIUDAD. Charlot entre la comedia y la tragedia [Ficha técnica y artística] Mack Sennett, productor de la Keystone y uno de los principales gérmenes de la escuela cómica norteamericana, apuntaba que había dos principios fundamentales sobre los que se podía basar un gag: o bien la pérdida de la dignidad o bien la equivocación de la identidad. Más allá de estas dos ideas básicas, difícilmente se puede construir un gag efectivo. Lo que no considera Sennett es que esos mismos elementos son, a su vez, eminentemente trágicos. Charles Chaplin, alumno aventajado del productor de la Keystone, conoce a la perfección este axioma y maneja los mecanismos de la comicidad y de la tragedia con total maestría. Chaplin concibe “Luces de la ciudad” como la obra definitiva de Charlot, el personaje que fuera creando a lo largo de su carrera cinematográfica y que ahora pretende trascender. La exhaustividad de Chaplin para darle un final digno (podemos decir incluso que apoteósico) al personaje le llevó a tardar dos años en realizar la película. “Luces de la ciudad” parte argumentalmente de una situación de equivocación de identidad: la joven florista confunde a Charlot con un millonario y éste no la corrige para poder estar cerca de ella y ayudarla. A partir de este punto se sucederán continuamente las peripecias mientras el pequeño vagabundo busca la forma de devolverle la vista a su amada. La cuestión de la dignidad también está presente en la película. No sólamente de forma secundaria (y cómica) en las confrontaciones con los policías, ricachones, boxeadores y otros personajes que intentan aprovecharse del vagabundo, sino también y especialmente en la propia figura de Charlot. Charlot se encuentra en el escalafón más bajo de la sociedad humana. No tiene casa ni trabajo, es un vagabundo, un “artista del hambre”. Sin embargo, se niega a resignarse y manifiesta en todo momento su lucha por la dignidad. Tan sólo la ropa que lleva, propia de una clase social que no es la suya y que ha acabado por constituir uno de los rasgos más reconocibles de este personaje para el público, indica su reivindicación de su propia persona. Pese a todo, está condenado a ser rechazado por la sociedad, que lo persigue, lo margina y no es capaz de comprenderlo. La razón principal por la que Charlot jamás será aceptado en sociedad es que el pequeño clochard es un hombre libre, y por tanto le resulta patológicamente imposible respetar todo aquello que se considera sagrado o convencional: ni la ley (los policías) ni el poder político ni el dinero, nada puede hacerle entrar en vereda. Realmente, y a pesar de todo, a Charlot tampoco le preocupa especialmente entrar a formar parte de la sociedad. Él piensa en presente, todo lo que le preocupa son los problemas eventuales; les da una solución (la primera que se le venga a la cabeza), a menudo también eventual, y pasa al siguiente. Lo único que le puede sacar de esa dinámica es el amor puro e inocente que siente por la joven florista, pero aún así sus métodos no cambian, aunque tenga un propósito mayor que lo guíe en sus acciones. La escena final en que se le restituye la identidad a través del reconocimiento por parte de su amada es un momento especialmente patético que no se llega a resolver. El final queda abierto, no sabemos si la joven aceptará al vagabundo o no, pero podemos sospechar la respuesta (en todo caso, la decisión final depende en última instancia del espectador). El malentendido que hasta el momento se había utilizado como un elemento cómico se descubre aquí como una poderosa fuente de tragedia. En otro orden de cosas, hay que observar un par de aspectos que relacionan a Chaplin con un director aparentemente antagónico como es Eisenstein. El primer punto en común es la estructuración de la película en una serie de escenas autónomas que en su conjunto conforman un todo orgánico. La segunda, que además responde a un tema candente en el momento de creación de esta película, es la utilización del sonido. Eisenstein y Chaplin, cada uno desde su perspectiva particular, coincidían en lo inapropiado de emplear el sonido en el cine como mero registro de los diálogos. A pesar de que ya era posible hacer películas sonoras, Chaplin renegó de los talkies (como se refería él a las películas habladas) y siguió utilizando intertítulos; de todos modos, sí hay sonido en “Luces de la ciudad”, pero es utilizado de un modo poco convencional (como por ejemplo en el discurso inicial de un político al inaugurar una estatua, en el que la voz del orgulloso orador es sustituida por un ridículo sonido cacofónico). La principal diferencia artística que separa a Chaplin de Eisenstein es que mientras el ruso considera el montaje como el elemento esencial del cine, Chaplin basa sus películas en la puesta en escena, acercándose así a una concepción más moderna del arte cinematográfico que, por otra parte, era eminentemente funcional: para plantear las alocadas peripecias de Charlot, basadas en aspectos puramente físicos (como las persecuciones o la eterna lucha contra los objetos), la forma más adecuada es partir de los aspectos escenográficos con el objetivo de que las acciones sean perfectamente comprensibles para el espectador. (cc) 2011 Brân González Patiño Algunos derechos reservados Este trabajo se distribuye bajo Licencia Creative Commons Reconocimiento - CompartirIgual (by-sa) Para ver una copia completa de la licencia, visite: http://es.creativecommons.org.