introducción - Punto Didot

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INTRODUCCIÓN
Para el cristianismo, una reliquia –del latín reliquiae– son los
restos “que deja una persona santa después de su muerte:
cuerpo, instrumentos de suplicio si se trata de mártires, objetos
que les pertenecieron y a los que se dirige la veneración de los
fieles”2… basándose en que, durante la vida, el cuerpo es templo
del Espíritu Santo. Las reliquias son elementos materiales que al
haber estado en contacto con Cristo, la Virgen o algún santo,
poseen la gracia divina para llegar a Dios.
Se pueden establecer tres clases de reliquias, según su
importancia:
 De primera clase: cuerpos de personas santas o partes
de él, como miembros, huesos y cenizas, además de
las reliquias de la Pasión de Cristo. Para su pública
veneración requieren estar debidamente selladas y
autentificadas por la autoridad eclesiástica. Solo pueden
conservarse en lugar santo: iglesias, oratorios públicos,
monasterios, etc., excepto las de la Pasión.
Se subdividen en insignes (el cuerpo), notables (se
distinguen por su aspecto: dedos, manos, guardadas en
relicarios adhoc con cristal para verlas) y exiguas (restos
de escasas dimensiones: cabellos, dientes, huesecitos,
telas con sangre; en pequeños relicarios y ostensorios).
2
DE LA BROSSE, O.: DiccionariodelCristianismo, Barcelona, 1974, pp. 641‐642.
13  De segunda clase: objetos que estuvieron en contacto
físico con los santos durante su vida: instrumentos de
martirio, ropas, utensilios. Se subdividen en venerables
(prohibidas sobre el ara del altar) y sin uso litúrgico
(destinadas a museos o exposiciones).
 De tercera clase: trozos de tela que han tocado a una
reliquia de primera clase, estampas, medallas.
La Iglesia advierte que sólo deben exponerse para la
veneración aquellas que estén selladas y documentadas y nunca
fuera de relicarios. De todos modos, solo se dan a venerar de
manera pública las reliquias de 1ª y 2ª clase. Las de 3ª son
únicamente devocionales. La Iglesia no prohíbe que los fieles
posean reliquias, sino que condena tanto su comercio como el
hecho de buscarlas con ánimo de coleccionismo.
El culto a las reliquias tiene su origen en la influencia que
otras religiones ejercieron sobre el cristianismo. No obstante,
aunque en la Biblia pueden verse algunas referencias de este tipo
en la veneración a los antiguos patriarcas, no será hasta la
muerte del protomártir, San Esteban, y la degollación de San
Juan Bautista, el Precursor, cuando el fervor de los fieles venere
los restos de aquellos primeros héroes de Cristo.
A partir del siglo IV, con el Edicto de Milán promulgado por
el emperador Constantino (año 313), el cristianismo dejó de
estar proscrito. Se producirá así el auge del culto a las reliquias,
que hasta entonces solo se consideraban un recuerdo –memoria
passionis– del mártir y empezaron a verse como un amuleto
protector frente a las desgracias, con lo que el interés por
hacerse dueño de ellas aumentó desmesuradamente.
14 En tiempos de Teodosio (379‐395) se darán las primeras
disposiciones legislativas prohibiendo el tráfico de reliquias y
ordenando que los mártires fueran honrados en sus sepulturas,
sobre las cuales se construirán los martiriapara venerarlos. Con
ello comenzaron a darse beneficios económicos para los lugares
en donde se hallaban. La financiación corría a cargo de algún
particular, que iniciaba un próspero negocio.
Se impuso la costumbre de dedicar la iglesia al santo cuyas
reliquias se guardaban en el templo. Dado que en Roma la
Eucaristía se celebraba “sobre la sangre de los mártires”, todas
las iglesias quisieron también concelebrar con reliquias. A partir
del III Concilio de Braga (675) se dispuso que todos los altares
debían contener reliquias para llevar a cabo la consagración.
Posteriormente, en el año 787, el II Concilio de Nicea decretó que
todo altar de iglesia debía poseer una "piedra del altar" que
albergara las reliquias de un santo.
Con estas disposiciones, la tenencia de reliquias se convirtió
en un objetivo para todas las iglesias y monasterios, los cuales se
convirtieron en grandes centros de veneración. En Italia, y sobre
todo en Oriente, donde abundaban las reliquias por ser tanto la
cuna del cristianismo como el lugar del martirio de muchos
creyentes, se procedió a abrir las tumbas de los mártires para
dividir los cuerpos en numerosos fragmentos, al objeto de
aumentar la cantidad de reliquias. Debido a la proliferación
desmesurada de las mismas, no siempre verificadas, en el IV
Concilio de Letrán (1215‐1216) se dispuso que solo el obispo
tuviera la potestad para identificar la autenticidad de una
reliquia.
A partir del siglo XIII, la devoción a las reliquias fue
extraordinaria, porque además de que estas se convirtieron
en un símbolo religioso que otorgaba poder sobrenatural,
15 la posesión de reliquias famosas atraía grandes masas de
peregrinos, con los consiguientes beneficios para los diferentes
lugares que eran dueños de ellas. Así mismo, a través de los
relicarios, se fue produciendo un paso del culto a los restos
sagrados al culto a las imágenes.
Además, la ocupación de Constantinopla por la IV cruzada
(1204) provocó una gran efervescencia del número de reliquias,
que, traídas a Occidente, se extendieron por todas partes,
aumentando de una manera absoluta su influencia sobre los
creyentes.
De nuevo los obispos, como se dispuso a partir del Concilio de
Rávena (1311), deberían examinar todas las reliquias e impedir
la exposición al público de aquellas que no fuesen auténticas.
La picaresca, inevitablemente, hizo su aparición y, puesta
en contra de la buena fe de las personas creyentes, multiplicó
exponencialmente estos restos sacros, como irónicamente
reprochaba en la literatura del siglo XVI el personaje de una obra
de Alfonso de Valdés, el joven Lactancio, en su diálogo con el
Arcediano de El Viso del Marqués, Ciudad Real:
Pues de esta manera hallaréis infinitas reliquias por el mundo y
se perdería muy poco en que no las oviesse. Pluguiesse a Dios
que en ello se pusiese remedio. El prepucio de Nuestro Señor yo
lo he visto en Roma y en Burgos y también en Nuestra Señora de
Anversia, y la cabeça de Sant Johan Baptista en Roma y en
Amiens de Francia. Pues Apóstoles, si los quissiesemos contar,
aunque no fueron sino doze y el uno no se halla y el otro está en
las Indias, más hallaremos de veinte y quatro en diversos lugares
del mundo. Los clavos de la Cruz escribe Eusebio que fueron
tres… y agora ay uno en Roma, otro en Milán y otro en Colonia y
otro en París y otro en León y otros infinitos. Pues de palo de la
cruz digoos de verdad que si todo lo que dizen que ay della en la
16 cristiandad se juntasse, bastaría para cargar una carreta. Dientes
que mudava Nuestro Señor quando era Niño pasan de quinientos
los que se encuentran solamente en Francia. Pues leche de
Nuestra Señora, cabellos de la Madalena, muelas de Sant
Cristóbal no tienen cuento. Y allende de la incertenidad que en
esto ay, es una vergüença muy grande ver lo que en algunas
partes dan a entender a la gente… Si os quisiesse decir otras
cosas más ridículas e impías que suelen decir que tiene, como del
ala del ángel Sant Gabriel, como de la penitencia de la Madalena,
huelgo de la mula y del buey, de la sombra del bordón del señor
Sanctiago, de las plumas del Spíritu Sancto, del jubón de la
Trinidad y otras infinitas cosas a estas semejantes, seria para
hazeros morir de risa. Solamente os diré que pocos días ha que
en una iglesia collegial me mostraron una costilla de Sanct
Salvador. Si hubo otro Salvador, sino Jesu Cristo, y si él dexó acá
alguna costilla o no, véanlo ellos.3
Por otro lado, las reliquias llegaron a adquirir un gran
significado político al servicio de la propaganda de los reyes. Su
posesión se asoció a símbolo de poder, porque suponían la
muestra de la autoridad real al propio tiempo que representaban
la justificación divina de esta. Los reyes, con el fin de ganarse el
favor de la población, siempre aparecían vinculados a las
reliquias, en todo su simbolismo: se presentaban ante el pueblo
rodeados de ellas, dando una apariencia sacra, de rey elegido
por Dios, por la Gracia de Dios, como rezaba su título. Incluso,
inmersos en la superstición de aquellos tiempos, se les llegó a
atribuir poder curativo con el solo roce de sus miembros, lo cual
se conoció como “toque de reyes”: Sancho IV de Castilla curaba a
3 Diálogo de las cosas ocurridas en Roma. Ed.
de José F. Montesinos. Madrid,
Espasa‐Calpe (Colección Clásicos Castellanos), 1969, pp. 122‐124.
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