Bake Hitzak, 49, año X, enero 2003, pp.46-48 Reflexiones sobre el protagonismo social de las víctimas del terrorismo La extensión de la victimación terrorista es amplísima y alcanza al conjunto de la sociedad, a la que se pretende dominar mediante la coacción y el terror. Ahora bien, aun cuando algunos sólo quieran ver (y quieran que los demás sólo vean) el conflicto político, en el que se diluyen los sujetos individuales concretos, responsables o víctimas, son los destinatarios directos de las muertes, lesiones, persecuciones y ataques (y sus entornos más cercanos) quienes a los gravísimos daños personales y materiales soportados suman niveles especiales de dolor e inestabilidad, muy difíciles de abordar desde un prisma racional e individual. Nada extraño resulta, por ello, que sin perder su individualidad acaben organizándose, procurándose el calor humano que precisan para ir tratando de transformar el dolor en algo positivo y superar la victimación. Ciertamente, cada víctima es un mundo y su victimación depende de múltiples variables personales, culturales y sociales. Incuestionable es su derecho a protegerse, individual y colectivamente, frente a la instrumentalización que de ellas busca el terrorismo en su estrategia de comunicación, su derecho a defenderse frente a ulteriores victimaciones y a organizarse para demandar a la sociedad la adopción de las medidas adecuadas a su situación. Pero el protagonismo social de las víctimas del terrorismo va más allá. Por lo mismo que el terrorismo, por naturaleza, excede de la pura agresión individual, al dirigirse, simultáneamente, contra la colectividad a la que se pretende aterrorizar y someter, las víctimas del terrorismo no pueden reconducirse a una suma de individuos afectados por un fenómeno criminal específico. Su condición de objetivos de las acciones terroristas las convierte, aun contra su voluntad, como personas y colectivamente, en núcleo representativo privilegiado del conjunto social atacado. Esto no quiere decir que la sociedad deba limitarse a encauzar y aplicar las propuestas y líneas de actuación definidas por las víctimas o los colectivos que las representan. La responsabilidad en la lucha y abordaje del terrorismo y sus consecuencias corresponde a la sociedad y a sus gobernantes, sin que éstos puedan eludirla porque todas o gran parte de las víctimas apoyen sus metas y estrategias. Además -y sin perjuicio de la valiosa contribución de destacados colectivos de víctimas en favor de los derechos humanos de todos-, como es obvio, la condición de víctimas del terrorismo no determina automáticamente que sus posiciones y propuestas hayan de aceptarse sin cuestionamiento en el plano político ni en el plano de la justicia. No obstante, a la hora de la toma de decisión en materias especialmente sensibles, para todos y para la defensa y desarrollo de valores fundamentales, resulta imprescindible contar con las víctimas y los colectivos en que se integran; no ya porque en un sistema social y democrático de derecho convenga siempre consultar a los grupos sociales potencialmente más afectados, ni tampoco tan sólo (aunque esto sea ya importantísimo) con el fin de evitar la agravación de su situación, sino sobre todo porque, como grupo humano y para eludir la desmoralización social, necesitamos compartir “la mirada de la víctima” (M.Reyes Mate), aprender de su experiencia, imprescindible para el conocimiento cabal de la realidad. Esto es también (y especialmente) aplicable a un eventual proceso dialogado dirigido al abandono de la violencia terrorista, si no se quiere que, en aras de la paz y de la justicia, las víctimas acaben de nuevo instrumentalizadas y cosificadas, esta vez como objeto de compensaciones políticas. ¿Cuántas veces hemos asistido perplejos a la sustitución de la justicia por puros arreglos políticos, a pesar del alto grado de victimación producido? De un modo demasiado frecuente –y no sólo en el plano internacional, aun cuando aquí los ejemplos se Bake Hitzak, 49, año X, enero 2003, pp.46-48 multipliquen de forma especialmente escandalosa- la garantía de impunidad se convierte en la vía de asegurar el cambio de régimen o el final de la violencia: la justicia se presenta, así, como el precio “político” a pagar si se quiere la paz. Todos intuimos, sin embargo, que la contraposición paz/justicia es fundamentalmente engañosa y falaz. La ausencia temporal de hostilidades es condición ineludible para la paz; pero, como afirma A.Beristain, la paz –nunca totalmente conseguida, sino siempre transformándose, en continua creación- sólo nace y crece entre las leyes y las sentencias justas. La experiencia muestra que, sin justicia, es muy alto el riesgo de cierre en falso que haga de la paz un simple espacio temporal entre conflictos que renacen de sus cenizas. Para evitarlo la paz debe acabar integrando todo lo que la justicia pretende lograr (M.Ch.Bassiouni). Todo aquel que alguna vez se ha sentido agredido injustamente sabe, asimismo, cómo la reafirmación de la justicia no sólo es imprescindible desde la perspectiva de la comunidad, sino también para la superación de la victimación por la propia víctima. Las víctimas de graves agresiones, para su rehabilitación, necesitan sí la más perfecta compensación de las lesiones y daños (tantas veces irreparables desde un punto de vista físico y material), pero precisan igualmente de la cercanía y solidaridad de sus vecinos, de los ciudadanos, de los grupos y sociedades en los que viven, algo que exige de manera especial la clara proclamación y el rechazo de la injusticia sufrida. Esto es particularmente evidente en el caso de las víctimas del terrorismo, categoría en modo alguno monolítica (sino muy plural) de víctimas cuya situación -como recordó el Informe sobre el Estatuto de las Víctimas del Parlamento Europeo (24 noviembre 2000)-, no puede reconducirse a “un asunto de índole privada”. Las víctimas del terrorismo no han de ser tratadas, por todo ello, en el plano social y político como “un problema a resolver”, sino como el “paso obligado de cualquier solución” (M.Reyes Mate). Cara al final del terrorismo (y mientras éste llega) las víctimas resultan, pues, imprescindibles para asegurar la justicia. Asegurar una justicia no vengativa ni vindicativa, sino restaurativa (G.Varona); un “proceso de justicia” (Tojeira) que busque la responsabilización social y favorecer la reconciliación. Este proceso de justicia no es incompatible con la generosidad y el perdón, pero sí con el “borrón y cuenta nueva”, con la renuncia a la verdad, con la amnesia colectiva. Como recuerda R.Aguirre, el problema no consiste tanto en “olvidar el pasado”, cuanto en “romper con él y para eso hace falta conocerlo, aunque escueza... sin verdad no puede haber paz y reconciliación”; incluso para que el perdón pueda ser eficaz y no lleve a la desmoralización individual y social se precisa saber lo que se perdona y su aceptación por el victimario. José Luis de la Cuesta Arzamendi Director del Instituto Vasco de Criminología