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RUEN
Alex
La gente me mira extrañada cuando les digo que tengo un demonio.
–¿No querrás decir que tienes demonios? –me preguntan–.
Como un problema con las drogas o el impulso de apuñalar a
tu padre.
Yo les digo que no. Mi demonio se llama Ruen, mide alrededor
de un metro sesenta centímetros de altura y lo que más le gusta es
Mozart, el tenis de mesa y el pudin de pan y mantequilla.
Conocí a Ruen y a sus amigos hace cinco años, cinco meses y
seis días. Fue la mañana que mamá me dijo que papá se había ido.
Yo estaba en la escuela. En un rincón de la clase, junto a los dibujos del Titanic que habíamos hecho, apareció un grupo de criaturas muy extrañas. Varias de ellas parecían personas, aunque yo sabía que no eran profesores ni los padres de nadie, porque al­gunas
tenían el aspecto de un lobo, pero con brazos y piernas humanos.
Una de las hembras tenía brazos, piernas y orejas distintas, como
si pertenecieran a diferentes personas, y estaban cosidas, como el
monstruo de Frankenstein. Uno de los brazos era peludo y musculoso, pero el otro era delgado, como el de una niña. Me asustaron
y me puse a gritar, porque sólo tenía cinco años.
La señorita Holland se acercó a mi mesa y me preguntó qué
me ocurría. Le hablé de los monstruos que había en el rincón.
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Carolyn Jess-Cooke
Ella se quitó las gafas muy despacio, se las encajó en el pelo y me
preguntó si me encontraba bien.
Miré de nuevo a los monstruos. No podía dejar de mirar a
uno que en vez de cara tenía un enorme cuerno rojo en la frente,
como el de un rinoceronte. Tenía cuerpo de hombre pero estaba cubierto de pelo; llevaba unos pantalones negros sujetos por
unos tirantes hechos con alambre de púas chorreantes de sangre.
Sostenía un palo muy largo coronado por una bola de metal de
la que salían pinchos parecidos a los de un erizo. Acercó un dedo
a donde deberían de estar sus labios, si es que los tenía y, acto
seguido, escuché una voz en mi cabeza. Era una voz muy suave,
pero al mismo tiempo ronca, como la de mi padre:
«Yo soy tu amigo, Alex».
Entonces todos mis miedos se esfumaron, porque lo que más
deseaba en este mundo era tener un amigo.
Más adelante descubrí que Ruen podía aparecerse bajo varias
formas y que ésa era la que yo llamo Cabeza Cornuda, que da
mucho miedo, sobre todo cuando la ves por primera vez. Afortunadamente, no se aparece así muy a menudo.
La señorita Holland me preguntó qué estaba mirando, porque
aún seguía con los ojos fijos en los monstruos, preguntándome si
serían fantasmas, porque algunos de ellos parecían sombras. Esa
idea me hizo abrir la boca; de ella empezó a brotar un sonido,
pero antes de que fuera demasiado fuerte volví a escuchar la voz
de mi padre dentro de mi cabeza:
«Tranquilo, Alex. No somos monstruos. Somos tus amigos.
¿No quieres que seamos tus amigos?».
Miré a la señorita Holland y le dije que estaba bien; ella me
sonrió, me dijo «Perfecto» y regresó a su mesa, aunque siguió
observándome con cara de preocupación.
Un segundo después, sin cruzar la clase, el monstruo que me
había hablado apareció a mi lado y me dijo que se llamaba Ruen.
Me dijo que sería mejor que me sentara o la señorita Holland me
mandaría a hablar con alguien llamado Un Psiquiatra. Y eso, me
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aseguró Ruen, no sería nada divertido, nada que ver con hacer
teatro, contar chistes o dibujar esqueletos.
Ruen conocía todos mis pasatiempos favoritos, por lo que
supe que algo raro estaba ocurriendo. La señorita Holland siguió
mirándome como si estuviera muy preocupada mientras seguía
explicando cómo introducir una aguja a través de un globo congelado y por qué eso era un experimento científico muy importante. Volví a sentarme y no dije nada acerca de los monstruos.
Nunca le he hablado de ellos a nadie. Hasta ahora.
Ruen me ha contado muchas cosas sobre quién es y sobre lo
que hace, pero nunca sobre por qué yo puedo verlo y el resto de
la gente no. Creo que somos amigos. Sólo pensé que no era mi
amigo cuando me pidió que hiciera algo. Quiere que haga una
cosa muy mala.
Quiere que mate a alguien.
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