Follet, Ken - La caída de los gigantes

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Los telegramas siguieron llegando a Aberowen. La batalla del Somme no concluyó
aquel primer día. A lo largo de todo julio, agosto, septiembre y octubre, el ejército
británico arrojó a sus jóvenes soldados a una tierra de nadie para que las ametralladoras
segaran sus vidas. Una y otra vez, los periódicos proclamaban una victoria, pero los
telegramas narraban una historia bien distinta.
Bernie estaba en la cocina de Ethel, como hacía la mayoría de las tardes. El pequeño
Lloyd se había encariñado con el «tío» Bernie. Solía sentarse en su regazo, y Bernie le
leía el periódico. El niño apenas entendía lo que significaban aquellas palabras, pero aun
así parecía disfrutar. Esa noche, no obstante, por algún motivo Bernie estaba nervioso y
no le prestó atención.
Mildred bajó de la planta superior con una tetera.
- ¿Me prestas una cucharada de té, Eth? -preguntó.
- Sírvete tú misma, ya sabes dónde está. ¿Prefieres una taza de chocolate?
- No, gracias. El chocolate me da gases. Hola, Bernie. ¿Cómo va la revolución?
Bernie alzó la mirada del periódico y sonrió. Le caía bien Mildred. Como a todo el
mundo.
- La revolución ha quedado ligeramente aplazada -contestó. Mildred vertió las hojas
del té en la tetera.
- ¿Tienes noticias de Billy?
- Ninguna, últimamente -dijo Ethel-. ¿Y tú?
- Nada desde hace un par de semanas.
Ethel recogía el correo del suelo del recibidor por la mañana, por lo que sabía que
Mildred recibía frecuentes cartas de Billy. Ethel sospechaba que se trataba de cartas de
amor; ¿por qué, si no, iba a escribir un chico a la inquilina de su hermana? Al parecer,
Mildred correspondía a los sentimientos de Billy: le preguntaba por él de forma regular,
adoptando un aire de despreocupación que no conseguía ocultar su inquietud.
También a Ethel le caía bien Mildred, pero se preguntaba si Billy, con dieciocho
años, estaría preparado para hacerse cargo de una mujer de veintitrés y con dos hijastras.
Cierto era que Billy siempre había sido extraordinariamente maduro y responsable para
su edad, y que aún podían pasar años antes de que acabara la guerra. En cualquier caso,
Ethel quería que volviera vivo a casa. Después de eso, nada importaría demasiado.
- Su nombre no figura en la lista de bajas del periódico de hoy, gracias a Dios.
- Me pregunto cuándo le concederán un permiso.
- Solo lleva cinco meses fuera. Mildred dejó la tetera.
- Ethel, ¿puedo pedirte algo?
- Por supuesto.
- Estoy pensando en trabajar por mi cuenta… Como costurera, quiero decir.
Ethel se quedó sorprendida. Mildred era ya supervisora en el taller de Mannie Litov,
y en consecuencia cobraba un jornal mejor.
- Tengo una amiga que podría conseguirme un trabajo de confección de sombreros prosiguió Mildred-; se trataría de coserles el velo, lazos, plumas y cuentas. Es un trabajo
cualificado y se cobra más que cosiendo uniformes.
- Parece fantástico.
- El único inconveniente es que tendría que trabajar en casa, al menos al principio.
Más adelante me gustaría contratar a otras chicas y alquilar un local pequeño.
- ¡Vaya, pues sí que miras hacia el futuro!
- Tengo que hacerlo, ¿no crees? Cuando acabe la guerra, ya no querrán más
uniformes.
- Es verdad.
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