Para los 100 años de Boris Pahor. Conocí a Boris Pahor hace casi 4 años, primeros días de septiembre de 2009, en Eslovenia. Me habían invitado al Festival Internacional de Vilenica, que ese año, además de entregar un premio especial a Claudio Magris, rendía Tributo a Boris Pahor. No había leído su obra entonces, pero cuando indagué un poco en su biografía me encontré con que este autor, nacido en Trieste en 1913 y perteneciente a la minoría eslovena de esa ciudad, presenció siendo niño cómo la casa de la cultura eslovena (Narodni dom) era incendiada por los fascistas. También leí que debió soportar el decreto de Mussolini que prohibía el uso del esloveno en las escuelas. Sentí una inmediata empatía con este hombre, que, al igual que mi padre, nacido sólo doce años después de Pahor y a pocos kilómetros de Trieste, había sufrido la prohibición de estudiar en su lengua materna, el esloveno. Recordé las historias familiares que contaban esa época en la que no había trabajo para los eslovenos que no aceptaran afiliarse al partido y los chicos tenían la obligación de desfilar vestidos con camisas negras vitoreando al invasor. Pocos días después de obtener estos datos sobre Boris Pahor, llegó un mail de los organizadores del festival de Vilenica: Para el Tributo nos invitaban -a todos los escritores que asistiríamos al encuentro- a participar con una pequeña intervención actoral. Subir al escenario y, en los distintos idiomas, repetir uno detrás de otro y luego, todos en simultáneo, una frase que había sido extractada de un libro de Pahor. La oración decía solo: Este increíble hombre. Este increíble niño. Y el efecto de ser pronunciada en las diversas lenguas de los que estábamos en ese escenario montado en el interior de una de las famosas cuevas de Eslovenia, generaría la emoción de estar frente a la riqueza multiétnica por la que Pahor venía luchando. Me anoté con ganas para este singular homenaje, y luego me olvidé del asunto, así que durante muchos meses tuve como única referencia del nombre de Pahor la sencilla descripción: este increíble hombre, este increíble niño. Fueron pasando las semanas de ese 2009 tan particular para mí. El día previsto para encontrarnos con Boris Pahor llegó por fin. Nos llevarían a Trieste donde Claudio Magris presentaría a su colega. Recuerdo exactamente la conmoción de ese día: iba a conocer la ciudad en la que habían vivido Joyce e Italo Svevo, sí, pero sobre todo, iba a ver el puerto desde que había partido mi padre, la ciudad que él nunca había vuelto a pisar ni pisaría, pues había muerto después de una internación de meses, seis días antes de ese viaje mío a su tierra. Aquella tarde entonces, en Trieste, después de almorzar bajo un cielo de verano, una comitiva de escritores en la que había franceses, holandeses, norteamericanos, cubanos, alemanes, entre muchas otras nacionalidades, atravesábamos a pie la ciudad hacia el lugar donde veríamos a Pahor. Yo iba conmocionada, intentando absorber la geografía, la fuerza de la bora, el viento de esa zona de la meseta del Karst, que se colaba en los relatos de la familia, intentaba escuchar quizá el clamor de las luchas que llevaron a algunos al éxodo y a otros, más comprometidos con la resistencia, al exterminio de los campos de concentración. Avanzaba cuerpo a cuerpo junto a una poeta extraordinaria, Luljeta Lleshanaku, de Albania, que luego ganaría el premio del festival. Mientras ella me contaba los horrores de su país, la tragedia de su familia, y yo le relataba la historia de la mía, un vértigo de sentimientos e imágenes me inundaba. Todos los rincones de la ciudad me eran extraños y a la vez formidablemente conocidos, como si los estuviera transitando desde siempre, como si cada ventana, o esquina, cada desembocadura de calles manifestaran una silueta familiar y añorada, en la que tanto intuía la presencia de mi padre recién muerto como la de Boris Pahor. La ciudad que los había albergado los exhalaba como sombras, vecinos del pasado, inmersos en una época familiar y dolorosa. ¿En cuál de esas esquinas, bajo cuál de las farolas o monumentos se habrían cruzado acaso el niño que era mi padre cuando subió al barco que lo llevaría al destierro y el hombre, militante, que años después estaría cautivo en un campo de concentración en Los Vosgos? Otra vez, como un susurro proveniente de las veredas, de los adoquines, escuchaba la frase: este increíble hombre, este increíble niño. Antes de conocer a Boris Pahor en persona lo estaba viendo. Hay un pasaje en Necrópolis que, de modo inverso, explica con sublime precisión esta extrañeza, es la parte en la que Pahor rememora la llegada de Gabriele Foschiati al campo de concentración, un italiano antifascista que sólo más tarde reconocería por sus ideas. Escribe Pahor: Y aun antes de que empezara a hablar, me di cuenta de que ya había visto alguna vez a aquel hombre de ojos vivos y gruesas lentes en el tranvía de Trieste o a mediodía en una acera, en la esquina de Korso con la calle Roma. Porque los gestos de nuestros conciudadanos tienen algunas características que, aunque no puedan precisarse, nos recuerdan, cuando nos encontramos lejos de nuestro mundo, el contorno de un rincón conocido o un letrero viejo sobre la lechería del vecino. Es como si el lugar de nacimiento hubiera impreso su imagen en la cara, una imagen que flota suavemente, como el color del verano sobre el asfalto, en la piel de las mejillas, en las grietas de debajo de la nariz, en las comisuras de los labios. Y la palabra que nace de estos gestos es un poco menos maravillosa porque la presentías, la esperabas, pero también es magnífica por la cercanía que es capaz de crear. Me refiero a la cercanía de mi ciudad natal, que en un lugar como aquél no podía ser más frágil; es como una mirada pálida que sientes en tu espalda mientras cae sobre ti atravesada, y que esquivas débilmente pero con insistencia. Porque la condición más importante para tener alguna posibilidad de sobrevivir, es la eliminación de todas las imágenes que no pertenecen al reino del mal. Incluso aquel de quien la muerte se ha apiadado, acaba estando tan lleno de ella que aun en libertad continúa unido. La muerte campeaba en Trieste esa tarde de 2009, a pesar del sol y los turistas, a pesar de las conversaciones animadas de los colegas que avanzaban junto a nosotros o la de los habitués de los cafés que atravesábamos. La muerte campeaba en el aire, como lo hace en la literatura de Pahor: de manera tan natural como sobrehumana. Cuando por fin estuvimos frente a él me pareció descubrir en este viejito de lentes gruesos y modales mesurados algo que lo distanciaba del resto del mundo. Cómo era posible, pensaba yo, que en ese cuerpo tan frágil se hubieran podido imprimir las huellas de la lucha por los derechos de los eslovenos, primero y las de la supervivencia en los campos de concentración después. ¿Era acaso esa vivencia atroz -la memoria de lo vivido-, o la influencia de haberlo conocido en estas circunstancias tan particulares para mí – el que fuera un posible paisano de mi padre-, lo que le otorgaba ese halo de sacralidad, de ser fantasmagórico y sin embargo omnipresente y poderoso? La respuesta nuevamente me llegó años después, con la lectura de Necrópolis, donde Pahor da cuenta de ese plano en el que está condenado a existir: Estoy en un cementerio silencioso, donde residí y desde donde partí para irme de vacaciones y adonde acabo de volver. Soy un habitante de este lugar y nada tengo en común con la gente que se marcha hacia las puertas enrejadas, y que pronto volverá a contar sus vivencias, dividir las horas y desmenuzar los minutos. Este de aquí es el refugio de un mundo perdido que se extiende hacia el infinito y no puede topar jamás con el mundo humano porque no convergen en ningún punto. Me marcharé como los demás a través de la enrejada puerta de madera y llevaré conmigo este ambiente a la fragmentación cotidiana. Es posible que el origen de mi indecisión sea precisamente la necesidad de llevar, además del silencio de esta atmósfera, algo más. Alguna cosa que no anulase la imagen, sino que eliminase su fuerza casi onírica. Y sin embargo no puedo llevar nada. Además, también esta visita, que ha dado un poco de sentido a la falta de un objetivo claro para mis días humanos, sin querer ahora se está convirtiendo en una especie de acto piadoso. Un acto piadoso, creo que así podría definir también aquella tarde tan conmovedora, en la que, sin haber leído aún este gran libro que es Necrópolis, pude tomar contacto con la magnitud de su proeza, la memoria incandescente que resucitaba la sola presencia de su autor en un sitio determinado y, que -conjurando la existencia de todas las víctimas, vivas o muertas, de un tiempo de espanto- les daba actualidad. Nadie ha muerto, parecía decir Pahor, parece decir su libro, pero nadie puede estar verdaderamente vivo si no comprende que, del otro lado de ese límite intangible, que no siempre viene señalado por una alambrada de espino, pervive el deseo más perverso contra un semejante: el de hacerle padecer por su raza, su fe, o sus ideas, en nombre de una supuesta superioridad. Necrópolis es un libro indispensable para descubrir el mal y su acechanza perpetua, no con el fin de confirmar a través de sus páginas nuestro rechazo a toda forma de humillación y tortura sino para desembarazarnos de toda inocencia, para atisbar hasta qué punto insospechado pueden convivir en la raza humana la inclinación hacia la belleza y la solidaridad más absoluta, o a la maldad más perfeccionada y diestra. Los campos de exterminio no se cerrarán si no somos capaces de reconocer el horror. Hay un testigo que con dignidad y lirismo nos guía en ese camino a la verdad. Cautivo y libre al mismo tiempo, nos enfrenta al espanto, nos invita a recorrerlo. Solo el hombre puede ordenar el mundo en el que vive, cambiarlo de tal manera que dentro de él puedan realizarse más cosas buenas que malvadas. Entonces el mundo, al menos en la medida humana, sería más aceptable. Hoy celebramos los 100 años del autor de estas palabras, advertencia y llamado a la reflexión de alguien que pudo sobrevivir a los campos de concentración, respirar el mal. Un siglo de vida, un triunfo para todos lo que como él, pueden -con la memoria de su existencia- señalar que no todo está perdido si somos capaces de asumir la verdad y actuar en consecuencia, empeñarnos en cambiar el mundo y poner en esto nuestro compromiso. Podemos empezar por enfrentar el escalofriante testimonio legado en las páginas de Necrópolis. Será, creo, el mejor modo de celebrar los cien años de su autor, Boris Pahor: este increíble hombre, este increíble niño. Hvala, gracias a todos.