Implementos y herramientas agrícolas en el norte de

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Implementos y herramientas agrícolas
en el norte de Michoacán, 1826-1910
Heriberto Moreno García
E l Colegio de Michoacán
Desde el punto de vista de la investigación histórica, las cuestiones
relacionadas con la agricultura son de aquellos temas que ofrecen
mayores posibilidades para los estudiosos de la historia rural. Ade­
más, sus múltiples y variadas implicaciones dentro de la problemática
relacionada con la tenencia de la tierra, los sistemas de crédito en el
campo, el régimen de trabajo, la alternancia de los mercados, los
movimientos campesinos, las políticas gubernamentales y con un
sinfín de otros tópicos, hacen imprescindible el estudio de la historia
de la agricultura para poder comprender el desarrollo de ese sector
que fue fundamental en la economía a lo largo de toda la historia de
México.
Dentro de una gran variedad de enfoques posibles, los historia­
dores han privilegiado el estudio de los problemas agrarios más que
el de los agrícolas, enmarcándolos en la perspectiva de las distintas
épocas y regiones. Así, la historiografía rural mexicana cuenta con
numerosas obras que ofrecen tanto visiones generales como de deta­
lle sobre el régimen de propiedad, el uso de la tierra y las aguas, las
relaciones de producción y trabajo y de ese mundo de agitación social
que, por siglos, privó en el campo mexicano. Aunque en algunas de
esas obras se pueden encontrar referencias de aquellas actividades y
momentos que ayudarían a conformar la imagen de la situación
prevaleciente en la agricultura nacional, cabe la posibilidad, no obs­
tante, de llevar a cabo investigaciones sobre cuestiones que no han
sido abordadas con amplitud y profundidad.
Fuentes documentales del desarrollo agrícola en Michoacán
En el caso de la historiografía sobre el desarrollo tecnológico de la
agricultura michoacana, el panorama se halla todavía más inexplora­
do, pues sólo en los últimos diez años es cuando han empezado a
aparecer con un mayor dinamismo las obras históricas sobre el siglo
XIX que, en cuanto al aspecto técnico de las fuerzas productivas
desplegadas en la agricultura, no hacen sino acentuar la idea de que
nuestra historia agrícola sigue en calidad de hortus conclusus. Al
margen de los estudios de Gerardo Sánchez,1 Cayetano Reyes2 y de
otros pocos, con enfoques de historia de la agricultura, en Michoacán
no se cuenta con una obra que sistemáticamente, como la impulsada
por Teresa Rojas,3 dé cuenta de esa historia.
No es ajena a esta situación la reconocida dificultad para locali­
zar y allegarse una copiosa documentación atingente de primera
mano, que permita el análisis siquiera aproximativo de la economía
de las haciendas y los ranchos y de las comunidades de indígenas y
campesinos y, sobre todo del funcionamiento de cada una de sus
economías especializadas. Ese enfoque tiene que concurrir a supe­
rar, según la enseñanza de Witold Kula, las antiguas investigaciones
sobre la historia agraria, apoyada en fuentes de tipo normativo, que
empezaban por la legislación histórica, seguían con las instrucciones
para los administradores de fincas y terminaban sacando conclusio­
nes acerca de “cómo fue” a partir de una fuente que decía “cómo
debía ser”.4
Hemerográficamente, el panorama tampoco mejora, pues las
publicaciones periódicas que fueron apareciendo en Michoacán en
los años que siguieron a la guerra de independencia, más bien se
ocuparon de registrar los acontecimientos políticos y militares que
tenían lugar en el ámbito nacional y el estado, destinando unas
cuantas líneas a barruntar algo sobre cuestiones económicas. Es
hasta muy avanzado el siglo xix cuando algunos periódicos y revistas
empezaron a recoger en sus páginas testimonios esporádicos vincu­
lados a los avances de la tecnología. A partir del porfiriato, régimen
que en Michoacán empezó a dejar sentir sus efectos bajo la adminis­
tración del gobernador Aristeo Mercado, los periodistas fueron in­
cluyendo en sus publicaciones algunas descripciones de instrumentos
y técnicas de trabajo utilizadas en el extranjero, con el objeto de que
nuestros agricultores se interesaran en su adquisición y empleo. Otra
de las modalidades entre periódicos y revistas de esos años fue la
incorporación de propaganda ilustrada sobre implementos y maqui­
naria extranjera, que se ofrecía a los agricultores para mejorar e
incrementar la productividad.
Una fuente inapreciable para el estudio de la agricultura son los
inventarios de implementos y ganados levantados por los hacenda­
dos y rancheros con fines mercantiles, judiciales, administrativos o
testamentarios, en que se registran, en un momento dado, tanto el
número y calidad de los efectos y especies de las fincas como su valor.
También en este asunto de los inventarios, vale poner de relieve y
asumir los conceptos de Witold Kula, quien reconocía que la infor­
mación de los inventarios contiene un cierto carácter “represen­
tativo”, al tiempo que alertaba sobre el hecho de que, si bien en
algunos casos es posible reunir cierto número de inventarios concer­
nientes a una misma unidad productiva, esto es, una serie de mues­
tras representativas, le resta al historiador un largo trecho que andar
todavía, entre multiplicar las muestras y captar la dinámica de las
transformaciones que se operan dentro de las mismas fincas. En
realidad, la comparación de dos muestras o una serie de ellas nos
informan el rumbo que siguen los cambios, pero la interpretación
causal o funcional de ese rumbo sólo es posible en conexión con el
conocimiento general de la época. Los inventarios señalarán en qué
dirección fue evolucionando la situación del agro, pero su movimien­
to no se entenderá sino como consecuencia, más o menos directa, de
la situación global de la sociedad. Los inventarios, además, por la
abundancia de sus datos, ofrecen la ventaja de las elaboraciones
estadísticas que, por otro lado, no serán fructuosas si no van acom­
pañadas de análisis individuales.5
Desafortunadamente, esta valiosísima información contenida en
los inventarios de haciendas y ranchos michoacanos se perdió, en
gran parte, tras el fallecimiento de los propietarios, al desvincularse
sus descendientes de los quehaceres campiranos, sin valorar la utili­
dad histórica de los papeles que a lo largo de muchos años resguar­
daran sus progenitores. Casi nos atrevemos a decir que la documen­
tación se desechó por completo y que solamente se conservaron
aquellos escritos personales que eran de interés familiar que, tam­
bién en casos excepcionales, aún pueden hallarse en archivos parti­
culares; mas no así los papeles relacionados con los medios de pro­
ducción e instrumentos de trabajo de las fincas.
Por otra parte, la desestabilización política y militar que perduró
a lo largo de todo el siglo XIX, influyó también en el extravío de las
colecciones documentales de familias enteras. El fenómeno se agu­
dizó con el movimiento revolucionario de 1910, ya que fue común
que durante la lucha armada las fuerzas rebeldes a su arribo a tal o
cual población, hacienda o rancho, quemaran los papeles existentes
en un arrebato de desquite, con la pretensión de borrar cualquier
huella de un pasado, que para ellos había sido de opresión.
En contrapartida al desalentador panorama que presentan las
fuentes directas, actualmente podemos reconstruir, en cierta medi­
da, la situación que guardaba en el campo el desarrollo tecnológico
de las fuerzas productivas, gracias a los inventarios que obran en los
archivos de notarías y el registro de la propiedad. En determinados
contratos signados ante notario, como compraventas de tierras,
arrendamientos, testamentos y convenios para formar sociedades
agrícolas o ganaderas, se anexan inventarios de los enseres y anima­
les que había en ranchos y haciendas. Esas listas se van haciendo más
comunes hacia finales del siglo XIX, ya que hasta antes de la década
de 1870 era costumbre que los agricultores vendieran sus fincas a
puerta cerrada, es decir, con todas las existencias comprendidas en
su interior, razón por la cual omitían levantar inventarios.
En ciertas ocasiones, las ventas se llevaban a cabo mediante un
convenio personal, con el fin de agilizar el negocio y evitar los gastos
notariales; muchas veces, por esta última razón, los habitantes del
norte de Michoacán se abstenían de recurrir a los notarios de la
comarca o de Morelia para protocolizar sus asuntos. La escasez de
escrituras públicas sobre arrendamientos, formación de sociedades,
aparcería, testamentos o compraventas de tierras, también podría
explicarse por el gran sentido de responsabilidad y respeto que en
cuestión de negocios y compromisos se daba a la palabra propia y
ajena, así como a la lejanía y la dificultad de las comunicaciones
entre el campo y las ciudades donde los notarios despachaban.
Conforme fue transcurriendo el tiempo, las personas empezaron
a acudir en mayor número ante los notarios para formalizar un
testamento o protocolizar sus arreglos de arrendamiento, aparcería,
constitución de sociedades agrícolas, ganaderas y comerciales o de la
compraventa de tierras, todo ello por la necesidad de asegurar sus
intereses y garantizar a sus sucesores las adquisiciones familiares. Es
muy probable que esta práctica se haya también empezado a difundir
con el objeto de valuar de una manera más precisa el precio de lo
vendido, y que los compradores, a su vez, estuvieran en posibilidades
de contar con un instrumento público que certificara a cabalidad la
propiedad de las tierras, semillas, ganado, agua, instalaciones, instru­
mentos y aperos de labranza y demás enseres que se habían agencia­
do, evitándose así litigios posteriores.
Con el establecimiento del Registro Público de la Propiedad en
1884 se acentuó y diversificó más rápidamente esa costumbre, pues
el gobierno por medio de esa institución obligó a los particulares a
registrar no sólo los bienes inmuebles que poseían, sino también otro
tipo de convenios. De paso, la administración pública se hizo de
mayores recursos fiscales y pudo también contar con personal espe­
cializado en el ejercicio de un mejor control y ofrecimiento de mayo­
res garantías oficiales sobre la propiedad y los tratos y contratos de
la ciudadanía.
En los albores del siglo XX, las instituciones bancarias que ope­
raban en Michoacán comenzaron a exigir, dentro de las cauciones y
resguardos que entregaban los deudores, la realización de inventa­
rios meticulosos tanto de la propiedad raíz como de los bienes mue­
bles que quedaban sujetos a hipoteca, en respaldo de los capitales
prestados.
Los papeles del Archivo Histórico del Poder Judicial, de alguna
manera, también cubren el vacío documental existente. En los dife­
rentes procesos civiles que seguían los actores debían presentar
pruebas para justificar sus posturas, de tal forma que en los juicios
testamentarios era imprescindible la exhibición de inventarios que,
por la misma naturaleza del pleito, eran minuciosos. Otro tanto
sucedía con los juicios derivados de la formación o disolución de
compañías y convenios de arriendo, mediería o crédito.
Respecto a las fuentes utilizadas en el presente trabajo, nos
limitaremos a manejar información recopilada en los archivos de
notarías de Morelia y Guanajuato y del Poder Judicial de Michoacán,
considerando que es allí donde se encuentra la mayor parte de la
materia prima con que nos aproximaremos al conocimiento de la
situación y desarrollo tecnológico de las fuerzas productivas aplica­
das a la agricultura en el norte de Michoacán entre el siglo XIX y
principios del XX.
Si para todo el estado de Michoacán se presenta una gran defi­
ciencia documental relacionada con la producción y el trabajo agrí­
colas, para el caso concreto de los antiguos distritos de La Piedad y
Puruándiro la información es todavía más restringida. Tanto las
escrituras de notarios como los procesos judiciales que manejamos
se extienden por un período que va de 1826 a 1910, es decir, por 84
años. Para ese lapso localizamos 46 inventarios de fincas rústicas. No
cabe duda que las fechas de esos inventarios son muy espaciadas;
además de que el 95 por ciento de los documentos se acumula entre
la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX. No obstante,
consideramos que por medio de los inventarios encontrados se pue­
de ofrecer un panorama bastante fiel del grado de desarrollo que
habían alcanzado las fuerzas productivas en la agricultura del norte
de Michoacán durante ese período.6
En relación con los tres principales tipos de propiedad predomi­
nantes en La Piedad y Puruándiro, los 46 inventarios localizados
reflejan una cierta proporción en cuanto al tipo de propiedad enton­
ces común en el campo, pues trece de ellos pertenecen a haciendas,
18 a ranchos y quince a terrenos. Como ya lo asentamos, el primer
inventario localizado es de 1826 y corresponde a la hacienda de
Urundaneo, y junto con otro de 1833 de la hacienda de Tecacho, son
los únicos que pudimos recopilar de la primera mitad del siglo
XIX. Ambas fincas se localizaban en la parte sur del distrito de
Puruándiro.
Desde esa última fecha hasta cuarenta y dos años después, en
1875, vuelve a aparecer otro inventario de una hacienda. Se trata de
un juicio seguido por Francisca Lozano de Ponce en contra de su
esposo Gregorio L. Ponce, que implicó el avalúo de la finca de
Ururuta.
En el Archivo Histórico del Poder Judicial, con fecha de 1879, se
abre otro expediente relativo a la hacienda de Urundaneo. Según su
relato, en 1881 los herederos de Jesús Villaseñor recurrieron al
notario de Morelia, Atanasio León, para efectuar la repartición legal
de bienes, levantándose el inventario respectivo.
A partir de esas fechas, la mayor parte de los documentos loca­
lizados se ubican en los años ochenta; por ejemplo, el caso de los
dueños de la hacienda de Santa Clara que solicitaron en 1883 a un
notario de Puruándiro, Luis G. Burgos, el levantamiento de un in­
ventario. Lo mismo hicieron dos años después los de Villachuato. En
1889 obran otros dos inventarios de las haciendas de San Miguel
Tecacho y El Cuatro. Dos inventarios más se vinculan a las haciendas
de Santa Eduviges y Tunguitiro. Los demás corresponden a ranchos
y terrenos de la región.
En el presente trabajo, como el lector apreciará, procedemos
fundamentalmente mediante el análisis de los inventarios. En aque­
llas pocas ocasiones que contamos con alguna serie de ellos para tal
o cual unidad productiva, no dudamos en destacar el carácter “repre­
sentativo” de sus transformaciones, en el marco de noticias familia­
res o sociales. Pero, huelga decirlo, no alcanzamos el nivel del análi­
sis estadístico que apuntaba Witold Kula.
L a fuerza de trabajo anim al y la tierra
De los documentos encontrados sobre el siglo XIX, y principios del
XX, se desprende que la fuerza de tracción utilizada en las faenas del
campo se limitaba al empleo de los animales. Con base en sus
volúmenes y en las extensiones territoriales de las fincas se pueden
conformar cuatro grupos de haciendas.
El primero de ellos se constituye por aquellas fincas que, al
parecer eran casos excepcionales, se hallaban prácticamente despro­
vistas del número suficiente de animales para llevar a cabo las activi­
dades más pesadas del campo; tal fue el caso de la denominada Jesús
María, enclavada en el municipio de Huaniqueo y que en 1881
registraba la exigua suma de 18 yeguas, ocho potrancas, un potrillo,
dos burros, uno de los cuales era manadero, tres caballos mansos,
tres burras, cuatro muías de carga y dos muías brutas.7
El segundo grupo de haciendas fueron aquellas que lograron
mantener un equilibrio entre los recursos animales y la superficie de
tierras cultivables. Para ejemplificar podemos mencionar la hacienda
de Tunguitiro, con 16 caballerías de tierra,8 dedicadas a la produc­
ción de granos, que poseía 46 bueyes, 121 cabezas entre toros, vacas,
becerros y becerras, 31 muías, cuatro potrillos, cuatro potrancas, tres
potros, un garañón, 27 yeguas, 31 muías, 21 caballos y seis burros.9
De estos dos inventarios se infiere que la cantidad de animales
existentes en una finca no sólo dependía de las tierras incorporadas
al cultivo y el grado de comercialización adquirido por los hacenda­
dos. La manera de administrar las unidades productivas, también era
determinante en la multiplicación o disminución en el uso de la
fuerza animal; es decir, una hacienda podía contar con determinada
superficie de tierras cultivables y comercializar gran parte de la
producción; sin embargo, por no realizar las inversiones necesarias
con los capitales obtenidos y descuidar la reproducción de las bestias,
a la vuelta de uno o dos ciclos agrícolas sus recursos animales podían
disminuir sustancialmente. Según parece, la reproducción de anima­
les se daba de manera natural y no representaba mayores contratiem­
pos ni gastos económicos para los propietarios; pero, por muy simple
que resultara el sostenimiento de las bestias, siempre se requería una
buena inversión de capitales para la conservación de instalaciones,
cultivo de forrajes, alimentación y pago de las personas encargadas
de su cuidado. Al parecer las epizootias no influyeron notablemente
en la disminución del ganado de las haciendas de la región, pero fue
muy normal que al año se reportaran algunas pérdidas por enferme­
dad o muerte natural.
Un tercer grupo de haciendas fue el de aquellas que sufrieron
altibajos en su ganado por deficiencias administrativas. Dentro de
éstas encontramos las de Urundaneo y San Miguel Tecacho. La
primera, en 1826, contaba con 159 bueyes, de los cuales no todos
eran empleados en la arada, e inclusive algunos se concedían en
arrendamiento a otros agricultores del lugar y a trabajadores de la
misma hacienda. Contaba también con otro tipo de bestias utilizadas
en la preparación de la tierra para la siembra y en diferentes queha­
ceres, que nos permiten apreciar el potencial de Urundaneo. En
aquel año, en el inventario realizado ante el escribano José María
Aguilar se registraron 47 caballos mansos, 144 muías, 64 burras y
once yeguas. Aparte, la finca contaba con más animales que, aunque
por lo regular no eran utilizados en los trabajos de producción y
distribución de las semillas, sí representaban las posibilidades que
tenía la hacienda para incrementar sus recursos en un momento
determinado. En la misma fecha se llegaron a contabilizar hasta 300
becerros, 250 vacas de vientre, 44 toros, 36 novillos, cinco burros
manaderos y 53 reses.10
Aun cuando no tenemos referencias de la extensión territorial
con que contaba esa hacienda hacia los años veinte del siglo XIX, es
muy probable que su superficie se haya mantenido sin modificacio­
nes considerables, de ahí que podamos tomar como referencia algu­
nas datos de tiempos del porfiriato. En ese sentido, podemos afirmar
que toda esa cantidad de animales era suficiente para trabajar las 45
caballerías de tierra cultivables. Al respecto, cabe mencionar que de
éstas, 24 eran de riego, y que Urundaneo se consideraba como la
hacienda de Puruándiro y La Piedad que contaba con la mayor
cantidad de tierras irrigables.11
Desafortunadamente, la inestabilidad general que atravesó el
país durante los primeros cincuenta años de vida independiente
influyó en el deterioro del inmueble, que en las postrimerías de la
década de los setenta había venido muy a menos. De acuerdo con un
expediente localizado en el Archivo Histórico del Poder Judicial, en
1879, Urundaneo apenas contaba con 52 bueyes, quince caballos,
trece muías, siete potros, 57 toros, 102 vacas, 23 yeguas y 62 bece­
rras.12 Estos datos nos muestran que tanto la producción agrícola
como la ganadera tuvieron que disminuir por ese tiempo y la situa­
ción tecnológica de Urundaneo, lejos de experimentar un crecimien­
to cuantitativo, retrocedió. Hacia esos últimos años la producción
anual oscilaba alrededor de las 498 fanegas de maíz, 370 de haba, 61
de chícharo y 17 de cebada,13 cifras que están muy por debajo de las
que se obtendrían unos diez años después. Aparte de que habían
menguado las cosechas, se dejaron de lado cultivos un tanto más
comerciales que tradicionalmente formaban parte de la producción
de la hacienda, como trigo, frijol y garbanzo.
En apartados posteriores enunciaremos algunos de los factores
que influyeron en esta baja sensible de la producción; por el momen­
to, baste decir que a la vuelta de diez años Urundaneo volvió a
recuperarse, de tal manera que para 1889 las cosechas levantadas
produjeron 12 600 fanegas de maíz, 400 cargas de trigo, 80 fanegas
de frijol, 240 de garbanzo y 80 de cebada.14
Desde el punto de vista de los recursos animales con que conta­
ban las haciendas en la primera mitad del siglo XIX, podemos decir
que no existían diferencias entre una y otra respecto al tipo de bestias
empleadas en las múltiples actividades campiranas. Las divergencias
más bien se relacionaban con volúmenes de cabezas que manejaban.
La hacienda de Tecacho fue otra de las que sufrieron altibajos.
En 1833 contaba con una superficie mucho menor que la de Urunda­
neo y poseía 58 bueyes, 71 muías, 30 caballos, 152 yeguas, 136 vacas,
40 toros, seis burros, 121 becerros, 75 becerras, 20 potrancas y seis
potros.15 En relación con las tierras que poseía la finca, es factible
aventurar que tal cantidad de ganado era suficiente para satisfacer
las demandas de trabajo. Sin embargo, esos recursos pecuarios dis­
minuyeron de manera considerable en la década de los ochenta. El
número de animales empleados directamente en la producción de la
tierra se mantuvo relativamente estable con 40 bueyes; pero otras
especies menguaron en gran medida, pues sólo se contabilizaban 150
reses, entre vacas y toros, 60 yeguas, seis caballos y 20 burros,16 sin
que hubiera ya muías, becerros, becerras, potros o potrancas que,
como ya se sabe, eran parte importante de los recursos de las hacien­
das. El potencial de Tecacho disminuyó con motivo de problemas
derivados de la herencia familiar que impidieron dar continuidad a
los trabajos productivos. A dicha situación se aunó el hecho de que
la finca arrastrara un serio déficit, resultado de añejos compromisos
económicos contraídos de antemano. Según cantidades registradas
en 1889, la hacienda de Tecacho con todas sus existencias estaba
valuada en 47 197 pesos y 52 centavos; mientras que, por otro lado,
acusaba un pasivo de 39 485 pesos, entre préstamos solicitados a
civiles y corporaciones eclesiásticas y capellanías impuestas desde el
siglo XVIII.
El descuido administrativo de las fincas fue un factor que influyó
notablemente en la disminución del ganado empleado en las faenas
del campo. Hemos encontrado que en muchas ocasiones la falta de
atención en el manejo de los negocios agrícolas se derivaba de
conflictos internos familiares. Al referirnos en un principio a la
hacienda de Jesús María, mencionábamos la insuficiencia de ganado
para trabajar las tierras, pero esa limitación se debía en gran parte a
que la finca se encontraba, tras la muerte de su propietario Jesús
Villaseñor, en un estado de abandono, pues los herederos desaten­
dieron el inmueble; inclusive, con el fin de solucionar conflictos
familiares, celebraron un contrato notarial para dividirse los bienes
18
paternos.
En cuanto a la hacienda de Urundaneo, también procedió con
gran desconcierto en su administración, a raíz de la muerte de Dolo­
res García de León de Ortiz, quien nombró herederos a Braulio y
Vicente Sánchez Ortiz, menores de edad que no se incorporaron de
inmediato a las actividades campiranas.19
Un cuarto grupo de haciendas estaba conformado por aquellas
que no solamente lograron una autosuficiencia pecuaria, sino que en
su crecimiento ganadero alcanzaron proporciones relevantes, a tal
grado que suministraban fuerza de tracción animal a los pequeños
agricultores independientes y aun a quienes laboraban al interior de
la finca. No hay duda de que estas propiedades se distinguían como
las más extensas de la región, pues deberían de contar con terrenos
suficientes para la cría de ganado en grandes proporciones.
Para darnos una idea de la capacidad que tenían algunas hacien­
das, diremos que tan sólo una fracción de la llamada Santa Clara
tenía 50 bueyes, dos caballos, tres burras, un burro, 50 novillos, 50
vacas paridas, 50 vacas horras, 32 toros, 31 yeguas y diez potrancas. 20
Es más que probable que el resto de la hacienda haya contado con
otros tantos o más animales.
El latifundio de la hacienda de San Antonio, propiedad de la
familia Arce, que era la segunda en extensión en los distritos de La
Piedad y Puruándiro con 280 caballerías de tierra, tenía un potencial
de 151 bueyes de tiro, diez bueyes cabrestos, 54 caballos, seis machos
de tiro, una mulada de 106 cabezas, 143 toros, 165 novillos, 400 vacas
paridas, 511 vacas horras, 450 becerras, 555 becerros, nueve burros
manaderos, 94 yeguas paridas, 266 yeguas, 183 potros y 99 potran­
cas.21 Por el gran número de bestias que no eran empleadas en la
producción y transporte de semillas, podemos deducir que implicaba
una actividad preponderantemente ganadera. De las 280 caballerías
de tierra que poseía San Antonio, 188 se destinaban a la cría y sólo
20 eran utilizadas en la producción agrícola.22
Las haciendas con mayor número de ganado se localizaban en
los alrededores de la ciudad de Puruándiro, así como las que produ­
cían los volúmenes más altos de granos. Sin lugar a dudas, su cercanía
con el principal centro administrativo y económico del Bajío michoacano, Puruándiro, ofrecía ciertas ventajas de que otras fincas por la
distancia no podían gozar. En relación con la hacienda de Villachuato, ubicada a pocos kilómetros de Puruándiro, y la más grande de los
dos distritos señalados, en una de sus fracciones comprendía, en los
años del porfiriato, 100 bueyes, 96 toros, 104 vacas paridas, 98 vacas
horras, 64 vacas de uno a tres años, 179 yeguas, 44 muías, once
garañones, 91 potros y 20 caballos.23 Con la fuerza animal aplicada
al trabajo de la tierra, Villachuato producía 80 000 fanegas de maíz,
12 000 cargas de trigo, 1 200 fanegas de frijol, 3 000 de garbanzo, 800
de cebada, 2 000 arrobas de alfalfa y 100 de chile.24
Estos dos últimos ejemplos nos permiten afirmar una vez más
que el desenvolvimiento de la fuerza animal de las haciendas estaba
vinculado al desarrollo experimentado por los mercados. Tanto Vi­
llachuato como San Antonio eran dos de las unidades que abastecían
de productos agrícolas y ganaderos a la población de Puruándiro y a
la de las ciudades cercanas, tanto del estado de Michoacán como del
de Guanajuato.
Los ranchos y las pequeñas propiedades, por un lado, presenta­
ban un panorama similar al de las haciendas, en cuanto que había
inmuebles que tenían una cantidad de recursos animales excesiva;
otras contaban con el suficiente número de bestias y algunas más
carecían de fuerza animal adecuada para trabajar la tierra. Por otra
parte, la situación era diferente en relación con el tipo de ganado
existente y el reducido número de cabezas; es decir, estas fincas no
podían concentrar en sus tierras de una extensión mediana la gran
diversidad de animales que poseían las haciendas mayores.
Entre los agricultores que tenían limitaciones por el restringido
número de animales estaba Inocencio Martínez, quien poseía cuatro
terrenos con capacidad para cuatro fanegas de sembradura de
maíz,25 otros tres donde podían sembrarse hasta tres fanegas de
garbanzo, dos para un almud de sembradura de maíz cada uno, y otro
para diez almudes de sembradura de trigo.26 Aunque los terrenos de
Martínez eran pequeños, él no contaba con los recursos necesarios
para explotarlos, pues con dificultades poseía tres bueyes de trabajo
y, aparte, sólo contaba con un toro, dos vacas, dos vaquillas, tres
yeguas, cinco potrancas, un caballo, tres burros y dos burras.27
En otros terrenos o ranchos el panorama era más desolador.
Antonio Pérez Gil, propietario del rancho de Carucheo, con más de
50 hectáreas de superficie, sólo poseía tres yuntas de bueyes, más que
insuficientes para la arada de sus tierras.28 Una situación similar era
la de Santiago Munguía, quien contaba con cinco yuntas de bueyes y
poseía varios terrenos con capacidad de nueve fanegas de sembradu­
ra de maíz.29
Una cantidad considerable de pequeños agricultores enfrentaba
carencias de recursos, de seguro por la falta de capitales, pues para
los años ochenta del siglo XIX una yunta de bueyes se cotizaba en 40
pesos, suma que sólo con muchos sacrificios podían acumular.
Al referirnos a las haciendas insistimos en el hecho de que los
bueyes eran la fuerza comúnmente empleada en la arada de la tierra,
ya que por su misma naturaleza dicho animal era el más indicado
para cumplir esa actividad; poseía descomunal fuerza física para
poder tirar del arado a una mayor profundidad y obtener una mejor
preparación de la tierra. En los ranchos y las pequeñas propiedades
los agricultores ante la falta de bueyes, por los altos costos que
representaban, optaron por emplear otro tipo de animales en la
arada, como muías, caballos o novillos. Es evidente que su surco era
diferente, sobre todo en terrenos duros; esas bestias no eran mansas,
razón por la cual al momento de la faena estaban inquietas y no
tenían el mismo tiro que los bueyes.
Aunque nos es imposible cuantificar con precisión el número de
rancheros y pequeños agricultores que recurrían a ese método, pode­
mos decir que éste se hallaba muy diversificado. Entre otros casos
está el de Rafael Ascencio, agricultor de La Piedad, quien dentro de
sus terrenos no poseía ningún buey, sino solamente tres potros, una
yegua corriente y dos caballos de silla.30 Por su parte, los herederos
de María Chagollán declararon que en las fincas de su propiedad
algunas yuntas se formaban con novillos.31
Los tamaños reducidos de la superficie de algunas fincas impe­
dían a los agricultores dedicarse a la cría de ganado que les facilitara
la existencia; mas no exclusivamente de animales destinables a los
pesados trabajos de la tierra y movilización de efectos, sino también
de fuerza de trabajo animal para transporte, como sucedía en las
haciendas, que les permitiera afrontar situaciones difíciles.
Es de pensar que las fincas que no tenían bueyes o su número era
reducido, recurrían a las grandes haciendas para tomarlos en alqui­
ler. Con base en la documentación recogida, es factible aventurar
que alrededor del 40 por ciento de las fincas, entre ranchos y peque­
ñas propiedades, no contaban con la fuerza animal propia, suficiente
y adecuada para producir y acarrear efectos, ya fuera porque no
tenían bueyes, porque el número de éstos era muy limitado o emplea­
ban otro tipo de bestias en los trabajos. Tales modestos propietarios
eran los principales clientes de las haciendas en el arrendamiento de
yuntas de labor.32
El 60 por ciento de este tipo de fincas contaban con la fuerza
animal precisa y en algunos casos llegaron a estar muy por encima de
los requerimientos normales. Felipe Molina, agricultor de Zináparo,
declaró ante el notario José Jurado, que poseía un terreno de catorce
hectáreas, entre tierras cultas y pastales, trabajadas por medio de seis
yuntas de bueyes, contando aparte con tres novillos, tres toros, tres
terneras, seis vacas y siete caballos.33
Aunque los agricultores contaban con bueyes, la fuerza animal
necesaria en su propiedad era complementada con otro tipo de
bestias. Rafael Mendoza era propietario de seis terrenos, todos con
capacidad de dos fanegas de sembradura de maíz, mientras que su
ganado consistía en tres yuntas de bueyes aperadas, tres yuntas de
novillos, tres vaquillas, cinco vacas paridas, dos toretes, un becerro,
tres burras y dos burros.34
Así como había rancheros y pequeños agricultores que disponían
de una fuerza animal deficiente o limitada, hubo otros que tuvieron
una prosperidad más consistente, reflejada en la presencia de un
ganado numeroso. José Arredondo, propietario del rancho Carupo,
en el municipio de Huaniqueo, cuyas tierras de cultivo eran para
siete hectolitros de sembradura de maíz,35 declaró poseer once yun­
tas de bueyes, ocho toros, 18 vacas, 18 cabezas de caballada puntal,
tres caballos de silla, una muía y un burro manadero.36
Por su parte la testamentaría de Trinidad Ramos, vecina de la
Cañada de Ramírez, en Numarán, poseía tierras con capacidad para
ocho fanegas de sembradura de maíz, 19 yuntas de bueyes, seis vacas
paridas, dos toros, cinco vaquillas, cinco yeguas, cuatro potrillos,
cuatro machos y dos muías.37
Entre los casos más sobresalientes estaba el de Francisco Ruiz,
dueño del rancho de La Lomita, enclavado en el distrito de La
Piedad, quien llegó a conjuntar en sus terrenos el extraordinario
número de 24 yuntas de bueyes y dos de novillos, 22 vacas paridas,
diez vacas horras, once vaquillas, tres toros, siete toretes, nueve
becerros, una becerra, ocho yeguas, diez potros, seis caballos y cuatro
burros.38
Situaciones como estas nos hacen pensar en el hecho de que no
sólo los hacendados, sino también algunos rancheros suministraban
fuerza de trabajo animal a los agricultores descapitalizados que no
podían adquirir bestias para tirar los arados y acarrear las semillas.
Asimismo, nos permiten adelantar la idea de que, en proporción,
muchos ranchos se hallaban tan equipados de recursos animales
como las haciendas más prósperas.
L as herramientas agrícolas
Aunque dentro de los inventarios localizados no se menciona qué
instrumentos específicos se utilizaban en las diferentes fases de todo
el ciclo agrícola, es factible recabar algún conocimiento al respecto a
partir del tipo de herramientas existentes en las haciendas de Puruándiro y La Piedad, deduciendo de peculiaridades, los trabajos en
que se podrían ocupar a lo largo del año.
Una de las primeras ideas que podemos anticipar es que las
herramientas utilizadas por las haciendas en los trabajos del campo
eran las tradicionales. A lo largo del siglo XIX, en esta región no
apreciamos cambios significativos que nos indiquen la presencia de
una revolución tecnológica, tal y como sucedió en otras haciendas
michoacanas de la Tierra Caliente o la ciénaga de Chapala. Los
enseres de las haciendas empleados en el trabajo de la tierra consis­
tían principalmente en yugos de madera, arados, barzones con ape­
ros, palas, azadones y hoces; es decir, sus herramientas acusan el
proceso de roturación, arada, siembra, riego, escarda, cosecha y
trilla, por relacionarlas con el cultivo del trigo, como el que más
instrumentos y cuidados pedía.
No hay noticias de que antes de los años ochenta del siglo XIX los
agricultores de la región hubiesen importado implementos. En algu­
nos otros lugares del país desde la década de los cincuenta se habían
empezado a traer de otros países ciertos instrumentos. La hacienda
perteneciente al Colegio Nacional de Agricultura que, por ejemplo,
contaba con un elevado nivel técnico y experimental, sí disponía,
hacia 1858, de varios implementos extranjeros: 16 arados, un arado
de dos alas, 16 rejas, siete talones para arados y tres vertederas de
arados; además de otros arados especializados de fierro fundido.39
En cambio, en la mayor parte de las haciendas del Bajío michoacano, hasta muy entrado el siglo XIX, se continuaron utilizando los
arados tradicionales, hechos de madera y compuestos de una cabeza
integrada por el arco o cola, el cuerno, la telera y cuñas, a donde se
unía el timón, adaptado al yugo mediante una clavija tirada por el
barzón. La parte que se introducía en la tierra estaba reforzada por
una reja de fierro. 0
Regularmente, el número de arados que poseía una hacienda
correspondía a la cantidad de animales existentes. Era costumbre
contar con cuatro bueyes para cada yunta, ante la necesidad de
hacerlos trabajar y descansar por parejas. Hacia 1826 la hacienda de
Urundaneo tenía 29 arados, 30 yugos, 25 aperos con sus barzones y
ocho cuartas de arrastrar con cuatro barzones. Aparte, la generali­
dad de las haciendas empleaba otros instrumentos indispensables en
los diferentes trabajos, algunos de ellos vinculados exclusivamente a
la preparación de la tierra; otros, al transporte de mercancías, repa­
ración de herramientas y demás quehaceres propios de una finca tal.
Urundaneo dentro de sus bienes muebles contabilizaba cuatro carre­
tas útiles, cinco palas con boca de fierro, once palas corrientes, una
cuchara de albañil, dos sierras, cinco hachas, cinco azadones, dos
fierros de herrar, ocho hoces, 21 cuñas de quebrar cantera, una
barretilla, tres mazos, dos picaderas, dos martillos, un punzón, dos
bancos para hacer queso, ocho barriles, una escalera de mano y 1 200
clavos de ocote.41
Tanto las rejas para los arados como algunos otros objetos de
fierro eran fabricados por los herreros en la fragua de las haciendas,
o por personas que se dedicaban exclusivamente a la herrería en
ciudades y pueblos comarcanos. De esa manera quedaba de mani­
fiesto que los hacendados procuraban que sus propiedades fueran
autosuficientes, creándose en su interior una división social del tra­
bajo especializada. Desconocemos en cuántas haciendas había las
instalaciones adecuadas para elaborar ese tipo de herramientas, pero
es muy factible que las que estaban desprovistas de esa infraestruc­
tura acudieran a los herreros de las ciudades de Puruándiro, Morelia
o Guanajuato.
Al igual que lo sucedido con la fuerza de tracción animal, al paso
del tiempo algunas haciendas lejos de experimentar un crecimiento
cualitativo y cuantitativo, sufrieron un deterioro en sus instrumentos
de trabajo. Fue mínimo el número de haciendas del Bajío michoacano que no resintieran los efectos de las múltiples movilizaciones
sociales y revueltas militares que se sucedieron a lo largo del siglo
XIX. La de Urundaneo es un ejemplo claro del proceso de degrada­
ción que vivieron muchas haciendas michoacanas. Unos meses des­
pués de concluida la revolución de independencia, se reportaba que
la mayor parte de sus instalaciones había sobrevivido de buena ma­
nera a la lucha armada: las ocho piezas de la casa habitación eran
descritas como “bien tratadas”; las tres trojes que servían de almacén
se consideraban “bien acondicionadas”, lo mismo que el granero, tres
cuartos techados con tejamanil y uno más de ladrillo con tapanco.
Otras de las instalaciones que denotaban un perfecto estado, eran
dos macheros, dos caballerizas, cuatro chiqueros con sus respectivos
tejados y canoas, cuatro plazas y tres toriles con cercas impecables.
A pesar de que en el inventario no se consignó el precio de los
enseres, como la mayoría de sus instalaciones se encontraba en
buenas condiciones podríamos suponer que la finca estuviera en
condiciones de ser bien valuada.42 Pero, al continuar la inestabilidad
general durante los siguientes cincuenta años, el inmueble sufrió
daños irreparables, de tal manera que en los años setenta acusaba
deterioro. En 1879 disponía apenas de doce arados con reja, yugo y
aperos, de otros doce arados con sus aperos, barzones y reja y de 25
yugos de varios tamaños, un serrucho, dos fierros para herrar, una
hacha y una barra chica. Para ese entonces ya no se registraban
carretas, palas, sierras, azadones, hoces, cuñas para quebrar cantera,
picaderas, punzones, martillos ni hachas que antes hubiera en buena
cantidad.43
Una situación similar vivieron los dueños de la hacienda de
Tecacho, que era de las consideradas pequeñas en la región, pero
que en 1833 tenía quince aperos regulares con sus barzones, quince
rejas buenas, 17 yugos, nueve arados, dos hachas, dos azadoncitos,
trece hoces y tres ruedas para desgranar. Al respecto cabe señalar
que la diversidad de instrumentos existentes en una finca iba también
acorde con su extensión territorial, pues en las haciendas pequeñas
no existía toda la gama de enseres y objetos que había en las de
mayores dimensiones. No obstante lo limitado de los implementos de
Tecacho, en 1889, los herederos de Concepción Martínez de Landeta
manifestaron que en su propiedad, a partir del movimiento de Ayutla
en 1854 y a la par con todo el estado de Michoacán que había pasado
por momentos de inseguridad y agitación interminables, habían men­
guado notablemente los semovientes y se habían acabado casi por
completo las semillas; aún más, dentro de un inventario que entonces
se levantó no aparece consignado ningún instrumento de trabajo.
Eso puede estar indicando también que las pocas herramientas de
que se disponía debieron estar tan deterioradas que no valía la pena
registrarlas.44
Como solía ser común, las fincas más importantes por su exten­
sión territorial, el número de bestias y los grandes volúmenes de
producción, concentraban en sus terrenos una cantidad considerable
de instrumentos de trabajo, parte de los cuales concedían también en
arrendamiento a otros agricultores de la región, así como sucedía con
los animales. La hacienda de San Antonio poseía en los años ochenta
las extraordinarias cantidades de 106 aperos, 88 rejas de arado, 91
barzones, 51 arados, 40 yugos, 53 hoces, cuatro hachas, dos azuelas,
tres azadones y ocho barras de fierro.45
En una fracción de la hacienda de Villachuato el equipo era
abundante, pues disponía de 65 aperos de medio uso, más de 100
rejas, 82 arados de medio uso, 67 yugos cortos, nueve yugos largos y
116 barzones. El utillaje se complementaba con dos rastrillos de
madera, cinco palas de madera, una gualdrilla para arrastrar, un
cajón para medir cal, una gualdrilla de nueve varas, dos moldes para
adobe, una barretilla para barrenar, dos machetes, 16 cuartas de
reata y barzón, tres cuartas de cadena, seis hoces de codo, dos hoces
de diente, ocho azadones, un machete, seis lanzas viejas, dos roma­
nas de 28 y 21 libras, un rastrillo para limpiar corrales, quince marcas
nuevas para herrar y otras cuatro en uso, un serrote, una canoa barco
y cinco barriles.46
Durante la administración del gobernador Aristeo Mercado se
concedió una serie de facilidades a los agricultores para que impor­
taran maquinaria. Por medio de la prensa se les motivaba con el afán
de que impulsaran las innovaciones tecnológicas al interior de sus
fincas. No obstante, fueron pocos los propietarios de la región norte
de Michoacán que optaron por modernizar sus instrumentos de
trabajo. Lo barato de la fuerza de trabajo de los peones, la buena
calidad de la tierra, lo restringido de los mercados, así como el
cultivo de productos que no requerían maquinaria especializada
fueron factores que influyeron para que los hacendados permanecie­
ran al margen de la revolución tecnológica que se estaba realizando
en otros países y aun en otras regiones michoacanas, como las cañe­
ras de Tierra Caliente y la ciénaga de Chapala. Algunas de las
adquisiciones de maquinaria agrícola extranjera más bien fueron
fruto de diferentes demostraciones realizadas en Michoacán por
fabricantes foráneos.
Parece ser que sólo los dueños de las haciendas más grandes del
distrito de Puruándiro fueron quienes se atrevieron a introducir
mejoras en el cultivo de sus tierras. En pleno auge del régimen
porfirista encontramos que Gregorio Jiménez Marmolejo, dueño de
la hacienda de Villachuato, adquirió quince arados norteamericanos;
mientras que en la de Santa Eduviges, propiedad de Clara Jiménez
de Arce, se contaba con un azadón norteamericano nuevo, diez rejas
de ala angloamericanas y tres arados de fierro.47
Aunque casi en todos los inventarios revisados no se especifica
si los arados eran de madera o de fierro, es muy posible que en su
mayoría, hacia 1880, ya hayan sido de metal. El empleo del arado de
fierro significó un gran adelanto en la tecnología de las haciendas;
este tipo de instrumento representó claras ventajas al remover con
más facilidad la tierra; entre ellas,
...la de que no trae a la superficie las sustancias que las aguas han
arrastrado y que ya se han incorporado a la tierra, formando con ello
una masa común, evitando de esa manera en parte, el gasto de abono,
así com o el de las demás labores devengando así el resto de su adquisi, 4 8
cion que no es muy grande.
En la limpia de los cultivos se continuó utilizando en gran medi­
da la hoz, que implicaba una mayor cantidad de trabajo; los hacen­
dados dejaron de lado el uso de la guadaña, no obstante que reducía
los tiempos al permitir hacer con mayor agilidad el corte.
Aunque el uso de la carreta en el transporte de mercancías y
bultos pudiera parecer de lo más común, lo cierto es que contar con
una o varias carretas era estar en una situación privilegiada, pues
proporcionaba ventajas a sus poseedores que ya no dependerían
exclusivamente del transporte a lomo de muías, burros o caballos,
sino que con las carretas podrían transportar mayores volúmenes a
distancias más largas y en tiempos más reducidos. Al respecto, vale
decir que en aquellos lugares donde no había bestias adecuadas para
tirar los carretones se tenía que recurrir a los bueyes, fuertes pero
lentos.
En las grandes haciendas donde se llevaban a cabo una gran
diversidad de actividades y en donde se producían considerables
cantidades de granos, el uso de la carreta se hacía indispensable;
inclusive, era preciso tener varias. Lejos de lo que pudiéramos ima­
ginar, en virtud de la diversidad imperante en los quehaceres de las
haciendas, llegó a generarse cierta especialización en este medio de
transporte. Había fincas en donde las carretas tradicionales se desti­
naban a todos los usos. Se les conocía en la jerga campirana de aquel
entonces como carretones corrientes. En otras haciendas, en cambio,
se construían para fines determinados. La hacienda de San Antonio,
por ejemplo, tenía cinco carros con sendas guarniciones y dos carros
de transporte que, a nuestro entender, eran especiales para pasaje­
ros. Había carretas para acarrear piedras o llevar semillas; en algu­
nos casos eran fabricadas especialmente para el trigo o maíz y hasta
había quienes fabricaban carretas con características especiales,
como para llevar hojas y paja. En este mismo aspecto, el carretón con
ruedas enllantadas representó un avance significativo en los medios
de transporte, por sustituir las pesadas ruedas de madera y con
cincho de metal.49
Respecto a la adquisición de maquinaria también fueron pocos
los propietarios que optaron por introducir artefactos de esa índole
en sus fincas, algunos de los cuales eran muy rudimentarios. Dentro
de las haciendas que poseían algún tipo de maquinaria está la de San
Antonio, que tenía un pequeño artefacto para moler olote y dos más
para picar alfalfa. La de Villachuato contaba con dos máquinas de
aventar. La hacienda del Cuatro tenía otra en sus terrenos y otra más
para trillar.50 A pesar de que en los inventarios no se hace el señala­
miento, todas ellas eran movidas a brazo de hombre.
El que la introducción de maquinaria se haya desarrollado de
manera tan limitada, se debió a que la mano de obra, como decíamos,
era sumamente barata y a los hacendados no les convenía efectuar
una inversión adquiriendo ese tipo de implementos agrícolas, cuyos
rendimientos podían ser compensados por la intensificación del tra­
bajo de los peones. Debido precisamente a la buena calidad de las
tierras y a lo reducido del salario de los peones, los hacendados más
bien optaban por practicar una agricultura extensiva. Asimismo, los
mercados restringidos obstaculizaron la introducción de maquinaria
e instrumentos nuevos al campo, pues los agricultores no pretendían
incrementar sus cosechas, ya que la producción obtenida hubiera
quedado almacenada, con riesgo de perderse ante la falta de su
inmediata y pronta comercialización.
L os molinos de trigo
Dentro de las haciendas de la región ocupaban un lugar particular
los molinos, en donde se procesaba parte del grano cosechado. La
mayoría de los que se mantenían en operación habían sido instalados
en los tiempos coloniales. No tenemos noticias de que alguno de los
de la región norte de Michoacán hubiese sido inaugurado en el siglo
XIX; m ás b ien, algunos de ello s só lo fueron o b jeto de re m o d e la c io n e s
0 reparaciones radicales, pero continuaron en el mismo lugar. En
total eran ocho los que funcionaban en la región: dos de ellos, el del
Salto, perteneciente a la Compañía Limitada, y el de La Noria, cuyo
propietario era Epifanio Jiménez, se situaban en la jurisdicción de La
Piedad. Ambos con una capacidad para producir al año, respectiva­
mente, 2 880 y 4 320 cargas de harina, 240 y 300 de granillo, y 820 y
1 080 de salvado.
En el distrito de Puruándiro, Gregorio Jiménez era dueño de
otro, localizado en Villachuato, que era también uno de los más
importantes por su producción media anual de 3 800 cargas de
harina, 1 200 de granillo y 400 de salvado. Otros molinos eran los de
Mariano Gordillo, Albino Ramírez, Eugenio Champs, Juan B. Landeta y José María Barocio, denominados La Providencia, San Rafael,
Vado de Aguilar, Tecacho y Huaniqueo, con una producción, por
separado, de 3 800, 1 200, 600, 1 216 y 486 cargas de harina; 1 200,
450, 225, 304 y 121 cargas de granillo; y 400,150, 75, 456 y 182 cargas
de salvado. Dentro del contexto estatal, los molinos de Puruándiro y
La Piedad quedarían en la categoría de medianos, frente a los mayo­
res y más productivos de Morelia y Zitácuaro.51
Los elementos de que se componía un molino eran rudimenta­
rios; por ejemplo, uno de los de Puruándiro se integraba de dos ejes
de madera espigados y cinchados de fierro, dos árboles de fierro, dos
piedras del país con mano y metate y dos carruchas de fierro para
levantar y poner las piedras. Aparte existían otros accesorios de las
piezas principales, como tres picaderas con mango, dos reglas, un
mollejón chico quebrado, una barra chica, una barra grande, cuatro
cucharones de lata, un vaso de fierro, dos alcuzas para aceitar, 111
sacos de manta de medio uso, dos marcas para los sacos, un nivel de
agua, tres quijeras para rodeznos de la maquinaria, cuatro tejuelos
para rodeznos, un eje de fierro para ventilador del limpiador, tres
ruedas de rayos de fierro para las alas del ventilador, un cuadro de
fierro para el eje del rodezno, diez chapas planas para las poleas, tres
cuñas para las espigas del rodezno y el tornillaje. 2
No había mayor diferencia entre un molino y otro, más que en el
tamaño. El de Tecacho, que en realidad era de dimensiones meno­
res, se componía de dos piedras corrientes con sus cajones viejos, una
barra, dos romanas con su pilón, un angazo chico de fierro, dos picos
de fierro, un escoplo de fierro, una barrena grande, un compás, un
mazo de fierro y un banco de madera para tornear.53
En resumen y respecto a las herramientas y al equipo mecáni­
co, no obstante el arribo de los inversionistas extranjeros y las
instituciones bancarias que participaron con sus capitales y crédi­
tos, así como la difusión propagandística que se hizo de la maqui­
naria fabricada en el exterior, se tiene que reconocer que la mayo­
ría de los agricultores del Bajío michoacano, como los de tantas
otras regiones mexicanas, permanecieron al margen de las innova­
ciones tecnológicas.
Así, en cuanto a las herramientas agrícolas, en el interior de los
ranchos y pequeñas propiedades se repetía el panorama prevalecien­
te en la fuerza de trabajo animal; es decir, no existía la variedad de
instrumentos que algunas haciendas tenían y, obviamente, de haber­
los su cantidad era muy menor.
En un recuento general se ve que el 70 por ciento de este tipo de
propiedades carecía de los instrumentos de trabajo indispensables en
las labores del campo. Todo su utillaje, aparte de que tenía limitacio­
nes en el número de animales, estaba desprovisto de arados, azado­
nes, hoces, carretas, yugos, hachas y otros objetos indispensables en
el cultivo, cuidado, cosecha, transporte y procesamiento de semillas.
Es muy probable que esos agricultores recurrieran al arrendamiento
de instrumentos con los hacendados, o que llevaran a cabo sus
labores de manera muy rudimentaria. Igualmente, se acusa en ello
un escaso desarrollo del control de esos medios de trabajo y produc­
ción por parte de la haciendas que, a pesar de la socialización del
trabajo alcanzada en su interior, tenían que utilizar una fuerza de
trabajo constituida por peones y operarios y todavía portadora de sus
propias herramientas, como eran los azadones, palas, hoces, hachas
y machetes.
En contraposición con aquellos propietarios, el 30 por ciento
restante contaba con herramientas suficientes, pues había logrado
concentrar buenas cantidades de instrumentos agrícolas. Así, había
quienes contabilizaban muy pocos enseres, como la familia Cedeño,
dueña del rancho Tiristarán, que poseía tres azadones, dos hachas,
un fierro de herrar, dos tarecuas de fierro, una reja para laborar, tres
hoces de diente, un hoz de filo, dos tarecuas de madera, dos rejas en
regular estado, una pala de fierro y dos aparejos de cuero,54 hasta
casos de ranchos, como el de Francisco Ruiz, vecino de La Piedad,
quien poseía 46 rejas, cuatro aperos, tres carretas de medio uso,
cuatro yugos largos, dos barras de fierro, dos hachas y un pértigo
nuevo. 5 Asimismo, en el rancho Los Fresnos, enclavado en la misma
jurisdicción de La Piedad, se inventariaron 19 rejas, doce aperos, dos
carretas y dos cruceros.56 13 de enero de 1888, f. 3.
Es muy probable que debido a la falta de capitales, los rancheros
y pequeños propietarios se abstuvieran de adquirir los novedosos
arados extranjeros o la maquinaria para el procesamiento de la
producción agrícola; aunque no se puede negar que sí hubo sus
buenos ranchos, equipados tan bien, relativamente, como las mejo­
res haciendas.
Breves conclusiones
Poco podemos añadir a los comentarios que, paso a paso, fuimos
haciendo respecto, por ejemplo, a la composición pecuaria de la
fuerza de trabajo animal de las haciendas y los ranchos. En esta
región que, después de la guerra de independencia y, en buena parte,
a causa de ella, había declinado de la ganadería a la agricultura por
la pérdida de los hatos,57 es obvio que los animales tenían que ser
caros. Muchas haciendas practicaban la cría, pero se veía que no
todas, al menos en los inventarios, contaban con suficientes yuntas
de bueyes de labor. Los rebaños más prolíficos fueron los de las
grandes haciendas, como San Antonio y Villachuato, que podían
destinar grandes áreas a la ganadería extensiva, que era la que se
estilaba.
Los ranchos repetían la situación, pero entre mayores contrastes;
desde el caso de Carucheo que para sus 50 hectáreas de terreno tenía
apenas tres yuntas de bueyes, hasta el de Carupo que manejaba once
yuntas para sus siete hectolitros de sembradura de maíz, esto es, algo
más de otras 50 hectáreas. Ranchos de esta portada estaban en
mejores condiciones que algunas haciendas, como la de Jesús María,
que no contaban con bueyes de labor.
En consecuencia, los arados serán un buen indicador de las
diferencias que acusarán ranchos y haciendas en su capacidad de
trabajo y producción. También en este renglón, haciendas grandes
como las de las cercanías de Puruándiro mantendrán una delantera
que las llevará a ser casi de las únicas que se mecanizaron, aunque
fuera con maquinaria bastante sencilla. En cuanto a los otros instru­
mentos, si bien algunas haciendas y ranchos se miran pobres, su
escasez no siempre nos estaría indicando rezagos o insuficiencias en
los trabajos, pues los peones y operarios podrían aportar sus propias
herramientas.
Los molinos, más que por su técnica hidráulica, nos interesan
como expresión de la articulación entre el cultivo que requería más
inversiones de capital y trabajo, el trigo, y el proceso de su transfor­
mación industrial, si bien no se hayan superado niveles de lo más
tradicional e inveterado. Ni para qué recordar su vinculación con las
haciendas más grandes y más prósperas.
Finalmente, creemos no se considerará arbitrario ratificar el
aserto sobre el carácter “representativo” de los inventarios en dos
niveles diferentes: el del interior de las unidades de producción y el
del ámbito regional cubierto por la unidades de producción inventa­
riadas. En este estudio se obtuvo poco del primero, pues no fue dado
formar series de inventarios sobre unas mismas fincas; pero, en el
segundo nivel, juzgamos que sí se logró decantar la imagen de las
condiciones que a lo largo del siglo XIX y la primera década del XX
prevalecían en el desarrollo tecnológico de las fuerzas productivas
empleadas en la agricultura.
Notas
1.
En la obra de Gerardo Sánchez destacan E l suroeste de Michoacán.
Estructura económ ico-social, 1821-1851. Morelia, D epartam ento de In ­
vestigaciones Históricas, Universidad Michoacana de San Nicolás de
Hidalgo, 1979; E l suroeste de Michoacán: econom ía y sociedad, 18521910. Morelia, Instituto de Investigaciones Históricas, Universidad
M ichoacana de San Nicolás de Hidalgo, 1988, y “Tenencia de la tierra,
agricultura y ganadería” y “Las crisis agrícolas y la carestía del maíz,
2.
3.
4.
5.
6.
7.
1886-1910", en el volum en m de la Historia general de M ichoacán. E l
siglo x ix , editada por el Instituto M ichoacano de Cultura del G obierno
del Estado de Michoacán en 1989.
Entre los trabajos de historia de la agricultura de Cayetano R eyes se
deben mencionar “Las tierras creadas del noroeste de M ich oacán ”, en
el número 9 de la revista Relaciones. E studios de Historia y S o cied ad,
1982; “Las condiciones materiales del campo michoacano, 1900-1940”,
en el volum en Iv de la Historia general de M ichoacán. E l siglo XX , op. cit. ,
y “Tierras en la cuenca de Zacapu: del siglo x v i a la R eform a Agraria”,
en Paisajes rurales en el norte de M ichoacán. México, El C olegio de
M ichoacán y Centre d ’Etudes M exicaines et Centraméricaines, 1991.
V éase, por ejemplo, L a agricultura en tierras mexicanas desde sus oríge­
nes hasta nuestros días. M éxico, Grijalbo, y D irección General de Publi­
caciones del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1991, en que
Teresa Rojas coordinó su trabajo con el de María de los A ngeles
R om ero Frizzi, Catalina R odríguez Lascano, Beatriz Scharer Tamm,
Gisela von W obeser y Tomás Martínez Saldaña.
Witold Kula, Teoría económ ica del sistem a fe u d a l, B uenos Aires, Siglo
V eintiun o Argentina Editores, s. A., 1976, p p . 46-47.
Ibidem ., pp. 47-48.
R em itim os al lector al estudio de Jorge Basave Kunhardt, “A lgunos
aspectos de la técnica agrícola en las haciendas”, en Enrique Sem o
(coord.), Siete ensayos sobre la hacienda mexicana, 1780-1880. M éxico,
Instituto Nacional de Antropología e Historia, 1977, pp. 188-245 (C o ­
lección Científica. Historia, 55), en que con base en 66 inventarios de
haciendas del centro de M éxico y otros pocos de Zacatecas, Durango,
Chihuahua, Sinaloa, Veracruz y Tabasco, levantados entre 1751 y 1894,
estudia, principalmente, los im plem entos de trabajo agrícola, medios
de transporte y animales de tiro y carga, com o a un trabajo antecesor e
inspirador del nuestro.
Archivo de Notarías de M orelia ( a n m ), Protocolo del escribano de
Morelia, Atanasio León, 29 de septiembre de 1881.
8.
U na caballería de tierra equivalía a 42.7953 ha.
9.
Archivo Histórico del Poder Judicial de M ichoacán ( a h p j m ). E xp e­
diente sobre inventario de la hacienda de Tunguitiro, 1 de octubre de
1910.
a n m . Protocolo del escribano de Morelia José María Aguilar, 21 de
noviembre de 1826.
10.
11. M em oria sobre los diversos ram os de la administración pública de Michoacán. Morelia, Mich., Litografía de la Escuela de Artes, 1889.
12. AHPJM. Juicio sumario sobre gastos de alimentos y administración de
bienes de los m enores V icente y Braulio Sánchez Ortiz, promovido por
el licenciado Félix Lemus Olañeta, 1879.
13. Idem .
14. M em oria sobre los diversos ram os de la administración...
15.
16.
. Protocolo del escribano de Morelia Manuel Valdovinos, 16 de
diciembre de 1883.
AHPJM. Juicio de la testamentaría de Concepción Martínez de Landeta,
24 de octubre de 1889.
anm
17. Idem .
18. a n m . Protocolo del escribano de Morelia Atanasio León, 29 de sep ­
tiembre de 1881.
19.
a h pjm .
20.
a n m . A pénd ice de protocolo del escribano de Puruándiro Luis G.
Burgos, 25 de mayo de 1883.
Archivo de Notarías de Guanajuato ( a n g ), protocolo del notario de
Guanajuato, 4 de septiembre de 1884.
21.
Juicio sumario sobre gastos de alimentos y administración de
bienes de los m enores V icente y Braulio Sánchez Ortiz, promovido por
el licenciado Félix Lemus Olañeta, 1879.
22. M em oria sobre los diversos ram os de la administración...
23. ANG. Protocolo del notario de Guanajuato, 26 de agosto de 1885.
24. M em oria sobre los diversos ram os de la administración...
25. La fanega de sembradura de maíz se tomaba, en las regiones del centro
y norte de México, com o un ochavo de la caballería de tierra; (cfr:
W istano Luis Orozco, Legislación y jurisprudencia sobre terrenos baldíos.
M éxico, Imprenta de El Tiem po, 1895, t. n. p. 744). En cambio, en la
ép oca colonial se tomaba, generalmente, com o su doceavo; (cfr. Maria­
no Galván, O rdenanzas de tierras y aguas, o sea: Formulario geom étricoju d icia l pa ra la designación, establecimiento, mensura, am ojonam iento y
deslinde de las poblacion es y todas suertes de tierras, sitios, caballerías y
criaderos de gan ados m ayores y m enores y mercedes de aguas: recopiladas
por... M éxico, Imprenta por Leandro J. Valdés, 1844, p. 74).
26. El almud de sembradura se empleaba en la medición de pequeñas
parcelas agrícolas, pues equivalía a 0.3229 ha.
27. a n m . Escrituras Públicas del notario de La Piedad José Jurado, 11 de
mayo de 1896.
28.
ah pjm .
Juicio de la testamentaría de A nton io Pérez Gil, 25 de n oviem ­
bre de 1895.
29.
anm
30.
. Escrituras públicas del escribano de Puruándiro Luis G. Burgos,
14 de enero de 1895.
a h p j m . Juicio testamentario de Rafael A scencio, 10 de marzo de 1894.
31.
anm
32.
33.
34.
35.
36.
37.
38.
39.
40.
41.
42.
. Escrituras públicas del notario de La Piedad José Jurado, 27 de
enero de 1893.
V ea el lector un trabajo anterior nuestro, “Patrones del arrendamiento
rural en Michoacán. Puruándiro y su región, 1821-1910”, en el número
43 de la revista Relaciones. Estudios de Historia y S o cied a d ; esp ecial­
mente, pp. 62-63.
a n m . Escrituras Públicas del notario de La Piedad José Jurado, 8 de
octubre de 1898.
. Escrituras Públicas del notario de La Piedad M anuel B elm onte,
24 de octubre de 1895.
Esta m edida agraria que combina el sentido tradicional de la relación
entre semilla y fertilidad del suelo con el carácter geom étrico del
sistema decimal, según los apuntes de Karl Kaerger, en su libro A gricul­
tura y colonización en México en 1900. M éxico, Universidad A utón om a
de Chapingo y c i e s a s , 1986, p. 245, donde asienta que en Celaya con
13.4 litros se sembraba una hectárea, la tom am os com o una superficie
de 7.4906 ha, en nuestro trabajo “Las antiguas medidas agrarias en el
Bajío michoacano-guanajuatense”, Tzintzún. Revista de E studios H istó­
ricos, núm. 15, (enero-junio 1992), pp. 34-45.
anm
Juicio civil testamentario a bienes de José A rredondo, 18 de
enero de 1881.
a h p j m . Juicio civil testamentario a bienes de doña Trinidad R am os, 1
de septiembre de 1894.
a h pjm .
. Escrituras públicas del notario de La Piedad José Jurado, 14 de
enero de 1888.
J. Basave, op. cit., p. 201.
Gerardo Sánchez Díaz, E l suroeste de M ichoacán: econom ía y sociedad
1852-1910. M éxico, Instituto de Investigaciones Históricas, U niversi­
dad M ichoacana de San Nicolás de Hidalgo, 1988, p. 178.
a n m . P rotocolo del escribano de Morelia José María Aguilar, 21 de
noviembre de 1826.
Idem .
anm
43.
a h p j m . Juicio sumario sobre gastos de alimentos y administración de
bienes de los menores V icente y Braulio Sánchez Ortiz, promovido por
el licenciado Félix Lemus Olañeta, 1879.
44. a h p j m . Juicio de la testamentaría de Concepción Martínez de Landeta,
24 de octubre de 1889.
45. a n g . Protocolo del notario de Guanajuato, 26 de agosto de 1885.
46. Idem .
47.
48.
49.
50.
Idem.
G. Sánchez D íaz, op. cit., p. 178.
V er los registros notariales señalados con anterioridad.
a n m . P rotocolo del escribano de Puruándiro Luis G. Burgos, 17 de
diciembre de 1889.
51. M em oria sobre los diversos ram os de la administración...
52. a n m . P rotocolo del escribano de Puruándiro Luis G. Burgos, 28 de
marzo de 1878.
53. a n m . Protocolo del escribano de Morelia M anuel Valdovinos, 16 de
diciembre de 1833.
54.
55.
a h p j m . D iligencias promovidas por Ma. Guadalupe C edeño contra
A ndrés C edeño para levantar inventario de bienes que quedaron por
muerte de su padre Juan Cedeño, 11 de mayo de 1872.
a n m . Escritura pública del notario de La Piedad licenciado José Jura­
do, 14 de enero de 1888, f. 10.
56. Ibidem .
57. V é a se el informe que rindió el párroco de Puruándiro al obispo de
M orelia, en preparación de las N oticias para el Suplem ento de la obra de
Herrera, Archivo M anuel Castañeda Ramírez, Estadística parroquial.
Puruándiro, 1832-VII-4.
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