Sentimientos Encontrados

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Sentimientos Encontrados
Betty Neels
Sentimientos Encontrados (03.11.1999)
Título Original: Discovering Daisy (1999)
Editorial: Harlequín Ibérica
Sello / Colección: Jazmín 1453
Género: Contemporáneo
Protagonistas: Jules der Huizma y Daisy Gillard
Argumento:
La vida de Daisy Gillard transcurría con absoluta tranquilidad y ella era
perfectamente capaz de atender la pequeña tienda de antigüedades de su
padre, por eso le molestaba tanto que el doctor Jules der Huizma,
casualmente, apareciera siempre que tenía un problema y se hubiera hecho a
la idea de que ella necesitaba continuamente su ayuda.
Lo que Daisy no sabía era que Jules disfrutaba muchísimo de su compañía y
que, para él, era un placer ayudarla en todo lo que pudiera. De hecho, había
dispuesto que la joven viajara a Amsterdam... Por supuesto, él no podría
acompañarla, ya que estaba comprometido con Helene y no estaría bien que
tuviera tan poca consideración con sus sentimientos, como tampoco lo
estaría que rompiera esa promesa...
Betty Neels – Sentimientos Encontrados
Capítulo 1
ERA una tormentosa tarde de octubre. El color del cielo había convertido la
superficie del mar en un gris apagado de olas bravas que se arremolinaban en su
movimiento incesante hacia la desértica playa. No del todo desértica, ya que había
una muchacha que caminaba y se detenía de vez en cuando a ver el mar o a recoger
una piedra para arrojarla después al agua y seguir caminando. La amplitud y vacío
que la rodeaba, la hacía parecer pequeña y solitaria. Y así era, pero sólo porque no
había nadie más que ella.
Caminaba a paso ligero, sin tratar de limpiarse las lágrimas. No le importaba
llorar, era un modo de desahogar sus sentimientos. Un buen llanto, se decía, y todo
se terminaría y olvidaría. Después, presentaría de nuevo un rostro sonriente al
mundo y nadie sospecharía nada.
La muchacha se dio la vuelta, se limpió los ojos y se sonó la nariz. Luego, se
metió el cabello bajo el pañuelo y puso en su rostro una expresión que confiaba fuera
alegre. Finalmente, subió las escaleras que conducían hacia el paseo marítimo de la
pequeña ciudad y se dirigió a la calle principal, estrecha e inclinada. La temporada se
había acabado y la ciudad se había vestido con su habitual pereza invernal. Uno
podía caminar sin agobios por la calles y conversar sin prisa con los tenderos. Los
únicos coches que había eran los de los granjeros de las afueras y los propietarios de
las fincas en mitad de la campiña.
La muchacha torció por una de las calles transversales, pasó una serie de
antiguas casas convertidas en tiendas: una elegante boutique, una joyería y, un poco
más allá, una tienda grande con un letrero pintado sobre la ventana antigua: Thomas
Gillard. Antigüedades. La chica abrió la puerta de la tienda, haciendo sonar la
campana.
—Soy yo —declaró, quitándose el pañuelo.
Su cabello de color castaño claro cayó sobre sus hombros. Era una muchacha
normal: de estatura media y algo rellenita. Aunque era el suyo un sobrepeso
encantador, de los de las mujeres de antes. Los ojos eran grandes y de color avellana,
rodeados por densas pestañas. Iba vestida con una chaqueta acolchada y una falda
de tweed adecuada para la temporada, pero sin pretensiones de resultar moderna. No
había ni rastro de las lágrimas de antes en su rostro.
Se abrió paso entre las mesas de roble, los sofás victorianos, los taburetes
antiguos y una variedad de sillas de todos los tipos y épocas. Algunas, muy antiguas;
otras, victorianas, con remaches en el respaldo.
Al lado de las paredes, estaban colocados varios armarios de diferentes tipos.
Uno de ellos con una preciosa puerta de cristal. Por todas partes había figuritas
chinas, frascos de esencias y objetos pequeños de plata. Para ella eran todos bien
conocidos. En la parte posterior de la tienda, había una puerta medio abierta que
conducía a una pequeña habitación que su padre utilizaba como despacho. Al lado,
otra puerta conducía a las escaleras que llevaban a la planta de arriba.
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Depositó un beso en la cabeza lisa de su padre al pasar a su lado y subió las
escaleras para encontrarse a su madre al lado de la estufa de gas, arreglando la funda
de un cojín bordado. Miró hacia arriba y sonrió.
—Es casi la hora del té, Daisy. ¿Puedes poner el agua al fuego mientras yo
termino esto? ¿Qué tal el paseo?
—Muy bien, aunque ya empieza a hacer frío. En cualquier caso, es agradable
que se hayan ido ya todos los turistas.
—¿Va a venir a buscarte Desmond esta noche, cariño?
—No hemos hablado nada. Tiene que ver a alguien y no está seguro de a qué
hora volverá.
—¿Va lejos?
—A Plymouth.
—Ya veo. Probablemente volverá pronto.
—Iré a poner el agua.
Daisy estaba casi completamente segura de que Desmond no iría. La noche
anterior habían salido a cenar a uno de los restaurantes de la ciudad, donde
Desmond se había encontrado con algunos amigos. Ella no había visto nada extraño
en su novio, pero sus amigos no habían estado muy amables con ella. De manera que
luego, cuando habían sugerido ir a un club en Totnes, ella se había negado y
Desmond se había enfadado mucho. La había llamado aguafiestas y ñoña.
—Es hora de que madures —le había dicho, acompañando la frase con una
carcajada desagradable.
Luego, la había llevado a casa en silencio y se había despedido de ella con un
simple gesto. Daisy, que era la primera vez que se enamoraba, había permanecido
despierta toda la noche.
Se había enamorado de él un día que él entró en la tienda buscando unas copas
de cristal. Daisy, con sus veinticuatro años, su corazón lleno de romanticismo y su
sencillez, había quedado atrapada inmediatamente por su aspecto, encanto y
maneras. Cualidades que compensaban su falta de estatura. Era sólo unos
centímetros más alto que Daisy. Vestía bien, aunque llevaba el cabello demasiado
largo. Algunas veces, cuando Daisy permitía que la sensatez se impusiera sobre el
romanticismo, pensaba para ella que le desagradaba que llevara el pelo así, pero
estaba demasiado enamorada para decírselo a él.
Era un hombre presumido y esa presunción le había hecho invitarla a cenar. A
eso le siguieron otras citas. Él, nuevo allí, había sido enviado desde Londres para
supervisar algo que nunca explicó muy bien a Daisy. Ésta imaginó que ocuparía un
importante cargo en la capital.
Daisy ayudaba a su padre en la tienda, pero tenía mucha libertad de horario. De
manera que pudo enseñarle la ciudad y los alrededores con toda comodidad. El
aparente interés del hombre, la había animado a llevarlo a visitar los museos locales,
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las iglesias y el centro histórico de la ciudad. Él se había aburrido terriblemente, pero
el evidente deseo de ella por agradarlo había sido un aliciente para su ego.
Muchas tardes, la invitaba a tomar el té y la obsequiaba con una charla brillante
donde no faltaba alguna que otra explicación sobre su importante trabajo. Ella lo
escuchaba atentamente y se reía de sus chistes.
Aunque Desmond no la estimaba especialmente, tampoco le molestaba verla. Le
servía de distracción en aquella ciudad aburrida después de la vida que había
llevado en Londres. Para él era un pasatiempo hasta que llegara la chica deseada, que
debería estar dotada, a ser posible, de dinero y belleza. Y de un buen ropero también.
La ropa de Daisy no era para él más que un motivo secreto de burla.
No fue a buscarla aquella noche. Daisy trató de ahogar su malestar limpiando
una cubertería de plata que su padre había comprado aquel mismo día. Estaba muy
gastada por el uso y los años, pero Daisy pensó que sería delicioso comer con ella.
Terminó de dar brillo a la última cuchara y la puso con el resto en su bolsa de
terciopelo. Luego, la colocó en el armario donde se colocaban las piezas de plata y lo
cerró con llave. Una vez en la planta de arriba, fue a la cocina para tomar un vaso de
leche antes de irse a la cama.
En ese momento, sonó el teléfono.
Era Desmond. Se mostró muy animado y, al parecer, estaba arrepentido por la
discusión del último día.
—Tengo una sorpresa para ti, Daisy. Habrá un baile en el hotel Palace el sábado
por la noche. Me han invitado y tengo que llevar pareja... dime que vendrás, cariño.
Es muy importante para mí. Habrá algunos conocidos y es una buena oportunidad
para que...
Daisy no dijo nada.
—Va a ser un gran acontecimiento. Necesitarás un vestido bonito... algo original
que llame la atención. Quizá un vestido rojo...
Daisy tragó saliva, excitada.
—Me parece estupendo. Me gustaría ir contigo, sí. ¿Hasta qué hora durará?
—Lo normal, me imagino. Hasta las dos. Prometo llevarte a casa no muy tarde.
Daisy, que si hacía una promesa, la cumplía siempre, lo creyó.
—Estaré muy ocupado el resto de la semana, así que no te veré hasta el sábado.
Estate preparada para las ocho.
Después de que Desmond colgara, ella se quedó inmóvil unos segundos,
saboreando su felicidad y planeando comprar un vestido para la ocasión. Su padre le
daba un sueldo por estar en la tienda y ella lo ahorraba casi todo... Fue a ver a su
madre para contárselo.
Había muy pocas boutiques en la ciudad, pero como su padre no tenía coche y
los horarios de autobuses se habían reducido al terminar la temporada veraniega,
Totnes y Plymouth quedaban eliminados. Daisy visitó cada una de las tiendas de
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ropa de la calle principal y, afortunadamente, encontró un vestido. Era de color rojo
y de un estilo al que no estaba muy acostumbrada, pero Desmond quería que fuera
rojo...
Lo llevó a casa y se lo probó de nuevo... Al hacerlo, pensó que no debería
habérselo comprado. Era demasiado corto y más bien provocativo. Cuando se lo
enseñó a su madre, pudo ver que la mujer pensaba lo mismo, pero la señora Gillard
la quería mucho y su único deseo era que su hija fuese feliz. Pensó que el vestido
serviría sólo para aquella noche y rezó en silencio para que Desmond, que le
desagradaba profundamente, fuera enviado por su empresa a la otra parte del
mundo.
Llegó el sábado y Daisy, loca de alegría, se vistió para el baile. Se maquilló
cuidadosamente y se recogió el cabello en un moño mucho más apropiado para una
profesora que para aquel vestido rojo. Luego, fue abajo a esperar a Desmond.
La tuvo esperando diez minutos, por los que no se disculpó. Los padres lo
saludaron educadamente, a pesar de que hubieran preferido que Daisy se hubiera
enamorado de cualquier otro hombre. Desmond se quedó mirando el vestido.
—Me parece muy bien —le dijo en tono ligero. Luego, frunció el ceño—. Eso sí,
el peinado te está fatal, pero es muy tarde para hacer nada ya...
Había mucha gente en el hotel, esperando a que empezara la cena. Algunas
personas se acercaron a saludar a Desmond. Cuando éste la presentó, sus amigos la
saludaron secamente y después la ignoraron, pero a ella no le importó. Se quedó en
silencio escuchando a Desmond, que era un conversador inteligente y sabía cómo
mantener el interés de los que lo escuchaban. Daisy pudo darse cuenta de que los
tenía encantados a todos.
Después de unos momentos, pasaron al salón, parándose de vez en cuando a
saludar a algún conocido de Desmond. Algunas veces, ni siquiera se molestaba en
presentarla. Cuando finalmente se sentaron en el restaurante, formaban un grupo de
ocho y Desmond dominaba la conversación, en la que no hizo ningún intento de
incluir a Daisy. Un hombre joven que estaba sentado a su lado, le preguntó a ella que
con quién había ido.
—¿Ha venido con Des? No es el tipo de mujer con la que él suele salir. El pícaro
quiere llamar la atención del huésped de honor, un hombre importante y muy
estricto. Opina que todo hombre joven debería tener una mujer agradable y un
montón de hijos, cuantos más mejor. Y usted da esa imagen, si me permite que se lo
diga.
Daisy lo miró con frialdad, reprimiendo el deseo de darle una bofetada. En
lugar de ello, siguió comiendo nerviosamente. Si no hubiera sido porque Desmond
estaba a su lado, se habría marchado en ese preciso instante. Pero se acordó de lo que
su novio le había dicho sobre la importancia de la fiesta y todo eso...
Daisy se pasó toda la cena tratando de ignorar al hombre que tenía a la
izquierda y deseando que Desmond hablara con ella. Pero éste estaba totalmente
concentrado en la conversación que mantenía con una elegante mujer sentada a su
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derecha, y cuando no, se ponía a charlar con los demás. Quizá todo iría mejor cuando
comenzara el baile...
Pero no fue así. La sacó a bailar al principio, pero pronto comenzó a excusarse
con ella porque tenía que dejarla sola.
—Tengo que hablar con algunas personas cuando termine la canción. No
tardaré mucho. Además, seguro que te sacan a bailar, lo haces muy bien. Pero tienes
que fingir que lo estás pasando estupendamente. Sé que va a ser un poco difícil, pero
no dejes que te intimiden.
El hombre saludó a alguien que estaba al otro lado de la pista.
—Ahora tengo que dejarte, pero luego volveré —le aseguró.
La dejó sola entre una estatua enorme que sujetaba una lámpara y un pedestal
que soportaba una cesta con flores.
El salón de baile se abría por un lado al corredor que conducía al restaurante. En
él había dos hombres que paseaban hacia un lado y hacia otro, parándose de vez en
cuando a mirar a las parejas que bailaban mientras charlaban tranquilamente. De
repente, se dieron la mano y el de más edad se marchó, dejando a su compañero solo.
El hombre se fijó en el vestido rojo de Daisy. Se quedó mirándola unos minutos y
decidió que aquel vestido no la favorecía en absoluto.
Rodeó el salón de baile y se dirigió hacia ella, deseando que Daisy pusiera algo
de su parte. Al verla de cerca, notó que no era guapa y que parecía totalmente fuera
de lugar en aquel ambiente, incluso le resultó un poco ñoña.
—¿Es usted extranjera, como yo?
Daisy lo miró, preguntándose cómo no había reparado en él antes, ya que era
un hombre que no podía pasar desapercibido. Era alto y fuerte, con un rostro bello y
el pelo corto canoso. Tenía una nariz grande y una boca más bien fina, pero la sonrisa
daba confianza.
—Sí, no conozco a nadie, aunque he venido acompañada... Él está con unos
amigos...
A Jules der Huizma le encantaba ayudar a las personas. Comenzó a hablar de
cualquier cosa y notó como Daisy se relajaba al poco tiempo. Era una chica bastante
agradable, pensó. Una pena que llevara ese vestido...,
El hombre se quedó con ella hasta que Desmond se acercó adonde ellos estaban.
Jules hizo un gesto con la cabeza y los dejó solos.
—¿Quién era ése?
—No lo sé... imagino que otro invitado. Ha sido agradable hablar con alguien.
—Cariño, lo siento —dijo rápidamente Desmond, esbozando una sonrisa
maravillosa—. Escucha, me han pedido que vaya a una discoteca de Plymouth... irá
mucha gente. Puedes venir si quieres, claro.
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—¿A Plymouth? Pero, Desmond, son casi las dos. Me dijiste que me llevarías a
casa, y ya se está haciendo tarde. Además, seguro que a mí no me han invitado, ¿no
es así?
—Bueno, no, pero, ¿qué importa eso? ¡Por Dios, Daisy, déjate llevar, aunque sea
por una sola vez...!
El hombre se detuvo al acercarse una chica delgada, vestida a la moda y con
tacones altos, balanceando un bolso.
—Des... ¡aquí estás, por fin! Te estamos esperando.
La chica miró a Daisy y él dijo rápidamente.
—Ésta es Daisy, ha venido conmigo. Daisy, Tessa.
—Oh, vale. Me imagino que uno más no importa. Habrá sitio para ella en uno
de los coches —respondió Tessa con una sonrisa débil.
—Eres muy amable, pero dije que estaría en casa hacia las dos.
Los ojos de Tessa se abrieron de par en par.
—Casi como la Cenicienta, aunque te has equivocado con el vestido. Eres
demasiado tímida para llevar un vestido rojo —la mujer se volvió hacia Desmond—.
Lleva a Cenicienta a casa, Des. Yo te esperaré aquí.
La muchacha se giró sobre sus ridículos tacones y se perdió entre los bailarines.
Daisy esperó a que Desmond dijera algo, por ejemplo que no pensaba ir con
Tessa.
—De acuerdo, te llevaré a casa, pero date prisa al recoger tu abrigo. Estaré en la
entrada —dijo enfadado—. Estás haciendo todo lo posible por arruinarme la noche.
—¿Y qué me dices de mi noche?
Pero él ya se había dado la vuelta y Daisy imaginó que ni siquiera la había oído.
Tardó varios minutos en encontrar su abrigo. Se lo estaba poniendo cuando oyó
unas voces muy cerca.
—Siento que me tengas que esperar, Jules. ¿Vamos a la cafetería? Hay algunas
cosas de las que te querría hablar. Me gustaría que pudiéramos estar más tranquilos,
sin embargo. Sé que no habrá sido una gran noche para ti. Espero que encontraras a
alguien con quien hablar.
—Hablé con una persona —Daisy reconoció la voz del hombre que tan
simpático había sido con ella—. Una muchacha muy sencilla con un horrible vestido
rojo. Un pez fuera del agua...
Los hombres se fueron y Daisy se dirigió a la entrada, donde Desmond la estaba
esperando. Luego, él la llevó en silencio a su casa. Sólo habló cuando ella salió del
coche.
—Pareces una estúpida con ese vestido.
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Fue curioso, pero el comentario no le molestó tanto como el del hombre con el
que había hablado poco antes.
La casa estaba en silencio. No se veía ninguna luz. Daisy entró por la puerta
trasera, pasó al lado del despacho de su padre y subió las escaleras hasta su
habitación. Su dormitorio era pequeño, aunque amueblado con gusto con cosas de la
tienda de su padre. Los muebles eran de estilos distintos, pero en conjunto
armonizaban de una manera agradable. Sobre la cama había un edredón hecho con
trozos de tela de diferentes colores, unas cortinas blancas tapaban la pequeña
ventana y de la pared colgaba una estantería, también de reducidas dimensiones,
llena de libros.
Se desnudó rápidamente y luego envolvió el vestido, pensando en llevarlo al
día siguiente a la tienda de segunda mano que había en la calle principal de la
ciudad. Le habría gustado tener unas tijeras y cortarlo en pedazos, pero habría sido
una estupidez. Tenía que haber alguna chica a la que le quedara bien. Daisy se metió
en la cama cuando el reloj de la iglesia dio las tres. Luego, se quedó pensativa,
repasando la jornada. Todavía amaba a Desmond, estaba segura de ello: La gente
enamorada se peleaba, pensó. Desde luego, él había sido muy desagradable... Ella no
había estado a la altura y Desmond había dicho cosas de las que seguramente se
arrepentiría más tarde.
Daisy, una muchacha sensata y práctica por lo general, se estaba dejando cegar
por el amor y parecía dispuesta a buscar cualquier disculpa para Desmond.
Cerró los ojos, decidida a dormir. Por la mañana, todo volvería a su cauce.
Pero no fue así. Estuvo todo el día impaciente, esperando una llamada de él o
una visita breve.
Trató de mantenerse ocupada con una vajilla china, pensando en que no sabía
nada del trabajo de Desmond ni en qué pasaba su tiempo. Cuando salía con él alguna
tarde y ella le hacía preguntas, él respondía de una manera vaga que no explicaba
nada. Y, sin embargo, a pesar de la noche anterior, estaba dispuesta a escuchar sus
disculpas... a reírse de la desastrosa jornada.
Incluso cuando se consolaba a sí misma con aquellos pensamientos, algo en su
interior le decía que se estaba comportando como una adolescente ingenua, aunque
no quisiera admitirlo. Desmond era, en su vida rutinaria, el símbolo del amor.
Él no telefoneó ni tampoco fue a verla. Varios días después, se lo encontró en la
calle principal. Él debió de verla, porque la calle estaba casi vacía, pero continuó
caminando como si no la conociera.
Daisy volvió a la tienda y se pasó el resto del día empaquetando unas copas de
vino antiguas que un cliente conocido había comprado. Era un trabajo lento y que
exigía mucho cuidado y eso le dio tiempo para pensar. Una cosa estaba clara:
Desmond no la amaba, nunca la había amado, admitió con tristeza. Era cierto que la
había llamado «cariño», y la había besado, incluso le había dicho que era la mujer de
sus sueños, pero no había sido sincero. Ella había creído en él por necesidad. Ella no
había conocido nunca lo que era el amor y al aparecer él fue como la respuesta a sus
sueños románticos. Pero el romanticismo había sido sólo por parte de ella.
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Terminó de envolver en papel de seda la última copa y puso la tapa a la caja. En
ese preciso instante, se dijo a sí misma que su relación con Desmond se había
terminado para siempre y... que no volvería a enamorarse nunca más.
De todas formas, las semanas siguientes fueron bastante duras. Había sido fácil
habituarse a salir con Desmond y trató de llenar el vacío yendo al cine o a tomar café
con sus amigas, pero no resultó todo lo bien que esperaba. Sus amigas tenían novio o
se iban a casar y le era difícil no comparar su situación con la de ellas. Empezó a
adelgazar y a pasar más tiempo del necesario en la tienda. Tanto, que su madre
comenzó a animarla para que saliera.
—No hay mucho que hacer en la tienda en esta época del año —observó la
mujer—. ¿Por qué no te vas a dar un paseo, tesoro? Pronto los días serán más cortos
y más fríos y tendremos que trabajar mucho en navidades.
Así que Daisy salía a pasear. Casi siempre recorría el mismo camino hacia el
mar. Iba bien abrigada para hacer frente al viento y la lluvia de noviembre. Solía
encontrarse a otras personas solitarias que conocía de vista, paseando a los perros. La
saludaban alegremente al pasar y ella les devolvía el saludo.
Fue en la última semana de noviembre cuando Daisy se encontró al hombre que
la había comparado con un pez fuera del agua. Jules der Huizma estaba, de nuevo,
pasando unos días con un amigo suyo en una casa a las afueras de la ciudad para
disfrutar de la vida tranquila del campo. Le encantaba el mar, decía que le recordaba
a su país.
Un día, él iba caminando cuando vio a Daisy, que iba delante de él. La reconoció
inmediatamente. Hacía un viento frío y él aumentó el paso mientras silbaba para que
el perro de su amigo corriera delante de él. No quería sorprenderla y los ladridos de
Trigger harían que volviera la cabeza, pensó.
Y así fue. Daisy se detuvo para acariciar la cabeza del animal y miró hacia atrás.
Lo saludó educadamente, aunque en un tono frío. Se acordaba perfectamente de los
comentarios que el hombre había hecho en el hotel acerca de ella. Aunque cuando él
contestó a su saludo, dejó a un lado la frialdad.
frío!
—¡Qué agradable encontrar a alguien que le guste caminar bajo la lluvia y el
El hombre esbozó una sonrisa y ella lo perdonó. Después de todo, era cierto que
se había sentido como un pez fuera del agua y que era una muchacha sencilla.
Caminaron uno al lado del otro sin hablar demasiado, ya que el viento era muy
fuerte. Al poco tiempo, decidieron de mutuo acuerdo volver a la ciudad. Subieron las
escaleras del paseo y se dirigieron hacia la calle principal. Daisy se detuvo cuando
llegaron a su calle.
—Vivo aquí cerca con mis padres. Mi padre tiene una tienda de antigüedades y
yo trabajo con él.
El señor der Huizma entendió que estaba siendo despedido educadamente.
—Entonces, espero tener la oportunidad de ir a ver la tienda algún día. Me
gustan los objetos de plata antiguos.
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—A mi padre también. Incluso es bastante conocido por ello.
La muchacha se quitó el guante y extendió la mano.
—Me ha gustado mucho el paseo —dijo, estudiando el rostro de él—. No sé su
nombre...
—Jules der Huizma.
—Desde luego, no es un nombre inglés. Yo soy Daisy Gillard.
El hombre le dio la mano con firmeza.
—A mí también me ha gustado el paseo. Quizá podamos repetirlo algún día.
—Sí... quizá algún día —dijo ella—. Adiós.
Y se alejó sin mirar atrás. Una lástima, pensó, que no se le hubiera ocurrido
cómo hacer para que hubieran concertado alguna cita. Recordó entonces a Desmond
y se dijo que no debía caer en el mismo error. Ese hombre no se parecía en nada a
Desmond, pero, ¿quién había dicho eso de que los hombres siempre engañan?
Probablemente eran todos iguales...
En los días siguientes tuvo cuidado de pasear por otro camino... lo cuál fue
totalmente inútil, ya que el señor der Huizma había regresado a Londres.
Una semana después, cuando en las tiendas ya se exhibían los regalos y adornos
de Navidad, volvió a encontrárselo. Pero esa vez fue en la tienda. Daisy estaba
atendiendo pacientemente al párroco, que trataba de decidirse entre unos
prendedores de la época de Eduardo VIII para su esposa. Daisy le dijo que se tomara
su tiempo y se dirigió hacia el señor der Huizma que estaba al lado de una mesa
llena de amuletos de plata.
La saludó amablemente.
—Estoy buscando algo para una adolescente. Quizá una pieza de éstas quedara
bien en una pulsera, ¿qué le parece?
Daisy abrió un cajón y sacó una bandeja con cadenas de plata.
—Éstas son todas victorianas. ¿Cuántos años tiene?
—Quince años más o menos —el hombre sonrió—. Y conoce perfectamente lo
que está de moda.
Daisy agarró una de las cadenas.
—Si quisiera comprarla, mi padre podría fijar el amuleto en ella —la muchacha
tomó otra de las pulseras—. Quizá le guste más ésta. Por favor, mire con toda
confianza, no tiene por qué comprar nada... mucha gente viene sólo a echar un
vistazo.
Ella le sonrió y volvió con el párroco, quien todavía no se había decidido.
En ese momento su padre entró en la tienda y atendió al señor der Huizma, de
manera que para cuando el párroco se decidió finalmente y ella terminó de
envolverle el broche elegido, el señor der Huizma se había ido ya.
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—¿Ha comprado algo el señor der Huizma? —preguntó Daisy—. No sé si te
comenté que me lo encontré el otro día paseando.
—Un hombre muy entendido. Me dijo que volvería antes del día de Navidad...
le han gustado unas cucharas de plata...
Dos días después, fue Desmond el que apareció en la tienda. Y no iba solo. Lo
acompañaba la chica que Daisy conoció en el hotel. La chica iba muy bien vestida y, a
su lado, Daisy se sintió como un ratón, ya que su padre la obligaba a vestir
discretamente para que los clientes no se distrajesen y pudieran apreciar
debidamente los tesoros de la tienda.
Le hubiera gustado darse la vuelta y salir corriendo, pero eso habría sido una
cobardía.
Respondió educadamente al descuidado saludo de Desmond, a pesar de que
sabía que se había sonrojado, y escuchó pacientemente como él le explicaba que sólo
iban a echar un vistazo.
—Aunque quizá nos llevemos algo para los regalos de Navidad.
—¿Algo de plata? ¿O quizá de oro? —preguntó Daisy—. También tenemos unos
adornos chinos muy bonitos que son algo más baratos.
Quizá no había sido un comentario muy educado, pero Daisy no lo pudo
refrenar, y tuvo que admitir que incluso le dio cierta satisfacción comprobar el enojo
de Desmond. Aunque también se dio cuenta de que hubiera deseado que éste la
mirara de un modo que dejara ver que la amaba a ella y no a la chica que lo
acompañaba. Pero sabía que eso no tenía ningún sentido y que quizá tampoco ella lo
amaba. Probablemente lo único que sucedía era que ese hombre había herido su
orgullo.
Estuvieron un rato mirando cosas y finalmente se marcharon sin comprar nada.
Antes de eso, Desmond hizo un comentario en voz suficientemente alta para que lo
oyera ella acerca de que habría sido mucho más probable encontrar algo de valor en
Plymouth. Ese comentario hizo que Daisy perdiera el posible interés que le quedara
por él.
Durante sus habituales y solitarios paseos vespertinos, algo más cortos debido a
las fiestas navideñas, decidió que no volvería a enamorarse nunca de ningún
hombre. Y tampoco es que fuera a tener muchas oportunidades de que eso sucediera,
pensó. Ni por su aspecto, nunca tendría el mismo cuerpo que las chicas de las
revistas, ni por su conversación, incapaz de seducir a ningún hombre.
Ella tenía varias amigas a las que conocía desde siempre. La mayoría estaban
casadas ya o tenían un buen trabajo. Para Daisy, sin embargo, el futuro siempre había
estado bastante claro. Había crecido entre todas esas antigüedades, las amaba y había
heredado el talento de su padre para la profesión. De hecho sus padres, sin haberle
obligado nunca a ello, estaban muy contentos de que siguiera en casa con ellos y los
ayudara en la tienda, yendo de vez en cuando a visitar familias que se veían
obligadas a vender sus pertenencias.
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Habían hablado de la posibilidad de que fuera a estudiar a alguna universidad,
pero eso hubiera supuesto que su padre tuviera que emplear a alguien y su economía
quizá no se lo hubiera permitido.
Así que Daisy había aceptado su destino con resignación.
Y así como dejó de pensar en Desmond, comenzó a acordarse del señor der
Huizma, al que le hubiera gustado poder conocer mejor. Le gustaba lo educado que
era y parecía que él la aceptaba tal como era, como a una chica normal.
Pero ese día no le iba a quedar mucho tiempo para pensar en nadie. La tienda
del señor Gillard se llenaba de antiguos clientes que solían ir todos los años a
comprar algunos objetos para regalar por navidades.
Daisy, mientras ordenaba varios juguetes antiguos durante esa fría y oscura
mañana de diciembre, pensó que le gustaría ser una niña de nuevo para jugar con la
casa de muñecas de estilo victoriano que estaba amueblando con los pequeños
utensilios que la acompañaban. La había encontrado en Plymouth en muy mal
estado, pero ella la había restaurado y, en ese momento, la estaba colocando en un
sitio bien visible.
Era muy cara, pero alguien quizá pudiera comprarla. A ella le hubiera gustado
quedársela para sí.
El señor der Huizma estaba esa mañana en la tienda y se acercó hasta donde
estaba ella para observar la casa de muñecas de cerca.
—¿Bonita, verdad? —comentó ella—. El sueño de cualquier chica...
—¿Sí?
—Oh, sí. Sólo que tendría que ser una niña cuidadosa a la que le gustaran las
muñecas.
—Entonces me la llevaré. Conozco una niña que cumple esos requisitos.
—Le advierto que es muy cara...
—Pero esa niña se merece lo mejor.
Daisy no se atrevió a preguntar más debido a que había notado algo extraño en
el tono de voz de él.
—¿Se lo empaqueto? ¿O se lo enviamos a su casa?
—No, me la llevaré en mi coche. ¿Me la puede tener preparado para dentro de
unos días, cuando vuelva a por ella?
—Sí.
—Voy a salir unos días al extranjero.
Daisy pensó que seguramente volvería a su país natal para las navidades.
—No se preocupe. Si alguien se interesa por ella, le diré que ya está vendida. Le
puedo hacer una factura, si quiere.
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—Es usted muy eficiente —dijo él con una. sonrisa—. No sabe lo contento que
estoy de haber encontrado esta casa de muñecas. Los regalos para los niños son
siempre un problema.
—¿Tiene usted muchos hijos?
—Somos una familia enorme —contestó y ella tuvo que contentarse con esa
respuesta.
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Capítulo 2
DAISY se pasó todo el día empaquetando la casa de muñecas. Envolvió cada
pieza del mobiliario con mucho cuidado e hizo aun inventario completo de su
contenido. Mientras lo hacía no dejó ni un momento de pensar en el señor der
Huizma. ¿Quién sería exactamente?, se preguntó. Debía ser un hombre muy rico
para comprar ese regalo. Y seguramente también un hombre ocioso, ya que nunca
había mencionado nada sobre trabajo. ¿Viviría en Inglaterra o sólo iría de vez en
cuando?
Mientras tanto, el señor der Huizma, ajeno al interés de Daisy por él, hacía su
ronda por el edificio infantil de un hospital de Londres. Se acercó a un niño que
estaba llorando a pleno pulmón y lo levantó en brazos. A su lado había una
enfermera de mediana edad, pero que parecía mayor debido a las canas que
comenzaban a poblar su cabello. La mujer tenía unos bonitos ojos azules y un rostro
angelical.
—Tenga cuidado, le va a estropear el traje —y luego, cuando él la miró
sonriente, añadió—. ¿Qué va a hacer con él? No ha hecho ningún progreso.
—Sólo hay una cosa que podamos hacer —dijo, mirando a su ayudante.
—¿Mañana por la mañana? Habrá que decírselo a sus padres. Hablaré con ellos
esta tarde... El continuó visitando a los niños sin ninguna prisa.
Luego, cuando acabó, fueron al despacho de la enfermera para tomar un café.
Hablaron de los preparativos para la fiesta de Navidad. Pondrían un árbol, por
supuesto, del que los niños colgarían sus calcetines para los regalos e invitarían a los
padres a tomar el té.
El señor der Huizma apenas dijo nada. Él trabajaría en el hospital el día de
Nochebuena por la mañana y al terminar volaría en su avión particular a Holanda
para estar por la noche con su familia. Así lo había hecho desde que aceptó la plaza
de pediatra en el hospital. El día siguiente, el día de Navidad, iba al hospital de
Amsterdam en el que también trabajaba y se reunía con los niños de allí para celebrar
las fiestas. E incluso sacaba algo de tiempo para estar con su familia también...
Unos días antes de Navidad, llamó a la tienda para recoger la casa de muñecas.
Daisy, que estaba absorta limpiando un collar de esmeraldas, se dio la vuelta al oír la
puerta. Luego, le señaló la casa de muñecas empaquetada.
—Ya está lista. Debe tener cuidado de no golpearla. Todo está envuelto
cuidadosamente, pero el material es muy frágil y sería una pena que se rompiera
algo.
—Tendré cuidado. Y antes de dárselo a Mies, la desenvolveré para comprobar
que todo está bien.
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—Mies... ¡qué nombre tan bonito! Seguro que es una niña encantadora.
¿Cuántos años tiene?
—Cinco años.
Ella quería preguntarle si tenía algún otro hijo, pero él no parecía un hombre al
que le gustaran ese tipo de preguntas.
—Le diré a mi padre que lo ayude. ¿Ha traído el coche?
Él asintió.
—¿Va a volver a Holanda hoy mismo? —preguntó ella, suspirando
inconscientemente—. Su familia se alegrará de verlo...
—Eso espero —afirmó él—. Se supone que las navidades son unas fiestas que
deben pasarse en familia —se quedó mirándola—. ¿Y usted? ¿Tiene alguna reunión
familiar?
—¿Yo? Oh, no. Quiero decir que sólo estaremos papá, mamá y yo. Pero lo
pasamos muy bien juntos.
El señor der Huizma pensó en ella sola con sus padres y se entristeció. En ese
momento entró el señor Gillard en la tienda.
Entre los dos hombres llevaron el paquete al coche. Antes de marcharse, él entró
en la tienda para dar a Daisy las gracias por su trabajo y para desearle que pasara
unas felices navidades.
Por su forma de decirle adiós, Daisy se temió que no se volverían a ver.
Durante las fiestas, pensó en él muchas veces. El día de Nochebuena estuvieron
trabajando en la tienda hasta casi la hora de la cena y el día de Navidad lo pasaron,
como era habitual, abriendo los regalos, yendo a la iglesia y comiendo juntos. Al día
siguiente, también fiesta, se reunió por la tarde con unos amigos, pero también
encontró tiempo para acordarse de él.
Los días que seguían a las fiestas solían ser muy tranquilos. La gente no tenía
dinero para antigüedades. Así que Daisy aprovechaba para limpiar y ordenar y su
padre se iba fuera a buscar nuevo material.
El señor Gillard volvió muy satisfecho con un juego de té de plata de estilo
georgiano. También adquirió un cuadro holandés y un biombo dorado de cuero del
siglo XVIII en muy buen estado, aunque los dibujos chinos estuvieran algo
oscurecidos por el polvo y la suciedad acumulados durante años. Había pagado por
él algo más de lo que se podía permitir, pero quizá lo consiguiese vender
ventajosamente.
Daisy se dedicó a limpiarlo y lo dejó como nuevo después de varios días de
paciente trabajo. Mientras lo hizo, tuvo mucho tiempo para pensar en el señor der
Huizma, incluso sabiendo que quizá no volviera a verlo jamás.
Poco después de terminar la restauración del biombo, hacia finales de enero,
entraron dos ancianos en la tienda. La saludaron cortésmente y le dijeron que
querían echar un vistazo.
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Estuvieron mirando los objetos de la tienda durante largo tiempo. Hablaban en
una lengua extranjera, aunque con el padre de Daisy hablaron en inglés. Cuando
descubrieron el biombo demostraron una gran emoción, impropia de dos personas
de su edad. No hubo necesidad de que su padre se lo describiera. Ellos parecían
saber incluso más que él acerca del objeto. Lo examinaron detenidamente y luego,
preguntaron su precio. Después de que su padre se lo dijera, sacaron el talonario sin
más tardanza.
—Le explicaré algo —comenzó a decir uno de los caballeros—. Este biombo, que
usted dice haber comprado en una subasta en el estado de Kings Poulton, perteneció
a nuestra familia. Usted puede ver las iniciales en el borde superior. Son de una
antepasada nuestra que vino a Inglaterra en el siglo XVIII para casarse y se trajo el
biombo, incluido en su dote. Nosotros intentamos recuperarlo, pero nos dijeron que
había sido destruido, así que ya puede imaginarse nuestra alegría curando lo hemos
descubierto... y en tan buen estado.
—Eso tienen que agradecérselo a mi hija —dijo el señor Gillard—. Estaba
bastante deteriorado.
Los tres hombres se giraron hacia ella, que les sonrió.
—Es muy bonito —les dijo—. No sé dónde viven ustedes, pero tendrán que
tener cuidado para transportarlo. Es muy frágil.
—Lo llevaremos de vuelta a nuestra casa en Holanda, cerca de Amsterdam. Y le
podemos asegurar que tendremos mucho cuidado al transportarlo.
—Pueden enviarlo por correo, debidamente empaquetado.
—Tendría que ser por correo certificado, desde luego —dijo uno de ellos, el
mayor, que tenía bigote. Luego, hizo una pausa y se volvió hacia su compañero.
—¿Quizá podría usted encargarse de llevarlo a Holanda, señorita? Ya que lo ha
restaurado, sabrá usted mejor que nadie cómo debe transportarse. Y luego, podrá
quedarse a revisarlo para asegurarse de que no ha sido dañado durante el viaje.
—¿Yo? —preguntó Daisy—. Bueno, la verdad es que me encantaría, pero no sé
si estoy cualificada para esa tarea.
—¿Pero lo haría si se lo pidiéramos?
Ella miró en dirección a su padre.
—Es una buena idea, Daisy. Puedes hacerlo perfectamente. Necesitarás un día
para llevarlo y otro para volver, aparte de uno o dos días de estancia allí para
comprobar que todo está bien.
—Muy bien, lo haré encantada. Necesitaré un par de días para empaquetarlo...
El caballero del bigote le tendió la mano.
—Gracias, señorita. Volveremos mañana para discutir todos los detalles. Mi
nombre es Heer van der Breek.
Daisy le dio la mano.
—Yo soy Daisy Gillard. Me alegro de que hayan encontrado el biombo.
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Su acompañante le dio también la mano. Luego, ambos se despidieron del
padre y se marcharon.
—¿Estás seguro de que puedo hacerlo? —preguntó Daisy una vez estuvieron
solos—. Yo no sé hablar holandés.
—Eso no será ningún problema. Podrás hacerlo perfectamente. Además,
mientras estás allí, podrás ir a la tienda del señor Friske en Amsterdam. Acuérdate
que me escribió para decirme que tenía una cubitera para enfriar el vino de estilo
georgiano que quizá me interesara. El coronel Gibbs me ha pedido una, así que si
compruebas que es auténtica, la puedes comprar y traértela contigo.
—¿Dónde me hospedaré? —preguntó Daisy.
—Oh, ellos te recomendarán algún hotel...
Fue sorprendente lo rápido que todo estuvo arreglado. En menos de una
semana, Daisy estaba de camino a Holanda con el biombo. Llevaba dinero, su
pasaporte y la dirección en su bolso de mano. Aparte, llevaba una maleta con todo lo
necesario para pasar fuera unos pocos días. Se quedaría en la casa de Mijnheer van
der Breek para asegurarse de que el biombo se desempaquetaba e instalaba
adecuadamente. Luego, iría a Amsterdam a la tienda del señor Friske y se hospedaría
en un hotel cercano el tiempo que hiciera falta. Aunque seguramente dos o tres día
sería suficiente.
Iba en una furgoneta de reparto, acompañada por el conductor y a pesar de su
aparente calma, estaba muy excitada. Su acompañante era muy simpático y le contó
que estaba algo triste por tener que perderse el cumpleaños de su hija mayor.
—Aunque la compraré algo especial en Amsterdam —comentó él.
Cruzaron el Atlántico en el ferry nocturno. Mijnheer van der Breek lo había
arreglado para que no les faltara dinero en el viaje.
Estaba lloviendo cuando desembarcaron por la mañana temprano. Daisy no se
esperaba ese clima tan húmedo ni ese paisaje tan llano. Pararon a tomar un café y
luego siguieron su camino
—Dentro de poco tendremos que desviarnos —comentó el conductor.
río.
Circunvalaron Amsterdam y tomaron un camino rural que corría paralelo a un
—El río Vecht —dijo Daisy, señalándolo en el mapa.
Era un camino precioso, rodeado por dos hileras de árboles y desde el que se
podían ver casas rurales dispersadas aquí y allá. En la otra orilla podían verse más
casas y algunas parecían residencias señoriales.
Poco después, cruzaron un puente.
—¿Está por aquí cerca? —preguntó Daisy—. ¿No será una de estas casas? Son
preciosas...
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Se metieron por un camino al que se accedía a través de unas puertas de hierro
forjado y se pararon frente a la entrada de una casa ante la que se veían unas
escaleras de piedra. La casa mostraba hileras de ventanas bien ordenadas bajo un
tejado con aguilones. Al lado de la puerta había una campanilla para llamar. Daisy se
bajó de la furgoneta y la observó con ojos expertos. Debía ser una casa del siglo XVII.
El conductor bajó también y tocó la campanilla. Su sonido debía llegar a
cualquier lugar de la casa. Al poco, un hombre corpulento les abrió la puerta. Daisy
le presentó la carta que Mijnheer van der Breek le había dado en Inglaterra.
El hombre la invitó a entrar, cosa que Daisy hizo, advirtiéndole prudentemente
al conductor que esperara en la furgoneta. La muchacha entró en un vestíbulo oscuro
que tenía al fondo una doble puerta de cristal. El mayordomo la abrió y ambos
entraron en un cuarto, igualmente oscuro, donde Mijnheer van der Breek estaba
sentado.
Tras recibir la carta de manos del mayordomo, Mijnheer van der Breek se
levantó para dar la mano a Daisy.
—¿Tiene el biombo? Eso es estupendo. Es una lástima que mi hermano esté
indispuesto. De no ser así, habría compartido conmigo el placer de recibirla.
—El biombo está fuera en la furgoneta. Si me dice dónde quiere ponerlo, le diré
al conductor que lo baje.
—No, no, joven. Cor ayudará al hombre. Aunque usted tendrá que supervisar
cómo lo mueven, por supuesto. Hemos decidido que lo vamos a colocar en el salón.
Cuando lo hayan puesto allí, iré a decirles personalmente dónde queremos que vaya
exactamente.
Daisy habría preferido descansar cinco minutos con una taza de té, pero parecía
que eso no iba a ser posible. Así que volvió a la furgoneta con Cor y observó cómo
los hombres sacaban el biombo cuidadosamente y lo metían en la casa. El salón era
grande y majestuoso, con ventanas altas y estrechas, cubiertas con cortinas de
terciopelo rojo. Los muebles eran antiguos, pero no de una época que a Daisy le
gustara especialmente, ya que eran oscuros, pesados y vagamente teutónicos.
Aunque tenía que admitir que serían un buen escenario de fondo para el biombo.
Tardaron bastante tiempo en colocar el biombo según las indicaciones de
Mijnheer van der Breek. Luego, éste sugirió a Daisy tomar el almuerzo antes de
desenvolver y examinar dicho biombo. Sólo cuando el propietario de la casa vio su
tesoro a salvo, envió a por su ama de llaves para que enseñara a Daisy su dormitorio.
Daisy se despidió del transportista, recordándole que tuviera cuidado con la
carretera y encargándole que le dijera a su padre que habían llegado bien. Después
siguió al ama de llaves por las escaleras de madera tallada.
Fue conducida a lo largo de la galería que recorría la planta de arriba hasta un
pequeño pasillo, bajaron unas escaleras, tomaron otro pasillo y finalmente llegaron a
un dormitorio colocado en una de las esquinas de la casa. Tenía ventanas en dos de
las paredes y el techo alto. La cama tenía un dosel y el suelo, cubierto por diversas
alfombras, era de madera. En una de las esquinas, podían verse una pequeña mesa y
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dos sillas. También había una cómoda de mármol con un espejo de marquetería con
dos floreros, feos, pero muy valiosos. Aunque los muebles no le gustaban
especialmente, Daisy tenía que admitir que aquella casa estaba llena de
antigüedades. El cuarto de baño, sin embargo, ganó inmediatamente su aprobación.
Se arregló el pelo, se retocó ligeramente el rostro y bajó dispuesta a comer algo.
Comieron en un salón un poco más pequeño que aquél al que habían llevado el
biombo, aunque, al igual que el otro, espléndidamente amueblado. Un mantel de tela
de Damasco cubría la mesa y sobre él había colocada una vajilla de china y plata. Fue
una lástima que el almuerzo no estuviera a la altura de lo que le rodeaba.
—Un ligero almuerzo de media mañana —explicó Mijnheer van der Breek,
describiéndolo exactamente.
Una sopa ligera, una fuente de carne fría y una de quesos, y un plato de
panecillos que no fueron capaces de satisfacer el apetito de la invitada. Pero el café
estaba delicioso.
Probablemente, la cena sería más sustanciosa, pensó Daisy con esperanza,
levantándose de la mesa para ir a examinar el biombo como esperaba su anfitrión.
Estuvo toda la tarde revisando cuidadosamente cada centímetro del biombo,
quitando cada mota de polvo y asegurándose de que la luz no era demasiado fuerte
y de que el dorado no había sufrido daños. Lo hizo relajadamente, sin notar el paso
del tiempo y se detuvo sólo cuando el ama de llaves llegó con una bandeja de té.
Continuó trabajando después hasta que fue informada de que la cena se serviría a las
siete. Entonces, subió a su cuarto para cambiarse de ropa. Se puso un vestido de
punto de color marrón que no le sentaba especialmente bien, pero que no se arrugaba
al ir empaquetado.
Los dos propietarios de la casa estuvieron presentes en la cena, así que Daisy
pasó bastante ocupada la velada contestando a sus preguntas. La cena fue bastante
sustancial, cosa que alegró bastante a Daisy. Había chuletas de cerdo con guarnición
de remolacha, escarola cocida y patatas con mantequilla. De postre tomaron pudding
de vainilla con salsa de frutas. Daisy pensó que en aquella casa o no había un buen
cocinero o a los caballeros no les gustaban las comidas demasiado elaboradas. Pero,
de nuevo, el café estaba delicioso. Mientras lo tomaban, discutieron sobre su partida.
—¿Qué tal mañana al mediodía? —sugirió Mijnheer van der Breek, mirando a
su hermano, quien asintió—. La llevarán a Amsterdam. Tiene que hacer allí un
recado a su padre, ¿no es así? Le agradecemos mucho que haya venido a traernos el
biombo, pero estamos seguros de que estará deseando terminar sus tareas y volver a
su casa lo antes posible.
Daisy esbozó una sonrisa y pensó que, aunque adoraba su casa y a sus padres,
le encantaba estar sola en un país extranjero. Decidió que vería todo lo que pudiera
de Amsterdam, incluso llamaría a su padre en cuanto llegara y le pediría quedarse
otro día más... Había allí algunos museos que le gustaría visitar.
Al día siguiente, el mayordomo la llevó a Amsterdam en un precioso Daimler.
El hotel en el que su padre la había reservado habitación era pequeño y acogedor.
Estaba situado en una calle pequeña dividida por canales. El dueño hablaba inglés y
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la condujo, escaleras arriba, hasta una pequeña habitación que daba a la calle. La
recordó que la cena se serviría a las seis y luego se volvió a su pequeño cubículo de la
entrada.
A esas horas el cielo estaba ya muy oscuro. Era demasiado tarde para visitar la
tienda del señor Friske, así que Daisy se dedicó a arreglarse relajadamente, a sacar las
cosas de la maleta y a estudiar el mapa de la ciudad, sentada al lado de la ventana.
Sería complicado llegar hasta allí, pensó, cuando por fin encontró la pequeña plaza
donde estaba la tienda del señor Friske. Pero no importaba, tenía todo el día
siguiente para buscarlo. Además, como su padre la había animado para que se
quedara un segundo día, dedicaría otro día entero a visitar la ciudad antes de tomar
el ferry de vuelta.
A las cinco y media, bajó al pequeño salón de la planta baja y vio que había ya
una docena de personas sentadas. Todos eran holandeses. La saludaron
amablemente y se sentó a cenar, disfrutando del ambiente. Había sopa, chuletas de
cerdo con verduras y patatas, y, de postre, natillas. Una comida sencilla, comparada
con la del señor Mijnheer van der Breek, pero mucho más exquisita...
Durmió muy bien esa noche y, a la mañana siguiente, desayunó bollos y queso
con carne fría, tomando varias tazas de café. Y así, fortalecida, comenzó su viaje hacia
la tienda del señor Friske. En el hotel no se daban comidas, aunque ella no tenía
intención tampoco de volver hasta la noche. Mientras caminaba, vio a su paso
bastantes cafeterías donde podría tomar un aperitivo a media mañana.
Se perdió varias veces, pero, como era una chica sensata, no llegó en ningún
momento a ponerse nerviosa. De todas maneras, se alegró cuando llegó a la tienda.
Ésta era pequeña y vieja y el escaparate estaba lleno de pequeñas antigüedades. Pasó
varios minutos mirándolas antes de entrar. El lugar era muy oscuro y estaba atestado
de piezas y muebles, de manera que tuvo que andar con bastante cuidado para ir al
encuentro del anciano que estaba sentado en una mesa en medio de la sala.
—Buenos días —dijo, extendiendo la mano.
Daisy se dio cuenta en seguida de que no era un hombre que perdiera el tiempo
en conversaciones banales, ya que apenas alzó los ojos de la cafetera de plata que
estaba limpiando.
—Soy Daisy Gillard. Usted habló con mi padre y le dijo que tenía una cubitera
para enfriar el vino de estilo georgiano. ¿Podría verlo?
—¿Ha venido a comprarla? ¿Es usted capaz? —contestó el hombre con un fuerte
acento.
—Mi padre cree que sí.
El hombre se levantó despacio y la condujo hasta el interior de la tienda. Sobre
una sólida mesa, estaba colocada la cubitera. El hombre permaneció en silencio
mientras Daisy la examinaba. Era una pieza espléndida, estaba en muy buenas
condiciones y era auténtica.
—¿Cuánto quiere por ella?
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El precio era muy alto, aunque era lo que ella había esperado. Después de
media hora, se pusieron de acuerdo y Daisy le firmó un cheque, asegurándole que
iría al día siguiente para preparar la pieza convenientemente, ya que era bastante
delicada. Finalmente, salió de la tienda, contenta de tener todo el día por delante
para pasear.
Volvió al hotel ya tarde, cansada, pero contenta. Había visitado el Rijksmuseum,
dos iglesias, la casa de Anne Frank y había hecho un pequeño viaje en barco por uno
de los canales. Sólo se detuvo una vez para tomar un daas broodje y una taza de café.
Durante la cena contó a sus compañeros dónde había estado y éstos asintieron
con aprobación y la animaron a visitar aquella noche la plaza de Leidesplein, cuyos
pequeños cafés se llenaban de jóvenes a esas horas.
Daisy, animada después de aquel día en el que todo le había salido bien, decidió
ir. No estaba lejos y aunque la noche era un poco fría, había luna y mucha animación
por las calles. En seguida encontró el camino y se metió en uno de los cafés. Después
de estar un rato sentada observando a la gente, pagó y se dirigió de vuelta al hotel.
Pero el regreso no le resultó tan sencillo. Se confundió de camino y al girarse
bruscamente, buscando la calle por donde había ido, dio un paso hacia atrás y se
cayó en uno de los canales.
Emergió de la helada superficie y su primer pensamiento fue que
afortunadamente no llevaba consigo nada valioso. El segundo fue de terror. El agua
no sólo estaba fría, sino que olía horriblemente mal... y sabía peor. Probablemente
estaría llena de ratas.
Pidió auxilio y comenzó a nadar, incómoda por la ropa, hacia la orilla. Una vez
allí, las piedras estaban muy resbaladizas y resultaban demasiado inclinadas para
poder salir. Volvió a gritar y, de repente, una mano milagrosa la agarró con firmeza y
la sacó de allí.
—¿Le duele algo? —preguntó su salvador.
—No —contestó ella, medio arrodillada sobre los adoquines.
—Sólo está empapada y... desprende un olor horrible —añadió una voz
conocida.
El hombre se agachó y la agarró para que se pusiera en pie.
—Venga conmigo.
—¡Señor Huizma! —exclamó Daisy—. Es usted, ¿verdad? —añadió la
muchacha.
Era maravilloso haber sido rescatada, pero, ¿por qué no podía haber sido por un
desconocido? ¿Por qué tenía que ser alguien que pensaba de ella que era una
muchacha educada, tranquila, con muchos conocimientos en antigüedades y a la que
le gustaban los paseos a la orilla del mar...? Ahora pensaría de ella que era una
persona tonta y torpe.
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—Pues sí, soy yo —contestó, agarrándola por un brazo—. Al otro lado del
puente está el hospital donde trabajo. Allí podrás lavarte y ponerte ropa seca y
limpia. ¿Has perdido algo en el canal?
—No, sólo llevaba unos cuantos gulden encima. Me di la vuelta para ver dónde
estaba y...
—Claro, claro, es lo más natural. Por aquí.
El hospital estaba muy cerca y, cuando llegaron, él la dejó en manos de una
enfermera delgada que esbozó una sonrisa y se la llevó sin que tuviera apenas
tiempo de dar las gracias al señor der Huizma. Le quitaron la ropa, la metieron
debajo de una ducha caliente, le lavaron el pelo y le pusieron una inyección. La
enfermera, que hablaba bien inglés, esbozó una sonrisa.
—Por las ratas —dijo, metiendo la aguja—. Por precaución.
Le dieron un café caliente, la envolvieron en una bata blanca demasiado grande
para ella y en una gruesa manta. Luego, la dejaron sola en uno de los cubículos. En
seguida, se encontró físicamente recuperada, aunque su mente estaba agitada. No
tenía ropa, pensó, se la habían quitado y aunque la lavaran, nunca se secaría lo
suficientemente rápido para que se la pudiera poner. ¿Cómo volvería al hotel? Nadie
le había preguntado nada, pensó. Así que comenzó a preocuparse.
De repente, las cortinas del cubículo se abrieron y la enfermera delgada
apareció. A su lado, estaba el señor der Huizma. Daisy miró a ambos de hito en hito.
—¿Mi ropa? ¿Me podrían...?
—El señor der Huizma la llevará a su hotel y le explicará lo que ha ocurrido —
dijo la enfermera en un tono amable, aunque firme—. ¿Podría traernos la bata y la
manta por la mañana?
—¡Oh! Por supuesto, gracias. He sido una molestia, me temo. ¿Me puedo llevar
la ropa?
—No. La están lavando y desinfectando. Podrá llevársela por la mañana.
Daisy evitó la mirada del doctor.
—Siento haberles causado tantas molestias. Se lo agradezco mucho...
La enfermera esbozó una sonrisa.
—Es bastante normal que la gente, incluso los coches, se caigan en los canales...
—¿Nos vamos, señorita Gillard?
De manera que Daisy, envuelta en la manta y con unas zapatillas cuyo tamaño
le impedía caminar bien, salió del hospital detrás del doctor, que la condujo hasta un
Rolls Royce de color gris que estaba aparcado fuera.
Fue un paseo corto y después de desearle una agradable estancia en
Amsterdam, el doctor no tenía mucho más que decirle. A Daisy, por su parte,
tampoco le parecía un buen momento para tener una conversación relajada.
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La acompañó al hotel y habló brevemente con el propietario en holandés, por lo
que Daisy no entendió nada. Finalmente, se volvió hacia ella y se despidió con un
apretón de manos que a Daisy le pareció extrañamente cálido.
A la mañana siguiente, con ropa limpia y el cabello perfectamente arreglado,
tomó un taxi hasta el hospital. Cambió la bata, las zapatillas y la manta por su ropa y
dio las gracias una vez más a la enfermera, que asintió con amabilidad y le deseó una
feliz estancia.
No vio allí aquella mañana al señor der Huizma. Él, probablemente, era un
especialista que iría sólo cuando fuera requerido por causas mayores. De todas
maneras, Daisy prefería no verlo por el momento.
El señor Friske tenía la cubitera ya empaquetada y lista para entregársela. Ella
dijo que la recogería aquella tarde a última hora y se marchó dispuesta a disfrutar el
resto del día viendo escaparates, visitando el centro y comprando algún regalo.
Como era bastante precavida, había dejado el paquete con la ropa que le habían
devuelto en el hospital, en la tienda del señor Friske. El abrigo, en cambio, lo llevó a
una tintorería para que se lo secaran en el transcurso del día. Todo le estaba saliendo
bien aquella mañana y esperaba poder disfrutar a partir de ese momento de su
tiempo libre.
Y así fue. Visitó todo lo que pudo: otro museo, una iglesia o dos y varias tiendas
de antigüedades, así como algunas tiendas de regalos que había alrededor de
Bijnenkorf.
Fue al final de la tarde, después de tomarse una taza de té y un trozo de tarta de
nata, cuando se dirigió hacia la tienda del señor Friske.
Caminó por las estrechas calles, pensando en su estancia en Holanda. Había
sido muy agradable, a pesar del incidente del canal que, por otra parte, había sido el
motivo por el que había vuelto a coincidir con el señor der Huizma. A pesar de que
ése no habría sido el encuentro que ella había soñado precisamente. Sabía que no era
una belleza y, completamente empapada por el agua de un canal, no debía estar
mucho mejor. Tampoco había mucha elegancia en estar envuelta con una manta de
hospital.
Ya casi en la tienda del señor Friske, en una calle estrecha y tranquila con las
puertas y ventanas de las casas completamente cerradas, de repente, sintió miedo.
Demasiado tarde. Alguien agarró su bolso y cuando trató de recuperarlo, otra
persona la golpeó en la cabeza. Se cayó al suelo y notó un dolor agudo antes de
desmayarse.
Los dos hombres desaparecieron tan silenciosamente como habían aparecido. Y
diez minutos después, un hombre en bicicleta la encontró. Poco después, una
ambulancia la llevaba al hospital.
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Capítulo 3
EL SEÑOR der Huizma se dirigía a la salida, después de operar a un bebé,
cuando se encontró en el vestíbulo con la enfermera que atendió a Daisy después de
caerse en el canal. También ella iba hacia su casa. Se detuvo a saludarla, ya que se
conocían desde hacía bastante tiempo, y le preguntó qué tal iba todo.
—Estoy muy ocupada, igual que usted, señor. A propósito, la chica inglesa está
otra vez aquí...
El hombre se detuvo.
—En teoría, ella tendría que haber vuelto ayer a Inglaterra. ¿Qué le ha
sucedido?
—La atacaron y sufre una contusión. La trajeron aquí alrededor de las cinco de
la tarde. No tenía consigo su documentación, por supuesto, se lo quitaron todo.
Preguntamos en el hotel y el dueño no pudo darnos demasiada información, sólo que
había pagado la factura y pensaba marcharse aquella misma noche.
El señor der Huizma dio un suspiro y se dio la vuelta.
—Quizá yo pueda ayudar. Tendríamos que avisar a su padre...
La enfermera de la sala donde había sido llevada Daisy les informó que habían
intentando ponerse en contacto con los padres sin éxito.
—Está todavía inconsciente ¿Quiere verla, señor? El doctor Brem está en este
momento con ella.
Daisy estaba tumbada en la cama. Tenía el pelo recogido en una trenza y los
brazos sobre el borde de la colcha. Estaba muy pálida y fruncía el ceño de vez en
cuando, dormida.
El señor der Huizma hizo un gesto a su colega.
—¿Ha sufrido alguna fractura? ¿Algún daño en el cerebro?
—Creemos que no. Sólo una fuerte contusión, pero todos los reflejos responden
con normalidad. ¿Ha visto a la enfermera?
—Sí —respondió el señor der Huizma, inclinándose sobre el lecho—. Daisy,
¿puedes oírme?
La muchacha volvió a fruncir el ceño, pero no llegó a abrir los ojos.
—Váyase, estoy dormida —balbuceó—. Me duele mucho la cabeza.
El señor Huizma tomó su mano.
—Pobrecita. Te darán algo para ese dolor y cuando despiertes te sentirás mucho
mejor. ¿Iba a ir tu padre a esperarte a Harwich?
—¿Cómo si no iba a poder llevar la cubitera por toda Inglaterra? Váyase.
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Betty Neels – Sentimientos Encontrados
Eso hizo. Se dirigió inmediatamente al despacho de la enfermera para
telefonear.
Su padre, que esperaba impaciente el ferry en el muelle, se sorprendió al oír su
nombre por los altavoces.
—Una llamada desde Holanda —le informaron en la pequeña oficina del
puerto.
—¿Daisy?
—Soy Jules der Huizma, señor Gillard. Daisy ha sufrido un accidente. No ha
sido grave, una simple contusión. Acabo de estar con ella y está empezando a
despertarse. Está siendo bien cuidada y puedo asegurarle que no tiene por qué
preocuparse. Se quedará en el hospital varios días y yo mismo me cuidaré de que
vuelva a Inglaterra sana y salva.
—¿Qué ha pasado exactamente?
—La asaltaron y le quitaron el bolso, así que será necesario un nuevo pasaporte
y dinero, pero todo se solucionará.
—¿Debería ir yo? ¿O mi esposa?
—No hay necesidad de ello, a menos que sientan un deseo muy fuerte de
hacerlo. Ella debe descansar algunos días y ustedes sólo podrían visitarla
brevemente. Yo les llamaré cada día y les iré diciendo cómo está. Por cierto, habló
algo de una cubitera para enfriar el vino. ¿Hay algo que pueda yo hacer?
—Sí, sí. El señor Friske... le explicaré...
—Yo me encargaré de todo, no se preocupe —le dijo después de escuchar la
explicación del hombre.
Luego se dirigió a su casa, preguntándose por qué demonios se habría
comprometido a ayudar a una persona a la que apenas conocía. Aquellos días ya
estaba bastante ocupado sin tener que ocuparse de recuperar cubiteras para enfriar el
vino ni de hacer llamadas para informar al padre de Daisy.
Después de ducharse y cambiarse de ropa, bajó al salón para desayunar. Allí se
reunió con un hombre de edad avanzada, delgado y de severa expresión, que le dio
los buenos días antes de insinuarle en tono acusador que había llegado muy tarde a
casa aquella mañana.
—No está bien que esté siempre fuera. Usted es un hombre muy importante.
—Es mi trabajo, Joop, y me gusta —contestó con una sonrisa—. ¡Estoy
hambriento!
Tuvo un día tan ocupado, que apenas se acordó de Daisy, pero cuando salió del
hospital fue a visitarla.
La enfermera le informó de que había estado despierta durante largos períodos
y que se había bebido obedientemente todos los medicamentos que le había dado.
Apenas había hablado.
—Parece que está preocupada por una cubitera para enfriar el vino.
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—Ah, es cierto, la recogeré de camino a casa. Me gustaría verla unos minutos si
no es contraproducente.
La enfermera esbozó una sonrisa amplia, pensando en lo cortés y detallista que
era él. Lo llevó a la cama de Daisy y se quedó mirando a la muchacha, pensando si al
señor der Huizma le parecería tan guapa como a ella. Seguro que sí, a pesar de estar
comprometido...
El señor der Huizma no veía a Daisy de ese modo, sino con ojos profesionales.
El doctor Brem le había asegurado que ella se estaba recuperando con toda
normalidad. Unos días más y estaría perfectamente.
Daisy, al alzar la vista, pudo comprobar también que la mirada de él era
completamente profesional, que no era la mirada amable de aquel hombre agradable
con el que había paseado por la playa.
—Buenos días, señor der Huizma. Ya estoy casi bien.
—Dentro de un par de días estarás recuperada del todo —aseguró él—. Esta
tarde iré a ver al señor Friske. ¿Quieres que le diga algo?
—Es usted muy amable. Me imagino que el hombre se estará preguntando por
qué no fui a recoger la cubitera y mi ropa. ¿Puede decirle que iré dentro de unos días
a por ellas?
—Te será un poco complicado tener que llevar la cubitera tú sola, ¿no crees?
—Un poco, pero no se preocupe. Gracias por ir a verlo —la muchacha frunció el
ceño—. ¿Quién le ha hablado de él?
—Tu padre me lo dijo. Le telefoneé para decirle lo que había ocurrido.
—Muchas gracias. Siento causarle tantas molestias.
—No es ninguna molestia. Me alegra que te hayas recuperado tan rápidamente
—el hombre hizo una pausa y una sonrisa iluminó su rostro—. ¡Que duermas bien!
El hombre se dio la vuelta hacia la puerta, pero se detuvo antes de salir.
—Te lo tenía que haber dicho antes de nada. Tus padres saben que te encuentras
en buenas manos y te envían un abrazo. Pensaban venir, pero les dije que no había
necesidad ya que volverías a casa en pocos días.
Una vez que él salió de la habitación, Daisy cerró los ojos y repasó la
conversación. Había sido breve e impersonal, y lo había notado nervioso, a pesar de
sus modales tranquilos y educados. Probablemente, la consideraba una molestia y se
alegraría de que se marchara pronto. En ese momento, dejó escapar dos lágrimas.
Estaba triste y, además, sólo sabía causar problemas, pensó.
La enfermera llegó justo entonces. Estaba haciendo la ronda nocturna.
—¿Está llorando? ¿Le ha dicho algo malo el señor der Huizma?
—No, no. Ha sido muy amable —consiguió decir—. Es que me duele un poco la
cabeza...
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Se tomó unas pastillas y bebió un poco de agua. Luego, volvió a repetir que se
encontraba bien y cerró los ojos. No creía que pudiera dormirse, pero si los mantenía
cerrados, la enfermera informaría al personal de guardia que se había quedado
dormida. Eran tan amables con ella... Pero le gustaría estar de vuelta en su casa para
poder olvidar al señor der Huizma.
Después de arreglar todo con el señor Friske, el señor der Huizma recordó con
cierto fastidio que esa noche tenía que ir a cenar a casa de unos amigos con su
prometida. Pero antes de eso podía hacer unas cuantas cosas que sí eran de su
agrado como leer el correo, hacer unas llamadas telefónicas y estudiar las fichas de
algunos pacientes.
Se dirigió a su apartamento, donde le recibió Joop con la bandeja del café
preparado, acompañado de un pequeño perro de aspecto bastante soso. Le dio las
gracias a Joop por el café y se sentó frente a su escritorio, donde el perro se acercó
para jugar con él.
En la bandeja había galletas, así que le ofreció una al perro mientras él se
tomaba el café.
—Tengo que salir esta noche, Bouncer, y no es que me apetezca especialmente.
He llegado a la conclusión de que no soy una persona muy sociable. Cuando vuelva,
daremos un paseo antes de irnos a dormir.
Bouncer dejó caer la lengua y se puso a jadear. Luego, se comió la última de las
galletas y se tumbó a los pies de su amo. El señor der Huizma solía decir a sus
amigos que ese perro era un ejemplar único. De cuerpo largo y delgado, y cubierto
de un pelo largo y sedoso, tenía las patas muy cortas y orejas demasiado largas.
Tenía unos ojos muy bonitos de color ámbar, el corazón de un león y, lo más
importante, amaba a su amo incondicionalmente. El perro, al poco, cerró los ojos y se
puso a dormitar mientras el señor der Huizma abría la primera de las cartas.
Poco después, el señor der Huizma se levantó y recorrió la casa para salir al
jardín, seguido de Bouncer. La noche era fría y el cielo estaba despejado. Estaba
helando. El señor der Huizma se puso a pasear de un lado para otro, recordando el
día que estuvo en la playa en Inglaterra con Daisy. Había sido un paseo muy
agradable, en el que habían ido en silencio la mayor parte del tiempo y la chica,
siempre que había hablado, había sido para decir algo sensato. Se le escapó un
suspiro sin razón ninguna, silbó a Bouncer y se fue a cambiar para la cena.
Helene van Tromp, la mujer que estaba deseosa de casarse con él, vivía con sus
padres en un piso enorme del barrio de Churchillaan. Ya no era una mujer joven,
tenía uno o dos años menos que el señor der Huizma, y él había cumplido ya los
treinta y cinco. Pero todo el mundo la consideraba una mujer muy bella. Era rubia y
de ojos azules, tenía unas facciones agradables y un cuerpo esbelto. Se mantenía en
forma gracias a sus constantes visitas al gimnasio y al salón de belleza. Siempre
vestía de un modo exquisito y llevaba un peinado perfecto. Cuando el señor der
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Huizma pasó a recogerla, tuvo cuidado de no despeinarla al darle un beso en la
mejilla.
—Llegas tarde —le regañó ella—. Pensé que vendrías con tiempo de charlar un
rato con papá y mamá. Como los ves tan de cuando en cuando... —añadió con una
sonrisa encantadora—. Por supuesto, que cuando estemos casados, podrás pasar
mucho más tiempo con ellos...
—Estaré tan ocupado entonces como lo estoy ahora —remarcó él.
Ella se echó a reír.
—No seas tonto, Jules. Tú dejarás tu trabajo en el hospital cuando nos casemos y
montes tu propia consulta. Entonces tendremos más tiempo libre para divertimos y
ver a nuestros amigos.
Jules pensó que aquello no le apetecía demasiado. Él apreciaba a sus amigos,
que eran personas trabajadoras como él y estaban casados con el tipo de mujer
adecuado para formar una familia. Pero los amigos de Helene no le caían demasiado
bien. Confiaba, aunque no demasiado, en que una vez que estuvieran casados, ella se
sintiera más inclinada hacia las amistades de él.
Cuando se despidieron de los padres de Helene, se dirigieron a la casa donde se
celebraba la fiesta.
—Una noche echada a perder —le dijo a Bouncer cuando llegó a su casa, mucho
más tarde.
No sabía por qué no podía disfrutar de ese tipo de reuniones. En ellas sólo
trataban de divertirse y de divertir a los demás, y nunca hablaban de nada
interesante.
Poco después, mientras subía las escaleras para irse a la cama, se preguntó por
qué querría casarse con Helene e incluso dudó de si alguna vez había estado
enamorado de ella. Se dio cuenta de que ese pensamiento no era el más adecuado
para meterse en la cama, pero estaba cansado debido a lo mucho que trabajaba y no
tardó en dormirse. Eso sí, después de que le viniera a la mente la cara de Daisy.
Dos días después, el doctor Brem le dio el alta a Daisy y así se lo dijo a el señor
der Huizma cuando se lo encontró en el hospital.
—¿Se va hoy mismo?
—No, todavía no. Ella tiene que arreglar algunos asuntos todavía. Hoy creo que
llegaba su nuevo pasaporte y el dinero para el viaje de vuelta, pero creo que tendrá
que quedarse un par de días más. ¿La verá usted de nuevo antes de que se vaya?
—Sí, tengo que ir a Utretht esta noche, pero estaré de vuelta antes de que se
vaya.
—Es una chica estupenda —comentó el doctor Brem—. La echaré de menos...
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Daisy hizo los preparativos para volver a Inglaterra. A última hora del día
siguiente tomaría el ferry. ¿La iría a visitar el señor der Huizma antes de que se
fuera?
Aquella mañana habló con la enfermera de su partida, cuando ésta le preguntó
qué haría hasta la noche, le mintió diciéndole que visitaría a un amigo de su padre.
—Bueno, tenga cuidado —le dijo la enfermera, dándole la mano.
Daisy pensó que el consejo era innecesario. Ella era una mujer adulta capaz de
cuidar de sí misma, aunque había que reconocer que tenía bastante facilidad para
meterse en apuros.
Diez minutos después, Daisy abandonó el hospital.
El señor der Huizma aparcó el coche en su plaza de garaje y se dirigió a hablar
con su ayudante. Luego, fue a ver a Daisy.
—Se ha marchado hace una media hora —le informó la enfermera—. El doctor
Brem le dijo que podía irse a casa, aunque le recomendó que se quedara uno o dos
días más. Pero ella lo tenía ya todo arreglado para regresar hoy a Inglaterra. Me dijo
que tenía pensado tomar el ferry nocturno.
—Pero son sólo las once de la mañana —remarcó el señor der Huizma.
—Sí, ya lo sé. Le pregunté qué iba a hacer el resto del día y ella me contestó que
iba a visitar a un amigo de su padre.
El señor der Huizma se arrepintió momentáneamente por haberse tomado aquel
día libre. Daisy iría a recoger la cubitera y seguro que volvería a meterse en
problemas...
Cuando llegó a la tienda del señor Friske se encontró a Daisy tratando de
agarrar el enorme paquete que contenía la cubitera.
—Oh —dijo ella con tono de enfado al verlo entrar en la tienda.
Ignorando el frío recibimiento, el señor der Huizma se acercó hasta donde ellos
estaban.
—¿Se está preguntando qué demonios va a hacer con ello? —preguntó con voz
alegre.
Daisy le lanzó una mirada fría.
—Pues no. Ya lo tengo todo arreglado.
El señor der Huizma miró al señor Friske, quien se encogió de hombros.
—La señorita Gillard quiere llevarse la cubitera con ella. ¿Quién soy yo para
impedírselo?
El señor der Huizma sonrió levemente.
—Yo voy a ir a Inglaterra esta noche en el ferry desde Hoek. Me sentiré muy
honrado si usted acepta que la lleve en mi coche.
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—No es necesario que se moleste —respondió Daisy—. Pero se lo agradezco de
todos modos .
—Oh, no dudo de que pueda llevar la cubitera usted sola, pero no sea terca, lo
que le estoy proponiendo es más práctico.
El señor der Huizma no esperó respuesta y le hizo una seña al señor Friske para
que sacara fuera el paquete.
—¿Dónde lo lleva? —quiso saber Daisy.
La muchacha comenzó a seguirlo, pero el señor der Huizma se puso en medio
de su camino.
—A mi coche. Sé sensata, Daisy —dijo él, tuteándola.
—Eso está muy bien, pero, ¿dónde piensa llevarla?
—La llevaremos a mi casa, donde te podrás quedar hasta que salgamos hacia el
ferry.
—Pero eso no puede ser. No creo que quiera invitarme a su casa. ¿Y qué hay de
su mujer...?
—No estoy casado y no sé por qué crees que no quiero invitarte a mi casa. No
recuerdo haberte dado a entender nada parecido —dijo el señor der Huizma con un
tono tan convincente que despejó todas sus dudas.
—Bueno, es usted muy amable.
—En absoluto. Ahora iremos a mi casa. Luego, podrás hacer lo que quieras el
resto del día. Quizá te apetezca ir de compras o a hacer turismo... Aunque sería más
sensato que te vinieras a comer conmigo, así podríamos hablar del viaje. Tendremos
que salir a las ocho a más tardar.
Salieron de la tienda. El señor Friske había colocado la cubitera y la maleta de
ella en el maletero del Rolls. Daisy se despidió de él y luego entró al coche.
Fueron en silencio, pero eso no la incomodó en absoluto. Al contrario, le
permitió pensar en la situación. Todo había sucedido demasiado rápido.
El señor der Huizma aparcó frente a su casa, salió del coche y le abrió la puerta
amablemente. Ella, una vez en la acera, se quedó observando la casa durante unos
momentos. Era muy antigua, pero estaba perfectamente conservada. Luego, subió las
escaleras junto a él y atravesaron la puerta rematada por un bonito travesaño.
El señor der Huizma saludó a su mayordomo, sonriendo.
—Éste es Joop. Cuida de la casa junto con su mujer, Jette. Habla inglés
perfectamente y estoy seguro de que te ayudará con cualquier cosa que necesites.
—La señorita Gillard irá esta noche conmigo a Inglaterra, Joop. Tomaremos el
ferry nocturno.
La expresión severa de Joop no se alteró lo más mínimo.
—Muy bien, señor. Les serviré un café en el salón. Si la señorita Gillard quiere
seguirme, le presentaré a Jette.
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El señor der Huizma había recogido un montón de cartas que estaban sobre una
mesa y comenzó a echarles un vistazo.
—Sí, muy bien, Joop —luego añadió, volviendo la cabeza en dirección a Daisy—
. Me reuniré contigo en seguida.
Joop la condujo para presentarle a su esposa, una mujer de mediana edad, cuya
cara era algo rellenita y en la que resaltaban sus ojos oscuros. Daisy se excusó y les
preguntó dónde estaba el baño. La mujer le señaló una puerta al final del pasillo a la
que Daisy se encaminó. Se metió dentro y se aseó un poco, a pesar de que no le hacía
ninguna falta. Luego, se quedó mirando su reflejo en el espejo, diciéndose que estaba
todavía menos atractiva de lo habitual. Finalmente, salió del cuarto de baño y se
encontró a Jette, que la estaba esperando. Ésta la condujo hasta donde estaba Joop,
quien la llevó hasta el salón. Al llegar a la puerta doble, el mayordomo se detuvo
antes de abrirlas con gran pompa, como si ella fuera una reina. .
Daisy entró a la habitación, en la que sólo vio a un pequeño perro, que se acercó
a recibirla.
Daisy se agachó para acariciarlo.
—Eres un chico estupendo —le dijo.
Luego, se fijó en la decoración del cuarto. En el centro, había una mesa baja
rodeada por varias sillas. Unas cortinas de terciopelo cubrían las enormes ventanas,
que se abrían en una de las paredes. En otra, podía verse una chimenea y a ambos
lados había sendos armarios. Daisy se acercó con interés.
—Del siglo dieciocho, y en perfecto estado —dijo en voz alta, sobresaltándose al
oír la voz del señor der Huizma.
—Muy bien. ¿No son bonitos? —preguntó él, que había estado observándola
desde la puerta—. Veo que te has hecho amiga de Bouncer. ¿Te gustan los perros?
—Sí, sí que me gustan. Lo siento, no era mi intención fisgonear.
—Ya lo supongo. Claro, que si te hubiera visto abriendo un cajón y examinando
su contenido, me habría ofendido —luego, añadió—. Aquí llega Joop con el café.
Siéntate, por favor, mientras decides qué quieres hacer.
—¿No tiene usted que trabajar? —preguntó ella, sentándose en un pequeño
sillón tapizado. Bouncer se tumbó a sus pies.
—No, tengo el día libre.
Ella sirvió el café, fijándose en todo el juego.
—La cafetera es de 1625 y las tazas y platos algo posteriores. Quizá de 1700... —
le informó él al ver su interés.
—Es un juego de café precioso. ¿No tiene miedo de que se pueda romper algo?
—No, es el que siempre usamos, aunque Jette no deja que lo friegue nadie más
que ella.
—Hay tanta gente que guarda sus tesoros en armarios...
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—Pero también allí pueden romperse. Prueba una galleta... Jette es una cocinera
espléndida.
A Daisy le parecieron estupendas, así como el café. Pensó que quizá debería
sentirse molesta por haber tenido que cambiar sus planes de manera tan brusca y, sin
embargo, se notaba tranquila. De hecho, estaba disfrutando.
Poco después, Jules se disculpó diciendo que tenía que revisar el correo y hacer
algunas llamadas telefónicas.
—Si no te apetece salir a dar un paseo, puedes quedarte aquí con entera
libertad. Hay una biblioteca al otro lado del vestíbulo con libros y revistas. Pero si lo
prefieres, puedes decir a Joop que te diga dónde está el jardín.
—¿Un jardín? Me gustaría verlo, si no es molestia.
—Joop te enseñará el camino.
De manera que poco después el mayordomo la condujo a través de una estrecha
puerta que había detrás de la escalera. Luego, bajaron unos escalones y llegaron a un
pasillo pavimentado. La casa, por esa parte, se alejaba bastante de la calle y tenía
ventanas en los lugares más extraños. Cuando Joop abrió la puerta del jardín, la
muchacha pudo ver que, a pesar de que no era muy ancho, sí que era bastante largo.
Y también pudo fijarse en que estaba bellamente distribuido, con senderos de ladrillo
que separaban extensiones de césped y flores. Daisy caminó hasta el final, donde
había un pequeño cenador al lado de una fuente, situada en el medio de un estanque
rodeado de rosales.
En verano, debía ser un lugar delicioso para sentarse y no hacer nada, pensó
Daisy, que a pesar del frío, se sentó encantada. Era una casa maravillosa... un hogar
maravilloso, se corrigió a sí misma. Era enorme y estaba espléndidamente
amueblado, pero aún así, resultaba un lugar cálido y lleno de vida. Cuando el señor
der Huizma se casara, su mujer sería la mujer más feliz de la tierra. Daisy se
abandonó momentáneamente a la fantasía.
—Sería estupendo sentarse aquí en verano. Habría también un cochecito de
niño y dos o tres niños jugando. Y también estaría Bouncer y quizá algún gato con
sus gatitos.
Jules, que acababa de salir en ese instante, lo escuchó y no pudo evitar sonreír.
—Suena muy bien, pero, ¿no estaría demasiado lleno?
Daisy se quedó inmóvil, sintiéndose totalmente estúpida.
—Sólo estaba dejándome llevar por la imaginación. ¿Usted nunca lo hace?
—No lo suficiente. Debo cultivar más ese hábito. ¿Te gusta mi jardín, Daisy?
—Es perfecto.
—Ven conmigo, te enseñaré algo.
El hombre la llevó hacia una puerta que había en el muro de ladrillo final, la
abrió con una enorme llave gris y salieron a un espacio pavimentado. Más allá había
un canal al que se podía bajar por unas escaleras. En el canal, había un pequeño bote.
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—¿Es la puerta trasera? —aventuró Daisy. Él asintió—. Imagino que
antiguamente sería la entrada de los vendedores, ¿me equivoco? Es una idea
estupenda. ¿La utilizan ahora?
—Pocas veces... aunque yo, de pequeño, salía siempre por aquí a los canales
principales.
Daisy miró hacia el agua, oscura y quieta.
—Su madre debía pasar mucho miedo.
—Eso es lo que solía decirme.
Sintió deseos de pedirle que le hablara más sobre su infancia, sobre su madre y
su familia, pero en lugar de ello, preguntó si estaban muy lejos los canales
principales de la ciudad y escuchó atentamente lo que él le contestó.
Poco después, volvieron al jardín y, después de un corto paseo, a la casa, donde
se sentaron en el bonito salón a beber una copa de jerez mientras conversaban sobre
cosas diversas.
Daisy, cuya locuacidad aumentó con el alcohol, habló más de lo habitual y Jules
se divirtió bastante, incitándola para que siguiera charlando.
Cenaron en un enorme salón con una mesa rectangular, rodeada por bonitas
sillas con respaldo de seda. Las paredes estaban adornadas con retratos de familia.
Daisy comió con apetito sin importarle las miradas que los antepasados de él le
dirigían. Hubo paté, huevos revueltos, salmón ahumado y queso finamente cortado.
Todo ello acompañado de panecillos calientes. Cuando terminaron el café que Joop
les sirvió, se dirigieron hacia la biblioteca.
Era una habitación más bien pequeña, pero llena de estantes, algunos de ellos
muy antiguos. Una mesa cubierta de piel y rodeada por cómodas sillas completaba el
mobiliario.
Había muchos libros en las estanterías y la mesa estaba cubierta de periódicos y
una gran variedad de revistas. Daisy pensó que podría pasarse allí días enteros
leyendo. Dedicó varios minutos a echar un vistazo a los volúmenes y el señor der
Huizma esperó pacientemente a que terminara.
—Tengo una historia de esta casa. ¿Te gustaría verla?
—Claro que sí. ¿Es una primera edición?
—Sí, escrita en holandés. Pero hay algunos dibujos muy interesantes.
De manera que comenzaron a ojear el libro. Jules iba traduciendo algunos
pasajes y Daisy lo escuchaba mientras miraba atentamente las ilustraciones. De
pronto, la puerta se abrió y apareció una mujer.
—¡Helene, qué sorpresa! —exclamó el señor der Huizma mientras cruzaba la
habitación para ir a su encuentro.
Daisy también miró hacia la puerta. Allí estaba la viva imagen de lo que ella
había deseado siempre ser: la Perfección. Era alta, rubia, guapa y vestía con una
elegancia sencilla. Sin embargo, le pareció excesivamente delgada y pensó que le
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sentaría bien un poco más de forma en algunos lugares. Entonces sí sería perfecta.
Aunque quizá Jules le gustaran las mujeres así de delgadas.
Daisy se miró a sí misma y dio un suspiro.
—Daisy, ven a conocer a Helene van Tromp, mi prometida —el hombre había
colocado una mano sobre el brazo de Helene—. Helene, te presento a Daisy Gillard,
que ha venido a Amsterdam para comprar y vender antigüedades. Es una experta.
Daisy extendió la mano y sonrió. Helene sonrió también, aunque la sonrisa no
se reflejó en sus ojos.
—¡Qué interesante! ¿Ha comprado algo de esta casa? Eso espero. No me gustan
los muebles antiguos.
—Pero si nadie querría vender nada de esta casa —replicó la muchacha en tono
sorprendido—. Está llena de tesoros.
Helene miró a Jules
—Entonces, ¿por qué ha venido?
—Daisy ha venido porque voy a acompañarla a Inglaterra esta noche en el ferry.
—¿Sí? —miró a Daisy—. ¿Se ha caído usted bajo el coche de Jules o se ha
desmayado en su puerta?
—No, nada de eso. Me caí en un canal y el señor der Huizma me recogió y llevó
al hospital. Luego, me asaltaron y él se enteró de que tenía que volver a Inglaterra y
se ofreció a acompañarme, eso es todo.
Helene la miró unos segundos. Luego, sonrió, considerándola como una chica
vulgar, sin un físico llamativo y que, evidentemente, no ha sucumbido al encanto de
Jules ni tampoco a su riqueza. No merecía la pena preocuparse por ella.
En ese momento, el señor der Huizma fue requerido para que contestara a una
llamada telefónica y Helene aprovechó la oportunidad.
—Debe estar muy cansada. ¿Por qué no se va a descansar? Tiene un largo viaje
por delante.
La mujer agarró a Daisy por el brazo y se la llevó hacia la puerta.
—Hay una pequeña habitación que nadie utiliza. Puede tumbarse en el sofá y
echar una pequeña siesta. Le diré a Joop que le lleve una taza de té dentro de un rato.
Daisy no estaba cansada, pero era evidente que Helene quería deshacerse de
ella... lo cual, por otro lado, era bastante lógico. Daisy imaginaba que si estuviera
comprometida con alguien como el señor der Huizma, no querría compartirlo con
nadie. Así que permitió que la condujera hasta la puerta de la habitación que había al
otro lado del vestíbulo.
—Nadie le molestará aquí —aseguró Helene, cerrando la puerta.
La habitación era algo pequeña, aunque deliciosamente acogedora. Estaba
amueblada con cómodas sillas, un pequeño escritorio y una mesa redonda adornada
con un florero. Era también muy cálida y Daisy se sentó en una de las sillas y miró a
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su alrededor. Helene había dicho que era una habitación que pocas veces se usaba,
pero a ella le pareció todo lo contrario. Había libros y revistas por todas partes,
aunque no se interesó por ellos. Tenía bastantes cosas en las que pensar.
Por ejemplo, en que no le había gustado Helene. No pensaba que el señor der
Huizma pudiera ser muy feliz con ella, a pesar de su belleza y elegancia. Pero, en
cualquier caso, eso no era asunto suyo y probablemente se llevarían bien. Helene
armonizaría con la casa y sería la anfitriona perfecta. Perode pronto recordó la
cubitera y comenzó a pensar en cómo sería capaz de llevarla hasta su casa después
de llegar al puerto. Debería haberlo pensado antes de aceptar ir con el señor der
Huizma. Aunque, lo cierto era que él no le había dejado otra opción...
Poco después, Joop llegó con una bandeja de té y le preguntó si necesitaba algo
para su dolor de cabeza. Daisy, que no tenía dolor de cabeza, contestó
educadamente.
—No, gracias.
Se tomó el té y se preguntó cuánto tiempo debería quedarse en aquella
habitación. ¿Hasta que se fueran aquella noche? ¿Tendría también que cenar allí?
Todas sus preguntas se vieron contestadas en ese momento por el señor der
Huizma, que entró silenciosamente y se sentó frente a ella.
—Tienes que perdonarme. No sabía que te dolía la cabeza y estabas cansada.
—Oh, no estoy nada cansada y tampoco me duele la cabeza —respondió sin
pensar—. Helene... ¿no le importa que la llame así? Me sugirió que descansara un
rato.
La expresión del rostro de Jules cambió al escuchar aquello.
—En ese caso, ¿te apetece tomar algo antes de cenar?
—Eso sería estupendo. Me gusta esta habitación.
—Mi madre la utiliza cuando viene a visitarme...
Daisy sonrió.
—La verdad es que a mí me parece muy acogedora, no sé si me entiende.
Quiero decir que es el sitio perfecto para escribir cartas o coser o hacer ganchillo.
—Tienes razón —dijo él pensativo.
Tomaron una copa de vino y luego cenaron. Después, Jette llevó a Daisy a una
habitación para que pudiera prepararse para el viaje. Poco después, metieron en el
maletero su equipaje y la cubitera. Ella, al entrar en el coche, se preguntó si tendría
que ir todo el viaje tratando de mantener una conversación.
Pero luego decidió que no tenía por qué preocuparse. El señor der Huizma, una
vez se aseguró de que ella iba cómoda, se quedó en silencio. Era un hombre al que
seguramente le desagradaba charlar sólo para pasar el rato.
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Capítulo 4
DESPUÉS de un rato, Daisy descubrió aliviada que el silencio que había entre
ellos no era tenso, sino más bien como el que se produce entre dos viejos amigos que
no necesitan hablar. Así que la muchacha dio un suspiro de felicidad y se concentró
en sus propios pensamientos. Su padre se pondría muy contento cuando viera la
cubitera. Llevarla desde Harwich sería un poco difícil, pero por lo menos ya estaría
en Inglaterra. Quizá sería una buena idea telefonearlo y pedirle que fuera a recogerla
allí. Le sorprendió cómo no se le habría ocurrido antes.
Cuando llegaron al puerto, el señor der Huizma le ordenó que se quedara en el
coche mientras él lo arreglaba todo. Pero tardaba tanto rato en volver, que Daisy
comenzó a preocuparse. Ya iba a salir a buscarlo cuando él regresó.
—Ya podemos subir a bordo.
—No he enseñado a nadie mi billete.
—Yo tengo ya dos billetes. Tú puedes canjear el tuyo cuando lleguemos a
Harwich.
—Y le devolveré el dinero.
—Como tú quieras —contestó.
Se habían puesto en la fila de coches que iban a subir a bordo y Daisy tuvo que
subir a cubierta. Se iba a quedar allí, pero el señor der Huizma le dijo que subieran a
la segunda cubierta. Así que hacia allá fueron con el equipaje de mano.
La segunda cubierta estaba muy tranquila. Sólo había una persona de la
tripulación, una mujer, a la que preguntaron dónde estaban sus cabinas. El señor der
Huizma asintió cuando la mujer abrió una puerta.
—Te veré en el restaurante dentro de diez minutos —le dijo a Daisy.
Luego, desapareció por el corredor hacia su propia cabina.
La cabina de Daisy era pequeña, aunque cómoda. Supuso que él había sacado
billetes de primera clase y se preguntó cuánto habrían costado. Después recordó la
cita en el restaurante. ¿Y si resultara que ella no hubiera querido ir allí?
Se cepilló el cabello, se retocó los ojos y se sentó sobre la cama. Los diez minutos
ya habían pasado y comenzó a preguntarse por qué tendría que haber ido al
restaurante si no le hubiera apetecido. El problema era que sí le apetecía. Tenía
hambre, lo primero, y lo segundo, a pesar de ser un hombre tan silencioso, le gustaba
la compañía del señor der Huizma.
Cuando llegó al restaurante, él ya estaba allí, esperándola bastante relajado. Al
ver que ella se quedaba en la puerta, fue a buscarla.
—¿Quieres beber algo? Creo que puede ser una buena idea, ya que la travesía es
dura en esta época del año.
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—Gracias por el consejo. Pero fue ya bastante dura cuando vine con el biombo y
no me mareé.
—¿Te apetece una copa de jerez de todas formas? Y también sería una buena
idea comer algo.
Y, efectivamente, cenaron algo mientras hablaban de diferentes asuntos ajenos a
la estancia de Daisy en Amsterdam. En cuanto terminaron, ella dijo que quería irse a
su cabina.
Él no hizo ningún intento por detenerla.
—Llegaremos hacia las siete de la mañana. Te llevarán a la habitación un té y
tostadas a las seis y media. Después desayunaremos algo más fuerte.
No esperó a que ella contestara. Simplemente, le dio las buenas noches. Daisy
pensó que la cuestión del desayuno se decidiría por la mañana. Una vez que llegaran
a puerto, ella recogería la cubitera, buscaría un lugar tranquilo para llamar a su padre
y haría lo que él le aconsejara.
Se metió en la cama pensando que iba a ser una travesía agotadora, aunque, por
otro lado, estaba muy cansada y se durmió antes de darse cuenta de si estaba
mareada o no.
La despertó una camarera con el té y las tostadas, advirtiéndole que llegarían en
seguida.
—El mar está bastante agitado. Ha sido un viaje difícil —dijo la camarera.
Las tostadas y el té le sentaron estupendamente a Daisy, que poco después, salió
a cubierta, preguntándose si el señor der Huizma habría dormido bien. Aunque no
sabía por qué, no le imaginaba mareándose.
Lo vio de repente. Estaba inclinado sobre la barandilla, observando cómo el
ferry llegaba a puerto. Pero debía estar esperándola, porque se volvió justo cuando
ella se dirigía hacia él.
Esa chica tenía algo especial que lo intrigaba, pensó. No era su físico, desde
luego, aunque tenía una sonrisa y unos ojos maravillosos, grandes y brillantes y...
Buscó una palabra para describirlos. Amables. Helene la había rechazado por ser
vulgar e ir mal vestida, pero él sabía que no era cierto. En Daisy no había nada
vulgar, y aunque su ropa era un poco vieja, tenía buen gusto y sabía llevarla con
cierta elegancia. De repente, deseó saber más sobre ella.
Fue a su encuentro y juntos observaron cómo el muelle se iba acercando cada
vez más. Luego, fueron abajo para recoger el Rolls y se metieron dentro. Tardarían
bastante rato en desembarcar y Daisy pensó que era la oportunidad que estaba
buscando.
—Si no le importa, me iré inmediatamente después de que pase por la aduana.
—¿Y qué harás, Daisy?
—Llamar a mi padre.
—Le llamé yo ayer antes de salir. Te voy a llevar a casa. A ti y a la cubitera.
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Ella se giró hacia él.
—Pero son muchos kilómetros. No puede hacer eso.
—Me quedaré a pasar la noche con unos amigos. ¿Te acuerdas de que te hablé
de ellos, cuando nos encontramos en la playa?
—Ah, en ese caso... ¿Cómo no me lo ha dicho antes?
—Porque pensé que quizá te habrías negado a venir.
Ella se quedó pensativa.
—Sí, quizá tenga razón —la muchacha esbozó una sonrisa—. Pero me alegra
que me lleve hasta casa. Gracias.
—No me lo agradezcas. Me gusta tener compañía.
—¿De verdad? Pues no habla mucho. Pensé que se había arrepentido de
ofrecerse a llevarme.
—No es eso, Daisy. No creo que seas una de esas personas a las que hay que
entretener con conversaciones estúpidas, ¿no?
—No. Y no me importa estar en silencio. Hay siempre muchas cosas en las que
pensar.
Jules la miró y asintió gravemente. Él también tenía muchas cosas en las que
pensar.
Pasaron la aduana y cuando estaban ya cerca de Colchester, Jules sugirió
detenerse a desayunar. La llevó a un lugar llamado Le Brasserie y tomaron un
espléndido desayuno. Luego, continuaron el viaje. Pasaron por Chelmsford,
Brentwood y en Fleet se pararon de nuevo a tomar un café. No había mucho tráfico y
el señor der Huizma conducía a una buena velocidad. Hablaba poco, lo que permitía
a Daisy contemplar el paisaje. Una vez llegaron a Salisbury, Daisy notó la excitación
que da el llegar al hogar tras un largo viaje. No había estado mucho tiempo fuera,
pero le habían ocurrido muchas cosas y tenía ganas de volver a su vida tranquila. Al
menos, se dijo, por un tiempo. El viaje a Amsterdam, por otro lado, le había hecho
conocer lo que era viajar por países desconocidos.
Mientras cruzaban Salisbury, el señor der Huizma disminuyó la velocidad.
Daisy se preguntó si no habría sido más rápido haber seguido por la autopista sin
entrar en la ciudad.
—¿Te apetece que paremos a comer algo? —sugirió—. Hay un buen restaurante
justo antes de volver a la autopista.
Llegaron a una zona antigua y entraron a una finca con una casa grande en el
centro. Dentro había una chimenea muy agradable y un bar con un salón al lado.
Daisy se dirigió hacia el lavabo de mujeres feliz de poder comer en un sitio tan
agradable. Luego, se reunió de nuevo con el señor der Huizma en el bar y tomaron
una copa de jerez antes de pedir el menú.
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La comida era excelente. Había unas cuantas personas comiendo. El número
justo para que el lugar resultara acogedor. El señor der Huizma, abandonando su
silencio, volvió a ser el hombre agradable con el que había paseado por la playa.
Cuando terminaron la comida, continuaron el viaje. A partir de Exeter, tomaron
la carretera de la costa.
—A mi madre le encantará invitarle a tomar un té —dijo Daisy poco antes de
llegar.
días.
—Te lo agradezco mucho, pero debo continuar. Me quedaré con mis amigos dos
Daisy se sintió ligeramente molesta por la negativa y no pudo evitar
ruborizarse. Había sido una estúpida invitándolo a tomar un té. La había llevado
hasta allí, pero eso no era motivo para suponer que quisiera una amistad más
profunda.
—Claro —contestó ella, con tono frío—. Pronto será de noche.
El señor der Huizma había notado el cambio de tono en la voz de Daisy e
imaginó a qué se debía. No debería haber sido tan brusco, pensó. De hecho, sería
agradable volver a ver a su padre. Y también a su madre. Y tenía que admitir que
sentiría no volver a ver a Daisy. Estaba comenzando a parecerle una muchacha muy
interesante...
La calle principal de la pequeña ciudad estaba desierta. Llegaron a la tienda de
antigüedades, todavía con la luz encendida, y el señor Gillard salió rápidamente.
Jules salió del coche y abrió la puerta a Daisy. Entonces, se quedó en silencio,
observando cómo padre e hija se abrazaban. Luego, el señor Gillard se volvió hacia él
y le ofreció la mano.
—Ha sido muy amable, le estamos muy agradecidos. Pase, el té está preparado
y esperando.
Él se encogió de hombros. No pasaría nada por quedarse media hora. Después
de todo, no volvería a ver a esa mujer nunca más. Así que siguió al hombre al interior
de la tienda.
Daisy fue corriendo a saludar a su madre, que estaba en la planta de arriba.
—Me alegra tanto estar de vuelta... Y tengo tantas cosas que contaros...
Se calló bruscamente cuando su padre y el señor der Huizma entraron en la
habitación. La muchacha esbozó una sonrisa amplia al ver que él había cambiado de
opinión. Y él, al ver la sonrisa de ella, se lamentó de que sus vidas tuvieran que
separarse. Pero luego se acordó de Helene y se dio cuenta de que ese sentimiento no
tenía ningún sentido. A continuación, se sentaron a tomar el té. El señor der Huizma
se sentó al lado de la señora Gillard y contestó a las preguntas que le hicieron sobre
Daisy. Les aseguró que no había sufrido ningún daño importante. También
mencionó que había estado en la tienda del señor Friske y la conversación derivó
hacia el tema de las antigüedades. Durante todo el tiempo, Daisy se mantuvo en
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silencio, deseando que las horas no pasaran nunca y que el señor der Huizma se
quedara allí para siempre.
Pero, por supuesto, no fue así. Finalmente, él se levantó, dio las gracias por el té
y, después de bajar el equipaje, le dio la mano a Daisy, despidiéndose de un modo
muy cariñoso.
Luego, se marchó.
Daisy comenzó a limpiar las tazas de té y su madre se fue a la ventana para
contemplar al invitado que acababa de salir.
—Es un coche precioso —observó—, y él un hombre encantador, cariño.
Supongo que es tan educado debido a que es médico.
Da.isy contestó que sí en un tono de voz tan bajo, que su madre la miró de reojo.
—Ya nos contarás todo esta noche, cielo. Tendrás mucho que contar, ¿no? Ahora
ve a desempaquetar tus cosas antes de cenar.
Y, efectivamente, Daisy se pasó el resto de la jornada dándoles toda clase de
detalles sobre su estancia en Holanda, pasando por alto, eso sí, los encuentros con el
señor der Huizma.
Jules, mientras cenaba aquella noche con unos amigos, sí que les contó los
encuentros que había tenido con Daisy.
—¿Os ha molestado que venga sin avisaros con más antelación? Conocí a Daisy
durante mi última estancia aquí... ¿Recordáis el hotel donde fuimos a cenar? Nos
conocimos allí y, como ya os he contado, la he visto varias veces más. Creí que lo
menos que podía hacer por ella era acompañarla a casa.
—Pobre chica, caerse en el canal y ser asaltada luego... ¡Una chica tan sensata! —
exclamó la anfitriona—. Yo la encuentro muy atractiva, pero extrañamente no tiene
novio. Los chicos jóvenes sólo buscan un rostro bonito...
Fue a la mañana siguiente, durante el desayuno, cuando la anfitriona preguntó
a Jules si había fijado ya la fecha de su boda.
—Helene no tiene prisa. Lleva una vida social muy agitada; ahora va a ir a Suiza
a esquiar y otros amigos la han invitado a California.
—Es una pena —intervino el anfitrión—. Me imagino que el señor Gillard no te
lo comentaría ayer, no es un hombre al que le guste alardear, pero cuando estuve en
su tienda la semana pasada me enseñó un broche precioso con un diamante. Es el
típico regalo para regalar a una novia. Es gracioso, pero me acordé de Helene, ¡qué
mujer tan guapa! El señor Gillard lo compró en Lancey-Courtneys. Han estado
vendiendo últimamente muchas cosas. Al parecer, el broche pertenecía a una mujer
anciana y no le gustaba a nadie de la familia —el hombre soltó una carcajada—.
Estuve tentado de hipotecar la casa para regalárselo a Grace —el hombre dirigió una
sonrisa a su esposa—. Pero ella me convenció para que no lo hiciera.
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Jules se sirvió más café.
—Quizá vaya a echarle un vistazo para regalárselo a Helene.
Eso significaría ver de nuevo a Daisy, pensó, esbozando una sonrisa...
Daisy estaba pegando los precios a una colección de pequeñas figurillas chinas
cuando la campana de la puerta sonó. Su padre estaba en el despacho y ella ya se
había integrado a la rutina diaria. El viaje a Amsterdam le parecía casi un sueño. La
imagen del señor der Huizma dirigiéndose hacia ella entre las personas que
abarrotaban la tienda, convirtió el sueño en realidad. Dejó las piezas chinas sobre la
mesa. Se daba cuenta de su estado de nervios, pero estaba impaciente por saludarlo.
—¿Ya estás trabajando, Daisy? ¿No te tomas unas vacaciones de vez en cuando?
—Bueno, el viaje a Holanda fue como unas vacaciones. ¿Quiere ver a mi padre?
—Me han dicho que tiene un broche que podría interesarme...
Ella fue a buscar a su padre. Los dos hombres entraron en el despacho. Daisy se
preguntó para qué. Quizá su padre quisiera pagarle algún dinero al señor der
Huizma por las comidas a las que le había invitado. Pero no era muy probable,
porque no había oído a su padre sugerirle que se pasara por la tienda de nuevo.
De pronto, la puerta del despacho se abrió.
—Daisy, ¿puedes venir un momento? —la llamó su padre.
Cuando entró, pudo ver a los dos hombres frente al escritorio, observando el
broche.
—¡Oh, qué maravilla! —exclamó ella al ver cómo brillaba.
El padre lo acarició con un dedo.
—Así es. Y eso que está algo sucio... No puedo dejar que se lo lleve en este
estado. ¿Para cuándo lo quiere?
—Va a ser un regalo de boda para mi prometida. Así que, como no pensamos
casarnos hasta el verano, no hay ninguna prisa —se quedó pensativo unos
momentos. Luego, pareció que se le había ocurrido una idea—. Yo tengo que volver a
Holanda hoy mismo y no creo que pueda venir en una temporada a Inglaterra. ¿Por
qué no me lo lleva Daisy cuando esté listo?
—Muy bien, me parece una buena idea. De todos modos, tardaremos unas dos
semanas en limpiarlo debidamente.
Los dos hombres se volvieron hacia ella.
—Sí, por supuesto que se lo llevaré —dijo Daisy, y el señor der Huizma fue
consciente en ese preciso instante de que nunca la dejaría viajar sola con el broche.
Podían volver a atracarla de nuevo. Y a él lo que pudiera pasarle al broche no le
importaba, pero sí lo que pudiera pasarle a ella. Pero ya tenía un plan medio
formado...
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Pero prefirió no decir nada por el momento. El padre lo invitó entonces a tomar
un café arriba y él aceptó. Daisy se quedó en la tienda y vendió un par de atizadores
a una pareja de recién casados norteamericanos, que estaban de luna de miel en
Inglaterra. Ella les rebajó el precio, emocionada por lo felices que parecían.
Además ella también estaba muy contenta por volver a encontrarse con Jules.
Sabía que de no haber sido así, pronto se habría sentido decepcionada y triste. Y lo
más importante era que lo volvería a ver en Amsterdam, aunque fuera por poco
tiempo.
Sus caminos se habían cruzado ya tantas veces, que comenzaba a considerarlo
como a un amigo. Luego, le vino al pensamiento el regalo que le iba a hacer a Helene.
—Si yo fuera Helene, me enamoraría todavía más de él —murmuró.
Cuando el señor der Huizma y su padre bajaron a la tienda, ella estaba
comprando una tetera a una anciana, que no sabía lo que valía en realidad el objeto.
Daisy le pagó su precio verdadero y la mujer se puso muy contenta. Cuando se
despidió de la anciana, vio que el señor der Huizma ya se había ido.
Ella fue quien se ocupó de limpiar el broche. Todos los días dedicaba un rato a
sacar brillo a cada una de las pequeñas partes con gran paciencia. Y mientras lo
hacía, pensaba en Helene y en Jules. No se dio ninguna prisa, su padre le había dicho
que se tomara su tiempo. De manera que le llevó dos semanas y media tenerlo listo.
Su padre lo examinó detenidamente y después lo empaquetó, dejándolo preparado
para que ella lo llevara a Holanda el día que fuera conveniente. ¡O al menos, eso era
lo que ella creía!
De vuelta a Holanda, Jules volvió a su trabajo y sólo unos pocos días después de
su regreso pudo ir a visitar a Helene.
—Así que ya estás de vuelta —lo saludó—. Lo cierto, Jules, es que deberías
trabajar menos. Sé que necesitas estar en contacto con los niños, pero si montaras tu
propia consulta, no tendrías que viajar tanto. Hay muchos médicos que pueden
reemplazarte...
Ella estaba muy guapa. Se había vestido y maquillado especialmente para
seducirlo.
Pero no consiguió su propósito. Él estaba comenzando a darse cuenta de que
una vez estuvieran casados ella no renunciaría a su intensa vida social y por tanto no
aprobaría su vida como médico. No aceptaría que lo llamaran para alguna urgencia
en mitad de una reunión ni de una comida...
Pero él era un hombre honrado. Le había pedido que se casara con él, creyendo
que estaba enamorado. Y lo cierto era que lo había estado, pero eso no había sido
suficiente y ella no tenía la culpa.
—Helene, para mí ese trabajo es fundamental. Los pacientes son parte de mi
vida. Si algún día me acompañaras al hospital, lo entenderías.
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Helene atravesó la habitación y se sentó a su lado en el sofá.
—Estás cansado debido a que has trabajado demasiado. Y por supuesto que sé
que disfrutas con tu trabajo. Debe ser muy interesante. Pero la vida es demasiado
corta y hay que disfrutar de ella también. Los van Hoffman me han invitado a pasar
una semana con ellos en Cannes, ¿por qué no vienes tú también? Me dijeron que
podías acompañarme si no estabas ocupado.
—Pero es que sí que estoy ocupado —respondió él con calma.
Helene frunció el ceño.
—Eso no tiene sentido, Jules, estás tratando de enfadarme adrede...
—No es así, Helene —dijo él con voz cansada.
Helene sintió como si la estuviera hablando desde muy lejos. Ella no lo amaba,
pero sabía que sería un buen marido. Tenía dinero, venía de buena familia, había
salido adelante en su profesión... Sin embargo, comenzaban a inquietarla ciertas
dudas.
—No te enfades, Jules —dijo, poniéndole una mano sobre el brazo—. Ya sé lo
mucho que tu trabajo significa para ti, pero es que me preocupa que no dispongas de
tiempo libre para divertirte.
Él se fue poco después a su casa y se encerró en la biblioteca, con el fiel Bouncer
haciéndole compañía. Estaba comenzando a ver claro que Helene y él no serían
felices si se casaban. Se daba cuenta de que ella no lo amaba. Nunca lo había amado,
en realidad, pero debía pensar que sería un buen marido para ella.
—¡Soy un estúpido! —exclamó en voz alta. Bouncer comenzó a mover la cola y
a gemir al oír a su amo.
Se fue tarde a la cama después de decidir que al día siguiente iría a ver al señor
Friske. Se le había ocurrido una idea.
Llegó a la tienda a últimas horas de la tarde. Había tenido un día duro de
trabajo y estaba preocupado por varios niños, que estaban muy enfermos. Si no lo
hubiera decidido la noche anterior, quizá no habría ido a la tienda.
El señor Friske salió a recibirlo.
—Ya me dijo el señor Gillard que la cubitera llegó perfectamente. Fue usted
muy amable al acompañar a Daisy de vuelta.
—Lo hice encantado. Y a ella sola le habría costado bastante llevar la cubitera, a
pesar de que parece una joven muy sensata.
—Así es y tiene talento para la profesión de anticuario. Me atrevería a decir que
podría encontrar trabajo en alguna firma importante de Londres...
Eso le dio pie a Jules para sacar a colación el plan que había pensado la noche
anterior.
—Bueno, ella me dijo que lo que más le interesa son las antigüedades
holandesas. ¿No se lo dijo a usted? Lo que pasa es que ella no conoce a nadie en
Holanda que pudiera enseñarla...
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—Yo podría —observó el señor Friske—. Podría trabajar conmigo un par de
meses. Pronto llegará la temporada alta turística y yo estaba pensando en contratar a
alguien.
Jules pareció no interesarse por lo que él otro le acababa de decir. Poco después,
se marchó. El señor Friske había caído en su trampa.
El señor Friske, una vez se quedó solo, decidió escribir al señor Gillard.
El señor Gillard la recibió varios días después. Y la leyó mientras estaban
desayunando.
—Daisy, esta carta puede interesarte. El señor Friske me dice que le gustaría que
trabajases para él durante un tiempo. Le impresionaron tus conocimientos y piensa
que si pasas un mes o dos en su tienda, podrías ampliarlos.
El señor Gillard se quitó las gafas y la miró fijamente.
—Puedes hacer lo que quieras, por supuesto, pero yo creo que sería una buena
idea. Nunca se sabe demasiado y quién sabe si tú te quedarás con la tienda cuando
yo me retire.
—Para eso queda demasiado, pero entiendo lo que quieres decir.
Y ella tenía otras razones para aceptar la proposición de Friske. Así podría vivir
en la misma ciudad que el señor der Huizma. Ella deseaba volver a verlo cuanto
antes.
—Así que acepto, papá. ¿Cuándo quiere el señor Friske que empiece?
—Eso no lo especifica. Dice que si tú aceptas, ya discutiréis los detalles. Pero
imagino que será pronto, porque ya va a empezar la temporada turística allí...
—El problema es que no hablo holandés —comentó Daisy.
—Bueno, lo más seguro es que la mayoría de los clientes sean ingleses o
norteamericanos. Pero antes de estar seguros, tendremos que discutir varios detalles,
como tu sueldo, el tiempo libre y donde te alojarás.
—Bueno, eso seguro que os lo dice en la próxima carta, una vez le escribamos
para decirle que Daisy está interesada en su propuesta —intervino la madre—.
Tendrás que comprarte algo de ropa, hija.
Daisy pensó que le gustaría comprarse algo elegante, por si se encontraba con
Jules...
El señor Friske les escribió poco después, diciéndoles que ella cobraría un
pequeño sueldo y una comisión de todo lo que se vendiera, libraría los domingos y
los lunes, y podría a alojarse en su casa. Él y su esposa estarían encantados de que
viviera con ellos. Y por último, le pedía que estuviera en Holanda la semana
siguiente a más tardar.
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Daisy fue a Plymouth poco después para comprar algo de ropa con el dinero
que generosamente le ofreció su padre. Quería estar lista para salir cuanto antes.
El señor der Huizma dejó pasar diez días antes de ir de nuevo a la tienda del
señor Friske. En esa ocasión, compro un sonajero para regalárselo a algún niño. El
señor Friske le comentó que había decidido contratar a Daisy.
—Y fue usted quien me dio la idea. Daisy está encantada de venir. Yo puedo
enseñarle muchas cosas. Imagino que ella se hará cargo del negocio de su padre
cuando él se retire. Es una chica encantadora. Es una pena que no sea más guapa, así
es improbable que consiga casarse.
—¿Cuándo llegará?
—Tan pronto como pueda...
—Pues yo tengo que ir a Inglaterra la próxima semana —dijo el señor der
Huizma en un tono casual—. Podríamos volver juntos.
—¿No sería ningún inconveniente para usted?
—En absoluto. Yo llegaré a Inglaterra el sábado y la recogeré el domingo por la
mañana. Tengo que estar de vuelta el domingo por la noche.
Luego, se fue a su casa a arreglar todo para su partida y a telefonear al señor
Gillard.
—Por suerte, yo tengo que ir a Inglaterra la próxima semana, así que podré
recoger el broche yo mismo y Daisy podrá acompañarme siempre que pueda salir el
domingo por la mañana temprano. Yo tengo que estar en el hospital el lunes por la
mañana.
—Estoy seguro de que ella estará encantada de ir con usted y yo también me
quedaré más tranquilo si ella no va sola con ese valioso broche. Yo le diré que esté
lista para salir el domingo hacia las ocho de la mañana.
A Daisy se le encendieron los ojos cuando su padre se lo contó. Era el destino
quien le enviaba al señor der Huizma. No quería pensar demasiado en él porque
sabía que se iba a casar con Helene, pero se alegraba mucho de poder volver a verlo.
El sábado por la noche, una vez preparado el equipaje, se puso a lavarse el pelo.
Luego, se dio una crema para el cuidado de la piel. Eso le dio fuerzas, a pesar de que
sabía que el efecto sería limitado. Lo tomó como un ritual mágico.
No sabía cuánto tiempo pasaría exactamente en Holanda. Pero quizá serían dos
o tres meses si al señor Friske le gustaba su forma de trabajar. Seguro que aprendía
mucho con él.
Pensó feliz en que volvería a visitar los maravillosos museos de la ciudad y que
recorrería de nuevo las estrechas calles llenas de tiendas antiguas.
El domingo por la mañana, se levantó temprano y desayunó rápidamente
mientras su padre y su madre le daban los últimos consejos.
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Cuando llegó el señor der Huizma, ella apenas si pudo contestar, de lo nerviosa
que estaba, al cariñoso saludo de él. Después de recoger el broche, el señor der
Huizma se tomó un café con su padre y luego dijo que se tenían que marchar. Daisy
se despidió de sus padres antes de entrar en el coche, sintiendo ganas de entrar de
nuevo en la casa y volver a la seguridad de su vida anterior. Pero antes de que se
diera cuenta, el coche arrancó y apenas tuvo tiempo de agitar la mano para volver a
decir adiós a sus padres.
—¿Vas cómoda? —preguntó él relajadamente.
—Sí, gracias. Ha sido usted muy amable por ofrecerse a llevarme.
—Bueno, me pareció una buena idea, ya que tenía que venir a Inglaterra. ¿Estás
contenta de poder trabajar con el señor Friske?
—Sí, claro. Espero que todo vaya bien.
—Estoy seguro de que será así, aunque vas a tener que trabajar duro. Su tienda
es muy popular entre los turistas que están buscando antigüedades genuinas.
Después de esas palabras, se quedaron en silencio, como ya se esperaba ella.
Pararon a media mañana para tomar un café y, ya cerca de Harwich, se detuvieron a
comer.
—¿No es un poco pronto para el ferry? —preguntó Daisy.
—Tomaremos el nuevo ferry rápido, que tarda sólo tres horas y media. Te
ahorras un buen tiempo y además es muy cómodo.
Al verlo, Daisy pensó que no parecía muy seguro, pero una vez a bordo, cambió
de opinión. Era muy cómodo y espacioso. Había tumbonas en la cubierta, así que ella
se tumbó en una para dormir un rato.
Jules pensó que ella era una compañera de viaje ideal.
Cuando llegaron, tuvo que despertarla. Tenía el rostro encendido por el sueño y
estaba algo despeinada. Después de que se arreglara un poco, bajaron al coche.
Todavía no había anochecido, así que decidió llevarla a cenar antes de llegar a
Amsterdam.
—Tomaremos algo en un restaurante tranquilo que conozco.
Daisy aceptó encantada, tenía mucha hambre y así podría estar un rato más con
él. Pero fue una cena rápida. Ella se dio cuenta de que él quería llegar pronto a
Amsterdam.
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Capítulo 5
EL SEÑOR der Huizma le dijo a Daisy que esperara dentro del coche. Él salió y
llamó al timbre de la pequeña puerta que había al lado de la tienda. Eso le dio tiempo
a ella para pensar que no debería haber ido. Deseó estar otra vez en su casa. Pero
luego, cuando lo vio esperando frente a la puerta, sintió cierto consuelo.
La puerta se abrió y apareció el señor Friske con una sonrisa en sus labios. Jules
volvió hacia el coche para abrirle la puerta a Daisy y sacar su equipaje del maletero.
Ella, más tranquila, salió del coche y saludó al señor Friske. Subieron todos a la casa.
El señor der Huizma, el último, llevaba el equipaje de ella.
Entraron a un cuarto acogedor donde los recibió cálidamente la señora Friske.
Les ofreció un café, pero Jules dijo que no podía quedarse y se dispuso a despedirse.
—Ha sido un viaje muy agradable —le dijo Daisy, dándole la mano—. Ha sido
muy amable al acompañarme.
—Era lo normal, ya que iba a recoger el broche —respondió él, mirándola
fijamente con rostro serio—. Espero que tengas una feliz estancia en Amsterdam y,
por favor, dales recuerdos a tus padres de mi parte cuando escribas. Y no te molestes
en llamarlos esta noche. Yo lo haré en cuanto llegue a mi casa.
Cuando él se marchó, la señora Friske le enseñó su habitación, que estaba un
piso más arriba. Era pequeña y estaba amueblada de un modo sencillo, pero
resultaba muy agradable. Las ventanas estaban cubiertas con unas gruesas cortinas,
que protegían la habitación del duro frío invernal. La mujer le informó de que había
un cuarto de baño al otro lado del pasillo. Y le dijo, algo preocupada, que esperaba
que no la importara dormir sola en esa planta. Después de que Daisy se quitara el
abrigo, bajaron de nuevo al salón, donde el señor Friske las estaba esperando.
Le informó de que empezaría a trabajar el martes por la mañana. El desayuno se
servía todos los días a las siete y media. La tienda se abría a las ocho y media y se
cerraba a las seis en punto, aunque si había algún cliente, había que esperar a que se
marchara. Se hacía un pequeño descanso al mediodía para comer algo y, una vez se
cerraba la tienda, se cenaba fuerte.
—Mañana, como es lunes, la tienda está cerrada, así que tendrás tiempo para
acomodarte —comentó el señor Friske en su correcto inglés—. Y ahora, supongo que
estarás cansada. Después de que te acabes el café y el pastel de queso, puedes irte a la
cama, si quieres.
Daisy le habló brevemente de cómo estaban sus padres. La señora Friske,
mientras hacía punto la escuchaba, aunque no parecía que entendiera mucho de lo
que ella decía. Eso sí, de vez en cuando, le sonreía con amabilidad. Finalmente, les
dio las buenas noches a ambos y subió a su cuarto.
Y ya en la cama, bajo el cálido edredón, comenzó a pensar en Jules. Estaría con
Helene, supuso, y el broche brillaría en el pequeño pecho de ella. Discutirían sobre la
fecha de su boda, que sería un gran acontecimiento. Estaba segura de que Helene
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tendría muchos amigos y una gran familia. El señor der Huizma nunca hablaba de la
vida privada de ella.
El señor der Huizma estaba en ese momento sentado cómodamente, con
Bouncer a sus pies, al lado de la chimenea de un gran salón de una casa de campo
cerca de Hilversum. Era una casa cuadrada y sólida con contraventanas verdes y una
gran puerta a la que se accedía subiendo dos escalones de piedra. Al otro lado del
fuego, haciendo punto, estaba una mujer pequeña, más bien rolliza, elegantemente
peinada y vestida con gusto.
La mujer hizo un gesto de agradecimiento a la anciana que había llevado la
bandeja del té y luego se dirigió al señor der Huizma.
—Bien, Jules, ahora cuéntame tu viaje a Inglaterra. Apenas me contaste nada
por teléfono.
—Mamá, ya sabes que no tengo mucho tiempo para hablar por teléfono. Y
tendría que estar ya en casa, pero hace tanto tiempo que no nos vemos...
—Hace un mes —confirmó su madre—. Intentaste venir hace una semana, pero
Helene tenía algún otro plan.
—Lo siento, es verdad. Se irá a California dentro de poco. Cuando se vaya,
vendré a verte.
La madre sonrió.
—Jules, hijo, sé que no debo quejarme, estás siempre muy ocupado. Dime, ¿qué
tal el viaje?
—He comprado un broche precioso a Helene, te lo tengo que enseñar. Y como
tenía que ir a recogerlo, me pareció lógico traerme a la vuelta a Daisy conmigo.
—¿Daisy?
—Tengo que explicarte quién es...—Jules le habló brevemente de Daisy—. Creo
que te gustará.
—¿Es guapa?
—No, pero tiene los ojos y el pelo preciosos. La voz también es bonita.
La madre continuó haciendo punto.
—Parece agradable. Y también muy inteligente y buena en su trabajo.
—Así es.
La mujer alzó la vista y vio que su hijo estaba sonriendo.
—¿Cómo la conociste?
También eso se lo contó.
—Y nos volvimos a encontrar por casualidad dando un paseo. No le importa
que llueva o haga frío.
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—¡Entonces le gustará Holanda! —contestó su madre y ambos rieron—.
¿Cuándo verás a Helene? Estoy segura de que le encantará el broche, ¿o has pensado
dárselo en la boda?
—Creo que de momento lo guardaré yo. Helene todavía no ha decidido
ninguna fecha para la boda.
La madre dijo algo en voz baja, rogando para que nunca se decidiera. La había
aceptado como futura nuera porque quería mucho a Jules y sólo deseaba su felicidad.
Pero nunca le había gustado aquella mujer... aunque tenía que admitir que era muy
guapa y, cuando se lo proponía, muy simpática. Sin embargo, no derrochaba mucha
simpatía hacia su futura suegra y apenas disimulaba su aburrimiento cuando iba a
visitarla con Jules. Incluso había dejado claro que la casa le parecía muy anticuada,
aunque no delante Jules. La mujer tampoco confiaba en que Helene fuera a ayudar a
su hijo en su trabajo.
Jules se levantó en ese momento, prometiendo que iría a visitarla tan pronto
como pudiera.
—Hazlo, hijo. Si Helene se va y estás libre, puedes venir un domingo para que
pasemos el día juntos.
Jules se fue a casa con Bouncer a su lado. De pronto, se encontró pensando que
preferiría que fuera Daisy la que lo acompañara.
Cuando Daisy bajó a desayunar a la mañana siguiente, le dijeron que se podía
marchar a divertirse.
—Mañana comenzarás a trabajar —dijo el señor Friske—. Hoy puedes dedicarte
a comprar postales y conocer un poco la zona.
Así que Daisy hizo su cama, ordenó el cuarto y ayudó a la señora Friske con la
colada. Luego, se marchó a dar un paseo. Se acordaba de algunos sitios donde había
estado durante su visita anterior. En los alrededores de la casa de los Friske había
varias tiendas de antigüedades, como la suya. Tiendas que vendían todo lo que los
turistas podían comprar: cuadros, porcelana china, seda... Pero el tipo de tiendas que
ella buscaba estaban al final de la calle, a unos cinco minutos. Había una estafeta de
correos, una papelería, una mercería, una panadería y un pequeño supermercado.
Daisy decidió que era suficiente para ella. No tendría muchas oportunidades de
ir a las elegantes tiendas del centro, pero como no iba a tener mucho dinero, no le
importaría demasiado. Compró sellos, postales y un periódico inglés. Después,
volvió a la tienda. Eran casi las doce y de la cocina salía un olor delicioso. Se llevó las
cosas a su cuarto y se ofreció para ayudar a poner la mesa. En ese momento, entró el
señor Friske y se sentaron a disfrutar de una sopa de guisantes con trozos de
salchichas, acompañada de rebanadas de pan.
—Mi mujer hace la mejor echte de todo Amsterdam —observó el hombre.
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La tienda se abrió al día siguiente a las ocho y media, pero no hubo muchos
clientes. Así que el señor Friske pudo enseñarle a Daisy bastantes cosas. Una mujer
mayor entró con un plato de porcelana. Estaba en perfecto estado y el señor Friske
preguntó a Daisy cuánto creía que valía. Ella lo examinó cuidadosamente,
observando si tenía algún desperfecto y dijo una suma. El señor Friske pareció
complacido.
—Me parece bien —contestó—. Cuando cerremos esta tarde la tienda,
echaremos un vistazo a la porcelana que tengo y te enseñaré algunas cosas.
Así que aquella noche, después de una suculenta cena de carne de cerdo,
acompañada de patatas y coles rojas cocidas, volvieron a la tienda a inspeccionar la
porcelana china. No había muchas piezas, pero eran auténticas y valiosas. Daisy se
fue a la cama después de aprender muchas cosas y se quedó tumbada repasando un
rato todo lo que el señor Friske le había contado. Imaginaba que tenía muchas cosas
que aprender todavía, pero para eso había ido, ¿no era cierto?
Casi dormida, se corrigió, había ido no sólo a incrementar sus conocimientos,
sino también para ver si se encontraba al señor der Huizma de vez en cuando.
Amsterdam no era una ciudad tan grande y el hospital no estaba lejos de la tienda.
La semana se pasó rápidamente. Cuando se sentía cansada, pensaba que estaba
aprendiendo mucho para consolarse. Un día llegaron a la tienda uno o dos clientes
americanos y le alegró mucho poder hablar inglés de nuevo. Estuvieron mirando los
objetos de plata para llevarse algo de Holanda y ella se sintió contenta de estar allí.
Le hablan dicho que los domingos estaría libre. Los señores Friske rara vez
salían, pero aún así le dieron una llave por si quería volver a comer y no había nadie
en la casa.
El primer domingo, Daisy no se alejó demasiado. Después del desayuno, paseó
hasta uno de los canales y volvió hacia el mediodía para comer con los señores
Friske. Salió de nuevo por la tarde y tomó un barco que hacía una ruta por los
canales. Luego, se detuvo en un pequeño café para tomar un té y un trozo de tarta de
enormes proporciones. Todo el tiempo estuvo alerta por si veía al señor der
Huizma...
Después de cenar, se quedó viendo la televisión y se acostó temprano. A la
semana siguiente se aventuraría más. Quizá se decidiera a tomar un tren para ir a
alguna población cercana. Había multitud de posibilidades, se dijo.
Ya estaba acostumbrándose a la rutina de allí y la semana siguiente se pasó más
rápidamente. Ya comenzaba a ser útil en la tienda y, cuando no había clientes, el
señor Friske le hablaba de alguna pieza que tenía en la tienda. Cuando llegó el
sábado, comenzó a trazar un cuidadoso plan para el domingo. Tomaría un autobús a
Vollendam, que era un lugar bastante turístico. Los autobuses salían desde la
estación central y Daisy sabía perfectamente dónde estaba. Tomaría allí un ligero
almuerzo y volvería por la tarde. Si le quedaba tiempo, iría a ver las tiendas de las
calles Leidesgracht y Vijselstraat.
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Cuando se fue el último cliente, Daisy comenzó a recoger las piezas más
valiosas del escaparate. El señor Friske, por su parte, recogió la plata e hizo la caja.
En ese momento, sonó el teléfono.
—Es para ti, Daisy.
La muchacha fue corriendo. Su madre había telefoneado durante la semana y no
esperaba otra llamada, a menos que hubiera pasado algo grave.
—Hola —dijo algo preocupada—. Hola —repitió en un tono de voz totalmente
diferente después de reconocer la voz.
—Soy Jules der Huizma. Mañana tengo el día libre. ¿Te apetecería que te
enseñara algo de Holanda?
—Claro que sí, me encantaría —exclamó sin aliento.
—Muy bien. Te recogeré a las diez.
—Estaré preparada a esa hora —luego, recordó algo—. ¿Pero no quiere usted
pasar el día con Helene? ¿Vendrá ella también? Quizá no le divier...
—Helene está en California, pero estoy seguro de que no le molestará que te
lleve a dar una vuelta.
—Bueno, si está seguro...
—Completamente seguro —respondió el señor der Huizma antes de colgar y
mirar a Bouncer—. Mañana vamos a divertirnos mucho.
El señor der Huizma había estado dos semanas pensando en Daisy. No podía
olvidarse de ella. Sabía que eso ponía en peligro su futuro con Helene, pero todavía
no estaba casado...
Daisy se levantó el domingo muy temprano. Se arregló y miró por la ventana.
Afortunadamente no llovía. Aunque hacía frío, se pondría una falda gruesa bajo el
abrigo. Eligió unos zapatos cómodos, por si caminaban, y el pañuelo de lana que su
madre le había regalado con el que se cubrió la cabeza. En Holanda siempre hacía
viento, pensó. Desayunó con el señor y la señora Friske y al terminar sonó el timbre.
El señor der Huizma subió al piso de arriba y estuvo hablando con el señor
Friske diez minutos antes de preguntarle a Daisy si estaba lista. Poco después se
metieron en el coche. Bouncer estaba ya allí, contento de verla y se colocó entre ella y
su amo.
—Se puede poner detrás si lo prefieres —sugirió el señor der Huizma.
Daisy acarició la sedosa cabeza.
—Se sentiría solo. Además, me gustan los perros —la muchacha miró por la
ventanilla—. ¿Dónde vamos?
—Primero a la costa. A Zandwoort. Nos tomaremos allí un café. Dime, Daisy,
¿estás contenta con el señor Friske?
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—Oh, claro. Los dos son muy amables conmigo y van muchos clientes a la
tienda. Es muy conocida, ¿no? Además, estoy aprendiendo mucho. Por ejemplo, no
sabía que en Holanda había tanta variedad de porcelana azul. El señor Friske tiene
aguamanil del siglo dieciocho y algunos azulejos. Mi padre nunca ha tenido azulejos.
Quizá el señor Friske quiera venderle algunos. Yo podría llevármelos cuando vuelva.
—¿Ya estás pensando en volver a Inglaterra?
—¡Claro que no! Me gustaría quedarme un par de meses, si el señor Friske
quiere. Hay tantas cosas que no sé... —la muchacha se volvió y lo miró con una
sonrisa amplia—. ¿No es una suerte que no esté lloviendo? ¿Vamos a sacar a Bouncer
para que corra?
—Por supuesto, pero primero tomaremos el café.
Daisy, estaba ya bastante tranquila.
—Tengo una llave de la casa. El señor y la señora Friske van a visitar a unos
amigos y sólo tendré que calentar la cena cuando llegue. La señora Friske es muy
amable y nos llevamos muy bien. Es un poco duro a veces, cuando no nos
entendemos, pero estoy aprendiendo muy rápido. Por lo menos, las palabras más
útiles. El holandés es un idioma horrible, ¿verdad?
—Eso me han dicho, pero como mi lengua materna, no puedo decir nada al
respecto.
—Lo siento —dijo, ruborizándose—. No quería ser grosera.
—Ya lo sé, Daisy, y creo que ya nos conocemos un poco como para que puedas
hablar relajadamente conmigo.
—Sí, supongo que nos conocemos, pero no se puede hablar de amistad todavía
—la muchacha frunció el ceño.
—Sin embargo, yo pienso en ti como una amiga, Daisy.
Iban por una carretera rural y él detuvo el coche en el arcén.
—¿Amigos? —dijo, extendiendo la mano.
La muchacha se la estrechó con una sonrisa.
—De acuerdo.
—Y de ahora en adelante me llamarás Jules, ¿de acuerdo?
—Muy bien. ¿Sabes? La verdad es que siempre he tenido la sensación de que
éramos amigos, sólo que no creía que tú hubieras pensado en ello.
Él prefirió cambiar de tema.
—Vamos a Leiden ahora. Yo estudié medicina en la universidad de allí. Es una
ciudad pequeña, pero muy bonita. De todos modos no nos pararemos, porque vamos
a almorzar en Delft
Pero finalmente se detuvo para que ella pudiera ver el monte Brucht. Era un
montículo del siglo doce con una fortaleza en su cima y estaba justo en medio de la
ciudad. También le enseñó el canal Rapenburg, la universidad y el museo.
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—¿Fuiste feliz en tu época de estudiante?
—Sí. Vuelvo de vez en cuando. Para mí esta ciudad está llena de recuerdos
maravillosos.
Continuaron después hacia Delft y aparcaron cerca del mercado antiguo. La
llevó a un pequeño restaurante desde el que se veía el ayuntamiento y el puerto; uno
enfrente del otro, con la plaza del mercado en el medio.
—Vamos a comer una comida típica holandesa. Espero que tengas hambre.
Sí que la tenía, lo cual estuvo bien porque la camarera llevó dos platos enormes
de crepes con trozos de beicon crujiente. También llevó una fuente de sirope oscuro.
El señor der Huizma roció el sirope sobre los crepes.
—Tiene un aspecto absurdo, pero sabe exquisito —aseguró.
Y era cierto. Daisy se comió todo con entusiasmo y eso provocó en los ojos de él
un destello de placer. Al terminar, se tomaron una cafetera entre los dos y luego la
llevó hacia el coche.
—Vamos a cruzar a Hilversum. Pasaremos por Alphenaan de Rijn, donde hay
un santuario, y luego por Gouda. Cerca hay algunos lagos que veremos rápidamente.
Daisy suponía que después de aquello volverían a Amsterdam. Eran ya casi las
cuatro y la tarde estaba oscura y fría, pero vio que él tomaba la dirección contraria.
—Has tomado la dirección equivocada. Amsterdam queda hacia la izquierda.
—Tomaremos antes un té.
No explicó nada más y ella supuso que habría un café o un salón de té
particular a la que él quería ir. El paisaje era muy bonito, incluso en aquel día oscuro.
Pasaron por pequeños bosques y carreteras estrechas y de vez en cuando se veían
casas de madera desperdigadas. De repente, Daisy divisó una rodeada por árboles.
Era blanca y tenía las contraventanas verdes. El tejado era de dos aguas.
—Oh, ¡qué bonita! Parece que ha estado allí desde siempre. Y parece muy
grande. Y mira, las luces están encendidas. Me la imagino llena de niños, perros y
gatos.
Se detuvieron frente a la entrada de hierro.
—Bueno, en este momento no es así —comentó—, pero quizá algún día sí. Es
una casa muy acogedora. Yo nací en ella.
Daisy se giró para mirarlo a los ojos.
ella.
—Ésta es la casa de mis padres. Mi madre vive aquí y vamos a tomar un té con
—Pero si no me conoce...
—¿Y qué? Ahora te conocerá.
Jules detuvo el coche, salió y abrió la puerta de Daisy.
—No estoy segura...
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—Vamos, ánimo. ¿Dónde está tu carácter británico? Estoy seguro de que te
apetece tomar un té.
Jules saludó a la mujer anciana que abrió la puerta.
—Ésta es Katje, el ama de llaves. No habla inglés, pero entiende algunas
palabras —explicó a Daisy, que le dio la mano a la mujer y esbozó una sonrisa—. Ve
con ella, te enseñará dónde dejar la chaqueta.
Daisy siguió a la mujer hacia el fondo del vestíbulo, donde había una pequeña
habitación equipada con todo lo que una mujer pudiera necesitar. De manera que se
cepilló el pelo, se empolvó la nariz y volvió al vestíbulo, donde se reunió con Jules.
Éste abrió la puerta doble y, con una mano en el hombro de Daisy, pasó al
salón. Su madre estaba sentada al lado de la chimenea y se levantó cuando entraron.
—Jules, qué alegría verte... —la mujer dio un beso a su hijo y luego se volvió
hacia Daisy con una sonrisa en los labios.
—Madre, ésta es Daisy Gillard, que ha venido a trabajar en una tienda de
antigüedades —la madre, acordándose de que su hijo le había hablado de esa
muchacha, sonrió y le ofreció la mano.
Él observó cómo se saludaban y sonrió para sí mismo. Era evidente que se
habían gustado la una a la otra.
Un té, para Daisy, era una taza de té suave y una diminuta galleta. Pero resultó
ser un delicioso té oriental acompañado de unos pequeños sándwiches y una tarta de
frutas. Estar allí sentada al lado del fuego, escuchando la voz tranquila de su
anfitriona que les relataba cosas sin importancia, fue delicioso. La charla fue muy
relajada, como si los tres se conocieran de toda la vida. Bueno, Jules y su madre se
conocían de siempre, claro, pero ella no, pensó Daisy, mordiendo un trozo de tarta y
pensando que se sentía como de la familia.
Pero Daisy no quería aprovecharse y, cuando escuchó que el reloj de pared daba
las seis de la tarde, decidió que ya era hora de marcharse.
—El señor y la señora Friske me esperan a cenar —mintió, aunque lo dijo de
manera convincente.
Así que se despidieron de la señora der Huizma y salieron.
Para alivio suyo, había luz en la planta de arriba de la casa de los Friske cuando
llegaron. Así que su pequeña mentira estaba justificada. Cuando Jules paró el coche,
ella trató de darle las gracias, pero él la interrumpió.
—Daisy, no hace falta que me des las gracias. Me lo he pasado muy bien
contigo. Me gustas porque no hablas a menos que tengas algo que decir. Sabes estar
en silencio.
—¿De verdad? —preguntó sorprendida, sin saber si le gustaba o no ser
silenciosa.
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¿Pero de verdad había hablado poco? Se daba cuenta de que aunque solía ser
muy reservada con los demás, con Jules se sentía tan relajada que hablaba de
cualquier cosa.
Jules salió y abrió la puerta de ella. Luego, se dirigieron hacia la entrada.
—Si estoy libre el domingo que viene, iremos al lago Frisian y a Leeuwarden.
Jules tomó la llave que Daisy tenía en la mano y abrió la puerta. Luego, se
quedó mirándola. Ella sonrió, encantada con la perspectiva de volver a verlo pronto.
Jules, sin poder evitarlo, besó el rostro femenino y le dio un pequeño empujón para
que entrara.
La muchacha subió las escaleras y respondió a las preguntas de sus anfitriones.
Contó cómo había pasado el día y luego se sentó con ellos para comer echte con
salchichas ahumadas y zurkoel. Y durante todo el tiempo estuvo pensando en el beso.
Por supuesto que todo el mundo se besaba, pero ése no había sido un beso social...
Había sido largo y cariñoso. No había sido un simple beso. De todos modos, decidió
olvidarlo.
Pero descubrió que era más fácil decirlo qué hacerlo. Aunque a medida que el
domingo se aproximaba, se dijo una y otra vez que no podía permitir que Jules
supiera la impresión que le había producido. Además, decidió que si él volvía a
sugerir que salieran, se negaría. No podría decirle que había quedado con otros
amigos porque no tenía todavía, pero se disculparía diciendo que estaba acatarrada.
Eso era más creíble que un dolor de cabeza... Pero quizá él no volviera a pedirle que
salieran. Helene volvería de California y él volvería a pasar su tiempo libre con su
prometida, como era natural.
Había creído que iba a estar un poco nerviosa el domingo, pero la forma
relajada y amistosa con que Jules la trató, la tranquilizó de inmediato.
Era un día húmedo y gris, pero dentro del coche se estaba bien y Bouncer se
alegró de volver a verla.
—Iremos a Alkmaar y luego a Afsluitdijk y Friesland —le explicó.
Después de aquello, Jules no volvió a hablar demasiado. Sólo le preguntó qué
tal le había ido la semana. Ella le contestó brevemente, ya que recordaba bien lo que
le había dicho sobre su silencio. Y luego, le preguntó a él si había tenido una semana
interesante.
A Jules le sorprendió darse cuenta de que Helene nunca le había preguntado
aquello y comenzó a contarle en qué consistía su trabajo. Daisy le hizo varias
preguntas. ¿Operaba? ¿Eran los niños felices en el hospital? ¿Qué pasaba cuando los
devolvían a su casa? ¿Qué le gustaban más, los recién nacidos o los mayores?
Él contestó a sus preguntas con todo detalle, disfrutando de poder hablar de su
trabajo con alguien que de verdad estaba interesado en ello. Por supuesto, que a su
madre también le interesaba, pero a ella la veía muy poco y solían tener otros asuntos
de los que hablar. Pero Daisy estaba allí a su lado, escuchándolo atentamente y
haciéndole disfrutar de la conversación.
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Pararon en Alkmaar para tomar un café y dieron un paseo breve por el centro.
Fueron al mercado de quesos y a la casa Weight, con su carillón, para seguir luego en
dirección a Afshutdijk y Friesland. Finalmente, llegaron a Leeuwarden, donde
comieron en un hotel. Al terminar, dieron un paseo para que Bouncer pudiera
corretear un poco.
—Mi madre nos espera para tomar el té —comentó Jules.
Todo salió tan bien como el domingo pasado. Se sentaron todos en el salón con
Bouncer cerca de su amo, engullendo los trozos sobrantes de pastel o bizcocho que
su amo le tiraba. Al lado de la señora der Huizma, se puso su enorme gato, por lo
que la habitación ya no parecía tan grande. Daisy se sintió feliz, aunque no pudo
explicar por qué.
—Estoy segura de que nos volveremos a ver —le dijo la señora der Huizma al
despedirse de ella con un beso.
Y eso era lo que ella esperaba, pero Jules no le dijo nada acerca de su próxima
cita cuando la dejó en la casa del señor Friske. Tampoco le dio un beso de despedida.
Se limitó a hacerle un gesto cariñoso y a decirle que no trabajara demasiado.
Daisy, mientras se preparaba para acostarse, pensó que eso significaba que no lo
volvería a ver. Helene regresaría pronto. El le daría el broche y se casarían.
—Pero no serán felices juntos —dijo en voz alta, ya en la cama.
Durante la semana siguiente, hubo mucho trabajo en la tienda, y Daisy, que ya
había aprendido algo de holandés, estuvo muy ocupada. La ciudad estaba
comenzando a llenarse ya de turistas. Por las tardes, el señor Friske la enseñaba todo
lo que sabía acerca de marquetería y porcelana holandesas.
El domingo siguiente, Daisy salió a pasear y se fijó en los escaparates de otras
tiendas de antigüedades de las estrechas calles vecinas. Luego, entró a comer a un
café y pasó el resto de la tarde en el Rijksmuseum. Se tomó un té en la cafetería del
museo y se quedó hasta la hora de cierre. Cuando salió, vio al señor der Huizma en
su coche. Helene iba a su lado, pero Bouncer iba en el asiento de atrás. Él no la vio.
Iba mirando al frente, igual que Helene, sin hablar...
Así que Helene había vuelto. Daisy había albergado el deseo inconsciente de
que a ella le gustara tanto California que se quedara allí para siempre. Había sido
una estúpida, pensó mientras volvía a casa del señor Friske para cenar.
«Ha sido bonito conocerlo, pero ahora tengo que olvidarme de él», concluyó.
Pero eso no iba a serle tan fácil.
A finales de la semana siguiente, Daisy estaba limpiando unos candelabros de
plata cuando se oyó un ruido enorme en la calle. El señor Friske estaba atendiendo a
un cliente, así que ella decidió salir a ver qué pasaba.
Había un coche detenido en mitad de la calle y una anciana estaba sentada en la
acera sujetando a un enorme gato negro. El conductor estaba inclinado sobre ella.
—¿Habla usted inglés? —preguntó el hombre a Daisy—. Yo no iba rápido, pero
el gato cruzó de repente la calle y ella fue tras de él —añadió nervioso.
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—Soy inglesa —respondió Daisy. Luego, preguntó a la señora en su tosco
holandés si estaba bien y ella le contestó que sí. Daisy se volvió hacia el hombre—.
Mire, yo creo que lo mejor será que la llevemos al hospital. No está lejos. Espere un
momento mientras se lo digo a mi jefe.
—¿Nos acompañará usted? Le estoy muy agradecido...
El señor Friske salió de la tienda, siguiendo a Daisy y ayudó al conductor a
meter a la anciana al coche. Luego, le dijo al conductor que llevara a Daisy de vuelta
una vez se arreglara todo.
Guió al hombre hasta el hospital, donde se encontró con la enfermera que la
había atendido a ella. Se acordaba de Daisy, así que a ésta no le fue difícil explicar lo
que había sucedido. Poco después, se quedó con el gato mientras el conductor
hablaba con los de la oficina de recepción. Al rato, llegó un policía y ella se acercó
hasta donde estaban ellos.
Daisy se ofreció a llevar el gato a la casa de la mujer si le decían la dirección y le
daban una llave. Explicó que trabajaba y vivía con el señor Friske. Al rato, salía del
hospital con la llave de la casa de la señora cuando se encontró a Jules, que salía
también.
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Capítulo 6
JULES, al verla, se dirigió hacia ella.
—Daisy... —dijo, mirando extrañado al gato que ella llevaba—. ¿Quieres que te
lleve a algún lado en mi coche?
Otra persona le habría hecho cientos de preguntas, pensó Daisy, pero Jules no.
Ella le hizo un breve resumen de lo que había pasado y esperó a ver qué contestaba.
—Te acompañaré a llevar el gato. Podemos intentar hablar con algún vecino
para explicarle lo que ha pasado y después te llevaré a la tienda del señor Friske. El
hombre debe estar preocupado.
Una vez en el coche, ella le enseñó el papel donde le habían apuntado la
dirección de la señora. La mujer vivía cerca. Era una casa antigua, pero con el
mobiliario cuidado. El gato se dirigió a una silla en el rincón del salón y se hizo un
ovillo para dormir. Daisy le llenó un platito con comida y se lo dejó en el suelo de la
cocina mientras Jules iba a la puerta de al lado para ver si podía hablar con el vecino.
Volvió en seguida.
—Vamos a dejar la ventana de la cocina abierta para que el gato pueda entrar y
salir. El vecino le dará de comer si es necesario.
—¿Y la llave?
Jules sacó su teléfono móvil del bolsillo y ella esperó a que terminara.
—La mujer volverá pronto a casa. No tiene nada grave, sólo unas magulladuras
y un pequeño corte en la pierna. Iré a verla un momento.
Era algo que no tenía por qué hacer.
—Vamos, te llevaré a casa del señor Friske.
Daisy apenas había hablado. La alegría de verlo parecía haberle privado de toda
locuacidad.
—Has sido muy amable, pero puedo volver yo sola. No estoy lejos...
Jules había ido a abrir la pequeña ventana de la cocina.
—La tienda me queda de camino —contestó.
La dejó en la casa del señor Friske y se despidió brevemente. Antes de que ella
tuviera tiempo de darle las gracias, desapareció. Una vez en el hospital, él pensó que
cada vez que se encontraba a Daisy, le desbarataba sus planes. Esa tarde, de nuevo,
habían hablado poco, pero aun así había disfrutado de cada minuto de su compañía.
Frunció el ceño, recordando que había decidido no volver a verla. Su cuerpo pequeño
y su carácter silencioso habían comenzado á llenar sus pensamientos. Tenía que
hacer algo.
En el hospital, buscó a la enfermera de urgencias, que le comentó que la mujer
estaba a punto de ser dada de alta. Luego, la enfermera le preguntó si Helene había
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vuelto de California. Era una vieja amiga y colega y estaba impaciente por verlo
felizmente casado. No le gustaba Helene, a la que había conocido en algunos actos
del hospital, pero pensaba que era una mujer que le convenía. Se sorprendió al ver la
cara que ponía Jules mientras le contestaba que Helene acababa de regresar. ¿Era
normal aquella expresión en un hombre que hablaba de la mujer con la que iba a
casarse?
La enfermera no dijo nada más y fue en busca de la dueña del gato.
El señor der Huizma la llevó a casa y le devolvió la llave. Al despedirse, la
mujer le habló agradecida de Daisy.
—Es una chica encantadora. Vino en seguida a ayudarme y entendió
rápidamente que me preocupara por el gato.
La tentación de detenerse en la tienda del señor Friske de camino a su casa fue
grande, pero se reprimió. Si se encontraba a Daisy casualmente, era algo inevitable,
pero ir a buscarla deliberadamente era una cosa totalmente diferente.
Se marchó a su casa y, más tarde, salió para atender su consulta. Cuando volvió
por la noche, tenía un mensaje de Helene. Decía que esperaba que la llamara por la
mañana.
Él echó un vistazo a su agenda. Los días siguientes iba a estar muy ocupado.
Tendría muy poco tiempo para ver a Helene y desde luego no podría llevarla al
teatro o a cenar, que sería lo que ella querría. Dejó una nota para que le enviaran
flores a su casa y luego se sentó en su despacho para continuar escribiendo un
artículo sobre malnutrición infantil. Le habían preguntado si estaría dispuesto a ir a
África para orientarlos sobre el tema, y había decidido aceptar. Era algo que quería
hacer de todo corazón y había organizado su trabajo de tal manera que le quedara un
mes libre para ir. Se detuvo un momento y dio un suspiro. A Helene no le gustaría su
decisión.
El lunes siguiente por la mañana, Daisy pensó en visitar a la mujer del gato.
Había estado en la estafeta de correos, comprando el periódico, pasta de dientes,
champú... y una lata de comida para gatos. Luego, se dirigió hacia la casa de la
señora.
La mujer abrió la puerta y reconoció a Daisy nada más verla.
Ésta, sin decir nada, alzó la lata de comida para gatos. Éste avanzó hacia la
muchacha y comenzó a maullar. La mujer esbozó una sonrisa amplia y se puso a
hablar sin parar. Daisy apenas la entendió. Cuando la mujer se detuvo un segundo
para tomar aire, Daisy le preguntó si estaba mejor. Como la palabra holandesa era
parecida, la mujer la entendió y asintió, señalando a Daisy una silla para que se
sentara. Ésta así lo hizo mientras la mujer salía del cuarto y volvía con una carta en la
mano. Se la dio a la muchacha y, con gestos, le dijo que la sacara del sobre. Estaba
escrita en inglés y era del hombre que la había atropellado. También había dinero en
su interior. Daisy leyó la carta y trató de explicar, con las pocas palabras que sabía,
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que el dinero era como compensación por el accidente. El acento era bastante
extraño, pero por medio de gestos y señas hizo que su compañera la entendiera.
Cuando le devolvió la carta a la mujer y se levantó, ella le suplicó que se sentara
de nuevo.
—¿Un café?
Daisy tenía tiempo suficiente y el gato se había subido en su regazo, así que se
quedó, tratando de continuar la conversación con la mujer.
Cuando se levantó, se dio cuenta de que se lo había pasado bien y que había
aprendido bastantes palabras más en holandés. No importaba la gramática, decidió.
Lo principal era saber nuevas palabras. Tampoco importaba el acento, el señor Friske
la corregiría. Así que volvió a la tienda alegre y pensando que estaba haciendo
progresos y pronto podría tener amigos.
El señor der Huizma, mientras tanto, estaba preparando su viaje y por lo tanto
trabajaba desde por la mañana temprano hasta la noche. Ya había informado de ello
a su prometida.
Helene le había telefoneado un día y le había pedido que la llevara a cenar.
—Hay un restaurante nuevo en la calle Leidesgracht —había dicho—. Iremos
allí. Tendrás que llamar para reservar mesa.
La mujer había colgado antes de que él pudiera contestar nada.
La cena no había sido un éxito. Habían terminado casi la comida antes de que
ella le preguntara si había estado ocupado.
—¡Qué trabajo tan aburrido tienes! —había dicho—. Deberíamos salir con más
frecuencia...
—Voy a marcharme fuera —le había informado él, casi en voz baja.
Luego, le había explicado las razones del viaje.
—Pero eso es horrible —había exclamado—. Agarrarás una de esas
enfermedades horrorosas. Hay un montón de médicos jóvenes deseando ir, estoy
segura. Jules, de verdad, no puedo permitir que te vayas.
—Me temo que no te estoy preguntando si me dejas ir o no, Helene. Es mi
obligación y voy a ir. Pensé que tú lo entenderías...
Ella se había quedado fría.
—¿Entender? Yo no soy la típica esposa de un doctor, dispuesta a pasar una
vida llena de sacrificios y noches sin dormir o comidas frías. La vida es diversión y
yo voy a tratar de aprovecharla.
Él se había quedado en silencio durante unos segundos.
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—Si eso es lo que crees, Helene, quizá deberíamos reconsiderar... —dijo él con
voz muy tranquila.
Ella se dio cuenta de que había ido demasiado lejos.
—Jules, lo siento. Por supuesto que debes hacer lo que creas conveniente. Es
sólo que me he asustado de repente... —la mujer esbozó una sonrisa—. ¿Me
perdonas?
—Por supuesto, pero no voy a cambiar de opinión, Helene.
—No, no, claro que no. Cuéntamelo todo... ¿cuánto tiempo vas a ir? —preguntó,
tratando de parecer interesada.
Luego, lo besó cariñosamente al despedirse, pero Jules se marchó rápidamente.
Aquella noche supo que Helene no lo amaba, que nunca lo había amado. Para ella
significaba todo lo que quería obtener de la vida, eso sí, de modo que Helene no tenía
intención de romper su compromiso y él, por su parte, tampoco... hasta que conoció a
Daisy, a la que debía olvidar. Ella volvería pronto a Inglaterra.
Jules iba a marcharse a la semana siguiente y cada minuto que tenía libre lo
pasaba con Helene, tratando de despertar de nuevo su amor por ella. Pero Helene,
segura como estaba de su futuro, no quería hablar de matrimonio.
—¡Por el amor de Dios! —le había dicho con impaciencia—. Ya tendré tiempo
de ser tu esposa y de encargarme de la casa y de nuestra vida social. Ahora quiero
divertirme —la mujer hizo un gesto mimoso—. Y tú también tendrías que divertirte.
Tienes treinta y cinco años y hasta ahora tu vida ha sido horrorosa. Siempre de un
hospital a otro, de una conferencia a otra...
—Pero es mi vida y estoy contento con ella, Helene. Puedes cambiar de opinión
si es lo que quieres...
Una vez más ella había tenido un momento de duda, pero no permitió que
pasara de ahí.
—Cariño, por supuesto que no voy a cambiar de opinión. Cuando vuelvas,
fijaremos la fecha de la boda.
Jules no le contó nada a su madre cuando fue a visitarla, pero la mujer se dio
cuenta de que le pasaba algo. Lo había preguntado por Helene, como siempre hacía,
y había recibido una respuesta vaga. Luego, la madre le preguntó si había visto a
Daisy y, al ver la expresión de su cara, se sintió algo preocupada. A menos que
Helene le diera una buena razón para ello, Jules nunca rompería su compromiso... y
Helene no haría tal cosa. Pero ella rezaría en silencio para que eso cambiara.
Daisy había madrugado el día en que Jules se marchaba a África. No había
tenido noticias suyas desde hacía tiempo, pero no conseguía olvidarse de él. En ese
momento de aquella brillante mañana primaveral, estaba empaquetando una vajilla
de porcelana para un cliente que se iba fuera. La señora Friske estaba arriba,
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haciendo el desayuno y el señor Friske estaba todavía en la cama. La calle estaba
vacía.
De repente, sonó la campanilla de la puerta. Ella miró sorprendida al reloj de
pared y se apresuró a abrir. El cliente llegaba demasiado pronto, pensó. Tendría que
esperar unos minutos.
La muchacha levantó la persiana y abrió la puerta. Luego, se quedó inmóvil al
ver a Jules.
—No habíamos abierto todavía —dijo Daisy—. Buenos días.
Él no hizo ningún comentario al respecto.
—Me voy ahora mismo. Estaré fuera todo un mes, quizá más —los ojos de Jules
buscaron el rostro de Daisy—. No quería irme sin despedirme de ti. Me voy a África.
—¿Pero volverás? —quiso saber con el corazón en vilo.
—Claro que sí. ¿Te habrás ido ya para cuando yo vuelva?
—No lo sé, quizá. Pero, ¿por qué te vas a África? Está muy lejos.
—Voy a organizar un hospital y un centro de acogida infantil en una de las
zonas más pobres.
—Claro, necesitarán a gente como tú. Si fuera enfermera, me gustaría irme
contigo —él no dijo nada—. Helene debe estar muy preocupada por ti.
Y lo estaba, pero por otros motivos.
—Helene sabrá cómo divertirse mientras yo esté fuera. ¿Me echarás de menos,
Daisy?
Ella examinó su cara.
—Claro que te echaré de menos. Siempre echamos de menos a los amigos, y
nosotros lo somos, ¿te acuerdas? Aunque no nos veamos mucho últimamente... —dio
un suspiro—. Pero sí, te echaré de menos y—deseo que te vaya todo muy bien —
añadió—. Y que vuelvas pronto a casa —la muchacha extendió una mano, sabiendo
que si continuaba hablando, se echaría a llorar—. Adiós.
Él agarró su mano con cuidado, como si pudiera romperse. Luego, la tomó en
sus brazos y la besó. Fue un beso del que no sería fácil olvidarse. Daisy no sabía que
existieran besos como aquellos fuera de las novelas rosas.
—Tengo prisa —dijo él con voz ronca, soltándola tan bruscamente que estuvo a
punto de tirarla.
—Bueno...
Las palabras de Daisy no llegaron a nadie. La tienda estaba vacía y el Rolls se
alejaba.
No lloraría, aunque sentía ganas de hacerlo. Soltó un suspiro profundo como
una niña herida y terminó de empaquetar la vajilla de porcelana. En ese momento, la
señora Friske la llamó para desayunar y subió a tomar un café. No le apetecía comer
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nada y se disculpó diciendo que le dolía la cabeza. Algo que pronto sucedería de
verdad.
Joop acompañó al señor der Huizma a Schipol. Mientras subía al avión, Jules
comenzó a pensar en Daisy. Ella se había alegrado de verlo, de eso sí podía estar
seguro, pero no había dicho nada que le diera pie a pensar que pudiera albergar
sentimientos más profundos por él. Lo del beso había sido algo involuntario. Él no lo
había podido evitar y esperaba que ella lo entendiera como un beso de despedida.
Además, ella había dicho que al fin y al cabo eran amigos.
Una vez en el avión, trató de olvidarse de ella y concentrarse en su trabajo. Sacó
sus papeles y comenzó a estudiarlos, olvidándose de Daisy.
Daisy sabía lo doloroso que era amar a alguien sin ser correspondido. Era cierto
que la había besado apasionadamente, pero luego no pareció preocuparse cuando
ella le dijo que seguramente ya se habría ido cuando él regresara. Además, sabía que
los hombres no se sentían especialmente atraídos por ella, así que ese beso no le hacía
albergar vanas esperanzas. Seguramente, él sólo estaba algo triste por tener que
abandonar su hogar y a Helene, y se había visto forzado a exteriorizar sus
sentimientos.
Pero a pesar de su sensatez, no paró de llorar hasta que se durmió. La idea de
no volver a verlo le parecía algo horrible. Para cuando él regresara, ella se habría
marchado a Inglaterra. Se insultó por haberse enamorado de un hombre que estaba a
punto de casarse con una mujer bellísima, que pertenecía a la misma clase social que
él.
Pero estaba segura de que lo acabaría superando y dentro de un tiempo lo
recordaría como un bonito sueño. Se aplicaría en cuerpo y alma al estudio de las
antigüedades holandesas, trataría de mejorar su holandés y en su tiempo libre se
dedicaría a hacer turismo.
La semana que siguió a la partida de Jules transcurrió tal como se había
propuesto y planeó para el domingo hacer una excursión por varias ciudades que la
tuviera ocupada todo el día.
El sábado por la mañana recibió una carta de la señora der Huizma. Le pedía
que pasara el domingo con ella. Joop la podía llevar en el coche. Terminaba la carta
diciéndole que si aceptaba, se lo hiciera saber por teléfono.
Daisy leyó la carta de nuevo, pensando en que le apetecía mucho volver a ver a
la madre de Jules; pero quizá sería mejor rehusar la invitación. El ir allí le haría
acordarse de él.
Finalmente, decidió que sí que le apetecía ir, así que se lo contó al señor Friske y
telefoneó a la señora der Huizma para decirle que aceptaba su invitación.
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Joop se pasó a recogerla a las once en punto. Daisy se había pasado buena parte
de la mañana pensando en qué ponerse. No tenía nada que estuviera en consonancia
con la elegante casa. Al final, decidió ponerse lo mismo que la última vez. Además,
no importaba tanto su indumentaria. Jules no iba a estar, y aunque estuviera, no se
fijaría en la ropa de ella.
Joop, que había llevado el viejo Daimler, la saludó de un modo anticuado,
aunque pareció alegrarse de verla. El hombre conducía bien, sólo que algo despacio,
así que ella tuvo tiempo para practicar su holandés con él. Joop la corregía cuando
ella se confundía con los verbos.
Cuando llegaron, Joop le abrió la puerta para que saliera del coche y la
acompañó a la casa. Katje recogió su chaqueta y la condujo al salón.
La señora der Huizma estaba sentada en su sitio habitual con Bouncer a su lado.
La mujer pareció muy contenta cuando se puso en pie para saludarla.
—Siéntate, Daisy. Katje nos traerá un café dentro de un rato. Me alegra mucho
que hayas aceptado venir a hacerme compañía. ¿Te gustaría ver la casa? Sé que estás
interesada en la antigüedades y aquí hay unas cuantas. Pero, si te parece, antes de
nada podemos tomarnos el café mientras charlamos un poco. Así podrás contarme
qué tal te está yendo en Amsterdam.
Tuvieron una conversación muy agradable. Lo único que molestó a Daisy fue
que no se mencionó ni una sola vez a Jules, cosa que la decepcionó ligeramente.
Más tarde, la señora der Huizma le enseñó la casa.
—La verdad es que tenemos bastantes cosas que ver —explicó la mujer—. Sólo
la planta baja nos tendrá ocupados hasta la hora de comer.
A Daisy le hubiera gustado estar algo más de tiempo en el salón. Podría haber
pasado horas observando un juego de porcelana maravilloso. Pero tuvo que seguir a
la señora der Huizma hasta el comedor, que tenía un magnífico aparador del siglo
pasado. Las paredes estaban llenas de retratos de antepasados. Daisy los observó,
dándose cuenta de que algunos se parecían mucho a Jules.
Luego, entraron a una pequeña habitación amueblada de un modo sencillo.
—Aquí es donde coso, hago ganchillo, escribo mis cartas... Mis nietos la llaman
la habitación de la abuela.
—¿Tiene muchos nietos?
—Cinco, de mis dos hijas. Espero que cuando Jules se case, me dé algún otro
nieto.
—A mí me encantan los niños, son tan divertidos... Y esta casa les debe gusta
mucho, ¿verdad? A pesar de ser muy grande, da la sensación de ser un verdadero
hogar...
La señora der Huizma la miró apreciativamente. Le gustaba esa chica y sabía
que a Jules también. Después de suspirar, la guió hasta la biblioteca. Finalmente, le
enseñó el invernadero que había en la parte trasera de la casa.
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Antes de comer, tomaron un jerez en el salón.
—Tienes que volver, Daisy, para ver todo más despacio. Podrás ayudarte de un
catálogo que tenemos.
—Me encantaría, pero no estoy segura de cuánto tiempo más estaré con el señor
Friske...
Comieron en el salón, sentadas una al lado de otro en uno de los extremos de la
enorme mesa. Daisy disfrutó cada bocado de la deliciosa comida bajo la atenta
mirada de todos los antepasados de Jules, que la observaban desde la pared.
Cuando acabaron, pasaron al salón a tomar café.
—Jules me escribió una breve carta diciéndome que estaba muy ocupado. Estoy
deseando volver a verlo.
La mujer se agachó para acariciar a Bouncer.
—Jules me trajo a Bouncer para que me hiciera compañía. Mis hijas viven algo
lejos. Ineke en Goningen y Lisa en Limburg. Tienen que cuidar de sus hijos y no les
es fácil venir a visitarme a menudo. Aunque eso sí, me telefonean varias veces a la
semana —la mujer sonrió—. La verdad es que mi familia me cuida muy bien.
La señora der Huizma terminó su café y dejó encima de la mesa la taza vacía.
—¿Te gustaría visitar el resto de la casa? Eso nos tendrá ocupadas hasta la hora
del té.
A Daisy le encantaron los dormitorios del piso de arriba. El principal tenía una
cama de cuatro postes y un tocador de madera de ébano bajo una de las ventanas.
Podría haberse pasado varias horas observándolo, pero la señora der Huizma no le
dio tiempo para ello, ya que quería enseñarle toda la casa.
—Arriba está el desván, atestado de muebles antiguos. Pero no tendríamos
tiempo para verlo todo...
Mientras bajaban las escaleras, se oyó el timbre de la puerta. Joop fue a abrir.
—¿Quién será? —se preguntó la señora der Huizma—. No esperaba a nadie.
Y menos a Helene, que se acercó a ella sonriendo y extendiendo las manos para
saludarla.
—Sé que vengo sin avisar, señora der Huizma, pero es que pensé que
podríamos pasar un rato juntas. Seguro que echa mucho de menos a Jules y como
todavía nos quedan tantas cosas por arreglar...
La señora der Huizma le dio la mano para saludarla.
—¡Qué sorpresa, Helene! ¿Sabes algo de Jules?
—Oh, me escribió para decirme que había llegado bien. No creo que vuelva a
escribirme. Él sabe que su trabajo no me interesa demasiado.
—Sí, ya lo sé —asintió la señora der Huizma—. Por cierto, creo que ya conoces a
Daisy...
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—¿Sí? —preguntó después de mirar a Daisy—. Ah, es verdad, eres la chica de la
tienda de antigüedades —luego añadió con cierta ironía—. ¿Has venido a estudiar el
mobiliario de la casa?
Daisy ignoró su grosería. Ni siquiera la contestó.
—Daisy ha venido a pasar el día conmigo —dijo la señora der Huizma—. Y ya
estuvo aquí antes con Jules —luego, añadió intencionadamente—. Supongo que ya
sabrás que ha estado enseñando algunos sitios a Daisy durante su estancia en
Holanda...
Los ojos azules de Helene parecieron helarse. Pensó que seguramente había sido
durante su estancia en California. Sólo el cielo sabía que habría visto él en ella...
—No podías haber escogido un guía mejor —dijo Helene, sonriendo a Daisy—.
¿Vas a quedarte mucho tiempo?
—No estoy segura, pero imagino que volveré a Inglaterra en un mes más o
menos. Depende de lo que diga el señor Friske.
Todo eso lo hablaron mientras se dirigían al salón. Helene se sentó
cómodamente en el sofá, seguramente para demostrar que ésa era también su casa.
Bouncer se acercó hasta donde estaba, pero ella lo rechazó.
—El horroroso perro de Jules... Siempre le digo que no debería dejarlo salir de la
cocina. ¿Es que te lo ha dado?
—No —contestó la señora der Huizma—, Bouncer sólo sé quedará conmigo
hasta que vuelva Jules. Así me hace compañía.
—Intentaré convencer a Jules para que te lo regale cuando nos casemos. Los
perros son una verdadera molestia.
La señora der Huizma no hizo caso del comentario de Helene.
—¿Te quedarás a tomar el té?
—Sí, pero no tomaré nada de dulce. Tengo que adelgazar. Estoy segura de que
engordé unos kilos en California. Y como me compré unos vestidos estupendos allí,
no puedo permitirme comer mucho —soltó una breve carcajada al tiempo que
miraba su delgada figura con satisfacción.
Daisy pensó que era demasiado delgada y eso la hizo sentirse mejor. Ella no
solía sentir antipatía por nadie, pero Helene era una mujer odiosa. No podía
imaginarse por qué Jules quería casarse con ella. Al acordarse de él, no pudo evitar
sonreír y Helene la miró algo inquieta, preguntándose cuál sería el motivo de la
sonrisa.
—¿Y a ti? ¿Te ha escrito Jules?
—¿A mí? No, ¿por qué iba a hacerlo? Supongo que debe estar tan ocupado que
sólo tendrá tiempo para escribir a las personas más allegadas a él.
—Sí, la verdad es que me da pena que esté tan ocupado —comentó Helene.
—Pues ésa es la vida de un médico y si tú vas a ser su esposa... —intervino la
señora der Huizma con voz tranquila.
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—Oh, estoy segura de que eso cambiará una vez nos casemos. Jules ha sugerido
que la boda sea cuanto antes, pero yo creo que no hay prisa. Al fin y al cabo, eso me
convertirá en un ama de casa para el resto de mi vida.
Daisy se preguntó si ella sabría lo que significaba ser ama de casa. Seguro que lo
de dar órdenes a los criados se le daba bien, pero, ¿sabría ser una buena esposa y una
buena madre? No parecía muy probable.
La señora der Huizma le sirvió una taza de té a Daisy, que trató de ser amable
con Helene, recordándose que amar a Jules no le daba derecho a desear que él
renunciara a su prometida.
Helene no parecía tener ninguna intención de marcharse, así que Daisy pensó
que quizá debería ser ella quien anunciara que iba a volver a casa del señor Friske.
Pero antes de que pudiera decir nada fue la señora der Huizma quien habló.
—Daisy y yo vamos a estar ocupadas esta tarde. Teníamos pensado ver los
muebles que hay en el desván. Me temo que habrá mucho polvo y hará algo de frío
—sonrió a Helene—. ¿Si quieres unirte a nosotras?
—No... no, muchas gracias. Voy a cenar fuera y tengo que irme ya. Si Daisy se
marchara también, podría haberla llevado de vuelta...
Helene se levantó para marcharse.
—Si recibes noticias de Jules, comunícamelas —dijo la señora der Huizma.
—Oh, no lo creo. No creo que tenga tiempo ni para leer mis cartas.
Miró a Daisy, que extendió la mano para despedirse de ella, pero Helene no se
la dio.
—Siento que haya sido tan grosera contigo —se excusó la señora der Huizma
una vez estuvieron solas—. Si quieres, podemos subir al desván ahora. Creo que te
puede interesar.
—Quizá debería volver ya...
—Yo pensé que cenaríamos juntas...
—Oh, me gustaría mucho. Creí que usted dijo lo del desván para... Bueno, ya
sabe... —Daisy se sonrojó.
La señora der Huizma se echó a reír.
—¿Para que Helene se fuera? Bueno, en parte sí, pero de todos modos tenía
pensado ofrecerte que subiéramos. Venga, vamos. Joop te llevará de vuelta después
de cenar.
Pasaron una hora deliciosa en el desván. Había una pared llena de libros y
papeles.
—Ya no subo casi nunca —confesó la señora der Huizma—, pero cuando mi
marido vivía, pasábamos aquí horas enteras.
—Es fascinante —dijo Daisy—. Aquí hay una factura de una vajilla de cien
piezas. Debían darse muchas fiestas.
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—Sin duda. Tienes que volver, Daisy, para seguir descubriendo cosas. Ahora,
vamos a bajar a cenar.
Cuando acabaron, Daisy le dijo a la señora der Huizma que había pasado un día
estupendo mientras la mujer le daba un beso cariñoso.
—Ya lo repetiremos otro día.
Una vez la muchacha se marchó con Joop, la señora der Huizma se sentó a
escribir una carta a Jules. Se preguntó si Helene le escribiría también, aunque lo
dudaba. La señora der Huizma mordisqueó la punta de su pluma con el ceño
fruncido.
Helene no tenía la más mínima intención de escribir a Jules antes de su visita a
la señora der Huizma. Él le había mandado una carta breve, pero ella no le había
contestado. No le interesaba el trabajo de él y a Jules no le interesaría el relato de la
vida social de ella... Jules había tolerado su modo de vida, pensando en que eso
cambiaría una vez estuvieran casados, pero ella no tenía ninguna intención de
cambiar.
Pero después de la visita a la señora der Huizma, estaba inquieta por esa
horrible chica, que parecía haberse ganado la simpatía de la madre de Jules y,
seguramente, estaba planeando conquistarlo a él también. La idea era irrisoria, pero
nunca se podía estar segura. Y aunque ella no quería casarse inmediatamente, ya que
le gustaba mucho la vida que llevaba en esos momentos, debía asegurarse de que él
no cambiara de opinión...
Así que le escribió una larga carta a Jules hablándole de la visita a su madre. Le
dijo que había visto a Daisy, que era una chica encantadora y sabía mucho de
antigüedades. Según parecía, volvería pronto a Inglaterra.
Helene le contó a Jules en la carta que la muchacha iba a casarse en breve con un
joven inglés. Estaba segura de que eso haría que él se olvidara de esa chica.
De todos modos, tampoco estaría mal, pensó, tener una pequeña charla con
Daisy.
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Capítulo 7
DAISY se extrañó de recibir una llamada de Helene hacia mitad de semana para
proponerle que fueran juntas al mar al domingo siguiente.
—Podemos comer fuera y volver a la hora del té. Imagino que, como vas a
volver pronto a Inglaterra, querrás aprovechar para ver todo lo que puedas.
Daisy estaba demasiado sorprendida para contestar. No tenía ninguna gana de
salir con Helene, pero, ¿cómo podía rehusar ir sin ser descortés? Las excusas que se le
ocurrían no parecían muy convincentes, así que tuvo que aceptar.
—Me parece muy buena idea. Iré contigo...
—Te iré a buscar a las once en punto —dijo Helene.
Después de colgar, Daisy se preguntó por qué se mostraría Helene tan
amigable. Quizá Jules le hubiera escrito sugiriéndoselo. Pero, ¿por qué iba a hacer él
algo así? Todo era muy extraño. Ella estaba segura de que no le gustaba a Helene.
«¿O la habré juzgado mal», pensó Daisy, sintiéndose algo culpable ante la idea.
Helene llegó algo más tarde de las once en un deportivo rojo con una chaqueta
blanca de cuero sobre un conjunto de pantalón de color rojo. Estaba preciosa y Daisy
pensó que ése debía ser el motivo por el que Jules se había enamorado de ella.
Helene ni siquiera bajó del coche e ignoró al señor Friske y su mujer que las
despidieron desde la ventana de la casa. Daisy le dijo adiós con la mano mientras
Helene arrancaba.
—¿Te llevó Jules a Schveningen? —preguntó Helene—. Antes iremos a
Zandvoort. Podemos tomar un café allí y luego seguiremos hasta la costa.
Daisy, algo perpleja por la actitud; amistosa de Helene, pensó que debía haber
juzgado mal a aquella mujer.
—Qué suerte tuviste de que Jules estuviera en Inglaterra en ese momento para
traerte con él a Holanda —comentó Helene—. ¿Os veíais a menudo allí?
Daisy le habló de cómo se conocieron y del paseo que dieron por la playa.
—Fue una sorpresa muy agradable volver a verlo después. Y ha sido muy
amable conmigo mientras he estado aquí.
Helene pudo darse cuenta por el modo de hablar de ella, que la muchacha
estaba enamorada de Jules y era probable que a él le agradara que lo estuviera. Así
que tendría que solucionar el problema antes de que él regresara a Amsterdam.
Se dirigieron hacia la costa después de tomar el café en Zandvoort. Helene había
elegido deliberadamente un hotel de lujo, donde solía ir gente joven de dinero. Daisy
se dio cuenta de que sus ropas eran, completamente inadecuadas. Su traje de tweed
podía ser adecuado para Amsterdam, pero en ese ambiente resultaba ridículo.
Hubiera preferido que Helene reservara mesa en un sitio más modesto, pensó
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mientras les conducían a una mesa en el centro del salón. Helene pareció no darse
cuenta de su malestar.
—El menú está en francés —dijo en voz quizá demasiado alta—. ¿Quieres que te
lo traduzca?
Daisy, que hablaba bastante bien francés comenzó a enfadarse. Lo que al
principio le había parecido una conducta amistosa en Helene, estaba empezando a
convertirse en condescendencia.
—Creo que puedo yo sola —dijo Daisy. Luego, comentó lo que iba a pedir,
pronunciando el francés bastante bien—. Aprendí francés en el colegio.
Seguidamente trató de disfrutar de la comida, sin permitir que el entorno le
quitara el apetito.
Después de dejar el hotel, se dirigieron a Alkmaar, en el interior.
—Tienes que conocer Vollendam —comentó Helene—. Van muchos turistas
para ver a los lugareños, que todavía visten con los trajes tradicionales.
Se detuvieron para que Daisy pudiera dar una vuelta y comprar una postal para
sus padres.
—Luego, podrás contar a tu familia que estuviste aquí —comentó Helene—. Por
cierto, ¿sabes ya cuándo te vas?
Helene ya le había hecho la misma pregunta en casa de la señora der Huizma.
—No lo sé seguro todavía. Puede que dentro de pocas semanas o quizás algo
más tarde.
Helene no comentó nada más. Al rato, se puso a hablar de California y de lo
bien que se lo había pasado allí. Y ya no paró de hablar de ella hasta que estuvieron
de vuelta en Amsterdam.
Una vez en la ciudad, Helene se dirigió al centro.
—No conocía este camino. ¿Es un atajo para llegar a la tienda del señor Friske?
—No, no, vamos a tomar un té en mi casa antes de que te lleve de vuelta.
Todavía es pronto.
—Muy bien —dijo Daisy, pensando que le gustaría ver dónde vivía esa mujer.
Helene paró el coche frente a un bloque impresionante de pisos en
Churchillaan.
—Ya hemos llegado —condujo a Daisy hasta el portal—. Vivo en la segunda
planta.
Tomaron el ascensor, recorrieron un largo pasillo y entraron en la puerta al final
del mismo. La casa no se parecía en absoluto a la de Jules. No había nada antiguo y
estaba muy recargada. La condujo hasta una habitación donde había dos personas.
Un hombre mayor y una mujer algo más joven. Helene les comentó algo en holandés
y la presentó en inglés.
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—Ésta es Daisy, una amiga de Jules —se volvió hacia Daisy—. Daisy, te
presento a mis padres.
Ninguno de los dos hizo intención de ir a saludarla.
—¿Cómo están? —preguntó ella tímidamente.
—Bueno, sentaos —dijo la señora van Tromp—. Imagino que querréis tomar un
té. Avisa para que nos los sirvan, Helene —al poco, se volvió hacia Daisy—. ¿Has
venido a ver el país?
—No, trabajo en una tienda de antigüedades.
—¿Ah, sí? ¿Y cómo es que has venido a Amsterdam a trabajar?
—Para ganar experiencia...
Helene volvió a entrar. Se había quitado la cazadora de cuero.
—Quítate la chaqueta, Daisy.
—¿Y en Inglaterra, trabajabas en alguna tienda? —siguió interrogándola la
señora van Tromp.
—Sí, mi padre es anticuario también.
—¿Ah, sí?
Luego, se quedaron en silencio hasta que les sirvieron un té suave y sin leche
con un pequeño bizcocho. Daisy se preguntó si el señor van Tromp no hablaría con
ella porque sólo la consideraba una dependienta.
—¿Así que eres amiga del señor der Huizma?
—Sí, nos conocimos en Inglaterra.
Daisy se sentía cada vez más incómoda. No le gustaron nada los padres de
Helene y se preguntó cómo Jules podía pensar siquiera en ser su yerno.
Rehusó tomar una segunda taza de té cuando se lo ofrecieron.
—Ha sido un día maravilloso, Helene. Pero ahora me gustaría volver a casa del
señor Friske. Tenemos la costumbre de jugar al bridge los domingos por la tarde con
un vecino.
—¿Jugáis al bridge? —preguntó la señora van Tromp. Su tono delató que debía
pensar que las dependientas no deberían saber jugar.
Daisy trató de mantener la calma, pero no sabía si sería capaz de aguantar otro
comentario parecido. Así que se levantó y se despidió del matrimonio. El señor van
Tromp ni siquiera contestó. El hombre no había dicho nada en absoluto en toda la
tarde.
—Supongo que estarás algo desbordada... —comentó Helene mientras se
dirigían al coche.
—¿Por qué debería estar desbordada?
—Porque debe parecerte otro mundo. Nuestro estilo de vida es muy diferente al
tuyo, ¿no?
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—Sí, me doy cuenta de ello, pero no me siento desbordada.
—Jules temía que te pudieras sentir incómoda... —y sin darle tiempo a
responder, siguió hablando—. Ya sabes que nos vamos a casar dentro de un mes o
dos. Y por supuesto, le diré a Jules que te invitemos, pero no sé si te lo podrás
permitir... Tendrás que comprarte un traje... Bueno, lo único que quiero decirte con
esto es que ni Jules ni yo queremos que te sientas incómoda con nosotros.
Estaban a punto de subir al coche cuando Daisy se detuvo.
—Preferiría volver dando un paseo...
—Pero está bastante lejos...
—No importa, me gusta andar —replicó Daisy, tendiéndole la mano—. Ha sido
un día muy interesante —dijo con voz tranquila, disimulando el torbellino de
sentimientos que se habían desatado en su interior.
Helene le dio la mano, sorprendida por el autocontrol de ella.
—Oh, pero... —comenzó a decir mientras Daisy se alejaba.
Tardó un rato en orientarse, pero finalmente llegó a la casa del señor Friske. Se
encontró al señor Friske en la cocina, poniendo unos bizcochos en un plato. Al verla
entrar, la mujer le sonrió y le preguntó en la curiosa mezcla de inglés y holandés con
que ella le hablaba si se lo había pasado bien.
—Por cierto, esta noche tenemos visita —comentó la mujer—. Van a venir mi
hermana, su marido y sus tres hijas. Nos lo pasaremos muy bien y tú estarás contenta
de que haya gente joven.
Daisy comenzó a sentirse mejor al oír el tono amable de la señora Friske. Y,
efectivamente, esa noche se lo pasó muy bien. Las tres chicas eran de una edad
parecida a la suya y muy simpáticas. El inglés de ellas era mejor que su holandés y
sabían jugar muy bien al bridge.
Al despedirse, le dijeron que les gustaría mucho que se volvieran a ver, pero el
señor Friske les dijo que ella tenía que regresar pronto a Inglaterra. Daisy, al irse a la
cama, volvió a recordar los desagradables comentarios que le había hecho Helene. Se
dio cuenta de que la conducta amistosa del comienzo había sido engañosa. Lo único
que había buscado era impresionarla con su estilo de vida. Y luego estaba lo que le
había dicho de Jules. Quizá él también era consciente de la diferencia que había entre
ellos. Así que lo mejor sería que él no volviera antes de su partida... Pero tenía que
reconocer que estaba deseando volver a verlo antes de marcharse.
—Te estás comportando como una estúpida —se dijo a sí misma—. No debes
soñar con Jules, así que olvídate de él y duérmete.
A la mañana siguiente fue a echar al correo la postal para sus padres. Más tarde,
fue a comprar algunos regalos para ellos, pero no encontró nada que le gustara.
La semana siguiente pasó muy deprisa y el martes de la otra, después de cerrar
la tienda, el señor Friske la llamó a su despacho.
Le ofreció que se sentara.
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—Tenemos que hablar. Tengo que decirte que has trabajado muy bien todo este
tiempo y creo que estás aprendiendo mucho. Así que tenía pensado pedirte que te
quedaras hasta que terminara el verano, pero ahora ha surgido un inconveniente.
El hombre la miró algo inquieto, pero ella se mostró tranquila, a pesar de que
sospechaba lo que le iba a decir.
—A la mayor de las sobrinas de mi mujer, Mel, a la que tú conociste la semana
pasada, le gustaría trabajar conmigo durante una temporada. A la muchacha le gusta
mucho el mundo de las antigüedades y mi mujer cree que quizá ella se pueda quedar
con el negocio cuando yo me retire. Así que ocupará tu puesto tan pronto como tú
estés lista para volver a Inglaterra. Pero no hace falta que te des prisa, tómate tu
tiempo. Te echaremos mucho de menos. Has trabajado muy bien y te daré una carta
de recomendación con una calificación excelente.
—No se preocupe —trató de tranquilizarlo Daisy al ver lo triste que estaba el
hombre—. Mel es una chica estupenda que hará muy bien el trabajo. Y yo iba a
regresar a Inglaterra pronto en cualquier caso. Tengo que decirle que estoy encantada
de haber trabajado con usted y que he aprendido mucho. ¿Cuándo tenía pensado
venir Mel? Me gustaría tener un día o dos...
Él suspiró aliviado.
—¿Te parece entonces que lo dispongamos todo para que ella venga el sábado?
Por supuesto, puedes tomarte todo el tiempo libre que desees. Tienes que comprar el
billete de vuelta e imagino que querrás despedirte de tus amigos.
—Bueno, no se preocupe. Tampoco he hecho tantos amigos y siempre puedo
telefonearlos. Lo que sí me tomaré serán unas cuantas horas libres para arreglarlo
todo.
—Muy bien. Tendrás que telefonear a tus padres. Yo me pondré también para
explicárselo todo a tu padre. ¿No te parece entonces que estoy siendo un ingrato
contigo?
Daisy se acercó y lo besó en la mejilla.
—Es usted el hombre más amable que conozco.
Pensó que volvería en avión y le pediría a su padre que fuera a recogerla a
Heathrow. Tenía poco equipaje y le sería fácil llegar a Schipol.
Reservó un billete para el viernes por la mañana y pasó el resto de la mañana
haciendo algunas compras. A su padre, le compró una caja de puros y a su madre un
pañuelo de seda. Luego, le escribió una carta a la señora der Huizma. A pesar de no
extenderse mucho, le costó bastante esfuerzo no mencionar a Jules. Se limitó a
despedirse afectuosamente de ella.
Le hubiera gustado decirle adiós personalmente, pero era mejor así. Se iría
discretamente y así podría olvidarse de él más fácilmente.
Le costó mucho despedirse de los Friske. Antes de subirse al taxi que la llevaría
a la estación de autobuses, el señor Friske le dio un paquete emocionado. Ella lo abrió
y vio que era una figurita china.
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Luego, tomó un autobús hasta Schipol. Al llegar al aeropuerto, se sintió un poco
perdida. Era un lugar enorme y todo el mundo parecía saber dónde tenía que ir. Ella
se quedó observando los paneles con los horarios y los vuelos y, finalmente, decidió
que tenía que ir hacia la izquierda. De pronto, vio a Jules, que al verla, se dirigía
hacia ella.
—¿Qué estás tú haciendo aquí? ¿Y esa maleta?
—Vuelvo a casa —contestó ella, casi mareada de la alegría de volver a verlo.
Aunque iba tan bien vestido como era habitual, parecía muy cansado.
—¿Qué tal ha ido todo? ¿Has podido ayudarlos? —quiso saber la muchacha.
—Sí, pero, ¿por qué te vas, Daisy?
—Vuelvo a casa. Tengo que darme prisa o perderé mi avión.
—¿Y por qué te vas?
—Bueno, el señor Friske tiene una sobrina que va a ocupar mi puesto en la
tienda.
—¿Es ésa la única razón? ¿No fuiste a ver a mi madre?
—Sí, y lo pasamos muy bien juntas. También estuve con Helene el domingo
pasado. Por cierto, que fuiste muy amable al pedirle que me acompañara.
El no se alteró, pero Daisy pensó que parecía enfadado.
—Bueno, tengo que irme. Mi padre va a ir a recogerme a Heathrow.
Daisy le tendió la mano, pero él en vez de estrechársela, la abrazó mientras la
besaba. Daisy se sintió en el paraíso.
Luego, la soltó lentamente. Agarró la maleta de ella con una mano y la tomó del
brazo.
—Te acompañaré —dijo con un tono casual.
Quizá lo del beso habían sido imaginaciones suyas... pensó Daisy.
Llegaron hasta la puerta de embarque.
—Bueno, aquí nos tenemos que despedir.
—Muchas gracias por acompañarme. ¡Adiós!
Él le acarició la mejilla.
—Que tengas un buen viaje.
Cuando quiso darse cuenta, Daisy ya estaba en Inglaterra. Heathrow estaba tan
lleno de gente como Schipol. Pero allí los letreros y las indicaciones estaban en inglés,
así que pudo localizar fácilmente la salida. Su padre estaba esperándola.
No era un hombre muy expresivo, pero se alegró mucho de verla de nuevo. Y
ella también. Pronto, Holanda no sería nada más que un recuerdo distante.
—Me alegra mucho volver a casa —dijo, abrazándose a su padre.
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Al llegar les relató su experiencia en Holanda. No mencionó a Jules, aunque sí
sus visitas a la casa de la señora der Huizma.
—¿Y has visto a menudo al señor der Huizma? —le preguntó su madre.
—No, sólo de vez en cuando. Me llevó a hacer turismo algún domingo —Daisy
trató de parecer alegre, pero su madre notó cierta tristeza en la mirada de ella.
Comenzó a trabajar en la tienda inmediatamente, al cabo de dos semanas, su
padre la notó muy pálida y pensó que quizá la había hecho trabajar demasiado.
—Deberías volver a pasear, hija -le dijo durante una comida-. Estás muy pálida.
—Bueno, puedo ir por las mañanas antes de la hora de comer —dijo Daisy, que
no conseguía olvidarse de Jules. Si él no la hubiera besado, quizá todo habría sido
más sencillo...
Jules se había quedado observando a Daisy hasta verla desaparecer. Luego,
salió a la calle, donde Joop lo estaba esperando. Le preguntó a su mayordomo qué tal
había ido todo en su ausencia.
—Parece usted cansado —le dijo Joop, al volante, después de informarle de que
la casa y todo el mundo estaba bien, incluido Bouncer—. Necesita usted tomarse
unas vacaciones, señor.
—Sí, pero hasta que arregle todo el trabajo que me espera aquí, no podré irme
de vacaciones.
Joop no le dijo nada de que Helene había telefoneado para saber cuándo volvía.
Quería organizar una fiesta de bienvenida, así que le pidió al mayordomo que la
avisara tan pronto supiera algo. Pero él, a pesar de haber recibido una carta del señor
avisándole del día de su llegada, no había dicho nada a su prometida. No era culpa
suya si el señor no la había escrito a ella también.
El hombre frunció el ceño mientras iba al volante. La señorita van Tromp no le
gustaba en absoluto.
Una vez en casa, el señor der Huizma se reencontró con Jette y con Bouncer.
Poco después se dirigió a su despacho para revisar el correo y hacer varias llamadas
telefónicas. Una vez terminó, fue a su habitación para darse una ducha y cambiarse.
Finalmente, bajó para tomarse un café. Sentado en el salón, comenzó a pensar en
Daisy. No estaba seguro de si ella se había alegrado de verlo. Se habría sorprendido
de encontrárselo, claro, igual que le había pasado a él. Pero parecía deseosa por
marcharse. Y, pensándolo bien, eso era lo mejor que podía haber pasado, porque así
podría sacársela de la cabeza más fácilmente.
Fue a su despacho y se puso a trabajar. Paró para comer. Cuando terminó,
volvió al despacho y telefoneó a su madre antes de volver al trabajo.
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Le había dicho a Joop que avisara a su madre de su vuelta y ella había dejado
recado de que había ido a ver a una de sus hermanas y que no volvería hasta después
de comer. Marcó el número de teléfono y contestó en seguida.
—Jules, ya has vuelto, ¡qué alegría! Estarás ocupado, claro, pero cuando tengas
tiempo libre ven a verme. ¿Qué tal fue todo?
Jules le habló brevemente del proyecto.
—Ahora voy a estar muy ocupado algunos días —añadió al final—. Pero iré a
verte en cuanto pueda, mamá. Me encontré a Daisy en Schipol.
—Sí, hijo. Me escribió una carta diciéndome que se iba de Holanda, aunque no
explicaba bien el motivo. ¿Tuvisteis tiempo de hablar?
—No. Sólo unos minutos. ¿Estás bien?
—Muy bien, hijo. No te entretengo más, me imagino que tendrás mucho que
hacer.
Después, el señor der Huizma cenó a solas, sé llevó a Bouncer a dar un paseo y
volvió a su apartamento. No para trabajar, sino para pensar en su vida futura. Se
propuso ir a Inglaterra para ver a Daisy de nuevo. No iba a poder olvidarla. Se había
enamorado de ella. La amaba y quería que se convirtiera en su esposa. Si ella sentía
lo mismo por él, pediría a Helene que rompieran su compromiso...
En ese momento recordó que se había olvidado de su prometida, y ya era
demasiado tarde para ir a verla, incluso para telefonearle. Al día siguiente, trabajaba
por la mañana y podría ir a verla por la tarde. Hacía mucho tiempo que no hablaban.
Ir a cenar fuera, salir con amigos o ir al teatro no habían sido situaciones que
ayudaran a mantener conversaciones profundas.
A la mañana siguiente, cuando entró en el hospital, se olvidó de sus propios
problemas y se sumergió en los problemas de sus pacientes. Regresó a casa para
comer ya avanzada la tarde. Cuando terminó, tomó el coche y se dirigió hacia
Churchillaan.
La señorita van Tromp estaba en casa, le informó la discreta doncella al tiempo
que lo conducía al salón.
—No me anuncies —ordenó en voz baja a la muchacha.
Helene estaba allí, sentada en un mullido sofá y hablando con un hombre al que
él no conocía. Al verlo, se levantó inmediatamente con las mejillas encendidas, pero
disimulándolo con gritos y exclamaciones.
—¡Jules, has vuelto! Qué sorpresa...
—Volví ayer. ¿Cómo estás, Helene?
Jules miró al hombre, quien se levantó a su vez.
—Éste es Hank Cutler... nos conocimos cuando estuve en California. Ha venido
por cuestiones de trabajo y me ha hecho una visita. Hank, te presento a Jules der
Huizma, mi prometido.
La mujer había recuperado su seguridad y desenvoltura habituales.
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—Ven a sentarte, Jules. Estoy tan contenta de que hayas vuelto... Estábamos
hablando de una fiesta que quería organizar para tu vuelta.
El señor der Huizma se quedó en pie silencioso. Hank se levantó de nuevo.
—Tengo que irme. Tendréis muchas cosas que deciros. Ha estado en África,
¿verdad? Debe ser muy interesante...
—Interesante si uno quiere ver a niños de todas las edades muriéndose, incluso
bebés.
Fue un comentario que hizo que Hank se fuera inmediatamente y se quedaran a
solas.
—¿De verdad tienes que ser tan dramático?
Ella estaba muy guapa. El cabello perfectamente recogido y el maquillaje
impoluto. El enfado había aumentado su belleza.
—Mis disculpas —dijo, sentándose—. Debo aprender a guardar mis opiniones
para mí mismo.
—Sí, debes hacerlo —contestó ella secamente—, no tienes por qué incomodar a
mis amigos. Casi me atrevo a decir que Hank ya no vendrá a la fiesta.
—¡Yo me también me atrevo a decir que no iré! —dijo Jules con tono
tranquilo—. ¿Qué has estado haciendo mientras yo he estado fuera?
—Estuve una semana en un balneario. Estaba agotada. Y luego, estuvo esa
exposición de la que te hablé. Todo el mundo estaba allí. Luego las compras... que
son agotadoras. ¡Ah! Y tomé el té con tu madre. Esa chica, Daisy, estaba allí mirando
los muebles. O por lo menos, eso me dijo. No confío en esas chicas tan calladas.
—¿Y por qué piensas tú que estaba allí?
—Imagino que por ambición. Confiaría en obtener algo o en conseguir que
alguien como tu madre se interesara en ella. Yo la invité a pasar el día conmigo para
que viera que nuestro mundo es muy diferente al suyo —Helene lo miró con
desafío—. Le dije que íbamos a casarnos este mismo mes.
Jules se quedó callado.
—Bueno, antes de que te fueras tú parecías impaciente...
—¿Y tú, lo estás? ¿Impaciente? —preguntó él con ligereza.
—Ya que lo preguntas, te diré que no. Tú tienes tu trabajo y yo tengo mis
amigos. Quizá podíamos retrasarlo hasta el próximo otoño, si quieres.
—¿Por qué llevaste a Daisy a pasar el día contigo?
Ella soltó una carcajada.
—Le dije que tú me lo habías pedido. Que querías que saliéramos las dos juntas
antes de que se volviera a Inglaterra.
—¿Por qué lo hiciste? —repitió él.
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—Oh, imagino que quería que se diera cuenta de que no es de nuestro ambiente.
Creo que se lo pasó muy bien y me habló de su novio, que estaba esperando su
regreso con impaciencia.
Helene lo miró de reojo y le dio rabia al ver que él parecía afectado. ¡Esa Daisy
era una chica vulgar, mientras que ella era una mujer a la que todo el mundo
admiraba! Una mujer a la que era un placer mirar, que vestía con gusto, con la que
podías divertirte, que era una anfitriona perfecta...
—Oh, olvídate de ella, Jules. Es una de esas chicas lo suficientemente
inteligentes como para saber cómo aprovecharse de los demás.
Jules se puso en pie.
—Te equivocas, Helene. Daisy es una persona... de las que no se encuentran
fácilmente. Es amable, sincera y de buen corazón. La belleza es algo superficial, ya lo
sabes.
Eso asustó a Helene. Cruzó el salón y puso los brazos alrededor del cuello del
hombre.
—Oh, Jules. No quería decir eso, ya lo sabes. Espero que sea muy feliz con su
novio en Inglaterra. Les enviaremos un regalo de boda —la mujer esbozó una sonrisa
irresistible—. Tómate el día libre, cariño. Vayamos a celebrar tu regreso. De verdad
que lo siento mucho, no me odies por ello. Nos casaremos cuando quieras —buscó
sus ojos—. ¿Es lo que quieres, verdad, Jules?
El hombre miró su rostro delicioso.
—Tengo muchísimo trabajo. Por el momento, no me puedo tomar días libres.
Helene no pudo hacer nada para convencerlo y, después de que Jules se fuera,
comenzó a preguntarse si su futuro era tan seguro como había supuesto. Decidió que
no volvería a mencionar a Daisy. Tenía que conseguir que Jules se olvidara de ella
por completo.
El señor der Huizma, por su parte, volvió a su casa y se sentó en el despacho
para estudiar algunos artículos de medicina. Tardaría un tiempo en poderse tomar
dos o tres días libres e ir a Inglaterra a ver a Daisy.
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Capítulo 8
EL DOMINGO por la tarde, después de terminar el trabajo más urgente, el
señor der Huizma fue a ver a su madre. Estaba todavía cansado, y aunque la abrazó
con cariño, ella pudo darse cuenta de que estaba muy serio. Lo preocupaba algo y la
madre no creía que tuviera nada que ver con África. Sin embargo, la mujer se limitó a
preguntarle qué quería beber y le pidió que le hablara de su viaje. Le llevó un buen
rato relatárselo, ya que la madre lo interrumpía constantemente con preguntas.
—Es una suerte poder estar aquí contándolo —le dijo al final.
Durante la cena, estuvieron hablando de la familia y finalmente de su trabajo.
—Me imagino que ahora pasarás unas semanas muy ocupado —aventuró su
madre.
—Sí, pero voy a tratar de tomar dos días libres en cuanto pueda. Iré a Inglaterra
—el hombre miró a su madre fijamente a los ojos—, a ver a Daisy.
Así que aquello era lo que lo preocupaba, pensó la anciana.
—Sí, hijo. Estuvo aquí y pasó el día conmigo. Nos lo pasamos muy bien en el
desván. Confiaba en poder invitarla de nuevo, pero volvió tan repentinamente a
Inglaterra...
—¿Te dijo el motivo?
—El señor Friske tiene una sobrina a la que quería contratar. Me escribió una
carta muy breve, demasiado. Me extrañó y llamé a la tienda, pero ella ya se había ido.
El señor Friske parecía muy apenado. Sólo le consolaba el que la muchacha hubiera
podido conocer algo de Holanda antes de volver. Helene la llevó un día a dar una
vuelta...
—Me lo contó Helene. Según parece, le dijo a Daisy que nos íbamos a casar en
breve.
—¿Y es cierto, Jules?
—No, Helene no tiene ninguna prisa por casarse.
—Así es mejor, si dices que vas a estar tan ocupado por el momento... —dijo la
madre con un suspiro de alivio.
—¿Estaba Daisy contenta? ¿Se lo pasó bien contigo?
—Sí, Jules. Y es una compañía muy agradable. Una chica muy inteligente, me
gusta. Es una persona que sabe comportarse en cualquier situación y muy humilde, a
pesar de sus conocimientos.
Comenzaron a hablar de otras cosas y no volvieron a mencionar a Daisy.
Jules volvió a Amsterdam y, al despedirse de su madre, aseguró que la llamaría
antes de irse a Inglaterra.
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Una vez que él se hubo ido, la madre se quedó pensativa. Pensó en su hijo, a
quien tenía por un hombre maduro que había sabido triunfar en la vida. Así que no
sabía por qué ponía en juego su felicidad comprometiéndose con esa odiosa mujer.
Siempre existía la posibilidad de que Helene rompiera su compromiso, pero sabía
que era algo bastante improbable.
Y estaba en lo cierto. Helene, impaciente al ver que Jules ya no estaba tan
enamorado de ella, hizo todo lo posible por recuperarlo. Y lo hizo de la única manera
que conocía. Lo llamaba todas las noches para pedirle que fuera a cenar con ella a
casa de algún amigo, sugiriendo que podían ir luego a ver una obra de teatro o hacer
una excursión al siguiente domingo. Cuando él se disculpaba, diciendo que tenía que
trabajar, ella se echaba a reír. De manera que, de vez en cuando, cenaba con ella, la
escuchaba y admiraba su ropa. El no notar cariño en él, no la preocupaba lo más
mínimo. Ella era una mujer poco expresiva, incapaz de amar profundamente. Sólo
quería conseguir un futuro seguro y cómodo.
Se llevó una gran sorpresa cuando le dijo una de aquellas noches que se iría a
Inglaterra dos o tres días.
—¿A uno de tus hospitales?
—Sí, pero también voy a ver a Daisy.
Ella consiguió mantener la compostura.
—Dale recuerdos. Me imagino que estará preparando la boda. Podrías llevarle
un regalo de parte nuestra, ¿no crees?
—Lo dudo —y comenzó a hablar de cambiando el tema.
Daisy, como ya era verano, daba cada día su paseo habitual. Su padre la iba a
necesitar muy pronto en la tienda y su tiempo de ocio se reduciría bastante. Tenía el
rostro ligeramente bronceado, pero había adelgazado y tenía ojeras. Hablaba
constantemente sobre su estancia en Holanda, pero evitaba mencionar a Jules, cosa
que preocupó a su madre.
Era un día brillante, el cielo era muy azul, aunque a veces se cubría de nubes
amenazantes. Daisy salió a dar su paseo habitual. Se puso una rebeca encima del
sobrio vestido que usaba para estar en la tienda, se colocó el pañuelo en la cabeza y
salió. Su padre le había pedido que limpiara y diera brillo a un pequeño espejo de
plata que quería colocar en el escaparate, así que era un poco más tarde de lo
habitual. Tenía pensado ir hasta el final de la playa y luego subir por el monte para
volver por los acantilados.
Cuando iba subiendo por el monte, vio que alguien se dirigía hacia ella. Iba con
un perro, que echó a correr al verla, ladrando alegremente. Daisy se quedó inmóvil.
Si hubiera podido huir, lo habría hecho, a pesar de los latidos de su corazón al ver a
la persona que caminaba a buen paso hacia ella. Pero no podía escapar...
—Es un día precioso —dijo, sintiéndose estúpida.
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—Es el día más bonito de mi vida —contestó él, sonriendo.
—Qué curioso que nos volvamos a encontrar en la playa.
La chica se inclinó y acarició a Trigger, tratando de parecer relajada.
—Hace un día espléndido para caminar, ¿verdad? ¿Piensas ir hasta las rocas de
allá? —la muchacha asintió—. ¿Puedo ir contigo? He venido a pasar aquí unos días
de descanso.
Estuvo afable y cariñoso, como si fueran viejos amigos, y Daisy comenzó a
caminar a su lado, dividida entre el placer de verlo de nuevo y la pena de haberse
dado cuenta de que él no había mostrado demasiada alegría por ello. ¿Y por qué iba
a alegrarse?, se preguntó en silencio, tratando de mantenerse a su paso. Ya tenía a
Helene...
Le preguntó por su trabajo en África y él comenzó a hablarle relajadamente.
Sabía que ella estaba interesada y le gustaba escuchar, aunque de vez en cuando le
interrumpiera con preguntas y observaciones inteligentes.
—Y ahora te toca a ti, Daisy. ¿Qué planes tienes para el futuro? —preguntó él al
terminar su explicación.
—Bueno, es curioso que me lo preguntes... he estado hablando de ello con mis
padres esta misma mañana, pero no hay nada decidido.
No dijo nada más. ¿Por qué le iba a interesar a él que estuviera pensando en
ponerse a trabajar con una gran empresa de antigüedades? Pero tampoco quiso ser
demasiado brusca.
—Desde luego, mi padre tendría que contratar a alguien para que lo ayudara si
yo me fuera.
Eso no le aclaraba mucho las cosas a Jules, pero era un hombre con una
paciencia infinita y se quedaría dos días más, así que comenzó a hablar de cosas sin
importancia de una manera alegre y Daisy, encantada por estar de nuevo con él, se
entretuvo en tirar palos a Trigger. Tenía las mejillas sonrosadas y no le molestaba que
se le salieran mechones de pelo del pañuelo. No sabía por qué, pero cuando estaba
con Jules, no le importaba su aspecto. Y de todas maneras, él no la miraba mucho.
Sólo de vez en cuando.
Habían llegado a las rocas y a ella le habría encantado continuar el paseo, pero
serían pronto las doce del mediodía y tenía que trabajar por la tarde en la tienda.
—Debo volver...
—El tiempo se ha pasado muy deprisa —dijo él.
No hablaron apenas durante el camino de vuelta. Jules se despidió de ella con la
mano. A ella le hubiera gustado saber si volverían a verse, pero no comentó nada,
simplemente le dijo adiós y corrió a la tienda sin mirar atrás.
Ayudó a su madre a poner la mesa mientras decidía que lo mejor sería no
volver a verlo. Incluso quizá hubiera sido mucho mejor no haberse encontrado con él
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aquella mañana, después de todos los esfuerzos que había tenido que hacer para
olvidarlo...
—¿Te encontró el señor der Huizma? —preguntó su padre al sentarse a la mesa.
Daisy se puso colorada.
—Sí, papá. Me alegró mucho volver a verlo. Se quedará uno o dos días...
—Fue muy amable contigo cuando estuviste en Holanda —dijo su madre.
Daisy no quería que fuera amable con ella, quería que la amara.
Pensó en él durante toda la tarde y esperó pacientemente mientras un cliente se
decidía entre un plato de Sévres y una jarra de leche de Rockingham. ¿Vería a Jules
en la playa al día siguiente? Le había dicho adiós sin añadir nada. Ella daría su paseo
habitual, decidió mientras envolvía la jarra.
A la mañana siguiente, él estaba allí, esperando en la entrada con Trigger a su
lado, que movía el rabo alegremente. Le dio los buenos días y comenzaron a caminar
hacia las rocas.
—Aunque creo que va a llover —comentó el señor der Huizma.
Ella miró nerviosa al cielo. No había nubes encima de ellos, pero sobre el mar se
veían nubes negras amenazantes.
—¿Crees que esas nubes vienen hacia aquí?
—Me temo que sí. ¿Prefieres irte a casa?
—No, no. Me gusta la lluvia. Sólo que aquí a veces las lluvias son muy fuertes.
Iban caminando juntos, contento cada uno con la compañía del otro. El señor
der Huizma contempló el pequeño rostro femenino, rosado por el viento y pensó que
estaba muy guapa.
—Bueno, si no te importa la lluvia...
El viento pareció calmarse repentinamente. Caminaron a buen paso sin apenas
hablar. Todavía quedaba un día, pensó Jules, y hasta entonces él tenía decidido
comportarse simplemente como un amigo. Pero al día siguiente le preguntaría por el
hombre con el que se iba a casar. Aunque se fijó en que no llevaba anillo.
Llegaron hasta las rocas del final y se quedaron contemplando el mar. El cielo
estaba muy oscuro, pero ellos no se habían dado cuenta y las nubes que
anteriormente estaban lejos habían llegado ya hasta ellos. Jules entornó los ojos.
—Creo que la tormenta se acerca rápidamente. Nos podemos esconder aquí
entre las rocas.
Jules silbó a Trigger y la tomó de la mano.
Jules había explorado la zona varias veces y se imaginó que el mejor escondite
estaba en un lugar resguardado entre dos rocas grandes. Cuando estaban a punto de
llegar, Daisy se detuvo para mirar al mar.
—¡Mira! ¿No es extraordinario? —gritó.
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—Es un torbellino —dijo el señor der Huizma con calma—. Es muy interesante,
pero no te pares.
Finalmente, se sentaron en el suelo, con la espalda apoyada en las rocas.
—¿Durará mucho el torbellino? —preguntó Daisy.
—No. Es un poco ruidoso, pero aquí estaremos seguros. Lo siento, lo tenía que
haber visto antes.
Daisy notaba el brazo de él sobre sus hombros y se alegraba de que no lo
hubiera visto.
El cielo se oscureció momentáneamente y se oyó un ruido fuerte. El torbellino
estaba sobre ellos, pero pasó de largo antes de que Daisy pudiera tener miedo.
Después, se oyeron truenos y relámpagos, que hicieron que la muchacha enterrara su
cabeza en el hombro de Jules mientras cerraba los ojos.
—Me dan pánico las tormentas. Lo siento.
Daisy se sorprendió al oír la risa de él.
—Pasará en seguida. Aquí estamos a salvo.
Daisy estaba muy cómoda con la cabeza sobre su hombro y Trigger en sus
piernas, dándole calor. Trató de olvidarse de su miedo y pensó en lo feliz que estaba
allí, sentada con Jules a su lado. Ese momento, pensó, lo recordaría el resto de su
vida.
Cuando la tormenta se alejó, Jules soltó a Daisy y se levantó. Estaba lloviendo,
pero las nubes se alejaban con rapidez.
Jules la ayudó a levantarse y, pasándole el brazo sobre los hombros, caminaron
rápidamente hacia la playa con Trigger. Seguía lloviendo y el mar estaba muy
agitado, pero Daisy, en su paraíso particular, no lo notó. Jules, mirando su rostro
delicioso, suspiró y deseó que hubiera un milagro. Él no rompería nunca el
compromiso con Helene, pero, ¿no podría ella llegar a la conclusión de que sería un
error casarse con él?
—Regreso mañana por la noche a Holanda —le dijo mientras subían las
escaleras del paseo—. ¿Te gustaría que nos viéramos antes? ¿Te apetece que vayamos
a comer a algún pueblo?
—Yo normalmente voy a dar un paseo todas las mañanas, pero después de
comer he de ir a la tienda.
—Entonces podemos salir como a las diez, tomar algo y volver.
—Me encantaría... pero tengo que regresar antes de las dos.
—Te lo prometo.
Jules la acompañó hasta la esquina de su calle y esperó a que se metiera en la
tienda. Ella no volvió la cabeza.
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A Daisy le resultó interminable el resto del día. Se lavó el cabello, se arregló las
uñas y se acostó temprano, aunque no pudo dormirse inmediatamente, pensando en
lo ocurrido durante la tormenta.
A la mañana siguiente, vio con alegría que el tiempo estaba tranquilo. No había
nubes casi y no hacía demasiado frío. Se podría poner su vestido de punto. Estaba
totalmente arreglada mucho antes de las diez en punto, pero cuando oyó el coche se
quedó en su habitación y esperó a que su madre la llamara. Jules estaba en el salón y
parecía sentirse a gusto hablando del tiempo.
—Buenos días, Daisy —dijo al verla.
Lo hizo de manera educada, así que si su madre esperaba algo más cariñoso, se
sentiría contrariada. Jules era un hombre que tenía un control perfecto sobre sí
mismo. Quizá debido a su profesión.
—¿Dónde vamos? —preguntó Daisy al subirse al coche.
—A Dartmoor. He reservado una mesa en Gidleigh Park, al salir de Chagford.
Nos servirán la comida a las doce y media, lo cual nos dará tiempo suficiente para
volver a las dos.
Tomaron la carretera hacia Two Bridges y de allí se dirigieron a Postbridge,
donde se pararon a tomar un café. Luego, continuaron sin prisa por carreteras
estrechas, contemplando el paisaje.
—Son preciosas —dijo Daisy, al tener que detenerse para que pasara un rebaño
de ovejas.
—¿Quieres que demos un paseo?
—Claro, ¿pero tenemos tiempo?
—Podemos pasear unos veinte minutos. Podemos ir hasta...
El sol calentaba y el aire era fresco. Caminaron vigorosamente y después de
unos minutos, como la hierba estaba alta y era difícil caminar, la tomó de la mano.
Daisy se agarró a ella como si fuera lo más natural del mundo.
Luego, continuaron hasta Gidleigh Park. Él había reservado mesa en el
restaurante de un hotel muy bonito, pero sin pretensiones, y la comida era exquisita.
Se sentaron en una mesa cerca de una de las ventanas. Había bastantes clientes,
aunque las mesas de al lado estaban vacías. Daisy estudió el menú y tragó saliva al
ver los precios.
—¿Elijo yo o hay algo que quieras en especial? —dijo Jules, al ver la
incomodidad de la muchacha.
—Oh, sí, elige tú, por favor.
—¿Qué te parece tarta de espinacas con chuletas de cordero? El postre lo
elegiremos después.
La tarta de espinacas estaba deliciosa y las chuletas iban con guarnición de
patatas nuevas, zanahorias, guisantes y brécol.
—Está divino —dijo Daisy, terminando las zanahorias.
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Luego, eligieron el postre. Daisy quiso mousse de chocolate con coñac y nata
por encima. Jules tomó queso.
Finalmente, ambos tomaron café y Daisy gozó una sonrisa.
—¡Ha sido un día maravilloso!
Él le quitó la taza de café de las manos.
—Daisy, estoy enamorado de ti. ¿Lo sabías?
Ella notó que se sonrojaba, pero lo miró fijamente a los ojos.
—No lo sabía, pero había empezado a sospechar algo. Aunque prefería no
pensar en ello, ya que te vas a casar con Helene muy pronto. Ella me lo dijo —la
muchacha trató de mantener la calma—. Además, creo que te has enamorado de mí
porque nos vemos poco y siempre por casualidad... Me caí en el canal, luego me
asaltaron y me ayudaste a la vuelta... —la muchacha hizo una pausa—. Si me vieras
todos los días, no repararías en mí.
Jules no dijo nada.
—Volverás esta noche a Holanda. No volveremos a vernos y me olvidarás.
—¿Y es eso lo que tú quieres?
Ella asintió.
—Bueno, quizá eso sea lo más sensato. Ambos estamos atados a nuestras
circunstancias, ¿no es así?
El hombre esbozó una sonrisa. Parecía que no lo preocupaba el futuro.
—¿Pero seguiremos siendo amigos? —dijo ella.
—Por supuesto. No creo que ni Helene ni tu futuro marido objeten nada.
—¿Mi futuro marido? No hay ningún futuro marido. Quiero decir que nadie me
ha pedido que me case con él.
Una sonrisa amplia curvó los labios masculinos.
—Me dijeron que te ibas a casar muy pronto con alguien de aquí.
—No tengo novio —aseguró Daisy—. Desmond ha sido el único y ni siquiera
me acuerdo de cómo es.
Daisy lo miró y pensó que había rejuvenecido diez años.
—Hay muchas cosas que debería decir, pero tengo que esperar al momento
adecuado. De todas maneras, esta conversación ha sido muy interesante, Daisy.
—Sí, claro, pero, ¿entiendes lo que te he dicho? Una vez que vuelvas a Holanda
tendrás un montón de cosas en qué pensar, por ejemplo en la boda.
—Sí, ahora tengo que pensar seriamente en ella.
Parecía tan alegre... Quizá no estuviera tan enamorado de ella, pensó con
tristeza Daisy. Las palabras que había oído poco antes debían haber sido fruto de su
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imaginación. Era una lástima que ella no pudiera borrar su amor por él con la misma
facilidad.
Volvieron al coche y tomaron la carretera principal. Jules habló sobre cosas sin
importancia, como si nunca le hubiera dicho que la amaba.
Al llegar a la tienda, se bajó con ella y se quedó un rato hablando con sus
padres. Luego, se despidió y ella lo acompañó educadamente a la puerta.
—Espero que tengas un buen viaje de vuelta. Por favor, da recuerdos a tu
madre y a Helene. Dale las gracias por la mañana que pasó conmigo y por la
invitación. Oh, Jules... —añadió.
Era eso lo que él había querido escuchar, ese deseo en su voz. La amabilidad
que ella empleaba con él era una máscara únicamente. Entonces Jules, sin decir nada,
la tomó en sus brazos y la besó. Fue un beso largo, lleno de cariño y amor. Después,
él se subió al coche y se alejó sin mirar atrás.
Daisy subió a su dormitorio y se echó a llorar. Cuando no le quedaban más
lágrimas, se lavó la cara, se arregló el pelo y bajó con los ojos rojos, pero
perfectamente recuperada. Vendió una jarra Victoriana, un cascanueces de plata y
varias otras cosas a los sucesivos clientes.
El entusiasmo con que lo hizo sorprendió a su padre. Su madre no pareció tan
sorprendida.
—¿Crees que el señor der Huizma te volverá a llamar, hija? —preguntó varios
días después—. Estoy segura dé que te enviará una invitación para la boda. Después
de todo, conoces a su prometida, ¿no?
—No demasiado bien, mamá. No creo que vuelva a saber nada de ellos. Tienen
muchos amigos.
Daisy tomó una manzana de la fuente que había en la mesa y le dio un
mordisco. Quería distraer la atención de su madre. Pero la señora Gillard no le
preguntó nada más. Estaba segura de que el señor der Huizma era la causa del
sufrimiento de su hija. Era una lástima que se hubiera ido a Holanda, pensó la mujer
preocupada.
Daisy, que lo notó, hizo lo posible por mostrarse alegre. Pero algunas veces,
cuando se miraba al espejo, se preguntaba cómo era posible parecer la misma cuando
tu corazón estaba destrozado.
Jules había vuelto a Amsterdam y había telefoneado a su madre, pero no había
hecho intentos o planes para verse con Helene. Estaba muy ocupado y necesitaba
tiempo para pensar en su futuro.
Daisy lo amaba, estaba seguro de ello, y él la amaba a su vez. Para él eso era
suficiente de momento. Tenía que concentrarse en sus pacientes.
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De manera que no vio a ninguno de sus amigos ni a su madre. Incluso Joop
pareció preocuparse por su excesivo celo en el trabajo.
—Trabaja usted demasiado. No es natural que descanse sólo cuando lleva a
Bouncer a pasear —le comentó diez días después de su regreso de Inglaterra.
—No te preocupes, iré a ver esta tarde a la señorita van Tromp.
Eso satisfizo en parte a su anciano sirviente, aunque no del todo. Su jefe llevaba
diez días en casa y no había recibido ninguna llamada de la señorita. Joop movió la
cabeza y fue hacia la cocina para exponer sus dudas a Jette.
Justo aquel día llamó Helene y dejó un mensaje en el contestador. La mujer se
había enterado de su vuelta y no entendía por qué no la había ido a ver ni llamado.
Le pidió que sacara un poco de tiempo libre para verla aquella noche. Jules escuchó
la voz enfadada y comprendió que su enojo estaba justificado. Así que decidió
telefonearle inmediatamente.
—Estaré en casa con algunos amigos tomando algo. Ven hacia las nueve. Esta
semana nos han invitado a varias fiestas, ya te diré las fechas. Y no te retrases, tengo
que levantarme pronto. Iré a Amersfoort a pasar el fin de semana con los Groots.
Helene colgó y Jules se fue a tomar el almuerzo que tenía preparado en la mesa.
Después, llevó a Bouncer a dar un paseo. A las ocho, se preparó y se dirigió en su
coche a Churchillaan. Helen lo estaba esperando en uno de los vistosos salones de la
casa.
—Así que al fin has venido. ¿Por qué no me llamaste para decirme que habías
vuelto? —preguntó la mujer al tiempo que le ofrecía la mejilla y él la besaba
brevemente.
—Si hubieras llamado al hospital o a mi casa, te lo habrían dicho —contestó él.
—Mi querido Jules, no me puedo pasar todo el día llamándote por teléfono. Ya
sabes lo ocupada que estoy siempre.
—Yo también estoy muy ocupado —replicó, sentándose frente a ella.
Ella estaba muy guapa.
—Bueno, no seas tan pesimista. Espera a que te hable de las fiestas...
—Fui a ver a Daisy en Inglaterra. Helene, ¿por qué me dijiste que iba a casarse?
¿Era una broma o una confusión?
—Una broma, claro. Una chica como Daisy no creo que tenga muchas
oportunidades de casarse. No es guapa, no se viste bien, siempre está entre muebles
viejos —Helen lo miró de reojo.
Helene se dio cuenta de que él no la había prestado mucha atención y sintió un
pánico momentáneo. ¿Le habría dicho alguien que había estado viendo varias veces a
Hank Cutler?
—Es una chica encantadora. Estoy segura de que encontrará marido —dijo,
adoptando un tono dulce—. Y ahora cuéntame, Jules, ¿has estado muy ocupado?
¿Tienes alguna noticia de ese hospital que has abierto en África?
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Sabía ser encantadora cuando se lo proponía.
—Tomemos un café y te hablaré de esas fiestas a las que nos han invitado...
Jules se dio cuenta de que Helene ya se había olvidado de que él tenía trabajo.
—Creo que no voy a tener mucho tiempo para ir de fiesta.
—¿No querrás volver de nuevo a África? Llevas aquí sólo unas semanas. Debes
quedarte aquí y sacar tiempo para acompañarme, para llevarme a cenar, para
conocer a mis amigos...
Los ojos de él tenían una expresión fría.
—¿No sabías cuando nos comprometimos que yo no puedo elegir mi tiempo de
ocio? Los niños se pueden poner enfermos en cualquier momento, no esperan a que
yo llegue al hospital para romperse un brazo o una pierna, para quemarse o para
caerse...
Había hablado con calma, pero Helene sabía que estaba muy enfadado.
—Jules, cariño, no he querido ser frívola. Por supuesto que tu trabajo es lo
primero. Te prometo que seré una esposa modelo. Estoy muy orgullosa de ti y quiero
que te hagas famoso en el mundo entero, no sólo en Europa. Yo te ayudaré.
Helene continuó hablando, pero Jules no la escuchaba ni tampoco la veía. Lo
único que veía en ese momento era a una chica tranquila con unos ojos marrones
preciosos...
Habría sido inútil hablar con Helene sobre el futuro en ese momento. Tendría
que esperar hasta que ella estuviera más tranquila, hasta que estuviera dispuesta a
escucharlo. Así que la mujer continuó hablando de fiestas y del maravilloso fin de
semana que iba a pasar con sus amigos. Jules, al poco, se levantó y extendió la mano.
—¡Estoy demasiado cansada para levantarme, Jules! —la mujer esbozó una
sonrisa—. Llámame cuando tengas una tarde o una noche libre. Podemos ir a cenar.
Volveré el lunes por la mañana.
—Que pases un buen fin de semana, Helene.
—Claro... aunque me lo pasaría mejor si tu me acompañaras, Jules.
Se fue a casa y, poco después, sacó a Bouncer a dar un paseo. Luego, se fue a su
despacho a trabajar. Había sido totalmente imposible conseguir que Helene lo
escuchara. Jules se preguntaba si ella había pensado en serio en su matrimonio y en
la vida que compartirían. Parecía incapaz de imaginar una vida que no girara en
torno a fiestas y placeres sociales. De alguna manera, tenía que hacerle ver que la
vida que llevarían después de casados iba a ser muy diferente de la actual y quizá así
entonces pensara en romper su compromiso.
El domingo por la tarde fue a visitar a su madre.
—Creí que traerías a Helene contigo, Jules —observó su madre—. No la he visto
desde que vino hace unas semanas, cuando Daisy estuvo pasando el día conmigo.
—Helene está pasando el fin de semana fuera con unos amigos. Estuve con ella
el viernes por la tarde.
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—¿No habéis hablado todavía de la boda? —insistió su madre, cariñosamente.
—No. Ella tiene muchos compromisos y yo mucho trabajo.
Katje llegó con el café y la señora der Huizma sirvió dos tazas.
—¿Viste a Daisy en Inglaterra, Jules?
—¡Sí, claro! —contestó sonriente—. Mamá, no puedo hablar de esto... ¡todavía
no! ¿Te importa?
—No, hijo. Háblame de tu trabajo. ¿Operaste al niño aquel que se había roto la
cadera?
—Sí. Y la operación, afortunadamente, fue un éxito. Esta semana han traído a
un bebé y espero poder ayudarlo.
Hasta mediados de semana, no tuvo tiempo para llamar a Helene. La llevaría a
cenar a cualquier sitio tranquilo y hablarían...
Sólo que Helene se había comprometido a ir a un baile de caridad en
Scheveningen.
—Es algo que no puedo cancelar. Es un gran acontecimiento... incluso irá el
príncipe. De verdad que no puedo cancelarlo. Llámame al final de la semana,
podríamos pasar el domingo juntos, ¿te parece?
Jules colgó el teléfono y echó una ojeada a su agenda. En teoría, tenía libre la
tarde del viernes. Iría a verla entonces. Seguramente estaría en casa, ya que le había
dicho que por la noche iría al teatro.
Helene estaba fuera cuando él llegó, poco antes de las cuatro. La doncella que
abrió la puerta no sabía cuándo regresaría, pero podía esperarla.
Fue al salón y se sentó en un cómodo sillón de orejas. Rechazó la invitación de
tomar algo y dejó que sus pensamientos comenzaran a vagar. Daisy estaría en la
tienda con su vestido discreto y su pelo recogido. Estaría vendiendo algo a cualquier
cliente o limpiando algún pequeño tesoro que había llegado a manos de su padre.
Media hora después, Helene volvió a casa, acompañada de Hank. Al entrar,
habló con la doncella en un tono malhumorado y ésta, viendo la oportunidad de
vengarse, no le dijo nada de la presencia del señor der Huizma en el salón.
Jules escuchó la voz de Helene y la risa de Hank antes de que entraran.
—Hank, por supuesto que voy a casarme con él. Tiene todo lo que deseo:
dinero, los antepasados adecuados, una brillante carrera y tanto trabajo que estaré
libre para hacer lo que quiera. Nosotros podremos vernos tan a menudo como
queramos. Disfrutaré de lo mejor de ambos...
Jules se levantó de la silla. Era un hombre muy alto y en ese momento parecía
aún más alto todavía.
—Me temo que voy a contrariarte, Helene. Me temo que tendrás que
conformarte con uno de los dos...
Helene se puso pálida.
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—¡Jules! ¿Cómo es que no me han dicho que estabas aquí? Estaba bromeando —
se dio la vuelta hacia Hank—. ¿Verdad que estaba de broma, Hank?
—Helene, yo pocas veces llevo la contraria a una mujer, pero creo que lo decías
completamente en serio. Y yo no tendré antepasados dignos de mención, pero tengo
una casa bonita en California, como ya sabes, y mucho dinero...
El señor der Huizma se dirigió hacia la puerta.
—Eso suena bastante bien. Estoy seguro de que te alegrarás de poder romper
nuestro compromiso, Helene. Os deseo un futuro feliz.
Al llegar a la puerta se detuvo.
—Enviaré una nota a los periódicos. Mándales saludos a tus padres.
Al abrirle la puerta, la doncella se preguntó por qué sonreiría aquel hombre. Era
amable y simpático, y se merecía a alguien mejor que la señorita Helene, pensó al
despedirse.
Jules llegó a su casa, se tomó un maravilloso té, sacó a Bouncer a pasear y luego
se fue al despacho para organizar su agenda. Tenía que sacar tiempo cuanto antes
para volver a Inglaterra.
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Capítulo 9
DAISY había ido a Exeter para hacer una entrevista con uno de los directores de
una importante firma de antigüedades. Tenían una sala de subastas y un numeroso
equipo de empleados. Si Daisy conseguía la plaza, empezaría a trabajar en breve
limpiando cuadros antiguos y objetos de plata. Había tomado el autobús y había
llegado temprano, con lo cual tuvo tiempo de ir de compras. Eligió una barra de
labios para ella y buscó el jabón preferido de su madre. Luego, se tomó un café y un
sándwich y dio un paseo para visitar la catedral.
La entrevistó un hombre joven, que dejó claro desde el principio que tenía pocas
posibilidades de obtener aquel trabajo. El joven escuchó atentamente a Daisy y,
aunque tenía que admitir que la experiencia era la adecuada, pensó que era
demasiado reservada, demasiado callada.
La entrevista duró poco y el joven fue bastante grosero con ella. Le dijo que le
contestarían en pocos días y ni siquiera se levantó para despedirla. Así que Daisy, al
salir, se volvió y lo miró con desagrado.
—No me gustaría trabajar para usted. No tiene educación.
Cerró la, puerta y el hombre se quedó con la boca abierta.
Tenía que esperar hasta las cinco para tomar el autobús de vuelta y fue hacia un
café que había cerca de la catedral a tomar un té y pastas. Su viaje había sido una
pérdida de tiempo y dinero y sabía que su padre iba a enfadarse.
Al llegar a casa, había una carta para ella. No la abrió inmediatamente, antes le
explicó a su padre brevemente cómo había ido la entrevista.
Luego, abrió la carta, que era de Janet, la única prima que tenía, hija del
hermano de su padre.
—Es de Janet —les explicó a sus padres después de leerla—, quiere que vaya a
quedarme con ella una o dos semanas. Jack ha tenido que salir fuera por el trabajo y
los dos niños están con varicela. Ella tampoco se encuentra bien.
De manera que Daisy hizo el equipaje y tomó el autobús a Totnes. Allí, en una
casa pequeña y antigua vivía su prima. La casa tenía un jardín en la parte de atrás
que daba al campo.
Daisy abrió la puerta y entró.
—Soy yo —dijo.
Janet bajó corriendo las escaleras.
—Oh, Daisy, eres un ángel. No quería pedírtelo, pero no tenía a nadie. Tengo
amigos, claro, pero ni ellos ni sus hijos han pasado la varicela y no podía pedirles que
me ayudaran. ¿Tú la has tenido?
—Sí, hace años. ¿Están en la cama? Tú también tienes mal aspecto —dijo Daisy
mientras dejaba la bolsa en el suelo y se quitaba la chaqueta—. Ahora que he venido,
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tú también puedes acostarte, Janet. Sólo tienes que decirme si quieres que vaya a
hacer algo de compra. ¿Has llamado al médico?
—No hace falta que vayas a comprar nada y el médico me dijo que vendría esta
tarde.
—Muy bien, así podrá verte a ti también.
Janet se acostó, finalmente, y Daisy le llevó un té. Luego, fue a ver a los niños.
Les limpió la carita, les arregló la cama y les puso un pijama limpio. Después, fue a
inspeccionar el frigorífico. Había helado y preparó dos tazas, pero cuando fue a
dárselas, los niños estaban dormidos.
Eso le dio tiempo para dejar su bolsa en la habitación que iba a utilizar, en la
parte de atrás de la casa, y para hacer un almuerzo para ella y Janet.
El doctor diagnosticó gripe a Janet y le recetó paracetamol y bastante líquido.
Los niños necesitaban estar en cama otro día más por lo menos. Luego, después de
asegurar de que llamaría pasados dos días, se marchó.
Daisy se acostó pronto aquella noche, después de hablar con su madre y con
Jack, que llamó ansioso por saber cómo estaba su familia.
Los días siguientes pasaron rápidamente entre cuidados a los enfermos, las
tareas de la casa, las compras, la colada y la comida. Era un trabajo duro, pero a
Daisy no le importaba. Cuanto más tenía que hacer, menos tiempo tenía para pensar.
De todos modos, cuando se acostaba, siempre recordaba el último día pasado
con Jules y su beso. No había querido que él notara sus sentimientos al despedirse y
lo lamentaría siempre. Aunque, como no volverían a verse, tampoco importaba
tanto. Se preguntó qué estaría haciendo, y se lo imaginó con Helene, cenando,
bailando, o en alguna obra de teatro. Y Helene estaría más guapa que nunca y seguro
que llevaría el broche puesto...
Sus pensamientos se alejaban bastante de la realidad. Jules estaba preparando
su viaje a Inglaterra.
Janet se levantó, pálida y débil, y a los niños también se les permitió que se
levantaran, a pesar de que las manchitas en la piel no se habían borrado del todo.
Pero comenzaron a comer bien y a sentirse con energía, lo cual supuso más trabajo
para Daisy y más dolores de cabeza para Janet.
Uno de aquellos días en los que Janet se había acostado con dolor de cabeza y
Jack telefoneó diciendo que volvería dos días después, Daisy había preparado
huevos escalfados y estaba dando de comer a los niños.
De repente, se oyó la aldaba de la puerta. Daisy frunció el ceño. El lechero ya
había ido y también el cartero. Sería algún vendedor, así que lo ignoró y continuó con
la comida. Pero quien quiera que fuese no se dio por satisfecho.
Daisy tomó en brazos a Lucy y le dijo a James que se portara bien mientras ella
iba a ver quién era. Jules estaba allí, alto y tranquilo.
Daisy colocó a Lucy en una posición más cómoda y puso cara de sorpresa.
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—¿Cómo has llegado aquí?
—Hola, Daisy. ¿Puedo entrar?
—Estamos comiendo... Si no te importa...
El hombre fue con ella hasta la cocina, se sentó al lado de la mesa y se puso a
Lucy en las rodillas. Luego, comenzó a darle de comer.
—Que bien lo haces —balbuceó Daisy atónita.
—Te olvidas de que soy médico de niños...
Se oyó la voz de Janet, que preguntaba desde el piso de arriba quién era.
—Será mejor que vaya a decírselo. Es mi prima. Su marido vendrá pasado
mañana y he venido porque ella y los niños estaban enfermos.
—Ah... problemas familiares. Es normal. ¿Has comido ya?
—¿Yo? No. Tomaré algo después —contestó, ruborizándose—. Te haré huevos
escalfados y una taza de café, pero primero, si no te importa, daré de comer a los
niños y los acostaré.
—Ve y di a tu prima que estoy aquí, y luego termina con los niños. Yo puedo ir
a por algo para nosotros. Tú dime qué quieres. Y no discutas, mi querida niña.
Así que Daisy fue a contar a su prima que allí estaba Jules. Por el modo en que
le habló, Janet pudo sacar en seguida sus propias conclusiones.
—Es muy amable —comentó—. Te vendrá bien un poco de ayuda. Si se queda a
tomar el té, puedo bajar a conocerlo.
Daisy bajó. Jules había salido de la casa silenciosamente. Cuando la muchacha
terminó de dormir a los dos pequeños, él había vuelto ya y había preparado la mesa,
en el centro de la cual había una fuente con pastel de carne y otra de ensalada de una
de las tiendas de comida para llevar. También había una botella de vino.
—Ven a sentarte y cuéntame. Espero que tu prima no crea que soy una molestia.
—Dice que bajará a tomar el té con nosotros para conocerte.
—Muy bien. Y ahora, ya sé que no es una comida fabulosa, pero si tienes
hambre...
—¡Oh, claro que tengo hambre!
Jules reprimió el fuerte deseo que sentía de llevársela a un lugar tranquilo para
decirle que la amaba, pero se dio cuenta de que sus deseos eran menos importantes
que el pastel de carne. Era evidente que su querida Daisy no había comido
demasiado en los últimos días...
Cuando terminaron de comer y beber, Jules la ayudó a limpiar la mesa y fregar
los platos.
—Estoy segura de que nunca friegas los platos en tu casa —dijo Daisy.
—No, pero sé cómo hacerlo —dijo, terminando de limpiar el fregadero—. Y
ahora, sentémonos y veamos si podemos mejorar un poco la situación.
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—Bueno, eres muy amable, pero, ¿no deberías estar con tus amigos?
—Volveré allí esta noche, pero antes, si quieres, te puedo hacer una buena
compra. La nevera está casi vacía, ¿verdad?
Daisy lo miró pensativamente.
—No entiendo por qué estás aquí. ¿Cómo te enteraste?
—Hablé con tus padres. Pero seamos prácticos. ¿Qué comen estos niños, aparte
de huevos escalfados? Haz una lista y yo te traeré lo que quieras.
—¿Ahora?
—Ahora, Daisy. Y cuando vuelva, quizá tu prima se sienta mejor y pueda bajar
para tomar un té con nosotros.
Daisy se dio cuenta de que estaba haciéndose cargo de la situación, le gustara a
ella o no. Pero sí que le gustaba. Se sentó e hizo una lista.
—Eres muy amable. Te daré dinero...
—No, no. Luego hablaremos de eso.
Cuando se hubo ido, Daisy subió arriba para hablar con Janet, quien se sentía
mejor.
—¿Quieres decir que ha venido a verte?
—No, claro que no. El viene a Inglaterra muy a menudo. Trabaja en varios
hospitales de Londres. Ya te dije que conoce a mis padres y ellos le dijeron que yo
estaba aquí. Seguro que tenía que pasar por aquí para ir a algún sitio.
—Bueno, cuando vuelva y esté el té preparado, bajaré.
Jules estaría fuera una hora aproximadamente, calculó Daisy, así que se pondría
a planchar.
Jules había ido a la tienda más cercana y había pedido todo lo necesario para
una familia con dos niños.
—Suficiente para dos o tres días —aclaró.
Janet estaba ya abajo cuando él regreso. Incluso fue quien abrió la puerta. Se
presentaron y fueron a la cocina, donde Daisy estaba planchando ropas de niño. La
muchacha alzó la vista cuando los oyó entrar.
—Prepararé el té tan pronto como termine esto...
Jules y Janet se pusieron a colocar la comida mientras charlaban animadamente
y Daisy continuaba planchando. Los niños se despertaron y Janet fue a por ellos.
—Yo pondré el agua a hervir —afirmó Jules.
—¿Por qué tanta amabilidad? —dijo Daisy secamente.
Estaba cansada y él se estaba comportando como un hermano mayor o un tío, o
alguien igualmente aburrido.
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—¿Por qué te enfadas? Debes estar cansada, ¿no? Hay un poco de tarta en la
nevera, sólo hay que calentarla. Y un pudding de leche para los niños. Acuéstate
temprano, Daisy.
Janet bajó con los niños entonces y esperar que el té estuviera preparado. Daisy
se daba cuenta de que Jules se sentía relajado allí. Debía tener bastante práctica en ese
tipo de situaciones debido a su trabajo...
Después del té, se levantó para irse. Se despidió de Janet y dijo a Daisy que se
verían al día siguiente.
—Vendré mañana a buscarte, Daisy. Tengo que ir a Plymouth por la mañana,
pero puedo estar aquí hacia las seis.
—No voy a poder... —comenzó Daisy.
—¡Claro que podrás! —aseguró él, y esbozó una sonrisa que hizo palpitar el
corazón de la muchacha.
Después de que él se marchara, Daisy miró a su prima.
—Pensaba estar hasta que Jack volviera. ¿Podrás arreglártelas tú sola?
—Claro que sí. Ya estoy recuperada y los niños también. Jack vendrá por la
mañana. Has sido un ángel y el señor der Huizma es maravilloso. ¿Estás segura de
que no está enamorado de ti?
—Quizá un poco sí, pero se va a casar con una mujer en Holanda.
—Holanda está muy lejos y tú estás aquí. Ahora preparemos la cena. No me ha
dejado pagar nada, me dijo que era un regalo por aceptarlo como invitado.
Cuando Jules llegó al día siguiente, Daisy estaba ya preparada. Llevó flores a
Janet y un juguete para cada uno de los niños. Luego, Daisy y él se marcharon.
Jules no habló demasiado durante el viaje, y cuando lo hizo, fue de cosas
impersonales. Daisy, que no quería afrontar una nueva despedida, no estaba de buen
humor. Cuando llegaron a su casa, él la acompañó y estuvo un rato hablando con sus
padres. Después, Daisy fue con él hasta la puerta, pensando que sería otra
despedida, quizá la última. Quizá hasta la besara...
Pero no lo hizo. Le dio la mano brevemente y se marchó. Daisy fue al salón,
habló con sus padres sobre su estancia con su prima y luego se fue a su habitación.
Tenía dos días libres, debido a que su padre había contratado a una mujer para
que la sustituyera y ésta se quedaría dos días más. A la mañana siguiente, cuando
Daisy se despertó, se quedó en la cama sin saber qué hacer. No quería ir a la playa
por si veía a Jules de nuevo.
Así que decidió ayudar a su madre. Primero fue al supermercado que había al
lado de la iglesia. Era muy temprano y no había casi clientes. Daisy preguntó al
propietario por el asma de su esposa y por sus hijos. Luego, agarró un carrito y fue a
hacer la compra.
Estaba tratando de alcanzar un paquete de té, que siempre estaba en el estante
más alto, cuando alguien se lo alcanzó.
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—¿Uno o dos? —preguntó Jules.
Daisy se dio la vuelta y lo miró. Ya era demasiado. ¿No podía dejarla en paz? Y
así se lo dijo en voz alta.
—He venido a Inglaterra porque quería hablar contigo. No pude hacerlo en
Totnes, así que me he visto obligado a venir de compras contigo.
Daisy puso dos latas de tomate frito italiano en el carrito.
—Pues no sé qué quieres decirme, pero aquí tampoco podemos hablar.
—¡Claro que podemos! No es el entorno ideal, pero no tengo tiempo para
buscar un paisaje romántico.
Jules puso dos latas de espárragos en el carrito y luego añadió un paquete de
ravioli. Daisy eligió un paquete de café y él, para no ser menos, añadió tres de
comida para gatos.
—No tenemos gatos.
—Pero Jette tiene un gato que acaba de tener cachorros.
Iban caminando despacio entre las estanterías, la lista fue olvidada, aunque de
vez en cuando Jules añadía algún producto al carrito. Al final de uno de los estrechos
pasillos, Jules puso su mano sobre una de las de ella.
—Mi querida niña, ¿no te vas a quedar quieta un minuto para que pueda decirte
que te amo? He venido hasta aquí sólo para decírtelo...
Daisy lo miró sorprendida.
—¿Y Helene?
—Helene ha roto nuestro compromiso. Se va a ir a California con un hombre
llamado Hank.
—¿Tú la amabas?
—No. Sólo estuve algo enamorado al comienzo de nuestra relación. Pero luego,
cuando te vi caminar por la orilla del mar, me enamoré locamente de ti y no puedo
olvidarte, amor mío. Yo pensé que no iba a tener la suerte de ser correspondido, pero
la última vez que nos despedimos, dijiste mi nombre con una tristeza... ¿Quieres
casarte conmigo, Daisy? ¿Y aprender a amarme como yo te amo a ti?
—¡Oh, Jules! —exclamó Daisy.
Jules la tomó en sus brazos y la besó una y otra vez.
—Claro que sí, Jules. Por supuesto. Te amo desde hace mucho tiempo.
La besó de nuevo y el propietario del supermercado, que los había estado
observando a una distancia prudencial, agarró el carrito y comenzó a sacar los
productos uno a uno. Era un hombre muy romántico y le caía muy bien Daisy, pero
el negocio era el negocio. Y desde luego, aquel día comenzaba muy bien.
Fin
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