Los Fascismos Europeos

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Totalitarismos: material historiográfico Prof. Sención
Los Fascismos Europ eos ( Helen a Hernández San doica)
“Nada resulta más característico de los movimientos totalitarios en general, y de la calidad de la calidad
de la fama de sus dirigentes en particular como la sorprendente celeridad con la que son olvidados y la
sorprendente facilidad con la que pueden ser olvidados “ (Hanna Arendt).
Convendrá comenzar con una conceptualización de lo que es fascismo, totalitarismo y autoritarismo.
Es fácil llegar a convenir que TOTALITARISMOS son los regímenes tales como la dictadura nazi o la
dominación stalinista. Sus características fundamentales serían:
1- control absoluto de del individuo por el Estado, sin que pueda hallarse límite alguno no moral ni legal en
el ejercicio del poder.
2- instrumentación (conciente y privilegiada) de los conocimientos científicos y tecnológicos para llevar
adelante aquel control.
3- existencia de un partido único (partido de masas) encargado de la difusión de la nueva ideología
totalitaria hasta el último rincón de la sociedad. Partido, en consecuencia, fuertemente jerarquizado y
absolutamente fundido con la organización burocrática del gobierno, cuando no situado por encima de ella.
4- actuando junto al partido, un sistema terrorista de control político, que lo recubre y acompaña y que
viene a complementarlo eficazmente en sus tareas de intervención sobre el tejido social, tratando de llegar
hasta donde el partido no llega, y ejerciendo al mismo tiempo vigilancia y garantía de “anticorrupción”.
5- la arbitrariedad con que esa policía política dirige su represión, no sólo contra los enemigos declarados
del régimen, sino también (y de manera más o menos indiscriminada) contra sectores de la población no
necesariamente homogéneos, explotando y sin la menor limitación ética, los avances de la psicología
científica y el potencial de la propaganda y los medios de comunicación de masas.
6- como hilo sutil que inspira el cuerpo doctrinal totalitario se hallaría siempre un fuerte componente
milenarista, que aspira a la renovación absoluta de la sociedad y de los individuos que la componen, a su
sustitución radical por una nueva especie: el “hombre nuevo”.
7- el control centralizada de la economía y una rígida dirección a cargo del Estado.
8- Muchos autores (Arendt, Talmon, Ebenstein, Friedrich o Brzezinski) consideran los totalitarismos como
un perfeccionado y “moderno” aparato de encuadramiento político de las masas.
Se reserva para sociedades más tradicionales, menos avanzadas en este proceso generalizado de la
socialización política de las masas el término AUTORITARISMO, que supondría un grado menor de control
político y policiaco (bien porque los enemigos políticos del régimen autoritarios fueran menos y más
localizados o por la escasa complejidad de un tejido social concreto). Pero el grado de represión social y de
violencia se mantendría siempre, aunque a menor escala.
Las diversas interpretaciones antropológico-culturales y psico-sociales (Reich, Adorno, Horkheimer,
Fromm, Friedländer) ayudan a comprender la abundancia de manifestaciones históricas de signo similar, en
lugares y épocas dispares, como un factor profundo que actuaría como lastre común en ciertos procesos de
cambio sociopolítico tendentes a una conformación de signo abierto. Los residuos del pasado desvirtuarían
hasta tal punto las realidades del cambio histórico que éstas acabarían por aparecer como regresivas. La
desajustada convivencia con esos restos del pasado, su persistencia desconcertante en circunstancias de
transformación política más o menos definida y perfecta, en tanto que vendrían a explicar su coexistencia
temporal con mecanismos electorales renovados y con transformaciones normativas de la organización
económica general que apuntan, por el contrario, en sentido claramente “moderno”.
La palabra FASCISMO tiene una doble significación: 1- forma concreta de desarrollo histórico (por
ejemplo la historia de Italia desde 1922 hasta 1945); 2- según K.D.Bracher, se puede definir como “un
concepto genérico para la caracterización polémica de todos aquellos movimientos antidemocráticos de
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derecha que tienen como meta un estado nacional-autoritario, de un solo partido, y que ha de ser visto
como contragolpe frente a los ordenamientos estatales y sociales comunistas y socialistas, pero también
liberal-democráticos.
A efectos de su estudio no convendrá extender el concepto de “regímenes fascistas” a otras
experiencias aparte de la Alemania y la Italia de los años treinta (desde los veinte en el caso de la segunda).
Sólo mencionemos las otras experiencias fascistas: Hungría, Polonia, Portugal y España. También se hallan
en ellos elementos que son comunes a los fascismos: un fuerte nacionalismo, un carácter marcadamente
antisocialista, preventivo u ofensivo frente a los movimientos revolucionarios de clase. Hay que señalar que
en cualquiera de los casos, las capas sociales ligadas a la defensa de la propiedad (de la tierra
especialmente, pero no sólo de ella) acudieron prestamente al auxilio del sistema dictatorial, con la
colaboración estrecha de la Iglesia Católica.
DE LA “GUERRA TOTA L” A L TO TALITA RISMO ( Enzo Travers o)
La idea de totalitarismo tiene sus orígenes en el contexto creado por el fin de la Gran Guerra.
Conflicto de la era democrática y de la sociedad de masas, la guerra había absorbido todos los recursos
materiales, movilizado todas las fuerzas económico-sociales, remodelado las mentalidades y la cultura.
Nacida como una clásica guerra interestatal en la cual se habrían debido aplicar las reglas del derecho
internacional (jus in bello), se transformó poco a poco por la entidad y la dinámica de las fuerzas
empleadas en una gigantesca masacre. Con trincheras, tanques, aviones, potentes cañones y armas
químicas, la “guerra total” inauguraba la era de las masacres tecnológicas y exhibía el horro de la muerte
anónima de las masas.
La Primera Guerra mundial fue, entonces, una experiencia fundacional: forjó un nuevo ethos guerrero
en el cual los antiguos ideales de heroísmo y de caballería se combinaban con la tecnología moderna, el
nihilismo se racionalizaba, el combate se transformaba en destrucción metódica del enemigo y la pérdida
de incontables vidas humanas podía ser prevista e incluso planificada como un cálculo estratégico. Esta
guerra marcó el inicio de una barbarización de la política que modifica profundamente el imaginario de
toda una generación.
Uno de los rasgos dominantes del periodo de entreguerras fue lo oposición ideológica y militar entre
comunismo y fascismo, culminada con la guerra civil española. La Segunda Guerra Mundial se transformó
así en una “guerra civil mundial” (Weltbürgerrieg). Seguirá después la era de la Guerra Fría.
La idea de totalitarismo toma forma y se desarrolla en este contexto de guerras, abiertas o “frías”.
Pertenece a un siglo durante el cual los conflictos y hostilidades parecen vehiculizar una oposición
irreconciliable de valores e ideologías. Durante todo el siglo XX están en juego creencias, valores y visiones
del mundo que mueven a los adversarios a defender una idea de civilización contra otra. Eran necesarios
conceptos nuevos para captar el espíritu de una época de este tipo: “totalitarismo” será el más afortunado
de los neologismos.
Tres experiencias históricas están en el origen de este concepto: es fascismo italiano (1922-45), el
nacionalsocialismo alemán (1933-45) y el stalinismo ruso (entre los años 20 y los años 50). Más allá de sus
diferencias sustanciales en cuanto a sus respectivas formaciones, ideologías y bases sociales, estos tres
regímenes presentan características inéditas cuyas afinidades demandan un acercamiento comparativo y
cuyos éxitos criminales suscitan nuevos interrogantes acerca de la relación que se establece, en el siglo XX,
entre poder público y sociedad civil, entre violencia y estado.
Los fascismos y el bolchevismo derivan, con modalidades diversas, de una extendida crisis del orden
europeo. El stalinismo se consolidó aprovechando el reflujo de la oleada revolucionaria que había
atravesado Europa después de 1917. se apoyó sobre el esqueleto de una dictadura soviética nacida
durante la guerra civil, cuando el poder se había militarizado, y se reafirmó cuando la movilización de las
masas y la reafirmación plebiscitaria se extinguieron, dejando solo los aparatos centrales. A pesar de que el
poder soviético transformó una dictadura revolucionaria en un sistema totalitario, éste último no tomó la
forma de una restauración: el stalinismo no miraba hacia el pasado, sino que quería edificar una sociedad
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completamente nueva. A través de purgas sangrientas eliminó a todos los dirigentes bolcheviques de 1917,
pero se injertó en el proceso abierto por la revolución misma (por eso Trotsky lo definiría como una
especie de “Termidor ruso”).
Con respecto a los fascismos, éstos se delinean sobre la escena europea, a pesar de su retórica
subversiva, como fenómenos típicamente contrarrevolucionarios, pero se distinguen de la
contrarrevolución clásica (aquella teorizada por Joseph de Maestre y Louis de Bonald) por el hecho de
presentarse como una “revolución contra la revolución”. Es decir, su horizonte trascendía el
tradicionalismo: aún conservando las viejas elites socio-económicas, fundaba un régimen históricamente
nuevo, destruyendo el movimiento obrero, absorbía con él las instituciones democráticas y el Estado
liberal.
La unidad del totalitarismo se perfila sólo en términos negativos, como la antítesis del liberalismo.
Pero desde el punto de vista histórico esta categoría se escinde en dos entidades diversas y antagónicas: el
comunismo y el fascismo. Sería, entonces, necesario hablar de totalitarismos, en plural, señalando así los
orígenes en un proceso histórico bicéfalo.
Los totalitarismos fascistas son hijos de la modernidad y presupone la sociedad de masas, urbana e
industrial. Surgen, según Mosse de la “nacionalización de las masas”, en lo cual la Primera Guerra Mundial
fue un gran acelerador.
Los mitos (del Volk a la “romanidad”) y los símbolos (de la esvástica al fascio littorio) de los que se
nutren los totalitarismos fascistas se traducen en una liturgia moderna con una fuerte connotación
estética. La masa no debe sólo reaccionar, sino constituirse en comunidad, fundirse en un cuerpo colectivo
(el pueblo, la nación, la raza), cimentado por la fe, encarnado en un jefe, animado por el entusiasmo y
permanente movilización. Con sus promesas, sus íconos y sus rituales, el totalitarismo se presenta como
una religión laica que disgrega la sociedad civil y transforma al pueblo en una comunidad de fieles. El
individuo es triturado, absorbido y anulado por el Estado, que se erige como una unidad compacta en la
cual las singularidades se disuelven y los hombres se hacen masa.
Sus jefes tienen un carácter plebeyo, no son más conservadores aristocráticos o incapaces de
esconder un desprecio altanero hacia las multitudes, sino que – como Hitler- son demagogos que han
tomado conciencia del propio talento de agitadores en las manifestaciones de plaza durante la crisis
subsiguiente a la Primera Guerra Mundial, o, en cambio – como Mussolini- provienen de la izquierda, en
la cual experimentaron los movimientos de masa. Stalin no responde a este tipo ideal de líder, pues es un
hombre refractario al contacto con las multitudes.
El totalitarismo, por un lado, sólo puede afirmarse destruyendo la democracia en el plano político
pero por otro lado despliega un dispositivo de reclutamiento y de activación de masas que implica
necesariamente el advenimiento de las sociedades democráticas, en el sentido que las definía Tocqueville,
quien había previsto el nacimiento de un conformismo democrático susceptible de eclipsar, sin suprimirla,
la sociedad de individuos.
Los totalitarismo (tanto el stalinismo como el nazismo) tienden a suprimir las fronteras entre el estado
y la sociedad, o sea, postulan la absorción de la sociedad civil, hasta su aniquilación, en el Estado. Según
Leo Strauss, esto lleva a la paradoja de un Estado omnipresente que desemboca en un no-Estado: el
totalitarismo sería en última instancia la liquidación de lo político en cuanto lugar de alteridad, la anulación
del conflicto, del pluralismo que atraviesa el cuerpo social sin el cual ninguna libertad sería concebible.
El terror totalitario ignora y pisotea el derecho, pero presupone el monopolio estatal de la fuerza, que
despliega aegún métodos y procedimientos concernientes a la racionalidad de los estados modernos.
Llegado a este punto, es posible formular una hipótesis: el proceso de canalización estatal de la violencia
como un factor de civilización. El totalitarismo reproduce todas las características esenciales de la
racionalidad instrumental que modela la técnica, la administración, la economía y la cultura del mundo
occidental, pero culmina en la negación de aquello que Weber definía como “dominio legal”. En otras
palabras, designa el advenimiento del “Estado criminal” (término de Yves Ternon, para quien el
totalitarismo representa la forma plena de los estados criminales). Antes que revelar la irrupción en la
escena de la historia de un irracionalismo regresivo opuesto a los paradigmas de la civilización, el
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totalitarismo despliega una contrarracionalidad que recoge sus elementos constitutivos de la modernidad
occidental y revela de modo trágico todas sus potencialidades destructivas.
Las ideologías totalitarias están en las antípodas la una de la otra: los fascismos proclamaban
abiertamente su voluntad de dar vuelta la página a las Luces; el stalinismo, en cambio quería mostrarse
como el heredero legítimo de la Revolución Francesa y de la idea del Progreso. Sin embargo, ambos
concurrían en un mismo trabajo práctico de destrucción de lo político como lugar de confrontación de la
pluralidad y de la diversidad humana.
Los fascismos oponían el mito a la razón, la comunidad al individuo, la autoridad a la libertad, la fuerza
al derecho, la raza a la humanidad, la nación al cosmopolitismo; pero su anti-humanismo, su rechazo a las
Luces, su apología de la desigualdad, no estaban dirigidos hacia el pasado. Habían abandonado el
pesimismo de los reaccionarios, su culto a la tradición y el rechazo a la sociedad industrial, con el fin de
adoptar la tecnología y la modernidad.
El stalinismo había nacido de una revolución que proyectaba a Rusia hacia el futuro y podía
tranquilamente prescindir de los tintes arcaicos del nazismo. Su relación con la modernidad era distinta:
falsificaba los valores de las Luces: era un estado que se decía democrático pero que se parecía, más bien a
aquello que el pensamiento político clásico definía como despotismo; se decía ateo pero practicaba el
culto solemne a sus jefes, momificándolos como íconos sacros (a Lenin); proclamaba una lucha implacable
contra el oscurantismo religioso pero exhumaba rituales de persecución, condena y castigos dignos de la
inquisición; promulgaba la constitución “más libre del mundo” cuando centenares de miles de hombres
eran fusilados o enviados de la manera más arbitraria a los campo de concentración siberianos.
La modernidad del stalinismo no se revela solamente en su fetichismo por la ciencia, sino en su
proyecto de planificación autoritaria y de ingeniería social, que aspiraban medidas de industrialización y de
colectivización forzada de la economía, de deportación en masa de individuos y grupos sociales o étnicos,
que desembocarían en la carestía generalizada o en gigantescas masacres.
Es necesario, sin embargo, una precisión: aún siendo un elemento constitutivo de los regímenes
totalitarios, la violencia no es una característica de su exclusividad. La represión franquista durante la
Guerra Civil Española fue particularmente feroz y extendida, pero la ideología del régimen, fundada sobre
el catolicismo y el mito de la España eterna era demasiado tradicionalista, y su base social, en la que tenían
un papel fundamental el clero y la gran propiedad latifundista, era demasiado conservadora para constituir
un proyecto totalitario. El franquismo aparece frente al fascismo italiano y sobre todo ante el nazismo
como la variante autoritaria y violenta de una dictadura militar clásica, sin ideología oficial (por fuera del
catolicismo y del nacionalismo), sin pretensiones revolucionarias, ni aspiraciones milenaristas.
NAZISMO Y STALI NISMO: El concepto de totalitarismo puesto a prueba
por el comparativismo histórico (Enzo Traverso)
La tendencia dominante entre historiadores ha sido reducir el totalitarismo a una serie de elementos
concatenados: partido único, dictador absoluto, ideología de Estado, monopolio de los medios de
comunicación y de los medios de coerción, terror y economía planificada. Esta definición se adapta.
Dosificando de diversa manera los varios ingredientes, tanto a la Alemania nazi como a la Rusia de Stalin.
Pero en estos términos evita analizar en detalle las
diferencias esenciales que separan stalinismo y nazismo:
El stalinismo
nacido de la revolución
desmoronado luego de una existencia de varias
el nazismo
arribado al poder por la vía electoral,
aprovechando los cálculos errados de las elites
tradicionales y convirtiéndose luego en un
régimen a través de una “revolución desde
arriba”
radicalizado hasta su caída, como resultado de
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décadas, entre una efímera fase revolucionaria
y una larga decadencia postotalitaria
fundado sobre una economía colectivizada,
instaurada gracias a la expropiación de las
viejas clases dominantes
abanderado de la filosofía emancipadora,
universalista y humanista (aunque con las
distorsiones dogmáticas del caso);
una guerra que ponía fin a una parábola de
apenas doce años
surgido sobre las bases del capitalismo,
respaldado por las elites tradicionales y por los
grandes monopolios industriales (una
economía para la cual se puede hablar de
“planificación” hasta cierto punto, sólo durante
los años de guerra)
orgulloso de su Weltanschauung nacionalista,
biológica y racial.
Otras diferencias están en la figura del líder: el carisma de Stalin no remite a las mismas fuentes que
el de Hitler o Mussolini, sino sobre el estrecho control del aparato de un estado-Partido. Trotsky, el
principal antagonista de Stalin en el partido bolchevique, escribió sobre aquel que se adueñó del poder no
gracias a sus cualidades personales, sino valiéndose de un “mecanismo impersonal”. Stalin no era un
escritor ni un orador, era un hombre de la sombra, encarnación y fruto de un aparato. El poder de Hitler y
Mussolini, en cambio, reflejaba un carisma en el sentido weberiano del término: el de un jefe que necesita
el contacto con la masa, ante la cual se muestra como un hombre de cualidades excepcionales “llamado”
por la Providencia. No es casualidad que los regímenes fascista y nazi nacen y mueren con sus jefes,
mientras que el sistema soviético sobrevive casi cuarenta años a la muerte de Stalin.
El terror también tiene características diferentes en ambos sistemas. La violencia del stalinismo se
ejercía contra los ciudadanos soviéticos, quienes constituían la casi totalidad de sus víctimas. Éste tenía
una naturaleza doble, al mismo tiempo social y política, dispuesta a transformar de modo autoritario las
estructuras socio-económicas del país (la industrialización y la colectivización de los campos) y a encuadrar
la sociedad civil por medio de la represión. Bien distinto es el caso de las víctimas del nazismo que, a
excepción de una minoría de opositores, eran “no-arios”.
En la URSS, el terror stalinista nacía de una verdadera guerra desencadenada contra la sociedad
tradicional con el fin de transformar el país, con métodos exclusivamente violentos, en una gran potencia
industrial. Esta violencia desplazaba y desarticulaba el cuerpo social, atacando a uno de los fundamentos
seculares de la sociedad rusa: el campesinado.
El terror nazi, por el contrario, era aquel de un régimen que no pondrá nunca en discusión a las
poderosas elites latifundistas, industriales y militares de Alemania. Era un terror proyectado hacia el
exterior. A partir de 1939, será la violencia de una guerra por la conquista del “espacio vital” y por la
destrucción del “judeo-bolchevismo”.
También era diferente la naturaleza de los campos de exterminio: si bien la muerte determinaba el
universo concentracionario ruso, ella era un subproducto y no una finalidad inmediata como en los campos
de exterminio nazi. El gulag ruso poseía una cierta racionalidad económica, mientras que Auschwitz o
Maydanek no tenían ninguna función productiva o militar, eran literalmente fábricas de muerte. El
exterminio como fin en sí mismo es algo inexistente en el régimen stalinista. La tarea del jefe del campo
siberiano de Ozerlag, Sergei Kuzmic Evstignev, era la construcción de un ferrocarril; la de Rudolf Hoess,
comandante de Auschwitz, era la exterminación de judíos. El rendimiento del gualg se medía en km de
ferrocarril, el de los campos nazis calculando el número de muertos. (Tasa de mortalidad en el gulag en
1936: 2,5%, en 1942: 18%. En el total de los campos nazis en 1942:60%).
El Estado soviético quería desarrollar la economía al precio de terribles castigos infligidos al cuerpo
social; el nazismo quería remodelar la humanidad imponiendo el dominio de una “raza de señores”. Esta
diferencia se inscribe en su relación antitética con las luces. A pesar de sus crímenes, sobre todo en la
época de Stalin, el comunismo era su heredero, mientras que el nacionalsocialismo era el desvío extremo
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de un vasto movimiento de deswtrucción del Aufklärung nacido contra la revolución francesa, desarrollado
por la “revolución conservadora” y finalmente radicalizado por los fascistas.
El nacionalsocialismo se caracteriza por la irracionalidad de sus fines y la racionalidad de los medios
usados para alcanzarlos; todo su recorrido puede ser interpretado como un esfuerzo titánico por plegar la
racionalidad instrumental (técnica, administrativa, industrial) de las sociedades modernas a un proyecto de
remodelamiento biológico de la humanidad. Los campos de exterminio celebraban el matrimonio del
contrailuminismo con la técnica moderna bajo la forma de un milenarismo secularizado y revisitado a
través de las categorías del darwinismo social y del racismo biológico.
El stalinismo se caracterizaba más bien por la irracionalidad de los medios que usaba para alcanzar
objetivos no privados de racionalidad. Rehabilitaba, a escala masiva, el despotismo agrario, el trabajo
esclavista, la represión policial más indiscriminada y otras formas de coerción con el objeto de modernizar
e industrializar a la URSS. El Estado totalitario era el instrumento indispensable para ese objeto. A la
medida de su dictadura, el totalitarismo ruso era, a su vez, modernizador (por el proyecto de sociedad que
quería realizar, que consistía en reducir al marxismo a una visión del progreso como mero desarrollo
cuantitativo de las fuerzas productivas) y bárbaro (por sus métodos, que exhumaban el despotismo zarista,
el autoritarismo estatal, la explotación de los campesinos). Pero el stalinismo no oponía la fuerza a la
razón, ni la raza a la humanidad, sino que proclama su voluntad de “progreso” y su proyecto “civilizador”,
medido en km de ferrocarril, en toneladas de carbón y de acero, en miles de fábricas, en millones de
tractores y turbinas eléctricas. Si se interpreta el concepto de “civilización” en su acepción más limitada,
puramente material, no hay dudas de que el stalinismo fue un celoso defensor de ella. El socialista
austríaco Otto brauer veía en la Rusia de Stalin un “dictadura terrorista”, pero afirmaba a su vez que la
guerra civil y luego el fascismo la habían hecho necesaria y que sólo un régimen tal habría podido realizar
las enormes transformaciones socio-económicas encauzadas por la Revolución Rusa, impensables sin el
traslado coactivo de grandes masas campesinas hacia los kolkhoz y hacia las fábricas de la ciudad. A pesar
de sus métodos brutales y violentos, Stalin era visto como un elemento del progreso histórico. Esta mirada
benévola para con el stalinismo ha dejado huellas en los escritos de observadores totalmente ajenos al
comunismo como el embajador francés en Moscú entre los años 1936 y 1938, Robert Coulondre.
His tor ia del sigl o XX: La caída del Liber al ismo (Eric Hobsbawm)
El fascismo demostraría que con la era de las catástrofes no sólo terminó la paz, la estabilidad social
y la económica, sino también las instituciones políticas y valores intelectuales de la sociedad burguesa
liberal del siglo XIX (sistema constitucional, representatividad, derechos y libertades civiles y humanas,
razón, ciencia, educación). Y aunque el comunismo había representado también una amenaza, lo era para
el aspecto económico, pero defendía la razón, la ciencia, el progreso, la educación, el gobierno
constitucional y los principios de convivencia.
Desde la finalización de la primera guerra, los gobiernos basados en las elecciones y la
representatividad fueron disminuyendo en Europa y en América, mientras que los territorios coloniales
siguieron bajo tutela de las potencias. En el mundo entero, había 35 gobiernos constitucionales en 1920,
17 en 1938 y 12 en 1944. En definitiva, esta era de las catástrofes conoció un claro retroceso del
liberalismo político, que se aceleró notablemente cuando Hitler asumió el cargo de canciller de Alemania
en 1933.
Durante estos 20 años, el comunismo no podía ni deseaba expandirse (esto último con Stalin), los
partidos comunistas no tenían fuerza, y por esto ningún régimen democrático fue derrocado por la
izquierda, y los movimientos socialdemócratas (marxistas) eran el sostén del estado manifestando su
compromiso con la democracia. Esto no significa que la revolución social y el papel de los comunistas en
ella se hubieran acabado, de hecho, luego de la segunda guerra mundial ocurrió la segunda oleada
revolucionaria.
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Pero en este momento el peligro venía de la derecha, y para este movimiento de alcance mundial,
la etiqueta “fascismo” es insuficiente (porque no todas las fuerzas que derrocaron regímenes liberales eran
fascistas) pero adecuado (porque el fascismo italiano original y después la versión nacionalsocialista
alemana inspiraron e insuflaron confianza a algunos movimientos de derecha).
Tipos de movimientos de derecha
Las fuerzas que derribaron regímenes liberales democráticos eran de tres tipos, pero todas tienen
en común ser contrarias a la revolución social y en la raíz de todas ellas estaba la reacción contra la
subversión del viejo orden social operado entre 1917 y 1920; eran autoritarias y por eso hostiles a las
instituciones representativas y constitucionales liberales, más por pragmatismo que por principios.
Favorecieron a la policía y al ejército para que ejercieran la coacción física con la que subir al poder; eran
nacionalistas, por resentimiento por guerras perdidas o por no haber logrado formar un imperio, y para
adquirir popularidad.
El primer grupo, los autoritarios o conservadores de viejo cuño (Hungría, Finlandia, Polonia,
Yugoslavia, España), carecían de ideología más allá del anticomunismo y prejuicios militares; y si se aliaron
a Hitler en el período de entreguerras fue porque era natural que así ocurriera al verse en esa época al
nazi-fascismo como la fuerza del futuro, por lo que se tendía a la unión de todas las fuerzas de derecha.
La segunda corriente de la derecha dio lugar a los que se llamaron “estados orgánicos”, esto es,
regímenes conservadores que más que defender el orden tradicional, recreaban sus principios como forma
de resistencia ante el individualismo del capitalismo y el movimiento obrero y el socialismo. Para este tipo
de movimiento, si bien se aceptaba la existencia de grupos sociales, se eliminaba la lucha de clases por la
aceptación de la existencia de jerarquías en la sociedad, que era una entidad colectiva donde todos
cumplían una función. Distintas teorías corporativistas sustituían la democracia liberal por la
representación de los grupos de intereses económicos y profesionales. Los gobiernos fueron autoritarios y
tecnocráticos (Portugal, Austria).
Los regímenes a los que propiamente se les puede llamar fascistas, son en primer lugar el italiano
(de donde surgió el nombre) al mando del “periodista socialista renegado” Mussolini, y el nazismo de
Hitler. Aunque el italiano haya sido el primero, no tuvo un gran éxito internacional, mientras que Hitler sí
logró inspirar el movimiento mundial, como una suerte de equivalente en la derecha del comunismo
internacional, con Berlín como su Moscú. Este último reconoció su deuda con el primero, y este tomó de
Hitler, aunque tardíamente, el antisemitismo.
Características del fascismo
No es fácil decir qué tenían en común las diferentes corrientes del fascismo que surgieron como
colaboracionistas luego de la ocupación alemana de Europa (además de la aceptación de la hegemonía
alemana), porque “la teoría no era el punto fuerte de unos movimientos que predicaban la insuficiencia de
la razón y del racionalismo y la superioridad del instinto y de la voluntad” (P. 123). No es posible identificar
al fascismo con el estado corporativo como forma de organizar la política y sociedad; y algunos elementos
como el anticomunismo, el nacionalismo, el antiliberalismo, los compartían con elementos no fascistas de
la derecha.
La principal diferencia entre la derecha fascista y la no fascista es que la primera movilizaba a las
masas desde abajo, haciendo un llamamiento a los que se consideraban víctimas de la sociedad
democrática liberal para transformarla de manera radical.
Algo que tenían en común todos los fascistas era propugnar valores tradicionales (aunque no
retornar a un pasado tradicional, porque no recurrieron al apoyo de la Iglesia y la monarquía como
garantes de la sociedad conservadora y tradicional), por ejemplo, estaba en contra de la emancipación
liberal de la mujer; también de la cultura moderna y el arte de vanguardia al que catalogaban de
bolchevismo cultural y degenerado.
Esta oposición a la modernidad y al progreso no impedía utilizar la modernización tecnológica en la
práctica, por ejemplo para basarse en una rama de la genética aplicada (la eugenesia) para fundamentar la
creencia en la posibilidad de crear una superraza humana mediante la eliminación de los menos aptos, en
lo que se basaba su racismo (y no en el orgullo hacia su ascendencia).
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Estas tres características (valores conservadores, técnicas de democracia de masas, tecnología
innovadora para ejercer la violencia) se insertan en una concepción muy nacionalista. Esta surge de la
reacción contra la transformación de las sociedades por el capitalismo (los individuos se ven aplastados por
el gran capital), la reacción contra el socialismo internacionalista en ascenso (encerrados por la acción de
los movimientos obreros), y contra la corriente de extranjeros que se desplazaban en la mayor corriente
migratoria que se había registrado en el mundo hasta entonces (a la interna de los países y entre fronteras
nacionales). Se inició así una xenofobia masiva que implicaba la protección de la raza pura nativa frente a la
contaminación e incluso el predominio de las hordas invasoras.
“Esos sentimientos encontraron su expresión más característica en el antisemitismo (…) Los judíos
estaban prácticamente en todas partes y podían simbolizar fácilmente lo más odioso de un mundo injusto
(…) Podían servir como símbolos del odiado capitalista/financiero; del agitador revolucionario; de la
influencia destructiva de los ‘intelectuales desarraigados’ y de los nuevos medios de comunicación de
masas: de la competencia –que no podía sino ser injusta- que les otorgaba el número desproporcionado de
puestos en determinadas profesiones que exigían un nivel de instrucción; y del extranjero y del intruso
como tal [además existía un] antisemitismo agrario de Europa central y oriental donde en la práctica el
judío es el punto de contacto entre el campesino y la economía exterior de la que dependía su sustento (…)
Existe por ello una continuidad directa entre el antisemitismo popular original y el exterminio de los judíos
durante la segunda guerra mundial” (P. 126).
Razones del triunfo
“En resumen, durante el período de entreguerras, la alianza ‘natural’ de la derecha abarcaba desde
los conservadores tradicionales hasta el sector más extremo de la patología fascista, pasando por los
reaccionarios de viejo cuño. Las fuerzas tradicionales del conservadurismo y la contrarrevolución eran
fuertes pero poco activas. El fascismo les dio una dinámica y, lo que tal vez es más importante, el ejemplo
de su triunfo sobre las fuerzas del desorden”. (P. 130)
Es decir, debe quedar claro que fueron los regímenes de derecha los que consiguieron el triunfo
luego de la primera guerra mundial, vestidos con el ropaje del fascismo. La cuestión es ver porqué
necesitaron del fascismo los grupos de derecha que ya existían desde antes de 1914 y tenían las mismas
características (nacionalistas, xenófobos, antiliberales, violentos, antidemócratas, antiproletarios,
antisocialistas, antirracionalistas, etc.).
Y concluye el autor que lo que les dio la oportunidad de triunfar fue el hundimiento de los viejos
regímenes y con ellos de las clases dirigentes (en los países en que se conservaron, el fascismo no fue
necesario) que tenían mecanismos caducos de gobierno; una masa de ciudadanos desencantados y
descontentos que no sabían en quién confiar; movimientos socialistas fuertes que amenazaran con la
revolución social pero que no estuvieran en situación de hacerla; un resentimiento nacionalista contra los
tratados de paz que dieron fin a la guerra1.
En estas condiciones, las viejas elites dirigentes, privadas de otros recursos, se sentían tentadas a
recurrir a los radicales extremistas; en Alemania e Italia, el fascismo accedió al poder con la connivencia del
viejo régimen usando procedimientos constitucionales. El problema fue que luego se negó a aceptar las
viejas normas del juego político liberal burgués, e impuso su autoridad absoluta.
En los países que rechazaron al fascismo, también retrocedió el liberalismo, y el autor lo explica
diciendo que se perdió la confianza en el sistema democrático y parlamentario (incluso los marxistas que
habían defendido las instituciones por medio de partidos laboristas, basaban su acción en el pensamiento
de que esta época de crisis era la agonía final del capitalismo, y que ya no se podía gobernar por medio de
la democracia parlamentaria). Pero en realidad es necesaria la existencia de un consenso básico en la
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No debe confundirse el fascismo con el nacionalismo, ya que no fueron equivalentes, primero, porque otros movimientos de
derecha no necesariamente fascistas también eran nacionalistas, y segundo, porque se manifestó en distintas formas según el
país en que se diera el movimiento derechista. Por ejemplo, en los estados corporativos con sustento católico, el odio era hacia
los pueblos y naciones ateos o de otra religión; en los países conquistados por Alemania, no todos los movimientos nacionalistas
propios se convirtieron al fascismo, eso dependía de que los beneficios fueran mayores que los inconvenientes, o que el odio al
comunismo fuera mucho; y además Alemania al pretender identificarse como el mejor ejemplo de la raza teutónica, convirtió su
movimiento en internacionalista intentando conseguir el apoyo de otros teutónicos.
Totalitarismos: material historiográfico Prof. Sención
aceptación del sistema político y social, para poder negociar soluciones de consenso, y eso se había
perdido.
Ese consenso (por parte de la elite política, los empresarios y los trabajadores organizados que en
muchos casos sostuvieron las instituciones liberales) depende en gran parte de la prosperidad que
presente un país: si los gobiernos no pueden distribuir lo suficiente (y esto sucedió con la Gran Depresión),
imponen recortes y la temperatura social y política sube perdiendo la confianza en el sistema. Sin embargo
no debe entenderse que la gran depresión supuso la suspensión automática de la democracia
representativa: no fue así con el New Deal en Estados Unidos, ni en los países escandinavos donde triunfó
la socialdemocracia. Pero en América Latina sí repercutió rápidamente (porque sus economías dependían
de pocos productos de exportación) porque las democracias representativas no pudieron hacer fuerte a la
feroz caída económica.
Hobsbawm rechaza dos causas manejadas habitualmente: el gran capital no fue un sostén del
fascismo en particular (como sostienen las teorías marxistas), sino de cualquier gobierno que le garantizara
sus ganancias y la no expropiación de sus bienes. “El fascismo no era ‘la expresión de los intereses del
capital monopolista’ en mayor medida que el gobierno norteamericano del New Deal, el gobierno laborista
británico o la República de Weimar” (P. 135). De hecho el gran capital no colaboró con Hitler hasta la gran
Depresión e incluso ahí su apoyo fue tardío y parcial, hasta que asumió el poder. La razón fue que el
fascismo le dio ventajas al gran capital: venció a la revolución social de izquierda, suprimió los sindicatos
obreros que limitaban a las patronales, dinamizó a las economías industriales.
Por otro lado, el autor también niega que se haya tratado de una “revolución fascista” como
sostenían ellos mismos, dado que Hitler enseguida eliminó a los que se tomaban en serio el sentido
“socialista” del nombre del partido; se trataba sólo de retórica.
Los movimientos socialistas fueron nombrados como una de las razones del advenimiento del
fascismo. Sin dudas, dice el autor, el ascenso de la derecha radical después de la primera guerra mundial
fue una respuesta al peligro, o más bien a la realidad, de la revolución social y del fortalecimiento de la
clase obrera en general, y a la revolución de octubre y al leninismo en particular; sin ellos no hubiera
existido el fascismo, Lenin engendró a Mussolini y a Hitler. Pero aclara que esta explicación no es en ningún
caso una justificación ni una disculpa para los crímenes fascistas.
Pero propone dos matices a esta afirmación:
En primer lugar, la primera guerra tuvo un gran impacto sobre las capas medias y medias bajas de
soldados y jóvenes nacionalistas, que creían en la importancia de la lucha, de la disciplina y del patriotismo,
y que se defraudaron por no conseguir el heroísmo. Los movimientos pacifistas y antimilitaristas de la
izquierda y los liberales taparon a este grupo que si bien no fue numeroso, sí tuvo mucho peso. “Esos
Rambos de su tiempo eran reclutas naturales de la derecha radical”.
En segundo lugar, la reacción derechista no fue una respuesta al bolchevismo sino a todos los
movimientos, sobre todo a los de la clase obrera organizada, que amenazaban el orden vigente de la
sociedad, y Lenin era el símbolo de esa amenaza. Es decir, el peligro no provenía de los partidos socialistas
obreros, cuyos líderes eran moderados y además estaban incluidos en el sistema político, sino en el
fortalecimiento del poder, la confianza y el radicalismo de la clase obrera. La razón para que se los igualara
a los bolcheviques fue que en la época los movimientos obreros pertenecían a la izquierda por definición, y
no había una línea divisoria clara con los bolcheviques; incluso muchos partidos obreros se hubieran
integrado a La Internacional si desde el comunismo no se lo hubieran impedido. En conclusión, ha sido una
racionalización posterior la que ha hecho a Lenin y Stalin la excusa del fascismo.
Hobsbawm agrega otras causas igual de importantes que la influencia comunista: la Gran
depresión, y sobre todo el hecho de que hubiera sido Alemania (con gran potencial económico y militar, y
estratégica posición geográfica) la que llevó al poder a este movimiento, ya que pareció confirmar el éxito
de la Italia de Mussolini e hizo del fascismo un poderoso movimiento político de alcance mundial al que
tomaron como ejemplo grupos de derecha en Europa (no en Asia ni África porque no respondía a sus
Totalitarismos: material historiográfico Prof. Sención
situaciones políticas locales, incluso el autor niega que Japón fuera fascista, y lo define como un feudalismo
oriental con una misión nacional imperialista).
Sin embargo el fascismo sí fue importante en América Latina, donde los Estados Unidos desde el
comienzo de la guerra ya no aparecían como aliados de las fuerzas progresistas y un contrapeso
diplomático de la Inglaterra imperial como en el siglo XIX. Esto había cambiado gracias a las conquistas
imperialistas de Estados Unidos en países de Centroamérica, y porque luego de la Gran depresión no
aparecía con tanta fuerza y tan dominante como antes (incluso la política del Buen vecino de F. D.
Roosevelt fue interpretado como signo de debilidad), ya no era un modelo a imitar.
El nuevo modelo pasó a ser el de Alemania e Italia, pero por las realidades diferentes, lo que
pudieron tomar del fascismo los dirigentes latinoamericanos fue la divinización de líderes populistas. Pero
a diferencia de los europeos, las masas a las que consiguieron dirigir, no eran las que temían lo que
pudieran perder, sino las que nada tenían que perder, y los enemigos contra los que se movilizaban no
eran los extranjeros y grupos marginales, sino la clase dirigente local, la oligarquía. Mientras que los
regímenes fascistas europeos aniquilaron a los movimientos obreros, los dirigentes latinoamericanos
inspirados por él fueron sus creadores.
Apoyos sociales
Los movimientos de la derecha radical que tenían estas cuatro características como base, calaban
entre las clases medias y bajas de la sociedad, que se integraron sobre todo en los países donde la
democracia y el liberalismo no tenían gran tradición porque no se habían registrado acontecimientos
equivalentes a la revolución francesa (aunque cuando el fascismo acorraló al liberalismo, los sentimientos
nacionalistas de las clases bajas de esos países salieron a la luz, vinculándose, aunque no confundiéndose,
con las nuevas banderas políticas).
Las capas medias y medias bajas fueron la espina dorsal de los movimientos fascistas durante todo
el tiempo en que estuvieron en el poder. Aunque también apoyaron las clases obreras menos favorecidas,
algunos campesinos, los estudiantes universitarios, y ex oficiales que habían participado en la guerra y eran
de la clase media. La razón para el especial apoyo de la clase media era que la atracción de la derecha
radical sobre ella era mayor cuanto más fuerte la amenaza (real o temida) de desestabilizar su posición
social, a medida que el liberalismo que la había sustentado iba cayendo (por la acción de la izquierda y la
derecha, pero a la única a la que se temía era a la primera). El temor hizo a las capas medias susceptibles
de abrazar al fascismo.
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