TORONTO TRIGUEÑO Alfonso Cárcamo

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TORONTO
TRIGUEÑO
Alfonso Cárcamo
Novela Autobiográfica
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DEDICATORIA
Esta obra es humildemente dedicada a mi linda gente hispana en
todos los rincones de la Tierra, como también al pueblo
canadiense por haberme tomado en su seno tan gentilmente.
____________________________
Alfonso Cárcamo, Toronto, 2012
Segunda Edición
_____________________________________
Esta obra es enteramente ficticia. Los personajes mencionados son producto
de la imaginación del autor. Cualquier impresión que el lector tenga que el
nombre de algún personaje corresponde a alguna persona real, es puramente
coincidencia.
Impreso en México por Keystone Communications. Derechos Reservados
2007, 2012
Cualquier comunicación puede enviársele al autor a su dirección de correo
digital: [email protected]
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ÍNDICE
La Amarga Partida……………
pg. 4
En Busca del Tesoro…………
pg. 8
Diana………………………….
pg. 20
La Pérdida de la Inocencia….
pg. 26
Arribo a Toronto………………
pg. 36
Rodrigo Iraheta………………
pg. 42
Christie Pits……………………
pg. 62
Amor a la Mexicana…………
pg. 72
Dos Mil Veinte………………
pg. 96
Cuentos Cortos y Poemas
Psicosis Camuflada…………
pg. 114
Mulata Seductora……………
pg. 176
Hombre Vulnerables,
Mujeres Perspicaces………..
pg. 204
Poemas………………………
pg. 254
Perfil del Autor……………….
pg. 268
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La Amarga Partida
Corría el mes de diciembre de mil novecientos setenta
y ocho en el humilde pueblo de Santa Elena, en el
departamento de Usulután, de El Salvador. Yo tenía
apenas once años. Esa noche ocurriría un doloroso
acontecimiento en mi hogar que cambiaría por
completo el destino de nuestra familia; este evento iba
a determinar el futuro sendero de mi vida para las
siguientes tres décadas.
Todo ocurrió después de la media noche, mientras yo
dormía, agotado por el cansancio después de haber
asistido a una fiesta cumpleañera en la casa de un
amiguito.
Poco tiempo después de la media noche, la temible
Guardia Nacional cayó por sorpresa, rodeando la
casona en la finca cafetalera donde mi padre se
encontraba, ignorante al amargo futuro que le
aguardaba debido a sus conexiones con el movimiento
revolucionario de El Salvador.
Una hora más tarde, me desperté alarmado al
escuchar el llanto amargo de mi hermano mayor. En
cuestión de minutos me informé de la terrible noticia:
cuarenta hombres desalmados se habían llevado
preso a mi padre, luego de acusarle de actividades
subversivas.
Veintinueve días más tarde, después de una
verdadera batalla legal con las autoridades estatales,
mi padre salió exiliado a la pequeña nación caribeña,
Belice. Los moretones y las cicatrices de las torturas
que recibió en manos de estos individuos le quedaban
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de recuerdo de lo que le ocurriría si jamás volvía a
poner pie en su tierra natal.
Nosotros le seguimos tres meses más tarde, en mayo
de mil novecientos setenta y nueve.
A pesar de tener apenas once años, abandonar mi
hogar no fue nada fácil. No fue hasta en el momento
de la partida que descubrí cuán grande era mi apego a
mis perros "Titán", el "mocho Piolín" y la cascarrabias
"Pantera". Al tener en mis brazos por última vez a mi
fiel compañero de cama, el gato "Murrungón", no pude
contener las lágrimas.
La mañana del cuatro de mayo, antes del amanecer,
el vehículo que nos llevaría a la frontera de Guatemala
emprendió la marcha.
La calle “polvosa” que durante muchos años fue mi
cancha de fútbol, me dio la despedida al elevarse
nubes blancas de polvo. Y detrás de estas nubes se
divisaba borrosamente la vieja casona blanca rodeada
de veraneras. Esa casa que lealmente me tomó en su
seno y vio por mi bienestar por más de una década, se
convirtió en un punto blanco que en un momento
inesperado se perdió en el horizonte.
El ladrar de los perros me sacó de ese trance. Los
vecinos salían a vernos con curiosidad. En un pueblo
tan pequeño como Santa Elena, hasta el más
insignificante acontecimiento se vuelve espectacular.
Yo fingí no darme cuenta de todo este alboroto, ya que
sentía ganas de llorar, y las miradas llenas de
compasión de algunos vecinos comenzaban a
abatirme. Cerré los ojos, inútilmente tratando de
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buscar una memoria agradable en la espesura de mi
mente.
Tres días más tarde llegamos a nuestro destino: un
rústico rancho en las afueras de Belmopán, pequeña
capital de Belice, con una población de mil quinientas
personas.
En este lugar comenzarían nuevas aventuras, unas
amargas y otras emocionantes, donde lo más difícil
seria un año de adaptación a esta nueva cultura afrobritánica.
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En Busca del Tesoro
En las afueras de Belmopan, detrás de un cementerio,
se
había
formado
un
caserío
de
gente
predominantemente hispana, venidera de El Salvador,
que había abandonado su país debido a la guerra civil
que ocurría allá.
En aquel entonces la población de esta pequeña
comunidad no excedía más de quizá treinta familias;
sin embargo, en los siguientes tres o cuatro años, esa
cifra se iba a doblar con la inmigración masiva que
llegaría de El Salvador, a tal punto que esta
comunidad llegaría a ser conocida como “Salvapán”.
A las pocas semanas de mi llegada conocí a “Meme”,
un chiquillo tal vez dos años mayor que yo, quien me
invitó a realizar una pequeña aventura a espaldas de
mis padres, consecuencias las cuales, yo no lo
imaginaba, iban a ser muy severas.
Yo me encontraba al lado del río intentando pescar
una tortuga con un anzuelo cuando Meme se me
acercó por vez primera:
-
¡Hola! – dijo Meme, sonriendo y haciendo un
pequeño gesto de saludo con la mano.
¡Hola! – respondí yo, sonriente al mismo
tiempo.
Tú eres parte de la familia de guanacos que
llegaron el mes pasado, ¿no?
Así es - le contesté de mala gana, habiendo
sido llamado “guanaco”, el apodo despectivo
que llevábamos los salvadoreños en el
extranjero.
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Yo también soy guanaco, solo que de nombre,
pues nací en esta pocilga que le llamamos
casa.
¿Cómo te llamás? – le pregunté con
curiosidad.
Meme, Meme Cárdenas.
Cárdenas, que bonito apellido. Yo soy Marcelo,
Marcelo Bustamante.
Bustamante también es bonito, suena como el
nombre de un poeta. ¿Qué haces? – Preguntó
Meme.
Pues, estoy tratando de pescar esa tortuga, ya
que no me atrevo meterme al agua para
agarrarla pues mi padre me advirtió que son
venenosas.
Ja, ja – rió Meme con burla – las tortugas no
son venenosas. Eso te lo dijo tu papá para que
no andes de travieso, pues las mordidas son
las peligrosas. Te pueden arrancar un dedo si
no andas listo.
Oye, - le dije yo molesto – mis padres no son
mentirosos. Si mi padre dice que son
venenosas, eso significa que son venenosas.
Entonces ¿para que querés agarrarla?
Quiero pescarla para matarla a pedradas como
solíamos hacer con las pocas víboras que nos
encontrábamos en El Salvador de vez en
cuando.
Ah, te gusta la acción, entonces. – comentó
Meme.
Claro, - dije yo – no sabes lo aburrido que la
paso desde que llegué a este pinche país.
Pues, nos vamos a llevar de maravilla – me dijo
Meme encantado – Te quiero hacer una
proposición.
¿Cómo qué? - le pregunté yo con interés.
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Allá, detrás de aquella montaña que se ve a lo
lejos, he escuchado que se encuentra un lugar
dentro de la selva donde una vez existió una
ciudad encantada. Ahora sólo quedan las
ruinas, y si tienes suerte, puedes encontrar uno
que otro tesoro.
Mentira. – le dije yo con indiferencia. – Esos
son cuentos de hada, y yo ya estoy demasiado
grande para caer en esas mentiras.
Te juro por Dios que nos mira en este
momento, - continuó Meme, - que esa ciudad
existe. Me lo contó Milo, un buen amigo mío,
que te puede contar lo que vio, y tal como él lo
dice, esa ciudad existe, con algunos de los
caseríos sin gente, donde todavía se pueden
ver casones de piedra triangulares, tal como se
ven en las revistas.
Se llaman “pirámides”, - le contesté yo – y
ahora les llamamos ruinas en nuestras clases
de arqueología.
Llámales como tú quieras, - pero, te voy a
contar esto con mucha confianza – respondió
él – si quieres hacer un poco de lana para
gastar, podemos excavar algún tesoro. Yo
nunca he logrado encontrar nada, solo unas
vasijas de barro despintadas y rotas, pero, no
me lo vas a creer, tengo otro amigo Rogelio “El
Sapo”, que te las paga al contado.
En ese momento yo cesé de hacer lo que estaba
haciendo y me puse de pie. Me acerqué a Meme
para verlo de frente, y me di cuenta que él no
sabía lo que estaba diciendo. En efecto, esa
ciudad sin duda existía en un país tal como Belice
que tenía tanto territorio sin explorarse. Y lo que él
ignoraba, es que él mismo estaba siendo
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explotado por este fulano “El Sapo” quien sin duda
alguna estaba involucrado en el mercado negro; es
decir en el contrabando de reliquias arqueológicas.
A pesar de mi corta edad de doce años, yo tenía
conocimiento de esto debido a mi fascinación con
las culturas prehispánicas que me dedicaba a
estudiar en mi tiempo libre. Al reconocer que tenía
frente a mí una gran oportunidad de hacerle de
“arqueólogo”, accedí como un tonto de aventurar
con Meme a esta ciudad pérdida.
Meme me había asegurado que la ciudad se
encontraba a dos o tres horas de camino, y que si
salíamos al amanecer, estaríamos de regreso
antes de la cena.
Al llegar a casa, pedí permiso a mis padres de
permitirme irme de pesca al bosque. Mis padres
accedieron siempre y cuando yo les prometiera
que no iba a nadar en el rio. Hicieron hincapié en
que yo tenia permiso de pescar en el rio, pero no
de bañarme en él, mucho menos de hacer
cualquier otra cosa que no fuera la pesca. Les
aseguré que iba a cumplir lo acordado, y al
presentarles a mi nuevo amigo Meme, ellos se
sintieron más tranquilos, pues Meme era hijo de
unos vecinos que ya congeniaban con mis padres.
Un sábado por la mañana, Meme y yo
emprendimos nuestra expedición en búsqueda de
reliquias arqueológicas. Al adentrarnos dentro del
bosque, sentí cierto temor al ver desaparecer
detrás de nosotros el caserío de “Salvapán”. Aquí
ya no se escuchaba el ladrar de los perros, ni el
canto de las gallinas. Solo se escuchaba el canto
de aves salvajes, el soplar del viento sobre árboles
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gigantescos, y una que otra fiera salvaje, tal como
los pumas, jabalíes y otros gatos monteses.
Al escuchar un alarido semi-humano, empecé a
dudar de mi decisión. Meme me aseguró que se
trataba de alguna hiena hambrienta. Dijo que estas
se reían también como los humanos, así que, que
no me asustara. Además, alegó él, ¿Dónde estaba
mi espíritu de aventurero, del que yo le había
hablado el otro día cuando intentaba matar con mis
propias manos una tortuga “venenosa”?
Un poco avergonzado, oculté mi temor, empuñé
con más fuerzas el pequeño machete que yo
llevaba en las manos, y le dije que marcháramos
hacia la ciudad perdida.
Luego de una hora y media de marcha, Meme dijo
que estábamos a medio camino. Dijo que al cruzar
el río, encontraríamos un enorme peñasco donde,
al subirnos, localizaríamos la montaña en frente de
nosotros.
Usando de puente un enorme árbol caído sobre el
río, cruzamos el otro lado. Sin embargo, no había
ningún peñasco por ninguna parte. Y para colmo
de males, los árboles eran tan gigantescos, que a
penas se podía ver el cielo arriba de nosotros; en
otras palabras, no se veía el horizonte.
Meme extrajó un mapa hechizo de su bolsillo y
comenzó a revisarlo.
-
¿Qué es eso? – le pregunté yo, esperando una
mejor respuesta.
Es un mapa que me proporcionó “El Sapo”.
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-
-
Pero, ¿para qué necesitas mapa? Pensé que
habías estado en la ciudad perdida muchas
veces.
Sí, - respondió Meme. – Pero en todas esas
veces, yo acompañaba a Milo, quien conocía
el camino sin consultar el mapa.
Yo sentí ganas de llorar al reconocer que
estábamos extraviados y que lo mejor era
regresar. Milo estaba de acuerdo conmigo, y sin
mucho titubear, buscamos el árbol caído y
emprendimos el regreso antes que fuera tarde.
Sin embargo, al cruzar el río no se reconocía la
vereda de dónde habíamos venido. Todo se veía
igual con maleza, flores silvestres, arbustos y los
árboles gigantescos. Yo le aseguraba a Meme que
el camino de regreso estaba por unos arbustos de
flores blancas que recordaba haber visto. Meme
me aseguró que esas flores blancas se
encontraban por doquier. Sin embargo, accedió
proceder en la dirección que yo sugerí, pero esta
solo nos adentraba más dentro de la selva. Para
colmo de males, nos cruzamos con un pantano
que no habíamos visto al venir.
Al cabo de dos horas de búsqueda fuimos a dar al
mismo lugar donde habíamos consultado el mapa
por primera vez. Yo empecé a sentir una horrible
desesperación, y también me sentí nauseabundo.
Meme dijo también sentirse mareado y eso me
hizo pensar que si él sentía los mismo síntomas,
esto no era psicológico. Mi padre nos había
hablado de una planta llamada barbasco que es
sumamente venenosa. Los indios la usaban para
envenenar el agua del río para poder extraer los
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peces. Sin embargo, el solo tocar esta planta con
las manos era muy peligroso pues poseía unas
sustancias que mareaban solo con el olor. Le
comuniqué a Meme mis sospechas, y nos
aseguramos de bañarnos a la orilla del río lo más
pronto posible.
Juzgando por la luz del sol, en ese momento
debían ser cerca de las cinco de la tarde; el sol se
iba a ocultar en un par de horas, y en ese preciso
instante, mis padres estarían echando rayos y
centellas por mi tardanza. Al anochecer, cundiría el
pánico en todo mi hogar, y si al día siguiente no
estábamos de regreso, toda la vecindad estaría al
tanto de nuestra desaparición.
Siguiendo nuestra intuición, seguimos lo que
parecía una vereda de venados, la cual tal vez nos
llevaría a algún lugar donde podríamos divisar el
horizonte y con un poco de suerte, ver algún
rastro humano como un hilo de humo, o cualquier
otro indicio que condujera a la humanidad.
Manteniendo presente una lección de uno de mis
profesores de ciencias naturales, convencí a
Meme que no nos convenía alejarnos del agua,
pues la existencia de un río, es esperanza que
tarde o temprano encontraríamos vida humana al
mantener presente que el agua nos da vida.
Al anochecer, agotados del cansancio y un poco
recuperados del mareo de barbasco, decidimos
dormir bajo la sombra de un enorme árbol. Meme
me ofreció un emparedado de queso con tocino,
pero yo lo rechacé, pues a pesar de no haber
comido nada todo el día, había perdido el apetito
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dadas las circunstancias.
Durante la noche, sorprendentemente hacía
mucho calor. Dada nuestra falta de preparación
para pasar la noche en la intemperie, esto fue una
bendición de Dios.
Quizá habían transcurrido unas tres o cuatro horas
de haber conciliado el sueño cuando me despertó
el canto de las aves. El sol aun no aparecía en el
horizonte, sin embargo se divisaban unas luces en
los alrededores. Supe después que esto se
llamaba “la aurora”. Era unas luces sonrosadas,
casi artificiales que se colaban por la capa de
árboles que nos rodeaban. En lugar del calor que
se había experimentado durante la noche, había
una frescura tan agradable que yo jamás había
experimentado antes. Luego, decorando tan lindos
paisajes se formó un ambiente tan agradable con
enormes aves coloridas volando por doquier, que
por un momento me olvidé del horrible dilema en el
que me encontraba.
Con angustia recordé a mis padres, que andarían
buscándonos en el bosque. A un lado, Meme aún
dormía, utilizando una enorme raíz de almohada. A
mi lado se encontraba también el bolso con la
merienda. De prisa busqué lo que ahí hubiera, y
devoré con ansia todo aquello que fuera
comestible. Luego desperté a Meme y decidimos
continuar buscando el camino a casa.
Al marchar a lo largo del río observamos que las
aguas se volvían cada vez menos y menos
turbulentas. En cierto momento, el río dejó de
escucharse, y nos cruzamos con lo que parecía
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una enorme laguna.
En este lugar, observamos un fenómeno bastante
extraño: justamente bajo nuestros pies, se
escuchaba el agua caer sobre un vacío; era un
ruido similar al escuchar la lluvia caer del tejado.
Hasta la fecha no puedo dar explicación a esto,
pero los descubrimientos que hicimos a
continuación me llevaron a la conclusión que
estábamos contemplando lo que quizá en un
pasado haya sido un pozo construido por humanos
que ahora había quedado soterrado por siglos de
erosión y otros azotes de la naturaleza.
A unos veinte metros de la laguna se veía un
pequeño cerro que en cuestión de segundos
concluimos que no era simplemente un cerro:
habíamos hecho un hallazgo que hubiera sido la
envidia del mejor arqueólogo, pues estábamos
contemplando lo que en una vez había sido
indudablemente una pirámide pre-hispánica, ahora
convertida en verdaderas ruinas.
Meme me aseguró que esas eran las estructuras
que él había visto con Milo en ocasiones
anteriores, y su rostro se llenó de júbilo al correr
hacia ella. Con ansiedad subimos hasta la cima, y
una vez en la cúspide, pudimos divisar al otro
extremo de la laguna el paisaje más espectacular
que yo jamás haya visto en mi vida: en un pequeño
campo abierto, cubierto por maleza verde se
encontraban tres pirámides, una al lado de la otra,
con otras estructuras que una vez quizá fueron
enormes paredones de lo que parecía un estadio.
En la superficie de algunos paredones todavía se
veían figuras pintadas de hombres y animales.
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Meme recorrió con alegría el campo abierto, y dijo
reconocer el lugar. Lo que sucedía era que
nosotros habíamos entrado por la parte exterior, es
decir por una de las esquinas del lugar, pero la
ciudad era la misma que Milo y Meme habían
visitado en ocasiones anteriores.
En ese momento decidí olvidar por completo que
estábamos desaparecidos desde el día anterior, y
me dediqué a la búsqueda de alguna reliquia maya
que hubiese quedado abandonada por ahí.
Me dirigí hacia la pirámide más elevada. Estaba
completamente cubierta de maleza y arbustos.
Sirviéndome del machete que cargaba, corté una
estaca y la usé para excavar el suelo bajo mis
pies. Mi intuición no pudo ser más certera. A
simplemente pulgadas de la superficie, desenterré
una escultura que consistía en un cráneo de piedra
verde, mejor conocida como el jade.
“¡Meme, Meme! ¡Ven de prisa a ver lo que
encontré!” – grité en voz alta.
“¿Qué hallaste?” – dijo Meme al ver lo que yo
sostenía en mis manos.
“Es un cráneo de jade”.
“¿Jade?” – preguntó Meme con una expresión de
confusión.
“Sí, jade. Es una piedra semi-preciosa, pero te
aseguro que esta reliquia vale un dineral.”
“Llevémosela al “Sapo”, tal vez nos ofrece unos
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treinta dólares con un poco de suerte”, – dijo el
muy idiota.
“De ninguna manera,” – dije yo, sin siquiera
corregirle la cifra que él tenía en mente, – “Este es
mi hallazgo, por lo tanto, yo me quedo con él…”
Meme se calló la boca y tomó la estaca que yo
había utilizado. A los minutos de excavar, extrajo
un objeto que parecía una máscara de piedra.
Meme la miró con indiferencia y la tiró a un lado.
“Si tú no la quieres, me la quedo yo”, dije con
entusiasmo. Meme se encogió de hombros.
No fue hasta muchos años después que me di
cuenta que Meme y yo acabábamos de profanar
un templo ceremonial, y en efecto habíamos
saqueado la tumba de un antiguo cacique maya,
un castigo el cual, no lo cobraron las autoridades,
pero si lo cobraron mis padres.
Al llegar a casa, al anochecer del día siguiente, yo
no tenía ni idea de qué decirles a mis padres.
Podía mentir, pero se me había enseñado que a
los padres nunca se les miente, no importa cuán
severas sean las consecuencias por decir la
verdad. De hecho, en algunas ocasiones mis
padres me habían azotado salvajemente no por
haber hecho algo malo, pero simplemente por no
haber revelado la verdad. Así que esta vez, decidí
decir todo tal como había ocurrido, sin omitir
ningún detalle.
Las consecuencias fueron las mismas.
Mi padre se quitó el cinturón de cuero de los
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pantalones, y después de mojarlo en agua, me
asestó seis fuertes golpes en la espalda, que estoy
seguro que hasta el cacique maya cuya tumba
habíamos profanado, escuchó los alaridos de dolor
que yo emitía.
En cuanto al cráneo de jade que yo había
encontrado, por orden de mis padres, tuve que
entregárselo al director de mi escuela, prometiendo
que jamás volvería a cometer un acto como tal.
19
Diana…
A los tres años de llegar a Belice, me enamoré
trastornadamente por vez primera de una mujer adulta
cuando yo tenía sólo quince años.
Era el año de mil novecientos ochenta y dos. Su tierra
natal: Colombia, Bogotá, la tierra de contrastes,
conocida por la impiedad de sus barones Narcos, y
por el corazón de oro de las mujeres que suelen
acompañarles.
Yo no tenia ni la más remota sospecha cuando la vi
por primera vez, que esa extraña se convertiría en la
primera y única mujer que casi, casi lograría romperme
el corazón; la primera y única mujer que haría el
primer intento audaz de despojarme de la inocencia.
Esa fue, sin duda alguna, la experiencia de mi vida
que dejo cicatrices imborrables en lo más profundo de
mi alma. Fue una experiencia inolvidable que dejaría
memorias impresas en mármol por las siguientes dos
o tres décadas de mi vida.
Ninguno de los dos teníamos ni la menor idea cuando
nos cruzamos en aquel baile de inauguración escolar
que algo tan trascendental se desarrollaría en las
primeras semanas de clase.
Fue inevitable: yo me enamoré de ella. Las cosas
ocurrieron sin que yo pudiera hacer nada al respecto.
En aquella temprana edad de quince años, no se
razona. Uno es vulnerable al aroma embriagante de su
perfume, esa sonrisa cautivante, el blanco impecable
de sus dientes. Y no se diga cuando sonreía y
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pestañeaba coquetamente.
Para colmo de males, Diana poseía esa belleza
interna que va más allá del físico; esa belleza interna
que no tenía nada que ver con el cutis delicado de su
piel blanca-nieve; esa belleza que no se puede
adquirir con cremas ni maquillaje: la virtud y un
carácter encantador. He aquí una mujer que a pesar
de ser hermosa y de familia distinguida, era una de las
mujeres más humildes y llevaderas que yo jamás haya
conocido. Con estas cualidades, y siendo la hija del
embajador colombiano en esta pequeña nación, Diana
era definitivamente una de las jovencitas más
codiciadas de esta pequeña ciudad caribeña.
Con el correr del tiempo nuestra amistad creció, y esa
amistad en un momento inesperado se convirtió en
amor; en amor o en algo parecido al amor.
Definitivamente se desarrolló una fuerte atracción
sexual. Desde el principio yo sabía que estaba
cometiendo un error. Pero no pude manejar mis
sentimientos.
Tal vez yo hubiera recapacitado un poco mejor si
hubiese sabido cuan íntima era su amistad con su
novio. Pero a mi edad, era inconcebible que la mujer
de quién yo estaba enamorado pudiese tener un
amante. Hasta esa fecha, yo me había enamorado
muchas veces de chicas inocentes: sus edades
variaban entre los seis y los quince años.
Nunca pude imaginarme que uno de estos seres que
para mi significaban tanto, pudiese hacerme lo que
Diana me hizo a mí. Ella me hizo amarla, mientras que
ya estaba compartiendo con alguien más el acto
supremo que un hombre y una mujer pueden
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compartir. De esta manera, yo llegué a conocer lo que
son los celos: una mezcla de tristeza, amargura con
odio y desprecio hacia ella y él.
No se me olvida aquel angustioso día cuando me tocó
descubrir, por puro accidente, que Diana y su novio
eran amantes. Fue un golpe estremecedor.
Por pura casualidad yo tuve que escuchar la
conversación entre Diana y una de sus amigas.
Cuando comprendí de qué hablaban, sentí hundirme
en un vacío oscuro y sin fondo. La tristeza que me
agobió fue semejante a la tristeza que solamente
había sentido cuando murió mi abuela.
Desde ese momento me hice una promesa: nunca
volver a fijarme en una mujer que ya esta
comprometida. Solamente de esta manera podía
asegurarme que esta clase de situación no se
repetiría.
Recuerdo aquella hermosa tarde que pasamos juntos
en el cadalso de su casa. Esa mañana ella había
decidido ir al grano y hacer un último intento de llevar
a cabo sus intenciones al invitarme a su casa. La
invitación me tomó por sorpresa. Yo acepté sin
pensar, un poco nervioso al imaginarme las
consecuencias de estar a solas con esta mujer.
Al llegar a su casa, mi corazón palpitaba
aceleradamente. Toqué a la puerta y Diana abrió.
Sorprendentemente, ella también estaba muy
nerviosa. Nuestros ojos se encontraron, y hubo una
pausa bochornosa al no saber que decirnos. Lucía
muy preciosa. Su melena negra suelta sobre sus
hombros, la revelante mini-falda negra, sus pies
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completamente desnudos y esa blusa celeste
coquetamente desabrochada para mostrar el sostén
negro. Todos estos detalles no dejaban ninguna duda
que ante mi se encontraba una mujer que no le tenía
temor a ningún hombre ya que la vida no le tenia
secretos; Diana había experimentado de todo, al
menos por una vez.
Minutos más tarde, nos encontramos a solas,
sentados uno frente al otro, Diana clavándome la
mirada con una aparente dulzura que no lograba
ocultar sus intenciones indecorosas. Cuando alcé la
vista, sentí que el corazón me dio un vuelco dentro del
pecho al cruzarme con esos ojos negros que parecían
querer devorarme. En ese momento me arrepentí de
haber aceptado esa invitación, y sentí deseos de
alejarme de ese lugar lo más pronto posible, antes de
que fuese muy tarde.
Diana debe haberse percatado de mi nerviosismo ya
que en ese instante se levantó de su asiento y dijo que
iba a buscar unos refrescos. Minutos más tarde, se
escucho la música de Roberto Carlos en el fondo:
“Sonriendo te abracé...”
Diana regresó con dos vasos de jugo. Me ofreció uno.
Al entregármelo, las yemas de nuestros dedos hicieron
contacto, dejando escapar una descarga eléctrica que
por poco me hace dejar caer el vaso en el suelo.
Luego entablamos una conversación sobre los
acontecimientos cotidianos; los profesores y sus
flaquezas; nuestras materias favoritas; los problemas
familiares; su niñez en Colombia… y de repente…
¡Diana abordó el tema del amor!
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Ella se encontraba de pie a mis espaldas. Mientras
que yo le narraba con entusiasmo una de mis
aventuras cazando iguanas con mis amiguitos en El
Salvador, la atrevida de Diana puso su mano derecha
sobre mi hombro izquierdo y dejo correr su mano
lentamente hasta lograr acariciarme el cabello. Yo me
callé al perder el habla.
Con una voz muy melosa Diana comenzó: “Marcelo,
usted y yo necesitamos tocar cierto tema, tarde o
temprano…”
Buscando una salida a esta situación tan incómoda, el
recuerdo de su novio me vino oportunamente a la
memoria. Y sentí un ataque fugaz de furia al recordar
que Diana no tenia ningún derecho de proponer lo que
iba a proponer en los siguientes minutos.
De un tono seco le dije: “Diana, por favor no me
toques.” Hubo una pausa prolongada donde solo se
escuchaba la fuerte respiración de ambos. Sin saber
que decir, ella retiró su mano. Yo agregué, “Creo que
es mejor que me vaya…”
Sin decir palabra, y sin mirarle al rostro, me marché.
Al llegar a casa me sentía confundido. Sentía orgullo
al no haber manchado mi dignidad, aunque al mismo
tiempo sentía un cierto remordimiento de haber
rechazado tan linda mujer. Y en el fondo de mis
entrañas, mi espíritu machista me daba bofetadas al
recordarme que mi conducta no fue la conducta de un
verdadero hombre que nunca debe dejar pasar por
alto toda buena oportunidad.
La relación entre Diana y yo podía describirse como
24
una serie de lecciones de lo que es el amor y los
celos. Y aunque Diana Victoria Hernández y yo nunca
fuimos amantes, Diana fue definitivamente la mujer
que me convirtió en un hombre. Fue ella quien me
enseñó que uno nunca debe enamorarse de una mujer
que ya esta comprometida. Y el hombre que viole esta
regla tendrá que atenerse a las consecuencias.
Hoy en día ha habido otras mujeres; ha habido
amantes de vez en cuando. Pero ninguna de ellas tuvo
el impacto que Diana tuvo en mi vida. Años más tarde,
aun suspiro inconscientemente cuando la imagen de
Diana me viene a la memoria.
A veces pienso que si solamente yo hubiera sido
menos altanero, en sus brazos yo hubiera tenido la
experiencia más grande de mi vida. ¡Maldita sea! Pero
mi orgullo y mi dignidad son más importantes que
cualquier impulso físico.
Y hasta hoy día me enorgullece mucho poder decir
que nunca complací los deseos caprichosos de Diana.
Nunca... nunca...
25
La Pérdida de la Inocencia
Muchos años más tarde, tres mil millas lejos de
aquella pequeña nación caribeña, finalmente, una
jovencita audaz logró obtener de mí lo que Diana
intentó obtener en vano.
Cumplidos los veintidós años, me recibí de licenciado
de la Universidad de Calgary en Alberta. Sin siquiera
esperar para asistir a la ceremonia de graduación,
tomé un vuelo con dirección a la ciudad de Québec
donde iniciaría un empleo como coordinador de un
intercambio
estudiantil-universitario
a
nivel
interprovincial.
Al llegar a la ciudad de Québec, me presenté a la
agencia gubernamental “Agence de Placement
d’Etudiants” y me entrevisté con mi futura jefa,
Geneviève Beauchemin. En esa reunión conocí
también a mis demás homólogos: Robert Fournier, el
líder del grupo estudiantil de Saskatchewan, Janelle
Bast, líder del grupo de British Columbia, Donna
Freeman, líder del grupo de Manitoba.
A los cinco minutos de haberse iniciado la reunión con
nuestra nueva jefa, entró una señorita que aparentaba
unos veintidós años. No era extraordinariamente bella
de cara, pero si tengo que admitir que tenía un cuerpo
muy esbelto. Esta jovencita era nadie menos que
Linda Belmont, integrante y capitán de la selección de
voleibol de la Universidad de Ottawa, quien ahora
había sido nombrada líder del grupo estudiantil de la
provincia de Ontario, mi futura compañera de trabajo,
y, quien en las siguientes semanas, se convertiría en
nadie menos que mi primer amante.
26
Concretadas las presentaciones, nos dio la bienvenida
el director de la agencia, Monsieur Gaétan Nadeau, un
hombre viril, cincuentón, que portaba un brazalete
vistoso de oro en la muñeca izquierda, quien apenas
daba la impresión de ser un funcionario de alto rango.
Este señor nos hizo saber que la provincia de Québec,
a pesar de los fuertes deseos de independizarse del
resto del país, deseaba al mismo tiempo establecer
vínculos muy fuertes con el resto de las provincias y
fomentar un ambiente de co-existencia y cooperación
donde todo ciudadano pudiera vivir tranquilo y en paz,
sin importar cualquier diferencia cultural o lingüística.
Vaya, me dije yo, ¡el sueño del difunto Monsieur René
Levesque sigue en vida!
Después del primer día de trabajo decidimos ir todos a
la Grande Allée, lugar predilecto de todos los turistas y
jóvenes que querían pasar un momento agradable.
Encontramos un bar-restaurante de nombre “Le Coin
Trifluvien”, que estaba localizado al lado de un castillo
de aspecto medieval que tengo entendido fechaba del
siglo diecisiete. Al otro extremo se divisaba los
campos de Abrahán, lugar donde se libró la famosa
batalla entre los ingleses y los franceses, que daría
como resultado el anexo de la provincia francesa a la
corona británica al perder la batalla los franceses.
Al entrar al bar y conversar en inglés pude detectar
ciertas vibraciones de disgusto de algunos de los ahí
presentes, en concreto, algunos de los nativos francocanadienses que posiblemente apoyaban con fervor el
movimiento separatista que en aquellos años había
ganado tanta popularidad.
En la mesa donde estábamos sentados, Linda
27
Belmont, mi futura amante, estaba a mi derecha y
habíamos entablado una conversación.
Linda, con rasgos casi hispanos, era hija adoptada.
Supe que su padre era sargento de la OPP (Ontario
Provincial Police), y era un hombre muy humilde y
cariñoso que lo último que tenía era alma de polizonte
desalmado. En aquel entonces Linda estaba a punto
de recibirse como licenciada en Ciencias Políticas y su
sueño era un día adquirir un doctorado en relaciones
internacionales y representar a su país como
diplomática en el extranjero, de preferencia Asia. Era
una chica extremadamente feminista, quien detestaba
el género masculino sobre todo en países del tercer
mundo donde a la mujer todavía se le veía como una
pertenencia o posesión material.
Tengo que confesar que yo, siendo originario de un
país del tercer mundo, no tomé a pecho las palabras
de Linda, pues yo también, igual que mi hermana,
compartíamos el mismo punto de vista que Linda
Belmont. Yo había sido testigo ocular de la violencia y
abuso que mi propia madre tuvo que soportar en
brazos de un hombre machista y sin mejor cultura que
la de un campesino salvadoreño que piensa que a la
mujer se le puede ser infiel y propinarle palizas de vez
en cuando.
Linda me tomó mucho aprecio y afecto al ver que yo
había vivido en carne propia lo que ella apreciaba solo
en teoría.
Sin llevar ninguna mala intención en la mente, la invité
a que fuéramos a conocer el Castillo de Frontenac el
día siguiente. Juro y vuelvo a repetir que yo no llevaba
ninguna intención indecorosa al momento de hacer la
28
invitación, pues, en primer lugar, Linda Belmont no era
mi tipo. Tal como lo mencioné anteriormente, el rostro
de ella no era nada extraordinario, a pesar de poseer
un cuerpo muy atlético. Además, hasta el momento yo
aun conservaba la virginidad, y lo menos que cargaba
en la mente era valor y capacidad para seducir a una
mujer.
La tarde siguiente, cuando el sol ya parecía de color
anaranjado en el horizonte, Linda y yo nos dirigimos a
pie, atravesando todos los planes verdes de Abrahán y
rodeando el río St. Laurent. Al llegar al Castillo de
Frontenac, tomamos unas fotos, posando abrazados
como si fuéramos amigos de antaño. Escuchamos uno
que otro discurso acerca de la historia del castillo, y
después, salimos a ver el ocaso en uno de los tantos
balcones del castillo. Juro que fue un espectáculo tan
impresionante, que hasta la fecha me atrevo decir que
una ciudad tan preciosa como lo es la ciudad de
Québec, no la hay en todo Canadá.
Al salir del castillo abordamos un taxi pues ya había
oscurecido. Ya que éramos vecinos, le pedí a Linda
que se detuviera unos momentos en mi casa para que
yo le mostrara mi álbum familiar. Ella accedió con
gusto. La invité a pasar al “basement” que yo alquilaba
a cinco minutos del plantel de la universidad Laval en
el barrio de St. Foy. Le ofrecí un refresco y una galleta.
Me pidió con confianza que le diera dos galletas.
A los quince minutos de estar en mi casa comenzó la
lluvia afuera. Todavía sin ninguna mala intención en la
mente, le invité a Linda que pasara la noche en mi
hogar. Le di la opción de quedarse en el sofá de la
sala, o que me dejara el sofá y yo con gusto le cedía
mi cama. Ella mostró agradecimiento por tan lindo
29
gesto, pero declinó diciendo que era mejor que se
fuera a su casa y que si no era molestia, que yo la
acompañara.
Juro que a pesar que yo solo había conocido a Linda
por menos de cuarenta y ocho horas, había llegado a
tomarle un cariño y un afecto tan fraternal como pocas
veces sucede. Estoy seguro que ella podía captar
estos sentimientos, y hasta cierto punto, yo podía ver
también que estos sentimientos eran mutuos.
Ya que había decidido irse a casa bajo la lluvia, le pedí
a la dueña de la casa un paraguas prestado, y me
ofrecí acompañar a Linda a su casa que estaba a diez
minutos de mi hogar.
Caminando bajo la lluvia, protegiéndonos bajo el
mismo paraguas fue muy tierno. No recuerdo ni cómo
ni cuándo, pero de repente nos encontramos
haciéndonos preguntas acerca de nuestra vida sexual.
Yo le dije con orgullo en la voz que aun conservaba la
virginidad y que no me avergonzaba admitirlo
públicamente, pues yo consideraba que era una de las
pocas virtudes que me quedaban. Linda se quedó
boquiabierta al ver que yo estaba hablando con
sinceridad. Me dijo que esto era verdaderamente
admirable, y que en esa época, era muy difícil
encontrar a alguien virgen después de los quince años.
Luego Linda me confesó que a pesar que ella no tenía
un pasado de libertinaje, ya no conservaba la
virginidad. Ella había tenido un amante con quien
había hecho el amor cinco veces, y antes de este, se
había desnudado con un “amiguito” de la secundaria,
pero no concretaron nada al final. Le dije chisteando
que por lo tanto ella tenía un total de un amante y la
30
mitad.
Al llegar a su casa nos sentíamos tan a gusto el uno
con el otro que ninguno de los dos queríamos
separarnos. Ella me pidió que pasara a conocer su
aposento, y yo accedí con gusto. Ella también vivía en
el sótano de una casa. A diferencia del mío, su
apartamento estaba completamente amueblado, y su
dormitorio tenía una cama matrimonial.
Al entrar al dormitorio, Linda me ofreció una toalla para
secarme el cabello mojado por la lluvia. Luego ella se
quitó los zapatos, saltó sobre la cama y comenzó a
saltar en el colchón como que si este fuera un
trampolín. Yo miré con cierta envidia al recordar
memorias tan agradables de mi niñez. Linda, por
habilidad quizá telepática, adivinó mis fervientes
deseos y me hizo un gesto que me agregara a la
acción. Salté entusiasmado y comenzamos a brincar
en el colchón de su cama. De repente ella fingió
querer luchar conmigo, retozando como un caballo o
yegua. Yo le imité, y comenzamos a retozar como dos
adversarios de lucha libre. De repente los dos caímos
sobre la cama, y mientras ella yacía sobre el lecho, sin
pensar porqué, ni cómo, ni para qué, la acerqué hacia
mí y le besé los labios. Ella al principio no reaccionó ni
tampoco me rechazó. Yo la besé de nuevo y esta vez
ella comenzó a respirar profundamente. Tenía la
mirada fija en el techo de la casa, y no reaccionaba a
los besos que yo seguía dándole en los labios.
Al cabo de unos minutos, ella seguía respirando
ruidosamente y me dijo, al no saber como animarme:
“Eres tan tierno; tan gentil en tu manera de proceder…”
Yo seguía besándola tiernamente, animado por sus
31
palabras. A los pocos minutos, Linda buscó con sus
dos manos, el zipper de mis pantalones. Desabrochó
el botón y luego el zipper, y extrajo con sus manos
toda mi virilidad. Lamento tener que confesar que
debido a que todo esto fue tan súbito e inesperado, y
debido a que yo no consideraba que Linda era una
gran belleza que despertaba en mí el deseo, en
aquellos momentos de la “extracción de mi virilidad”,
yo no lograba una erección completa.
Más bien que por curiosidad que por deseo, decidí
reciprocar las acciones de Linda y comencé a
despojarla de su vestimenta. Contemplé con asombro
los pechos firmes y enormes, tal como los había visto
en las revistas pornográficas que yo ocasionalmente
tengo que confesar que había hojeado por curiosidad
masculina. Luego, al despojarla de sus pantalones y
de su prenda íntima, tengo que confesar que sentí
cierta decepción al frotar con mis manos la parte más
íntima de su cuerpo y descubrir que los vellos que ahí
tenía eran vellos comunes y corrientes. En otras
palabras, la primera experiencia sexual, era lejos de
ser tan maravillosa como mis amigos la describían.
Después de unos quince minutos de juguetear de esa
manera, y al no sentir nada extra-ordinario o especial,
busqué un pretexto para levantarme y le dije en un
tono de preocupación:
“Es tarde. Es mejor que me vaya…”
Lentamente la separé, le di un último beso y empecé a
vestirme. Mientras ella contemplaba esa escena me
dijo:
“¿Verdad que esto es como en las películas?”
Yo sonreí y le dije:
32
“Tengo ganas de orinar. ¿Puedo usar tu baño?”
Ella señaló una puerta y me dirigí hacia ahí.
Al salir me despedí, y ella se puso de pie y me indicó
con un gesto que quería darme un abrazo antes de
partir. Al acercarme a ella pude ver de nuevo sus
pechos grandes y sólidos, las puntitas color rosa como
yo nunca imaginé los pechos de una mujer.
Al día siguiente ambos nos presentamos al trabajo
como que si nada hubiese sucedido. Tengo que
confesar que me sentía algo avergonzado por lo
ocurrido, y sospecho que ella también. Al mismo
tiempo que sentía vergüenza, yo quería decirle en voz
alta a todos los colegas de la oficina y a todo el mundo
entero que yo había estado a punto de perder la
virginidad y quería que todo el mundo lo supiera.
Sonreí al pensar que me estaba comportando como
un adolescente; ese era el precio que yo estaba
pagando por haber decidido conservar la virginidad
durante mi adolescencia; por lo tanto, me mordí la
lengua y guardé el silencio.
Después del trabajo, nos fuimos juntos a casa, y le
pedí venir a mi casa. Me preguntó coquetamente si la
estaba invitando a cenar. Le dije que por supuesto, y
le dije bromeando que si gustaba podía quedarse a
desayunar. Mi casa era su casa. Ella sonrió, pero no
dijo ni “sí” ni “no”.
Después de las siete, mientras yo miraba la televisión,
Linda tocó a la puerta. La invité que pasara adelante, y
nos sentamos a ver la televisión juntos. Mas tarde,
encontré un pretexto para acercarme a ella y puse
ambas manos sobre sus hombros. Ella no hizo
33
ninguna indicación que esto la incomodaba así que la
sostuve así un momento. Luego la topé contra mi
persona, y tiernamente le mordí la oreja. Ella pareció
excitarse, y me sentí animado a ir más lejos. La tomé
en mis brazos y le pedí que nos fuéramos a la cama
donde estaríamos más cómodos. Ella accedió.
Ya en el dormitorio, ella sentada sobre la cama, se
quitó lentamente la blusa color de rosa que cargaba
puesta. Contemplé de nuevo sus pechos grandes
también color de rosa, y vi con agrado mientras ella se
desabrochaba el pantalón. Me dio una mirada de
atrevimiento al bajarse el zipper y revelar que no
cargaba ninguna prenda íntima. Hasta ese momento
yo había estado muy relajado, pero en ese instante
sentí que el corazón comenzó a palpitarme
aceleradamente y sentí una corriente de calor muy
extraña que comenzó a recorrerme la espalda. Luego,
algo dentro de mí comenzó a cambiar de magnitud, y
el resto lo dejo a la imaginación...
Y fue de esta manera que ahí, durante esa cálida
tarde de verano, en la soledad de mi humilde
dormitorio, yo perdí la inocencia.
Lo recuerdo como si todo hubiese ocurrido ayer: la
respiración jadeante mezclada de éxtasis, mientras
ella me transportaba a un lugar remoto y desconocido
del universo. Minutos más tarde, este viaje culminó en
un gemido nervioso confundido por el pánico. Y fue en
ese preciso instante cuando estallé en mil pedazos y
toda parte de mi ser se regó por la inmensa galaxia.
Lo que me pareció una eternidad más tarde, logré
descubrir mi cuerpo agotado y semi-inconsciente, mis
ojos fijados en el techo, pensativo. En silencio
34
murmuré, “Mi niñez…se ha quedado atrás para
siempre. Para siempre…”
35
Arribo a Toronto
A los veintitrés años había llegado por primera vez a
radicar en Toronto y tenía toda la vida por delante. Era
un hombre común y corriente; ni alto, ni bajo, ni gordo
ni flaco. Poseía un rostro relativamente bien parecido,
sin embargo la madre naturaleza me había castigado
con un abultamiento prematuro del vientre, a pesar de
mi adicción a los deportes.
Al momento de mi llegada corría el mes de agosto de
mil novecientos noventa y uno, cuando la ciudad, y en
sí el país entero, se encontraba en plena recesión.
Dejaba detrás de mí mismo un pasado lleno de
amarguras, antecedentes familiares oscuros y tal vez
bochornosos, los cuales deseaba borrar por completo
de la memoria sin dejar el menor rastro. Sin embargo,
poco me imaginaba que los poderes celestiales no
serían tan bondadosos en cuando a concederme estos
deseos.
Al aterrizar el avión en el aeropuerto de Pearson en
Mississauga, nadie llegó a recibirme. Nadie me
conocía. Descendí de la nave, asentí levemente con la
cabeza cuando la aeromoza me dio la bienvenida a
Toronto, respiré profundamente, y busqué la salida
más cercana.
Unos cuantos días después había conseguido empleo
temporal podando el césped de la gente bien
acomodada de la ciudad de Toronto. El jefe, el italiano
Luigi “Fetuccini”, pagaba una miseria de seis dólares
por hora, alegando que los tiempos estaban difíciles, y
36
que cualquier empleo era mejor que morirse de
hambre.
Pocas semanas de mi llegada me encontraba en la
tienda Tropical Corner, localizada sobre Bloor y
Bathurst, un área predominantemente hispana. Fue
ahí donde vi por primera vez un rostro conocido que
juraba haber visto unos años atrás. Me dirigí al tipo
con cierta timidez:
“Buenas Tardes…”
“Ah, buenas…te, ¿te puedo servir en algo?”
“Pues, te estaba observando, y tu rostro me parece
muy conocido. De casualidad, ¿viviste en Calgary en
algún momento?
“No, no viví en Calgary, pero si pasé unos días ahí
cuando estuve de visita visitando a mi amigo José…”
“¿José? ¿José Parra? ¿No me digas que tú eres
amigo de José, un chavo salvadoreño?”
“ !Sí, el mismo! Así que ¿tú eres amigo de José
también, ah? ¿Cómo te llamas?
“Pues, yo, Marcelo, Marcelo Bustamante.”
“Oscar, Oscar Paredes para servirte”
“Y dime Oscar, ¿no te acuerdas de mí? ¿No te
acuerdas que José te trajo a mi escuela de Karate,
donde él y yo le hacíamos al deporte?
“Pues fíjate que si me acuerdo de la visita a la
37
escuela, pero de la gente que ahí conocí ese día solo
tengo recuerdos borrosos.”
“Ah, pues no importa, aún así podemos ser ‘cuates’
como dicen los mexis, ¿no te parece?
“Pues claro, mira, ¿qué dices si nos vamos a echar
unas copas? No tengo nada que hacer por el
momento…”
Unos días después había formado una amistad
bastante cercana con este individuo, quien me confesó
haber conocido a José en una cárcel en Los Estados
Unidos, cuando ambos fueron capturados por la
“Migra”. Estando tras las rejas, debido a que no habían
cometido delito más grave que estar en Los Estados
Unidos ilegalmente, ambos fueron rescatados por una
delegación canadiense que en aquel entonces
ambulaba por Los Estados Unidos y países vecinos
ofreciendo refugio político a todos aquellos que lo
ameritaban. José, quien había sido agregado
obligatoriamente a las filas de la fuerza armada
salvadoreña, siendo todavía un menor de catorce
años, se encontraba “entre los gringos” después de
haber desertado del ejercito salvadoreño estando aun
convaleciente de una herida de bala proporcionada
por la guerrilla que amenazaba apoderarse del mando
del país.
Oscar, sin embargo, era otra historia. Habiendo dejado
a una chica embarazada, escapó del país con papeles
falsos pues los familiares de la pobre chica le
buscaban para matarle. De hecho, él ni siquiera
calificaba para refugio político pues su nacionalidad
era hondureña, país que en aquel entonces no
figuraba entre los países cuyos ciudadanos
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necesitaban recibir refugio. Pero Oscar tenía sus
“métodos” para filtrarse entre los demás y salirse con
la suya, y de manera inexplicable, había logrado
conseguir residencia en Canadá.
Unos dos meses después de haberle conocido, recibí
una invitación de Oscar para que conociera su lugar
de empleo y su círculo de amistades y conocidos. Con
cierto titubeo acepté dicha invitación más por cortesía
que por deseo, pues este chico Oscar empezaba a
ponerme la carne de gallina con algunas de sus
confesiones que a menudo hacía.
En el antro, Rumba Nite, también localizado sobre
Bloor Street, igual que Tropical Corner, encontré a
Oscar, quien desempeñaba su función de mesero.
“Tómate algo, Marcelo. La cena es gratis si consumes
al mismo tiempo”.
“¿qué hay de comer?”
“Tortilla tostada con frijoles recién hervidos y huevos
crudos…”
“Huy, ¡qué asco! No hablas en serio...”
“Je, je. Bromas. Es Paella o arroz a la Valenciana”.
“Tráeme una Michelada de Corona, y un plato de
Paella”.
“En seguida...”
Al regresar, Oscar regresó acompañado de un extraño
que aparentaba unos treinta años.
39
“Mira Marcelo, te quiero presentar a un compatriota
tuyo...”
“Ah, mucho gusto,” respondí, dándole un apretón de
manos al nuevo conocido.
“Rodrigo, Rodrigo Iraheta”, dijo el extraño al
estrecharme la mano y sonriendo afablemente al
mismo tiempo.
Lo miré detenidamente, como tratando de ubicarlo.
“Rodrigo…, Rodrigo, Rodrigo…” me susurré a mí
mismo.
“¿Ocurre algo?”, preguntó Oscar.
“Pues, no sé…”, dije. “Rodrigo, ¿dónde viviste antes
de llegar a Canadá?”
“En Belice”, respondió Rodrigo. “¿Porqué preguntas?”
“¡Ahí está!”, grité con regocijo. “¡Te reconocí cuando
sonreíste!” Fuimos a la escuela juntos en la escuela
secundaria de Belmopan…”
“¡Qué! ¿Héctor?”
“No, no, yo soy Marcelo; Héctor es mi hermano
mayor”.
“¡Ya te reconocí yo también! “¡Eres aquel chavito de
trece años que solía andar en un caballo negro!”
“¡El mismo!”
40
“Pues no sabes qué alegría me da verte de nuevo.
¡Dame un abrazo mi gran “cherada”!”
Y fue de esta manera que me crucé con otro conocido
de mi pasado, gracias en parte a mi memoria tan
fotográfica. Con el tiempo me di cuenta que estos reencuentros con antiguos conocidos eran facilitados por
las políticas de inmigración canadiense que solía
enviar los refugiados hispanos a cuatro ciudades
principales del país: Vancouver, Calgary, Toronto y
Montreal. De esta manera, con el correr de los años, y
la propagación del Internet una década más tarde,
fueron muchos los conocidos y amigos de la niñez que
logré encontrar.
Sin embargo a los pocos meses de haber conocido a
Oscar, decidí retirarle a este la amistad con mucho
tacto. Oscar me había confesado estar envuelto en
una especie de fraude de tarjetas de crédito para
sostener su adicción a la cocaína, uno de los tantos
vicios que había conocido en su juventud al llegar a
Toronto. El sinvergüenza de Oscar, por medio de unos
contactos en el bajo mundo hispano de Toronto había
logrado sacar documentos de identificación falsos, y
con estos, se había ganado la confianza de varias
instituciones financieras quienes le habían entregado
tarjetas de crédito poniendo a su disposición una cifra
en exceso de cincuenta mil dólares.
Rodrigo Iraheta, sin embargo, iba a ser otra historia.
41
Rodrigo Iraheta
A los pocos meses de mi llegada a Toronto llamé por
teléfono a mi hermano mayor, Alex, quien residía en
Alberta. Le comenté acerca de mi encuentro con
Rodrigo Iraheta:
-
¡¿Rodrigo, Rodrigo Iraheta?! ¿Aquel chavo que
se vanagloriaba de ser un auténtico guerrillero
y que decía que a su padre lo había matado la
Guardia Nacional en El Salvador?
-
El mismo – respondí yo.
-
¿El mismo que expulsaron de la escuela por
haber llevado a cabo actividades sexuales con
una chavita menor de edad en el plantel de la
escuela después de clases?
-
El mismo – respondí yo.
-
Marcelo, – me dijo mi hermano – ten cuidado
con esa víbora. Ese chavo aparenta ser una
cosa, pero en realidad es otra.
-
Lo sé, - respondí yo.
-
Acuérdate lo que nuestros padres siempre nos
inculcaron: “Quién con lobos anda a aullar
aprende”.
Las
amistades
tienen
que
seleccionarse con mucho cuidado. Yo te
aconsejo que a ese chavo lo mantengas como
conocido, así a la distancia, pero no vayas a
darle mucha confianza ni vayas a desarrollar
una amistad demasiado cercana con él.
42
En efecto, nuestros padres, que mucho se
preocuparon por darnos la mejor educación que sus
medios les permitieron, siempre nos enseñaron que
“quién con lobos anda a aullar aprende”. Esa era el
dicho favorito de mi padre, y mi mamá le imitaba con
su versión más femenina: “Quien anda entre la miel,
algo se le pega”.
Desgraciadamente, como suele ocurrir a menudo en la
vida, uno lleva ciertos planes con sus amistades, pero
la vida a veces lo lleva por otro camino. Y resultó de
esta manera, que a pesar que mi buen juicio me
indicaba que Rodrigo Iraheta era una persona a quien
había que mantenerlo al margen, se dio la casualidad
que por azar del destino, se formó una amistad
cercana con este individuo.
Así que de vez en cuando nos juntábamos para
tomarnos un café, salíamos a cenar a los locales
hispanos tales como “La Rancheta Dominicana” y el
“Tropical Corner” de Rolando. En unas ocasiones le
acompañé a las discotecas hispanas, tal como su
lugar predilecto “La Rumba Nite” que se ubicaba en el
área de Bloor y Christie.
Al cabo del tiempo conocí a sus amigos y conocidos,
sus amantes, la mayoría de ellas chicas jóvenes,
desempleadas que vivían del “Welfare” mientras que
se hacían unos dólares trabajando a escondidas de
las autoridades.
En una de esas salidas conocí a Mirna Mejía, una
linda jovencita casada de veintiún años que mantenía
relaciones sexuales con Rodrigo. Estando a solas le
pregunté a Rodrigo si él conocía al esposo de Mirna.
- Claro que sí - respondió Rodrigo - el idiota es
43
un gran amigo mío. Nos vemos de vez en
cuando y yo lo saludo, le estrecho la mano, y el
muy pendejo ni siquiera sospecha que me
ando clavando a su mujer.
-
Dime, Rodrigo, y ¿no temes que tarde o
temprano él se dé cuenta, y tendrás que
enfrentar las consecuencias?
-
Pues, lo he pensado varias veces, pero sabes
que como dice el dicho, “cuando la raya está
pintada nadie la borra”. Si me conviene que me
den en la madre, pues que me den en la madre
que yo no tengo nada que perder.
Lo que Rodrigo menos se imaginaba era que los
poderes celestiales le iban a dar su merecido unos dos
o tres años más tarde, como recompensa por haber
ido de entrometido a destruirle el matrimonio a este su
buen “amigo”. Un par de años después de esa
conversación, Rodrigo y Mirna habían terminado la
relación amargamente y odiándose el uno al otro como
dos enemigos mortales.
Por confesión del mismo Rodrigo supe que en varias
ocasiones la pobre Mirna fue a dar al hospital debido a
los puñetazos que Rodrigo le propinó en algunas de
sus tantas riñas y alegatos que siempre terminaban
con lágrimas y amarguras.
En ambas ocasiones que hubo abuso físico, la idiota
de Mirna siempre reportó a las autoridades que había
sido víctima de un asalto con motivo de robo por unos
desconocidos y de esta manera el desalmado de
Rodrigo se libraba de dar cuenta por sus actos a las
autoridades. Al principio Mirna encubría los crímenes
44
de Rodrigo debido al amor que ella le tenía. Sin
embargo, todo tiene su fin, y hasta la paciencia del
más humilde se agota. Así que, Mirna, influenciada por
palabras de su amiga, Cathy, decidió poner una
denuncia contra Rodrigo en la jefatura local de policía.
Su queja no fue que éste la había atacado, sino que
su queja fue que Rodrigo la había amenazado con
darle una golpiza si llegaba a encontrarla en la calle.
Con esta denuncia, la jefatura puso una orden de
arresto contra Rodrigo Iraheta. Y luego, a pesar que la
relación con Mirna terminó, ambos ignoraban que la
orden de arresto quedó vigente.
Un día, en un paro policiaco aparentemente de puro
rigor, en esas redadas que la policía solía encontrar
uno que otro conductor ebrio, o un menor manejando
sin licencia, esa noche el mal-afortunado de Rodrigo
tuvo la mala suerte que la policía le pidió ver su
licencia, la cual para colmo de males, estaba
suspendida. Al investigar más a fondo en la
computadora observaron que él tenía orden de arresto
vigente.
Dos días más tarde, recibí una llamada al celular. Era
Rodrigo que me rogaba fuera a la jefatura de Eglinton
y Allen Road pues lo tenían emparedado desde el día
anterior y no le permitían hacer más de una llamada.
Al llegar a la jefatura me atendió un polizonte soberbio
que de mala gana revisó la lista de los “patos” que
habían pescado en las últimas cuarenta y ocho horas.
El me confirmó que, efectivamente, Rodrigo Iraheta
formaba parte de las pesquisas que se habían
realizado, y que a Rodrigo no se le permitía
comunicarse con nadie; ni con su abogado. Dijo
45
altaneramente que por lástima le concedieron una
llamada por teléfono pues Rodrigo no cesaba de llorar
toda la noche. El policía me dijo que en Canadá una
persona pierde casi todos sus derechos del momento
que la policía decide arrestarlo. Me dijo en tono burlón
que no me dejara llevar por la televisión
estadounidense con todas sus mentiras. Enfatizó que
yo podría ver y hablar con Rodrigo después que el
juez hubiera escuchado el caso contra este, y los
cargos que se le imputaban.
Salí de la jefatura perturbado por tan grave realidad, y
al pisar la acera, me di cuenta de que agradecido uno
debe estarle al Creador por permitirle caminar
libremente por la calle. También me sentí un poco
incómodo en suelo canadiense, pues el país no era
tan democrático como yo lo creía hasta en ese
momento.
El lunes siguiente, me presenté a las diez de la
mañana al “tres mil Finch”, el lugar donde traían a
todos los “patos” que habían pescado el fin de semana
a comparecer ante el juez. Cuando Rodrigo salió,
venía esposado junto con otros reos de piel negra.
Tenía el rostro demacrado, con ojeras y necesitaba
afeitarse.
Al escuchar los cargos, el juez le prohibió a Rodrigo
poseer armas, mantenerse a una distancia de cierta
cantidad de metros de la chica que lo había
denunciado, le ordenó no irse de la provincia o del
país, y le advirtió que si recibía una denuncia más de
cualquier tipo, lo iba a encerrar durante meses hasta
que concluyera su juicio. Por el momento le fijó una
fianza de dos mil dólares.
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Yo, compadecido del pobre Rodrigo, puse el dinero de
la fianza pues este no tenía ni dónde caer muerto y sin
duda alguna, pasar más tiempo en la cárcel le hubiera
llevado al suicidio con sólo verle el estado físico que
ya aparentaba.
Tan pronto llené los formularios requeridos, un guardia
de seguridad uniformado trajo a Rodrigo frente a mí.
Le quitaron las esposas, le regresaron sus
pertenencias y cerraron las rejas tras nosotros.
Tengo que confesar que me dio mucha satisfacción
serle útil a otro ser humano. Al ver el rostro de regocijo
de Rodrigo al recuperar la libertad, no puedo negar
que se me salieron las lágrimas al ver el
agradecimiento aparentemente sincero que él expresó.
Rumbo a casa, traté de darle un regaño a Rodrigo por
su imprudencia de haberse metido con la mujer
equivocada, y por haber cometido el error de golpear y
amenazar con palizas a esta chica. Sin embargo,
Rodrigo solo me dejó con el intento de regañarlo. Tan
pronto adopté un tono autoritario él se puso altanero y
no me dejó concretar el pequeño discurso que yo le
tenía preparado. Me interrumpió y trató de
convencerme que yo era igual que él, y que por lo
tanto no tenía derecho de “sacarle los trapos al sol”, y
además, comenzó a predicarme secciones de La
Biblia, secciones que nos prohibían juzgar los actos de
los demás, y él intentó de convencerme que la
situación estaba en manos de Dios.
Esas palabras de Rodrigo resultaron ser un arma de
doble filo contra él mismo pues en cierto momento
dado, varios años después de esa noche, yo tomé la
dura decisión de dejar a Rodrigo en “manos de Dios”.
47
En otras palabras, terminé retirándole mi amistad. De
hecho fue a partir de esa noche cuando salió de la
cárcel que él comenzó a cometer actos de traición que
comprobaron que en realidad él no merecía una
amistad incondicional.
Volviendo a la noche que salió de prisión, abordamos
el coche de un amigo hasta encontrar un
estacionamiento público donde los policías que lo
capturaron habían estacionado su vehículo.
Al llegar al estacionamiento, Rodrigo se negó tomar el
volante de su vehículo; de hecho se negó salir del
coche de mi amigo. Alegó estar nervioso y no querer
conducir por temor a que los policías estuvieran
esperándolo afuera. Por esa razón me ofreció las
llaves de su coche y me rogó que se lo fuera a dejar a
su casa. Sin sospechar ningún juego sucio, accedí.
Al montar al coche, encendí el motor, lo puse en
retroceso, y me dirigí sin más contratiempos a casa de
Rodrigo. No fue hasta unas semanas más tarde que
llegué a la conclusión que, Rodrigo, al ofrecerme las
llaves de su coche de esta manera, Rodrigo acababa
de cometer un acto de traición, un acto imperdonable
el cual era motivo suficiente para cortarle la amistad
para siempre.
Días más tarde, al acompañar a Rodrigo al consultorio
de la abogado que estaría representando su defensa,
los trapos sucios de Rodrigo comenzaron a exhibirse,
lo quisiera él o no.
Una vez en el consultorio del abogado, ella le pidió a
Rodrigo que le narrara la situación con la chica Mirna.
48
Rodrigo, adoptando un aire de inocencia y de
ingenuidad, inició su relato de esta manera:
-
Pues, yo, cometí el error de aceptar la amistad
de esta jovencita, Mirna, sin saber lo que ella
se traía entre manos…
-
¿Entre manos? – preguntó la abogada un poco
confusa.
-
Pues que estaba casada y me lo ocultó todo el
tiempo.
-
Dime, ¿cómo se desarrolló la relación?
-
Desde el primer momento que la conocí ella
me dio a entender que yo le gustaba y que
quería salir conmigo. Pues, la invité a almorzar
unas veces y luego la invité a conocer mi
apartamento.
El
resto,
usted
puede
imaginárselo.
-
¿Cuándo salió la verdad acerca de su esposo?
-
Pues, - respondió Rodrigo – ella me dijo que
estaba separada y que pronto tramitaba el
divorcio. Obviamente estaba mintiendo todo
ese tiempo.
-
De acuerdo, - dijo la abogada, sin parecer del
todo convencida – Dime, ¿Qué hay de cierto en
esos alegatos que la amenazaste que le ibas a
pegar?
-
¡Enteramente falso! ¡Falso! ¡Falso! – se
defendió Rodrigo, sin dar oportunidad a la
49
abogada que continuara.
-
Ejem… - Interrumpí yo – Rodrigo, ¿me
permites agregar un pequeño comentario?
-
De acuerdo – dijo Rodrigo.
-
Rodrigo, - le dije yo – Esta es tu abogada; ella
no representa al juez ni al fiscal. Puedes
contarle la verdad.
Como respuesta, Rodrigo me lanzó una mirada
fugaz de furia, y con un tono diabólico susurró
sotto voce: “¡Cállate hombre!”
Entendí entonces la intención de Rodrigo y
levanté las manos como dándome por vencido,
y me recosté sobre el respaldo de mi asiento
dándole a entender que a partir de ese
momento yo me limitaba a servir de espectador.
La abogada nos miró pensativa. Pausó por
unos segundos mientras se sostenía el mentón
con la mano izquierda, volvió los ojos hacia
Rodrigo, y casi en seguida bajó la vista hacia el
suelo como resignada y entonces dijo:
-
¿Qué hay de lo que me dijiste que ella anda
con un policía?
-
Pues, - respondió Rodrigo, un poco
sorprendido o avergonzado – tal como le dije
por teléfono a usted, supe por medio de amigos
y conocidos que mientras Mirna anda conmigo
a espaldas de su esposo, también mantiene
relaciones sexuales con un policía que
50
frecuenta el bar donde ella trabaja como
mesera.
-
¿Tú conoces a este policía? – preguntó la
abogada.
-
Pues, sólo de vista un par de veces.
-
Y ¿tú piensas que la policía esté involucrada
en esto?
-
Son mis sospechas. Por primera razón que
cuando me arrestaron, los policías llegaron
aparentemente de sorpresa pero creo que ese
amante policía de ella lo tenía todo planeado y
él los envió a que me recogieran.
-
¿Algún otro detalle que te haga pensar que ese
policía estuvo involucrado o que está quizá
tomando la ley en sus manos?
-
Pues, cuando me llevaron a la jefatura yo tenía
un dolor de cabeza y pedí que me dieran dos
aspirinas. En ese momento apareció de
espaldas un hombre que se lanzó una
carcajada. Aunque no pude verle el rostro,
puedo jurar que es sin duda el amante de
Mirna. El policía mismo que yo había visto un
par de veces que los conocidos me han dicho
es su amante.
-
Escucha, - dijo la abogada – en primer lugar, tú
estabas cansado, con sueño, con dolor de
cabeza, y abrumado por haber sido arrestado.
¿No te parece que te estabas imaginando
cosas?
51
-
Bueno, puede que sí, - admitió Rodrigo – pero
más vale ser precavido y no lamentarse
después.
Esas últimas palabras me cayeron como un balde
de agua fría: “Más vale ser precavido y no
lamentarse después”. En ese preciso momento yo
até cabos al recordar que Rodrigo se había
negado tomar el volante de su coche al salir de la
cárcel, pues, tal como él y yo sabíamos, el coche
había quedado en manos de la policía; en manos
de aquel agente que Rodrigo consideraba su rival
y tal vez su enemigo mortal. En otras palabras,
cuando Rodrigo fue a recuperar su coche, me pidió
que manejara su coche debido, en realidad, al
temor que quizá su rival le había cortado los frenos
al coche, o le había puesto una carga de dinamita.
Al salir del consultorio de la abogada yo estaba
furioso, pero no me atrevía acusar a Rodrigo de
“aprovechado” y “traidor” por haberme dado las
llaves de su coche debido a que sospechaba que
tenía los frenos cortados o que estaba minado con
explosivos. En primer lugar me era inconcebible
que alguien que yo consideraba un amigo; alguien
a quien yo le tenía estima pudiera traicionarme a
ese grado; de enviarme a la muerte para salvar su
propio pellejo.
Durante dos días pasé reflexionando qué hacer:
¿encararle mis sospechas a Rodrigo? ¿Cortarle la
amistad sin darle oportunidad de que comprobara
que mis sospechas no tenían fundamento? ¿Qué
tal si yo estaba imaginándome cosas y Rodrigo era
en realidad libre de toda culpa?
52
Al final, el aprecio que yo le tenía a Rodrigo
terminó por conmoverme. Decidí como se dice en
inglés, darle a Rodrigo “el beneficio de la duda”, y
decidí olvidar por completo ese incidente. Sin
embargo, en cuestión de semanas, Rodrigo iba a
cometer otro acto de traición similar, que de nuevo
me hizo llegar a la conclusión que este tipo era un
verdadero ramillete de flores que pertenecía en un
solo lugar: el basurero.
Un noche, después de ir a cenar a “La Rancheta
Dominicana,” Rodrigo me dijo haber recibido un
documento de la corte con los cargos criminales
que le imputaban. Antes de mostrarme el
documento me dijo que la abogado había hecho
hincapié en que este documento era confidencial y
que por lo tanto, solo debía compartirse con ella y
con las autoridades. Me pidió que mantuviera el
secreto. Accedí a mantener el secreto, y entonces
Rodrigo me mostró el documento. Se le imputaban
cargos de “criminal harassment”, lo cual significa
“acoso criminal”. En concreto, se alegaba que
Rodrigo había ido a tocarle la puerta a esta chica
en varias ocasiones, a pesar que la chica le había
pedido que jamás volviese a comunicarse con él.
Yo comenté simplemente que los cargos, en papel,
apenas ameritaban la intervención de las
autoridades. Sin embargo, yo también estaba
consciente que las autoridades ignoraban ciertos
antecedentes muy relevantes en cuanto a
determinar la culpabilidad de Rodrigo. La realidad
era que, tal como Rodrigo me lo había contado, en
varias ocasiones Rodrigo le había dado unas
palizas a Mirna, pero esto jamás se denunció y
tampoco podía denunciarse pues ella había dado
53
parte que estas palizas procedían de robos a mano
armada por parte de asaltantes desconocidos.
A medida que se desarrolló el caso, abogados
comenzaron a involucrar a testigos de ambos
lados. La abogado me dijo que se requería de mi
presencia para servir de testigo que Rodrigo era un
hombre decente que jamás había abusado de otro
ser humano. La abogado solo estaba interesada
en saber si yo había sido testigo ocular de algún
abuso que Rodrigo hubiera cometido. Debido a
que la respuesta, era “no, nunca he visto con mis
propios ojos Rodrigo cometer un acto de violencia”,
la abogado quería usarme como testigo a favor de
Rodrigo. Le dije que lo pensaría.
Al irme a casa, descubrí que el detective
encargado del caso también quería entrevistarme.
Era el teniente “Smith”, y deseaba saber si yo iba a
servir de testigo a favor de Rodrigo. Sin reflexionar
le dije que no tenía intención de hacerlo; lo cual
era cierto. El detective dijo entonces que a él no le
importaba si yo servía o no de testigo y colgó.
Jamás sabré qué hubiera sido las consecuencias
si yo hubiera confirmado que sí, que iba a servirle
a Rodrigo de testigo, lo cual hubiera debilitado los
cargos que las autoridades tenían contra él.
Al encontrarme de nuevo con Rodrigo le
comuniqué mis preocupaciones: Por ética, yo no
podía testificar a su favor. Yo nunca había sido
alcahuete de nadie, ni tenía intención de serlo.
Rodrigo intentó por todos los medios de
convencerme que necesitaba de mi ayuda, y que
mi palabra podía salvarlo de pasar unos meses en
la cárcel.
54
Después de esa conversación, la abogado me
llamó e intentó convencerme que lo correcto era
servir de testigo. Al final, le dije que lo iba a pensar,
y que le daría mi respuesta por medio de Rodrigo
en tres días.
Al cabo de tres días llamé a Rodrigo y le dije lo
siguiente:
“He decidido servir de testigo en este caso con una
condición: Diré la verdad, toda la verdad,
incluyendo cualquier confesión que me hayas
hecho en confianza. En otras palabras, si al
verificar mis palabras el fiscal decide interrogarme,
y me pregunta si tengo conocimiento que le has
pegado a Mirna, le voy a decir lo que me contaste:
que le diste un par de palizas en varias ocasiones.”
Rodrigo me miró incrédulo para cerciorarse que yo
no estaba bromeando. Al cabo de un instante me
dio una sonrisa burlona y me dijo:
“De acuerdo. Di lo que quieras…”
Rodrigo se quedó pensativo, y se despidió de mí.
El estrechón de manos que me dio se sintió un
estrechón diferente al que usualmente me daba;
en otras palabras, me di cuenta que la relación y la
amistad que él y yo manteníamos estaba
cambiando, y lo que yo no sospechaba, era que
nuestra amistad estaba a punto de terminar por
completo en los días siguientes.
A los pocos días de aquel encuentro nos reunimos
como de costumbre en el “Embassy Café” ubicado
en Eglinton y Yonge. Todos los lunes era noche de
55
salsa, y era el único lugar abierto donde nos
reuníamos un grupo de conocidos.
Esa noche Rodrigo se me acercó y me dijo en tono
de broma:
“Fíjate que “la chota” me anda buscando para
amenazarme que me van a dar en la madre si no
me declaro culpable de todos los cargos…”
“Ah, ¿sí?”, - respondí yo.
“Así es, me dijo él,” - intentando hacer chiste de
todo esto, - “y si decido declararme culpable” continuó él – “voy a hundir a un montón de
cabrones, incluyendo a Mirna, a su amante el
polizonte que me jugó sucio, y quien sabe a
cuantas otras personas mas…ja, ja, ja”.
“Y ¿cuál es el chiste detrás de todo esto?”, le
pregunté yo, sin entender por qué Rodrigo se reía
tanto de una situación que apenas tenía humor.
“Pues,” – dijo él, soltando otra carcajada – “que
hasta tú vas a caer en la redada, debido a cometer
un acto delictivo conmigo…ja, ja, ja…”
“No tengo ni la menor idea a qué te refieres”, le dije
yo sin saber a qué se refería, pero al mismo tiempo
detectando hostilidad en sus ojos, a pesar del
aspecto bromista que estaba intentando adoptar.
“Pues, - sí, dijo él, - “cometiste un acto delictivo al
aceptar leer aquel documento de la corte
mostrando los cargos que se me imputaban…ese
documento era solamente para los ojos de mi
56
abogado, sin embargo, tú lo leíste.”
En ese momento caí en el juego que Rodrigo se
traía entre manos. Me estaba chantajeando. En
otras palabras, me estaba amenazando con
palabras “dulces” que si yo llegaba a delatarlo por
haberle pegado a Mirna, él iba a delatarme por
haber leído un documento supuestamente
“confidencial”.
Le di una mirada de desprecio. Guardé silencio,
pero tan pronto llegué a casa, fui a entrevistarme
con un abogado para protegerme de este perrobastardo que decía llamarse mi amigo, pero que
en aquel preciso instante, me había gruñido como
un perro, tratando al mismo tiempo, de moverme el
rabo en gesto de amistad.
Al llegar al consultorio del abogado, el sr. Jaime
Peralta, este me dijo:
“¿En qué puedo servirle sr. Bustamante?”
“Pues tengo un pequeño problema sr. Peralta”.
“Diga usted…”
“Tengo un amigo…bueno, un conocido que dice
ser mi amigo.”
Y a continuación le revelé al sr. Peralta la situación
del presunto chantaje. El sr. Peralta me aseguró
que el documento del cual hablaba el fulano
Rodrigo no era tan confidencial como para ameritar
que se me imputaran cargos criminales. En el peor
de los casos, se me imputarían cargos criminales,
57
pero eso solo era en teoría, y aún así, recibiría un
perdón automático, pero me aseguró que ningún
fiscal desperdiciaría el tiempo de las cortes
procesando tales actos.
Di un respiro de alivio y le pregunté que me
aconsejaba en cuanto a servir de testigo o de
continuar mi relación amistosa con el perrobastardo Rodrigo Iraheta.
La respuesta del abogado no pudo ser más certera,
pues era en sí, lo que yo ya había concluido: la
amistad de Rodrigo no valía ni dos centavos, por lo
tanto convenía darle un puntapié en el trasero y
expulsarlo de mi vida para siempre.
Al salir del consultorio del sr. Peralta, decidí llevar
a cabo la sugerencia de mi abogado.
Llegué a casa y cité a Rodrigo al ‘café del
argentino’ en la esquina de Dufferin y St. Clair.
Rodrigo como de costumbre, estaba muy amistoso
y educado, tal como solía ser su comportamiento
engañoso.
“Rodrigo”, le dije, “voy a ir al grano”.
“¿Qué ocurre?”, preguntó.
“Quiero hacerte unas preguntitas y quiero una
respuesta sincera…”
“Dispara…”
“¿Te sorprendería si te dijera que fui a buscar un
abogado para protegerme, no de Mirna, no de la
58
policía, no de mi peor enemigo, si no que fui a
buscar un abogado para protegerme de…?”, y dejé
una pausa para clavarle la mirada.
“¿De quién?,” preguntó él con inocente curiosidad.
“De vos…”
“¿De mí?”, dijo Rodrigo con incredulidad.
“Sí, de vos,” respondí yo, con un tono de reproche.
“¿Por…porqué? Eso sí que me cae de sorpresa”,
dijo Rodrigo con verdadera sorpresa.
Le relaté entonces a Rodrigo el incidente que yo
había tratado con el abogado durante mi visita a su
consultorio el día anterior.
Rodrigo se quedó callado al reconocer que su
intento de chantaje jamás quedó desapercibido a
pesar que él había intentado de disfrazarlo todo
como un chiste en son de broma. Lo único que
pudo decirme en ese momento es que él me
quería como un hermano; que daría la vida por mí
y que con ninguna persona en su vida él había
llegado a desarrollar la amistad tan linda que él
mantenía conmigo.
En respuesta a esas palabras, le respondí sin
ninguna piedad:
“Con amigos como tú, Rodrigo, ¡para qué quiero
enemigos!”
Con esa respuesta Rodrigo se sintió traicionado.
59
Me miró con reproche como si estaba viendo a un
mal agradecido que no apreciaba la amistad y el
cariño que se le estaba ofreciendo.
“Marcelo”, me dijo, los ojos poniéndosele vidriosos,
“jamás en mi vida he traicionado tu amistad, y lo
único que yo siempre he deseado para ti es el bien.
Por lo tanto no tengo ni idea a lo qué te refieres
con estas acusaciones”.
“Claro,” continué yo con un tono de sarcasmo,
“también me estoy imaginando cosas si te
reprocho que me diste las llaves de tu carro por
que tenías miedo que tuviera los frenos cortados o
que tuviera dinamita…”
Esta vez Rodrigo no pudo ocultar su remordimiento
y mudo del asombro al ver este nuevo reproche
que yo le estaba encarando, se puso la mano
cubriéndose el rostro, y en seguida reveló hizo sin
darse cuenta la peor evidencia de su culpabilidad:
“Marcelo, estamos pagados, acuérdate una vez
que tú me pediste hacerte un favor de ir a hacer
una entrega de un paquete a la casa de tu novia,
sabiendo que su ex esposo estaba con ella. Hiciste
lo mismo…”
“Ah,” entonces, “¿sabes muy bien a qué incidente
me refiero, cuando te digo que me diste las llaves
por temor a que tuviera los frenos cortados?”
En ese momento Rodrigo se dio cuenta que yo no
había hecho ninguna alusión al incidente aquel
cuando fui a sacarlo de la cárcel. A pesar que
Rodrigo me había ofrecido muchas veces las
60
llaves de su coche mientras me daba clases de
manejo, él sabía muy bien que en ese incidente
específico él había cometido un acto de traición.
Además, debido sin duda al amargo remordimiento
que andaba cargando todos esos años, a fin de
apaciguar su conciencia, y poder convivir consigo
mismo, él había reflexionado mucho al respecto y
se había convencido que yo era otra “rata del
mismo piñal”, es decir alguien de su misma calaña
al haber cometido algún acto remotamente
parecido contra su persona. Sin embargo, ese
reproche que él me hizo en ese momento
simplemente sirvió para reconfirmar mis sospechas
que Rodrigo fue capaz de arriesgar mandarme a la
muerte solamente por salvar su propio pellejo.
Con la convicción de que Rodrigo era la serpiente
venenosa y traidora que en realidad era, le dije
estas palabras:
“Rodrigo, a partir de este momento la amistad
entre tú y yo ha terminado para siempre. No te
considero un enemigo, pero sí, definitivamente,
has dejado de ser ante mis ojos alguien con quien
vale la pena mantener cualquier clase de amistad.
Ni como conocido quiero tenerte”.
Y con estas palabras me puse de pie y me marché
sin darle la mano o esperar escuchar alguna otra
mentira de su sucio hocico.
61
Christie Pits
Una tarde de verano, iniciada la década de los
noventa, sin tener nada que hacer, me dirigí a Christie
Pits, un parque frecuentado por juventud hispana,
donde se decía ser el lugar de encuentro de una
pandilla de jóvenes latinos, mejor conocida como “Los
Christie Boys”.
Fue ahí en Christie Pits donde vi por vez primera a
José Beltrán, un adolescente recién llegado de
Guatemala, de padre salvadoreño y madre
guatemalteca. De un principio José y yo llegamos a
ser buenos amigos, y con el tiempo él se convirtió en
una de las pocas personas de ese parque a quien yo
llegué a tomarle aprecio, y con quien yo iba a
desarrollar una relación cercana durante los próximos
diez años.
Cuando llegué a Christie Pits vestido de futbolista, se
me acercó un tipo malencarado de unos veinte años a
quien le apodaban “la mosca”. Tenía el pelo
completamente rapado, y mostraba una cicatriz en la
mejía.
-
¿Qué “húbole”? – me dijo en un acento
salvadoreño que también pudo ser colombiano.
Pues por aquí, vacilando – le respondí yo,
casualmente.
¿Sabés con quién tenés el gusto, no?
Ni idea – le respondí yo con indiferencia.
Pues, con el mandamás de “Christie Pits”respondió él con un poco de soberbia.
Ah, - dije yo con aparente sorpresa – sin duda
sos entonces el líder de la mara de los “Christie
62
Boys”. ¡Tu reputación te sigue por doquier! ¡Es
un gusto!
Al ver mi mano extendida me miró con un poco de
recelo, pero al observar la expresión de inocente
sinceridad mía, sonrió, mostrando una dentadura
amarillenta y mal cuidada y me dijo:
-
-
-
-
Pues, bienvenido a mi guarida, “carnal”.
Siempre y cuando no le faltés al respeto a mis
compinches, sos bienvenido acá. Me llamó “La
Mosca”, para servirte.
Tranquilo, “parsero” - le dije yo, terminando de
apaciguar su desconfianza. – También sé
respetar, y solo quiero echarme un
“masconcito” con tu gente.
En ese caso, - dijo – déjame llamar a estos
“culeros”. ¡José!, ¡José! – gritó “La Mosca” –
dirigiéndose a un joven adolescente que
estaba charlando con un grupito de jóvenes a
unos quince metros.
¿Qué querés serote? – preguntó José un poco
enfadado.
¡Dejá ya ese puro de “mota”, cabrón, y vení
jugá con el muchacho!
Los jóvenes se acercaron, y al ver que la acción ser
armaba, otros jóvenes comenzaron a descender de los
alrededores, unos un poco tambaleantes por los
efectos del alcohol u otras sustancias. Llegó un tal
“Miami”, el mano derecha de “La Mosca”, y
nombrándose capitanes, eligieron dos equipos, y
arrancó el “mascón”, tal como yo lo deseaba.
Como a los veinte minutos del partido, “Guayo”, un
joven salvadoreño que se rumoreaba que recién había
63
salido de la cárcel, comenzó a jugar sucio y a dar
empujones
y
patadas
disimulándolos
como
“accidentes”. En una de tantas que golpeó a Oswaldo,
un talentoso jugador de nacionalidad nicaraguense,
estalló una riña de puñetazos y mordidas, sin embargo
los jugadores ahí presentes lograron separarlos. En el
momento de la separación se acercó “El Miami” a
“Guayo”, un miembro de su propio equipo. En un tono
de casualidad “El Miami” le preguntó a “Guayo”:
-
¿Te querés dar verga?
¡Sí! - Respondió Guayo con tono agresivo.
Pues, yo me doy verga con vos, - respondió “El
Miami” – quitándose los anteojos y un arete de
la oreja izquierda.
Se formó una rueda y todo mundo comenzó a alabar
al “Miami” por su valiente conducta. Luego llegó un
joven argentino, Jorge Torres “Maradona” que se la
llevaba de ser el hombre culto de Christie Pits. Intentó
en vano de disuadirlos que pelearan, pero ambos lo
ignoraron.
De repente, en un momento inesperado, Guayo se
lanzó como una pantera sobre “El Miami”. Este no se
dejó sorprender, y al ver a Guayo que venía encima, le
propinó un puntapie en el estómago, que si bien
detuvo por un instante el impulso que este llevaba, no
impidió detenerlo por completo y ambos chocaron en
una estruendosa colisión que se escuchó por todo el
parque. Luego durante una fracción de segundos se
escucharon manotazos y puñetazos que volaban en el
aire, y no se distinguía quien asestaba los mejores
golpes. Pero luego se pudo distinguir que “El Miami”
había logrado inmovilizar a Guayo al encadenarlo con
sus brazos como si estuviera saludándolo
64
cordialmente. Haciendo un esfuerzo sobrehumano, “El
Miami” levantó en el aire el cuerpo entero de Guayo, y
haciendo un brusco movimiento hacia la izquierda
logró lanzarlo hacia el suelo, usando todo el peso de
su cuerpo para caer encima de él, siguiendo con un
fuerte cabezazo al estilo “Zidane-Zidane”, sobre el
pecho del aturdido Guayo.
Segundos más tarde, “El Miami” se ponía de pie,
mientras Guayo daba quejidos de dolor para poco
después perder el conocimiento.
Al día siguiente, cuando llegué al parque, un grupo de
jóvenes se encontraba alrededor de una pequeña
fogata, y Guayo permanecía a la distancia de ellos,
recostado sobre su mochila, con un aspecto tímido,
como si se sintiera fuera de lugar entre los demás
conocidos.
Al acercarme a ellos, José me tendió la mano y me
dijo:
-
-
-
-
¿Qué pasó cabrón? Vení, echáte un
chamuscazo con nosotros.
Gracias, le dije. El “chamuscazo” lo dejamos
para otro día, pero lo que sí te ofrezco es una
“amarga” de las que cargo en la mochila.
Pasáme una a mí también, - dijo un tipo
cuarentón que más bien parecía abuelo de
algunos de los ahí presentes.
Aquí tenés una “amarga” bien heladita…
¿Corona? Esta mierda más parece agua con
miados, pero para brindar con todos pues ¡de
algo sirve!
¿Quién sos vos? – le pregunté con curiosidad
genuina.
65
-
“Caballo”, “Caballo” para servirte, - dijo el viejo
con un acento indudablemente dominicano.
Este viejo, - dijo José – es el santo de Christie
Pits, - que un día, nos va a reformar a todos…
Le interrumpieron unas sonoras carcajadas de los
presentes.
-
-
El día que vos te reformés, - dijo “el Miami” –
ese es el día que se va a caer el cielo.
No jodás, serote – respondió José, - inhalando
un “chamuscazo” del puro hechizo de
marijuana que estaban compartiendo en rueda.
– Un día no muy lejano, - continuó José - yo
voy a dejar atrás de mí todas estas “serotadas”,
me voy a convertir en un ciudadano derecho y
parejo, voy a ser todo un profesional y padre de
familia, que todos ustedes se quedarán
boquiabiertos cuando me vean manejando un
BMW por las calles de Toronto. Y ¡van a ver el
vergo de culos que me van a llover por todas
partes!
Ja, Ja, Ja, - interrumpió – José “Pat’e Palo” –
un individuo de aspecto salvadoreño quien se
vanagloriaba haber sido un autentico miembro
de la “Cosa Nostra” de Nueva York- ¡Me voy a
quedar boquiabierto al ver la verga que te van
a estar metiendo en el culo cuando estemos los
dos tras las rejas en un par de años con el
estilo de vida que llevamos, serote!
En ese momento se acercaron montados en
bicicletas dos jóvenes que bien podrían ser
gemelos, y que por su baja estatura, fácil podrían
pasar por fenómenos o enanos. Eran de nombre
Calixto y Pedrino, más bien conocidos como “Los
66
Chiquitos”.
-
-
-
-
-
-
-
“Caballo”, “Caballo” – dijo aquel que le
llamaban Calixto – Fijáte que me dieron la
chamba a la que me recomendaste y les ha
gustado mi trabajo. Me dijeron que llegara el
lunes de nuevo y que llevara otros dos serotes
que tengan ganas de ganarse unos reales…
Bueno, serote, y ¿usted porqué no saluda,
maleducado? – le interrumpió José “Pat’e Palo”,
sonriendo amistosamente al mismo tiempo.
Disculpen, Muchá, dijo el Chapin Calixto. – es
que vengo tan entusiasmado que después de
tanto tiempo de andar en la joda al fin voy a
sentar cabeza con mi chamaca que va a dar a
luz en unos meses…
Y ¿Cómo putas sabes que la criatura es tuya?
– preguntó José Beltrán, con sarcasmo.
Mira, serote, - respondió Calixto con enfado –
vos preocupáte con que no te vayan a “culiar”
estos maricas en esas tus andanzas que dicen
que hasta en los parques amanecés todo
apestoso…
Amanecí en el parque, ¡porque pasé “culiando”
un montón de viejas putas! – se defendió José
con orgullo.
Bueno, mirá, orita no tengo tiempo para estar
hablando pendejadas con vos. “Caballo”,
gracias por la recomendación, y mirá si logras
conseguirme otros dos cabrones que vengan
conmigo el lunes.
¿Cuánto te van a pagar? – preguntó Caballo.
Cuatro cincuenta la hora – dijo Calixto con
júbilo.
A mi me pasa el doble de eso el “Welfare” –
dijo José “Pat’e Palo” haciendo chiste.
67
Calixto le dio una mirada de disgusto, se montó en
su bicicleta y se largó sin despedirse.
-
He ahí, - dijo “Caballo” – alguien que tiene
mucho que agradecerme, y a quien yo le
agradezco mucho. No porque me ha hecho
favores, si no por el agrado que me da ver a mi
gente reformarse y regresar al buen camino de
la gente derecha y pareja. – Y con esto,
“Caballo” alzó la cerveza y agregó – brindo por
que un día todos ustedes puedan tener un
techo que les proteja, mujeres que les sean
fieles, y que se ganen el pan de cada día con
el sudor de su propia frente, y que en Canadá
mi comunidad hispana sea el orgullo de lo que
yo siempre he soñado…
En mi mente me dije, vaya, que hasta entre los
mismos pandilleros se encuentra gente que piensa
como yo.
-
“Caballo” – le dije - ¿te gustaría escuchar un
poema dedicado a mi gente hispana?
¿Lo escribiste tú mismo? – preguntó “Caballo”
con incredulidad.
Claro – le respondí.
¡Yeah, right! – dijo José con estupor a causa de
los efectos de la marijuana.
¡Qué se escuche! – dijeron los demás en coro.
Aclaré la garganta, me puse de pie, y contemplando
pensativamente la fogata que chisporreteaba, dije así:
68
Buscando una nueva guarida,
Dejé mi patria querida.
Buscando cicatrizar una gran herida,
Encontré una nueva vida.
En el Toronto donde está erguida
Una torre majestuosa bien conocida
Canadá, país de las nieves
Y de las mil maravillas
Tan repleto de inmigrante
Que hoy marcha ambulante
Buscando un futuro brillante
¡Hermano hispano-hablante
Lucha por salir adelante!
Canadá, país de las nieves,
Y de las mil maravillas
Donde conocí mi primer amante
Hoy me siento muy triunfante
Con ese recuerdo tan embriagante
Mejor me subo al TTC
Voy a rondar por ahí
En St. Clair yo me bajo
Para tomarme un atajo
A Caledonia quiero llegar
A ver las chicas bailar
Buscando momentos fugaces de felicidad
Fui a dar al show de Miss Hispanidad
Ella es una belleza sin vanidad
Llena de sencillez y sinceridad
69
Es esta mi linda raza trigueña
Donde unas dicen ser caleñas
Otras dicen ser caribeñas
Pero aquí todas son toronteñas
Hermano Latino,
Alza tu copa de vino.
Brindemos por el destino,
Que te ha puesto en mi camino.
Que seas chapín, o argentino,
O te apellides Crespín o Aquino,
Eso a mí me importa un comino,
Pues yo te ofrezco mi cariño
Al concluir mi declamación, vi con sorpresa que todo
mundo me contemplaba en silencio. José “Pat’e Palo”
se quedó con una sonrisa un poco avergonzada, como
atreviéndose a decir algo pero al mismo tiempo no
quería hacer el ridículo.
“Caballo” rompió el silencio:
-
-
Mano, ese poema sí que está bien “pijón”.
¿Estás seguro que no lo copiaste de algún
libro?
Por Dios que nos mira, te lo juro que eso nació
de mi propia inspiración.
Pues, te felicito. ¿Cómo me dijiste que te
llamabas?
Marcelo, Marcelo Bustamante, para servirte.
“Caballo” me estrechó de nuevo la mano, y me invitó a
conocer su casa, invitación la cual yo rechacé con
mucho tacto, pues desarrollar una amistad mas
70
cercana de la del parque, no me apetecía con aquellos
individuos.
Con un firme estrechón de manos a cada uno de los
presentes, me retiré a casa.
71
Amor a la Mexicana
Hay cosas en la vida que uno puede comprar o pedir y
considerarlas su posesión. Estas son las cosas
materiales. Hay cosas en la vida que uno tiene que
ganárselas día a día. Estas cosas no se compran ya
que no tienen un valor material. El amor es una de
estas cosas.
Esta no es la historia de la pérdida de la inocencia.
Esta es la narración de la primera y única amante a
quién yo quise y de quién yo me enamoré.
Todo comenzó durante una noche de noviembre de
mil novecientos noventa y siete, durante una fiesta
hogareña, allá en Scarborough, en casa unos amigos
mexicanos míos. Yo asistí un poco sin ganas, ya que
me imaginaba que iba a pasar una noche mediocre.
¡Qué equivocado estaba yo!
Llegué a la fiesta acompañado de mi buen amigo,
Jerónimo. Nada extraordinario ocurrió en las primeras
dos horas. Charla casual. Cerveza. Más charla casual.
Una que otra copa más.
Y de repente, ¡llegó la princesita azteca! Yo me
encontraba charlando con los invitados en la sala. Ella
se sentó en la mesa del comedor. Dándome la
espalda, no podía verle el rostro. Pero aun así, de ella
emanaba esa presencia enigmática que me llamo la
atención.
Mi amigo comentó: "Esa chica que acaba de llegar se
parece a la colombiana de La Classique."
72
Yo sonreí, y me dije en silencio: "También se parece a
la colombiana de quien me enamoré cuando tenia
quince años."
Poco tiempo después, mi amigo Gabriel, quizás al
notar que yo no le despegaba los ojos a Silvia, me
sugirió que la sacara a bailar. Yo me puse un poquito
nervioso.
Mas tarde, buscando excusa, me fui a sentar a la
mesa del comedor, cerca de Silvia. Disimulé mi interés
por ella al entablar una conversación con alguien más.
De reojo la observaba.
¡Que lindura! ¡Cuánto me hubiese gustado pasarle la
mano por ese cabello negro azabache!
Luego mejoró la música. Alguien sugirió que se
iniciara el baile. Yo me le adelanté a mi amigo al
apercibirme de sus intenciones: él estaba a punto de
sacar a bailar a Silvia.
Sin pensarlo dos veces, yo extendí respetuosamente
la palma de la mano izquierda a Silvia, solicitándole
que bailara esa pieza conmigo. Ella titubeó por unos
segundos, y luego se dibujó una linda sonrisa en su
rostro. Con una gracia muy femenina se puso de pie y
aceptó mi mano.
Y de esta manera, se inició aquella linda amistad que
conduciría a un romance de tres meses que sería toda
una luna de miel.
Un par de semanas después de esa memorable fiesta,
yo solo pensaba y hablaba de tres cosas: Silvia, Silvia
y Silvia.
73
"Oye, Marcelo," dijo Jerónimo, "Y ¿qué pasó con la
colombiana de La Classique que te tenia loquito la
semana pasada?"
"Pues Mano, ¡la colombiana de la Classique va quedar
sustituida muy pronto si no anda lista!"
"¿Pero si Silvia ya tiene novio?"
"Si, pero alguien me dijo que eso no significa nada. Yo
siempre he dicho que lo ajeno se respeta, pero un
colega del trabajo me dio otro punto de vista. El dice
que mientras no hay contrato oficial, todo hombre tiene
derecho a "someter su solicitud". Si la proposición es
buena, y la chica acepta, pues a uno no le queda que
resignarse por no andar listo."
El coche dobló a la izquierda tomando la famosa
avenida St. Clair W. El conductor me escuchaba,
ocultando una sonrisa. Yo continuaba con la misma de
siempre. "¡Silvia aquí! ¡Silvia allá! ¡Silvia esto! ¡Silvia
esto otro…!"
"¿Y cuál es tu plan de ataque?" Preguntó Jerónimo.
"Pues hasta el momento no tengo ninguno. He oído
que Silvia trabaja de mesera en un restaurante. Quiero
encontrar la dirección, y caerle así casualmente y de
sorpresa."
"Me parece buen plan. Pero ¿porqué no le pides el
número a tu amigo?"
"Se lo pedí, pero dice que él no la conoce. La chica
Karen es la que conoce a Silvia, pero no tengo
suficiente confianza como para pedirle el número de
74
ella. Además, no se como reaccionaría, ya que a esa
Karen parece que le gusto."
"Esa chica Karen no es mi tipo para nada Mano. ¿A ti
te gusta?"
"¿Francamente? No. Aunque me parece muy dulce."
El coche continuó avanzando por la St. Clair West. A
la derecha se divisaba el "Mañana Restaurant". Al otro
lado de la calle estaba "Mi Tierra Restaurant".
Yo comenté: "Sabes, esta área se me esta volviendo
muy hogareña."
"Para mí también," respondió Jerónimo. "A veces me
dan ganas de venirme a vivir aquí. Lo único que me
preocupa es que esta área tiene mala reputación por
las pandillas y la delincuencia."
"Hablando de delincuencia, a mí me dijeron que no me
meta en La Classique por que ahí ocurre trafico de
drogas. ¿Qué opinas?"
"Solo son rumores..." respondió Jerónimo, en tono
despreocupado.
"¿Qué te parece si invitamos a Silvia y a su amiga que
vengan con nosotros a bailar?"
"Me gustaría mucho. Que se vengan un viernes
después de la clase aquí a La Classique."
" ¡¿qué qué?! A La Classique nunca. Imagínate si
Silvia y la colombiana se reúnen en el mismo lugar?
¡No me conviene!"
75
Jerónimo estalló en una carcajada: "Ja, Ja, Ja. Todo lo
que tienes que hacer es pedirles que tengan paciencia
y se turnen. Bailas una pieza con una, y la otra pieza
con la otra."
Yo respondí en tono de chiste: "¡El día que eso ocurra
tendré que abandonar las esperanzas que alguna de
las dos va a ser mía!"
"¡Pues te deseo buena suerte Amigo!"
Luego llegamos al antro “La Classique”, donde me
encontré con mi amiga Sherry. Con ella, yo tenia
conversaciones similares.
"Y ustedes dos, ¿qué hondas?" Preguntó Sherry.
"No sé. La chica me gusta mucho, y me parece que le
intereso. Pero no estoy seguro qué es lo que se trae
entre manos.... sospecho que hay alguien más que la
está cortejando."
"Es muy probable. Siendo tan bonita, ha de tener
muchos admiradores."
"Eso me preocupa un poco. Ha de ser muy codiciada."
"Dime una cosa..."
"¿Diga?"
"A ti te gustaría dormir con ella, ¿verdad?". Sherry me
miró a los ojos, y sonrió coquetamente.
Yo titubeé al no saber que responder, y dije un poco
avergonzado: "No...."
76
"¡Ah! ¡Vamos! ¡Dime la verdad!"
"Bueno, tal vez...sí. Francamente, me gustaría mucho
hacerle el amor. ¡Sería algo maravilloso!"
Era tanto mi interés por Silvia, que me animé a hacerle
la declaración que tanto quería hacerle. La ocasión se
presentó un sábado por la noche, dos meses después
de haberla conocido.
Discoteca "La Classique". Es el domingo, primero de
febrero, poco después de la medianoche. Silvia luce
un vestido corto, amarillo y floreado. Luce muy
preciosa como de costumbre. Yo estoy cansado; un
poco de mal humor. Al verla tan linda, se me olvidan
todas las amarguras, y solo pienso en lo que tengo
que decirle esa noche: Me le tengo que declarar.
Un par de horas más tarde, Jerónimo y su amiga
Claudia están bailando en la pista. Silvia y yo nos
hemos quedado solitos. ¡Qué momento tan oportuno!
El corazón comienza a latirme aceleradamente, y
pierdo un poco de confianza. "Bueno" me repito en
silencio, "si me rechaza, al menos hice el intento."
Lentamente me le acerqué, y le hice la pregunta clave:
"¿Sabes qué? Te quiero preguntar algo..."
"¿El qué?"
"¿Tienes tú algún interés en mí como hombre?"
"¡Por supuesto que sí!" respondió ella, sin siquiera
titubear. La respuesta no pudo ser mar certera. Sentí
una gran alegría.
77
Yo continué: "¿En serio? Sabes entre nosotros dos se
podría formar una amistad muy, muy linda…"
"Eso creo yo también."
En ese momento comencé acariciarle el brazo y
lentamente busqué sus manos. Con delicadeza le
tomé la mano y se la besé tiernamente.
"Eso es algo que los hombres ya casi nunca hacen..."
"A mí me encanta besar las manos. Además yo no soy
un hombre ordinario."
Hubo un corto silencio y ella añadió: "¿Alguna vez te
ha pegado una mujer?"
"Qué pregunta tan inesperada..." Me dije en silencio.
¿Por qué hará tal pregunta en este momento? Tiempo
más tarde, me di cuenta que uno de los temores de
Silvia era de encariñarse de un hombre abusivo y
violento que maltratara a una mujer.
"No", le respondí un poco perplejo.
Luego pensé en hacerle una pregunta indirecta sobre
algo que yo necesitaba saber lo más pronto posible:
detalles íntimos de su vida sexual, especialmente su
fidelidad.
"Qué suaves tus manos. Lindos dedos… ¿sabes? Yo
tengo demasiados dedos en una mano para contar el
número de mujeres que he tenido en mi vida...."
Silvia no respondió; me dio una mirada como
confundida tratando de comprender por qué yo hacía
78
tal pregunta en tal momento. No me atreví a aclarar el
porqué de tal comentario.
"¿Sabes?, por lo que puedo ver hasta la fecha, no
sería imposible enamorarme de ti. Sería bastante
fácil." Ella respondió con una sonrisa humilde.
Yo continué: "Según mi filosofía, debo ser muy
precavido en este campo, ya que la mujer que logré
enamorarme podrá hacerme feliz o podrá destruirme."
Y esta filosofía impidió en gran parte que me
enamorara ciegamente de Silvia. Aunque ella quizás
nunca lo supo, yo noté ciertas cosas de Silvia que me
dieron un poco de temor. Ciertas cosas que ella dijo, y
ciertas cosas que ella hizo me sirvieron de
advertencia: "¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡Es preferible
proceder con un poco de cautela y reserva en esta
relación!"
Dos semanas después, nos encontrábamos juntos. Es
el sábado por la tarde. Hotel Casa Loma.
"Apaga las luces mi amor. Si cierras la cortina no me
enojo..."
¿Qué me vas a hacer si nos quedamos a solas sin
testigos?"
"Métete aquí en la cama conmigo y te lo voy a
demostrar…"
"No me lo vas a decir dos veces."
Ocultando mi nerviosismo, me metí bajo las sabanas.
Silvia estaba descalza. Lucía un sweater blanco y
79
negro, y un pantalón deportivo. Me estremecí al
pensar como luciría en unos instantes cuando la
habría despojado de todas esas ropas incluyendo toda
prenda íntima que al momento no estaba a la vista.
¡Qué emoción!
Con gran delicadeza, comencé a acariciarle el cabello.
Luego comencé con la frente, la mejía, la quijada... Le
di un beso tierno en la frente. En el momento del
chasquido de aquella caricia, ella cerró los ojos. Nos
frotamos cariñosamente las narices.
Yo murmuré algo inaudible entre dientes. "¿Mhmh...?"
Preguntó Silvia melosamente.
"Dije que ya me excitaste todo corazón..." "¡No te creo!
¿Tan pronto?"
"Date cuenta tu misma; toca…"
"¡Caramba Marcelo! ¡No lo puedo creer!"
Sin pedirle permiso, introduje lentamente la mano bajo
sus pantalones, y tiré hacia abajo con delicadeza. El
pantalón cedió, dejando a la vista la piel trigueña de
aquellos muslos de modelo, aquel cutis sin celulitis,
que al acariciarlo me daba una descarga eléctrica que
me estremecía hasta las entrañas.
Continué frotándole los muslos, y gradualmente ella
me ayudó a quitarle el sweater. Luego le desabroché
el brazier. El contacto de sus pechos sobre mi cuerpo
me llenó de emoción. Comencé a excitarme. Mis
labios buscaron sus pechos y comencé a mamar.
Minutos más tarde, Silvia murmuraba algo entre sus
80
labios. Al no comprender, le pregunté:
"¿Qué dices?"
"¡Quítame los panties ya mi amor!" Respondió con un
tono de impaciencia.
Sin más preámbulos cumplí con lo que se me había
pedido: La despojé de la tanguita negra que ocultaba
aquella parte íntima de su cuerpo que me dio un
escalofrío al contemplarlo.
Lentamente alcé la vista, y con una sonrisa le dije:
"Date vuelta, te voy a besar la espalda corazón."
"¡No mi amor!" dijo en protesta "¡Ay! Ya mi amor,
¡!Ya!!"
Obedientemente, procedí como se me había pedido. Y
así, nos encontrábamos como venimos al mundo,
deleitándonos en el acto supremo que una mujer y un
hombre pueden compartir.
Minutos después sentí que las fuerzas me
abandonaban. La respiración se volvió jadeante.
Silvia comenzó a quejarse complacida, y ambos
comenzamos a articular gemidos guturales y semihumanos. Gradualmente se dibujó una sonrisa en su
lindo rostro. Comentó casualmente:
"¡No está mal, no está mal!"
"Para un aprendiz creo que estoy haciendo muy bien,
eh?"
81
"¡Ay! ¡Cómo eres!"
"¿Sabes corazón? Tengo mucho que aprender. Pero
si hay algo que me enorgullece mucho, es poder decir
que en este campo soy un principiante. Ser libertino y
depravado no es ninguna virtud."
"Mi amor yo tengo sueño...." Y sin pedir permiso,
recostó su cabeza sobre mi pecho. Yo la envolví entre
mis brazos, le deposité un tierno beso en la frente y
cerré los ojos.
Cuando desperté, ya era de madrugada. Mientras ella
dormía, contemplé su cuerpo semidesnudo y mal
cubierto. Con delicadeza recorrí el elástico de sus
tanguitas negras. Repentinamente, el corazón me
comenzó a palpitar aceleradamente. Sentí que me
agobió la ternura al ver que en su lindo rostro se dibujó
una sonrisa al apercibirse de mis intenciones
indecorosas.
"¿Qué hora es?" Preguntó con una voz tierna y
amodorrada.
"Apenas van a dar las seis..."
"¿Me pasas la bata por favor?"
"¿Para que necesitas bata? ¡Así luces muy bien mi
amor!"
"¡Ay cómo eres! ¿Cómo que te gusta verme desnuda,
verdad?"
Yo me sonrojé, y me envolví entre las sábanas.
La mañana siguiente, después de aquella noche de
82
pasión, Silvia y yo llegamos a casa. Eran como las
diez de la mañana. Ya las niñas se habían levantado,
y Alana estaba con la abuelita en el comedor.
La nenita se alborotó al verme y gritó con entusiasmo:
"¡Papá!" Yo le ofrecí los brazos halagado, y ella vino
hacia mí. La senté en mis piernas, y ella me tomó por
la muñeca, indicando que quería saborear el caldo.
Con delicadeza y ternura, le di de comer depositando
cuidadosamente la cuchara en su boquita. Al alzar la
vista, sorprendí a Silvia, contemplando esa escena
con un semblante melancólico.
Se me cruzó por la mente un pensamiento:
"Parecemos una familia." Iba a preguntarle a Silvia en
aquel instante qué era lo que estaba pasando sobre su
mente, pero me dio no se qué. ¿Qué tal si me metía
en "camisa de once varas" y tal pregunta conducía a
temas más profundos que yo aun no estaba listo para
confrontar? Preferí quedarme callado.
Transcurrió el tiempo, y dejé que las cosas
progresaran a su manera. Todo marchaba sobre
ruedas: las niñas me habían aceptado como substituto
de su padre, y la madre de Silvia parecía no tener
ningún inconveniente con todo esto. Silvia y yo nos
entendíamos de maravilla, y cada fin de semana nos
íbamos de luna de miel.
Pero a pesar de todo esto, yo sabía que las cosas no
podían permanecer así indefinidamente. Tarde o
temprano había que confrontar un hecho de la vida
que no podía ignorarse: El hecho de que yo soy era
evangélico y Silvia no.
83
Con tristeza, acepté la amarga realidad: Lo nuestro no
iba a ser algo permanente a menos que una cosa
ocurriese - Silvia tenia que convertirse al evangelio; de
otra manera un hogar con ella sería imposible.
Silvia ignoraba esta realidad. Yo sentí la obligación de
comunicárselo. No podía estar engañándola,
haciéndole pensar que todo marchaba sobre ruedas
cuando en realidad yo estaba contemplando el triste
adiós que tarde o temprano tendríamos que
confrontar.
Además, yo tenía un presentimiento que existía la
remota posibilidad que ella regresaría con su exesposo. Por lo que yo había observado, de vez en
cuando el corazón de Silvia aun latía por Simón. Aquel
latido era casi inaudible, pero aun latía de vez en
cuando.
Resignado a perderla, le revelé los pensamientos que
yo había estado ocultando y que me habían estado
agobiando por las últimas semanas. Yo sabia que el
abordar ese tema posiblemente iba a marcar "el
comienzo del final" de aquella linda amistad que
apenas comenzaba a solidificarse.
La noche del veintiséis de mayo fue la noche que
marcó el comienzo del final de la relación con Silvia.
Esa noche, Silvia me había dejado saber que Simón
quería hablar con ella "con respecto a las niñas." Esto
me pareció un poco extraño. Habían quedado de
reunirse en cierta intersección en la vecindad de Silvia.
Esto me pareció también un poco extraño. ¿Por qué
no verse en su casa, o en un local público? ¿Y por qué
de repente Simón mostraba tanta preocupación
después de casi dos meses de ausencia?
84
Mi primer pensamiento fue que había "gato
encerrado". Sentí un poco de celos. Y aquel
presentimiento que yo tenía que actuar con cautela me
vino a la mente. Decidí de hacerme la idea que si por
cualquier razón yo perdía a Silvia, la vida tendría que
seguir adelante. Solo, sin ella.
Esa noche, más tarde, después de las diez, recibí un
recado grabado por Silvia. Me hacía saber que "aún
no terminaba de hablar con Simón, y que pronto
regresaría a casa." ¿Tanto tendrán que hablar? Me
pregunté. Aparte de eso, el tono de la voz de Silvia
sonaba bastante extraño. En lugar del tono cariñoso
con que siempre me había hablado, habló en un tono
frío y sinsabor, casi como que simplemente estaba
cumpliendo con un gesto de cortesía: haciéndome
saber que no se había desocupado de la cita con
Simón.
Me sentí más animado a tratar el tema del evangelio y
nuestra relación con ella. Decidí hacerlo tan pronto
nos viéramos las caras. No iba a haber necesidad de
esperar tanto tiempo.
Cerca de la medianoche, recibí una llamada. Era
Silvia, que finalmente había regresado a casa.
Después de un corto saludo fui al grano:
"¿Sabes qué Silvia?"
"¿Mmh...?" La voz sonó melosa.
"Hay un tema bastante profundo que quiero que
tratemos en persona lo más pronto posible."
"¿Algo bueno o malo?"
85
"Pues no puedo decir porque realmente no lo sé..."
"Ay, ya me pusiste curiosa. Ahora dime de qué se
trata."
"Mejor esperemos hasta mañana."
"No, ¡dame una idea al menos!"
"Es con respecto al Evangelio y el efecto que tiene en
nuestra relación."
"Ya. Ya me la hacia. Ha de ser por las cosas que yo
he dicho, ¿verdad?"
"En parte, sí. Yo he pensado mucho acerca de este
punto del que te quiero hablar, y sé que tarde o
temprano vamos a tener que hablar detenidamente de
este tema, ya que va a dictar el futuro de nuestra
relación."
"¿Qué? Eso quiere decir que es algo mucho más serio
de lo que yo pensaba."
"Sí, por eso me gustaría que habláramos en persona.
Me gustaría saber que va a ocurrir entre Simón y tú,
por que eso también influye todos estos resultados."
"Pues, ahora dime ya de que se trata, porque no
quiero quedarme así hasta mañana."
"Ok. ¿Recuerdas que una vez tú me dijiste que tus
planes eran de casarte y rehacer tu vida de nuevo?"
"Sí."
"Y una vez que estábamos en el “Mañana Restaurant”
86
yo te dije que ¿sentía
desperdiciando tu tiempo?"
como
que
estaba
"¿Aja?"
"También, no se si recuerdes pero en otra ocasión en
el “Restaurante Big Slice” te dije que si tú fueses
evangélica, ¿yo te pediría que te casaras conmigo?"
"Pues, fíjate que yo he reflexionado en cuanto a lo
nuestro. Y me parece que nuestra relación ha sido
maravillosa hasta la fecha. Pero no creo que se
desarrolle en algo formal a menos que tú te hagas
evangélica.
Antes de conocerte a ti yo siempre había mantenido la
idea que mi compañera debe ser alguien de mi religión
porque de otra manera, la relación va a ser bastante
difícil. Dudo mucho que algo entre tú y yo resulte en
un matrimonio...."
"Y entonces, ¿qué has decidido?"
"Pues, yo he pensado como sería vivir sin ti. Y ¿sabes
cuál es la conclusión a la que he llegado?"
"No sé, pero ya me estoy imaginando." Con un tono de
resignación.
"Sabes Silvia, yo he descubierto que me es bien difícil
vivir sin ti. Y sabes porque? Porque yo ya empecé a
quererte. Yo te quiero."
"Pero por lo que me acabas de decir, tiene poco caso
que continuemos juntos...."
87
"Mira, yo quería hablar contigo en persona, porque
tiene que haber alguna manera que lo nuestro
funcione."
"No estoy segura. Prefiero que me lo hayas dicho
ahora, porque fíjate que más allá hubiera sido más
difícil para los dos…ya me lo dijiste todo… es mejor
para los dos no herirnos más y que ya lo dejemos todo
así. No tiene caso que hablemos mañana."
"Silvia...dame veinticuatro...dame cuarenta y ocho
horas para pensarlo bien....tal vez haya algo que
podamos hacer..."
"Lo dudo... (Pausa). Mas que vas a herirte mas..."
"Fíjate que lo nuestro apenas ha comenzado; todavía
estamos conociéndonos y desarrollando la relación...."
"Bueno, vamos a hacer esto: hablemos mañana pero
no te prometo nada. Yo sinceramente ya tomé mi
decisión."
"OK. Te llamare mañana por la mañana. Silvia, si
terminamos... me va a ser difícil recuperarme y
acostumbrarme a vivir sin ti...."
"Hablemos mañana. ¿OK?"
"OK, Que pases buenas noches."
La mañana siguiente, yo iba a aprender lo que era
derramar lagrimas por una mujer. ¡Qué experiencia tan
tierna!
Yo miraba por la ventana de mi oficina, desilusionado
88
al contemplar las agradables memorias de aquel lindo
romance que poco a poco se estaba desintegrando
ante mis propios ojos.
Ya parecía que no había nada que yo pudiese hacer al
respecto. Esto me producía una sensación de tristeza
y desesperación semejante al sentimiento que uno
siente al contemplar la bella ocultación del sol en la
lejanía del horizonte. Allá, detrás del mar, el sol va a
desaparecer, lentamente desvaneciéndose, dejando
una mancha de marrón que se llevará consigo toda mi
fuente de energía, todos mis sueños y mis ilusiones.
Uno quisiera tener poderes del omnipotente para
poder detener el tiempo; para poder alterar el curso
del destino y así moldear el futuro e impedir que el
amargo crepúsculo anuncie la llegada de la
insoportable oscuridad.
Qué lindo era contemplar detenidamente aquellos
íntimos momentos que ella y yo habíamos compartido
en la soledad de aquel dormitorio. Hotel "Casa Loma".
A partir de este momento, esta palabra tendría un
significado especial para mí.
Qué lindo era amanecer en sus brazos. Al despertar,
descubrir su cuerpo semidesnudo a mi lado. Lucía tan
vulnerable y tan ingenua. Ella había puesto su
confianza en mí ciegamente. Y ahora, horas después
del amanecer, aun reposaba cómodamente en mis
brazos, mientras yo la mimaba y le acariciaba
tiernamente el cabello. Contemplar su lindo rostro.
Luego comenzar a frotarle todo el cuerpo con gran
delicadeza. Qué cutis tan suave. ¡Dios Mío! ¡Que
emoción tan agradable pensar que ella me pertenece!
Que somos el uno para el otro; que somos dos
adultos… libres de deleitarnos en aquel juego
89
prohibido para menores.
El alboroto de la oficina me sacó de aquel trance.
Volviendo a la realidad sentí que mis ojos se
humedecieron. La vista se me empañó. En ese
momento contuve las lágrimas, y me refugié en mi
trabajo.
Repentinamente, recogí el teléfono y marqué su
número. Ella contestó al teléfono con esa voz tan
dulce y tan ingenua:
"Hello?"
"Hola..." A pesar de pronunciar con una voz ronca, no
dejaba de ocultar el pesar que sentía dentro.
"¿Como estás?"
"No sé…Sabes…Si tu y yo terminamos, me va a ser
muy, muy difícil recuperarme. Muy difícil..." Los ojos se
me humedecieron de nuevo.
"Pero creo que estamos engañándonos al continuar,
¿no?"
"Tiene que ver algo que podamos hacer para poder
continuar..."
"Bueno, hablemos hoy más tarde. Pero no te prometo
nada...."
Ese mismo día por la tarde, llegué a su casa. Silvia
mandó a Alana a la cocina para que ella y yo
pudiéramos hablar a solas en la sala. Durante esa
conversación, yo pude confirmar mis sospechas: Silvia
90
aun sentía algo por Simón. Ella le había dado un beso
al despedirse de él.
Además, de una manera u otra, Silvia le había dado
esperanzas a Simón, ya que éste, tan pronto pudo,
terminó la relación con su amante Chilena, y se dedicó
desde ese momento a una cosa: La reconquista de
Silvia.
Todo esto aconteció gracias a una sencilla razón:
Silvia le abrió las puertas de par en par a Simón.
Estando consciente de esto, mi sentido común me
decía que en realidad no tenía caso que habláramos
más. Simplemente teníamos que terminar. Pero en
aquellos mementos, yo me sentía muy encariñado de
Silvia, e inconscientemente yo bloqueaba esta
realidad. Y siendo así, trate de convencer a Silvia que
lo nuestro apenas comenzaba; que con un poco de
esfuerzo, todo volvería a la normalidad y ella y yo
volveríamos a ser la pareja de enamorados que
comenzábamos a ser.
De un lado, existía la remota posibilidad que Silvia
progresaría en el evangelio, y así avanzaría por el
sendero que conduce a la inmortalidad y libertad total.
Yo y ella formaríamos un hogar muy sólido, y yo
tendría dos lindas pichoncitas que me dirían "papá", y
otra linda cachorrita que me llamaría "papacito".
Pero mis instintos me advertían que las probabilidades
que lo nuestro se desarrollaría en algo serio eran muy
remotas. Había demasiadas barreras insuperables
para que lo nuestro tuviese éxito.
91
Principalmente, estaba la religión que forma parte
íntegra de mi vida y no de Silvia. En segundo lugar
había un idiota que no dejaba de dar lata. Y en tercer
lugar, había otro hombre de quien Silvia solo tenía que
pronunciar su nombre para que los celos me
agobiaran.
Y siendo así, y por estas razones, lo nuestro terminó.
Al día siguiente, en la casa de Simón, el teléfono sonó
dos veces. El tipo al otro lado de la línea levantó la
bocina. Dijo un poco adormitado y con uno tono de
disgusto: "¿Alo?"
"Simón, te habla Marcelo. Te tengo una buena noticia."
"¿Sí?" Con un poco de sorpresa y desconfianza en la
voz.
"Decidimos terminar con Silvia por varios meses por
una o dos razones."
"¿Aja?..."
"Ayer cuando los vi a ustedes juntos, como toda una
familia, me sentí como un intruso, y no me gusta ese
sentimiento para nada."
"Y ¿cómo conseguiste mi teléfono?"
"Pues una vez que Silvia se lo dio en voz alta a Alana,
yo estaba escuchando."
"Mmh..."
"¿Te puedo hacer dos sugerencias?"
92
"Tal vez…"
"Yo quede muy encariñado de Silvia, y me va a ser
muy difícil acostumbrarme a vivir sin ella. Quiero que
estés al tanto de ciertas cosas que ella quiere y que
necesita."
"¿Cómo qué?"
"Silvia a menudo se queja que el apartamento donde
vive es muy frío durante el invierno, y también es muy
pequeño para todas. Yo estaba en planes de ayudarle
para mudarse. El único problema era el pago para el
último fin de mes de renta. Si estas dispuesto a
ayudarle, yo puedo poner la mitad y tú pones la otra."
"No te preocupes por eso...."
"Otra cosa: Alana me dijo que necesitaba un casco
para la bicicleta, y también he oído que se queja que
el traje de baño ya le queda muy pequeño. Si no
quieres conseguírselos tú, se los consigo yo."
"Ya te dije que no te preocupes por eso...."
"Y te voy a ser muy franco. Yo todavía no he perdido
esperanzas con Silvia. Yo te doy seis meses para que
reformes tu hogar con ella. Pero si en ese tiempo
descuidas tus obligaciones como padre y como
esposo, yo voy a comenzar a cortejarla de nuevo."
"Yo nunca, nunca, he descuidado mis funciones como
padre ni como esposo. Hay muchas cosas sobre el
matrimonio que tú no conoces."
"Ese es un punto discutible. Pero lo único que quiero
93
que sepas es que si en seis u ocho meses no te has
ganado a Silvia, yo la voy a cortejar de nuevo, si
todavía no tiene a nadie."
"Me parece que tú y Silvia todavía tienen cosas que
hablar."
"Eso déjalo entre Silvia y yo. Todo lo que quiero es
que sepas que si ustedes están de regreso en seis u
ocho meses, yo les voy a dar un aplauso. De otra
manera, yo la voy a cortejar otra vez."
"Mira, con la ayuda de Dios todo se va a resolver con
mi familia. Tú rehaz tu vida."
"Bueno, es todo lo que quería decirte. Buena suerte."
Sin despedirme, colgué.
Pero aunque ya todo terminó, es imposible que yo la
olvide por completo o que no sienta algo por ella.
Parece ser que solamente cuando hay disgustos y
sinsabores uno olvida por completo a la otra persona.
La memoria de Silvia ocupará mi corazón hasta que
otra la remplace. Tendrá que ser alguien muy especial,
con las mismas o mejores cualidades.
Y a pesar de que ella no fue la mujer que me despojó
de la inocencia, Silvia fue definitivamente la primera y
única que seriamente me adiestró en asuntos del
amor; la primera y única amante a quien yo quise y de
quien yo me enamoré.
A veces cuando me encuentro a solas, y me pongo a
recordar los momentos lindos que pasamos juntos,
daría cualquier cosa por tener poderes sobrehumanos
para poder retroceder el tiempo y moldear el futuro a
94
mi manera. Pero desgraciadamente las cosas no
funcionan así en este mundo material.
Y de todo esto, he aprendido una pequeña lección: el
sexo no es el medio que establece y refuerza una
relación. El sexo es un privilegio reservado a toda
pareja que ha tenido éxito en establecer una relación
fuerte por medio de la comunicación, el amor sincero y
la comprensión.
95
Dos Mil Veinte
Es el año dos mil veinte. A penas se siente como un
año diferente a los anteriores. Las celebraciones
navideñas se llevan a cabo como de costumbre. Este
año, un grupo de amigos de mi juventud y yo
decidimos reunirnos en “Las Brisas”, un restaurante
ecuatoriano, que lleva más de treinta y cinco años
sirviendo a la comunidad hispana de Toronto. De
hecho, este lugar, junto con “El Rancho” y “Babaluu’s”,
se jactan de ser los lugares hispanos con mayor
longevidad en nuestra comunidad.
Ya para este entonces, todos aquellos de nosotros
que nos reuníamos en el parque de Christie Pits y
High Park, durante la década de los noventa, hemos
envejecido. La mayoría son abuelos, sin embargo, yo
sigo siendo soltero. He cumplido los cincuenta y tres
años, y a pesar de no haber perdido el cabello, luzco
parches grises en ambas sienes. Debido a mi continua
adicción a los deportes, he logrado mantener el mismo
peso, por lo tanto, no he cambiado mucho a pesar que
ha transcurrido treinta y siete años desde que pisé
suelo canadiense en mil novecientos ochenta y tres.
Llego a “Las Brisas” con mi amigo de la juventud, José
Beltrán, quien es padre de cinco hijos, dos de ellos
adolescentes, cada uno con diferentes mujeres. José
tuvo una juventud muy dinámica, y ahora, hasta cierto
grado está sufriendo las consecuencias. El haber
tenido tres divorcios casi lo lleva a la ruina, y los pagos
mensuales que tiene que hacer para mantener a sus
hijos absorben más de cincuenta por ciento de su
salario. Sin embargo, José jura que no se arrepiente
de su conducta del pasado, pues los hijos, una de
96
ellas hembra, le dan mucha satisfacción.
“Oye, José”, – le digo yo – “sé que llevas más de
veinte años sin tomar una gota de licor, pero, ¿te
ofendería si te pido que esta noche nos echemos unas
copas? Fíjate que por fin admitieron que se venda
“chicha” en las licorerías locales, y traigo conmigo tres
botellas.”
“Pues, no sé”, - dijo José – “desde que me hice
alcohólico anónimo en el noventa y nueve ya no siento
la necesidad de beber”.
“Pues te felicito”, - le dije yo – “y no me ofende en
absoluto tu decisión. Sin embargo, yo tengo el mismo
punto de vista de siempre: el alcohol no cae mal,
siempre y cuando lo ingieras con moderación. Pero,
solo por esta noche, quiero violar la regla”.
Al llegar a la entrada de “Las Brisas”, el encargado de
seguridad me hizo las inspecciones de rigor: examinó
la cantidad y tipo de alcohol que yo traía, me cobró la
cuota de entrada, ciento noventa dólares, basándose
en la cantidad de botellas que yo iba a introducir al
local. Considerando que el salario mínimo en aquel
entonces era de cuarenta dólares la hora, esta cuota
de entrada no se consideraba exorbitante, y era en sí
“standard” en las discotecas hispanas de Toronto.
Luego pasamos a una sala de espera, donde una
jovencita nos escaneó a ambos con el detector de
metales que ahora se usaba por doquier en los antros
hispanos. Luego, con un aparato que bien parecía una
lupa, nos escaneó la iris, y automáticamente
quedamos registrados en una base de datos accesible
a autoridades locales e internacionales. De esta
97
manera ellos mantenían un control absoluto de los
presentes, datos que también quedaban a la
disposición de la FBI, la CIA, INTERPOL, CSIS
(Canadian Security Intellegince Service), y por
supuesto, la NSA.
Ya dentro del local, pedí una mesa en la sección
donde no estaba permitido fumar ni marihuana ni
tabaco. En esta época moderna, la marihuana se
había legalizado por completo, y era posible comprar
cajetillas de marihuana, igual que se compraba una
cajetilla de cigarros.
Al sentarnos a la mesa, a través del vidrio
transparente en la sección de drogadictos y fumadores,
vi a Maximus, un tipo italiano, cincuentón, que José y
yo llevábamos más de treinta años de conocer. Le
hice un gesto de saludo a Maximus a través de la
pared transparente que nos separaba, y el tomó el
“Mesa-Celular” y marcó el número de mi mesa. Su
cara apareció en la pantalla de mi “Mesa-Celular” y yo
le dije:
“¿Qué pasó, Maricón?”
“Con ganas de cogerte, como de costumbre.” –
respondio él.
“Nunca pierdes las esperanzas, a pesar de todas
estas décadas transcurridas, ¿no es así?”
“Son bromas,” – dijo él – “sé que a machos como tú,
no me los logro ‘culiar’ aunque les ofrezca el mundo
entero”.
En efecto, Maximus, desde su adolescencia, había
98
sido un tipo depravado en todo el sentido de la palabra.
Era cocainómano y bisexual, pero su preferencia eran
muchachos adolescentes. Este detalle se mantuvo
secreto hasta hacía dos años atrás cuando en el dos
mil dieciocho, la ciudad de Toronto aprobó una ley a
nivel provincial que las relaciones homosexuales eran
permitidas entre adultos y menores de edad siempre y
cuando este último fuera mayor de catorce años.
Cuando el momento llegó de esa ley, muchos maricas,
salieron del closet, y se dieron a conocer como los
seres depravados que ellos eran en el fondo. Ahora en
el dos mil veinte comenzaban a haber discusiones de
permitir, legalmente, relaciones sexuales entre padres
e hijos, siempre y cuando el sexo fuera “consensual”.
¡Caramba! Donde nos ha llevado “el modernismo”, me
decía, yo mascullando entre dientes.
Colgué el Mesa-Celular, deseándole a Maximus una
feliz navidad y próspero año nuevo, y eran mis más
sinceros deseos que los poderes celestiales le
abrieran los ojos para que él pudiera ver el camino en
el cual él andaba.
Al colgar, José me dijo:
“¿A quién más estamos esperando esta noche?”
“Pues, invité a tres culos. Una es colombiana, la otra
es peruana, y la tercera es una amiga de la oficina que
dijo que iba a traer un par de amigas también”.
“Sin duda vamos a necesitar ayuda con ese gran
vergo de culos. ¿Porqué no le pediste a Maximus que
se viniera a acompañarnos?”
99
“¿Qué? Conociendo a ese pinche maricón es capaz
de venir a ver qué cosa agarra acá en nuestra mesa. Y
créeme que él no va a limitar sus posibilidades con las
“faldas” que lleguen”.
José estalló en una carcajada, diciendo: “Te apuesto a
que él se anda culiando ese chavito que está sentado
en su mesa acompañándole”.
“Que se lo ande culiando o no, me vale madre.
Cambiemos de tema, ¿por fa?”
Como una hora después de haber tomado asiento,
llegaron las invitadas: Maritza y Jacqueline, la
colombiana y la peruana. Ambas estaban ya bastante
cuarentonas, pero todavía estaban bien “de toque”
como suelen decir los salvadoreños.
Jacqueline, la peruana, había sido amante mía
veinticinco años atrás, cuando ella apenas tenía veinte
años. Y a pesar que lo nuestro jamás se convirtió en
una relación seria y formal, ella y yo llegamos a
conservar una gran amistad. Ahora era divorciada,
pero no tenía hijos. Aun conservaba su figura esbelta,
pero yo tengo que confesar que el cariño que yo ahora
le guardaba era estrictamente platónico, y la veía mas
como un familiar consanguíneo, que como una amante
potencial.
Poco antes de la media noche, por ahí de las diez, se
dio inicio al show de talento. Hubo toda clase de
presentaciones, donde el número más espectacular
fue un show de “meretango”, un baile nacido en los
sectores pueblerinos de Argentina durante la década
del dos mil diez, e importado al extranjero por la
tecnología moderna que facilitaba la transmisión de
100
conocimiento instantánea, cosa que no existía durante
el siglo veinte.
Concluido el baile de “meretango”, me tocó mi turno.
Era una sorpresa que yo le tenía guardada a
Jacqueline. Se trataba nada menos que de una balada
que yo había compuesto unos días antes, para
conmemorar aquella aventura que habíamos tenido
durante nuestra juventud.
El maestro de ceremonias de “Las Brisas”, Jorge
Colero, nieto del propietario del restaurante “El
Rancho”, rival de “Las Brisas”, me invitó a pasar al
escenario, decorado de un impresionante arco iris
artificial. Al dirigirme al escenario, surgió una especie
de lluvia que no mojaba la ropa. Cómo y de qué
manera esto se lograba, solo los científicos lo sabrán,
pero tengo entendido que la nueva tecnología había
descubierto una manera de hacer que las gotas se
desvanecieran al hacer contacto con el calor de la piel
humana, debido a un campo de energía que portan los
humanos, y que la cultura china había descubierto
hacía tres mil años atrás, dándole a este campo de
energía un nombre: El Sistema Meridiano de Energía.
Al tomar la palabra, dije en un tono varonil:
“Quiero dedicar esta canción, exclusivamente, a una
“jovencita-jovensota” que se encuentra con nosotros
esta noche. Su nombre es Jacqueline, y se encuentra
en este momento en mi mesa, acompañada de mi
amigo de la niñez, José Beltrán.”
En ese instante las cámaras del local enfocaron mi
mesa y en las pantallas gigantes se divisó
momentáneamente la presencia de mis compañeros.
101
Jacqueline tenía las manos cubriendo su boca,
sorprendida de tal presentación, pues, tal como lo dije
anteriormente, esto fue una sorpresa para ella y para
todos los demás ahí presentes.
Después de un enorme aplauso y de gritos de júbilo
entre aquellos que ya me conocían en el campo
artístico, sonó una música suave, y muy romántica en
el fondo, y luego yo comencé así:
Jacqueline, mon amour,
Llegaste a mi vida en el momento mas
inesperado,
Cuando el sol estaba a punto de ocultarse en el
horizonte,y las estrellas iniciaban su parpadeo
infantil nocturno.
Jacqueline, mon amour,
Llenaste mi vida de alegría y entusiasmo,
Tu sonrisa infantil desintegra la seriedad que
me agobia. Tu grata presencia le da nuevo
sentido a mi existencia.
Jacqueline, mabelle,
Percibo mucha reserva en tu corazón,
¿Será porque te intimida mi persona?
¿Será que tu corazón late por alguien del
pasado?
O ¿habrá otra razón que no deseas revelar?
Mabelle, mon amour,
102
Sé que cualquiera que sea el motivo de tu
reserva,
siempre seguiré siendo tu amigo y ángel
guardián.
Jacqueline mabelle,
Alza la mirada y contempla las bellezas
celestiales. Ahí en el infinito se ha posado una
gran estrella. Esta y otra son tus ángeles
guardianes que velan por ti.
Mabelle, mon amour,
No olvides que en la tierra hay ángeles sin
alas,
Y a pesar de sus debilidades, flaquezas e
imperfecciones,siguen siendo ángeles
terrestres que velan por tu felicidad.
Jacqueline mon amour,
Cerca de ti hay dos ángeles terrestres que
velan por ti, y que siempre te protegerán
Al siguiente día, después de una noche de parranda,
amanecí con una jaqueca que ahora en mi vejez
siempre acompañaba los desvelos y parrandas. Era el
primero de enero del dos mil veintiuno.
Eran quizá los once de la mañana cuando sonó mi
“visio-celular”. Vi en la pantalla que era José Beltrán,
quien estaba en el jacuzzi de su casa. Portaba
solamente una toalla y le acompañaba una muchacha
103
rubia que le estaba dando un masaje en la espalda. La
reconocí al instante, era Soila, hija de uno de “los
chiquitos”, dos chapines (guatemaltecos) que fueron
unos antiguos conocidos nuestros.
Debido a que yo todavía portaba las ropas con las que
había asistido a la celebración anterior en “Las Brisas”,
los invité a que pasaran adelante, a la intimidad de mi
recámara. Apretando el botón verde de “holograma”,
las figuras de José y Soila aparecieron en holograma
frente a mí.
Era asombrosa la integridad tri-dimensional del
holograma. En los últimos cinco años, la empresa
Siemens había estado piloteando nuevos visiocelulares, y por fin había logrado sacar un holograma
a colores que daba una imagen idéntica a lo que uno
vería si tuviera a la persona en su presencia. Cuando
José apareció delante de mí, yo podía ver el vapor de
su aliento, y también podía distinguir unas marcas
pálidas y rojizas en el pecho y en la garganta, que era
evidencia de lo que él y Soila habían pasado haciendo
la noche anterior.
“¿Que húbole?” – me dijo José, con una gran sonrisa
en su rostro.
“Pues, no tan bien acompañado como tú,” – le
respondí yo, dirigiendo la mirada hacia Soila que
portaba un bikini rojo y muy sensual.
Soila era hija de Pedrino, mejor conocido como “el
chiquito”. Este había muerto de cáncer en el dos mil
trece, a los cuarenta y tres años de edad. Esto fue una
gran desgracia, pues ese mismo año el Ministerio de
Salud Pública, junto con la WHO (World Health
Organization) anunciaron el descubrimiento de una
104
preparación química que, a pesar que no erradicaba el
tumor de cáncer, hacía en sí que la enfermedad no
fuera fatal debido a que se estancaba el crecimiento
de este mismo con este nuevo tratamiento. De esta
manera, el cáncer había dejado de ser la enfermedad
aborrecible que había sido en el pasado. Ahora en el
dos mil veinte, tener cáncer causaba la misma
reacción que tener otra enfermedad incurable pero
benigna tal como la diabetes, colitis o prostatitis.
Soila era una chica que ya se aproximaba a los treinta.
Por parte de madre llevaba sangre anglo-sajona. Esta
combinación de sangre mezclada le daba a Soila una
belleza muy exótica. Tenía el cabello rubio, la piel
semi-trigueña, y unos ojos café claros que era un
placer contemplarlos.
Ella había sabido aprovechar su belleza y su juventud,
y era modelo para una agencia local que le pagaba un
salario elevadísimo. Le gustaba la buena vida, y,
soltera y sin hijos, se iba con aquel que mas billete le
soltara.
“¿Qué les parece si nos vamos a desayunar al Maya
Restaurant? Sirven longaniza con frijoles fritos, crema
y plátanos.”
“Me parece fabuloso”, dijo Soila, con un acento anglosajón bien marcado. “¿Tú invitas?”
“¿Cuando no?” dije yo, con resignación, conociendo
bien a Soila.
“Te paso a recoger en unos quince minutos,” ofreció
José.
105
“Sale”, dije yo, saltando de la cama y colgando la
llamada al mismo tiempo.
Tal como había prometido, José llegó en su Ferrari del
año, un carro deportivo capacitado para correr a ciento
noventa kilómetros por hora. Hoy en día Toronto había
cambiado los límites de velocidad, y tal que como lo
era en Europa, no había límite para correr en ciertas
autopistas.
Rumbo al restaurante “El Maya”, tomamos la carretera
cuatrocientos uno, y en cuestión de diez minutos
llegamos al área de Jane y Wilson, vecindad en la cual
se encontraba “El Maya Restaurant”.
Hoy en día a la intersección de Jane y Wilson le
apodaban en inglés “Spic-Land” debido a la cantidad
de hispanos que se había concentrado en el área. A
pesar de que “los hispanos siempre serán hispanos”,
el área de Jane y Wilson y el área de Jane y Finch, no
eran estadísticamente las áreas más peligrosas de la
región de Toronto. El primer lugar se lo llevaban los
barrios afro-canadienses en el área de Scarborough,
según encuestas locales.
Al llegar a “El Maya” restaurant, nos recibió el
propietario, Beto Carpintero, un hombre de unos
sesenta años, de origen guatemalteco, quien había
abierto las puertas al público a mediados de los
noventa. Hoy en día la fama de su restaurante había
crecido tanto que su nombre a menudo figuraba en los
periódicos y revistas locales como uno de los cinco
mejores lugares de la ciudad para estimular el paladar.
Luis nos condujo a la segunda planta del local, en una
mesa exclusiva localizada en el balcón donde se veía
106
la majestuosa torre de Toronto. Era un paisaje
verdaderamente espectacular.
Paseando en el cielo, alrededor de la torre se veía un
par de jóvenes en “Aeronetas”, una especie de
aparato para elevarse con alas livianas, que era un
adelanto de
los “planeadores” o “hang-gliders”;
aquellos aparatos deportivos que se sustentan y
avanzan aprovechando solamente las corrientes
atmosféricas. Hoy en día, había salido un planeador
más avanzado que por primera vez estaba equipado
con un motor muy potente y liviano, del tamaño del
puño de un hombre adulto. Con este nuevo deporte,
los cielos de toda el área de Toronto se
congestionaban con jóvenes y adultos que
comenzaban a depender de este nuevo medio de
transporte para desplazarse de un lugar a otro.
“Vaya,” comentó José, señalando a uno de los jóvenes,
“hoy en día ya no es necesario subirte a la torre si
quieres apreciar el panorama de ahí arriba.”
“Un día de estos,” - agregó Soila - “va a ocurrir una
catástrofe en las calles de Toronto cuando se
comience a abusar y los borrachos se suban arriba
para andar haciendo sus payasadas en esos aparatos”.
“Yo solo quiero ver cuando salga un psicópata serote y
comience a bajarse a todos esos hijos de puta con un
escopetazo. Van a ver las noticias de primera plana
que eso va a hacer…”
“Ay, ay, ay,” - agregué yo – “eso sería peor que la
serie de asesinatos que ocurrieron en Washington en
el dos mil dos cuando aquel chavo, Muhammad, y su
cómplice, Malvo, andaban matando gente por las
107
calles...”
En ese momento nos interrumpió la llegada de un
caballero de aspecto testarudo, su pelo ya pintaba
muchas canas, y a pesar de su aspecto cincuentón, en
realidad este señor ya casi llegaba a los setenta. Era
Ismael Barrios, quien había emigrado a Canadá
durante la década de los setenta, desde su natal
Guatemala, donde había sido miembro del ejército; en
concreto, miembro de la temible G-2, que era el brazo
de inteligencia de las fuerzas militares. Estos
individuos tuvieron en un tiempo una reputación
notoria por sus violaciones a los derechos humanos, y
la institución entera fue por lo tanto desmantelada.
Muchos de ellos se encontraron rodeados de
enemigos por todas partes en su mismo país natal, y
por consecuencia, Canadá les abrió la puerta de par
en par ofreciéndoles refugio político.
Ismael se sentó con nosotros.
“¿Qué tal caballeros?”
“¡Ismael! ¡Qué gusto de verte! ¡Feliz año nuevo!” – dije
yo, estrechándole la mano.
“Feliz año nuevo”, repitió José desde su asiento
ofreciéndole también la mano.
“¿Les puedo acompañar?” – preguntó Ismael.
“Ten la bondad…” – le respondí yo indicándole la silla.
“Luis,” – dijo Ismael, refiriéndose al propietario y
mesero, “¿me traes una longaniza con huevos y
crema?”
108
“En seguida…”, respondió Luis.
“Y entonces, ¿Qué planes para el 2021?”, le pregunté
a Ismael.
“Pues, primeramente, quiero ver a la llegada de mi
tercer nieto hoy en mayo”, respondió Ismael.
“Felicitaciones,” respondió José, “yo con un poco de
suerte voy a ser abuelo en unos pocos años”.
“¿Qué se siente ser abuelo?”, pregunté yo a los dos.
“Pues, cuando nace tu primer nieto, te digo que es
algo maravilloso. Yo diría que es una sensación
superior a la de convertirse en padre por primera vez.
Ves realmente el producto de todos tus esfuerzos, ves
que tu longevidad se extiende hacia la inmortalidad, y
en fin, yo opino que tienes que vivir la experiencia para
poder apreciar lo que es convertirse en padre o
abuelo”, agregó Ismael.
“¿Tus nietos hablan el español?”, preguntó Soila,
quien había permanecido callada hasta ese momento.
“Pues, no tan bien como me gustaría”, dijo Ismael,
“pues dos de ellos tienen madres hispanas que
nacieron en Canadá, y el esposo de mi hija es
japonés…”, añadió Ismael un poco desilusionado.
“Oye, que se está mezclando la sangre”, agregué yo.
“Sí, yo opino que en otros veinte años el Canadá no
será un país de inmigrantes si no un país de una
mescolanza de razas como no se ha visto en la
historia de la humanidad…”
109
“Y ¿qué piensan ustedes en cuanto a tener un primer
ministro hispano? Ya ven que tenemos una ministro de
cultura hispana”, agregó José.
“¿Quién?” - pregunté yo.
“Nadie menos que Toña Reyes,” agregó Soila.
“¿Toña Reyes? ¿La que se escucha en la radio y que
organiza el “Festival Sabor Latino” aquí en Toronto?” pregunté con incredulidad.
“La misma; la eligieron hace un mes,” agregó Soila.
“Toña Reyes se ha convertido en el orgullo de todos
los hispanos. Yo diría que al ritmo que lleva, en unos
cuantos años ella podría llegar a la presidencia de
Canadá”.
“Ja, Ja, Ja…”, rió José, “¿Presidencia? Corazón,
Canadá no es una república, por lo tanto no digas
presidencia. Se dice “Primer Ministro”.
“Bueno, ya, ya, no tienes que ponerme en ridículo en
público, José…”, respondió Soila, un poco molesta.
“Perdón, mi amor…”, dijo José cubriéndose el rostro,
fingiendo remordimiento.
“Escuchen…”, dije, “¿qué les parece si celebramos el
dos mil veintiuno con un viaje en aeroneta?”
“!Vamos, vamos!”, interrumpió José con entusiasmo.
“Ay, vayan ustedes, ya que tantas ganas tienen de
matarse…”, dijo Soila con indiferencia.
110
“Mira, Marcelo,” dijo Ismael, “si yo he llegado a los
setenta, es porque he sido prudente.”
“No abran la boca mas. José, ¿Qué esperamos?”
Pagamos nuestra cuenta, nos despedimos de los
conocidos, y salimos disparados para el lugar más
cercano que tenía el alquiler de esos nuevos aparatos.
Al llegar al local “Metro Hang-Gliders”, José y yo
eramos los únicos “ancianitos” con agallas de probar
ese nuevo deporte. Todos los demás eran jóvenes
atléticos, la mayoría entre los dicieocho y veinticinco
años que nos miraron con un poco de desprecio al ver
nuestro estado físico y cabellera gris, pidiendo un par
de aeronetas.
“Estos monos serotes piensan que sólo porque son
“culicagados” tienen la licencia para practicar este
deporte…”, dijo José con disgusto al observar las
miradas desagradables de algunos jóvenes.
“No les pongas cuidado; yo no he vivido mi vida siendo
un “Don Qué Dirán de la Gente’” respondí yo, mientras
me colocaba el aparato y arrancaba el motor.
En cuestión de minutos, me encontraba volando por
los aires, y me sorprendió la facilidad con la que el
aparato se dejaba maniobrar.
“José, José…”, dije hablando en el visio-celular que
venía en el aparato.
“¿Qué hondas?”, preguntó José, acercándose a mí por
la izquierda.
111
“Demos un ‘vueltín’ por el lago y vayamos a ver la
mara de High Park…”
“¡Sale!”
Al elevarnos a unos quinientos metros de altura, se
alcanzaba a ver la ciudad de un extremo a otro, y más
allá quedaban las montañas cubiertas de nieve.
Al volar encima del Lake Ontario, el paisaje era
sumamente impresionante como nunca me lo hubiese
imaginado. La CN Tower estaba rodeada hoy en día
de una docena de edificios tipo condominios, con
vidrios brillantes y de color dorado, y casi todo el
Harbour Front era puro edificio de condominios
también.
El lago estaba lleno de lanchas navegando en estas
aguas frías, pues hoy en día, debido a cambios
drásticos en el medio-ambiente, el mes de enero no
recibía nieve, si no que solo torrentes de lluvia de vez
en cuando. La nieve era algo que cesaba de caer a
mediados de diciembre, y a partir de enero,
gozábamos de un clima primaveral en pleno Toronto.
Al pasar el lago y dirigirnos hacia el noroeste, nos
cruzamos con los bosques que formaban parte de
High Park, uno de los parques mas grandes de la
ciudad. Se veía el zoológico del parque, los niños
jugando en las piletas de agua, y más al oeste,
estaban ubicadas las canchas de fútbol que José y yo
llevábamos más de treinta años de frecuentar.
Con melancolía observé el paisaje delante de mis ojos.
Allá, a lo lejos, unos jóvenes jugaban al fútbol,
alegando y gritándose vulgaridades mientras
112
perseguían la pelota, ignorantes o indiferentes a mi
presencia en las alturas. Pensé entonces en las
incontables veces que yo había corrido tras esa pelota,
echando maldiciones en voz alta a mis adversarios.
Al contemplar esa escena a quinientos metros de
altura, sentí resignación al reconocer que en unas dos
o tres décadas en el futuro, me encontraría de nuevo
volando en las alturas, tal vez sin necesidad de alas ni
motores artificiales.
FIN
113
Psicosis
Camuflada
114
115
Convulsión y Nacimiento
Un turbulento día a mediados de diciembre, allá en la
bella ciudad de Chiquimula en Guatemala, cerca del
fin de los amargos años de la Gran Depresión, cuando
el mundo agonizaba y sin embargo de nuevo se
convulsionaba con la llegada de la segunda guerra
mundial, Dios me trajo al mundo arrojándome en
medio de una selva pavimentada a la cual solíamos
llamarle “civilización”. Allá donde el que mandaba era
aquel que más alzaba la voz; aquel que intimidaba a
su adversario al empuñar la pistola o el machete, en
esos lugares de anarquía y confusión, ahí, nací yo un
triste día de diciembre a escasos días de las fiestas
navideñas.
Mi padre, un hombre culto, quien pasó muchos años
de su juventud en un seminario, el cual por azar del
destino él abandonó para irse al otro extremo de la
perdición y el libertinaje, vivió una vida llena de
aventuras en la que dejó corazones destrozados, hijos
regados y desamparados, quizá uno que otro cristiano
tieso, y por consecuencia… enemigos por doquier.
Fruto de una de esas tantas aventuras de mi padre,
nací yo y mi hermano menor, hijos ilegítimos, en una
triste y tenebrosa casucha en condiciones quizá
infrahumanas, de donde fui prematuramente
arrancado, para que se me trasladara forzosamente a
la guarida de mi padre y mi futura madrastra, la cual
con el tiempo, yo llegaría a considerar como mi propia
madre.
Muchas fueron las súplicas y llanto de mi madre
biológica al ser sus dos críos secuestrados por mi
116
padre, a solicitud de mi madrastra. Sin embargo, mi
padre no se conmovió.
En aquellos tiempos, mi padre, al dejar el seminario,
administraba una Hacienda cuyo propietario, Don
Klaus Schwammberger, se rumoreaba había sido un
auténtico criminal nazi quien escapó de Alemania al
concluirse la segunda guerra mundial a mediados de
los cuarenta. A este individuo se le atribuían crímenes
de lesa humanidad. Este hombre, lejos de ser un
caballero, tenía un carácter de perro que trataba con
violencia y crueldad a los locales campesinos que
laboraban en su tierra. Se escuchaba también rumores
que pagaba por que le consiguieran mujeres de la
comunidad. Habrán accedido a esas exigencias
indecorosas estas pobres mujeres con su
consentimiento, o bajo amenazas, o con tentaciones
financieras… solo Dios sabrá.
Fue este en el ambiente que yo me crié, que a penas
al cumplir los seis años le di a mi madrastra una muy
desagradable
sorpresa.
Una
niña,
de
aproximadamente la misma edad, o quizá menor, le
comentó inocentemente a mi madrastra estando a
solas, que ella y yo solíamos jugar a “pisar”. Mi
madrastra, sin sospechar ningún juego sucio y sin
ningún pensamiento indecoroso, preguntó con
curiosidad cómo esta niña y yo “pisábamos”.
La niña, sin reserva y con gran inocencia, introdujo su
pequeña mano bajo su vestimenta, exhibiendo la
prenda y parte más íntima de su cuerpo, y le relató
con exactitud cómo se realizaba aquel juego que ella y
yo habíamos aprendido, gracias sin duda, a uno de los
tantos pícaros perversos que nos habían adiestrado
prematuramente en estas actividades, seres que
117
desafortunadamente, pululaban por doquier en los
entornos donde yo me crié.
Mi pobre madrastra casi se desmaya del golpe, pero
esto no iba a ser nada comparado con los aportes y
experiencias que yo le brindaría en las décadas
venideras.
Varios meses después de aquel incidente, estaba yo
sentado a la mesa del comedor.
Mi padre, impulsado quizá por algún instinto de
sadismo, y sin provocación alguna por parte mía, tomó
un pedazo de tortilla recién salida del comal, y la
presionó contra mi sensible piel infantil sosteniendo a
la fuerza mi brazo izquierdo.
Poco le importó los alaridos que emitieron de mi
garganta. Mi padre sostuvo la tortilla hasta que mi
madre le gritó que no cometiera esas “payasadas”.
Luego él me miró mostrando su blanca dentadura, con
esperanzas de que yo indicara que la broma había
sido bien recibida.
Como respuesta, le apunté el tenedor que yo sostenía,
amenazando con clavárselo en la cara.
-
“¡Tirámelo!” – respondió él, subestimando el
odio y hostilidad que hervía dentro de mí.
Impulsado por el deseo de vengarme, le lancé con
odio y furia el tenedor de mis manos, el cual se le fue
a clavar en la mejía izquierda.
Más vale que interrumpa mi relato y no revelar lo
severo de las consecuencias, pero el lector puede
118
imaginarse de lo sádico que mi padre era, y el extremo
al que él estaba dispuesto a ir para saldar un acto de
venganza, aunque él hubiera sido el promotor y
aunque su adversario hubiera sido cuatro veces
inferior a su estatura.
Basta con revelar que los sufrimientos de mi madre
iban a ser colosales debido a los ejemplos que mi
padre me daba, y debido también a mi capacidad para
expresar odio y llevar a cabo actos de la más cruel
violencia para dar rienda suelta a la sed de venganza.
119
Juventud Turbulenta
Al llegar los años escolares, al entrar a la pubertad, a
los doce años de edad, comencé a portar armas. Fue
alrededor de ese tiempo cuando llegué cerca de
cometer mi primer delito aunque la intención en
realidad era de amedrentar y no causar mayor daño
físico.
Recuerdo que un tipo, compañero de aula, comenzó a
insultarme. Me retó a que nos fuéramos al campo a
pelear como los hombres. Claro, él llevaba las de
ganar pues era mayor que yo, y más corpulento.
Debido a la presencia de las jovencitas y a los otros
machos que eran testigos de tal humillación, acepté
con gusto este desafío. Los dos nos dirigimos al
campo.
Estando a solas en el campo, extraje disimuladamente
una pequeña navaja de mis bolsillos. Mi adversario se
me cuadró en posición de boxeo, invitándome a
asestarle el primer puñetazo.
Vi con cierto temor que portaba un cinturón de cuero
con una vistosa hebilla. Se me vino a la mente
repentinamente de pegarle un navajazo en el cinturón
para pegarle un susto y que sus pantalones cayeran al
suelo al dejar de ser sostenidos por el cinturón.
Sin embargo, al lanzar el tajazo, el pulso me falló y
asesté el golpe en la hebilla. El impacto de ambos
metales reveló al instante el arma que yo empuñaba.
El tipo se llenó de pánico, y corrió despavorido
buscando la oficina del director de la escuela para
120
delatarme a las autoridades del plantel.
Yo, como todo un cobarde que realmente soy en el
fondo, arrojé el arma entre los arbustos, y corrí detrás
de mi despavorido adversario, ambos pasando al lado
del aula de clases, dando la apariencia que yo había
salido victorioso, y que ahora perseguía a un cobarde
que no había tenido las agallas de enfrentarme.
Le doy gracias al cielo que mi tajazo no fue a dar
accidentalmente en el abdomen de mi contrincante,
pues yo pude haber terminado en un reclusorio para
delincuentes juveniles… ¡qué alivio!
Con este tipo de conducta, no es necesario que yo
intente convencer al lector de lo odiado que fui tanto
por compañeros como también por las autoridades de
la escuela. Entre uno de estos profesores que tanto
me odiaban había un cura que por portar una sotana,
pensaba que ejercía autoridad divina sobre los
estudiantes. ¡Qué equivocado estaba él!
En aquellos años de tan poca cultura, es decir la
década de los cincuenta, se les permitía a los
profesores cometer toda clase de abusos con sus
estudiantes, y por lo tanto los profesores podían dar
rienda suelta a sus impulsos sádicos sin que sus
pobres víctimas pudiesen hacer algo al respecto, ya
que ni padres de familia ni autoridades locales tenían
derecho de intervenir.
Yo había observado que este cura profesor tenía la
costumbre de llamar a sus víctimas, darles un sermón,
y luego con la izquierda pegarle al estudiante una
bofetada con la mano abierta en el rostro, para luego
seguir con un fuerte puñetazo con la derecha y
121
finalmente propinar un puntapié en el trasero del
individuo. Me preparé para mi próximo encuentro.
-
“¡Fulano de tal!” – gritó el cura cuando me vio
chisteando con mis compañeros mientras él
escribía en el pizarrón.
“Diga señor…” – respondí, sabiendo muy bien
lo que me aguardaba.
“¿Cuantas veces le tengo que decir que
mientras yo doy la lección no se me
interrumpa?”
“Disculpe, señor, pero mis compañeros
iniciaron el alboroto…”
“¡Silencio! Y ¡acérquese a mí!”
Al estar frente a él, vi que me venía la bofetada con la
izquierda. En el momento del impacto alcé el brazo
izquierdo interceptando el golpe. Luego seguí con un
derechazo en su mejía izquierda que hasta lástima
sentí al ver la expresión de dolor que le causó a este
idiota cura.
Vociferó una maldición entre dientes, e intentó en
vano de darme un puntapié. Alcé la pierna en alto de
tal manera que el puntapié fue frustrado cuando mi
rodilla fue a darle en la boca del estómago.
Sin poder dar crédito a lo que estaba presenciando,
masculló entre dientes:
122
-
“¡Váyase! ¡Váyase de aquí, usted no tiene
derecho de pertenecer a esta institución!
¡Aborto del infierno!”
“Aborto del infierno usted, maldito sotanudo!”
Y con esas palabras, me di la vuelta y salí disparado
por el umbral para nunca más volver.
Al llegar a casa, mis padres estaban consternados y
furiosos. Mi padre, al mismo tiempo de estar furioso
conmigo, estaba furioso con el cura, pues a él no le
agradaba que otra ser humano ejerciera el derecho de
azotarme, derecho exclusivo del cual solamente él
quería gozar.
Mi madre estaba acongojada, pues no era la primera
vez que se me amenazaba con expulsarme de la
escuela. Lamento decirlo, pero yo siempre fui muy mal
portado en la escuela, a pesar de las mentiras que
posteriormente les hice creer a mis hijos. Nunca fui
estudiante ejemplar, a pesar que poseía un nivel de
inteligencia y aptitud superior al promedio.
Después de una larga discusión con mi padre, y contra
los deseos de mi madre, opté por ingresar al cuartel
unos meses después. Estábamos a mediados de
1955, y yo acababa de cumplir los dieciséis años unos
meses antes.
Tengo que confesar que ya para ese entonces, mi
padre me había adiestrado en el uso de las armas. En
aquel entonces, y bajo las circunstancias en las cuales
me crié, mi padre lo consideró ameno entregarme
como regalo de quince años, un arma de fuego.
123
En el momento de la entrega me dijo lo siguiente:
-
“Hijo, ha llegado el momento en que usted es
ya hombrecito. Por lo tanto, le hago este
obsequio, y quiero que sepa muy bien que este
no es un juguete. Con este objeto ud. puede
quitarle la vida a un ser humano. Por lo tanto,
no lo ande sacando en vano, ni ande
amagando con el. Solamente úselo cuando no
tenga otra alternativa, y ud. tiene que estar
preparado a vivir con las consecuencias. ¿Se
siente
listo
como
para
asumir
tal
responsabilidad?”
Contemplé con agrado aquel objeto pesado, compacto
y brillante. Y sin titubear mucho, respondí con
entusiasmo que sí estaba listo para asumir tal
responsabilidad. Dios Mío, qué equivocado estaba yo,
pues, al reflexionar lo que ha sido mi vida, tengo que
confesar que no ha sido ningún agrado tener que
hacer uso de un objeto tan diabólico, y si yo tuviera
poderes del omni-potente, lo que haría sería hacer
retroceder el tiempo para no cargar en mi consciencia
toda esa suciedad de memorias que aún me agobian
día a día, sin importar lo que yo le diga a la gente que
no tengo “regrets” y que mi vida ha sido muy colorida
con tanta acción.
124
125
Intermisión Militar
Al llegar al cuartel, me aguardaban muchas sorpresas
desagradables. Si hay un infierno en la Tierra, ese
lugar tiene que ser el interior de un cuartel, o un
reclusorio. Ambas son la misma cosa, como pude
descubrirlo décadas después cuando el destino
también me “premió” con 29 días de tortura en uno de
los peores reclusorios de mi patria a finales de los
setenta.
Volviendo a la vida en el cuartel, a estos individuos
poco les importó que yo fuera menor de edad o que
ellos no fueran mis familiares consanguíneos con
derecho de darme azotes. Me pisotearon, me
mascullaron, me humillaron, y realmente hicieron de
mí una bestia inmunda que no merece el respeto ni el
tratamiento de un ser humano. Poco pude imaginarme
en aquel entonces que eso era parte del
adiestramiento psicológico que en realidad todo
ejército emplea para preparar mentalmente al soldado
para que pueda cometer las atrocidades que a veces
tendrá que cometer al tener que desempeñar las
misiones que su patria le exigirá. De otra manera,
¿cómo puede esperar uno que el soldado seguirá
funcionando como soldado si al cometer su primer
asesinato, ya sea deliberado o accidental, o si por azar
del destino el arrasa con todo un hogar de hombres y
niños que desafortunadamente se encontraron en su
línea de fuego? La única manera de asegurarse que
un soldado seguirá siendo soldado es si se le ha
adiestrado mentalmente y él mismo ha sido
subyugado al proceso de deshumanización de tal
manera que él llega a un punto donde no le tiene ni
aprecio ni apego a la vida humana.
126
Fue ahí en el cuartel donde aprendí lo que es vivir
privado de muchos de los placeres que ofrece la vida
civil. Dios Mío, ¡qué lindo era tener acceso a la libertad
para correr detrás de una falda! Aquí en el cuartel, las
únicas faldas que veíamos eran las faldas que se
filtraban a escondidas, para darnos satisfacción física
a aquellos de nosotros que teníamos reales con qué
pagar. O tal vez, si teníamos un poco de suerte,
lográbamos escabullirnos a escondidas, o con permiso
provisional, para poder llevar a cabo nuestras
fechorías impulsadas por instintos semi-humanos.
Lamento confesarlo, pero también presencié algunas
cositas que solo se rumorean ocurrir en los seminarios
y conventos: perversiones sexuales entre seres del
mismo sexo. Fue ahí en el cuartel donde aprendí un
canto que en mis borracheras yo cantaba con
entusiasmo en frente de mis propios hijos, sin darme
cuenta que ellos, al escuchar, harían sus propias
conclusiones de mi nivel de cultura, y tal vez… de mis
inclinaciones sexuales que hervían en mi propio subconsciente. Ya que estamos en confianza, comparto
con ustedes esta melodía que aprendí en mi juventud:
“¡Que viva el guaro y las putas! ¡Que viva el guaro y
las putas!
¡Que viva el guaro y las putaaaas… y los culeros
también!”
Siendo la persona que soy, y con los impulsos de
hostilidad, veneno y odio que llevo dentro por
naturaleza, y debido a mi inclinación a la violencia,
lamento confesar que jamás logré realizar mi sueño de
convertirme en militar. De hecho se podría decir que
lamentablemente estos impulsos y tendencias
frustraron muchos de mis sueños a lo largo de toda mi
127
vida. Pero por el momento quiero relatarles las
circunstancias que condujeron a mi expulsión del
ejército.
Después de casi dos años de este estilo de vida
constrictivo, logré ascender al rango de sargento. Ya
yo había alcanzado la edad de madurez legal; es decir
los dieciocho años. Desgraciadamente, yo me había
hecho de enemigos.
Había otro oficial, de rango a penas superior al mío,
que me odiaba. No entraré en detalles cómo y porqué
llegamos a ese nivel de enemistad, pero lo que sí
importa es que en uno de esos tantos altercados,
llegamos al acuerdo mutuo de darnos en la madre con
los puños de una vez por todas.
Después que todo mundo se había ido a la cama, él y
yo nos dirigimos a las duchas, donde el espacio podía
improvisar de ring o arena para boxeo o lucha libre.
Fue una pelea feroz. A pesar que ninguno de los dos
portábamos armas, fue un encuentro encarnizado en
el cual ambos deseábamos hacer el mayor daño
posible con mordida, puño y patada.
Desafortunadamente ni había transcurrido tres
minutos de lucha, cuando, al escuchar las colisiones y
los estruendos de cuerpos ensangrentados que
chocaban contra las paredes de concreto, cinco
individuos, dos de ellos oficiales, irrumpieron en las
duchas, poniendo un alto a nuestro alboroto. Nos
inmovilizaron a la fuerza, y nos condujeron a bartolinas
mientras se determinaba que hacer con nosotros.
Desgraciadamente la aplicación de disciplina fue más
128
severa conmigo. Debido a que él gozaba de un rango
levemente superior, a mí se me expulsó “con
desgracia” por insubordinación. Cuando uno es
expulsado con desgracia del ejército, uno no tiene
derecho de jamás volver al servicio militar ni al servicio
gubernamental civil; es decir, uno pierde todo derecho
de prestarle servicio al gobierno ya sea en un cargo
civil o militar.
Días después de aquel escandaloso incidente en las
duchas del cuartel, se celebró una ceremonia
bochornosa donde fui humillado por última vez. Bajo la
presencia de todos mis colegas y subordinados, tuve
que escuchar un último sermón del capitán general de
mi escuadrón, sermón en el cual él enfatizó la
importancia de la disciplina y del respeto a nuestros
superiores. La insubordinación es algo que puede
causar que una entidad militar se venga de pique, por
lo tanto es sumamente importante actuar cuando esto
ocurre. La decisión por lo tanto, fue de abrir las
puertas, pegarme una última patada en el trasero, y
salir humillado delante de las masas por mi conducta
anti-ética. A mi adversario, solamente le castigaron
con unas semanas en bartolina.
Al salir del cuartel, yo iba confundido, enceguecido por
el odio y la vergüenza, y lo único que yo anhelaba era
quitarle la vida a ese maldito adversario a quien yo
culpaba de mi desgracia. Durante los quince días
siguientes me mantuve en la cercanía del cuartel,
esperanzado a que la imagen de este individuo
apareciera al alcance de la escuadra calibre 45 que yo
ocultaba entre las ropas. Por influencia divina, o quizá
por azar del destino, mis esperanzas jamás se
cumplieron. Fueron quince días que yo pasé al acecho
en vano. El individuo jamás se asomó por ninguna
129
parte. Al cabo de esas dos semanas también mis
sentimientos se habían apaciguado, así que me
resigné y me dirigí a la finca de mi padre a fin de
iniciar una nueva vida.
130
131
Retorno a Casa
Al llegar a la finca cafetalera de mi padre, descubrí
que Calixto, uno de los empleados encargados de
cuidar nuestra propiedad, había cometido el abuso de
sembrarle plantas de huerta al cafetal a fin de sacar
cosecha de banano para comercializar personalmente.
Como resultado, la producción de café había decaído.
Enfurecido por tal acto de atrevimiento por parte de
Calixto, tomé un machete, y uno por uno, fui arrasando
con la siembra de huerta para restablecer una vez
más la producción del grano de café. Calixto, al
informarse de mis actos, se enfureció y llegó a la
casona blanca gritando y empuñando un machete que
él hizo re-chinchinar al frotarlo violentamente contra la
pared de la casa.
Yo, al escuchar el alboroto, y sabiendo muy bien de
qué se trataba todo esto, tomé un rifle que mantenía
cerca, y salí a confrontarlo.
-
“¿Qué hondas?” – le dije, tronando el rifle a
unos seis metros de él. Al ver la expresión de
mi rostro, una expresión que comunicaba
determinación, Calixto recapacitó y cambió su
actitud.
A partir de ese momento, corrió la voz que en la finca
de Don Fulano, su hijo primogénito había llegado del
cuartel a tomar las riendas, y ahora él, y no el capataz,
estaba a cargo.
Durante los próximos tres años me adiestré en labores
campesinas, llegando a conocer a fondo en qué
consiste la industria cafetalera, y llegué también a
132
adquirir conocimientos de la agricultura y ganadería
pues la finca de mi padre era en parte terreno
cultivable.
Ya para ese entonces yo había cumplido los veintiún
años. Mi padre estaba envejeciendo y me dejaba
desempeñar el papel de amo y señor de la finca.
Debido a que la madre naturaleza me había dotado de
un físico relativamente bien parecido, y debido a mi
posición elevada en la comunidad, las mujeres me
llovían por doquier. El alcohol y las amistades de
parranda tampoco faltaban, y por lo tanto, mi vida era
todo un espectáculo que cualquier estrella de cine
hubiera envidiado.
Sin embargo, yo tenía deseos de sentar cabeza y
fundar un hogar con una mujer decente que me diera
una media docena de hijos. Es decir, yo quería regar
mi sangre, envejecer, y dejar detrás de mí toda una
pandilla de cachorros que dieran a conocer mi apellido
por doquier. Con esos impulsos, y siendo un hombre
vivido y capaz de detectar decencia en una mujer a
primera vista, se dio la casualidad que una jovencita
adolescente llegó una vez a mi propiedad,
acompañada de otra conocida, a hacer una
encomienda o un almuerzo a uno de los peones bajo
mi cargo.
Fue amor a primera vista. Buscando un pretexto, le
ofrecí ir a cortarle unos cujines, un fruto centro
americano que tanto abundaba en mi propiedad. Al
estar a solas con ella, le confesé que si un día yo
encontraba una esposa, como ella era es como yo
quisiera que fuera mi esposa. Ella tenía a penas
quince años. Fue una presa fácil.
133
En cuestión de meses la había convertido en mi
amante, y me la había traído a convivir a mi casa sin
siquiera haber pedido su mano a sus padres. Al
escuchar que este acto de insolencia mía había
enfurecido a su madre, una viejecita anticuada y
enceguecida por la religión, le aseguré a mi amante
que no había nada que temer pues mi padre era un
hombre conocedor de leyes, y él nos protegería.
Gracias a la influencia de mis padres, y gracias al
temor que mi apellido infundía en la comunidad, los
padres de mi futura mujer se resignaron y decidieron
permitir que se hiciera la voluntad de Dios. De esta
manera, yo estaba rumbo a convertirme en padre de
familia.
134
135
Padre de Familia
Cuando mi esposa estaba a punto de cumplir apenas
diecisiete años, y yo los veintitrés, llegó a nuestro
hogar nuestro primer hijo. Realmente fue una
bendición del Creador. Mi padre se volvió loco al
convertirse en abuelo. Fue que como con la llegada de
ese chiquilín, como que un ángel descendió de los
cielos, para hospedarse en nuestra casa donde fue
recibido con honores.
Luego vino el segundo, y luego el tercero. Corrección:
la tercera. Yo estaba contento con tener una pareja de
machitos en casa, sin embargo, las fuerzas celestiales
decidieron premiarme con una hembrita. Fue una nena
adorable.
Ya para este entonces yo había adquirido confianza
en todo aspecto de la vida, y me consideraba un
hombre exitoso como padre de familia y amo y señor
de una impresionante finca cafetalera. Por lo tanto
empecé a relajarme un poco, y decidí buscar algunas
distracciones para poder gozar de la vida en toda su
plenitud: empecé a salir con mis amistades, a veces
trasnochando, y aprovechando buscar aventuras
sexuales afuera del matrimonio.
Sin entrar en detalles específicos, fueron muchas las
conquistas que dejé en mi camino. En aquel entonces,
yo llegué a considerar que si una mujer aun no se
había acostado conmigo, había un problema que
remediar, para su propio beneficio. De esta manera,
desarrollé un ego y complejo de superioridad, que
sentí que yo tenía el derecho de exigirle sexo a la
mujer que me diera la gana. Lamento confesar, pero
136
estos impulsos diabólicos que me agobiaban desde la
infancia, esos impulsos de expresar odio, hostilidad y
violencia, yo aun los cargaba dentro en aquel
entonces, y tengo que confesar que me daba agrado
interno romperle el corazón a una mujer, y algo de mí
se excitaba mucho al hacerlas sufrir. Con esta
confesión, sin entrar en más detalles, debo confesar
que en una que otra ocasión, cometí uno que otro acto
imperdonable, lo cual no me atrevo a describir en
detalle, pero basta con compartir con el lector que di
motivo para que familiares de una chica contrataran a
un asesino a sueldo para matarme.
Basta con decir que una vez llegué a casa con
arañazos en el rostro, y aunque mis heridas no eran
consistentes con los arañazos de plantas, espinas,
zarzas o bejucos espinosos, la única explicación que
pude darle a mi esposa para explicar mi condición
física, fue que me había adentrado en montes
desconocidos, y “las plantas” me habían propinado
todos estos arañazos.
137
Intento de Homicidio
Un sábado por la tarde yo me preparaba para asistir al
entierro de un conocido de la familia. Como de
costumbre, y por precaución, yo siempre portaba
metido entre los pantalones, una escuadra calibre 45
para protegerme de todo mal.
Mi madre, al verme colocarme el arma entre los
pantalones, expresó su desagrado pues el entierro al
que yo asistía no era un lugar para andar luciendo un
arma de muerte. Por ética recomendó que dejara ese
objeto en casa, aunque fuera por esta sola vez.
Por respeto, acaté los deseos de mi madre. ¡Qué
grave error!
Al llegar al cementerio, no observé que un tipo
malencarado me miraba cuidadosamente y que me
seguía por doquier.
Después del servicio y de las ceremonias religiosas de
rigor, el tipo se me acercó. Parecía borracho, y me dijo
que tenía ganas de darse en la madre conmigo. No
parecía andar armado. Siendo todo un macho y varón
guatemalteco, yo no tenía ningún derecho de ignorar
su desafío. Le dije que con gusto me rompía el hocico
con el. Él individuo me pidió que lo siguiera a un lugar
desierto si era hombre. Cumplí. ¡Que grave error!
Al llegar a un solar desierto, el tipo extrajo de entre las
ropas un filoso machete y sin darme oportunidad de
escaparme o de correr, me asestó un machetazo en la
cabeza. Al ver venir el golpe lo único que se me
ocurrió fue alzar los brazos para protegerme. Solo
138
sentí un impacto silencioso, algo como una
quemadura en el cráneo y en el brazo izquierdo, luego
algo húmedo que me roció la frente, y en ese preciso
instante perdí el conocimiento.
Cuando desperté, me encontraba en el hospital. Supe
por medio de otras voces, noticias y chisme, que unas
ancianitas habían presenciado todo ese dantesco
espectáculo, y que el tipo me había pegado tres
machetazos en la cabeza. Yo había perdido el
conocimiento, y todo el rostro me quedó manchado de
sangre y polvo. Cuentan otros que examinaron más de
cerca, que cuando el personal de la cruz roja hizo su
peritaje, se podía observar una masa blancuzca a
través de las heridas del cráneo. En otras palabras,
posiblemente hubo daño físico a la estructura cerebral,
consecuencias las cuales, hasta en la actualidad, la
ciencia desconoce.
El tipo, antes de marcharse, me dio una mirada de
desprecio, masculló algo inaudible entre dientes, y se
largó sin ocultar su rostro a todos los curiosos que
gradualmente se acercaron. ¡Que grave error cometió
él en primer lugar al haberme dejado vivo, y en
segundo lugar al haberse dejado identificar de todos
los curiosos que se acercaron!
139
Convalecencia
Dos semanas más tarde, yo aún permanecía internado
en el hospital mientras recibía visitas de familiares,
amigos y otros seres queridos.
Al recuperar las facultades me negaba a dar crédito a
lo sucedido. Me era inconcebible que alguien pudiera
llegar al extremo de querer quitarme la vida. Yo no
sentía que había hecho nada que mereciera tal
atrocidad. Al menos ese era mi concepto. La opinión
de mis enemigos y aquellos que yo había ofendido,
obviamente difería.
Pensé en El Creador. Decían mis estudios bíblicos de
la niñez: “No se moverá ni la hoja de un árbol sin la
voluntad de Dios.”
¿Cómo y porqué Dios había permitido este acto de
violencia insensata, cuando yo, padre de familia de
ahora cuatro hijos, uno de ellos todavía mamando
pecho de su madre, yo llevaba toda la responsabilidad
para proveer techo y comida a todas estas criaturas?
Pensé de nuevo en El Creador. No me atrevía a
maldecirlo. Pensé en aquel fulano que me había
agredido. Sentí un escalofrío recorrerme la espina
dorsal, sentí miedo, y al mismo tiempo, sentí odio y
sed de venganza. Pero no me atrevía a articular ni una
sola palabra de mis intenciones.
Un fulano vecino me aconsejó que procediera con las
autoridades y que demandara tanto a mi agresor como
aquellos que habían pagado el contrato. Adoptando
140
una expresión fingida de resignación y humildad, le
comenté que esas cosas había que dejárselas a Dios;
Él era verdugo, juez e intermediario de todos esos
actos en este valle de lágrimas y por lo tanto, a Él le
correspondía realizar las acciones de justicia desde la
altura de los cielos.
Cuando me dejaban a solas, sin embargo, yo le pedía
a Dios alguna señal que me autorizara hacer justicia y
venganza para saldar cuentas tal como mis instintos
de animal me lo dictaban. Me convencí a mí mismo
que si la voluntad de Dios era que yo cometiera un
crimen, pues esa era la voluntad de Dios. Por lo tanto,
tan pronto los médicos me dieran de alta, yo
procedería a llevar a cabo mi macabro plan…
141
Asesinato Premeditado
El 3 de octubre de 1967, yo salí del hospital, rodeado
de dos guardaespaldas contratados por mi padre bajo
mi propia recomendación. Mi padre no pudo
acompañarme debido a haber caído grave de
complicaciones cardíacas, que sin duda se habían
agravado con la noticia del atentado contra mi vida.
Uno de los guardaespaldas, un hombre alto y
corpulento de unos cuarenta y cinco años, lucía una
cicatriz en la mejía. Era originario de Quezaltenango, y
había escuchado de mí debido a contactos que yo
había desarrollado en el sindicato del cual yo formaba
parte. Muchos de los sindicalistas con los que yo me
asociaba eran jóvenes simpatizantes del movimiento
revolucionario que ya comenzaba a desarrollarse en
mi país debido a la dictadura militar que más y más
gobernaba con mano de hierro, con opresión e
injusticia.
Lamento decirlo pero yo, a pesar de haber tenido
deseos de formar parte de esa dictadura militar en mi
juventud, ahora que mi carrera militar había fracasado,
comenzaba a irme al otro extremo del esquema
político. Quizá debido a que quería andar en círculos y
gremios donde se me permitiera dar rienda suelta al
odio, veneno y hostilidad que me caracterizaban como
humano, yo había abierto las puertas de par en par a
la concientización del pueblo; en otras palabras, al yo
decir que estaba concientizado de lo que azotaba a mi
país, yo realmente tenía carte blanche para dar rienda
suelta a expresiones de violencia en nombre de
“revolución”, “libertad” y “patriotismo”.
142
Dado el grave peligro contra mi persona, decidí tomar
precauciones. Este hombre de la cicatriz, a quien le
llamaré “Genaro”, lo ascendí a Capataz de la finca,
ahora que mi padre estaba en cama debido a sus
complicaciones de salud.
Por medio de las malas lenguas también, escuché que
el tipo que me había agredido, lo habían visto en
algunas ocasiones en un lejano vecindario el cual yo
desconocía hasta la fecha.
Le pedí ayuda a Genaro. Él con gusto se ofreció para
colaborar en todo aspecto. Le dije que ese gusto lo iba
a tener yo. Nada más quería que me proporcionara un
arma letal para llevar a cabo mis impulsos de
homicidio. Genaro me aseguró que él poseía un arma
potente y de alto calibre que solamente se conseguía
en el mercado negro. Efectivamente, se trataba de un
rifle semi-automático M1, el cual solamente usaba la
Policía de Hacienda en aquel entonces, aquella policía
élite entrenada para llevar a cabo actos de genocidio
en el nombre de la justicia. En lugar de referirse a esta
arma como un M1, decidimos nombrarla la “carabina”
a fin de ocultar el secreto. Cómo y a qué costo Genaro
había logrado hacerse de dicha arma nunca lo
pregunté, pero indudablemente la adquisición de esta
carabina se había realizado al mandar al otro mundo a
algún Policía de Hacienda.
Durante varias semanas, las cuales se convirtieron en
meses, anduve tras la pista de mi agresor en vano. No
tuve ninguna suerte. El tipo jamás apareció por los
rumbos que me habían comentado. Concluyó el
verano, llegó el otoño, se inició el invierno, yo
descuidaba mis responsabilidades laborales, mis
exigencias familiares, por la sed de venganza que me
143
agobiaba. Mi padre empeoró, y un día de octubre de
1967, cuando yo andaba en mis andanzas vagando
por las calles, mi padre falleció.
Con la ausencia de mi padre, yo comencé a sentirme
deprimido. Confundido. Me daban unos dolores de
cabeza que yo quería morirme. A veces me
despertaba en medio de la noche debido a pesadillas
de gente que buscaba matarme. Durante el día,
estando despierto, veía enemigos por doquier. Toda
visita de varón desconocido a mi casa era un enemigo
potencial que había llegado a matarme. Mi casa no era
un lugar seguro. Jamás sabré si todo esto se debía a
que las cortaduras del machete me habían causado
daño irreversible en el cerebro, o si simplemente era
que yo exhibía rasgos de psicópata.
Un día, por desgracia del Creador, que todo controla a
voluntad desde los cielos, un cristiano con un físico
extremadamente parecido al de mi agresor se cruzó la
calle a escasos metros de donde yo estaba sentado al
volante de mi coche. El corazón me dio un vuelco, y
comenzó a latir aceleradamente. Enceguecido por el
odio y la sed de venganza me convencí a mí mismo
que ese tenía que ser mi agresor. Lo seguí en el
coche hasta que se detuvo en una parada de
autobuses. Para mi decepción, abordó el autobús.
Decidí seguirlo hasta que saliera. En cuestión de
segundos, hice madurar mi plan: extraje la escuadra
calibre 45 de la sobaquera, le quité el seguro, y luego
extraje una pacha de Espiritú de Caña de un
compartimiento. Tomé tres tragos del amargo y fuerte
líquido, para armarme de valor, pues tengo que
confesar que bien en el fondo de mis entrañas, el
pánico me hacía pedazos.
144
Después de perseguir el autobús durante unos veinte
minutos, Dios hizo que se me cumplieran mis más
fervientes deseos: mi agresor descendió del autobús.
Era un vecindario desolado, solamente con una que
otra humilde casucha y terrenos baldíos. Permití que
el autobús se alejara, y estando el individuo a solas,
sin confrontarlo, y ni siquiera mirarle a los ojos, apunté
mi arma al centro de su espalda… así es, le disparé
mientras él estaba desprevenido… le disparé
cobardemente a sangre fría, sin tener valor de
confrontarlo o darle oportunidad de defenderse. El
temor mío era que él, igual que yo, sabía que la
muerte podía llegarle en cualquier momento y tenía
que andar preparado. Yo no quería tomar el riesgo
que al confrontarlo él me sorprendiera de nuevo y esta
vez me mandara al infierno donde yo presentía que
almas como yo realmente pertenecían.
Le disparé tres veces. El tercer disparo le dio en el
cráneo que estalló como una sandía, manchando de
color carmesí el pasto donde el individuo cayó. Solo
entonces me acerqué a él. Era una escena que daba
asco. El rostro le quedó irreconocible. Solo se
distinguía una masa de carne gris, rojiza y chorros de
sangre que brotaban del cráneo, o de lo que le
quedaba de cráneo. Todo esto me dio miedo. Sentí
rabia al observar que el haber concretado mi
venganza no me daba la satisfacción que yo pensé
que me daría. ¡Maldita sea esta vida humana, y
maldito sea El Creador por mandarnos a este mundo!
Me metí en el coche, y me dirigí a casa a toda
velocidad. Qué amarga noticia me aguardaba al día
siguiente…
145
El Entorpecer de la Conciencia
En algunas escuelas de misticismo y de espiritualidad
existe el concepto de “despertar de la conciencia”. Se
dice ser un estado de salud mental y espiritual
superior, solamente alcanzable al purificar el alma.
De lo que no se habla es el concepto contrario: de la
misma manera que el individuo puede ascender a un
estado de libertad mental y espiritual superior, el
individuo también puede descender a un estado
inferior de salud mental y espiritual. Este estado podría
certeramente llamársele “el entorpecimiento de la
conciencia.”
Yo, lamento confesarlo, debido a mis propios actos,
descendí a un estado donde no podía tener conciencia
si quería poder convivir conmigo mismo.
El día siguiente después de aquel cobarde asesinato,
lo leí todo en noticias de primera plana: Fulano de Tal,
cobardemente asesinado por la espalda por un
malhechor desconocido…
¡“Fulano de Tal” no correspondía al nombre de mi
agresor! ¡No!, ¡No!, ¡No…! ¡Dios Mío! ¿Porqué has
permitido que ocurra tal desgracia?”
Eso no era todo. Al concluir la lectura de dicho
reportaje, no solamente supe el domicilio,
antecedentes y conexiones familiares de la víctima.
¡Esta era la persona equivocada! Y es más, era padre
de familia de tres hijos menores de diez años. La
pobre mujer viuda, campesina, no tendría otra opción
que prostituirse, o abandonar sus hijos en algún
146
orfanatorio donde estos quedarían en manos de Dios,
es decir, algún cura sádico y perverso sexual, como
los que yo había conocido en mi juventud.
Respiré profundamente. Contemplé el arma homicida,
y pensé hacerle un favor a la humanidad y quitarme la
vida de una vez por todas antes que yo causara más
dolor. ¿Cómo vivir conmigo mismo, ahora que yo le
había comprobado al Creador que yo no era digno de
caminar libre de conciencia por las calles?
Lentamente le quité el seguro a mi arma, apunté en la
sien… y pausé. Luego, con llanto, introduje el cañón
del arma dentro de mi boca, y acaricié el gatillo con el
dedo índice. Solo se necesitaba de fuerza minúscula
para realizar ese acto macabro.
Entonces escuché una voz de las alturas. ¿Sería mi
imaginación? Alguien clamaba mi nombre:
-
-
“Fulano…”, “Fulano…” decía. “No eres
responsable de tus actos.”
“¿Quién lo es entonces?” – respondí yo,
todavía sosteniendo el arma en la boca. Como
respuesta a ello, escuché una potente voz que
retumbó por doquier:
“No se moverá ni la hoja de un árbol sin la
voluntad de Dios.”
“Pero aun así, Dios Mío, ¿cómo puedo recobrar
mi dignidad? ¿Cómo puedo mirar a los ojos a
mi prójimo, después de lo que he hecho?”
“Aquel que sea libre de pecado…” – dijo la
misma voz, “¡que tire la primera piedra!”
Con esas palabras, extraje el arma de la boca, y
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lentamente la puse de nuevo en la sobaquera.
Reflexioné por un instante, y respiré con alivio. Luego
se dibujó una diabólica sonrisa en mi rostro, y me dije
a mí mismo: “Que se haga la voluntad de Dios. Mis
actos no son mis actos, y por lo tanto, debo continuar
la misión que los poderes celestiales me han
encomendado”.
Con esta nueva convicción, decidí reanudar la
búsqueda de mi verdadero agresor, para saldar
cuentas… cuentas con consecuencias divinas.
148
149
Agresor Agredido
Pasaron los años. Yo me había convertido en un tipo
encallecido y sin conciencia. En la vecindad infundía
miedo y respeto. Algunos me apodaban “La Ley”, lo
cual me daba mucho orgullo, pues me hacía sentir
como uno de esos Sherifs del antiguo Oeste. Poco se
imaginaban ellos que en el fondo de mis entrañas yo
era en realidad un cobarde, capaz de sentir miedo,
miedo de enfrentarme a un enemigo cuerpo a cuerpo,
y prefería mejor atacar cuando mi adversario estaba
desprevenido. Desprevenido, desarmado, y de
preferencia en la fuga. Era el encuentro ideal con mis
enemigos. Ya sea por coincidencia, o por deseo
divino, esas fueron las circunstancias con las que me
crucé con mi antiguo agresor.
Una mañana, caminando por las calles de un barrio
pobre, con muchos puestos de comida, un mercado
ordinario y comerciantes ambulantes, se dio la
casualidad por azar del destino que mi agresor se
cruzó en mi camino. A penas me dio tiempo de
desenfundar el arma. Ocultando la escuadra a mi
espalda, caminé hacia él y lo saludé cordialmente. Él
al verme, pensó que estaba viendo la muerte. Y no se
equivocaba. Estaba mirando a la muerte a los ojos.
Solo que en lugar de una calavera alta y huesuda
envuelta en un manto negro, esta había venido a
encontrarlo en forma de un chaparro malencarado y
bigotudo, con cicatrices en el cráneo, y con una sed
insaciable de venganza.
Él, al reconocerme se dio la vuelta e intentó la fuga.
Estaba desarmado. Así quería verlo: desarmado, de
150
preferencia desprevenido, o corriendo a toda velocidad
alejándose de mí.
Con gran calma levanté el arma a la altura del pecho.
Tiré el gatillo. Él cayó de rodillas a causa del impacto.
Iba a dispararle de nuevo, pero en ese preciso instante
vi que varios tipos se dirigían hacia mí con aspecto
agresivo. Levanté el arma y apunté al cielo.
-
“Atrás, todos, atrás” - les dije, “la bronca no es
con ustedes…”
“¡Lárguese, asesino!” – gritó una mujer obesa
de un puesto de comida.
Por instinto y sin razonar, me di la vuelta y corrí dentro
del mercado que estaba a pasos de mí. Me perdí entre
la multitud de la gente en cuestión de minutos, para
luego desaparecer de la vecindad.
Días después supe que el individuo había quedado
solamente herido, y que gracias al Creador, la bala
había quedado incrustada en la espina dorsal de mi
enemigo. En otras palabras, la bala no había
penetrado su cuerpo lo cual hubiera posiblemente
herido fatalmente a alguna otra persona inocente.
¡Que alivio!
Al mismo tiempo que yo sentía alivio que al fin mi
venganza se había materializado, yo sentía temor y
decepción que este individuo aun permanecía con
vida. Los médicos aseguraban que la bala le había
causado daños irreversibles en la espina dorsal, lo
cual significaba que él estaba condenado a una silla
de ruedas por el resto de su vida. Eso no bastaba, me
dije yo a mí mismo. Tengo que buscarlo y finiquitar
151
este asunto de una vez por todas.
Siendo así, y sin entrar en mucho detalle, confieso
ante todos ustedes que una noche, antes de la
madrugada, me introduje desapercibidamente al
hospital donde el tipo estaba internado, y usando una
vez más de los poderes celestiales, ultimé a mi
agresor para siempre: lo ultimé a sangre fría,
pegándole un tiro en el cerebro, colocando el cañón a
escasas pulgadas de su cabeza mientras él dormía.
152
153
Rumbo al Purgatorio
Alguien dijo que no es necesario morir para rendir
cuenta y pagar por sus pecados. Otros cuentan que se
han escapado con los más horribles crímenes, pero
sin embargo han sido víctimas de las más grandes
injusticias. Un fulano por ejemplo, cometió varios
asesinatos y luego purgó muchos años de cárcel por
un asalto a robo armada que él asegura jamás haber
cometido. ¿Cuestión del Karma? Parece haber una ley
natural en este universo que la vida lo premia a uno en
proporción como uno ha contribuido a la humanidad.
Con este concepto, ustedes pueden imaginarse los
“premios” que la vida me aguardaba a mí.
Corría el mes de diciembre de 1978. Yo estaba a
punto de cumplir los cuarenta años.
Unos días antes de esa tarde, había recibido una visita
de un vecino que se rumoreaba ser “oreja”; es decir,
espía de la dictadura militar que gobernaba el país.
Este tipo era alcohólico, igual que yo, y aunque yo a él
no lo consideraba amigo cercano, mi hipocresía me
impulsó a abrirle las puertas de mi casa ese día que
cayó por sorpresa, y lo invité a que nos tomáramos
unas copas. Lamentablemente ya para aquel entonces
yo comenzaba a padecer de lagunas mentales debido
al consumo excesivo de alcohol, y por lo tanto no
puedo relatar con exactitud qué aconteció durante la
visita de este lobo disfrazado de oveja. Sin embargo,
puedo imaginarme el verdadero propósito de la visita,
y las consecuencias que mi mala lengua reveló: sin
duda yo hablé más de la cuenta y revelé que poseía
un arma de fuego prohibida, (el rifle M1) entre otras
154
armas, y además, puede que también haya revelado
que simpatizaba con el movimiento revolucionario del
país, entre algunas otras cosas ilícitas que ocupaban
mi tiempo libre…
Unas semanas antes también, yo había recibido una
advertencia por parte de un fulano semi-amigo que
trabajaba en la alcaldía, Don Marciano. Este, por
medio de contactos en esa oficina, vino de soplón y
me comentó que a mí me tenían “en jabón”; es decir,
que las autoridades me tenían en la mira, y que tarde
o temprano me pondrían en la lista negra de enemigos
del estado.
Debido a mi falta de prudencia, y debido a que yo me
consideraba un hombre bendecido por las fuerzas
celestiales, no acaté todos estos augurios. Sin
embargo, la noche en que yo sería arrestado y
condenado a los calabozos de la Guardia Central, esa
noche, recuerdo, yo estaba muy inquieto. Mi compadre
y huésped, Don Samuel Quijotes, que presenció todo
la noche que mi hogar fue invadido por las fuerzas de
la Guardia Nacional, jura haberme visto muy
preocupado por todo a mi alrededor y que nada
parecía darme sosiego.
No eran en vano mis preocupaciones.
Esa noche, al llegar la madrugada, escuché los perros
alborotarse al escucharse el motor de varios vehículos
en las afueras de la propiedad. Minutos después se
oía el correr de botas y alguien que daba ordenes en
voz alto. Corrí al closet y desenfundé la escuadra
calibre 45. Confirmé que estaba cargada, y luego
busqué la carabina. En ese preciso instante alguien
tocó bruscamente la puerta:
155
-
-
¡Fulano, Fulano, abrí la puerta que traemos
orden de cateo y arresto para vos! – dijo una
voz joven y ronca, que sin duda era el
encargado del operativo.
¿Quién los envía? – pregunté yo con cierto
temor en la voz.
¡La Guardia Central! ¡Abrí! – respondió el tipo
de nuevo.
Metan un papel de identificación bajo la
puerta… - dije yo con reserva en la voz.
¡Aquí te lo voy a dar por la ventana! – dijo él –
¡Y nada de trucos pues sabemos que estás
armado y hemos venido listos para arrasar con
toda tu familia si te nos ponés al brinco!
Con esas palabras y debido al tono autoritario de este
individuo, aun sosteniendo la escuadra en la mano
derecha, abrí lentamente la ventana, y recibí
bruscamente el gafete de identificación del fulano
quien en efecto era Sargento de la Guardia Central. Le
apodaban el “Chele Godofredo” y era antiguo
originario de la Colonia Jerusalén, lugar en el que
también vivía Don Marciano como también el
alcohólico “Oreja” que me había caído de visitasorpresa unos días antes. Jamás sabré con certeza si
hubo alguna conexión de todo esto, o si todos estos
vínculos fueron pura coincidencia.
Estos tipos me humillaron delante de mi familia, me
ultrajaron, me esposaron, y antes de introducirme a
uno de sus vehículos, me vendaron los ojos como
también el cuerpo entero.
Al arrancar el motor, observando el llanto de mi
compañera de vida y de mi hijo primogénito, me
156
despedí de ellos tratando en vano de asegurarles que
pronto yo regresaría a casa, sabiendo en el fondo que
quizá sería la última vez que me verían con vida.
157
Purgatorio Terrestre
Al llegar a la Guardia Central, el carcelero me dio la
bienvenida: Me quitó las vendas y me miró a los ojos
con una amplia sonrisa. Era casi un niño, no mayor de
dieciocho o diecinueve años. Luego me escupió el
rostro y me asestó un derechazo en la mejía para
luego seguir con un puntapié en la boca del estómago.
Con esos dos golpes yo estuve a punto de perder el
conocimiento.
Estando en el suelo, se subió con sus enormes botas,
y comenzó a caminar sobre mis piernas como que si
me estuviera dando un masaje con sadismo.
Luego me tomó del pelo y me arrastró al interior de
una maloliente celda. Me dio una última patada en el
rostro que me rompió no solo las narices sino que
también parte de los labios.
Yo quería revolcarme del dolor pero ni para eso el
cuerpo me daba energía. Permanecía inmóvil dando la
apariencia de haber perdido el conocimiento, sin
embargo yo escuchaba todo lo que ocurría a mis
entornos.
Al cabo de unos quince minutos en los cuales estos
sádicos jóvenes chisteaban y conversaban como que
si nada hubiese ocurrido, entró un individuo sin duda
de cierta autoridad. Le acompañaba dos o tres
personas más.
-
Y ¿ese animal ya viene muerto? – preguntó sin
duda refiriéndose a mi persona.
158
-
-
-
No, pero ya poco le falta – respondió uno de
los verdugos.
¿De qué se le acusa? – preguntó una voz
chillona de uno de los recién llegados.
Es un auténtico guerrillero. Estaba armado
hasta los dientes. Y esto incluía también un rifle
semi-automático que sin duda lo consiguió al
haber ultimado a algún agente de la Policía de
Hacienda, pues no se puede explicar cómo de
otra manera él puede haberlo conseguido.
Un auténtico asesino de guardias y policías…
¿no? ¿Algún otro cargo?
Sí, encontramos en su posesión un manual de
guerrilleros, una máquina para hacer tiros de
escopeta, y munición en cantidad.
¡No digas más! – dijo aquel de mayor
autoridad. – Aseguráte que este “hijueputa”
permanezca incomunicado. No des información
a nadie de su paradero, y mientras tanto, los
dejo a ustedes encargados que lo hagan
“cantar”. Me urge saber quiénes son sus
contactos, y qué operativos tienen en mente.
Les doy tres semanas.
¿Y después qué hacemos con él, señor? –
preguntó mi carcelero, con cierto humor en la
voz.
Primero sométanlo a las interrogaciones de
rigor, y luego, al revisar sus averiguaciones, yo
les diré qué hacer. – Por el momento, quiero
que permanezca vivo hasta que el Teniente
Medrano haya leído el reporte de las
interrogaciones.
El lector puede imaginarse los acontecimientos que
sucedieron después de esa visita. Durante veintinueve
159
largos días y veintinueve largas noches, yo purgué por
todos mis pecados en este cautiverio que era en sí
todo un infierno en plena ciudad capitalina de mi país
natal.
Después de veintinueve días, gracias a la influencia de
amigos, familiares y conocidos en elevadas posiciones
de la dictadura militar, aquellos encargados de mi
cautiverio decidieron “aflojar un poco las riendas” y
hacer una excepción al dejarme salir con vida de esos
calabozos.
El recuperar de mi libertad fue verdaderamente un
milagro pues muchos otros, antes que yo, con menos
cargos de los que se me imputaban, habían
encontrado la muerte a manos de algún oficial de bajo
rango que ese día se encontraba de mal humor o que
quería ver derramar un poco de sangre para satisfacer
su sádico sentido de humor.
160
161
Exilio
Al salir de la prisión no podía dar crédito a mis ojos. El
mundo aún existía afuera de esas paredes oscuras y
malolientes. Cuando me arrestaron, era como que por
un breve instante todo se detuvo ante mis ojos; el
mundo dejó de existir, pero en realidad él que había
quedado privado de existencia era yo. Y ahora yo
regresaba a la vida como Cristo resucitado. Sentí un
gran alivio de tener una segunda oportunidad a la vida,
a pesar de las memorias amargas que ahora me
acompañarían por doquier.
A pesar que las autoridades me habían concedido la
libertad, yo no confiaba que me dejarían vivo mucho
tiempo. Mi única escapatoria era el exilio, y mientras
permanecía en el país, tenía que evitar la muerte a
toda costa, pues esta me andaría pisando los talones
sin tregua alguna.
Por lo tanto tomé las debidas precauciones: conseguí
un arma de fuego prestada, gracias a un amigo de
apellido Ayala. Luego fui a hospedarme en casa de un
familiar de confianza poco conocido entre mis antiguas
amistades. Gracias al mismo amigo Ayala, que me
veía como hermano, logré también conseguir un
automóvil prestado para desplazarme de un lugar a
otro; se trataba de un Volkswagen color gris claro.
Cuando era absolutamente necesario salir a la calle,
cometí un acto de cobardía por el cual hasta la fecha
me remuerde la conciencia: obligué a uno de mis hijos,
aquel que llamaré “Franco”, quien apenas tenía once
años, a acompañarme a todos lados. Él ingenuamente
accedió pues le fascinaba andar en carro acompañado
162
de papá.
Poco se imaginaba el pobrecito de Franco que en
realidad yo lo estaba usando de escudo; es decir de
rehén, en caso que tuviera un enfrentamiento hostil
con los matones asalariados de la dictadura militar. En
mi malsano cerebro, yo abrigaba esperanzas que si
estos tipos decidían matarme, tal vez tendrían
escrúpulos al darse cuenta que me acompañaba un
menor de edad… tal vez mostrarían escrúpulos; de
otra forma, yo tomaría el riesgo poniendo en peligro la
vida de esta inocente criatura que se iba a encontrar
en medio del fuego.
Revelando solamente a un grupo íntimo de personas
mi nuevo paradero, logré sobrevivir unas cuantas
semanas… unas cuantas semanas mientras me
preparaba para abandonar el país y buscar un lugar
seguro donde no tuviera que preocuparme de
cuidarme las espaldas.
El siete de febrero, unas cinco semanas después de
salir de prisión, abandoné mi país para siempre. Mi
destino: una pequeña nación con raíces británicas,
cerca del mar, y lejos de la muchedumbre de mi tierra
donde nadie me conociera: Las Islas Malvinas.
Alcanzaba milagrosamente los cuarenta años. Detrás
de mí quedaba un pasado colorido y lleno de acción,
amargas y emocionantes aventuras salpicadas
lamentablemente de lágrimas de dolor y del color
carmesí de la sangre.
Y a pesar que iniciaba una vida nueva, mi estadía en
esta nueva nación, a pesar de la ausencia de
enemigos que me odiaban a muerte, no sería en
163
absoluto color de rosas. Iniciaba una nueva etapa de
mi vida; un nuevo capítulo como padre y eje de familia,
en cuyo núcleo ocurrió algo inesperado con lo que yo
no contaba: la madurez de mis seis hijos, y el conflicto
que esta madurez crearía al darse a conocer la
verdadera naturaleza inflexible de mi rudo carácter.
164
165
Conflicto Intrafamiliar
Yo, a pesar de mi falta de cultura, siempre tuve los
deseos que mis hijos no fueran como yo. De hecho mi
lema siempre fue “hagan lo que yo digo; no lo que yo
hago.” Y por cierto, también reconozco que este lema
solamente podría articularse con cierta hipocresía,
pues ¿qué pensaría el lector de aquel cura que
predica moralidad, pulcritud y abstinencia cuando él
mismo tiene una media docena de amantes en cinta?
Sin embargo, debo presumir que si en algo tuve éxito,
fue en la manera que yo crié y eduqué a mis hijos.
Esto fue sin embargo un arma de doble filo pues fue
inevitable que al pasar el tiempo ellos llegarían a
oponerse a algunos de mis actos inmorales y
descabellados que se contraponían contra los mismos
principios que yo les había inculcado.
El primero de estos fue un acto de imprudencia que yo
cometí cuando recién llegamos a Las Islas Malvinas.
Ahí, en la soledad del bosque, cerca del río, Satanás
me tentó cuando vi a la mujer del vecino a solas.
Pensando que la recompensa por seducirla valdría la
pena a pesar de las consecuencias y posibles
repercusiones posteriores, hice un intento en vano de
seducirla aunque fuera a la fuerza. En aquel momento
yo no pensaba que del punto de vista jurídico, seducir
una mujer a la fuerza es sinónimo con violar a una
mujer. Esto era un fenómeno que a menudo se daba
en mi país natal, por lo tanto, a penas yo lo
consideraba un acto de inmoralidad.
Sin embargo, afortunada o desafortunadamente, no
pude llevar a cabo mis intenciones macabras con
166
dicha mujer pues mi esposa, quizá por sexto sentido,
vino a buscarme y me sorprendió con las manos en la
masa. Yo le aseguré que se trataba de sexo por
consentimiento mutuo, y me disculpé avergonzado por
tal acto de adulterio.
Posteriormente, y sin que yo me diera cuenta, sin
embargo, por lo menos uno de mis hijos, Franco, que
andaría por los doce años en aquel entonces, se dio
cuenta de ese acto bochornoso que cometí.
Jamás me imaginé que Franco, en base a este tipo de
conducta depravada de mi parte, estaba desarrollando
un concepto podrido de mi persona y que unos años
más tarde, él terminaría faltándome al respeto de
manera inaudita al propinarme un puñetazo en las
narices que psicológicamente, hasta la fecha no me he
recuperado de tal acto agresión para mí inconcebible.
Ahora, en mi vejez, reconozco que no se puede exigir
conducta decente de los seres queridos que me
rodean y sin embargo yo andar violando todos esos
principios que he exigido. Esa regla que yo siempre
pensé que estaba forjada en acero, que decía que
ningún hijo tiene derecho a juzgar los actos de su
padre, esa regla se desintegró como un castillo de
arena al alcanzar mis hijos la adolescencia y poder
observar con objetividad la realidad de mi conducta.
Por lo tanto, los siguientes cuatro años en Las Islas
Malvinas fueron un verdadero infierno en la Tierra, al
punto que yo consideré el suicidio o el abandono de mi
propia familia.
Un par de años de aquel incidente con la vecina, mi
mujer y yo teníamos una discusión acalorada.
167
Recuerdo haberle llamado “perra” o algo por el estilo.
Ella, la muy malcriada, me respondió con un insulto
muy similar. Enfurecido al sentir mi orgullo de macho
herido, salté de la cama para propinarle un par de
bofetadas. No logré concretar mi acto de cobardía,
pues me rodearon seis cachorros indignados.
El primogénito agregó sal a mis heridas al acusarme
de cometer una culerada, lo cual en nuestro lenguaje
significaba un hombre que carece de masculinidad y
que en realidad tiene más rasgos de mujer que de
hombre. Lamento confesarlo, pero él tenía razón. Sin
embargo, mis propios defectos me impedían admitir la
verdad. Por lo tanto, les pedí que nos reuniéramos en
seguida, para tomar una decisión si queríamos
continuar como familia. Esto fue seguido de un silencio
bochornoso. Franco mantenía una expresión de
reproche y enojo en el rostro, pero no articulaba
palabra.
Luego, uno de los mayores nos pidió que
recapacitáramos, que nos calmáramos, y que
pensáramos con madurez cómo se podían resolver las
cosas. Al fin, decidimos olvidar el incidente, pero yo
sabía que debido a la verdadera naturaleza
incambiable de mi persona, iba a ser casi imposible
envejecer con ellos a mi lado.
Pasó el tiempo, y las cosas no mejoraron mucho.
Franco estaba convirtiéndose en hombrecito. Andaba
cerca de los quince años, y yo sentía más y más esa
tensión que se estaba desarrollando entre él y yo. Al
principio traté de recapacitar como padre y hacer uso
de la razón. Sin embargo, se interpusieron mis propios
defectos, y al final, me dejé llevar por el odio y veneno
que caracterizaba la verdadera naturaleza de mi
168
persona, que ya para cuando Franco cumplió los
quince años, él y yo nos habíamos tomado odio el uno
al otro, a tal punto que se podría decir que éramos dos
enemigos compartiendo el mismo techo, en el cual él
llevaba las de perder pues yo ocupaba un puesto
superior a él en ese hogar.
Y yo, siendo el tipo rudo que soy, y falto de cultura,
lamento confesar que abusé de mi autoridad y en
nombre de la disciplina, busqué el menor motivo y
pretexto para dar rienda suelta al odio que yo le tenía.
Sin embargo, mientras yo más le daba azotes a
Franco, él más se rebelaba, al punto que esto me
frustró tanto que intenté de nuevo hacer las paces con
él, solo para ser rechazado con desprecio, pues la
enemistad entre él y yo había llegado ya a ese
entonces a un punto donde la reconciliación sincera
era simplemente imposible.
Lamento confesar que realmente subestimé el
carácter de Franco. Yo me dejaba guiar por los
ejemplos de mis otros hijos mayores que se habían
dejado “domesticar” sin ofrecer tanta rebeldía. Franco,
sin embargo, era indomable. Mientras más lo
castigaba y le decía que hiciera tal cosa, más
desobedecía. Al final, me di por vencido. Decidí
pegarle como hombre. Siento remordimiento al relatar
este incidente, pero aquí les va sin ocultar detalles:
Un mañana, que yo me levanté malhumorado, le grité
a Franco que fuese a traer agua para beber. Él me
ignoró pero procedió rezongando y de mala gana a
cumplir a regañadientes con mis exigencias. Fui, y
busqué un pretexto para seguir regañándolo, con la
mira de provocar insolencia de su parte para yo
entonces tener un pretexto y entonces darle sus
169
azotes.
Su hermano menor, al observar esta amarga escena
de injusticia que tan frecuente se había vuelto en los
últimos meses, intentó de intervenir en vano, pues él
era un chiquillo que apenas podía articular sus ideas y
observaciones.
Franco al ver que su hermano menor se sumaba al
altercado, cometió el error de alzar la voz al rezongar,
y era justo lo que yo esperaba. Me dirigí a él y le di
dos bofetadas en cada mejía, seguida por un leve
puñetazo con la izquierda que a pesar de no llevar
fuerzas para noquear, llevaba toda intención de
provocar hostilidad en él. Logré mi objetivo.
Franco me había clavado la mirada con furia. Estaba a
punto de lanzárseme encima como una fiera. Lamento
confesarlo, pero de nuevo, la cobardía que me
caracterizaba se apoderó de nuevo de mí, y a pesar
que yo estaba en posición de boxeo, o es decir
esperándolo cuadrado, cambié repentinamente de
parecer para ejercer mi función de padre de familia,
amo incuestionable de ese grupo familiar: fui corriendo
al dormitorio a buscar una correa para darle sus
azotes por insolente y atreverse a contemplar lanzarse
sobre mi persona. Además, él sostenía en sus manos
en aquel preciso instante un enorme garrote que se
usaba para acarrear recipientes de agua. Me dio un
escalofrío al pensar de los golpes letales que pudiera
asestarme en un momento de locura con dicha arma
improvisada.
Aparentando ser un gran macho, regresé empuñando
esta vez una polea de tractor, que yo había guardado
intencionalmente para cuando se presentara esta
170
ocasión que yo tanto añoraba en mi malsano
pensamiento.
Preguntándole valentonamente que si quería que le
pegara como hombre o como niño, pero sin darle
oportunidad a responder, le asesté salvajes golpes en
su espalda desnuda hasta hacerle sangrar la espalda
con el impacto.
Lamento decirlo, pero, a parte de haber servido para
saciar mi sed de odio, a parte de haber logrado dar
rienda suelta a esa furia infernal que me agobiaba, e
inyectar el veneno que tanto me fascinaba inyectar en
aquellos que me rodeaban, esos azotes fueron en
vano pues Franco continuó siendo aun más rebelde
que antes. Es más, a partir de ahí en adelante, yo
sospecho que él dejó de verme como padre y amigo, a
pesar que por obligación impuesta todavía me
saludaba y me llamaba “papi”. En el fondo, sin
embargo, yo podía observar claramente que la
amistad entre nosotros había cesado para siempre, y
que probablemente jamás desarrollaríamos una
relación afectuosa de padre e hijo.
Al cerrar este capítulo, debo también confesar que
analizando las cosas con un punto de vista fresco, yo
perdí el respeto de mi familia al intentar llevar a cabo
actividades ilícitas que tanto se contraponían con los
principios que yo tanto inculqué a mis hijos: mi intento
fracasado en convertirme en todo un narcotraficante.
La única razón que no llevé a cabo estos planes fue
que por lo menos uno de mis hijos mayores se opuso
rotundamente a colaborar con estos planes. Es este
uno de los pequeños secretos que tanto he ocultado,
pues realmente revelaba al desnudo el venenoso
corazón que yo ocultaba en las entrañas de mi alma.
171
Desintegración Familiar
Cuatro años después de haber pisado suelo malvino,
cuando mi familia estaba a punto de desintegrarse, y
yo al borde del suicidio, milagrosamente la vida volvió
a sonreírnos: una nación mucho más pujante, también
con raíces británicas, nos abrió las puertas de par en
par ofreciéndonos asilo político: Australia.
Ya para entonces mis dos hijos mayores eran
legalmente adultos. Los demás, lo serían en unos
pocos años. A tragos y rempujones, yo casi había
logrado mi misión de padre. Y casi lo logré.
Lamentablemente, seis meses de haber llegado a
Australia, cuando mis dos hijos menores tenían
todavía doce y catorce años, yo abandoné mi hogar
para siempre.
Mi hijo, Franco, el personaje que yo más odié de toda
mi familia, terminó por darme un fuerte puñetazo en
las narices cuando yo llegué ebrio a casa, intentando
exhibirme ante mis amigos de parranda.
Lo recuerdo como si hubiese ocurrido ayer: era la
noche del 19 de diciembre de 1983. Mi amigo, “Lico”,
un hombre también de muy poca cultura, que solía
vivir en los antros de bailarinas nudistas, junto con su
esposa, me acompañaba a casa, esa vez que yo
llegué a deshora de la noche, después de una noche
de parranda.
Al entrar a casa, me recibieron seis perros
“malamutes” malencarados. Ya que yo andaba con
unos tragos dentro, y envalentonado por la presencia
de mi amigo “Lico”, decidí dar un show a todos los ahí
172
presentes al darle un sermón a mis hijos que
expresaban desacuerdo con mi estilo de vida que
incluía en parte rameras y alcohol entre otras cosas.
Tomé por los hombros a mi hijo mayor y lo senté en
las escaleras que conducían al segundo piso. Luego
pesqué al segundo bruscamente y también lo senté al
lado del mayor. Titubee por un instante al ver que
Franco estaba a escasos metros de mi persona.
Impulsado por el alcohol, me dirigí hacia él y le dije:
“¡Vos también cabroncito!” e intenté en vano de
lanzarlo bruscamente a sentarse en las escaleras al
lado de su hermano. Este relinchó como un potro sin
domesticar y se negó a acceder a mis exigencias. De
hecho me empujó insolentemente. Fue todo lo que
necesitaba. El odio y veneno que tanto caracteriza mi
persona, encendido y multiplicado debido a los efectos
del alcohol, hizo que me le lanzara como una fiera
para poder darle una paliza con mis puños. Le asesté
un golpe en el estómago y le escuché decir con dolor y
llanto que no quería pelear conmigo. Le aseguré que
yo tampoco quería pelear con él, pero sin embargo le
asesté otro puñetazo en la cara. Fue el último
puñetazo que logré darle. En mi afán de causarle
daño, no pensé en defenderme. Además, me era
inconcebible que un hijo alzara la mano contra su
padre. Sin embargo, Franco no era un hijo común y
corriente.
No recuerdo ni cómo ni cuándo, pero en cierto
momento de esa riña sentí un fuerte puño estrellar
contra mi ebrio rostro. El impacto fue doloroso. Sin dar
crédito a la realidad, pausé por un momento a fin de
no perder el conocimiento. Al reconocer lo ocurrido
dije: “Con que sí, no cabroncito, con que esas
tenemos…” y me lancé de nuevo sobre Franco. No
173
pude alcanzarlo. Mis dos hijos mayores intervinieron, y
Franco, a insistencia de su madre, se escapó por la
puerta trasera de la casa, para desaparecerse por el
resto de la noche.
Mi orgullo había quedad pisoteado, y a pesar que yo
ahora reconozco que fui el promotor de todo esto, con
mi conducta depravada, yo estaba ciego a toda
exigencia de conmoverme, y solo pensaba en una
cosa: la venganza.
La mañana siguiente, cuando Franco volvió a casa, le
di los últimos azotes brutales que tanto yo ansiaba
darle. El último azote intenté de dárselo en la cara,
pues no bastó para saciar mi sed de venganza los
azotes que su tierna espalda tuvieron que soportar. Al
concretar mi venganza, intenté llevarlo a un lugar a
solas donde pudiéramos pelear cuerpo a cuerpo para
yo cobardemente aprovecharme de un menor de edad
que a penas hubiera sabido defenderse. Sin embargo,
las objeciones de los demás presentes, me hicieron
cambiar de parecer.
Y de esta manera, ahí esa mañana del 20 de
diciembre de 1983, yo salí de ese hogar para nunca
más volver. Mis intentos de envejecer con mi familia
habían fracasado. El infierno para ellos, al yo salir del
hogar, había cesado para siempre.
Señor, que se haga tu voluntad aquí en el cielo como
en la Tierra. ¿Será realmente la voluntad del Señor, o
habrá otros elementos en juego? Nunca lo sabré,
pero si en realidad hay una fuerza cósmica de buena
voluntad que tiene toda esta vida predeterminada,
algunas preguntas quedarán sin responderse: ¿Por
qué se me permitió causar tanto dolor?
174
Que el lector responda.
FIN
175
MULATA
SEDUCTORA
176
177
Encuentro Fortuito
Han pasado más de diez años desde que me enamoré
por última vez.
A estas alturas ya no califico ni como joven ni como
novato. Ya la vida me tiene pocas sorpresas, y
lamento decirlo, casi todo en la vida comienza a verse
menos colorido; más insípido. El amor ya no es ese
fenómeno maravilloso de la naturaleza; seducir a una
mujer ya dejó de ser esa experiencia suprema que
tiene que experimentarse y vivirse para poder
apreciarse. Hoy día, desgraciadamente, he llegado a
un punto de mi vida en el cual considero que
enamorarse es algo para los adolescentes; el amor no
es algo para un picaflor empedernido como yo, al
borde de la vejez.
Pienso que el próximo capítulo de mi auto-biografía
quizá se titulará “Inmune al Amor”.
Sin embargo, la vida está llena de agradables
sorpresas.
Todo comenzó un jueves veraniego en un antro
hispano. Aquí he venido más por cortesía que por
deseo de estar ahí presente, pues se trata de la
inauguración de Karaoke en el Vida Lounge, un barrestaurante y discoteca hispano en pleno St. Clair.
Después de cinco años de andar como un saltamontes
de karaoke en karaoke, ya este entretenimiento
comienza a lucir opaco.
Esta noche, mi amiga de antaño, Vidalia Reyes, un
ícono y líder en el campo de ‘show-biz’ en Toronto
178
hispano, está iniciando noches de karaoke en este
lugar. Yo, como fanático amateur al canto, estoy ahí
para darle apoyo.
Por azar del destino, un antiguo conocido de Costa
Rica, de los pocos ticos escurridizos que han logrado
evadir a la Migra, se encuentra en este lugar. Lo
saludo y nos echamos un par de copas.
Más tarde, se le acerca una esbelta jovencita que
aparenta tal vez unos veintidós años, de lindo rostro y
un cuerpo sin duda esculpido, quien da toda la
apariencia de ser cubana o caribeña debido al color de
su tez de ébano y rasgos levemente africanos.
Ellos charlan por unos momentos, y poco tiempo más
tarde, el amigo tico se despide educadamente de
nosotros, para dejarnos solos en la mesa. Yo, ni lerdo
ni perezoso le indico con la mano que se me acerque.
Ella lo hace con mucha sensualidad pero con cierta
reserva al mismo tiempo.
Me cuenta que es de origen colombiano, y que lleva
ya varios años en el país de las nieves. Es madre de
tres lindos cachorros los que ha dejado en casa al
cuidado de su hermano. Mmhhhh, me digo yo en
silencio, madre soltera, sin compromiso matrimonial.
Gavilán, ¡a afilar las uñas y prepararse para el ataque!
Me dice con orgullo que todo mundo se equivoca con
su edad, pues a pesar de aparentar veintidós años,
ella ya pasa de los treinta. La felicito por mantener tan
lindo cuerpo y lucir tan joven al mismo tiempo de
haber contribuido a la humanidad con tres cachorros.
Le ofrezco una copa. Con cierta timidez ella me dice
179
que prefiere pagarla ella. Yo insisto que quiero que me
acepte una tan sola copa. Entonces accede con
reserva y le pido un Baileys. Ahora, minutos más
tarde le quiero pedir su teléfono, pero no quiero hacer
la pregunta tan abruptamente. Necesito un pretexto.
“¿Te gusta el baile?” – pregunta ella al escuchar que
suena la salsa.
“Pues, sí, pero te confieso que me falta práctica, pues
no soy adicto a las discotecas’ – le respondo.
Ella me saca a bailar. ¡Que lindos movimientos!
Realmente se mueve como toda una caleña, aquel
lugar donde se dice haber nacido la salsa.
Después de una hora de baile, me siento un poco
agotado, y comienzo a aburrirme al ver que este local
no va a dar inicio al canto, mi actividad predilecta y
motivo principal de mi visita. Buscando una excusa,
me despido de la nueva conocida, quien dice llamarse
Cassandra, y le lanzo a quemarropa la pregunta que
he estado madurando por más de una hora:
“Oye, ¿piensas que tal vez podría llamarte un día de
estos?” – al decir esto, estoy cruzando los dedos en
secreto, ilusionado que tal vez acceda.
“Mhhh…” – me responde “… mejor dame tu número y
yo te llamo.”
Ohhhh, digo yo en silencio, ¡no mordió el anzuelo!
¡Que me va a llamar! Eso lo dice toda mujer cuando
no está interesada en volver a ver al potencial
pretendiente. Resignado, le proporciono mi celular,
sabiendo que es bastante dudoso que me llame.
180
Sin embargo, la vida está llena de agradables
sorpresas.
181
Me llaman…
Ni siquiera dos días más tarde de haber estado en el
karaoke con esta preciosa mulata recibo una llamada
al celular. Veo que es un nombre desconocido:
Cassandra. La ignoro, pues estoy en una reunión con
unos clientes. Más tarde, al rastrear las llamadas
perdidas decido ver de qué y de quién se trata. Marco
el número de la tal “Cassandra”.
“¿Hello?” – dice la voz de una extraña.
“Sí” – respondo yo, “alguien me llamó de este
número…”
“Ah, sí…” – responde la extraña, “…soy yo,
Cassandra, la chica que conociste en el karaoke el
jueves pasado…”
“Oh, oh, oh” – le respondo, tal vez un poco
avergonzado por no haber reconocido su nombre.
“Por supuesto, ejem, sabes lo que sucede es que
ando un poco atolondronado con tanto trabajo, ¡que
hasta la memoria está comenzando a fallarme! Por
favor, discúlpame.”
“No te preocupes” – responde ella. “¿Te llamé en un
momento inoportuno?”
“Pues, estaba en una reunión, y justo ahora, estaba
pensando ir con Vidalia a relajarme un poco. A la
mejor iremos a un karaoke familiar en Dundas. El DJ
brasilero que toca en Ti Carlo estará ahí. Tiene el
mejor sonido que he visto todos los karaokes de la
182
ciudad que conozco.”
“¿Van a ir al karaoke? Oh, ¡yo quiero ir con ustedes!” –
agrega ella con entusiasmo.
Y de esa manera, se inicia una linda amistad con esta
linda mulata, que en cuestión de pocas semanas y no
meses, esta simple amistad habrá pasado a algo más
de simplemente amigos.
183
Esa chica… ¿la conoces?
Pasaron exactamente dos semanas de haber
conocido a Cassandra y esta vez la he invitado a que
me acompañe a Motivos, un bar y restaurante
colombiano que tiene karaoke familiar los domingos.
Estando ahí, pido unas tapas, y su bebida predilecta,
el baileys. Luego se nos acerca un conocido
salvadoreño, Dave Aguirres, quien de casualidad es el
ex-esposo de una ex–novia mía. Le presento a mi
nueva amiga, Cassandra, y nos felicita por cantar tan
lindo en duo.
Poco tiempo después, mientras yo me acerco a la
barra, Dave Aguirre se me acerca y me pregunta con
disimulo y en voz baja:
“Marcelo, te voy a hacer una pregunta, y como hombre
inteligente que eres, me responderás de la manera
correcta…”
“Dispara Dave…”
“Dime, Marcelo, ¿Dónde conociste a esa chica que te
acompaña?”
“No la conozco,” respondo yo, “la conocí hace dos
semanas en un karaoke, pero no sé casi nada de ella.
¿Por qué preguntas, Dave?
“Pues,” me dijo él, “ten cuidado con quién te metes…
es todo lo que me atrevo a decirte.”
“Ohhhhh…” agrego yo un poco consternado, “…no me
184
digas más, creo que sé a qué te refieres…”
“Veamos,” dijo Dave, “¿a qué me refiero?”
“Narco-tráfico o prostitución” respondí escuetamente.
“No estoy seguro del primero, pero de lo segundo es
bastante probable: a esa chica la he visto en los antros
de bailarina nudista.”
“¡Ay, ay, ay!” agregué yo, “Te agradezco la
advertencia, pues uno a veces no sabe en qué
broncas se va a meter.”
“Sí,” agregó Dave. “Nada más por favor, no menciones
mi nombre”.
“Descuida…” dije yo, “y de nuevo, gracias por el
“heads up” como se dice en inglés.”
De regreso a la mesa, le doy una mirada furtiva a
Cassandra. Dios mío, ella no tiene pinta de bailarina
nudista. Muestra un semblante tan inocente. Pero
bien, me dije en silencio, más vale que la mantenga un
poco a la distancia pues estas chicas a menudo están
rodeadas de gente de baja moralidad, y hasta quizá de
algún
narcotraficante
adinerado,
celoso
y
malintencionado.
Después de cantar unas cuantas canciones, llevo a
Cassandra a su casa. Nos despedimos dándonos un
abrazo y un beso fraternal en la mejía, y acordamos
de mantenernos en contacto por teléfono.
Y luego así pasan unas semanas. Cassandra y yo
salimos solos de vez en cuando, nos tomamos unas
185
copas, cantamos karaoke, bailamos salsa, y de vez en
cuando nos acompaña nuestra amiga mutua, Vidalia
Reyes, una hembra de origen ecuatoriano con quien
en algunas ocasiones he estado al borde de
convertirla en mi amante.
En cuanto a la vida amorosa de Cassanda, he
aprendido que ella está haciendo trámites para traer a
su esposo de Colombia, pues aun mantiene una
relación seria con él, a pesar que llevan más de tres
años separados debido a las circunstancias. Tengo
entendido que tanto Cassandra como su esposo
pertenecen a una iglesia cristiana, y por lo que puedo
observar, Cassandra pone mucho empeño en aplicar
su conocimiento bíblico al pie de la letra. Esto le hace
ganarse mi respeto y admiración, y a mayor grado
hace que yo le tome estima como persona y amiga
que ya a este punto no la veo como una simple
conocida más en mi vida quien se rumorea haber sido
bailarina nudista en su pasado.
Ya a esas alturas, yo me he resignado que Cassandra
no es material de romance para mí, y por lo tanto le
brindo simplemente amistad desinteresada. Por otra
parte, Cassandra está al tanto que entre Vidalia y yo
existen impulsos de atracción de macho y hembra, y
por lo tanto ella sabe que un romance entre nosotros
dos está casi enteramente descartado.
Sin embargo, la vida está llena de sorpresas…
186
187
Dame un beso…
Una tarde, después de haber invitado a Cassandra a
comernos un bocado en El Rancherito, un pequeño
restaurante colombiano, al llevarla a casa, Cassandra
me confiesa que me encuentra un tipo misterioso.
Alude a que la mayoría de hombres en algún punto de
la amistad han hecho el intento de seducirla, sin
embargo, ese no es el caso conmigo. Me pregunta si
pertenezco a alguna religión o si tengo compromiso
con alguna chica que no he revelado. “Pues, no”, le
respondo, “No tengo compromiso con ninguna chica.
De hecho, yo, como te he comentado en varias
ocasiones, yo tengo la opción de tal vez iniciar un
romance con Vidalia, sin embargo, debido a que ella
vive con alguien, eso violaría mis principios y por lo
tanto ahí no me mancho las manos.”
“Mhhh...” Responde ella, “…eso es bastante
admirable, pues la mayoría de hombres no dejarían
pasar por alto toda oportunidad de acostarse con una
mujer…”
“Y notarás,” agrego, “que aun contigo, te he tratado
con mucho respeto, y debido a que tú tienes dueño,
jamás andaría tratando de iniciar algo contigo
tampoco”.
Cassandra me contempló en silencio, y me dio una
mirada de curiosidad mientras sus ojos se fijaban en
mis labios al hablar.
“Y dime,”
entonces?”
pregunta,
“¿tú
188
eres
muy
moralista
“Pues, sí, un poco, aunque no voy a tratar hacerme
pasar por todo un santulón, pues tampoco soy tan
inocente como parezco.”
“¡Inocente tú Marcelo!”, comenta ella, “¡Por favor!”
“Y dime,” continua Cassandra, “¿Qué me dirías si te
pidiera
un
beso?”
La pregunta me cae de sorpresa. La miro a los ojos.
Le veo sus labios carnosos tan sensuales, y me tienta
la curiosidad de explorar el interior de su jugosa boca
con mi boca. Titubeo por unos segundos al recordar
que ella es mujer casada. “Pues…” pauso una vez
más tratando de responder sin ofenderla, “¿Un
beso…? Pues… te lo daría…”
“Pero sabes que solamente vamos a ser amigos,
¿no?”, agrega ella, sabiendo que está iniciando un
juego peligroso. Yo asiento con la cabeza, pensando
que tal vez ella simplemente está provocando sin
intención de ir más allá de hacer la pregunta. Sin
embargo, ella agrega con cierta ansiedad en la voz:
“Dámelo pues…”
Sonrío y la miro a los ojos. Estoy al volante del coche
y ella está a mi lado, a escasas pulgadas. “Nos vamos
a meter en broncas, Cassandra…” le digo yo, mientras
me le voy acercando lentamente, hasta sentir su
aliento. Con gran delicadeza froto levemente mi nariz
contra su nariz, y la veo cerrar los ojos. Entonces me
le acerco un poco más y tomo su barbilla en mis
manos. Le beso levemente el mentón, y le doy un
pequeño mordisco en la barbilla. La miro a los ojos.
Ella sonríe emocionada. Entonces, le sello los labios.
Siento su palpitar que se acelera. La vuelvo a besar de
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nuevo en los labios, y esta vez saboreo su jugosa
lengua lo cual hace que yo mismo comience a
excitarme. Segundos después la separo lentamente y
nos miramos a los ojos. Ella sonríe y dice tiernamente:
“Me rasguñaste con el bigote.”
“No tengo bigote”, le aclaro.
“Sí, pero necesitas afeitarte…”
“¿Qué te pareció la manera en que yo beso?”
“Pues, puedo ver que eres muy romántico, Marcelo.
Tienes un estilo muy romántico para besar a alguien…”
“No te equivocas, Cassandra, cuando yo elijo a una
mujer como mi pareja, me entrego de cuerpo y alma a
ella…Pero dime, Cassandra, ¿Por qué me pediste un
beso?”
“Pues más que todo por curiosidad. Eres un tipo
misterioso, y me dio curiosidad qué ocurriría al tentarte
como macho, y también tienes unos labios sensuales
que me dio curiosidad qué se sentiría besarlos…”
“Ya veo,” agrego yo. “Simplemente un entretenimiento
para ti, ¿no?”.
“Bueno,” responde ella. “Tú sabes que entre nosotros
no habrá más que simplemente amistad”.
“Tienes toda la razón” le respondo. Y luego, se me
viene a la mente hacerle en este momento oportuno la
pregunta de un misterio de su pasado que me gustaría
aclarar.
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“Cassandra, debido a que somos amigos, y que nos
tenemos confianza, ¿te puedo hacer una pregunta
delicada?”
“Adelante” responde ella, sin imaginarse qué es lo que
me traigo entre manos.
“Cassandra, el otro día que fuimos al restaurante
Motivos, cuando me acerqué a la barra, un conocido
presente me advirtió que tenga cuidado contigo debido
a que tú eres o has sido bailarina nudista…se que los
hombres a veces confunden a una mujer con otra,
pero… ¿qué puedes decirme al respecto?”
“Como tú dices,” agrega Cassandra, “los hombres a
menudo confunden a una mujer con otra…pero… ¿y si
he sido bailarina nudista qué?”
“Nada. Nadie tiene el derecho de juzgarte. Y aun así,
en mi religión se dice que no importa tu pasado o lo
que hiciste. Lo que importas es quién eres ahora, y
qué intenciones llevas para el futuro. Si tu plan es de
superarte mental y espiritualmente, nadie te puede
estar haciendo ningún reproche.
“Y por lo que yo puedo ver,” agrego, “tú estás
haciendo todo lo posible por mejorarte como ser
espiritual. Me impresiona mucho la dedicación que tú
tienes a tus actividades religiosas…”
“Pues, te voy a contar la verdad, Marcelo: sí, en un
tiempo fui bailarina nudista. Y es algo de mi pasado
que yo ya he superado, y ni me remuerde la
conciencia pues yo no vivo en el pasado. Lo que fui,
es lo que fui, y lo que importa ahora es que yo me he
puesto en manos de Dios…”
191
“Te felicito. ¿Sabes? Como dice la canción de José
José, ‘Ya lo pasado, pasado, no me interesa’…un día
de estos te acompaño a tu congregación para
escuchar el sermón del sacerdote.”
“Ja, ja. No le llamamos sermón ni es sacerdote. Es el
pastor y él da predicaciones.”
“Pues, dime cuando nos ponemos de acuerdo y voy a
conocer.”
Con eso, me despedí de ella, dándole un fraternal
abrazo, y la vi desaparecerse tras el patio de la casa
donde residía.
192
193
Juego Peligroso
De ahí en adelante, siempre que me despedía de ella,
yo buscaba con entusiasmo sus labios para propinarle
un leve beso, pero lamento confesarlo que con el
tiempo esos besos se volvían cada vez más y más
apasionados. Y es más, siempre que viajaba a mi lado
en el coche, yo solía tomarla de la mano y se la
besaba tiernamente mientras conducía.
“¿Qué sientes cuando te beso las manos de esa
manera?” le pregunté con dulzura.
“Siento amor…” murmuró ella con arrullo y con un
semblante de inocencia, mientras gradualmente se
dibujaba una linda sonrisa en su rostro.
“Ay, Dios Mío”, me dije en silencio, “¿Será que me
estoy enamorando de esta niña que ya tiene
compromiso…?”
Tengo que confesar que cuando pasaban unos días
sin verla yo ya comenzaba a extrañarla, y a menudo
buscaba algún pretexto para escuchar su voz, o aun
mejor, ir a encontrarla para poder acariciarle las
manos y tal vez darle un tierno beso en los labios.
“Me estoy enamorando…” reconocí yo, con cierta
renuencia. “Y me estoy enamorando de la mujer
equivocada…” No necesitaba reflexionar mucho para
ver las posibles consecuencias.
En primer lugar, me sentía como un hipócrita pues
siempre he alegado que ningún hombre digno de
llamarse hombre le roba la mujer a su prójimo. Y a
194
pesar que yo no llevaba ninguna intención de ofrecerle
matrimonio ni deseaba conocer carnalmente a
Cassandra, tengo que admitir que si esta amistad se
profundizaba más, solo Dios sabría a qué extremo
llegaríamos.
En segundo lugar, en el peor de los casos, esta chica
Cassandra quizá era capaz de romperme el corazón
sin siquiera hacer el intento. Por lo que yo podía
observar, Cassandra haría hasta lo imposible por no
permitir que se liaran sus sentimientos conmigo. En
otras palabras, era probable que yo quizá lograría
seducirla en sus momentos más débiles; en un
momento de vulnerabilidad, pero al mismo tiempo era
más que probable que mis sentimientos no serían
correspondidos por la sencilla razón que su príncipe
azul era su esposo y no el entrometido de Marcelo que
llegó muy tarde en su vida…
Princesa
Mulata…
Mulata
Seductora
y
Rompecorazones. Ese era el apodo que le convenía a
esta mujer. Y ese sería el título del siguiente capítulo
que le agregaría a mi auto-biografía ficticia en una
fecha futura.
195
Paseo Nocturno
Como a los dos meses de conocerla, asistí a la
congregación de su iglesia. Tuve el placer de conocer
al pastor colombiano, el sr. Robin De Rios Serrano,
quien me impresionó mucho con sus predicaciones
con un contenido de valor tan práctico que más
parecía que yo estaba escuchando la charla de los
antiguos catedráticos de la universidad de Calgary, a
la que había asistido unas dos décadas antes.
Al salir de la iglesia, recogimos a los chicos de
Cassandra y abordamos el coche para dirigirnos a
casa. Le propuse a Cassandra dejar a los chicos en
casa y ambos dirigirnos al karaoke a practicar nuestro
hobby favorito. Cassandra rechazó la proposición pues
me dijo que era ante-ético salir de la casa de Dios a un
antro donde se servía alcohol, para disfrutar de una
actividad mundana como lo era la música laica que ahí
se cantaba. “Entonces”, le dije, con el fin de pasar más
tiempo a su lado, “vamos a pasear al parque…”
Así sin muchas ganas, ella accedió.
Rumbo al parque le tomé su mano como de rutina y se
la besé tiernamente.
“¿Sabes, Marcelo?”, dijo ella, “Tú estás penetrando
territorio desconocido con una mujer que en un tiempo
fue peligrosísima…”
“¿Te refieres a tus días como ‘stripper’ cuando dices
peligrosísima?”
“Sí,” agrega ella.
196
“Mmmmh”, respondo yo. “Te quiero compartir algo
muy personal, y dime si estoy loco, demente, o si en
realidad tiene algún fundamento esto que te quiero
revelar…”
“¿Qué tiene que ver esto con lo de yo ser
peligrosísima?”
“Créeme, tiene todo que ver con esto de peligrosísima”.
“Bueno, veamos, ¿de qué se trata esto que quieres
compartir conmigo?”
“Yo tengo un don que poca gente tiene; de hecho lo he
confirmado como con dos o tres personas más que he
conocido en mi vida, y ellos también me han
confesado que tienen esta habilidad…”
“¿Qué habilidad es esa?”
“A veces, por una fracción de segundos veo a la gente
convertida en otra cosa.”
“¿En otra cosa? ¿Como qué?”
“Ha veces, por una fracción de segundos veo a la
gente convertida en bestias satánicas, y a veces a
otras personas las veo convertidas en entidades
angelicales”.
“¡No me digas, Marcelo! En mi congregación le
llamamos a eso discernimiento espiritual. Es un don
que no todos tenemos, de la misma manera que no
todos hablamos en lenguas cuando alabamos al
señor”.
197
“Sí, he escuchado de gente hablar en lenguas en
congregaciones cuando se alaba al señor”, le
respondo. “He sabido que ese fenómeno ocurre entre
los católicos carismáticos, como también entre
miembros de la iglesia Pentecostal, como también
otros
cristianos
evangélicos.”
“Pero volvamos a lo que me estabas diciendo acerca
de tu capacidad para ver a la gente convertida en otra
cosa. ¿Por qué mencionas esto justo en el momento
que te estoy advirtiendo que te estás metiendo con
una mujer peligrosísima?”
“Pues, porque siento que Dios me ha dotado de este
don para protegerme, y a pesar de tu pasado, no te he
visto convertida en ninguna entidad diabólica hasta la
fecha, y aunque tampoco te he visto convertida en un
angelito, tengo que confesar que tú, de peligrosa, solo
tienes a tu pasado, y no me asustas. De hecho me
siento muy a gusto contigo, y me encanta tenerte en
mis brazos, estarte acariciando, aunque, te lo digo sin
deseos de ofenderte, no lo hago con las esperanzas
de tenerte desnuda en mi cama…”
Cassandra no contestó. Habíamos llegado al parque
conocido como High Park. Detuve el coche delante de
la cancha de fútbol en la que yo había jugado
incontables veces en los últimos dieciséis años. Eran
cerca de las nueve de la noche, apenas había luz de
la luna, y hacía una frescura agradable que a penas
era necesario abrigarse.
“Vamos a caminar”, sugirió Cassandra.
Al salir del coche, tomé mi abrigo de piel, y se lo
198
coloqué en los hombros a Cassandra. Luego la tomé
de la mano, y caminamos como pareja en el desolado
parque.
Al llegar al final del pasto, Cassandra se recostó
contra un enorme árbol. Yo me le aproximé
lentamente, y la abrazé tiernamente. Le deposité con
delicadeza un beso en la mejía y la apreté contra mi
persona. Entonces, busqué sus labios…
Luchando contra su propia conciencia, sus propios
principios, y sus impulsos de hembra, Cassandra
agregó: “Ay no Marcelo, no, mejor vámonos. Y que
quede bien claro, que aquí el peligroso eres tú…”
Yo no contesté. Me le separé lentamente, y tomándola
cariñosamente de la mano, le dije: “Tú mandas,
princesa. Vámonos a casa…”
199
Intervención Divina
Es un sábado por la noche. He invitado a Cassandra y
a su familia a conocer mi casa. Nos acompaña una
gran amiga de ella, una chica también de origen
colombiano, Maritza, quien es también madre de una
cachorrita de apenas diez años.
Mientras los chicos ven una película con Maritza,
Cassandra y yo nos hemos ido a la cocina pues ella
me va a preparar un platito: unos “huevos picados”,
como les llamo yo; un “perico”, como le dice ella.
“¿Sabes, Marcelo?”, comenta ella, “He estado
hablando con mi esposo, y realmente esto me ha
hecho reflexionar en cuanto a nuestra amistad, y he
llegado a la conclusión que este jueguito entre tu y yo
tiene que cesar.”
“¿Sabes, qué, Cassandra?”, le respondo yo. “Estoy
enteramente de acuerdo contigo.”
“Tú eres una persona muy linda, Marcelo. Tienes
mucho amor, y puedes hacer a una mujer muy feliz.
Pero yo no soy la mujer para ti, por razones que no
necesito explicarte.”
“Estoy enteramente de acuerdo contigo, Cassandra.”
“Yo te quiero mucho, Marcelo, y siempre te querré,
pero quiero que sepas bien claro que al único que yo
quiero como hombre y pareja mía, ese hombre,
siempre lo ha sido y lo será, mi marido que está en
Colombia. Si en algún momento de soledad me
acerqué a ti, es simplemente porque lo extraño a él, y
200
no es por ninguna otra razón que eso…”
“Me alegra que me lo digas, pues, tengo que confesar
que aunque yo no lo quisiera, por una razón u otra,
que solo lo explico por medio de tus encantos, yo ya
estaba comenzando a desarrollar sentimientos para ti,
y mi preocupación principal es que tú no ibas a
corresponderme jamás; y no ser correspondido en el
amor, es algo triste. Lo he visto muchas veces entre
las parejas; y yo siempre compadezco al hombre que
tiene sentimientos para una mujer que no siente nada
por él.”
“Me alegra que lo veas de esa manera, Marcelo”.
“Pues, sí, y lo mismo te digo yo a ti; y es la misma
conversación que también tuve con Vidalia hace unas
semanas: No es una buena idea que tú y yo nos
hagamos amantes…Cassandra…”
“Cassandra, ¿te conté que hace como veinte años yo
estuve a punto de desconocer a mi madre por haber
cometido adulterio?”
“Sí, lo mencionaste en un par de veces…”
“Ah, entonces te comenté que una de las razones por
las cuales yo no puedo liarme con una mujer con
compromiso es porque me sentiría como un gran
hipócrita si yo mismo violara los principios por los
cuales estuve a punto de desconocer a mi propia
madre?”
“Sí, entiendo muy bien lo que me dices, Marcelo, y yo
igual, me encuentro en la misma situación besándome
en la boca contigo, cuando pertenezco a una iglesia
201
en la que se
monogamia…”
enseña
moralidad,
pulcritud
y
“Pues, lo nuestro ha terminado, aunque nunca
comenzó, ¿no es así?”, pregunto yo, pasándole una
cuchara para que revuelva el menjurje de huevos y
verduras que tiene en la estufa.
“Te quiero contar algo, en lo cual yo creo que hubo
intervención divina…” continuo yo.
“¿Que hubo intervención divina? ¿Cuándo y dónde?”,
pregunta ella.
“Okey, date cuenta de esto: hace varios meses, me
pego unos resbalones con Vidalia, y llego a punto de
cometer adulterio con ella, pues ella es una mujer
casada. Sin embargo recapacito, le hago saber a
Vidalia que no es una buena idea que ella y yo nos
convirtamos en amantes, y luego le pido a Dios que
me envíe a una mujer para quitarme a la tentación de
Vidalia de mi vida… y en ese momento… y en ese
momento, te conozco a ti, indirectamente por medio de
la misma Vidalia. ¿Qué opinas de eso?”
“Pero dime la verdad, Marcelo, ¿te acostaste con
Vidalia o no?”, pregunta ella clavándome la mirada.
“Sé que no es bueno jurar, pero ante Dios que nos
mira, te aseguro que no me he acostado con Vidalia.
Igual que contigo, nos besamos en la boca en varias
ocasiones, pero jamás hicimos el amor…”
“Pues que bien, Marcelo, anduviste cerca de caer en
el extremo del pecado, pero a pesar que tuviste tus
resbaloncitos, no caiste…”
202
“¿Por qué piensas que Dios hace esto? Yo le rogué
conocer una mujer sin compromiso para reemplazar a
Vidalia, y sin embargo parece haberte mandado a ti,
una mujer igual, con compromiso…”
“Pues, Dios sabe por qué hace las cosas. A la mejor te
está sometiendo a prueba…”
“Y te está sometiendo a prueba a ti también…”, agrego
yo.
“Pues, a la mejor tienes razón, pero de mí puedo
hacerte una promesa, Marcelo: Jamás volveré a
ofrecerte mis labios…”
“Ya veremos, ya veremos…” digo yo silenciosamente
en mi mente, ocultando una sonrisa, conociendo bien
las vulnerabilidades de las mujeres, sabiendo que el
que tendrá que ejercer fortaleza de carácter, disciplina
y auto-control, en último caso, seré yo…
203
Hombres Vulnerables,
Mujeres Perspicaces
204
Martirio
Estoy recibiendo el año Nuevo 2013 con cierta
amargura en la boca… ¡todo por culpa de haber
violado una regla que inquilinas bonitas no entran a mi
casa! ¡Quién me manda Dios Mío!
¡Qué grave error cometí al haber dejado entrar a una
jovencita tan preciosa y de carácter tan encantador en
mi casa!
Lamento decirlo pero cuando la vi por primera vez, ella
no lucía tan despampanante. Daba la apariencia de
ser una jovencita común y corriente, demasiado joven
y delgada para atraerme como mujer, abrigada con un
suéter gris pálido y vestimenta sencilla que ocultaba
su lindo, curváceo y esbelto físico. Poco me imaginaba
yo Dios Mío, que ante mí se encontraba toda una
princesa —mitad anglo-sajona, mitad Azteca—
seductora y capaz de enloquecer al más empedernido
mundano de los machos.
¡Dios Mío! qué transformación cuando ella se
preparaba para irse al trabajo, toda maquillada y tan
linda, con su frondosa melena rubia suelta, quizá en
realidad para dirigirse a su trabajo, o salir con sus
“amigas” como ella solía decir…
Qué martirio se volvió para mí verla salir y no regresar
hasta deshora de la noche. Yo me quedaba con un
vacío en el estómago; a menudo solía salir de mi
recámara para tranquilizarme esperanzado a ver que
sus llaves permanecían en la cerradura de su puerta
como ella solía hacer, revelando que ya su lindo
205
cuerpo descansaba en la intimidad de su humilde
dormitorio.
Pero— ¡qué absurdo! — me repetía a mí mismo, que
me esté martirizando a solas de esta manera cuando
ella nunca me ha coqueteado, nunca me ha insinuado
que desea que yo la pretenda, ni me ha dado motivo
que me enamore de ella. Sin embargo los
sentimientos de un hombre son impredecibles, y estos
surgen desapercibidos sin consulta ni aviso…
Al mismo tiempo que digo que ella nunca me ha dado
aparentemente motivo para que en mí despierten
deseos de macho—aparentemente—, tengo que
admitir que las mujeres son extremadamente astutas y
perspicaces; es decir, de la misma manera que ella
una vez me hizo “comer brócoli” sin que yo me diera
cuenta, puede ser que ella haya estado tramando algo
en secreto y yo fui a caer en su telaraña,
ingenuamente y sin darme cuenta de lo que ella
estaba planeando para mí.
En este punto saltaré de mi anécdota para irme siete
años al pasado.
Corre el mes de diciembre del 2005 y me encuentro en
mi departamento localizado en “Albion Road”.
Acostada en mi propia cama, una mujer me
acompaña; tiene el cuerpo semidesnudo. Le doy un
leve beso en la espalda. Es “Minerva”; una preciosa
hembra ya cuarentona. Aunque cualquiera se
equivocaría al ver tal escena, Minerva y yo nunca
hemos sido amantes. En algunas ocasiones la he
tenido en mis brazos y hemos llegado al punto de
disfrutar de momentos de intimidad en la soledad de
un parque de la ciudad—después de la media noche
206
cuando no hay curiosos para presenciar actividades
pecaminosas de aquel juego prohibido para menores.
En cada una de esas ocasiones he logrado recapacitar
antes de cometer una atrocidad imperdonable—el
adulterio—pues Minerva en ese tiempo vivía con otro
hombre en una “unión libre”. Es decir, no estaba
casada pero tampoco estaba soltera; por lo tanto,
siempre logré refrenar los impulsos que me agobiaban
“arriba” en el intelecto y “por debajo” de la cintura.
Ahora, me transportaré a veinticinco años en el
pasado para poder explicar porqué me refreno tanto
en cuanto a cometer adulterio se trate…
Es la ciudad de Calgary, en Alberta, y corre el mes de
septiembre de 1988. Acaba de ocurrir una horrible
escena la cual me atormentará por el resto de mi vida:
acabo de pegarle un puñetazo al vecino, un hombre
casado y con hijos menores de edad, quien
desgraciadamente ha seducido a mi propia madre, y
los dos, ahora planean abandonar sus hogares para
contraer un matrimonio pecaminoso y así iniciar una
vida nueva. Mi propia madre violando los mismos
principios que nos inculcaron cuando niños: “un padre
nunca debe abandonar a sus hijos…”; “…debe
protegerlos, darles sustento, cariño, y nunca tomar
acciones que les traerán trauma psicológico”.
Lamentablemente el amor no respeta edad ni género.
Mi propia madre, una mujer santa a quien yo quise,
quiero
y
querré
incondicionalmente
¡estaba
cometiendo el acto imperdonable no solo de adulterio
sino también impulsando la destrucción de todo un
hogar llevándoles miseria a tres chiquillos menores de
doce años! ¡Qué vergüenza!, ¡qué dolor!, ¡qué
infortunio!
207
A pesar del puñetazo que le propiné en mi frustración,
el tipo no desistió. A pesar de las lágrimas que yo
derramé ante mi madre, ella no se conmovió: estaba
trastornadamente enamorada de este tipo. Mi única
opción fue desconocer a mi propia madre, empacar mi
equipaje y escapar a Toronto. Frustrado, amargado,
infeliz… y con un sabor amargo en la boca pensando
que quizá una vida familiar, un noviazgo, tener hijos,
contraer matrimonio, son actividades que no valen la
pena.
Eso es: ¡el celibato es la mejor opción! Tal vez no todo
mundo esté de acuerdo con mi mentalidad, pero nadie
puede negar que cuando machos, hembras y
cachorros se enredan, líos estallan…
La segunda lección que aprendí de todo esto que el
amor entre dos seres humanos tiene que ser limpio y
puro. Qué hipócrita sería yo enredarme con una mujer
comprometida como Minerva cuando yo mismo había
desconocido a mi madre por dicho acto…
Después de casi cinco años de ausencia, el hijo
pródigo regresó a casa. Fui a Calgary de visita. En
octubre de 1994 mi madre logró verme el rostro otra
vez, y me recibieron con brazos abiertos. Gracias a los
poderes celestiales, el romance de mamá había
fracasado unos años antes, y ahora mi madre,
acercándose a los cincuenta años, se encontraba de
nuevo sola, sin el cariño de un hombre, pero rodeada
de seis lindos hijos que la querían y protegían de todo
mal.
En este punto deseo saltar de nuevo al presente:
Corre el mes de diciembre del 2012.
208
En mi hogar, mi buen amigo e inquilino, el mexicano
Hernando Cortez, me confiesa que ha decidido
terminar la relación matrimonial con su esposa en
México pues él se ha enamorado trastornadamente de
una jovencita de raíces europeas que pasa por una
situación matrimonial un poco delicada.
Hernando me confiesa que su ex-esposa en México
ha estallado en furia, casi perdiendo la cordura. Lo ha
calumniado con todos sus parientes e hijos, al punto
que los niños han renunciado a él como si fuera un
malhechor o fugitivo de la ley…
Dentro de mi casa, debido a que Hernando es mi
amigo, hago todo lo posible por hacerle la vista gorda
a todo esto; sin embargo, en el fondo de mi alma estoy
“sosteniendo la cabeza con mis dos manos” dando
vueltas en la cama, frustrado, confundido, consternado
y turbado, ya que lo que Hernando está cometiendo a
sabiendas es la misma situación dolorosa que tuve
que vivir en carne propia veinticinco años atrás.
Si Hernando fuera mi hermano yo le tiraría las orejas y
le diría que recapacite. Él tiene todo el derecho de
brindarle ayuda a esta jovencita; sin embargo no tiene
ningún derecho de pasar más allá de una amistad
fraternal con ella. Mas Hernando no es familiar
consanguíneo mío y por lo tanto no tengo el derecho
de hacerle reclamos ni darle consejos. Por lo tanto
hago todo lo posible de hacerle la vista gorda a lo que
está ocurriendo dentro de las puertas de mi propia
casa—adulterio apasionado—y trato de mantener la
calma.
Mas mi sentido de ética no me permite continuar con
este martirio mucho tiempo. Y así, lamentablemente
209
tengo que compartir que mi hogar volverá a ser aquel
aposento vacío donde solo se escuchará la voz varonil
de un macho que a solas canta las melodías que
reflejan las pasiones y amarguras de una vida tan
colorida.
Una hembra especial — Minerva
Es el comienzo de octubre del 2012; un par de meses
antes que las cosas estallen emocionalmente en mi
hogar. Me encuentro con mi amiga de antaño,
Minerva, en un humilde Café de la ciudad de Toronto.
-
-
-
¿Encontraste inquilina?—Preguntó Minerva
tomando un sorbo de la taza de café.
Sí—respondí yo—le ofrecí la habitación a una
jovencita mexicana.
¿Y cómo se está portando?
Pues, ¿sabes?, en las tres semanas que lleva
conmigo, nunca la veo y ni pasa en casa. De
hecho yo sospecho que ella vive con su novio,
pues ni puedo asegurarte que viene a dormir
en la noche.
Oh, ¡esa clase de arreglo! Sin duda como tú
cobras barato, ella solo quiere el lugar para
tener una dirección oficial, pero en realidad, su
“hogar” está con su enamorado.
Sí, esa impresión dan las cosas. Lo único que
me molesta un poco es que ella iba a
encargarse del aseo del apartamento, y ¡nunca
está en casa para hacer el aseo!—chisteo yo
210
-
-
-
-
con una sonrisa, fingiendo decepción y
reproche.
Y ¿en qué trabaja ella?—me pregunta Minerva
con aparente indiferencia.
¡Qué interesante que preguntas eso! Sabes
que al principio, cuando yo no sabía que ella
tenía novio, yo estaba preocupado porque la vi
un par de veces salir toda maquillada y
despampanante a las 11:00 de la noche, y la
conclusión inmediata a la que llegué fue que
ella trabajaba el turno nocturno en uno de
“esos” bares, si sabes a qué me refiero…
¿Tú pensabas que era “stripper”?
Sí, cuando vi que no pasaba en casa y que
salía luciendo tan bonita a deshora de la
noche, esa fue la primera impresión que tuve.
Es más, el día que se trasladó a mi casa,
recuerdo que ella hizo un comentario que si
“iba a ser pecadora, mejor serlo por completo”.
Ah, mucha gente habla así solo por hablar.
Puede que te equivoques…
Sí, sé ahora que no es “stripper”, pues
posteriormente mi otro inquilino me dijo que
ella tenía un novio y por lo tanto, hice de caso
que ella prácticamente vivía con él y que salían
a alguna discoteca o algo por el estilo. Luego le
pregunté a ella así a quemarropa a qué se
dedicaba y me comentó que era bartender y
mesera en un restaurante. Con eso me
tranquilicé.
Mmmmh—respondió Minerva.
211
Al salir del “Coffee Times” dónde nos encontrábamos,
tomé a Minerva de la mano y la acompañé a su casa
que quedaba a unas cuantas cuadras. Al vernos
caminar de la mano por las calles, cualquiera se
equivocaría pensando que Minerva y yo éramos una
pareja. Sin embargo al despedirme de ella me limité a
darle un abrazo fraternal y le deposité un leve beso en
la mejía.
Después de doce años de amistad, Minerva figura
como quizá la mejor amiga que yo tengo. Ella es una
mujer que confía en mi ciegamente, tanto así que unos
años atrás me encargó una fuerte, fuerte cantidad de
dinero que tuve que guardarle fielmente como su
mejor amigo a pesar que ella tenía otras amistades y
parientes de confianza.
La amistad con Minerva ha pasado por sus altibajos ya
que en años anteriores iniciamos una especie de
“semi-romance” que duró solamente unas ocho
semanas. Este “romance” no culminó en toda la
plenitud de un auténtico romance pues en aquel
entonces Minerva tenía compromiso con otro hombre
en una “unión libre”.
Hoy en día, Minerva lleva casi tres años de estar de
nuevo “soltera” y elegible, sin embargo ambos hemos
decidido por medio de acuerdo mutuo y silencioso que
no hay necesidad de pasar con nuestra amistad a otro
nivel. Por extraño que parezca, yo he controlado
cualquier impulso de macho y nunca la he invitado a
pasar a mi dormitorio, pues es tanto el aprecio que le
tengo como persona que lo último que deseo sería
darle una desilusión, herirla, o hacerla sentirse usada.
Así que permanecemos como amigos, pero casi
podría decirse que somos más como hermanos.
212
Hernando Cortez
Al volver a casa encontré a mi amigo e inquilino,
Hernando Cortez, en casa. Esa noche hizo algo
inesperado: me pidió dinero prestado. Mentalmente
fruncí el ceño pues en los dos años que llevaba
conmigo él nunca había tenido problemas financieros.
¡Poco sospechaba yo de los trágicos acontecimientos
que se estaban desarrollando en su vida a mis
espaldas!
Días después, casi de madrugada, o tal vez al
amanecer, escuché una voz masculina en mi hogar.
No era la voz de mi antiguo y viejo inquilino, el italiano
Tony, ni tampoco era la voz del mexicano Hernando
Cortez. Fruncí el ceño de nuevo, pensando que qué
raro— ¿una visita en mi casa al amanecer?
Con mucho tacto le pregunté al día siguiente a mi
inquilina mexicana (llamémosle “Clementina”) si había
tenido visita esa mañana. Con una expresión tal vez
un poco apenada, Clementina contestó que su novio
había pasado la noche con ella en mi casa. A pesar de
que ella lo dijo con cierta pena, yo no le reproché a
ella esto en absoluto, pues es totalmente aceptable
que mis inquilinos mantengan un noviazgo y no me
importa que los reciban en mi casa—mi único requisito
ha sido que no debe haber libertinaje sexual, adulterio
o cualquier tipo de perversión (homosexualidad,
prostitución, sexo con menores de edad, etc.).
Al cabo de unos días, Hernando volvió de nuevo a
pedirme dinero prestado. Esto me pareció ya un poco
extraño, así que igual, con un poco de tacto indagué
para ver qué ocurría en su vida. Hernando me
comentó que tenía una “amiga” a quien le estaba
213
ayudando a resolver ciertos líos financieros
relacionados con la resolución de su estado
migratorio. Me pareció que no había nada malo con
esto así que le recomendé unos nombres de
licenciados especialistas en temas migratorios quienes
podían echarle una mano. Comencé a comprender lo
que sucedía en su vida, y sin pensar más al respecto,
seguí mi vida como normal.
Unos días después Hernando me comentó que tenía a
alguien en su dormitorio. Era su novia. De hecho, su
novia se estaba pasando a vivir con nosotros.
Sabiendo que Hernando era un hombre con esposa e
hijos en su país natal, esto no me cuadró enteramente
bien; sin embargo, hice todo lo posible de hacerle la
vista gorda a esto pues Hernando siempre había sido
un inquilino modelo y una buena persona.
Sin embargo, mucha gente me ha dicho que uno de
mis defectos es no poder ocultar mis pensamientos.
Desde el momento que le di la bienvenida a la novia
de Hernando, detecté que ella no aprobaba de mi
persona, y es muy probable que al recibirla,
subconscientemente—y tal vez solo con la mirada—yo
expresé desapruebo de su relación con Hernando.
Detecté que ella se sentía incómoda en mi presencia,
y esto era sin duda debido a los sentimientos que yo
subconscientemente había dado a conocer al intentar
darle la bienvenida. Por cortesía, hice un intento de
hacerle la vista gorda a todo esto—la relación
adúltera—, y dejé que la vida tomara su curso.
214
La enigmática Clementina
Unos días después yo conversaba con Clementina en
la cocina.
-
-
-
¿Cómo van las cosas con tu novio? Me
imagino que ya está cerca de ofrecer
matrimonio ese hombre…
Pues, ¿cómo vas a creer? Terminamos…
Ay, ay, ay, ¿no me digas eso? ¿Después de un
año?—pensé en mis adentros, ella ha de estar
destrozada, pues no es fácil recuperarse de un
fracaso romántico como tal. Yo me basaba en
mi propia experiencia cuando quince años
antes había terminado con una linda mexicana
después de una relación de solamente tres
meses y medio. A pesar que la relación fue tan
corta, el terminar con ella me pegó muy fuerte
en el pecho, y a pesar que no me refugié en el
alcohol, debo confesar humildemente que sí
derramé unas cuantas lágrimas al final.
Terminamos… —continuó ella— Sin embargo,
tengo a alguien más. Me está pretendiendo,
pero aun no somos novios.
Vaya, vaya, pensé en mis adentros. Siendo tan
preciosa, sin duda alguna que le sobran los
pretendientes.
-
Pues, sabes, que no me sorprende que ya
hayas encontrado a alguien más. Tú eres muy
preciosa, y sin duda alguna tienes para
escoger al candidato que mejor te agrade.
215
-
Sí, pues ya veremos… este señor parece ser
una muy buena persona.
¿Señor?
¿Cómo vas a creer? Es un policía de cuarenta
y dos años…
Hasta ese punto yo había visto a Clementina con otros
ojos: una jovencita trastornadamente enamorada y a
punto de contraer matrimonio con su príncipe azul, un
apuesto joven militar.
Yo honestamente pensaba que ella estaba
sinceramente enamorada o que al menos estaba muy
aferrada a esa relación, pues aparentaba ser una
relación seria. El hecho que ella tan casualmente me
comentó que habían terminado—sin ella expresar
ningún pesar—me hizo pensar otra cosa.
Até cabos y recordé un incidente cuando ella comentó
en son de broma al escuchar una canción de José
José, “He renunciado a ti”. Eso era lo que le iba a
pasar a su novio dijo, pues este hombre no estaba
cumpliendo como ella deseaba:
-
-
Ay, - dijo Clementina—¡“He renunciado a ti” es
lo que le voy a decir a mi novio si no anda listo!
Ja, ja, ja.
¿Sí? No sabe lo que le aguarda, ¿eh?
Ay él me ve sufrir buscando trabajo y lo único
que me ofrece es que me vaya a vivir con él…
Oye, Clementina, pero a la mejor él quiere
casarse contigo y tú no lo sabes. Por
experiencia propia te puedo decir que el
216
-
matrimonio es un tema que le pone la carne de
gallina al más macho…
Sí, tal vez.
Deberías de ver las cosas del punto de vista de
él como hombre. A la mejor quiere casarse
contigo, pero al mismo tiempo le da miedo. Y si
él te propone que se vayan a vivir juntos y que
al cabo de seis meses hablen de matrimonio,
¿eso no sería aceptable?
Clementina pausó en su pensamiento unos segundos
y luego respondió casi con enojo:
-
¡Ay, nooooo!
Yo suprimí una carcajada y pensé en silencio: “¡Ella
teme que después que el chavo se haya dado el gran
“banquetazo” durante seis meses, es muy peligroso
que él salga corriendo y que se escape por el patio
trasero!”
En este punto llegué a la conclusión que Clementina le
había dado un puntapié a su novio después de un año
de la relación, al este no ofrecer matrimonio. Por lo
tanto ahora ella había optado por buscar alguien más.
Y ahora, ella había elegido intencionalmente un señor
de cuarenta y dos años pues era más probable que
este señor ofrecería matrimonio.
La conclusión mía fue que en realidad ella buscaba un
acta de matrimonio para poder conseguir residencia
permanente en Canadá. Así de sencilla era la realidad.
Debido a que yo estaba tomándole afecto a ella como
persona, al ver que ella era una jovencita decente,
inteligente y luchadora, con todos los deseos de
217
triunfar y salir adelante con su vida, decidí averiguar
un poco más al respecto y tal vez aconsejarla, pues he
conocido de muchos desfalcos, fracasos y amarguras
con gente que intenta sacar residencia por esa vía.
Por un breve instante se me ocurrió prestarle mi firma
para dicho trámite, pero descarté esa idea casi en el
acto por razones que daré posteriormente.
Decidí hacerle algunas preguntas para averiguar si
mis impresiones estaban en lo cierto:
-
-
-
-
Clementina, ¿te conté que estoy grabando
música con un amigo nicaragüense quien está
a punto de traer a su novia de Nicaragua?
Sí… - contestó ella, absorta en su
computadora, a penas prestando atención.
Pues este trajo a su prima hace unos años y se
casó con ella, y de esta manera le sacó
residencia a su propia prima. Ahora tiene que
concretar el “divorcio”, volver a casarse, y de
nuevo traer a su legítima esposa. Yo creo que
esta vez le puede costar caro, pues ya dos
veces seguidas con el mismo cuento, el
ministerio de migración a la mejor va a entrar
en sospechas.
Mmmhh… - respondió ella, a penas
escuchándome, pues estaba más interesada
en chatear con su Iphone.
Y a ti, ¿te interesa quedarte en Canadá?
Ay, sí, me gustaría mucho ¿sabes? Yo en
México no me siento contenta pues no soy
enteramente hispana. La gente a veces me ve
218
-
-
-
mal por no ser de la misma raza que los
demás. Aquí en Canadá me siento muy a
gusto, y yo ya quisiera decir que soy de aquí.
Mmmhh—continué yo—sabes que una manera
de hacerlo es contrayendo matrimonio con
alguien, aunque sea falso. El único problema
es que las autoridades de Migración estudian e
investigan esos casos muy a fondo. Dicen que
a veces se presentan en tu casa a las siete de
la mañana y quieren confirmar que los dos
están durmiendo juntos para confirmar que es
un matrimonio legítimo.
Ay pues yo no tendría ningún inconveniente en
dormir contigo. El hecho que durmamos en la
misma cama no quiere decir que tenemos algo.
Había pensado en pagarle a alguien…
Sí, lo único es que ese es un delito federal, y
las consecuencias por quebrantar la ley de esa
manera pueden ser muy severas.
Lo que me impresionó mucho de esta conversación
fue ver que Clementina había llegado a tomar mucha
confianza conmigo al punto que ella hubiera estado
dispuesta a dormir a mi lado sabiendo que yo no le
haría ningún daño. Que alguien desarrolle esa
confianza conmigo es fatal, pues hace que yo me
encariñe indebidamente de la persona. Es decir, si
alguien confía ciegamente en mí, yo comienzo a
reciprocar y corresponder con esos sentimientos. Y
cuando yo llego a confiar ciegamente en una persona,
puedo terminar enamorándome de ella. Enamorado de
ella, ella puede destruirme…
219
Ya en este punto yo había comenzado a sentir aprecio
por Clementina; y de hecho había hecho uno que otro
intento de conseguirle un empleo que podía conducir a
un trámite para legalizarse: un empleo en su
especialización como aeromoza trabajando en el
aeropuerto de Toronto desempeñando una función
algo parecida. Lamentablemente esos esfuerzos no se
concretaron en nada, parte quizá porque la persona
que tenía que recomendar a Clementina no estaba
colaborando con nosotros: mi antigua amiga Minerva
quien estaba al tanto de que Clementina vivía en mi
casa…
Por cierto, este incidente de dormir inocentemente a
mi lado me hizo recordar a una linda jovencita que se
hospedó en mi casa unos cuatro años antes: Karen
García, una preciosa mexicanita, inteligente y
luchadora, quien casualmente también tenía veintiséis
años; ella se había ejercido como abogado en México.
Esta niña, Karen, llegó a tomarme una gran confianza.
Una noche tuve que cambiarle las ropas una vez que
se emborrachó toda al punto de quedar toda vomitada.
A fin de llevarla de emergencia al hospital, le cambié
sus ropas. Y a pesar que ella supo al siguiente día que
yo había sido el que la despojó completamente de su
vestimenta, ella no me tomó desconfianza y no se fue
de mi casa. Ella siguió viviendo en mi hogar, y de
hecho tomó mucho más confianza que anteriormente,
pues a partir de ese punto ahora salía de su
dormitorio… ¡portando solamente una toalla que más
bien le quedaba de mini-falda!
Estos fueron los gestos que me halagaron mucho
pues lo que esto a mí me decía era que ella sabía que
220
estaba en buenas manos, bien cuidada con un
caballero que jamás le haría algún daño.
Afecto y celos… indebidos
Volvamos al tema de Clementina.
Lamento confesar que en este punto de la amistad con
Clementina, empecé a tomarle afecto indebidamente.
Empecé a sentir atracción por ella.
Usualmente, cuando ella regresaba a casa a deshora
de la noche, ella solía dejar las llaves en la cerradura
de su puerta. Una noche observé que las llaves no
permanecían en la puerta como de costumbre. La
mañana siguiente, llegué a la conclusión que ella
había pasado la noche con el policía que la andaba
pretendiendo. Debo admitir que experimenté cierta
desilusión y sentí por primera vez, un vacío en el
estómago. En otras palabras, tengo que confesar que
yo estaba desarrollando sentimientos indebidos por
ella; de hecho sentí celos.
Mas yo estaba sufriendo en vano. Esa mañana, por
eso de las diez de la mañana, Clementina salió de su
dormitorio con una expresión casi de enojo, pues yo,
pensando que ella no estaba en casa, me había
puesto a cantar en la ducha, poner la música a todo
volumen en mi dormitorio, cocinar bulliciosamente, al
punto que el detector de humo se había activado.
Le pedí humildemente disculpas a Clementina, que no
solo me reprochó haberla despertado, sino que
también me encaró que yo me había comido su brócoli
que ella había comprado para prepararse una crema
de brócoli. Avergonzado me disculpé y luego le
221
reemplacé su brócoli. En ese punto ella compartió algo
conmigo que me dio qué pensar:
-
¿Sabes? Yo había decidido que tú te ibas a
comer ese brócoli. Tal como lo tenía pensado,
así sucedió.
En ese momento recordé que en secreto, yo estaba
comenzando a desarrollar sentimientos indebidos
hacia ella. ¿Será—me dije en silencio—que ella
decidió también “otras cosas”, y que en realidad yo
soy una mosca que está cayendo inocentemente en
una telaraña?
Recordé algunos de los comentarios que ella a veces
lanzaba al aire, el que más sobresalía cuando gritó
que deseaba cometer el pecado “original”.
Anteriormente me había comentado que uno de sus
pretendientes le había preguntado que qué ropas iba a
portar esa noche, pero que en realidad, en su mente
este tipo la estaba desnudando en silencio. ¿Será que
ella estaba intencionalmente sembrando en mi mente
el concepto de verla desnuda? Luego recordé un
comentario que ella hizo cuando yo le ayudé a
mudarse a mi casa:
-
Si voy a ser pecadora, mejor voy a serlo por
completo.
Posteriormente ella hizo un comentario que sembró
otra idea en mi pensamiento: al yo comentar que mi
trabajo era “impredecible”, ella agregó que, igual, ella
era una mujer “impredecible” también:
222
-
-
Tan impredecible—le dije yo—que en unos
meses me vas a salir con la noticia que me
invitas a tu boda…
¡Ja, no—dijo ella con un tono que casi podría
interpretarse como coquetería—no me interesa
estar atada a nadie!
¿Con quién en realidad estoy viviendo Dios Mío? me
pregunté en silencio. En realidad desconozco esta
jovencita a fondo. Se traerá algo entre manos, o ¿es
pura coincidencia que yo estoy empezando a fijarme
en ella como mujer?
Pasaron los días. Si yo no veía las llaves en la
cerradura de su puerta, el malestar en el estómago me
atacaba. ¡Qué ridículo!—me decía a mí mismo—ella
aparentemente no me ha dado motivo para que yo me
ponga celoso, ni que me enamore de ella, o que
desarrolle sentimientos de esta índole…
Pensé en acercármele y pedirle permiso de
pretenderla con la esperanza que iniciáramos un
noviazgo donde no habría intimidad sexual a menos
que la relación se desarrollara en algo serio, es decir,
un matrimonio. Sin embargo sentí que yo iba a hacer
el ridículo con tal propuesta pues esta preciosa
jovencita prácticamente podía ser mi propia hija. Por lo
tanto yo no lograba juntar el valor para expresarle mis
sentimientos.
Acto de insolencia
Al final, decidí sacarme del pecho eso que me estaba
agobiando, y decidí decirle lo que indebidamente
pasaba. ¡Qué error, pues ella malinterpretó mis
palabras pensando que yo estaba intentando seducirla
223
así toscamente como si ella fuera una mujer ordinaria!
Una noche cuando nos encontrábamos a solas en la
cocina, le pregunté a quemarropa:
-
-
Clementina, tú no estás enojada conmigo,
¿verdad?
No… ¿debería estarlo?
Pues, no sé. Siento que a veces hago
comentarios que revelan… pues, que revelan
que siento atracción por ti.
¿Atracción por mí? No entiendo, ¿qué quieres
decir con eso?
Pues…. Pues que a veces siento interés en ti
como mujer…
¡Ay, ay, ay! Esa aclaración expresada con esas
palabras, “interés por ti como mujer” fue un grave
error.
¡Cómo quisiera poder retroceder el tiempo para
poder reformular esas palabras para que mi
comunicación no hubiese parecido tan morbosa;
tan vulgar y tan descarada!
Desafortunadamente Clementina interpretó esas
palabras como un intento descarado de pedirle
sexo. Y eso no era lo que yo estaba intentando
comunicar. Yo simplemente deseaba hacerle saber
que yo estaba desarrollando ciertos sentimientos
indebidos hacia ella, y que esto no era correcto. No
lo era correcto por la sencilla razón que yo jamás
podía verme como pareja de Clementina. Las
razones de ello son tan abundantes que llenarían
páginas y páginas y más páginas de este escrito.
224
A pesar que Clementina no me reprochó estas
palabras en el instante, ella simplemente se limitó
a preguntar si ella había hecho algo para causar
que yo desarrollará tal interés en ella. Por
caballerosidad le respondí que no; sin embargo,
como he revelado anteriormente, no sé con
seguridad cómo responder a tal pregunta.
Al siguiente día Clementina estaba furiosa. Me
comunicó por medio de Hernando que ella no
volvería a hablarme nunca. Yo la había ofendido
horriblemente y de ahora en adelante solo me
dirigiría la palabra para pagarme la renta y no más.
Y si yo continuaba acosándola con tal tema, ella se
iría de mi casa.
Me sentí muy mal por este mal entendido. En
realidad, yo no soy ni he sido un perro hambriento
de sexo. De hecho hay suficientes dedos en una
mano para contar las amantes que yo he tenido en
mi vida; y es más, la última vez que tuve a una
mujer como amante fueron casi diez años atrás—y
he llegado a la conclusión que mi vida es más
productiva y placentera sin enredarme con ninguna
mujer. Por lo tanto, andar desarrollando interés,
sobre todo en una niña tan preciosa que podría ser
mi hija ¡es absurdo! Eso fue lo que yo intentaba
comunicar, pero la interpretación de Clementina
fue otra.
Clementina ahora andaba con la idea que yo era
un perro hambriento buscando devorarla. Iba a ser
casi imposible convencerla de lo contrario, por lo
tanto yo ni siquiera deseaba aclarar las cosas con
ella. Había solamente una única solución:
despacharla.
225
Siendo así, el primero de enero le deposité bajo su
puerta una suma de dinero regresándole el
equivalente de dos meses de renta más el
depósito que le debía, haciéndole saber que era
preferible que se cambiara de casa, pues debido a
mi impertinencia, ya no podíamos compartir el
mismo techo. Tomé responsabilidad por mis actos,
y por lo tanto, me retiré de su espacio, alojándome
temporalmente en casa de un amigo.
El dilema de Hernando
Al iniciar una relación amorosa con esta jovencita
española (llamémosle “Alejandra”), Hernando se
embarcó por un sendero turbulento, tenebroso, incierto
y oscuro, para el cual necesitará “huevos de acero” a
fin de poder llegar a su destino final.
Lamentablemente
Hernando
no
es
familiar
consanguíneo mío y yo estoy obligado a mantener la
boca callada. Por lo tanto no diré más al respecto.
Reflexión
Lo dije y lo vuelvo a repetir: son preciosas las mujeres.
Sin su presencia este mundo sería tan insípido, opaco
y aburrido. La belleza que una mujer le agrega a un
ambiente es increíble; la felicidad que una mujer
aporta a la vida de un hombre no debe subestimarse.
De hecho yo puedo decir con toda sinceridad que
entre los días más placenteros de mi vida estuvieron
los tres meses que yo pasé acompañado de una linda
hembrita mexicana que me decía “papacito”, junto con
sus dos preciosas hembritas que también me
llamaban “papacito”.
226
Sin embargo, con todo respeto a las damas, en este
punto de mi vida, sobretodo en el 2013, mi vida
contiene tantas metas y aspiraciones de carácter
profesional, universitario, planes de desarrollo mental
y espiritual, viajes al extranjero y visitas a familiares
para enmendar relaciones familiares desatendidas,
que la presencia de una dama en mi vida presentaría
un obstáculo a las actividades que tengo en mente.
Sorprendentemente, he alcanzado un nivel de felicidad
bastante elevado como hombre soltero, pero a veces
he considerado ¿cómo sería mi vida con Minerva si yo
estuviera casado con ella? No hay duda alguna que yo
estaría casado con mi mejor amiga, lo cual es
probablemente algo que muy pocos matrimonios
pueden afirmar con certeza. ¿Mejoraría mi vida al
tomar este paso tan serio del matrimonio?
Minerva es noble, puede ser fiel, es dulce y educada.
Ella posee un nivel de decencia tan elevado que ha
logrado ganarse mi amistad incondicional y toda mi
confianza al punto que por ella, como le he dicho a
algunos, “yo meto las manos al fuego”.
Yo siento que yo podría caer inconsciente en sus
brazos sin preocuparme que me ocurriera algún mal al
bajar la guardia de esa manera. No me cabe ninguna
duda tampoco que su presencia aportaría mucha
felicidad a mi hogar. Lamentablemente, mi propio
egoísmo y falta de “agallas” me impide tomar este
riesgo pues siempre existe la posibilidad que yo me
arrepentiré de haber tomado este paso tan serio—es
decir el matrimonio—, y las consecuencias de cambiar
de parecer serían desastrosas; desastrosas tanto para
ella como también para mí pues me partiría el alma
hacerle daño a mi mejor amiga.
227
En cuanto a Clementina, a pesar que ella
aparentemente no me ha dado motivo de fijarme en
ella como mujer, lamentablemente las cosas se fueron
por otro rumbo. Por lo tanto no puedo mantenerla
cerca; ni siquiera puedo tenerla como amiga.
Anteriormente dije que las razones por las cuales yo
no debo interesarme en Clementina podrían llenar
páginas y páginas y más páginas de este escrito. Por
caballerosidad hay algunas de esas razones que
jamás serán reveladas en palabras ni gestos; sin
embargo hay una explicación halagadora que no
ofendería a nadie revelarla:
Clementina es mucho más peligrosa de lo que ella se
imagina. Ella tiene el potencial de mandar a cualquier
hombre al alcoholismo por varios meses sin ella poner
mucho esfuerzo de su parte. Dado a que yo prefiero
tomar mis copas de vino en cantidades medidas, y
prefiero conservar la cordura, espero no volver a verla
nunca.
Al cerrar este capítulo de esta autobiografía siento que
estaría haciendo trampa si yo no revelara un último
detalle bochornoso que he auto-observado de mi
persona:
Hay ciertos aspectos de mi carácter que yo
desconocía antes que Clementina llegara a mi hogar.
Sin embargo, ahora he atado cabos con una situación
que aconteció en el 2001, y puedo ver claramente la
conexión con ambos incidentes:
En junio del 2001, mi primo y su esposa con sus dos
hijos emigraron a Canadá. Durante los primeros tres
228
meses de su estadía, mientras se establecían, yo los
hospedé en mi casa. La esposa de mi propio primo en
aquel entonces tenía unos treinta y seis años; una
mujer sumamente atractiva, inteligente, llevadera y de
carácter encantador. ¡Creo que el lector puede
adivinar lo que voy a decir a continuación!
Me da mucha pena confesarlo, pero yo desarrollé
cierta atracción indebida con la esposa de mi propio
primo. Aunque yo mantuve esto un secreto, pude
detectar que la esposa de mi primo percibió esta
admiración de macho, y al irse de mi casa, a los tres
meses, hizo una broma revelando que estaba muy
consciente cuales podrían ser las consecuencias si
ella hubiese coqueteado conmigo.
La lección que yo he aprendido de todo esto es
reconocer humildemente que yo padezco de un
defecto: yo solo puedo tratar debidamente a las
mujeres a un nivel profesional, en un ambiente social,
laboral, etc., sin ningún riesgo de desarrollar
sentimientos indebidos. Sin embargo, yo no puedo
convivir bajo el mismo techo y compartir un hogar con
mujeres bonitas y encantadoras. Por lo tanto, de ahora
en adelante ¡mis futuros inquilinos serán machotes o
ancianitas con sobrepeso! LOL!!!!!!!
229
Exilio
Hoy cumplo treinta días de haberme auto-impuesto el
exilio de mi propio hogar. He tenido tiempo de
reflexionar y despejarme la mente para poder ver
dónde actué mal, y qué lecciones he aprendido para
que en un futuro esta experiencia no vuelva a
repetirse.
En cuanto a lo que respecta el haber permitido que
Hernando introdujera a una desconocida a mi casa sin
mi autorización, esa fue una grave falta de mi parte.
En una fecha futura no permitiré que mis inquilinos
cometan adulterio dentro las paredes de mi propia
casa, pues, psicológicamente, descubrí que esto
repercute en mi estado mental y espiritual.
En cuanto a Clementina, definitivamente considero
que fui muy sabio al haberme alejado de ella, de no
verla ni hablarle durante los últimos treinta días, y he
sido muy sabio de formarme la idea que ella ya
desapareció de mi vida para siempre y que nunca más
volveré a verla.
Al mismo tiempo de haber tomado esa dura decisión,
debo confesar humildemente que hay una parte de mí
que se niega a permitir que ella se vaya de mi vida. En
las entrañas de lo más profundo de mi alma, algo late
dentro de mí y me hace desear que ella permanezca
dentro de mi vida para siempre; casi como que me
agradaría cuidarla y ver por su bienestar y felicidad…
para siempre.
Mi sentido de ética me dice que debo iniciar una nueva
vida, sin embargo algo dentro de mí me confunde y
me obliga a aferrarme a aquel deseo de mantener a
230
Clementina dentro de mi vida a toda costa – aunque
sea a la distancia; es decir, si no puedo compartir el
mismo techo con ella, por lo menos mantenerla en mi
casa mientras yo me hospedo en otra parte. Sé que
esta manera de pensar es absurda, pero ¿quién dice
que un hombre—con sentimientos y susceptible a los
encantos de una mujer—puede comportarse con
cordura cuando una hembra ha comenzado a
hechizarlo?
Regresando a la relación adúltera de Hernando y
Alejandra, ha habido acontecimientos inesperados en
los últimos treinta días. De hecho la vida de Hernando
contiene tanto color que se podría decir que el
esplendor de mi vida palidece al compararme con
Hernando. Por lo tanto, dedicaré unas cuantas
palabras de este escrito para resaltar lo colorido de la
vida de Hernando.
Hernando Cortez
Hernando Cortez nació en el Estado de México a
comienzos de la década de los setenta. Fue muy
enamorado a tal punto que a la temprana edad de
veinticuatro años se lo pescó una preciosa princesa
azteca quien le dio tres lindos retoños.
Al pasar los años las cosas en México se complicaron.
El crimen, la violencia y la inestabilidad política del
país tuvieron sus repercusiones en la vida económica
de cada uno de los ciudadanos. Muchos de ellos
buscaron una mejor vida en el extranjero.
Un cuñado de Hernando, nacido macho varón, pero
convertido en “macho hembra” al llegar a ser adulto—
mujer transgénero, en otras palabras—decidió emigrar
231
a Canadá, país que en aquel entonces, es decir en el
2007, no le exigía visa a los ciudadanos mexicanos.
Siendo una sociedad tan liberal, Canadá recibió con
brazos abiertos a esta mujer transgénero facilitándole
su transición a esta nueva cultura.
Impulsado por el éxito de este “señor-señora”,
Hernando, junto con sus padres, se animaron a dar el
salto y emigrar, con la idea de algún día mandar a
buscar al resto de su familia con el fin de radicar en
Toronto.
A los cuatro años de residir en Toronto, es decir en el
2010, por azar del destino Hernando Cortez encontró
mi casa. Siempre fue un hombre muy dedicado a su
familia—hasta el día que conoció a una mujer.
Alejandra Toledo
Alejandra Toledo es una jovencita de veintiocho años
oriunda de España, país donde contrajo matrimonio
con un emigrante ecuatoriano. Ambos vieron el
nacimiento de un lindo niño quien por estos tiempos
andará cerca de los ocho años. Por azar del destino
Alejandra llegó a Toronto con la idea de que su
esposo le siguiera en una fecha futura. Durante su
estadía en Toronto ella se hospedaba casualmente en
el mismo edificio donde yo vivo con Hernando, quien
es uno de mis inquilinos. Alejandra se hospedaba con
parientes de su marido.
Por razones desconocidas, las cosas se agriaron entre
Alejandra y sus anfitriones en Toronto. Estos
deseaban regresarla con su marido en España; sin
embargo esta se negaba a regresar por
aparentemente un temor a que este hombre iba a
232
maltratarla psicológicamente, o peor, hacerle real daño
físico. Los detalles concretos jamás han salido a la luz,
pero el punto es que el bienestar e integridad física de
Alejandra peligrarían si a ella se le obligara a regresar
a España con su marido. Bajo estas circunstancias,
Alejandra conoció a Hernando.
Un día, mientras Hernando lavaba sus ropas en la
lavandería del edificio, Alejandra entró. Se saludaron,
y pronto entablaron una conversación amistosa. La
química entre ellos arrancó desde el comienzo al
punto que intercambiaron número de teléfono, y
posteriormente esto condujo a algunas salidas a cenar
y disfrutar de la vida nocturna de Toronto.
Para mediados de noviembre del 2012 las cosas se
habían agriado tanto entre Alejandra y sus parientes
donde se hospedaba que la situación se volvió
insoportable. Posiblemente los anfitriones hayan
descubierto que Alejandra había iniciado un amor
prohibido con mi inquilino Hernando, y esto no les
cuadró en absoluto puesto que Alejandra era la
esposa del señor familiar de ellos quien residía en
España.
Siendo así, Hernando, sin consultarme a mí, decidió
“robarse” a esta jovencita introduciéndola a mi casa
sin solicitar mi permiso.
Falta de prudencia
Lamento confesar que cuando Hernando compartió
conmigo que su novia estaba en su habitación, yo
simplemente asentí con la cabeza con indiferencia. No
le pregunté que dónde la encontró, bajo qué
233
circunstancias, y cuáles eran sus planes en el largo
plazo debido a que él era casado con hijos en su país
natal. Aunque pareciera que hacer preguntas de esta
naturaleza sería indebido debido a que eso a mí no
debería importarme, con el pasar de los días se reveló
que estas imprudencias en ética y moralidad por parte
de Hernando al final repercutieron en mi vida. Llegó un
punto que no tuve otra opción que intervenir pidiéndole
que se fuera de mi casa.
Unas dos semanas antes de que Hernando introdujera
a Alejandra a mi casa, Hernando me pidió cien dólares
prestados. Debido a que esto era una suma tan
insignificante, sin titubear se los di. A la semana de
esto, él me pidió prestados el doble de esa cantidad.
Le pregunté en un tono casual que qué ocurría y me
comentó entonces que le estaba ayudando a una
“amiga” con unos trámites legales. A la semana de
esto él trajo a esta “amiga” a vivir a mi casa. Para
entonces se acercaba el fin de diciembre.
Antes que se cumpliera la fecha para pagar la renta de
enero, Hernando compartió conmigo los “desmadres”
que habían estallado en su vida: se encontraba en una
verdadera crisis financiera porque él le había
confesado a su esposa que se había metido con otra
mujer. Su esposa, al recibir esta noticia,
aparentemente sacó el dinero de todas las cuentas
bancarias dejándolo prácticamente en la calle. Siendo
así, Hernando me pidió una extensión para
cancelarme la deuda acumulada, más me comunicó
de antemano que se retrasaría con la renta de enero.
Accedí a esta proposición, pero debo confesar que me
turbé un poco con esta noticia.
Luego esto no era todo. Su mujer, quien había
234
estallado en furia, les había contado a sus amigos y
parientes que Hernando la había traicionado.
“Alguien”, cuya identidad se desconoce, amenazó a
Hernando con matarlo por haber cometido dicho acto
de traición. Hasta la fecha Hernando desconoce la
identidad de tal persona, pero se sabe que la amenaza
vino de una llamada telefónica de México.
Siendo el propietario del hogar donde Hernando vivía,
y sintiéndome responsable del bienestar de todo
inquilino hospedado en mi casa, le comuniqué
confidencialmente a uno de mis inquilinos, (el italiano
“Tony”, mi más fiel y antiguo inquilino), que Hernando
tenía problemas debido a su relación ilícita, y ahora
había recibido una amenaza de muerte. Aunque la
posibilidad era remota que alguien llegara a nuestra
casa empuñando un arma de fuego, existía la
posibilidad que la vida de cada uno de nosotros
peligrara. Por lo tanto, puse a Tony al tanto dándole la
opción de irse de mi casa si él así lo deseaba. Tony
confesó sentirse turbado con tal noticia, pero optó por
quedarse bajo una condición: que yo despachara a
Hernando junto con su novia pues al fin y al cabo, él
tampoco estaba de acuerdo con la relación adúltera
que se realizaba en nuestro propio hogar.
Otro Psicópata
Dado el sobresalto que me dio la noticia de Hernando,
y al él no poder darme información concreta en cuanto
a la fuente de esta amenaza de muerte, decidí
investigar un poco más a fondo su relación con
Alejandra y remover las cosas para ver que “gatos
saltaban a la vista”. Tal vez Hernando me estaba
ocultando información y la amenaza provenía por
parte de la familia de Alejandra…
235
Supe por medio de Hernando que Alejandra tenía
familiares, amigos y conocidos en el edificio. Decidí
encontrarlos para que me dieran información y así
poder actuar como era debido. Mi primera fuente de
información provino de un empleado hondureño del
edificio quien se ocupaba del aseo. Él era conocido de
Alejandra y sabía un poco de su situación. Me dio el
nombre de otro ecuatoriano que también era conocido
de ella, y al final, descubrí que en mi propio piso
habían unas personas que también eran parientes de
los anfitriones de Alejandra. De hecho uno de ellos era
conocido mío, y yo hasta tenía su teléfono celular. Le
di una llamada.
Al fin descubrí suficiente información acerca de
Alejandra, suficiente como para empujarme a pedirle a
Hernando que desocupara mi casa con la mayor
brevedad posible. He aquí lo que descubrí…
Alejandra tenía problemas de depresión. Nunca supe
con certeza si ella había recibido tratamiento
psiquiátrico para lidiar con su problema; sin embargo
en Canadá, gente enferma de depresión usualmente
se encuentra bajo tratamiento psiquiátrico. Supe que
su marido en España, es decir el ecuatoriano, era todo
un ramillete de flores. Era mujeriego, alcohólico,
posiblemente drogadicto, y para colmo de males,
violento al punto de ser una amenaza física para toda
mujer (u hombre) en su cercanía. Se rumoreaba que
este podía cometer el acto máximo de violencia contra
una mujer.
A parte de tener un par de mujeres, además de
Alejandra, este le exigía dinero a Alejandra, el cual
esta tenía que enviar puntualmente y sin falla. Con
dicha situación, Alejandra se negaba regresar con su
236
marido, sin embargo sus parientes tenían planes de
regresarla a España, lo quisiera ella o no.
Bajo estas
Alejandra.
circunstancias,
Hernando conoció
a
Cuando Alejandra repentinamente desapareció de la
casa de sus parientes—pasándose a la mía (dos pisos
más abajo, en el mismo edificio), los parientes se
enfurecieron pues en primer lugar, Alejandra estaba
desobedeciendo sus deseos en el sentido que ella
tenía que regresar con su marido. Es más, ella no
estaba de angelito bien portado dentro de mi casa. De
hecho se podría argumentar que ella estaba prestando
servicios sexuales a fin de poder prolongar su estadía
en Canadá. Por suerte, los parientes sabían que
aunque el propietario de esa casa era yo, Marcelo
Bustamante, el individuo que había cometido el “robo”,
era el mexicano, Hernando Cortez y no yo. Sin
embargo, esto no me garantizaba que cuando el
marido de Alejandra o sus parientes llegaran a mi
casa, ¡no había ninguna garantía que los “trancazos”
no serían para mí también por haber facilitado esta
fechoría!
Siendo así, decidí romperle la noticia a Hernando que
yo había llegado a la conclusión que él tenía que
desocupar mi casa tan pronto llegara el fin de mes; es
decir, el treinta y uno de enero.
Conversación con Hernando
A los tres días de estar “exiliado” de mi propia casa,
llamé a Hernando para romperle la noticia que yo
había llegado a la conclusión que él y Alejandra tenían
que desocuparme a fin de mes. Yo tenía que buscar
237
una explicación aceptable sin tener que arrastrarlo por
el suelo ni tampoco pisotear a su enamorada:
-
-
-
Hernando, ¿Qué hay de nuevo?
No mucho
¿Qué haces?
Acabo regresar del trabajo y estoy cocinando
Y ¿las chicas?
Por acá…
¿Me imagino que Clementina sigue igual de
“encabronada” conmigo debido a lo que le dije?
Pues, tú sabes… tú sabes cómo son las
mujeres.
¿Tú sabes que debido a mi impertinencia le di
tres meses de renta de regreso para que se
fuera si eso es lo que ella desea no?
Sí, me comentó algo así…
Bueno, mira, por respeto a ella, yo opté por
venirme a vivir a otra parte; de hecho estoy acá
“downtown” en un condominio de Bloor y Bay,
hospedado con un viejo amigo…
Wau, Bloor y Bay, conozco el área, son calidad
de condominios.
Sí; este lugar tiene piscina, jazuzzi, gimnasio,
sauna ¡todo es de cinco estrellas!
Qué bien…
Mira, cambiando de tema, hay algo que tengo
que hablar contigo…
Dime…
Te voy a contar una pequeña anécdota…
¿Mmh?
238
-
-
-
-
Hace veinticinco años mi mamá se metió con
un hombre casado e iniciaron una relación
adúltera. Con el tiempo ellos decidieron que
ambos iban a contraer matrimonio, y este
hombre iba a abandonar a su esposa con sus
hijos menores de doce años. Esto me pegó
muy fuerte al punto que yo terminé
peleándome con el hombre este, y finalmente,
le dije a mamá un montón de cosas. Al final, la
única opción que tuve fue de empacar mis
maletas y abandonarlos a ellos para siempre
viniéndome a vivir aquí en Toronto, lejos de
todo miembro de mi familia donde yo no tuviera
que ver a mi madre.
Mmh….
Luego, hace unos años, al estar acá en
Toronto, conocí a una señora con quien casi
desarrollé una aventura amorosa. Sin embargo
tuve la disciplina de no caer en el adulterio por
una sencilla razón: esta señora tenía
compromiso con otro hombre, y yo me hubiera
sentido muy hipócrita que había tratado a mi
mamá de la manera que la traté, y ahora yo me
daba la vuelta para hacer lo mismo…
Ya veo – respondió Hernando, viendo tal vez el
punto de mi conversación.
Hernando, yo creo que tú más o menos ves a
dónde voy con toda esta conversación y ves el
motivo de mi llamada…
Sí, comienzo a entender…
239
-
-
-
-
-
Te tengo que confesar que la relación que tú
mantienes con Alejandra, siendo tú casado y
con hijos, me está trayendo muchas memorias
amargas de mi niñez. De hecho me está
afectando psicológicamente…
Sí, sí, entiendo. Mira Marcelo, estábamos
hablando con Alejandra que tu lugar no nos
conviene. De hecho estábamos pensando irnos
a fin de mes.
Excelente. Yo no estoy interesado en hacerte
la vida imposible Hernando. Sé que tú estás
pasando por una crisis financiera por el
momento. Por lo tanto, no me canceles la
deuda completa de los $700 dólares este mes.
Dame la mitad, y el resto, úsalo para pagar tu
renta en tu nuevo lugar. ¿Te parece?
Sí, eso me ayudaría mucho, Marcelo. De
hecho, yo voy a permanecer en Toronto, por lo
tanto no te preocupes por tu dinero.
No estoy preocupado. Buena suerte entonces.
Nos vemos por ahí.
Okey, Marcelo. Gracias.
Regreso a Casa
El resto de mi estadía en “el exilio” fue relativamente
sin novedad. Mi amigo de antaño, Mike Browne, me
recibió en su casa como un hermano. Él se enteró en
todo detalle de la situación que se había desarrollado
en mi vida, y jamás me regañó ni me criticó por mi
conducta. Cuando vio necesario presentarme su punto
de vista que difería del mío lo hizo con mucho tacto.
240
Hasta la fecha, le estoy eternamente agradecido en
primer lugar por haberme abierto las puertas de su
casa en un momento tan crítico, como también por
haber prestado un oído para que yo pudiera
desahogar mis pesares.
Por prudencia, decidí no visitar el departamento a fin
de no ver a Clementina y de alguna manera empeorar
la situación. De hecho pasaron nueve días que estuve
ausente hasta que al fin me asomé pues tenía que
recuperar unos documentos.
El miércoles 9 de enero, después de nueve largos días
de ausencia, decidí regresar a casa. Llegué al umbral
de mi casa por eso de las diez de la noche. Introduje
la llave en la cerradura de la puerta y giré la llave. La
puerta se abrió. El corazón me latía aceleradamente
pues estaba a escasos segundos de ver a la mujer
que me había comenzado a hechizar, y a quien yo le
había faltado al respeto al haberle confesado mis
sentimientos que habían sido mal interpretados como
una proposición indecorosa de sexo.
Caminé lentamente por el pasillo de la entrada
anunciando mi presencia con mi andar inconfundible
de “militar”. Escuché voces en la cocina. Me detuve en
el umbral y saludé:
-
Buenas noches.
Buenas noches. – respondieron Hernando y
Clementina casi en coro.
Hernando se encontraba de pie en sus labores
culinarias. Clementina estaba sentada a la mesa
pintándose las uñas. Contestó mi saludo de manera
educada y bajó la mirada para enfocarse en su labor.
241
Luego, en fracción de segundos alzó la mirada
lentamente y me miró casi con regocijo, similar a la
manera en que una mujer halagada contempla a un
hombre que ha expresado admiración de macho por
ella. En otras palabras, su lenguaje corporal dejó a
conocer que ella no estaba ofendida ni me reprochaba
la manera en que le había declarado mis sentimientos
por ella. De hecho, se podría decir más bien que ella
estaba sentada ahí, en un trono, confortablemente,
mirando con deleite a aquel que había confesado ser
su admirador.
Yo desvié la mirada y me dirigí a Hernando:
-
Quiero hablar contigo primero.
Hernando me siguió a mi habitación donde pudimos
tener un poco de privacidad. Charlé con Hernando
casi diez minutos en cuyo lapso él me dio a entender
que no me pagaría mi dinero tal como acordado, y que
su decisión de abandonar a su esposa e irse con otra
mujer era final, y de hecho él no quería que yo me
entrometiera en sus decisiones. Reconocí su derecho
de vivir su vida como le apeteciera, y al mismo tiempo
le hice saber que él también tenía sus límites, y uno de
estos era que él no podía prolongar su estilo de vida
más allá del 31 de enero. Después de esa fecha, yo
deseaba iniciar una nueva vida.
Al final, Hernando compartió conmigo que “por su
propia protección” él se llevaría a Clementina con él.
Entendí claramente lo que me estaba diciendo y no
me sentí ofendido en absoluto. De hecho fue todo lo
contrario. Yo, honestamente había llegado a tomarle
aprecio y afecto genuino a Clementina, y sinceramente
me preocupaba por su bienestar. Por lo tanto, cuando
242
supe que Hernando y Alejandra deseaban velar por el
bien de Clementina, recibí esta noticia con agrado.
Con eso, vi que en realidad no había ninguna
necesidad de entablar conversación a fondo con
Clementina. De hecho ya no teníamos nada que
hablar aparte de tal vez pedirle disculpas por mi
conducta “grosera” que yo podía ver ahora por su
lenguaje corporal, no había causado mayor impacto
emocional en ella. Por lo tanto redacté una pequeña
nota pidiéndole humildemente disculpas, y felicitándola
por su decisión de irse a vivir con Hernando, pues
estaría en buenas manos. Esperando no volver a verla
nunca a fin de poderla olvidar lo más pronto posible, le
deseé buena suerte y le escribí un último adiós. Esa
fue la última vez que saludé a Clementina en persona.
Al salir por la puerta de mi casa pude hacer una
interesante observación: Alejandra no me dirigió la
palabra al verme salir de la habitación con Hernando.
De hecho me dio una mirada llena de odio y reproche.
Entonces recordé mi última conversación con
Hernando: yo le había comunicado mi desacuerdo con
la relación adúltera y había expresado mi deseo de ver
que él regresara con su esposa en México. Por lo
tanto, no me sorprendió la actitud malcriada de
Alejandra, a pesar que ella era mi huésped y yo su
anfitrión.
Salí de mi propia casa un poco turbado, pues yo
sentía que por el momento yo no pertenecía en ese
espacio a pesar que yo era el propietario legítimo.
Expulsión potencial
Pasaron los días. El 22 de enero, una semana antes
de la partida de mis tres inquilinos, decidí
243
comunicarme por primera vez con Clementina. Le
llamé por teléfono para averiguar sus planes y su
actitud para conmigo. Sorprendentemente, el tono de
su voz no comunicaba ningún reproche. Aceptó mis
disculpas por habérmele declarado de manera tan
“grosera”, y me hizo saber que sí, de hecho tenía
planes de irse a fin de mes tal como yo lo había
solicitado; sin embargo se había presentado una traba
en el último momento: Hernando le había pedido
“prestados” los $600 dólares que yo le había
regresado para compensarla por el daño de pedirle
que se fuera.
Ahora, Hernando aparentemente se había ya gastado
ese dinero y ella no disponía de los medios financieros
para irse a fin de mes. Sentí compasión por ella.
Clementina en realidad, era a cierto grado una
chiquilla ingenua e inocente que había sido mimada y
tratada con gentileza toda su vida—por lo que yo
podía observar. Ella obviamente había puesto su
confianza en Hernando y este, por todas las
apariencias, se estaba aprovechando de su inocencia
e ingenuidad. Esto lo tomé muy a pecho pues,
sinceramente, que alguien le hiciera daño a
Clementina me era muy, muy, muy, inaceptable.
Pensé por un momento cómo proceder y le sugerí que
le pidiera el dinero a Hernando haciéndole saber que
ella se iría sola a vivir a algún otro lugar.
Lamentablemente esa no era una opción pues
Hernando le había hecho saber que él no disponía de
fondos en absoluto y por las apariencias, él no tenía
los medios para irse a fin de mes tampoco.
En otras palabras, me dije yo, según él, Hernando no
permitirá que yo me inmiscuya en sus asuntos, pues
244
yo no era “ni arte ni parte” ni familiar consanguíneo de
él, sin embargo él seguirá metido en mi casa llevando
a cabo sus actividades de poligamia y adulterio sin yo
poder fruncir el ceño— ¡qué equivocado estaba
Hernando! pues ahora él iba a verme convertirme en
una verdadera fiera…
Él iba a aprender quién soy yo cuando alguien abusa
de mis amistades; sobre todo de la mujer que me tiene
hechizado, y sobre todo cuando alguien lleva a cabo
actividades pecaminosas que no me cuadran en mi
propia casa...
Al colgar el teléfono con Clementina me puse a
reflexionar cómo proceder. Nos encontrábamos en
pleno invierno con temperaturas por debajo de cero en
la ciudad de Toronto. Por lo tanto echarlos a los dos—
Hernando y Alejandra—cruelmente a la calle
simplemente no era una opción.
Me era difícil de creer que en cuestión de días
Hernando se había gastado los $600 dólares que
Clementina le había dado. Además, Hernando no me
había pagado renta en todo el mes de enero, por lo
tanto, él tenía que disponer del salario de todo un mes
en sus manos. Decidí averiguar detrás de sus
espaldas para ver qué es lo que él hacía con su
dinero. A la mejor él tenía un manojo de billetes
escondido bajo su colchón para algún propósito que
no le estaba revelando ni a Clementina ni a mí
mismo…
Decidí comunicarme con su esposa en México para
sacar información.
245
La esposa desquiciada
Un día, al llegar a casa busqué en su página de
Facebook el nombre de su esposa y le envié un simple
mensaje:
“Confidencialmente, necesito hablar con usted.”
“¿Me puede llamar o darme un teléfono donde yo
pueda comunicarme con usted?”
Sorprendentemente, su esposa, Maria Antonieta
respondió en el acto. Ella resultó ser una mujer muy
agradable de carácter. Era extremadamente humilde y
en cuestión de minutos ella se había ganado toda mi
simpatía por la grave situación que estaba pasando en
su vida.
Charlamos quizá por más de una hora, tiempo que ella
aprovechó para desahogarse y hacerme saber que
ella deseaba por todos los medios de rescatar su
matrimonio pues Hernando para ella representaba
más que su propia vida. Este había sido el amor más
grande de su vida; de hecho su primer y único amor, a
quien ella había permanecido fiel por los últimos seis
años de su ausencia.
Me confesó que cuando Hernando le rompió la dura
noticia que él ya no la quería y que se había metido
con otra mujer, ella estalló en alaridos de llanto
cayendo al suelo sin importarle que sus tres hijos
presenciaron tanto dolor y amargura. De hecho se le
cruzó por la mente quitarse la vida; sin embargo la
presencia de sus tres hijos la hizo cambiar de parecer,
pues estos la necesitarían ahora más que nunca.
Al fin averigüé que de hecho Hernando no le estaba
246
enviando dinero tampoco a ella. En otras palabras,
Hernando estaba acumulando una fuerte suma de
dinero para algún propósito no revelado, o él
posiblemente le estaba pasando todo ese billete a su
nueva mujer…
De una manera u otra, la palabra “expulsión” se me
vino a la mente.
Vuelvo a repetir, tirarlos a los dos a la calle en medio
del invierno simplemente no era una opción. Con el
pasar de los días una idea genial se me vino a la
mente.
Refugio comunitario para mujeres
Canadá es el paraíso para toda mujer necesitada.
Solamente en la ciudad de Toronto existe por lo
menos una docena de centros comunitarios que le
ofrecen ayuda a toda mujer desamparada, víctima de
violencia intrafamiliar, o quien está siendo abusada en
una relación forzosa o contra su voluntad.
Averiguando los servicios que prestan estos centros
comunitarios descubrí que algunos de estos se
especializaban en brindar ayuda—techo, alimento y
abrigo—a mujeres ilegales que, debido a su estatus
migratorio estaban siendo víctimas por parte de algún
marido o pariente. ¡Diablos!, ¡en este centro
comunitario les proveían un abogado gratis para
tramitar su legalización en Canadá!
El caso de Alejandra me vino inmediatamente a la
mente.
Alejandra había llegado a mi casa huyendo del doce
247
piso donde sus parientes amenazaban enviarla de
regreso a España donde su vida peligraba pues su
marido era un verdadero psicópata con un récord
comprobado de agresión conyugal. Nada más con
esto ella posiblemente calificaba para ser admitida en
este centro.
El único problema que yo veía era que quizá ambos
iban a negarse ir a un centro comunitario a pedir
ayuda pues ser calificada como “mujer desamparada y
necesitada” no es una alabanza para ninguna mujer.
Sin embargo ellos no tenían otra opción. La calle no
era una alternativa, como tampoco lo era permanecer
en mi casa fornicando como dos adúlteros
irresponsables.
Por lo tanto se me ocurrió un “plan B” en caso que uno
de ellos se negara a cumplir con mis deseos que
Alejandra se hospedara en un centro comunitario para
mujeres.
He aquí el “plan B” que no le iba a cuadrar a
Hernando: Ya que se negaban a salir de mi casa, yo
mismo reportaría al centro comunitario que en mi
propia casa había una pareja de huéspedes que ya no
eran bienvenidos ya que estaban llevando a cabo
actividades ilícitas castigadas por la ley: poligamia y
adulterio.
Ambos individuos eran casados ante la ley. Es más, a
pesar que Alejandra estaba entregando su cuerpo con
su consentimiento, se podía alegar ante las
autoridades que ella estaba siendo víctima pues ella
no tenía otra opción. Es dudoso que Hernando le
brindaría la hospitalidad y asistencia económica que él
le brindaba si esta no le estuviera dando a cambio su
248
cuerpo. En otras palabras, ante esta perspectiva tan
cruda de las cosas, es dudoso que las autoridades
iban a ver con buenos ojos a mi amigo Hernando
quien ahora había a empezado a tomar el color de un
malhechor. Con un poco de suerte, sin embargo, las
cosas no tendrían que llegar a este extremo.
Desenlace
Era ahora el lunes 28 de enero. El viernes primero de
febrero llegaba en cuatro días. Esa sería “la fecha
cero” cuando algo muy dramático y quizá trágico
podría acontecer en mi hogar.
Esa mañana del lunes me inventé una pequeña
mentirita: le envié un texto a Hernando haciéndole
saber que un amigo mío junto con su novia habían
accedido a alquilar mi departamento y de hecho se
iban a hospedar en su habitación. Mi amigo deseaba
inspeccionar la habitación esa misma noche para ver
si le convenía.
Sorprendentemente recibí una comunicación de él
haciéndome saber que había encontrado alojamiento y
que esto no representaba ningún problema.
Clementina me envió otro mensaje haciéndome saber
que Hernando misteriosamente había “juntado” el
dinero de alguna parte para pagar el alquiler en otro
lugar donde los tres vivirían de ahora en adelante.
No fue necesario desenvainar la espada ni tirar el
gatillo del rifle con mira telescópica el cual estaba
apuntando directamente en la sien de mi antiguo
amigo Hernando.
249
Retorno a casa
La mañana del viernes primero de febrero me dirigí a
casa. Supe por medio de mi antiguo inquilino el
italiano “Tony” que tanto Clementina como Hernando y
su novia habían desocupado la noche anterior.
Tengo que confesar que yo no regresaba a casa lleno
de entusiasmo. Mi estado de ánimo no era de lo mejor
que yo había experimentado en los mejores momentos
de mi vida. Yo temía que la ausencia de Clementina
me causaría tristeza en los primeros días.
Sorprendentemente ese no fue el caso.
Al llegar a casa vi la habitación completamente vacía
de Clementina. No sentí ningún pesar. Busqué sus
llaves por doquier las cuales no pude encontrar: “¡Se
las llevó!” me dije a mí mismo en silencio. A pesar que
conversamos al respecto, y por mucho que ella insistió
dármelas en persona yo me negué debido a que yo
simplemente deseaba olvidarla para siempre. Mi
manera de pensar era que mientras menos la viera en
persona, menos serían las posibilidades de
enamorarme de ella; por lo tanto, tenía que evitar su
presencia a toda costa. ¡Y lo logré!
Más tarde ese día le envié un texto a Clementina
preguntándole acerca del paradero de mis llaves. Ella
confirmó que de hecho las tenía en su posesión.
Acordamos que ella vendría a mi casa a dejármelas,
sin embargo había un pequeño detalle: yo no estaría
ahí para recibirla y mucho menos para despedirme de
ella. El temor mío en el fondo es que, ¿qué carita iba a
poner yo al verla salir por última vez por el umbral de
mi puerta? ¿Qué tal si las fuerzas me abandonaban y
en un momento inesperado yo derramaba lágrimas?
250
Sé que es difícil concebir que eso ocurriría, sin
embargo no valía la pena correr ese riesgo.
La última nota
“Clementina,
“Muchas gracias por haberle agregado tanta belleza a
mi hogar por unos cortos meses. Les digo a mis
amigos que descendió un angelito del cielo para vivir
en mi propia casa”.
“Lamentablemente no pude ni supe cómo conservar tu
presencia en este hogar”.
“Quiero que sepas que me caíste muy bien, y que a
pesar que yo no puedo convivir bajo el mismo techo
contigo, te tomé mucho aprecio y si algún día tú
llegaras a encontrarte en cualquier apuro, cuenta con
mi ayuda desinteresadamente y sin condición”.
“Yo a ti jamás podría hacerte ningún daño ni siquiera
con el pensamiento. Como gesto de cortesía por haber
aceptado gentilmente mis disculpas por haberte hecho
la
declaración
que
lastimosamente
fue
malinterpretada, te ofrezco esta botella de tu vino
favorito la cual espero te lleves contigo. Si te incomoda
aceptar este último obsequio, entiendo. No me sentiré
ofendido en absoluto.”
“Cuídate mucho”.
Por eso de las diez de la noche, mientras yo me
encontraba disfrutando del karaoke en un bar hispano,
recibí un corto texto de Clementina haciéndome saber
que ella había regresado las llaves y me daba las
251
gracias por todo.
Más tarde, al llegar a casa, encontré las llaves sobre la
mesa tal como ella había prometido.
Tanto mi última nota como la botella de vino, estas no
se encontraban más sobre la mesa.
Fin
252
POEMAS
253
254
Oda a Nieve J.J.
En aquella noche veraniega,
Tan despampanante Nieve llega,
Con su belleza ella ciega
Cuando su presencia se despliega
Me cautivó su mirar,
Que cuando al pasar
Coquetamente parpadea
Con esos ojos de esmeralda
Y su corona de guirnalda.
En una noche invernal
De talento latino,
En cafetín argentino,
Que por azar del destino
Me re-encuentro en su camino.
El corazón me da un vuelco,
Y no un simple latido,
Pues la he reconocido.
¡Es la bella trigueña,
De aquella fiesta panameña!
¡Nieve! Tu aliento...
Te quiero contar un cuento,
Y así decirte lo que siento,
No vaya a ser que por lento,
Me quede lleno de lamento.
Allá, detrás del horizonte,
Perdido en el antaño,
Donde canta el cenzontle,
255
Tan solo a mis quince años,
brotó la chispa fugaz del amor.
Hoy día, al posarse mis ojos en ti,
Una sola vez más,
Siento que brota dentro de mí,
La chispa fugaz del amor.
¡Nieve! Un suspiro de tu boca...
Mi instinto jamás se equivoca.
Tienes un corazón de oro,
Y un alma que no se derroca
Tu sensualidad me provoca.
¡Nieve! Me fascina tu dulzura,
Tu mirada acogedora,
El blanco impecable de tus dientes
Tu frondoso cabello castaño,
Y la sensualidad de tus labios.
Nieve, percibo turbulencia en ti,
Cicatrices aun color carmesí
Memorias y experiencia
Que aún llegan hasta aquí.
Yo quiero buscar contigo
Un nuevo atardecer,
Compartir techo y abrigo,
Y todo otro menester.
Permanecer a solas contigo
Hasta el amanecer
Perdernos en el olvido
¡Llenos de dicha y placer!
Ahora, por fin habiendo revelado
256
Los versos que Dios me ha dado,
Esta oda a ti he dedicado,
Hoy que tan solo me he quedado
¡Yo quiero tenerte a mi lado!
________________________
Alfonso Cárcamo, Toronto, 25 de marzo, 2005
257
Jacqueline, Mon Amour…
Jacqueline, mon amour,
Llegaste a mi vida en el momento
mas inesperado,
Cuando el sol estaba a punto de ocultarse
en el horizonte,
Y las estrellas iniciaban su parpadeo infantil nocturno.
Jacqueline, mon amour,
Llenaste mi vida de alegría y entusiasmo,
Tu sonrisa infantil desintegra
la seriedad que me agobia,
Tu grata presencia le da nuevo
sentido a mi existencia.
Jacqueline, mabelle,
Percibo mucha reserva en tu corazón,
¿Será porque te intimida mi persona?
¿Será que tu corazón late por alguien del pasado?
O ¿habrá otra razón que no deseas revelar?
Mabelle, mon amour,
Sé que cualquiera que sea el motivo de tu reserva,
siempre seguiré siendo tu amigo y ángel guardián.
Jacqueline mabelle,
Alza la mirada y contempla las bellezas celestiales.
Ahí en el infinito se ha posado una gran estrella.
Esta y otra son tus ángeles guardianes que velan por ti.
Mabelle, mon amour,
No olvides que en la tierra hay ángeles sin alas,
258
Y a pesar de sus debilidades, flaquezas e
imperfecciones,
Siguen siendo ángeles terrestres que velan por tu
felicidad.
Jacqueline mon amour,
Cerca de ti hay dos ángeles terrestres que velan por ti
y que siempre te protegerán
________________________
Alfonso Cárcamo, Toronto, 15 de julio, 2002
259
Al Hispano-Canadiense…
Buscando una nueva guarida,
Dejé mi patria querida.
Buscando cicatrizar una gran herida,
Encontré una nueva vida.
En el Toronto donde está erguida
Una torre majestuosa bien conocida
Canadá, país de las nieves
Y de las mil maravillas
Tan repleto de inmigrante
Que hoy marcha ambulante
Buscando un futuro brillante
¡Hermano hispano-hablante
Lucha por salir adelante!
Canadá, país de las nieves,
Y de las mil maravillas
Donde conocí mi primer amante
Hoy me siento muy triunfante
Con ese recuerdo tan embriagante
Mejor me subo al TTC
Voy a rondar por ahí
En St. Clair yo me bajo
Para tomarme un atajo
A Caledonia quiero llegar
A ver las chicas bailar
Buscando momentos fugaces de felicidad
Fui a dar al show de Miss Hispanidad
260
Ella es una belleza sin vanidad
Llena de sencillez y sinceridad
Es esta mi linda raza trigueña
Donde unas dicen ser caleñas
Otras dicen ser caribeñas
Pero aquí todas son toronteñas
Hermano Latino,
Alza tu copa de vino.
Brindemos por el destino,
Que te ha puesto en mi camino.
Que seas chapín, o argentino,
O te apellides Crespín o Aquino,
Eso a mí me importa un comino,
Pues yo te ofrezco mi cariño
________________________
Alfonso Cárcamo, Toronto, 4 de agosto, 2006
261
Dreamer of Dreams
Claudio had a dream
He says "it's true!"
And he beams
Sono nato due bambini!
The great pride of the Pellegrini!
The "Great Martin" has a dream
To tie the knot with a queen
Did I put my foot in my mouth?
Oh! Better topics I shall scout!
Beautiful Vira tied the knot
Men at HP rejoice shall not
Their hopes and illusions vanish
Other beauties in the floor garnish
Lovely Gurmit will tie the knot!
So gossip and rumor travel a lot
Men at HP rejoice shall not
As another beauty leaves the lot
A Cuban princess prepares to depart
As I reveal a secret from the heart
Beauties and queens vanish
My image and person I tarnish
Handsome Carvalho is the catch
that the ladies at HP watch
In awe as he paces the floor
The ladies following galore
Bledar, the cute and handsome devil,
At work he always revels
262
About the conquests that trebble
From Albania, Sweden and Slovenia
Manny believe him not
He is a liar and a brat
He claims he went to the moon,
at ten knots, at ten o'clock on the dot
It is better I seal my lips
Before Claudio or Judy flips!
One day I will disappear in the horizon,
But my verses and songs shall remain,
Know all that beauty and art are the same.
I will leave you with this theme:
I too have a dream!
A great secret it has been....
I dream that one day the Sahara will be fruitful,
I dream that one day the bison will roam the
grasslands,
I dream that one day, not too far away...
…I too, will reach the stars!
________________________
Alfonso Cárcamo, Toronto, 4 de agosto, 2004 en las
instalaciones de Hewlett-Packard, 901 King street.
263
To My Mother ...
There is a person who will never be wrong,
A being I will never begrudge,
One woman I will always forgive,
No matter what her misdeed.
That woman is my mother,
The wingless angel who gave me life
Who turned a blind eye at my many lies
Knowing that little from her
I could successfully hide
Some say one’s mother is all that one has
Some say she will also say these words:
“No matter what your misdeeds”
“No matter whom you have wronged”
“Forgiveness is a given my son…”
And so we wander, up and down,
Through life’s winding roads
Victims of Unkind Mother Nature
Her Questionable Methods
Overwhelming us, one and all.
And whither hast thee wandered?
Now that aging old mother,
Comfort and support she needs,
When walking and bending,
A challenging travail it can be
My friends and colleagues, at CIBC
From whatever walk or place you might be
Remember these words written by me,
I too, have a mother weeping for me
264
Farewell Mes Amis!
Farewell Mes Amis!
It’s time to bid good-bye
I thought the day would never come
When I would say “so long”!
I bid not good-bye,
I bid not Adieu,
For I’m moving next door
My lengthy affair with CIBC
Is something that will always be!
So long Ms. Fahmi,
Au revoir Monsieur Juggoo
Farewell Les Amis
And now, I must go!
Friends and colleagues come and go
Shall we meet again? We never know
Forget you met me, forget me not
And if you do, my friend you are not!
There is a knot in my gut
There is a lump in my throat
Macho men tears must shed not
Yet who says that human I’m not
________________________
Alfonso Cárcamo, Toronto, 10 de marzo, 2008
265
266
PERFIL DEL AUTOR
Alfonso Cárcamo nació el 15 de septiembre de 1967,
en “La Finca Campo Verde”, una finca cafetalera,
localizada cerca de Lourdes, un pequeño pueblo del
departamento de La Libertad, en El Salvador.
El cuarto de seis hijos, Alfonso creció en medio de la
naturaleza, en lugares tan rústicos donde la palabra
“lavadora eléctrica” sería tan desconocida como la luz
de un candil le es desconocida a un adolescente
canadiense.
Forzado a abandonar el país a causa de la guerra civil
que estalló en 1980, Alfonso, en mayo de 1979, llegó
con su familia a Belice, ex colonia británica localizada
en el noreste de centro América.
Ahí se crió rodeado de serpientes –unas que se
arrastraban y otras que caminaban– donde tuvo la
oportunidad de explorar montañas vírgenes,
presentemente habitadas por tribus mayas que de
alguna manera habían sobrevivido los azotes de
cientos de años de influencia española e inglesa.
Al cabo de cuatro años tuvo la dicha de emigrar a
Canadá en 1983.
Después de recibirse de licenciado en literatura y
traducción de la facultad de español y francés de la
Universidad de Calgary en Alberta, Alfonso viajó por
todo Canadá, comenzando su recorrido por
Vancouver, luego instalándose temporalmente en
Québec, para luego trasladarse a Toronto donde
actualmente radica.
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En ese tiempo Alfonso ha publicado tres obras en
inglés y una en español:
Breaking into the Bilingual Market in Canada
Quest for Natural Cures in Canada
Condo Saga – Exposing the Frailties in the
Canadian Condominium Industry
Toronto Trigueño
Además de su interés en las letras, Alfonso es también
profesionista en informática habiendo egresado del
colegio Centennial College como especialista en
calidad de productos de software (Quality Assurance
Specialist).
Como contribución comunitaria, Alfonso construyó un
directorio con contenido canadiense el cual está
disponible en línea: www.canucklinks.com
Fundado en 1999, con casi doce años de existencia,
dicho directorio figuró en el Toronto Star como diez de
los mejores directorios con contenido canadiense en el
2002. Actualmente este directorio recibe más de
30,000 visitas mensuales.
Actualmente Alfonso se desempeña como especialista
en calidad de software para una empresa
estadounidense que desarrolla software financiera a
nivel mundial.
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