F I C H A C O N C I L I O VAT I C A N O I I – A N G E L A V O L P I N I El ‘’pequeño concilio’’ en el recuerdo de una testigo Una joven mujer de 22 años, que había nacido y vivido en una región perdida del Oltrepò pavese, se encuentra inesperadamente catapultada a la escena del Concilio Vaticano II, el gran evento eclesiástico y social que marcó la segunda mitad del siglo XX. Solo más tarde descubrirá el motivo por el cual ha sido seleccionada como interlocutora directa con el ala progresista de la Iglesia. En efecto, la visión divina y humana que se desprende de la experiencia mística de Angela Volpini, que asegura haber visto y tocado el cuerpo glorioso de la Virgen desde el 47 al 56, suscitaba todavía la curiosidad de algunos peritos conciliares tanto como para invitarla a Roma en la vigilia del gran acontecimiento. Fue en el Domus Mariæ, y en presencia de algunos padres conciliares en su mayoría sudamericanos, que el biblista Alejandro Díez Macho y el teólogo Pacios la invitaron a un intercambio abierto, para confirmar una experiencia cristiana innovadora en el ámbito católico. Entusiasmados por su lenguaje tan fresco, y maravillados por una visión que anticipó en mucho a los tiempos modernos, le pidieron que participase en sus reuniones. Promovidos y apoyados por los vaticanistas Juan Arias y Giancarlo Zizola, estos encuentros se prolongaron a lo largo de todo el período del concilio, con una frecuencia de tres veces a la semana, y con una duración de dos horas cada tarde. Los padres conciliares eran alrededor de trescientos y se reunían alternativamente en las catacumbas de Priscilla, en la Basílica de San Saba o en las cocheras vecinas a la Basílica. La primera necesidad urgente era la de traducir al propio idioma borradores de documentos e intervenciones de colegas: el latín resultaba para entonces dificultoso ya que muchos no practicaban la lengua de Cicerón exceptuando en la Misa. Se discutía asiduamente la dirección general del concilio, se analizaban los temas tratados los días previos, se compartían las expectativas más profundas y aquello que, en los días sucesivos, se querría someter a la atención de la asamblea general. Única e informal presencia femenina en este ‘’pequeño concilio’’, la joven Volpini recuerda aún la conmoción que le suscitaron los apasionados debates y la sincera búsqueda de los grandes obispos, grandes especialistas, grandes hombres enamorados de Dios, de la Iglesia, del mundo. Y, desde entonces, presa de la fiebre del concilio, ella ya no se separó de allí hasta el final. Los representantes de América Latina tenían en común una posición radical a favor de la justicia social y la salvaguardia de los derechos humanos. Raúl Silva Henríquez, el cardenal chileno atento a los problemas del hombre y a la urgencia de crear un nuevo lenguaje para comunicarse con lo contemporáneo; Dom Hélder Câmara, el teólogo brasileño que propugnó la opción preferencial por los pobres; Tomás Balduino, en esa época aún hermano dominico que se batía a favor de los Indios y de los pobres de los campos del Brasil; el salesiano Julio Gonzales Ruiz obispo de Puno, cesado de su cargo en el 72, fallecido en un accidente de tráfico en 1981 por causas que nunca se investigaron seriamente; el obispo de Pinheiro-Maranhão Alfonso Maria Ungarelli, misionero del Sagrado Corazón de Jesús, conocido por su amplitud de miras y sus proféticas opiniones acerca de Dios y de los seres humanos; el teórico peruano de la teología de la liberación, el dominico Gustavo Gutierrez que articuló su concepción histórica en torno a la trilogía ‘’experiencia-apertura-dinámica’’. Los obispos de Belo Horizonte y de Sao Paulo, junto a sus hermanos dejaron detrás la imagen obsoleta del Dios juez para abrazar al Dios verdadero de Jesús, el Padre misericordioso. Entre las voces progresistas más fuertes en la jerarquía de la Iglesia católica estaba la del primado de Bélgica, el arzobispo Léon-Joseph Suenens. En él, Angela Volpini pudo ver una fe sólida y una relación íntima con el Dios personal. Su salida irónica frente a la asamblea conciliar ‘’me parece que las mujeres constituyen casi el 50% de la humanidad’’ favoreció la participación oficial de las veintitrés mujeres en la tercera sesión del concilio; el experto suizo Hans Küng – suspendido a divinis por Juan Pablo II - incentivó la importancia del diálogo ecuménico e interreligioso oponiéndose vigorosamente a la afirmación tridentina extra ecclesiam nulla salus (Fuera de la Iglesia no hay salvación); en el campo de la teología moral, el profesor Bernard Häring defendió con valentía el primado de la conciencia reconociendo a toda persona la facultad de buscar la verdad y de hacer el bien; el teólogo jesuita Karl Rahner subrayó la naturaleza universal de la Iglesia, favoreció el desarrollo de la colegialidad y dio valor al papel de los laicos; las tesis de Edward Schillebeeckx, dominico belga, se acercaban mucho a la teoría marxista y a la teología de la liberación y sus reflexiones se concentraban en la relación de la fe cristiana con la cultura contemporánea; un joven teólogo alemán, de inteligencia vivaz y excepcionalmente bien parecido, llamó particularmente la atención de Angela Volpini. En sus discursos, lograba conjugar con habilidad fe y razón, tradición y modernidad, mística y teología. Era el padre Joseph Ratzinger. Esta pequeña asamblea deseaba tanto la revisión de las estructuras de la Iglesia inadecuadas a su tiempo- como el análisis de las formulaciones dogmáticas a fin de limpiar las estratificaciones lingüísticas y los condicionamientos mentales para extraer su verdadero significado. Para ese entonces la Iglesia se había comprometido irrevocablemente con la historia de la humanidad. Todos buscaban conjugar de modo creativo fidelidad al mensaje evangélico, la escucha de los signos de los tiempos y el enraizamiento en una sana Tradición. Finalmente el movimiento teológico había cambiado rumbo: ya no exclusivamente ascendente, las conciencias estaban maduras para recibir el movimiento descendente de Dios mismo, la condición de cada hombre revelada en el misterio mismo de la Encarnación: ‘’Dios se hizo hombre para que el hombre llegara a ser verdaderamente Dios’’ (S. Ireneo). Después de tres años de prolongada y estimulante espera, el CVII tuvo una acogida inmediata entre los fieles laicos. Angela fue invitada por diversas diócesis de la Campania (Caserta, Avellino, Benevento y Salerno) para explicar la renovación radical que este soplo del Espíritu había generado. También el Obispo de Trento, Mons. Gottardi, quiso aprovechar su experiencia de testigo ocular para transmitir a sus seminaristas la pasión por el Concilio. Le siguieron algunos sacerdotes de la diócesis de Verona que la invitaron a dar su testimonio en algunas parroquias del centro. Además fue convocada por Mons. Scabini, responsable de la pastoral familiar y asistente nacional de acción católica, a formar parte del consejo de los laicos. El cardenal austríaco Franz König quiso que estuviera presente en el equipo organizador del ‘’secretariado de los no creyentes’’ para la preparación del primer convenio sobre la secularización. ¿Qué recuerda aún Angela de los padres conciliares? Su esperanza de renovar la Iglesia, su redescubrimiento de la alegría, su valentía para modificar la imagen de Dios, su amor por los últimos de la tierra, su preocupación en declinar el lenguaje divino en justicia social y promoción humana, su apertura al mundo universal. Al finalizar las sesiones, los padres de los que Angela se había hecho amiga soñaban un futuro en la dirección indicada por Juan XXIII y por Pablo VI. Tal vez fue justamente este concilio entre bastidores el que influyó de modo importante en las grandes decisiones del oficial. ¡Y es precisamente este ‘’pequeño concilio’’ el que Angela Volpini hoy echa en falta, advirtiendo la extrema urgencia de recuperarlo!