Espiritualidad litúrgica - El Evangelizador de Santa María Reina

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ESPIRITUALIDAD LITÚRGICA
VIVENCIA DEL MISTERIO
Celebración Del misterio cristiano
José Antonio Abad Ibañez
INTRODUCCIÓN
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1. Los términos espiritualidad Litúrgica
2. El término liturgia
3. Concepto teológico de liturgia
3.1. La liturgia, obra de la Santísima Trinidad
a) El Padre, fuente y fin de la liturgia
b) La presencia y la obra del Verbo encarnado
c) La presencia y la obra del Espíritu Santo
3.2. La liturgia, momento culminante de la historia de la salvación 88
3.3. La liturgia, actualización del Misterio Pascual
3.4. La liturgia, acción, autorrealización y epifanía de la Iglesia
3.5. La liturgia, santificación y culto
3.6. La liturgia, realidad sacramental
3.7. La liturgia, prenda de la gloria futura
4. Importancia de la liturgia
5. Relación entre liturgia, evangelización, catequesis, pastoral y piedad popular
5.1. Liturgia y evangelización
5.3. Liturgia y acción pastoral
5.4. Liturgia y piedad popular
6. El derecho litúrgico
6.1. Formación del derecho litúrgico
6.2. El derecho litúrgico actual
7 La inculturación de la liturgia
7 1. La inculturación en la vida de la Iglesia]
7. 2. La inculturación en el Vaticano II]
7.3. La Instrucción Liturgia romana e inculturación]
8. Participación litúrgica]
8.1. Naturaleza de la participación litúrgica]
8.2. Clases de participación litúrgica
8.3. Grados de participación
8.4. Fundamento de la participación litúrgica
8.5. Implicaciones teológico-pastorales de la participación litúrgica
8.6. Medios para fomentar la participación litúrgica
INTRODUCCIÓN
La Espiritualidad de la Iglesia es universal, y tiene en la sagrada liturgia su principal escuela,
abierta a todos los cristianos. Todas las demás espiritualidades acentúan más ciertos valores cristianos y
menos otros: una es metódica y reglamentada, otra tiene pocas reglas; una insiste en la oración litúrgica,
otra usa más las devociones populares...Ninguna puede presentarse como absoluta para todos los
hombres. La Espiritualidad de la Iglesia Católica trata de ser equilibrada entre doctrina y vivencia, entre
teoría y práctica, entre contemplación y apostolado.
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Por consiguiente, el evangelio nos invita a una renuncia interior y exterior; pero no todos los
cristianos estamos llamados a hacer dicha renuncia en igual intensidad. Dice el Concilio Vaticano II en la
constitución Lumen Gentium en los números 40 y 42: “Todos los fieles, de cualquier condición y estado,
fortalecidos con tantos y tan poderosos medios de salvación, son llamados por el Señor, cada uno por su
camino, a la perfección de aquella santidad con la que es perfecto el mismo Padre”.
La espiritualidad cristiana, entendida como la estructuración de toda la persona desde la vida
teologal, no es cualquier cosa, entraña una serie de importantes implicaciones:
a) La espiritualidad en este caso se entiende, no como algo que se sobreañade o como algo
accidental a la persona, sino en referencia a la estructura de toda la persona. Nada de la persona –
actitudes, comportamientos, relaciones– queda fuera de la espiritualidad.
b) Esta estructuración se hace desde la vida teologal. Todo en la persona debe estar en
coherencia con su realidad teologal de ser hijo y hermano en Cristo. Salta a la vista que la espiritualidad
hace referencia a la misma identidad del cristiano.
c) Según esto, es la misma identidad de cristiano la que incluye espiritualidad, y no puede
considerarse a esta como un sobreañadido o como un ropaje adicional a lo que es ser cristiano. La
espiritualidad es de la identidad de la persona cristiana.
Se trata de ofrecer una espiritualidad auténtica y coherente con el Evangelio que supere todo
lo inhumano que hay en nosotros y nos conduzca hacia una realización plena.
El Evangelio es cruz y renuncia, y en ese sentido, el evangelio es sufrimiento. Pero el
único sufrimiento que tiene sentido según el evangelio, es que el que brota de la lucha contra el
sufrimiento. Jesús murió porque se enfrentó al sufrimiento injusto que padece tanta gente. Es decir, Jesús
subió a la cruz para bajar de la cruz a los crucificados de la historia. Teniendo en cuenta, por su puesto
que la salvación que Cristo nos trajo alcanzará su logro definitivo solamente en el más allá, en la otra
vida, cuando Dios sea todo en todas las cosas. Sólo entonces la utopía cristiana llegará a su realización
plena.
CAPÍTULO PRIMERO
Los términos espiritualidad Litúrgica
I. EL TÉRMINO ESPIRITUALIDAD
1. El concepto de espíritu
El término espiritual hace referencia a espíritu, ruah, pneuma, spiritus: aire, movimiento; significa
también soplo para significar la vida; un ser que vive: la vida humana.
En el sentido más elemental significa, aire, aliento, que se identifica con la vida: la respiración y la
vida, van unidos a la vida del ser.
La Biblia dice que Dios infundió en el hombre el aliento, la vida como tal. Cuando se aplica al
hombre se destaca la cualidad vital del hombre como algo superior con respecto a los demás seres. Adán
es materia hasta que se le infunde aliento de vida, que lo hace un ser espiritual. Tiene una vida que nace
de lo interior y trasciende lo que le rodea.
En sentido propio, espíritu, se aplica primero a Dios, Dios es Espíritu porque no es material y
porque es la Vida plena, Vida en sí misma. Esta vida divina se comunica al hombre, es el alma o espíritu,
que recibe de Dios una participación en el mismo espíritu de Dios.
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2. El concepto Espiritual
El termino espíritu es rico en cualquier cultura. El hombre y la mujer que reciben la vida del
espíritu, una vida nueva, es la vida espiritual. Es una vida en Cristo, en el Espíritu, de estos se ocupa la
teología espiritual.
Cuando se habla de espíritu se refiere a la vida divina en el hombre. La vida según el espíritu de
Dios: este es el objeto de la Vida espiritual.
De lo dicho anteriormente, ya podemos aproximarnos a la definición de la teología espiritual en
sentido amplio: vida humana, la gracia, la comunicación del Espíritu Santo, la comunicación entre el
hombre y Dios.
La teología espiritual es espiritual y es teología.
a) Teología.
La teología es el discurso sobre Dios, ciencia de Dios; saber sobre Dios, ciencia de Dios. La fe que
busca entender: fides querens intelectum, discurso racional sobre Dios, que parte de la fe.
Explicación:
1) Discurso científico sobre Dios: toda la teología es saber sobre Dios. Aunque la esencia de Dios es
inconocible, la razón llega a algo, pero poco sobre el conocimiento de Dios; pero apoyada en la
revelación, en la fe, llega a conocer los conceptos revelados por Dios.
2) A Dios como Sujeto lo conocemos por un discurso racional o a través de una relación personal
con Dios amor.
b) teología espiritual
Definición. Es la rama de la teología que estudia la acética y la mística como proceso dinámico de
comunicación en al existencia humana entre el hombre y Dios a través de la reflexión y la experiencia del
encuentro con Él.
Explicación: Rama de la teología, es decir, la fe que busca entender.
Existencia humana: Dios se comunica al hombre en una relación de amor, hay un proceso en la vida
humana. La vida espiritual es vida: ante todo es vida en Cristo y en el Espíritu Santo, proceso que culmina
en el cielo.
La vida espiritual es una relación personal, intima con Dios que al mismo tiempo nos santifica,
perfecciona y mejora.
En la vida espiritual estamos mirando al hombre en su aspecto más trascendente, tanto en el sentido
de la grandeza de la naturaleza humana-hijo de Dios, la gracia de Dios- como lo más trascendente que nos
acerca más al mismo Dios.
II. EL TÉRMINO LITURGIA
Dios, que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (1 Tim 2,
4), habiendo hablado antiguamente en muchas ocasiones y de diferentes maneras a nuestros padres por
medio de los profetas (Heb 1,1), cuando llegó la plenitud de los tiempos envió a su Hijo, el Verbo hecho
carne (SC 5).
La liturgia cristiana es una realidad muy rica y polivalente que puede ser analizada bajo numerosos
aspectos. Es innegable que se trata de una realidad unida a la fe y a la expresión personal y social de los
miembros de la Iglesia. Esto hace que la ciencia que tiene como objeto la liturgia, procure abarcar todos
los aspectos del hecho litúrgico y de manera particular aquellos que se refiere a su realización actual.
La formación litúrgica es un proceso y nunca debe ser entendida tan sólo como un conjunto de
conocimientos sobre la liturgia, sino que afecta también a la espiritualidad de los creyentes y a su
participación en la vida litúrgica de la Iglesia. Por lo tanto, la formación litúrgica es una necesidad ya que
es un aspecto esencial de la formación cristiana integral, situada entre la educación de la fe y la formación
moral, y que tiene por finalidad introducir a los miembros de la Iglesia en la participación consciente,
activa y fructuosa en la liturgia para una vida cristiana más plena (cf. GE 2, SC 14, 19, 48).
1. ETIMOLOGÍA
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El termino liturgia procede del griego clásico, leitourgía (de la raíz lêit – leôs-laôs- : pueblo,
popular; y érgon: obra) lo mismo que sus correlativos leitourgeîn y leitourgós, y se usaba en sentido
absoluto sin necesidad de especificar el objeto, para indicar el origen o el destino popular de una acción o
de una iniciativa, independientemente del modo como se asumía ésta. Con el tiempo la presentación
popular perdió su carácter libre para convertirse en un servicio oneroso a favor de la sociedad.
2. NOCIÓN
Los documentos conciliares, especialmente la Sacrosanctum Concilium, hablan de la liturgia como
un elemento esencial de la vida de la Iglesia que determina la situación presente del pueblo de Dios: “Con
razón, entonces, se considera a la liturgia como el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo. En ella, los
signos sensibles significan y, cada uno a su manera, realizan la santificación del hombre, y así el Cuerpo
Místico de Cristo, es decir, la Cabeza y sus miembros ejerce el culto publico íntegro. En consecuencia,
toda celebración litúrgica por ser obra de Cristo Sacerdote y de su cuerpo, que es la Iglesia, es acción
sagrada por excelencia, cuya eficacia, con el mismo título y el mismo grado, no la iguala ninguna otra
acción de la Iglesia.” (SC 7).
Esta noción estrictamente teológica de la liturgia, sin olvidar los aspectos antropológicos, aparece en
íntima dependencia del misterio del Verbo encarnado y de la Iglesia (cf. SC 2; 5;6; LG 1; 7; 8, etc.). La
encarnación en cuanto presencia eficaz de lo divino en la historia, se prolonga “en gestos y palabras” (cf.
DV 2; 13) de la liturgia, que reciben su significado de la Sagrada Escritura (cf. SC 24) y son prolongación
en la en la tierra de la humanidad del Hijo de Dios (cf. CEC 1070, 1103, etc.).
El Concilio ha querido destacar, por una parte, la dimensión litúrgica de la redención efectuada por
Cristo en su muerte y resurrección, y, por otra, la modalidad sacramental o simbólica-litúrgica en la que
se ha de llevar a cabo la “obra de salvación”.
3. ASPECTOS DELA DEFINICIÓN
De esta manera, en la noción de liturgia que da el Vaticano II, destacan los siguientes aspectos:
a) es obra de Cristo total, Cristo primariamente, y de la Iglesia por asociación;
b) tiene como finalidad la santificación de los hombres y el culto al Padre, de modo que el
sacerdocio de Cristo se realiza en los dos aspectos;
c) pertenece a todo el pueblo de Dios, que en virtud del Bautismo es sacerdocio real con el
derecho y el deber de participar en las acciones litúrgicas;
d) en cuanto constituida por “gestos y palabras” que significan y realizan eficazmente la
salvación, es ella misma un acontecimiento en el que se manifiesta la Iglesia, sacramento del
Verbo encarnado;
e) configura y determina el tiempo de la Iglesia desde el punto de vista escatológico;
f) por todo esto la liturgia es “fuente y cumbre de la vida de la Iglesia” (SC 10; LG 11).
4. CONCLUSIÓN
Así pues, en la noción de liturgia que ofrece el Concilio podemos definirla como la función
santificadora y cultual de la Iglesia, esposa y cuerpo sacerdotal del Verbo encarnado, para continuar en el
tiempo la obra de Cristo por medio de los signos que lo hacen presentes hasta su venida.
III. EL TÉRMINO ESPIRITUALIDAD LITÚRGICA
1. NATURALEZA
Espiritualidad litúrgica es la actitud del cristiano que funda su vida -toda su vida humana
vivida conscientemente- sobre el ejercicio auténtico de la liturgia, de manera que ésta llega a ser culmen
et fons de toda su actuación (cf SC 10), para que, en definitiva, mysterium paschale vivendo exprimatur'.
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Podemos describirla aproximadamente así: “La espiritualidad litúrgica es el ejercicio (en lo
posible) perfecto de la vida cristiana, con el que el hombre, regenerado en el bautismo, lleno del Espíritu
Santo recibido en la confirmación, participando en la celebración eucarística, marca toda su vida con
estos tres sacramentos, para crecer, en el cuadro de las celebraciones repetidas del año litúrgico, de una
oración continua -concretamente: la oración o liturgia de las Horas- y de las actividades de la vida
cotidiana, en la santificación mediante la conformación con Cristo crucificado y resucitado, en la
esperanza de la última consumación escatológica, para alabanza de la gloria de Dios”.
2. CUMBRE Y FUENTE:
LA REALIDAD LITÚRGICA COMO ‘FUENTE’ DE ESPIRITUALIDAD AUTÉNTICA
La liturgia actualiza el acontecimiento salvífico de Cristo: precisamente “para realizar una obra tan
grande, Cristo está... presente a su iglesia” (SC 7). “En consecuencia, toda celebración litúrgica, por ser
obra de Cristo sacerdote y de su cuerpo, que es la iglesia, es acción sagrada por excelencia, cuya eficacia,
con el mismo título y en el mismo grado, no la iguala ninguna otra acción de la iglesia” (SC 7). Aquí, por
tanto, está la cumbre y la fuente (SC 10), la realidad suprema para todos los que buscan verdaderamente a
Dios, el anticipo de la futura gloria celeste (SC 8).
Ciertamente, la liturgia no lo es todo, “no agota toda la actividad de la iglesia” (SC 9), pero es la
cumbre de toda acción eclesial y la fuente de toda su fuerza: “Pues los trabajos apostólicos se ordenan a
que, una vez hechos hijos de Dios por la fe y el bautismo, todos se reúnan, alaben a Dios en medio de la
iglesia, participen en el sacrificio y coman la cena del Señor” (SC 10). De semejante celebración genuina
procede todo lo demás: “De la liturgia, sobre todo de la eucaristía, mana hacia nosotros la gracia como de
su fuente y se obtiene con la máxima eficacia aquella santificación de los hombres en Cristo y aquella
glorificación de Dios a la cual las demás obras de la iglesia tienden como a su fin” (SC 10).
3. CELEBRACIÓN GENUINA DE LA ACCIÓN SAGRADA MISMA
Por eso la espiritualidad litúrgica exige, ante todo, que se celebren de manera genuina las acciones
litúrgicas y que se tienda “a aquella participación plena, consciente y activa..., que exige la naturaleza de
la liturgia misma, y a la cual tiene derecho y obligación, en virtud del bautismo, el pueblo cristiano, linaje
escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido (1 Pe 2,9; cf 2,4-5)” (SC 14; cf 48).
De aquí debe brotar a continuación toda una vida, ordenada según el ritmo de las celebraciones
litúrgicas anuales, para que el misterio pascual se realice y se exprese de forma viva en nuestra vida (ut
mysterium paschale vivendo exprimatur), o sea, en la celebración viva de todas las acciones litúrgicas que
han de ejecutarse progresivamente y en una vida cristiana coherente; todo ello en una genuina
correspondencia entre acción simbólica exterior y actitud espiritual interior (ut mens nostra concordet
voci nostrae). En este sentido podemos describir aproximadamente así la esencia de la espiritualidad
litúrgica: es aquella actitud de conjunto del hombre espiritual con la que construye, en la fe, toda su
propia vida, humana y espiritual, sobre la celebración de los misterios de Cristo, en la participación activa
en la liturgia de la iglesia.
De este modo participa en la acción salvífica de Cristo, se modela, en virtud de la gracia divina,
sobre la propia imagen primordial, para, a continuación, tomar de aquí los criterios informadores de toda
su existencia. Ha renacido del agua y del Espíritu Santo, ha sido revigorizado y confirmado por el
Espíritu, y llamado a concelebrar la eucaristía. Y aunque hubiese recibido estos sacramentos en la
infancia o en la primera juventud, ahora se declara cristiano adulto y maduro, que acepta la realidad de
estos sacramentos de la iniciación, dispuesto a participar continua y activamente en la eucaristía, a la
espera del cumplimiento escatológico último, para alabanza de la gloria de Dios (Cfr SC 9-13).
4. DESARROLLO
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La espiritualidad litúrgica, por tanto, pone acentuadamente en primera posición la celebración de la
liturgia misma; aquí, y no normalmente en otro lugar -por ejemplo, en la meditación piadosa y callada
hecha después de la liturgia (por más que esa meditación, colocada en su justo lugar, sea sin duda
importante)-, nos insertamos en el misterio de Cristo, en su acción salvífica en toda su extensión y
profundidad; aquí encontramos al Señor en la realidad suprema de su presencia, aunque ésta permanezca
oculta bajo el velo de los signos, en la fe.
La acción sagrada celebrada de manera auténtica, naturalmente, debe prolongarse en toda una vida
cristiana, que toma su propia orientación decisiva precisamente de la acción litúrgica. Sea cual sea la
forma concreta de esa orientación -en la forma de la espiritualidad del sacerdote o del laico, del monje o
del cristiano en el mundo, de Francisco de Asís, de Francisco de Sales o de los Hermanitos de Charles de
Foucauld , para que se trate de una espiritualidad cristiana auténtica debe haber siempre, como común
denominador, una adecuación a las líneas clásicas de las acciones litúrgicas (Cfr. LG 39-42).
Se trata de esa actitud que tiene su fundamento en la obra salvífica llevada a cabo por Cristo, la cual
se nos comunica en la fe activa y en los sacramentos de la fe, que a su vez dejan sentir su influjo sobre
toda la vida, la centran en torno a la liturgia como su cumbre y su fuente y la llevan a expresar
concretamente el misterio pascual.
Esto significa, en concreto, insertarse en la obra salvífica de Cristo mediante una celebración viva,
consciente, transida de fe y plena de sus misterios salvíficos (en particular del misterio pascual como
vértice de toda la vida del Señor, que es a su vez la realización de toda la historia salvífica
veterotestamentaria); hacer presente esa obra salvífica para prolongarla en la vida cotidiana; vivirla
precisamente aquí, en la esperanza de llegar un día, con el auxilio de la gracia de Dios, a la consumación
y realización escatológica definitiva de esos misterios en el reino de Dios plenamente manifestado.
Paralelamente, la genuina espiritualidad litúrgica es siempre la unión de una celebración santa y de
su continuación en la vida.
En la práctica, aquí es necesario distinguir tres estadios sucesivos y complementarios entre sí: la
celebración sacramental misma (como cumbre y fuente); la extensión de esta realidad litúrgica en el
espacio de la jornada y del tiempo festivo a través de la celebración y ejecución de las correspondientes
acciones litúrgicas y de piedad; finalmente, la realización y la irradiación de todo esto en la vida cotidiana
del individuo y de la comunidad, para que todo el individuo en cuanto persona y la comunidad en cuanto
compuesta de personas vivas- sea “en Cristo Jesús”, “en el Espíritu”; esté en marcha hacia el Padre (Cfr.
Ef 2,18 y 3,16-4,16).
a) Actualización de la iniciación cristiana
En el marco de esta totalidad es necesario vivir en primer lugar la iniciación cristiana. El Ritual de
la Iniciación Cristiana de Adultos (RICA) lo dice con toda claridad: “El ritual... se destina a los adultos,
que al oír el anuncio del misterio de Cristo, y bajo la acción del Espíritu Santo en sus corazones,
consciente y libremente buscan al Dios vivo y emprenden el camino de la fe y de la conversión”
(Observaciones Generales, 1).
Esto sucede en el cuadro de la administración de los tres sacramentos, que se desenvuelve
lentamente, pasando por los grados y tiempos del catecumenado hasta tocar el vértice de las acciones
sacramentales con el “baño en el agua acompañado de la palabra”, con la confirmación mediante el
Espíritu Santo y con la primera participación en la eucaristía, para introducir a continuación cada vez más
íntimamente en las profundidades del misterio de Cristo no sólo durante los escasos días de esta
mistagogia oficial en el tiempo pascual, sino con la participación activa en la liturgia de los domingos y
del año litúrgico, para traducirlo todo a la vida.
Esta última tarea es vinculante también para aquellos que hoy, según una praxis que se ha
desarrollado legítimamente desde los primeros siglos cristianos, son bautizados de pequeños y reciben ya
en la primera juventud los otros dos sacramentos de la iniciación.
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El Ritual del Bautismo de Niños en sus Observaciones Generales, que son una exposición
programática de los fundamentos de una vida genuinamente cristiana, y por tanto de una espiritualidad
verdaderamente fundada sobre la liturgia, dice lo siguiente de estos tres sacramentos: “Por los
sacramentos de la iniciación cristiana, los hombres, libres del poder de las tinieblas, muertos, sepultados
y resucitados con Cristo, reciben el Espíritu de los hijos de adopción y celebran con todo el pueblo de
Dios el memorial de la muerte y resurrección del Señor” (n. 1). “En efecto, incorporados a Cristo por el
bautismo, constituyen el pueblo de Dios, reciben el perdón de todos sus pecados y pasan de la condición
humana en que nacen como hijos del primer Adán al estado de los hijos adoptivos, convertidos en nueva
criatura por el agua y el Espíritu Santo.
Por esto se llaman y son hijos de Dios. Marcados luego en la confirmación por el don del Espíritu,
son más perfectamente configurados con el Señor y llenos del Espíritu Santo, a fin de que, dando
testimonio de él ante el mundo, cooperen a la expansión y dilatación del cuerpo de Cristo para llevarlo
cuanto antes a su plenitud. Finalmente, participando en la asamblea eucarística, comen la carne del Hijo
del hombre y beben su sangre, a fin de recibir la vida eterna y expresar la unidad del pueblo de Dios; y,
ofreciéndose a sí mismos con Cristo, contribuyen al sacrificio universal, en el cual se ofrece a Dios, a
través del Sumo Sacerdote, toda la ciudad redimida; y piden que, por una efusión más plena del Espíritu
Santo, llegue todo el género humano a la unidad de la familia de Dios. Por tanto, los tres sacramentos de
la iniciación cristiana se ordenan entre sí para llevar a su pleno desarrollo a los fieles, que ejercen la
misión de todo el pueblo cristiano en la iglesia y en el mundo” (n. 2).
Para la mayor parte de nosotros, cristianos de hoy, la espiritualidad litúrgica consiste, por tanto, en
tomar en serio esta realidad fundamental, en permanecer enraizados en ella con una vida apartada de las
tinieblas del pecado: muertos con Cristo, vivos con él, buscando las cosas de arriba con la fuerza del
Espíritu Santo en el seno de la comunidad de los hijos de Dios, como pueblo de Dios, como iglesia,
dispuestos a celebrar comunitariamente la eucaristía, dando gracias unidos a Cristo en el paso-sacrificio al
Padre, partícipes de su vida divina, animados por la firme esperanza en la última realización escatológica
de todos estos bienes y gracias.
“Vivir siempre de acuerdo con la fe que profesaron” (lunes de la octava de pascua, colecta); “... que
el Espíritu Santo sea siempre nuestra fuerza y la eucaristía que acabamos de recibir acreciente en nosotros
la salvación” (domingo de pentecostés, después de la comunión); “... la fuerza del sacramento pascual,
que hemos recibido, persevere siempre en nosotros” (segundo domingo de pascua, después de la
comunión); “... que comprendamos mejor la inestimable riqueza del bautismo que nos ha purificado, del
Espíritu que nos ha hecho renacer y de la sangre que nos ha redimido” (segundo domingo de pascua,
colecta). Estas oraciones nos dicen con qué disposición deben vivir todos los bautizados para poder llevar
a la práctica lo que se les ha comunicado en los sacramentos de la iniciación. La espiritualidad litúrgica es
decididamente la espiritualidad de la realidad (de la realización) del bautismo y de la confirmación, con la
exigencia de realizar concretamente todo esto en la participación renovada constantemente en la
celebración de la eucaristía.
b) Acentuación eucarística.
Por tanto, la espiritualidad litúrgica es también en gran medida y de manera particularísima una
espiritualidad eucarística, en el sentido de una auténtica piedad eucarística eclesial, como se presenta en la
instrucción Eucharisticum mysterium, de 1967, sobre el culto del misterio eucarístico “. La instrucción
comienza con estas palabras: “El misterio eucarístico es sin duda el centro de la liturgia sagrada, y, más
aún, de toda la vida cristiana” (n. 1). La adecuada ordenación de esa piedad eucarística se nos explica en
el párrafo sobre los Puntos doctrinales más importantes: “La misa o cena del Señor es a la vez
inseparablemente: sacrificio en el que se perpetúa el sacrificio de la cruz; memorial de la muerte y
resurrección del Señor...; banquete sagrado...” (n. 3, a); “Por consiguiente, en la misa el sacrificio y el
banquete sagrado pertenecen a un mismo misterio, de tal manera que están íntimamente unidos” (n. 3, b);
“La celebración eucarística... es una acción no sólo de Cristo, sino también de la iglesia... De donde
ninguna misa... es acción meramente privada...” (n. 3, c, d); “La celebración de la eucaristía en el
sacrificio de la misa es realmente el origen y el fin del culto que se le tributa fuera de la misa” (n. 3, e);
“Hay, pues, que considerar el misterio eucarístico en toda su amplitud, tanto en la celebración misma de
la misa como en el culto de las sagradas especies...” (n. 3, g). De aquí brota la ordenación de la vida
cristiana: los fieles deben saber que “la celebración de la eucaristía es verdaderamente el centro de toda la
vida cristiana” (n. 6).
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Mediante esa celebración “vive continuamente y crece la iglesia. Esta iglesia de Cristo está
verdaderamente presente en todas las legítimas comunidades locales de los fieles... En cualquier altar bajo
el ministerio del obispo o del sacerdote que hace las veces del obispo se manifiesta el símbolo de aquella
caridad y unidad del cuerpo místico, sin la cual no puede haber salvación” (n. 7).
Esto significa que cada uno de los cristianos tiene el derecho y el deber (cf SC 14 y 47s) de
participar activa, consciente y plenamente con fe en la celebración comunitaria de la eucaristía por lo
menos todos los domingos y fiestas. Aquí el individuo se inserta en la comunidad de la iglesia, que, en la
celebración memorial llena-de-realidad de la muerte y resurrección de su Señor, se ofrece con él al Padre,
con él realiza el paso del hombre viejo al nuevo, que, unido a Cristo, camina hacia el Padre.
Todo esto en la multiplicidad de los elementos particulares que constituyen concretamente la
eucaristía, es decir: en la comunión con todos los creyentes, en el acto penitencial, en el canto de alabanza
(Gloria in excelsis), en la escucha y acogida de la palabra de Dios tomada del AT y del NT, de los
escritos apostólicos y del evangelio, en la confesión de la fe (credo), en la oración de intercesión, en la
inserción en el sacrificio de Cristo mediante el acto de llevar los dones sacrificiales al altar, en la
intervención en la plegaria eucarística -pronunciada por el sacerdote- mediante el Sanctus, las
aclamaciones y el Amén, en la participación adorante en la mesa sacrificial por la comunión.
En toda misa se anuncia la muerte y la resurrección del Señor: “Esto lo manifiesta especialmente la
reunión del domingo; es decir, aquel día de la semana en que el Señor resucitó de entre los muertos... Se
les propondrá (por tanto, a los fieles) ya desde el comienzo de la formación cristiana que el domingo es
la fiesta principal (suya) (SC 106), en la que reunidos escuchen la palabra de Dios y participen en el
misterio pascual. Más aún, favorézcanse las iniciativas que procuren que el domingo sea también día de
alegría y de liberación del trabajo (SC 106)” (Eucharisticum mysterium 25).
Pero si la celebración de la eucaristía es en sí misma una gran realidad festiva, presencia, síntesis del
encuentro y de la participación, además tiende a irradiarse a todo el día festivo, y luego a la vida: “Los
fieles deben mantener en sus costumbres y en su vida lo que han recibido en la celebración eucarística por
la fe y el sacramento.
Procurarán, pues, que su vida discurra con alegría en la fortaleza de este alimento del cielo,
participando en la muerte y resurrección del Señor. Así, después de haber participado en la misa, cada
uno sea solícito en hacer buenas obras, en agradar a Dios, en vivir rectamente, entregado a la iglesia,
practicando lo que ha aprendido y progresando en el servicio de Dios, trabajando por impregnar al mundo
del espíritu cristiano y también constituyéndose en testigo de Cristo en toda circunstancia y en el corazón
mismo de la convivencia humana” (ib, n. 13).
c) Liturgia de las Horas, oración incesante
La espiritualidad litúrgica exporta, por así decirlo, los beneficios de la celebración de la eucaristía
también a la continua celebración comunitaria de las alabanzas de Dios, esto es, a la celebración de la
liturgia de las Horas, por lo menos en la celebración comunitaria de sus partes: en la práctica, a la
celebración de las vísperas, aquella oración de la tarde que, con la oración matinal de los laudes,
constituye el doble quicio de la liturgia eclesial de las Horas (SC 89, a). Y éste es el punto en que la actual
praxis cristiana se aparta más del ideal de la tradición eclesiástica.
Que nosotros “vivimos nuestro bautismo” y en alguna medida participamos activamente en la misa
dominical, todavía hoy es una cosa obvia para los verdaderos cristianos, practicantes. En cambio, el culto
de la tarde, las vísperas, por diversos motivos ha desaparecido casi del horizonte de la mayor parte de los
cristianos. Por otro lado, para los cristianos practicantes sigue en pie la antiquísima costumbre de la
oración de la mañana y de la tarde, aunque en muchos casos, reducida a la recitación de unas pocas
fórmulas breves (casi siempre se trata, además, de una oración del todo privada y silenciosa).
Aquí se coloca la exhortación y la invitación de la espiritualidad litúrgica. Es necesario recordar
nuevamente, y en lo posible reactivar, aquella que fue la antiquísima tradición eclesial. “La oración
pública y comunitaria del pueblo de Dios figura con razón entre los primeros cometidos de la iglesia ”
(OGLH 1). En ella la iglesia enlaza con la oración de Cristo y la prolonga, de acuerdo con su exhortación
a orar incesantemente, con la fuerza del Espíritu Santo, comunitariamente, reunidos dos o tres en su
nombre, de manera que él pueda estar presente para la santificación de la sucesión temporal del día y de
la noche (cf OGLH 2-11).
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Esa “liturgia de las Horas extiende a los distintos momentos del día” las prerrogativas del misterio
eucarístico: “la alabanza y la acción de gracias, así como el recuerdo de los misterios de la salvación, las
súplicas y el gusto anticipado de la gloria celeste” (OGLH 12). Ciertamente, la liturgia de las Horas en su
conjunto se había desarrollado de tal manera que se había hecho casi exclusivamente cosa de grupos de
sacerdotes y monjes dedicados y entregados a ello. Pero la liturgia reformada posconciliar, con las
abreviaciones y cambios que ha introducido y con la autorización de rezar el oficio en lengua vernácula,
tiende expresamente a que no sólo los grupos dedicados oficialmente a ello, sino también todos los
sacerdotes y los religiosos, los grupos de laicos cristianos que por cualquier motivo estén reunidos, e
incluso el particular aislado (aunque éste sea un caso límite, pues el ideal sigue siendo la oración
comunitaria), recen la liturgia de las Horas, o por lo menos parte de ella. Y cuando lo hagan en la forma
deseada y promovida por la iglesia, se unen al canto de alabanza de la iglesia, de Cristo y de los coros
celestes (OGLH 2O-27).
Precisamente en el último número citado de los OGLH leemos: “Se recomienda asimismo a los
laicos, dondequiera que se reúnan en asambleas de oración, de apostolado o por cualquier otro motivo,
que reciten el oficio de la iglesia, celebrando alguna parte de la liturgia de las Horas. Es conveniente que
aprendan, en primer lugar, que en la acción litúrgica adoran al Padre en espíritu y verdad, y que se den
cuenta de que el culto público y la oración que celebran atañen a todos los hombres y pueden contribuir
en considerable medida a la salvación del mundo entero. Conviene, finalmente, que la familia, que es
como un santuario doméstico dentro de la iglesia, no sólo ore en común, sino que además lo haga
recitando algunas partes de la liturgia de las Horas, cuando resulte oportuno, con lo que se sentirá más
insertada en la iglesia” (Cfr. n. 32).
Llamado por el bautismo y la confirmación a participar y a concelebrar activamente la eucaristía, el
cristiano crece con ese robustecimiento del hombre interior, gracias al cual Cristo habita en él en virtud
del Espíritu Santo, y él, unido en la comunión de todos los creyentes, comprende “la anchura, la longitud,
la altura y además la profundidad” (o sea, las dimensiones de la obra salvífica de Cristo) y conoce “el
amor de Cristo que sobrepuja todo conocimiento”, para ser así colmado “de toda plenitud de Dios” (Ef
3,16-19).
Esto sucede precisamente en las acciones litúrgicas, al estar comunitariamente unidos en la escucha
de la palabra, en la oración y en la alabanza, o sea, en la acción propiamente sacramental. No en la
uniformidad de una misma celebración constantemente repetida, sino en una cambiante multiplicidad de
domingos, con sus oraciones y lecturas muy variadas y, sobre todo, en la sucesión de las fiestas del año
litúrgico, esto es, en la celebración litúrgica memorial de la acción salvífica de Cristo “en días
determinados a través del año... Cada semana, en el día que llamó del Señor” la iglesia “conmemora su
resurrección, que una vez al año celebra también, junto con su santa pasión, en la máxima solemnidad de
la pascua.
Además, en el círculo del año desarrolla todo el misterio de Cristo, desde la encarnación y la
navidad hasta la ascensión, pentecostés y la expectativa de la dichosa esperanza y venida del Señor.
Conmemorando así los misterios de la redención, abre las riquezas del poder santificador y de los méritos
de su Señor, de tal manera que, en cierto modo, se hacen presentes en todo tiempo para que puedan los
fieles ponerse en contacto con ellos y llenarse de la gracia de la salvación” (SC 102).
Celebrar todo esto solemnemente, ensimismarse en ello, meditarlo, llevarlo consigo a lo largo del
día festivo y en las actividades laborales de la semana: ésta es la tarea. Todo ello procediendo hacia la
consumación escatológica, en obediencia a los mandamientos de Dios, en el intento de “conservar la
unidad con el vínculo de la paz” (Ef 4,3); para edificación de la iglesia, dentro de la comunidad humana,
unidos a Cristo, conformados a su morir y resucitar, en una vida verdaderamente nueva, abiertos a las
dimensiones amplísimas de toda la historia de la salvación, que, llevada a su cumplimiento en Cristo,
debe ser actualizada por nosotros en la iglesia para alabanza de la gloria de Dios.
d) Actitud penitencial y su actualización
10
En tal empresa, el cristiano tendrá continuamente fallos. Por eso está llamado a la paenitentia, a la
metánoia, a la conversión continua, a tener conciencia de la propia miseria y de los propios pecados, a
renovarse y a conformarse continuamente con Cristo. Realiza esto con una penitencia cotidiana, a la que
lo invita el acto penitencial de la misa y el confiteor de completas, sobre todo la gran predicación
penitencial que es la cuaresma, la predicación del profeta y precursor Juan Bautista en el tiempo de ->
adviento y, finalmente, el sentido de las vigilias de las solemnidades.
A esa invitación responden las celebraciones penitenciales comunitarias y la acción litúrgica del
sacramento de la penitencia, que se debe celebrar con una frecuencia razonable. Actuando así, el fiel
cristiano actúa en la comunidad de la iglesia, “que es al mismo tiempo santa y está siempre necesitada de
purificación” (Ritual de la Penitencia 3).
Ese acto penitencial se completa con la celebración del sacramento de la unción de los enfermos, en
el que el cristiano enfermo busca y encuentra la curación de la enfermedad física (por lo menos en el
sentido de que se siente ayudado a soportar con paciencia la enfermedad en obediencia a la voluntad de
Dios) y sobre todo del pecado, para ser revigorizado con la gracia del Espíritu Santo que el Señor le da
(“... te ayude el Señor con la gracia del Espíritu Santo”: Ritual de la Unción y de la Pastoral de Enfermos
143).
e) Ministerio sacramental
Para que la vida cristiana pueda vivirse así en conformidad con el orden sacramental, es necesario
que se elijan y consagren obispos, sacerdotes y diáconos mediante el sacramento del orden, y es necesario
el sacramento del matrimonio. Con el sacramento del orden, ciertos cristianos, “al configurarse con
Cristo, sumo y eterno sacerdote, y unirse al sacerdocio de los obispos, la ordenación los convertirá en
verdaderos sacerdotes del Nuevo Testamento para anunciar el evangelio, apacentar al pueblo de Dios y
celebrar el culto divino, principalmente en el sacrificio del Señor” (Ritual de Ordenes, ordenación de
presbíteros, n. 14, p. 66).
Pero también aquí sirve la regla: la tarea ministerial se confiere mediante una acción sagrada eficaz
(= sacramento) para que lo que se ha conferido se efectúe posteriormente de manera genuina. Por eso el
obispo exhorta a los candidatos: “... Transmitid a todos las palabras de Dios que habéis recibido con
alegría. Y al meditar en la ley del Señor procurad creer lo que leéis, enseñar lo que creéis y practicar lo
que enseñáis” (ib, p. 67). Y en relación a la celebración de la eucaristía, el obispo pronuncia palabras que
pueden considerarse programáticas y de importancia decisiva para toda espiritualidad litúrgica: “...
Considera lo que realizas e imita lo que conmemoras, y conforma tu vida con el misterio de la cruz del
Señor” (ib, n. 26, p. 76).
f) Misterio del matrimonio
De manera diversa, y sin embargo semejante, en el sacramento del matrimonio el esposo y la esposa
se unen con una unidad indisoluble de vida conyugal, “signo de la alianza nupcial [de Cristo] con su
iglesia” (Ritual del Matrimonio, Observaciones generales, n. 2). Los dos, unidos así en el matrimonio
cristiano, “permanezcan en la fe y amen tus preceptos; unidos en matrimonio, sean ejemplo por la
integridad de sus costumbres; y, fortalecidos con el poder del evangelio, manifiesten a todos el testimonio
de Cristo; que su unión sea fecunda, sean padres de probada virtud... y, después de una feliz ancianidad,
lleguen a la vida de los bienaventurados en el reino celestial” (ib, 104). Aquí también de la realidad
sobrenatural de la celebración sacramental debe brotar una vida en la que se actúe la unidad Cristoiglesia, y precisamente en el amor y en la unidad de los cónyuges, en la oración y en la asistencia común
a la iglesia, en la edificación de una iglesia doméstica, o sea, en la realización de la iglesia de Cristo en el
seno de la comunidad conyugal-familiar-doméstica.
5. TODA LA VIDA EN CRISTO JESÚS
11
Volviendo sobre lo que hemos dicho, podemos afirmar: la espiritualidad litúrgica es, en conjunto,
una espiritualidad sacramental, o sea, consiste en la disponibilidad para celebrar los grandes sacramentos
de la iglesia de una forma viva, con una participación consciente, activa y llena de fe y, según la norma de
esos sacramentos, para insertar toda la vida en las dimensiones inconmensurables de la obra salvífica de
Cristo: muertos y resucitados con él, llenos de su santo Espíritu, tendiendo siempre a celebrar su
memorial a lo largo de los tiempos del año y del día, dispuestos a hacer penitencia y a dejarnos vigorizar
en la enfermedad y frente a la muerte, revestidos de la gracia de estado que nos capacita para edificar el
cuerpo de Cristo dentro de la iglesia y de la comunidad humana.
Todo esto en una celebración sacramental que mira con decidido empeño a testimoniar la gracia de
Cristo en medio de los órdenes mundanos, a socorrer con amor, a construir la comunidad y a hacer
progresar el reino de Cristo en el mundo, en la esperanza de que el Dios omnipotente completará todo en
su reino eterno en una medida inmensamente superior de lo que nosotros podemos desear, imaginar y
pedir.
Naturalmente, toda esta actitud debe estar sostenida por la voluntad sincera de celebrar las acciones
sacramentales con una participación consciente y personal, “de manera que el pensamiento esté de
acuerdo con la voz”. Las acciones sagradas deben prolongarse en la oración personal, no sólo en la
celebración de la liturgia de las Horas, sino también en los momentos y tiempos de la meditación y de la
interiorización personal y de la reflexión en la presencia de Dios, dispuestos a volver continuamente a la
celebración de las acciones sagradas de la liturgia para dar gracias a Dios o para hacer penitencia después
de cada caída o pecado, invocando su misericordia por Cristo nuestro Señor.
Esa constante actitud personal y la conciencia de estar unidos a Cristo en la comunión con la iglesia
se deben desarrollar en una vida cristiana activa con el cumplimiento de los deberes, la paciencia, el amor
y la continua disposición a ayudar; en una vida activa en el desenvolvimiento de las tareas humanas,
sociales y políticas que se nos han confiado en este mundo, sobre todo y muy concretamente con el
cumplimiento de los deberes que nos competen en el lugar en que vivimos como hombres.
Vivir, trabajar y gozar en la presencia de Dios, celebrar el culto festivo como vértice de mi serhombre “de manera gratuita, pero no sin sentido” (zwecklos, aber sinnvoll) para alabanza de la gloria de
Dios, contribuye también a la realización genuina de mi ser-hombre. Y aquí viene a cuento lo que el Vat.
II afirma en la GS a propósito de la “actividad humana en el mundo” (nn. 33-39) y del “sano fomento del
progreso cultural” (nn. 53-62).
Todo esto de manera que nuestra vida entera sea, finalmente, de verdad una vida in Christo Iesu,
una vida in Spiritu, en comunicación permanente con Dios en Cristo, como experiencia que anticipa la
comunión incomparablemente mayor con Dios que será la vida eterna, la vida “cara a cara” (cf 1 Cor
10,31; Col 3,17; 1Tes 5,8-10; Gál 3,26-28).
Una expresión muy bella y densa de esta actitud espiritual nos la ofrece una oración del
sacramentario de Verona (n. 1329): “Laudent te, Domine, ora nostra, laudet anima, laudet et vita; et quia
tui muneris est quod sumus, tuum sit omne quod vivemus “ (“Que te alaben, Señor, a la vez nuestras voces
y nuestras almas, que te alaben también nuestras vidas; y ya que es don tuyo lo que somos, sea también
para ti todo lo que vivimos”).
CAPÍTULO SEGUNDO
CONCEPTO TEOLÓGICO DE LITURGIA
12
“…La liturgia, por cuyo medio “se ejerce la obra de nuestra Redención”, sobre todo en el divino
sacrificio de la Eucaristía, contribuye en sumo grado a que los fieles expresen en su vida, y manifiesten a
los demás, el misterio de Cristo y la naturaleza auténtica de la verdadera Iglesia. Es característico de la
Iglesia ser, a la vez, humana y divina, visible y dotada de elementos invisibles, entregada a la acción y
dada a la contemplación, presente en el mundo y, sin embargo, peregrina; y todo esto de suerte que en ella
lo humano esté ordenado y subordinado a lo divino, lo visible a lo invisible, la acción a la contemplación
y lo presente a la ciudad futura que buscamos. Por eso, al edificar día a día a los que están dentro para ser
templo santo en el Señor y morada de Dios en el Espíritu, hasta llegar a la medida de la plenitud de la
edad de Cristo, la liturgia robustece también admirablemente sus fuerzas para predicar a Cristo y presenta
así la Iglesia, a los que están fuera, como signo levantado en medio de las naciones, para que, bajo de él,
se congreguen en la unidad los hijos de Dios que están dispersos, hasta que haya un solo rebaño y un solo
pastor” (SC 2).
El Concilio considera que la liturgia es la celebración del misterio para la vida: momento en el que
por medio de unas acciones simbólicas se hace presente, se manifiesta y se comunica el misterio de
Cristo, es decir, la obra de nuestra redención.
Celebrar la liturgia es comprender que “el Señor es Dios y se nos ha manifestado” [1]; advertir ”contemplar”: ver, escuchar, sentir, gustar- en los signos y acciones simbólicas del hecho sacramental la
manifestación y presencia de Dios: “la liturgia es en primer lugar una teofanía: Dios manifiesta su fuerza,
y el hombre le reconoce, le adora y le glorifica” [2].
“La comprensión de la liturgia es más completa y coherente cuando se la sitúa en la perspectiva que
le es connatural, es decir, dentro de la economía salvífica proyectada y revelada por el Padre, cumplida
por el Hijo y Señor nuestro Jesucristo y llevada a cabo por el Espíritu Santo en la etapa de la Iglesia” [3].
Acerca de la verdad radical de Dios, el dogma enuncia tres personas (hipostasis) y una sola
naturaleza o esencia (ousia): “no hay más que un sólo Dios, el Padre todopoderoso y su Hijo único, y el
Espíritu santo: la santísima Trinidad” [4]. La unidad divina es trina [5] y la liturgia no cesa de invocar y
celebrar este misterio: “yo canto tres personas de una sola naturaleza, hipostáticas por ellas mismas: al
Padre no engendrado, al Hijo engendrado y al Espíritu Santo, reino sin comienzo, poder, divinidad única”
[6].
La liturgia celebra, por eso, la gloria del Dios tres veces Santo, el esplendor en el tiempo y en el
espacio de la eterna comunión en santidad de las tres personas divinas [7]: “nosotros cantamos el triple
resplandor de la divinidad una, clamando: Tú eres santo, Padre sin comienzo, Hijo sin comienzo y
Espíritu divino” [8].
Eterna expansión de amor [9], la Trinidad Una es vida de comunión, flujo y reflujo de incesante
donación y acogida de amor personal: da comunión divina es una efusión de amor entre los Tres” [10].
1. LA “ECONOMÍA” DEL MISTERIO
En inefable manifestación de benevolencia, al comienzo de los tiempos, la comunión eterna de amor
trinitaria se dona al mundo: “en el inicio, la comunión de amor de la Trinidad Santa se entrega. Este don
es el inicio: el Padre dona su Verbo y su Espíritu, y todo es llamado a la existencia” [11]. La comunión
eterna de las tres divinas personas consubstanciales es el principio de todo lo creado: “entre el ser y la
nada no hay otro principio de existencia que el principio trinitario” [12]. De la nada, el Padre, el Hijo y el
Espíritu llaman al ser al cosmos.
La creación, como efusión libre y gratuita de la santidad de Dios, manifiesta en el tiempo la gloria
eterna del Dios trinitaria: “todo es don Suyo, manifestación de su Gloria [...] pura efusión de su Santidad”
[13]. De las profundidades de la eterna comunión trinitaria en el amor, nace la vida: “en verdad es justo
darte gracias, y deber nuestro glorificarte, Padre santo, porque tú eres el único Dios vivo y verdadero, que
existes desde siempre y vives para siempre; luz sobre toda luz. Porque tú solo eres bueno y la fuente de la
vida, hiciste todas las cosas para colmarlas de tus bendiciones y alegrar su multitud con la claridad de tu
gloria” [14].
13
La vida es donada al mundo en espera de su acogida. Y, entonces, llega el hombre “hagamos al
hombre a nuestra imagen y semejanza” [15] “presencia” en el mundo: “a imagen tuya creaste al hombre y
le encomendaste el universo entero, para que, sirviéndote sólo a ti, su Creador, dominara todo lo creado”
[16]. Y, con el hombre, se inicia la historia, que, desde su origen, vive el drama del rechazo de la
comunión gratuitamente donada [17]. Comienza así, en la economía del misterio, la historia de la
salvación. Nace el “tiempo de las promesas”, herido por la ausencia de Dios y su nostalgia en el corazón
del hombre, pero aliviado por la espera [18] y encaminado hacia aquel “momento” en el que la vida
ofrecida no fuera ya rechazada, sino libremente acogida: “y cuando por desobediencia perdió tu amistad,
no lo abandonaste al poder de la muerte, sino que, compadecido, tendiste la mano a todos, para que te
encuentre el que te busca. Reiteraste, además, tu alianza a los hombres; por los profetas los fuiste
llevando con la esperanza de salvación” [19].
Llega “la plenitud de los tiempos” y la vida es nuevamente donada: el Padre la ofrece al mundo en
su Hijo y, por su encarnación, el hombre la acoge en la carne de Cristo, ungida por el Espíritu y asumida
por aquel que es el Verbo eterno: “y tanto amaste al mundo, Padre santo, que, al cumplirse la plenitud de
los tiempos, nos enviaste como salvador a tu único Hijo. El cual se encarnó por obra del Espíritu Santo,
nació de María, la Virgen, y así compartió en todo nuestra condición humana” [20]. Misterio de
comunión que no nace del hombre, sino de Aquel, el Padre, que es fuente de vida y amor, y lo ofrece al
mundo en su Hijo y en su Espíritu, como efusión de su gloria: “eres santo, todo santo, Tú y tu Hijo
unigénito y tu Espíritu. Eres santo, todo santo y magnífica es tu gloria. Tú has amado al mundo hasta el
punto de dar a tu Hijo unigénito” [21].
El Hijo eterno, “engendrado antes de todos los siglos” y encarnado en el tiempo “por obra del
Espíritu Santo”, introduce al hombre en el misterio de la comunión del Dios tres veces santo. De las
profundidades del eterno misterio de vida que nace del Padre antes de los siglos nadie puede entrar en
comunión, sino a través de su Hijo unigénito, pues “a Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está
en el seno del Padre, él lo ha contado” [22], pues sólo conoce al Padre el Hijo, y aquel a quien el Hijo se
lo quiera revelar [23].
Como recuerda el Catecismo de la Iglesia, los Padres distinguieron “entre la Theologia y la
Oikonomia, designando con el primer término el misterio de la vida íntima del Dios-Trinidad, y con el
segundo todas las obras de Dios por las que se revela y comunica su vida. Por la Oikonomia nos es
revelada la Theologia; pero inversamente, es la Theologia la que esclarece toda la Oikonomia. Las obras
de Dios revelan quién es en sí mismo; e inversamente, el misterio de su Ser íntimo ilumina la inteligencia
de todas sus obras” [24].
Sólo a través de la misión del Hijo, enviado por el Padre [25] y hecho hombre por obra del Espíritu
(economía del misterio), se participa en la comunión gloriosa del Dios trinitaria (teología del misterio):
“según la feliz fórmula de los Padres y de los Concilios de los primeros siglos, sólo mediante la economía
se entra en la teología: la Trinidad Santa no se nos revela sino a través de su “designio” de amor” [26],
Cristo, el Hijo eterno hecho hombre, “enviado por el Padre al mundo para la salvación de la humanidad”
[27].
De este modo, la economía del misterio es como un movimiento o diálogo de comunión con la vida
íntima trinitaria o teología del misterio: por medio de Cristo, en la obra del Espíritu se establece una
comunión con la gloria del Padre; este diálogo de comunión tiene una doble dimensión, descendenteascendente [28], de santificación y de culto, que es expresado históricamente por el anonadamiento y la
glorificación de Jesucristo, Verbo de Dios al hombre y por la respuesta del hombre a Dios.
Esto es lo que refleja el himno de san Pablo en su carta a los Filipenses: “Cristo Jesús, siendo de
condición divina, no consideró como presa codiciable el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo
tomando la forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y, mostrándose igual que los demás
hombres, se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Y por eso Dios
lo exaltó y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre; para que al nombre de Jesús toda rodilla se
doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese: ¡Jesucristo es el Señor!, para
gloria de Dios Padre” [29].
Concluida su misión, al volver a la gloria del Padre una vez cumplida su voluntad mediante el
misterio pascual de su pasión y glorificación [30], el Hijo entrega su Espíritu a la Iglesia [31], para que
por su acción santificante, convertidos en hijos en el Hijo, los hombres entren en comunión con la vida:
“para cumplir tus designios, Él mismo se entregó a la muerte y, resucitando, destruyó la muerte y nos dio
nueva vida. Y porque no vivamos ya para nosotros mismos, sino para Él, que por nosotros murió y
resucitó, envió, Padre, al Espíritu Santo como primicia para los creyentes, a fin de santificar todas las
cosas, llevando a plenitud su obra en el mundo” [32].
14
En palabras de Juan Pablo II, “la misión del Hijo de Dios llega a su plenitud cuando Él,
ofreciéndose a sí mismo, realiza nuestra adopción filial y, con el don del Espíritu Santo, hace posible a
cada ser humano la participación en la misma comunión trinitaria. En el misterio pascual, Dios Padre, por
medio del Hijo en el Espíritu Paráclito, se ha inclinado sobre cada hombre ofreciéndole la posibilidad de
la redención del pecado y la liberación de la muerte” [33].
A partir de la pascua -la hora en la que el Hijo del hombre es glorificado por su muerte y
resurrección [34]-, el Padre es glorificado en el mundo [35]. Exaltado a la derecha del Padre y
participando ya para siempre de la gloria eterna trinitaria también en su carne, Jesucristo abre para el
hombre la posibilidad de entrar en comunión con la vida que eternamente fluye de Dios:
“porque Jesús, el Señor, el Rey de la gloria, vencedor del pecado y de la muerte, ha ascendido hoy
ante el asombro de los ángeles a lo más alto del cielo, como mediador entre Dios y los hombres [...] Ha
querido precedernos como cabeza nuestra para que nosotros, miembros de su Cuerpo, vivamos con la
ardiente esperanza de seguido en su reino” [36].
De ahí que, en el núcleo de la liturgia —la anáfora o plegaria eucarística-, se encuentre la memoria
del misterio pascual de Cristo: “por eso, nosotros, Señor, al celebrar ahora el memorial de nuestra
redención, recordamos la muerte de Cristo y su descenso al lugar de los muertos, proclamamos su
resurrección y ascensión a tu derecha; y, mientras esperamos su venida gloriosa, te ofrecemos su Cuerpo
y Sangre, sacrificio agradable a ti y salvación para todo el mundo” [37].
Desde la hora pascual, el misterio de la comunión de la santidad divina -theologia-, dispensado en el
misterio de Cristo —oikonomia—, se convierte, en cuanto dado en participación a los hombres mediante
el culto de la Iglesia, en liturgia: leitourgia.
2. LA “LITURGIA” DEL MISTERIO
En su verdad más radical, la liturgia de la Iglesia no es “otra cosa en el fondo que la actualización
sacramental continuada de aquel primer acontecimiento por el cual la Palabra-Dios se hizo carne” [38]
para santificar a los hombres y dar gloria al Padre. En el misterio de Cristo, la gloria eterna de Dios y la
condición histórica del hombre entran en perfecta comunión: “y el Verbo se hizo carne, y habitó entre
nosotros, y hemos visto su gloria” [39].
Este “divino comercio” [40] entre Dios y el hombre se expresa en la celebración litúrgica con
sentimientos de admiración: “oh Dios, que de modo admirable has creado al hombre a tu imagen y
semejanza y de un modo más admirable todavía elevaste su condición por Jesucristo; concédenos
compartir la vida divina de aquel que hoy se ha dignado compartir con el hombre la condición humana”
[41].
La noción de liturgia, en cuanto presencia actual de la obra y de la persona de Cristo, presupone su
constitución según la dialéctica trinitaria de la economía del misterio: toda celebración sacramental-y de
modo eminente la eucaristía- vive “los tres movimientos de la Pascua de Jesús: el Padre nos dona a su
Hijo amado, el Verbo asume nuestra carne y nuestra muerte para que resucitemos con Él, y su Espíritu
nos hace entrar en la comunión eterna del Padre” [42]. De aquí que la celebración de la liturgia nos revele
el ser radical de Dios: el misterio de la eterna e infinita comunión en la santidad del Padre, del Hijo y del
Espíritu Santo, y su efusión al mundo en el misterio de Cristo.
“Se trata de vivir la liturgia como acción de la Trinidad. El Padre es quien actúa por nosotros en los
misterios celebrados; Él es quien nos habla, nos perdona, nos escucha, nos da su Espíritu; a Él nos
dirigimos, lo escuchanos, alabamos e invocamos. Jesús es quien actúa para nuestra santificación,
haciéndonos partícipes de su misterio. El Espíritu Santo es el que interviene con su gracia y nos convierte
en el cuerpo de Cristo, la Iglesia” [43].
Por esto, la liturgia es primariamente misterio, acontecimiento y obra trinitaria; presencia siempre
actual de la inefable santidad de Dios dada por Cristo en comunión a los hombres: “algunos síntomas
revelan un decaimiento del sentido del misterio en las celebraciones litúrgicas, que deberían precisamente
acercarnos a él. Por tanto, es urgente que en la Iglesia se reavive el auténtico sentido de la liturgia [...].
Con ella, como subraya certeramente también la tradición de las venerables Iglesias de Oriente, los fieles
entran en comunión con la Santísima Trinidad, experimentando su participación en la naturaleza divina
como don de la gracia. La liturgia se convierte así en anticipación de la bienaventuranza final y
participación de la gloria celestial” [44].
15
Aceptar el “misterio” litúrgico implica comprender que en su celebración acontece la comunión de
vida con el Dios tres veces Santo, que en su infinita bondad ha querido hacer partícipe al hombre de su
gloria eterna. “La Iglesia existe y vive como efecto de la presencia en ella del poder de la muerte y
resurrección del Señor. El Espíritu Santo recuerda todo lo que Cristo ha realizado y descubre el
significado salvífico del misterio pascual, pero también hace presente y operante este misterio e introduce
a todos los hombres en él [45].
Todo ello presupone que, lejos de reducirse a su manifestación fenomenológica, la liturgia es en su
estructura más profunda una obra trinitaria. En efecto, en cada celebración sacramental del culto “obran
los tres ¡actores [el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo] de la liturgia eterna. La Trinidad santa difunde sus
Energías deificantes y es glorificada” [46]. Si la separamos del “misterio” trinitario, la liturgia quedaría
limitada a mera “obra humana”, a simple expresión cultural del hecho cristiano, su horizonte estaría
cerrado a toda trascendencia más allá de la historia y se negaría su condición de don gratuito de comunión
divina.
De aquí que la dimensión trinitaria de la liturgia constituya el principio teológico fundamental de su
naturaleza, y la ley de su celebración [47]: la resurrección de Cristo con la donación del Espíritu está, por
tanto, en el origen de la liturgia de la Iglesia, que, como tal, “existe antes de las celebraciones
sacramentales, las vivifica y las hace capaces de comunicar su fruto” [48].
3. EL DINAMISMO TRINITARIO DEL CULTO CRISTIANO
La tradición eclesial ha expresado la estructura de la obra trinitaria en la liturgia mediante un
sumario que hunde sus raíces en los escritos del Nuevo Testamento: a Patre, per Christum, in Spiritu
Sancto, ad Patrem [49]; es decir, todo don de comunión divina viene del Padre (a Patre) por el Hijo
encarnado, Cristo (per Christum), por obra del Espíritu (in o ex virtute Spiritu); para en el Espíritu (in o
ex virtute Spiritu), por medio de Cristo (per Christum), regresar al Padre (ad Patrem).
Este sumario subraya el carácter fontal y final del Padre, la mediación del Hijo encarnado, Cristo, y
la potencia virtual del Espíritu en el desarrollo de la celebración eclesial del culto; y está en
correspondencia con el movimiento de comunión con la vida íntima trinitaria que la liturgia, de modo
sacramental, manifiesta, hace presente y comunica.
En otros términos, según el citado principio, el Padre es la “fuente” y el “fin” de la liturgia; Cristo,
el Hijo encarnado, es el “mediador”; y el Espíritu Santo, su virtus o “artífice” [50]. Por eso, toda fórmula
litúrgica encuentra su fundamento en un esquema tripartito siempre presente, implícita o explícitamente,
fiel reflejo de su estructura teológica interna: anámnesis (presencia de Cristo), epíclesis (obra del Espíritu)
y doxología (glorificación del Padre).
La estructura trinitaria del acontecer litúrgico implica que toda celebración de culto debe ser
siempre comprendida y vivida como alabanza de la gloria [51] del Padre (doxología); presencia
sacramental de Cristo (anámnesis), “resplandor de su gloria” [52], por obra del Espíritu (epíclesis):
“concede a cuantos compartimos este pan y este cáliz, que congregados en un solo cuerpo por el Espíritu
Santo, seamos en Cristo víctima viva para alabanza de Tu gloria” [53].
La liturgia es, por eso, esencialmente doxología, término que literalmente significa “expresión de la
Gloria”. No es de extrañar, por consiguiente, que todas las fórmulas litúrgicas culminen, necesariamente,
en una glorificación del Padre, por Cristo, en la unidad del Espíritu Santo.
De este modo, la dinámica trinitaria del acontecer litúrgico se nos presenta siempre como un
gratuito y continuo flujo y reflujo de “don” y “acogida” de la gloria de Dios; movimiento circular que
encuentra en el Padre su fuente y su culmen [54]. De aquí que toda celebración litúrgica esté siempre
dirigida al Padre [55].
16
En términos litúrgicos, este movimiento puede expresarse como “bendición” (eulogía) y “acción de
gracias” (eucharistia). El Padre bendice al hombre con su intervención salvífica en la historia —”desde el
comienzo y hasta la consumación de los tiempos toda la obra de Dios es bendición” [56]—, y el hombre
responde en ritual hacimiento de gracias [57]. Por eso, toda celebración litúrgica es, al mismo tiempo,
bendición del Padre al hombre y al cosmos, y respuesta en acción de gracias del hombre y del cosmos al
Padre. De aquí que la eucaristía sea la acción —y la anáfora o plegaria eucarística, la oración— litúrgica
por excelencia, al “re-presentar” o actualizar el misterio de Cristo, aquel que es, al mismo tiempo, en su
ser Dios-hombre, la definitiva bendición del Padre a la humanidad, y la sola respuesta humana aceptable
para el Padre.
Este movimiento circular de la comunión litúrgica puede resumirse en dos palabras: santidad y
gloria [58]. Efectivamente, la glorificación del Padre por parte del hombre consiste esencialmente en su
santificación, en su incorporación al misterio de salvación en Cristo: “porque la gloria de Dios es el
hombre vivo” [59]. De este modo, en cuanto actualización sacramental de la obra de Cristo, la liturgia
unifica en su dinámica teológica interna las dimensiones descendente y ascendente —santificación y
culto— del misterio de salvación.
Así, la celebración litúrgica se constituye en ámbito de comunión del hombre con la santidad de
Dios. Ahora bien, en cuanto resplandor de su santidad, la gloria trinitaria es el motivo principal de toda
celebración, principio unificador del acontecer litúrgico y de su doble movimiento de santificación y
culto: glorificación “del” y “al” Padre (doxología), por el memorial del Hijo encarnado (anámnesis), en la
fuerza transformadora del Espíritu (epíclesis).
4. LA LITURGIA CELESTIAL Y LA CELEBRACIÓN DEL CULTO DE LA IGLESIA
La preeminencia de la dimensión fontal de la liturgia, en su condición de obra trinitaria, respecto a
la acción de culto, conlleva que la celebración eclesial no sea, en última instancia, sino un trasunto de la
liturgia eterna de la Jerusalén celestial: “En la liturgia terrena, pregustamos y tomamos parte en aquella
liturgia celestial que se celebra en la santa ciudad de Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como
peregrinos, y donde Cristo está sentado a la diestra de Dios como ministro del santuario y del tabernáculo
verdadero [...]; aguardamos al Salvador, nuestro Señor Jesucristo, hasta que se manifieste Él, nuestra vida,
y nosotros nos manifestemos también gloriosos con Él [60].
Esta conciencia lleva a la oración litúrgica por excelencia, la plegaria eucarística, a comenzar
siempre con la alabanza de la asamblea de los santos: “en verdad es justo darte gracias, y deber nuestro
glorificarte, Padre Santo [...] Por eso, innumerables ángeles en tu presencia, contemplando la gloria de tu
rostro, te sirven siempre y te glorifican sin cesar. Y con ellos también nosotros, llenos de alegría, y por
nuestra voz las demás criaturas, aclamamos tu nombre cantando: Santo, Santo, Santo es el Señor, Dios del
universo. Llenos están el cielo y la tierra de tu gloria. Hosanna en el cielo. Bendito el que viene en
nombre del Señor. Hosanna en el cielo” [61].
Por eso, las celebraciones litúrgicas no sólo hacen presente, bajo el velo de los símbolos, la
comunión eterna de los santos en la gloria del Padre, del Hijo y de su Espíritu, sino que también anticipan
la liturgia apocalíptica, que se consumará al final de los tiempos con la venida gloriosa de Cristo, cuando
todo el cosmos recreado adorará sin fin al Dios tres veces Santo. “Se debe vivir la liturgia como anuncio y
anticipación de la gloria futura, término último de nuestra esperanza” [62].
De este modo, la liturgia de la Iglesia se nos presenta como un don gratuito de comunión, como un
ofrecimiento de participación, mediante la economía del misterio de Cristo, en la teología de la gloria
trinitaria, resplandor de la santidad mutuamente ofrecida y acogida del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
Celebrar la liturgia, por consiguiente, no es sino celebrar al cosmos santificado, para la gloria de Dios
trino: “A Ti la alabanza, a Ti la gloria, a Ti hemos de dar gracias por los siglos de los siglos, ¡oh Trinidad
beatísima! Santo, Santo, Santo Señor Dios de los ejércitos. Llenos están los cielos y la tierra de tu gloria”
[63].
Notas
1 Liturgia bizantina: aclamación de los fieles en la Divina Liturgia de San Juan Crisóstomo, cuando
e! diácono abre las puertas de! santuario y presenta a la asamblea el pan y e! vino consagrados para la
comunión.
2 C. Andronikof [1992] 10.
3 J. López Martín [1994], 19.
4 CCE 233.
17
5 Cfr. CCE 254.
6 Liturgia bizantina: doxología de la I oda de maitines del sábado de carnaval, compuesta por san
Teodoro Estudita.
7 “Cuando esta corriente de amor [trinitaria] llegue a desbordarse, esta manifestación de la Santidad
escondida se llamará su Gloria”: J. Corbon [2001] 39.
8 Liturgia bizantina: tropario cuaresmal, compuesto por san Teodoro Esrudita (759-826).
9 “Porque Dios es amor”: 1 Jn 4:8.
10 J. Corbon [2001] 38.
11 Ibid. 40.
12 P. Evdokimov, Teologia della bellezza, Cinisello Balsamo 1990,231.
13 ]. Corbon [2001] 40.
14 Misal Romano: prefacio de la Plegaria eucarística IV.
15 Cfr. Gen 1 :26.
16 Misal Romano: Plegaria eucarística IV.
17 Cfr. Gen 3.
18 Cfr. J. Corbon [2001] 42.
19 Misal Romano: Plegaria eucarística IV.
20 Ibid
21 Liturgia bizantina: oración de embolismo posterior al Trisagio, como nexo de unión con el relato
de la institución, de la plegaria eucarística de la Divina Liturgia de San Juan Crisóstomo.
22 Jn 1:18.
23 Cfr. Lc 10:22.
24 CCE 236.
25 Cfr. 1 Jn 4: 10 y 4: 14.
26 J. Corbon [2001] 38.
27 Juan Pablo II, Carta a los sacerdotes (14-III-1999).
28 Cfr. Juan Pablo II, Carta a los sacerdotes (14-III-1999) 1.
29 Flp 2:6-11.
30 “Salí del Padre y he venido al mundo. Ahora dejo el mundo y voy al Padre”: Jn 16:28.
31 Cfr. Jn 19:30.
32 Misal Romano: Plegaria eucarística IV.
33 Cfr. Juan Pablo n, Carta a los sacerdotes (14-III-1999).
34 Cfr. Jn 12:23-26.
35 Cfr. Jn 12:28.
36 Misal Romano: prefacio I de la Ascensión del Señor.
37 Misal Romano: Plegaria eucarística IV.
38 S. Marsili, Teología litúrgica: NDL 1952.
39 Jn 1:14. La noción veterotestamentaria de la gloria de Dios —kabod Yahweh—, presencia del ser
divino en cuanto manifestado a los hombres (cfr. Is 60:1-2), es advertida por el Nuevo Testamento como
consumada en el misterio de Cristo.
40 “Sacrosancta commercia”: Misal Romano: oración sobre las ofrendas de la Misa de la noche de
la Natividad del Señor.
41 Misal Romano: oración colecta de la Misa del día de la Natividad del Señor. La fórmula, que con
toda probabilidad procede de san León Magno, constituye uno de los mejores exponentes literarios y
teológicos de la liturgia romana.
42 J. Corbon [2001] 163.
43 Juan Pablo II, exhortación apostólica Ecclesia in Europa (28-VI-2003) 71.
44 Ibid. 70.
18
45 J. López Martín [1994], 21.
46 Ibid. 163.
47 Cfr. J. López Martín [1994] 24.
48 J. Corbon [2001] 162.
49 Vid., por ejemplo, en su dimensión ascendente, la doxología propia del Canon Romano: “per
ipsum [Christum], et cum Ipso, et in Ipso, est tibi Deo Patri omnipotenti, in unitate Spiritus Sancti, omnis
honor et gloria; per omnia saecula saeculorum”. El texto aparece recogido ya en la obra de san León
Magno (siglo V).
50 Tal es el término que recoge CCE 1091.
51 Cfr. Ef1:6.
52 Cfr. Hb 1:3.
53 Misal Romano, Plegaria eucarística IV.
54 Cfr. CCE 1083.
55 Cfr. canon 21 del Concilio de Hipona del año 393.
56 CCE 1079.
57 Cfr. CCE 1081.
58 Cfr. SC 7 y CCE 1089.
59 Ireneo de Lyon, Adversus haereses 4,20:7 (cfr. CCE 294).
60 SC 8.
61 Misal Romano: prefacio de la Plegaria eucarística IV.
62 Juan Pablo Il, exhortación apostólica Ecclesia in Europa (28-VI-2003) 71.
63 Trisagio angélico.
CAPÍTULO TERCERO
Importancia de la liturgia
La obra de la salvación se realiza en Cristo
19
Dios, que “quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim.,
2,4), “habiendo hablado antiguamente en muchas ocasiones de diferentes maneras a nuestros padres por
medio de los profetas” (Heb 1,1), cuando llegó la plenitud de los tiempos envió a su Hijo, el Verbo hecho
carne, ungido por el Espíritu Santo, para evangelizar a los pobres y curar a los contritos de corazón, como
“médico corporal y espiritual”, mediador entre Dios y los hombres. En efecto, su humanidad, unida a la
persona del Verbo, fue instrumento de nuestra salvación. Por esto en Cristo se realizó plenamente nuestra
reconciliación y se nos dio la plenitud del culto divino. Esta obra de redención humana y de la perfecta
glorificación de Dios, preparada por las maravillas que Dios obró en el pueblo de la Antigua Alianza,
Cristo la realizó principalmente por el misterio pascual de su bienaventurada pasión. Resurrección de
entre los muertos y gloriosa Ascensión. Por este misterio, “con su Muerte destruyó nuestra muerte y con
su Resurrección restauró nuestra vida. Pues el costado de Cristo dormido en la cruz nació “el sacramento
admirable de la Iglesia entera”.
En la Iglesia se realiza por la Liturgia
Por esta razón, así como Cristo fue enviado por el Padre, Él, a su vez, envió a los Apóstoles llenos
del Espíritu Santo. No sólo los envió a predicar el Evangelio a toda criatura y a anunciar que el Hijo de
Dios, con su Muerte y Resurrección, nos libró del poder de Satanás y de la muerte, y nos condujo al reino
del Padre, sino también a realizar la obra de salvación que proclamaban, mediante el sacrificio y los
sacramentos, en torno a los cuales gira toda la vida litúrgica. Y así, por el bautismo, los hombres son
injertados en el misterio pascual de Jesucristo: mueren con El, son sepultados con El y resucitan con El;
reciben el espíritu de adopción de hijos “por el que clamamos: Abba, Padre” (Rom., 8,15) y se convierten
así en los verdaderos adoradores que busca el Padre. Asimismo, cuantas veces comen la cena del Señor,
proclaman su Muerte hasta que vuelva. Por eso, el día mismo de Pentecostés, en que la Iglesia se
manifestó al mundo “los que recibieron la palabra de Pedro “fueron bautizados. Y con perseverancia
escuchaban la enseñanza de los Apóstoles, se reunían en la fracción del pan y en la oración, alabando a
Dios, gozando de la estima general del pueblo” (Act., 2,14-47). Desde entonces, la Iglesia nunca ha
dejado de reunirse para celebrar el misterio pascual: leyendo “cuanto a él se refieren en toda la Escritura”
(Lc., 24,27), celebrando la Eucaristía, en la cual “se hace de nuevo presentes la victoria y el triunfo de su
Muerte”, y dando gracias al mismo tiempo “ a Dios por el don inefable” (2 Cor., 9,15) en Cristo Jesús,
“para alabar su gloria” (Ef., 1,12), por la fuerza del Espíritu Santo.
Presencia de Cristo en la Liturgia
Para realizar una obra tan grande, Cristo está siempre presente en su Iglesia, sobre todo en la acción
litúrgica. Está presente en el sacrificio de la Misa, sea en la persona del ministro, “ofreciéndose ahora por
ministerio de los sacerdotes el mismo que entonces se ofreció en la cruz”, sea sobre todo bajo las especies
eucarísticas. Está presente con su fuerza en los Sacramentos, de modo que, cuando alguien bautiza, es
Cristo quien bautiza. Está presente en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es
El quien habla. Está presente, por último, cuando la Iglesia suplica y canta salmos, el mismo que
prometió: “Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos” (Mt.,
18,20). Realmente, en esta obra tan grande por la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres
santificados, Cristo asocia siempre consigo a su amadísima Esposa la Iglesia, que invoca a su Señor y por
El tributa culto al Padre Eterno.
Con razón, pues, se considera la Liturgia como el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo. En ella los
signos sensibles significan y, cada uno a su manera, realizan la santificación del hombre, y así el Cuerpo
Místico de Jesucristo, es decir, la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto público íntegro. En
consecuencia, toda celebración litúrgica, por ser obra de Cristo sacerdotes y de su Cuerpo, que es la
Iglesia, es acción sagrada por excelencia, cuya eficacia, con el mismo título y en el mismo grado, no la
iguala ninguna otra acción de la Iglesia.
Liturgia terrena y Liturgia celeste
En la Liturgia terrena preguntamos y tomamos parte en aquella Liturgia celestial, que se celebra en
la santa ciudad de Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos, y donde Cristo está sentado a la
diestra de Dios como ministro del santuario y del tabernáculo verdadero, cantamos al Señor el himno de
gloria con todo el ejército celestial; venerando la memoria de los santos esperamos tener parte con ellos y
gozar de su compañía; aguardamos al Salvador, Nuestro Señor Jesucristo, hasta que se manifieste El,
nuestra vida, y nosotros nos manifestamos también gloriosos con El.
La Liturgia no es la única actividad de la Iglesia
20
La sagrada Liturgia no agota toda la actividad de la Iglesia, pues para que los hombres puedan
llegar a la Liturgia es necesario que antes sean llamados a la fe y a la conversión: “¿Cómo invocarán a
Aquel en quien no han creído? ¿O cómo creerán en El sin haber oído de El? ¿Y como oirán si nadie les
predica? ¿Y cómo predicarán si no son enviados?” (Rom., 10,14-15). Por eso, a los no creyentes la Iglesia
proclama el mensaje de salvación para que todos los hombres conozcan al único Dios verdadero y a su
enviado Jesucristo, y se conviertan de sus caminos haciendo penitencia. Y a los creyentes les debe
predicar continuamente la fe y la penitencia, y debe prepararlos, además, para los Sacramentos,
enseñarles a cumplir todo cuanto mandó Cristo y estimularlos a toda clase de obras de caridad, piedad y
apostolado, para que se ponga de manifiesto que los fieles, sin ser de este mundo, son la luz del mundo y
dan gloria al Padre delante de los hombres.
Liturgia, cumbre y fuente de la vida eclesial
No obstante, la Liturgia es la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y al mismo tiempo la
fuente de donde mana toda su fuerza. Pues los trabajos apostólicos se ordenan a que, una vez hechos hijos
de Dios por la fe y el bautismo, todos se reúnan para alabar a Dios en medio de la Iglesia, participen en el
sacrificio y coman la cena del Señor. Por su parte, la Liturgia misma impulsa a los fieles a que, saciados
“con los sacramentos pascuales”, sean “concordes en la piedad”; ruega a Dios que “conserven en su vida
lo que recibieron en la fe”, y la renovación de la Alianza del Señor con los hombres en la Eucaristía
enciende y arrastra a los fieles a la apremiante caridad de Cristo. Por tanto, de la Liturgia, sobre todo de la
Eucaristía, mana hacia nosotros la gracia como de su fuente y se obtiene con la máxima eficacia aquella
santificación de los hombres en Cristo y aquella glorificación de Dios, a la cual las demás obras de la
Iglesia tienden como a su fin.
Fuente de santificación
La liturgia es, a la vez, fuente de santificación. Ella es un medio extraordinario para lograr la
conformación con el Señor Jesús, el Hijo de María, pues nos hace participar de manera más íntima de su
propia vida divina.
En efecto, la vida de Cristo se nos comunica por la liturgia “mediante el sacrificio y los
sacramentos, en torno a los cuales gira toda la vida de la Iglesia” (SC6), de manera especial la Eucaristía,
“Corazón y centro de la liturgia” (Pablo VI). A través de la liturgia, es el mismo Señor Jesús quien nos
habla, nos interpela, nos cuestiona; pues “cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es Él quien
habla” (SC 7). La oración de la Iglesia al Padre, por medio de la liturgia, es la misma oración de Cristo.
Todo el año litúrgico actualiza, hace presente, el misterio del Señor y su riqueza santificadora (SC 102).
Esta eficacia santificadora de la liturgia implica nuestra participación activa, consciente y
comprometida. En una participación así, las palabras y el corazón, lo exterior y lo interior, lo personal y
lo comunitario, no se encuentran separados, sino que caminan juntos en una íntima y armoniosa relación.
De esta forma, la liturgia se convierte en una excelente ocasión para educarnos en el silencio, la
reverencia, el recogimiento y la docilidad al Divino Plan.
Así pues, ambos aspectos, glorificación de Dios y santificación del hombre, convergen
armónicamente en la liturgia, formando una unidad inseparable, pues el Padre es glorificado en nuestra
santidad.
Liturgia y vida
La liturgia no se reduce a un mero conjunto de normas culturales. Ella es una función vital de toda
la Iglesia. La liturgia no solamente es la actividad propia de la Iglesia, cuya eficacia, por ser obra de
Cristo sacerdote y de su Cuerpo, no es igualada por ninguna otra acción (SC 7) sino “la cumbre a la cual
tiende la actividad de la Iglesia y, el mismo tiempo, la fuente de donde emana toda su fuerza” (SC 10).
Por esto, aquello que se realiza en la liturgia, no debe permanecer encerrado en los muros del
templo, sino que debe prolongarse a lo largo de toda nuestra existencia. Nada más ajeno a la vida cristiana
que un intimismo capillista desencarnado y estéril. Y más aún hoy en día, en que la secularización, la
apatía y la indiferencia religiosa aplastan a los hombres, en que el mundo paganizado y su cultura de
muerte constituyen un desafío permanente. Nuestra tarea evangelizadora aparece, pues, como una
exigencia y un reto cada vez más apremiantes. De ahí la importancia de alimentarnos de la liturgia, pues
ella es como enseñan nuestros Obispos de Puebla “el momento privilegiado de comunión y participación
para una evangelización que conduce a la liberación cristiana integral, auténtica” (DP 835).
21
Toda nuestra vida debe constituirse en un verdadero acto litúrgico. Debemos ser protagonistas,
junto con el Señor Jesús, de la construcción de la convivencia y las dinámicas humanas que reflejan el
misterio de Dios y Constituyen su gloria viviente (Puebla, 213).
Necesidad de las disposiciones personales
Mas, para asegurar esta plena eficacia es necesario que los fieles se acerquen a la sagrada Liturgia
con recta disposición de ánimo, pongan su alma en consonancia con su voz y colaboren con la gracia
divina, para no recibirla en vano. Por esta razón, los pastores de almas deben vigilar para que en la acción
litúrgica no sólo se observen las leyes relativas a la celebración válida y lícita, sino también para que los
fieles participen en ella consciente, activa y fructuosamente.
CAPÍTULO CUARTO
Relación entre liturgia evangelización, pastoral, catequesis y piedad popular
1. Liturgia y evangelización
2. Liturgia y acción pastoral
3. Liturgia y catequesis
4. Liturgia y piedad popular
La liturgia “no agota toda la actividad de la Iglesia” (SC 9), puesto que presupone la predicación y
la fe y exige que todas las dimensiones de la vida cristiana (personal, familiar, profesional y social) estén
penetradas e informadas por el espíritu de Cristo. Así mismo, tampoco “abarca toda la vida espiritual”
(SC 10), pues ésta exige —además de la vivencia de los sacramentos y de la oración litúrgica— una
oración y mortificación constante, una ininterrumpida acción apostólica y la práctica abnegada de todas
las virtudes teologales y morales.
La prioridad ontológica de la liturgia sobre los demás ministerios y actividades eclesiales no
comporta oposición, sino complementariedad jerarquizada con ellas; o, si se prefiere, la liturgia no
excluye ni lleva una vida independiente de la evangelización, catequesis, pastoral y piedad popular; al
contrario, se interrelaciona y complementa con ellas. Veamos el alcance, los límites y las implicaciones
de este principio.
1. LITURGIA Y EVANGELIZACIÓN1
La liturgia no la inventamos nosotros. Está ahí. Pertenece a la vida de la iglesia. Es, ante todo,
acción de Cristo y, simultáneamente, acción del pueblo de Dios. Es como es. Sirve para lo que sirve. A
nosotros, a todos, nos toca respetar su naturaleza. “Las acciones litúrgicas no son acciones privadas, sino
celebraciones de la iglesia, que es ‘sacramento de unidad’, es decir, pueblo santo congregado y ordenado
bajo la dirección de los obispos. Por eso pertenecen a todo el cuerpo de la iglesia, lo manifiestan y lo
implican” (SC 26).
“La liturgia, ¿debe evangelizar como finalidad principal?”, la respuesta habrá de ser negativa. La
evangelización no es la finalidad principal de la liturgia. Por el contrario, debe precederla, en parte al
menos, cronológicamente, “pues para que los hombres puedan llegar a la liturgia es necesario que antes
sean llamados a la fe y a la conversión” (SC 9).
LÓPEZ MARTÍN, En el espíritu y la verdad. Salamanca 1994, pp. 335-, capítulo titulado “Nueva evangelización y liturgia», se ofrece una
bibliografía amplia y actual.
1
Por consiguiente, todo esfuerzo que tienda a manipular o instrumentalizar las celebraciones
litúrgicas a costa de su finalidad principal, el culto gratuito de Dios, subordinando éste a otra finalidad
cualquiera, aunque sea la de evangelizar, debe considerarse una infidelidad y un fracaso. Toda
celebración litúrgica, y en primer lugar la eucaristía, es y debe ser el momento cumbre de nuestra
adoración gratuita, en respuesta a la suprema gratuidad de la vocación cristiana, de la redención, del amor
de Dios.
22
Por consiguiente, la liturgia no tiene como finalidad última la evangelización (cfr. SC 33); por lo
que sería incorrecto subordinar el culto divino a la evangelización, por noble que sea esta tarea eclesial.
Toda celebración litúrgica, especialmente la eucarística, es y debe ser el momento culminante de nuestra
adoración gratuita a Dios, en respuesta a la también gratuita llamada que Él nos ha hecho en Cristo para
ser hijos suyos mediante el Bautismo.
Ahora bien, sentado este principio es preciso añadir que la liturgia contiene en sí misma una notable
fuerza evangelizadora, tanto para el primer anuncio de Cristo muerto y resucitado (kérigma), como para la
educación de la fe ya poseída, al menos en forma embrionaria. Baste pensar, por ejemplo, en las
implicaciones de las lecturas, la homilía, los salmos, las preces y los cantos de cara al anuncio de la
persona de Jesús y su aceptación como Salvador; e incluso en toda la liturgia, que es no sólo anuncio, sino
anuncio y realización de la obra redentora (cfr. SC 6), ni sólo invitación, sino invitación y acción divina
transformante si no se pone obstáculo.
Esta acción evangelizadora se realiza tanto en los que participan ejercitando su fe, como en los que
asisten como extraños y mudos espectadores o incluso en los no creyentes; pues si la liturgia se celebra
con autenticidad, verdad y piedad, produce en muchos casos un impacto evangelizador mucho más fuerte
y eficaz que cualquier predicación directa e inmediatamente evangelizadora. Esta realidad interpela a la
pastoral litúrgica, que debe lograr que toda celebración se convierta en signo transparente del misterio que
celebra: que las lecturas estén bien seleccionadas y proclamadas; que la homilía tenga en cuenta las
diversas situaciones de los presentes; que las moniciones sean verdaderamente tales; que los cantos
destaquen por la belleza musical, la calidad de la letra y la ejecución; que los ministros realicen su
cometido con perfección humana y sentido litúrgico; que los fieles participen activa, consciente y
piadosamente; y que el celebrante sea signo vivo de Cristo, liturgo y pastor, y del misterio que está
celebrando. Todo esto exige oración, estudio y preparación, tanto de los ministros como de los fieles.
Esto supuesto, es imprescindible que cada una de las acciones de que consta la celebración se lleve a
cabo con la máxima autenticidad: en lo que la liturgia tiene de representación y en lo que tiene de signo
manifestativo y expresión de una vida. Así, la lectura bíblica deberá ser una verdadera proclamación, que
haga resonar aquí y ahora, ante un pueblo que la escucha en silencio y recogimiento, la palabra inspirada.
Para lo cual no son, en modo alguno, indiferentes las cualidades naturales y la preparación del lector. No
sólo hace falta que domine la difícil técnica de leer en público y ante un determinado auditorio, sino
además se requiere que esté iniciado en los diversos géneros literarios bíblicos, a fin de que sepa
acomodar su expresión oral al texto que tiene ante los ojos. Así también la homilía deberá tener en cuenta
la doble fidelidad, a saber: a la palabra de Dios en el marco de la celebración, y a la situación concreta
cultural, espiritual y problemática de la asamblea. Así, por último, las intervenciones del pueblo deberán
estar aseguradas en toda su fuerza expresiva de participación consciente al menos por un núcleo de
cristianos más comprometidos, que den así testimonio de su fe y contribuyan a que prenda o se despierte
en los demás.
Y, por encima de todo, es imprescindible que el presidente de la asamblea sea signo viviente y
personal de Cristo, Buen Pastor, que cuide de sus ovejas dóciles y que vaya detrás de las rebeldes y
extraviadas con un auténtico amor que no dude ante el sacrificio por ellas. Él es, sobre todo, el que ha de
ejercitar la doble fidelidad, por un lado, a la naturaleza de la liturgia, a sus reglas de juego, tal y como han
sido concretadas por la iglesia jerárquica y, por otro, a la comunidad que preside, más o menos
heterogénea, haciendo uso inteligente de las mil maneras de flexibilidad y acomodación que hoy están a
su alcance, y que no pocas veces desconoce, o de las que prescinde por mayor comodidad. Quien sepa
asegurar, a través de sus palabras y gestos, la presencia de Cristo, Buen Pastor, en medio de los suyos,
habrá asegurado a la celebración litúrgica que preside su impacto evangelizador lo mismo para los
cercanos que para los alejados.
Nada serio se logra por medio de la improvisación. La preparación de las celebraciones se impone
en un doble nivel: en el de la oración y el estudio, personal y comunitario, por un lado, y por otro, en el de
la realización inmediata; verdaderos ensayos de los ministros e incluso del pueblo, no sólo en lo que se
refiere a los cantos, sino también en cuanto tiene que ver con los gestos, con el modo de intervenir en las
aclamaciones, etc. Las celebraciones extraordinarias según el ciclo litúrgico, principalmente las de
semana santa, así como de algunos sacramentos celebrados con especial solemnidad, pueden ser
magníficas ocasiones para tales formas de preparación interior y exterior.
23
Pero, además, una vez que la celebración ha tenido lugar, es sumamente conveniente que se someta
a una cierta revisión crítica. Los mismos fieles más iniciados pueden aportar valiosísimas sugerencias a
este respecto. Y, desde luego, la revisión no habrá de contentarse con el nivel de representación de la
acción litúrgica, sino que se deberá extender su eficacia santificadora al nivel de la vida cristiana. De esta
forma evitaremos el escollo de complacernos, quizá, en unas celebraciones esteticistas pero estériles, e
insistiremos humildemente no ya en la ‘utilidad’ de la liturgia, sino en su autenticidad y verdad, que es
como ella contribuye a la evangelización.
Nuestros pueblos están cada día más necesitados de una espiritualidad que les permita ser mejores
creyentes desde su realidad y que esa experiencia viva de encuentro los haga ser misioneros.
“Encontramos a Jesucristo, de modo admirable, en la Sagrada Liturgia. Al vivirla, celebrando el misterio
pascual, los discípulos de Cristo penetran más en los misterios del Reino y expresan de modo sacramental
su vocación de discípulos y misioneros.” (DA 250).
2. LITURGIA Y CATEQUESIS
Los numerales 1071-1075 del Catecismo de la Iglesia Católica se ocupan de la sagrada liturgia
como fuente de vida y su relación con la oración y la catequesis. La liturgia es también participación en la
oración de Cristo, dirigida al Padre en el Espíritu Santo. En ella toda oración cristiana encuentra su fuente
y su término”. (CIC, 1073). La liturgia es, por lo tanto, fuente de oración.
La Iglesia desea ardientemente que se lleve a todos los fieles cristianos a aquella participación
plena, consciente y activa que exige la naturaleza de la liturgia misma y la dignidad de su sacerdocio
bautismal (Cfr. SC 14). Para ello, la catequesis, además de propiciar el conocimiento del significado de la
liturgia y de los sacramentos, ha de educar a los discípulos de Jesucristo “para la oración, la acción de
gracias, la penitencia, la plegaria confiada, el sentido comunitario, la captación recta del significado de los
símbolos...” (DCG (1971) 25b); ya que todo ello es necesario para que exista una verdadera vida litúrgica.
Esto implica que los textos, signos, ritos, gestos, y los elementos ornamentales de la liturgia deben
ser de tal modo, que transmitan realmente el Misterio que significan y puedan, por lo tanto, ser explicados
de modo útil en la catequesis mistagógica. Por tanto, la finalidad última de la liturgia no es enseñar la fe,
sino celebrarla, es decir: alabar, glorificar, adorar, dar gracias a Dios, realizar el culto divino.
Sin embargo, la liturgia tiene un marcado carácter didascálico. Más aún, es la gran didascalía de la
Iglesia, debido a sus contenidos, lenguaje, clima en que se desarrolla, y naturaleza de la misma
celebración (cfr. CEC 1074-1075).
En cuanto a los contenidos, es preciso mencionar, ante todo, las lecturas de la Palabra de Dios —que
se proclaman en la celebración del oficio divino, de la Eucaristía y de los demás sacramentos— y los
salmos. Además, las profesiones de fe, la eucología, las plegarias eucarísticas tan ricas y variadas, sobre
todo en los prefacios—, los himnos y los cánticos. Tomados en su globalidad, los contenidos atestiguan
que la liturgia es la celebración de la misma fe que profesamos el Símbolo.
Por otra parte, el lenguaje litúrgico tiene una especial fuerza catequética, pues interpela a la
inteligencia, voluntad, sensibilidad y corporeidad, es decir: al hombre integral. Además, es muy variado y
ordenado, puesto que conjuga sabiamente los diversos géneros literarios: la enseñanza directa, el silencio
meditativo, el canto lírico, las aclamaciones, la oración..., sin olvidar el lenguaje de los símbolos, gracias
al cual “hablan “las cosas, los gestos, las posturas corporales, el color, el movimiento..., y los hacen
comprensibles incluso a los menos cultivados.
Otro elemento didascálico de la liturgia es ‘el clima’ en que se desarrolla. La liturgia, en efecto, no
es un discurso, hablado o escrito, sobre los misterios de la fe, sino la celebración de esos misterios con la
participación activa y consciente de todos. En ese clima, oracional y participativo, los contenidos de la fe
se asimilan como por connaturalidad y, por ello, con una facilidad y eficacia singulares. Este “clima “se
identifica, de alguna manera, con la celebración misma, que constituye, probablemente, el elemento
didascálico más importante, cuanto catequesis en acto del misterio de Cristo. De este modo, al celebrar a
lo largo del año litúrgico las diversas etapas que jalonan ese misterio, recorremos con Cristo su itinerario
de muerte y resurrección, humillación y exaltación, y alcanzamos una experiencia vital de Él, que no por
sacramental deja de ser verdadera e intensa.
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“La liturgia es la cumbre a la que tiende la acción de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de
donde mana toda su fuerza” (SC 10). Por tanto, es el lugar privilegiado de la catequesis del Pueblo de
Dios. “La catequesis está intrínsecamente unida a toda la acción litúrgica y sacramental, porque es en los
sacramentos, y sobre todo en la Eucaristía, donde Jesucristo actúa en plenitud para la transformación de
los hombres” (CEC 1074, CT 23).
Las relaciones entre la pastoral litúrgica y la catequesis son ciertamente muy importantes, hasta el
punto que se condicionan mutuamente. Una y otra han de trabajar juntas especialmente en la preparación
de los sacramentos, donde ha de jugar un papel decisivo la catequesis propiamente litúrgica. Pero en
modo alguno la celebración ha de invadir los fines ni los medios de la catequesis. El gran modelo tanto
para la catequesis como para la liturgia es la Iniciación cristiana, sobre todo como era realizada en los
primeros siglos de la Iglesia.
Por consiguiente, sólo una comunidad auténtica, que sepa dar testimonio de la propia fe,
celebrándola con convicción gozosa en la liturgia y manifestándola con coherencia y valentía en las
opciones concretas de la vida diaria, puede hacer labor eficaz de catequesis y crear condiciones idóneas
para que se manifiesten los diferentes carismas y, en particular, para que florezcan vocaciones
eclesiásticas y religiosas de las que depende de modo especial el futuro de la Iglesia.
3. LITURGIA Y ACCIÓN PASTORAL
La misión de la Iglesia, continuación de la misión de Cristo (cf. Jn 20,21; Hch 1,8), brota de su
misma esencia de signo de la comunión con Dios y de la unidad del género humano (cf. LG 1):
"Predicando el evangelio, mueve a los oyentes a la fe y a la confesión de la fe, los dispone para el
bautismo, los arranca de la servidumbre del error y de la idolatría y los incorpora a Cristo, para que
crezcan hasta la plenitud por la caridad hacia él" (LG 17; cf. SC 6).
En esta cita se aprecian las tres funciones características de la misión de la Iglesia: predicar el
evangelio (pastoral de la Palabra), bautizar e incorporar a Cristo (pastoral de los sacramentos) y practicar
la caridad (pastoral del servicio). Esta división de la acción pastoral, basada en el triple oficio de Cristo
profeta, sacerdote y rey, corresponde también a la distinción de las funciones del ministerio ordenado en
el obispo, los presbíteros y los diáconos: el “munus docendi” o función de enseñar en toda su amplitud, el
"munus sanctificandi" o función santificadora, y el "munus regendi" o función de regir al Pueblo de Dios
(cf. LG 25-27; CCE 888-896). También los laicos participan del ministerio profético, sacerdotal y real de
Cristo, cumpliendo la parte que les corresponde en la misión de toda la Iglesia (cf. LG 33-35; AA 2-4;
CCE 901 ss.). Por tanto, toda la actividad eclesial es acción pastoral.
Ahora bien, cabe preguntarse si entre liturgia y pastoral existe alguna relación y, en caso afirmativo,
cuál es la importancia de la incidencia que la liturgia ejerce sobre la pastoral eclesial.
No parece difícil admitir que la Palabra de Dios sea un elemento esencial para la edificación del
Pueblo de Dios. Ahora bien, esa Palabra de Dios nunca lo es de forma tan radical como cuando se
proclama en el ámbito de la comunidad cultual, especialmente en la Eucaristía, pues sólo entonces puede
afirmarse con entera propiedad que Dios habla a su Pueblo y Cristo anuncia su evangelio (cfr. SC 7).
En es marco dialógico, Dios no deja de recordar a la Iglesia su condición de Pueblo de la Nueva
Alianza y su dignidad, la ley del amor y la fidelidad por la que se debe regir, el fin hacia el que se
encamina, su misión respecto al hombre y a las realidades temporales, el sentido de la vida, de la historia
humana, del dolor, de la muerte... La Iglesia, acogiendo con docilidad y fidelidad la Palabra que Dios le
va comunicando en permanente “hoy», va creciendo ab intra y ad extra, convirtiéndose en sacramento
universal de salvación y en morada salvífica de todos los pueblos, razas y culturas. Por tanto, la liturgia
incide de forma muy positiva e importante en la acción pastoral.
25
La pastoral de la Palabra es necesaria “para que los hombres puedan llegar a la liturgia... llamados a
la conversión y a la fe” (SC 9). Y la liturgia misma "impulsa a los fieles a que, asociados con los
sacramentos pascuales sean concordes en la piedad, ruega a Dios que conserven en su vida lo que
recibieron en la fe, y la renovación de la alianza del Señor con los hombres en la eucaristía enciende y
arrastra a los fieles a la apremiante caridad de Cristo" (SC 10). De la celebración litúrgica brota también
la misión y las exigencias del testimonio y del apostolado: "Vayan y anuncien... lo que han visto y oído"
(Lc 7,22). Por otra parte, la pastoral litúrgica ha de tener en cuenta que la liturgia es "cumbre a la cual
tiende la actividad de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde dimana toda su fuerza" (SC 10; cf.
LG 11). Pero, al mismo tiempo, ha de estar orientada a la formación de una auténtica comunidad cristiana
(cf. PO 6).
En consecuencia no se deben enfrentar ya evangelización y sacramentos, ni liturgia y catequesis, ni
acción social y culto cristiano, porque el cuerpo es uno solo, aunque tiene diversidad de servicios,
funciones y ministerios (cf. 1 Cor 12,4-6; Ef 4,1-12).
Esta importancia se advierte con especial claridad si se considera la Iglesia como misterio de
comunión. Al ser este misterio participación y reflejo de la vida intratrinitaria, se realiza y acrecienta en la
medida en que la Iglesia vive de y para la unidad y la caridad, tanto de los fieles entre sí como de los
pastores y de las diversas iglesias locales. La Eucaristía es el momento culminante de este
acontecimiento, pues es por naturaleza sacramento de unidad y vínculo de caridad (cfr. SC 48; P0 6).
Teniendo en cuenta el puesto que corresponde a la pastoral litúrgica en el conjunto de la misión de
la Iglesia, se pueden advertir algunas características propias:
a) La pastoral litúrgica no es directamente misionera, aunque ha de tener una gran preocupación
evangelizadora. “…la evangelización no se agota con la predicación y la enseñanza de una doctrina... La
evangelización despliega toda su riqueza cuando realiza la unión más íntima, o mejor, una
intercomunicación jamás interrumpida, entre la Palabra y los sacramentos” (EN 47).
La pastoral litúrgica ha de procurar la transformación interior del hombre y de la vida a la luz del
evangelio (cf. EN 17-18), llamando a los creyentes, hacia los que se dirige preferentemente, a la
conversión, a la fe y a la coherencia de vida (cf. SC 9; 59). Este aspecto es tanto más necesario cuanto
más pluralista es la sociedad, pues a las celebraciones litúrgicas asisten creyentes de muy diverso grado
de fe, y no es raro que asistan también no creyentes.
b) Por otra parte, teniendo en cuenta que la celebración litúrgica desarrolla una esencial y eficaz
pedagogía del misterio cristiano, la pastoral litúrgica ha de prestar también una gran atención a las
instancias del desarrollo de la fe y, en definitiva, de la formación integral del ser cristiano. En este
sentido se podría hablar de dimensión catequética de la pastoral litúrgica, pero sin que se produzca una
confusión entre la catequesis y la celebración. A veces se ha dicho que la celebración es una forma de
catequesis en acto, y de lugar de educación en la fe. Esto es cierto solamente en parte, porque la liturgia es
siempre expresión de la fe de la Iglesia según el célebre adagio "lex orandi-lex credendi", y porque posee
una gran fuerza ilustrativa y transmisora de los misterios que se celebran -se ha dicho que la liturgia es el
órgano más amplio del magisterio de la Iglesia y su más eficaz didascalía-.
La pastoral litúrgica ha de mirar también a la formación integral del creyente para que llegue a la
condición de adulto en Cristo (cf. Ef 4,13; Col 1,9), pero siempre de acuerdo con la condición propia de la
liturgia, es decir, según las leyes propias de ésta, lo que se conoce como la "mistagogia del misterio". La
mistagogia se produce en el interior de la celebración por medio de los signos y símbolos, de los ritos, de
la lectura de la Palabra de Dios, de la homilía, de las oraciones y de los cantos, etc.
c) El objetivo inmediato de la pastoral litúrgica es la participación de los fieles. Por eso la pastoral
litúrgica ha de procurar instruir, educar y conducir progresivamente y por todos los medios a los fieles
hacia esa participación consciente, activa y fructuosa a la que tienen derecho en virtud de su bautismo (cf.
SC 14). Ahora bien, cuando el Vaticano II habló de la participación de los fieles, añadía siempre unos
calificativos a esta participación. Decía que había de ser plena, consciente, activa y fructuosa, interna y
externa, adaptada a la condición de los fieles, ordenada, etc.
26
Esto quiere decir que la participación de los fieles ha de ser real, no meramente interior sino
expresiva, pero tampoco únicamente activa por fuera, de manera que los que toman parte en una
celebración no sean extraños y mudos espectadores sino actores que se unen a la acción sagrada
juntamente con el ministro (cf. SC 48). Se trata, por tanto, de guiar a toda la asamblea litúrgica hacia la
participación plena mediante la oración y el canto, la contemplación y el gesto, la escucha silenciosa y el
movimiento, más que de organizar la liturgia misma solamente en función de la participación activa,
obedeciendo a un afán de cambiar las estructuras celebrativas a fin de hacer intervenir continuamente a
todos los participantes y lograr un determinado efecto a partir de la actividad externa. El concepto de
participación activa significa que la liturgia es, por su propia esencia, acción comunitaria, pero no que
tenga que ser esbozada de nuevo. La participación activa reclama la interiorización de la acción litúrgica
en todos cuantos toman parte en ella.
La atención a la participación plena requiere por tanto un equilibrio difícil de aspectos, porque hoy
acechan a la liturgia algunos riesgos que pueden desnaturalizar las celebraciones. Uno es el de poner la
celebración al servicio de la transmisión de ideas y de actitudes de comportamiento, no sólo morales sino
también propias de la presencia de los laicos en el campo de las realidades temporales. Otro es el de caer
en nuevas formas de individualismo devocionalista, con el pretexto de acoger las instancias legítimas de
la religiosidad.
No se puede olvidar tampoco otro riesgo, el de procurar el esteticismo formal o una equivocada
concepción de la belleza de la celebración, bajo el pretexto de la inculturación o de las exigencias que
imponen a veces los medios de comunicación audiovisuales. En otro tiempo pudo ser el ceremonial
barroco y la música teatral, hoy puede ser la incorporación de elementos ajenos a la liturgia, como el
folclore o la música profana, popular o moderna. La liturgia sólo puede tener como objeto de la
celebración el misterio de Cristo y su obra de salvación. Una comunidad que no celebra este
acontecimiento, se celebra a sí misma y profana de alguna manera la liturgia.
d) La pastoral litúrgica ha de dirigirse a todos los fieles, no solamente a un grupo más o menos
selecto, pues la participación en la liturgia tampoco es fin en sí misma, sino un medio para hacer
realidad el carácter eclesial de las acciones litúrgicas, carácter que está necesariamente unido a la
primacía de las celebraciones comunitarias en igualdad de circunstancias (cf. SC 26-27). La pastoral
litúrgica es un saber hacer, un arte de conducir a los fieles hacia la vivencia más profunda del misterio de
salvación. Esto requiere conocimiento doctrinal y experiencia vital de la liturgia, sin desdeñar la
aportación de algunas ciencias humanas como la psicología, la semiología, la lingüística, la estética, etc.
4. LITURGIA Y PIEDAD POPULAR
El Concilio Vaticano II se ocupó de la piedad popular (cfr. SC 13), como ya antes lo habían hecho
otros documentos, entre los que destaca la Encíclica Mediator Dei. Ahora bien, ha sido durante el período
posconciliar cuando este tema ha obtenido una atención especial por parte del Magisterio universal y
particular de la Iglesia17, debido, sobre todo, a sus posibilidades como expresión y medio eficacísimo de
evangelización. En esta perspectiva pastoral se ha profundizado en la naturaleza de la piedad popular y en
sus relaciones con la liturgia.
¿Qué se entiende por “piedad popular»? Recurriendo a una definición descriptiva puede
considerarse como tal “el modo peculiar que tiene el pueblo, es decir, la gente sencilla, de vivir y expresar
su relación con Dios, con la Santísima Virgen y con los Santos». Sus manifestaciones, contenidos,
actitudes y expectativas giran en torno a estos cuatro ejes: personas (Dios Padre, Jesucristo, María, los
ángeles y los santos), tiempos (ciertas fiestas señaladas del año litúrgico y del calendario popular), lugares
(santuarios, iglesias, ermitas, cementerios...) y objetos sagrados (imágenes, reliquias, estampas y
cualquier otro signo o símbolo de devoción).
La religiosidad popular es ambivalente, pues contiene, junto a notables valores humanos y
evangélicos, limitaciones y riesgos. Entre los primeros se pueden mencionar: una actitud marcadamente
receptiva del mensaje evangélico —cuando es debidamente presentado—, la experiencia viva del
sufrimiento, la capacidad de solidaridad con el dolor y la muerte de los demás, el amor a las tradiciones,
la actitud agradecida ante los favores recibidos, un gran apego a ciertas advocaciones de Cristo y de la
Virgen, así como a los santos, y la valoración positiva de los sacramentos y sacramentales. Entre los
aspectos negativos se podrían señalar: la carencia de una adecuada formación religiosa, algunas
deformaciones de la fe, la prevalencia de lo individual sobre lo comunitario, una deficiencia de
contenidos para un compromiso cristiano integral y el privilegiar lo sociocultural sobre lo eclesial. “Se
necesita un discernimiento pastoral para sostener y apoyar la religiosidad popular y, llegado el caso, para
purificar y rectificar el sentido religioso que subyace en estas devociones y para hacerlas progresar en el
conocimiento de Cristo”(CEC 1676&1).
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Respecto a las relaciones entre piedad popular y liturgia, es constatable que en no pocas ocasiones
los actos del pueblo fiel son expansión de los mismos misterios celebrados en la liturgia 2; mientras que
otras veces versan sobre aspectos complementarios de los mismos y, en ocasiones, interiorizan y
personalizan más algunos misterios, como la meditación de la Palabra de Dios, las ofrendas y ciertas
prácticas penitenciales3. Según esto, la liturgia y la piedad popular deben mantener su propia identidad,
pero enriquecerse mutuamente.
Las aportaciones de la liturgia a la piedad popular son, entre otras: la conciencia de la presencia del
Señor en su Iglesia, especialmente en la acción litúrgica; la primacía de la Palabra de Dios en todas las
celebraciones, como alimento de la fe y de las demás actitudes cultuales; la asistencia constante del
Espíritu Santo en la confesión de la fe y en la plegaria; la exigencia permanente de la conversión, tanto en
su dimensión más profunda como en el cambio de conducta; el sentido objetivo de la plegaria litúrgica
como expresión de la lex credendi; la eficacia santificadora de los sacramentos y sacramentales en los
momentos más importantes de la existencia humana; el ritmo espiritual del año litúrgico como ideal para
la vida espiritual de todos los fieles, siguiendo la progresiva contemplación y asimilación de los diversos
misterios de Cristo y de María; la incorporación de las peculiaridades de la espiritualidad litúrgica, que es
bíblica, cristológica, eclesial, sacramental, mistagógica, misionera, educadora de la fe; y la destinación y
valoración universal de la liturgia, que no está orientada a un grupo de fieles, sino al entero Pueblo de
Dios4.
Por su parte, la liturgia debe tener en cuenta que la piedad popular suele esconder una auténtica fe
cristiana y posee las actitudes que requiere la liturgia como expresión del culto al Padre en Espíritu y verdad; contribuye, a su modo, a educar la fe y la piedad del pueblo sencillo y lo introduce en los misterios
que se celebran, lo cual es una forma, aunque imperfecta, de mistagogia; ofrece a la liturgia devoción,
afectividad, sentido de lo sagrado...; facilita un clima adecuado para la verdadera participación en las
celebraciones; busca una salvación integral del alma y del cuerpo, y reviste el mensaje de la salvación de
poesía, costumbres tradicionales, imágenes, que lo hacen con frecuencia más concreto y comprensible;
está muy cerca de los ciclos naturales y humanos, coincidiendo con la liturgia en el ritmo festivo y
cronológico de tiempos, fiestas, momentos del día...; y ha potenciado el arte y la música religiosa de los
pueblos, constituyendo un verdadero fermento para adaptar la liturgia a las diversas culturas. Sus
manifestaciones, debidamente evangelizadas y orientadas hacia la liturgia, pueden obtener un espacio
legítimo en el culto cristiano5.
En este núcleo contemplativo se encuentra y dialoga lo litúrgico sacramental y el fervor popular.
Esto demanda un actuar pastoral que comprenda la profundidad de esta relación, y pueda animar el
desarrollo de los nexos adecuados de encuentro. Se vislumbra la necesidad de seguir caminando en la
liturgia por su inculturación, y en la Piedad Popular en la conciencia de su riqueza y misión.
Las diversas manifestaciones de la Piedad Popular se han ido construyendo desde la concepción de
lo simbólico y ritual, generando de esta forma la tradición popular, que en la estructura de una necesaria
repetición rígida de algunos cánones, permite la transmisión generacional de un ritual que proporciona
identidad religiosa y cultural patrimonial.
2
Baste pensar, por ejemplo, en la importancia que tienen en esta piedad las celebraciones d Bautismo, primera Comunión, Matrimonio,
Unción de los enfermos. Viático y muerte; así como no pocas solemnidades, fiestas y “fechas “señaladas del año litúrgico: Navidad,
Epifanía, Jueves y Viernes Santos, Ascensión, Corpus Christi y tantas otras de la Virgen y de los santos.
3 Sobre estos aspectos, cfr. Comisión Episcopal de Liturgia, Evangelización y renovación de la piedad popular, o.c, nn. 18-24.
4 Cfr. SECRETARIADO NACIONAL DE LITURGIA, Liturgia y piedad popular. Directorio Litúrgico-pastoral, Madrid 1989, n. 12. En la
segunda parte propone la revitalización de la piedad popular según las orientaciones indicadas, poniendo particular interés en la celebración
de los sacramentos y sacramentales, el culto eucarístico fuera de la misa, el culto mariano, el culto de los santos, las fiestas Populares, el
recuerdo y la oración por los difuntos, las peregrinaciones y santuarios, cofradías y Glaciaciones. En cada uno de estos apartados se aportan
unos criterios de tipo doctrinal y unas aplicaciones prácticas.
5 SECRETARIADO NACIONAL DE LITURGIA, Liturgia y piedad popular, o.c, n. 13.
Haciendo una aproximación a los elementos de estructuras simbólicas rituales comunes, dadas por
el arquetipo humano, se pueden percibir algunas manifestaciones muy propias de la Piedad Popular y que
son compartidas por la totalidad de los pueblos latinoamericanos.
28
El Santuario, constituye la memoria viva y profética de Dios. Es el espacio sagrado donde el
peregrino hace la experiencia del encuentro con el Dios que lo acoge y lo escucha. Es el lugar más propio
para el desarrollo de la mística y contemplación popular. El guarda la experiencia de la fe de un pueblo
que no pierde la identidad personal ni comunitaria; constituyendo en cada momento, festivo o cotidiano,
un arca que va guardando la memoria de un pueblo que se reconoce en la expresión de su fe, y que se
vuelve en el santuario y en el templo patronal de su comarca, consciente de su memoria histórica. Así, el
templo es ícono de la identidad de un pueblo creyente como la memoria viva de su fe, pero a la vez es
memoria viva de la historia de los brazos alzados al cielo de un pueblo que los ha levantado en la angustia
de una enfermedad, en la alegría de una nacimiento, en la tristeza por una muerte; y en tantos momentos
de la diaria lucha por vivir con esperanza. El santuario es un grito profético de la presencia salvadora de
Dios en las situaciones más adversas e injustas que hoy se viven.
La peregrinación, como hemos expresado, es el signo del paso reverencial que convierte a la
persona en peregrino, vuelve consciente la fe y la invita a expresarla. La permanencia del peregrino en el
lugar sagrado lo hace permeable y disponible a la recepción del don de lo sagrado. Esta apertura a Dios lo
lleva a experimentar momentos de profundo diálogo con él en el ejercicio de las diversas expresiones del
santuario. Así por ejemplo, en los santuarios donde se realizan danzas religiosas, el peregrino danzante a
través de su baile religioso y vestimentas rituales “conversa” con el Señor, la Virgen y el Santo patrono,
llegando a tomar decisiones que marcan la vida.
El rito festivo es el núcleo que permite la armonía de los ritos sagrados. La fiesta constituye un
espacio y tiempo que rompe con lo ordinario para llevar a lo extraordinario. De hecho, en la fiesta
religiosa el tiempo es marcado por el ritual sagrado, provocando un desarrollo de los días de manera
distinta. Rompe la rutina, y produce el anhelo de “eternidad” deseando que nunca termine; pues allí se
experimenta la “superabundancia” de la presencia del misterio de Dios y del gozo humano: La comida,
los bienes, las ofrendas, el color, la música; incluso el comercio y el orden organizativo, expresan esta
gran riqueza.
El canto, la vestimenta y la danza, también son manifestaciones muy propias de la Piedad Popular.
En ellas se expresa el anhelo del vínculo y diálogo con Dios. Recoge el hondo sentimiento de la expresión
de la fe, en la confianza y entrega.
La ofrenda es el modo más querido y buscado en la Piedad Popular. Posee formas muy variadas:
una vela encendida, la peregrinación, la promesa de la danza y de ir a santuario, los bienes materiales
propios, algunos actos ascéticos, etc. La ofrenda tiene un carácter sacrificial: se hace sagrado algo que
podría haber sido común, permitiendo que actos, gestos, situaciones de vida, alcancen una nueva
dimensión en lo extraordinario, implicando la santidad, pues se vincula a la misma presencia de Dios y en
diálogo con él. Este muy profundo acto de Piedad Popular introduce a los sencillos en una auténtica
espiritualidad de configuración con Cristo, y da un horizonte de sentido a la vida corriente, librándola de
la rutina, al colocarla en contacto permanente con Dios.
Otra de las expresiones vividas en la Piedad Popular es la fraternidad, que en la medida que se hace
la experiencia de encuentro con el Señor de la vida, el corazón se convierte y comprende con admirable
sencillez y generosidad que el otro es hermano, que no puede ser un anónimo, especialmente si sufre
necesidad. En la experiencia de la fiesta religiosa, la “superabundancia” deja tantas veces expresada la
sobreabundancia de la Gracias y presencia de Dios en un sinnúmero de costumbres gratuitas y fraternas:
el saludo y la cooperación entre todos, mayor capacidad de acogida y tolerancia, banquetes rituales
comunes y masivos, danzas colectivas, regalos de recuerdos de la fiesta, trabajos de servicios diversos a
los peregrinos. Sobretodo, en la fiesta religiosa, surge una necesidad muy grande por vivir en la
conciencia de compartir la fe y los bienes, pues así se afianza el sentido de la fraternidad al descubrirnos
hijos de Dios; y hermanos en la maternidad eclesial de la Virgen María.33 La conciencia de la fraternidad
en la Piedad Popular se abre a dimensiones sociales: barrios, pueblos, clubes, sindicatos, etc. En tales
organizaciones, muchas veces se experimenta el compromiso común por causas solidarias. La misma
experiencia de sufrimiento y precariedad, promueve gestos de auténtica fraternidad cristiana.
Ligado a lo anterior, la familiaridad es también una hermosa expresión que se ve fortalecida por la
Piedad Popular. La peregrinación, la ofrenda, el ritual, etc. vivido en familia fortalece el vínculo y la
conciencia de ser todos mutuamente responsables; y se invita con un gran deseo a que Dios sea presencia
en la vida familiar. Se presentan y ofrendan a los niños, se pide la bendición para el matrimonio, para los
más ancianos, los jóvenes, llegan buscando la bendición grupos familiares. En esto, la Virgen María,
como madre reúne en su amor a los hijos, y los invita a la convivencia fraterna. Son muchas las familias
que, dispersas por el ritmo de la ciudad, la migración y el trabajo, encuentran en los días de la fiesta
religiosa, el espacio de encuentro entre ellos, como también con otras familias, fortaleciéndose el sentido
de vínculos, pertenencia y corresponsabilidad.
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CAPÍTULO QUINTO
EL DERECHO LITÚRGICO
1. Formación del derecho litúrgico
2. El derecho litúrgico actual
1. FORMACIÓN DEL DERECHO LITÚRGICO
“Las celebraciones litúrgicas no son acciones privadas, sino celebraciones de la Iglesia” (SC 26),
pueblo de Dios jerárquicamente organizado y dirigido por el Romano Pontífice y los demás obispos. No
Pueden, por tanto, dejarse a la libre iniciativa de los individuos y comunidades, sino que han de ser
ordenadas por la autoridad de la Iglesia. Se trata, en última instancia, de asegurar que la gracia del
Misterio Pascual se haga objetivamente presente en las diversas celebraciones, especialmente en las
sacramentales, y que el pueblo cristiano puede acogerla y dar a Dios un culto en Espíritu y verdad. Así lo
han entendido siempre tanto los pastores como los fíeles, pues los primeros se han reservado la regulación
de las celebraciones litúrgicas y los fieles han prestado su voluntaria y obsequiosa aceptación. Es verdad
que el ejercicio de esa autoridad ha variado según las épocas y culturas, pero el principio siempre ha
permanecido invariable: la jerarquía de la Iglesia es la responsable de dictar, urgir, modificar o mantener
las leyes que regulan la liturgia. De ese modo, se ha ido creando un patrimonio legal que puede calificarse
como derecho litúrgico.
Las principales etapas que han jalonado su constitución son las siguientes. En primer lugar, las
determinaciones de Cristo y de los Apóstoles; en segundo término, las leyes y prescripciones de los
papas, obispos y concilios, sobre todo particulares, durante los primeros siglos y toda la Edad Media; en
tercer lugar, las disposiciones del Concilio de Trento, los papas posteriores y el Código benedictino;
finalmente, la legislación emanada del Concilio Vaticano II.
1º.) Cristo y los Apóstoles. Jesucristo dio a su Iglesia los elementos fundamentales y esenciales del
culto cristiano: los sacramentos, sobre todo la Eucaristía, el Bautismo, la Penitencia, ciertas bendiciones,
gestos y “ritos “exteriores, y algunas oraciones. Sin embargo, dejó en manos de los Apóstoles y sus
sucesores el ordenamiento concreto de este culto.
Los Apóstoles ejercieron el poder recibido de Cristo y regularon el culto de la manera que juzgaron
más oportuna para el bien de los fieles. Un ejemplo concreto está atestiguado en la primera carta a los
Corintios. En ella, san Pablo reprueba ciertos desórdenes ocurridos en las celebraciones cristianas (cfr. 1
Cor 14, 26-40; 16, 1; 1 Tm 2, 1 ss.), especialmente en las eucarísticas (1 Cor 11,16 ss.), y sienta el
principio general de que en las asambleas cristianas “todo se desarrolle recta y ordenadamente” (1 Cor 10,
14).
La actuación de los Apóstoles se centró, sobre todo, en las líneas maestras del culto, de modo que en
la época apostólica no se encuentran “leyes litúrgicas “propiamente dichas. Sin embargo, los usos
adoptados por ellos fueron seguidos escrupulosamente en las asambleas de las comunidades que
fundaron, de modo que, en la práctica, se convirtieron en normas. Esta autoridad de los Apóstoles explica
que las reglamentaciones que aparecen a partir del siglo tercero, se presenten como suyas. Tal es el caso,
por ejemplo, de la Tradición Apostólica, de san Hipólito, la Didascalia de los Apóstoles, las
Constituciones Apostólicas, los Cánones de los Apóstoles.
2º.) El derecho litúrgico desde la paz constantiniana hasta el Concilio de Trento. Es indudable que
durante los primeros siglos existió una cierta improvisación y que los ritos no estuvieron reglados en
todos los detalles y de modo estable en las iglesias. Sin embargo, no imperó la anarquía y poco a poco se
fue creando un verdadero derecho litúrgico en cada una de las familias litúrgicas que surgieron en Oriente
y Occidente. Uno de los principales objetivos consistió en limitar cada vez más la improvisación de los
primeros momentos, con el fin primordial de salvaguardar la ortodoxia.
30
A principios del siglo quinto existe ya la norma de que cuanto se dice y realiza en la liturgia debe
estar aprobado por los obispos y con-cilios. Poco después, san Gregorio introduce un modo relativamente
nuevo en el comportamiento del papado respecto a la ley litúrgica, al urgir el cumplimiento de cuanto él
determina en esta materia; sin embargo, no se opone a las costumbres legítimas que imperan en las
iglesias locales. Un caso significativo es la costumbre que seguían en España de realizar no tres, sino una
inmersión en el Bautismo, con el fin de diferenciar el católico del de los herejes. En su respuesta a san
Leandro, el Papa le confirma que sigan como hasta ahora, y le da esta razón: “Nosotros no rechazamos
una costumbre que en nada se opone a la fe», de modo que “no hay impedimento para que dentro de una
misma fe existan costumbres diversas dentro de la Iglesia Santa.
Durante la época carolingia, el emperador intentó instaurar la liturgia romana en todo el Imperio;
pero esto no ocurrió de hecho hasta finales del siglo XI, momento en el que fue abolida en España su
antigua y generada liturgia. Desde este momento hasta el Concilio de Trento, Serán innumerables las
intervenciones de los papas en materia litúrgica, Penque los obispos conservan su poder legislativo. El
Gran Cisma de Occidente debilitó no poco la disciplina eclesiástica y la observancia de las normas
litúrgicas romanas, pues los papas apenas pudieron legislar Para toda la Iglesia en materia litúrgica. Esto
provocó una extraordinaria efervescencia de ritos locales. Los obispos debían, ciertamente, vigilar sobre
el recto ejercicio de la liturgia en sus diócesis, pero el debilitamiento de los lazos que les unían con Roma
dio lugar a que admitieran y aprobaran incluso ritos supersticiosos y costumbres inadmisibles,
introducidos de modo abusivo por el pueblo o por personas particulares. En algunos lugares, por ejemplo en
Francia, había tantas liturgias como diócesis.
Esta situación explica que el clero y el pueblo deseasen en muchas partes una restauración de la disciplina. Los
obispos se unieron a este coro y pidieron a la Santa Sede que unificara la liturgia, para hacer frente a los cambios
introducidos por el individualismo protestante. Concretamente, el obispo de Viena envió a Roma, en junio de 1543,
una serie de proposiciones con los principales abusos y costumbres ilegítimas; algunas afectaban incluso a la
misma ortodoxia. Estas proposiciones servirían después como base a los decretos del Concilio de Trento. Se
comprende que este concilio se viera obligado a condenar tales abusos y tomar medidas drásticas.
3º.) Regulaciones litúrgicas del Concilio de Trento. Trento estableció que la autoridad litúrgica se
centralizase en la Sede Apostólica. Por otra parte, de él proceden, en última instancia, los nuevos libros que
aparecieron en los inmediatos pontificados posteriores: el Breviario (1568) y el Misal (1570), durante el pontificado
de san Pío V (1566-1572); el Martirologio (1584) en el de Gregorio XIII (1572-1585); el Pontifical (1596) y el
Ceremonial de obispos (1600) en el de Clemente VIII (1592-1605); por último, en el de Paulo V (1602-1621), el
Ritual (1614). El fin último era unificar la liturgia en la Iglesia latina; para ello se derogaron todas las leyes y
costumbres contrarias que no tuviesen una antigüedad de, al menos, doscientos años.
Por otra parte, Sixto V creó en 1588 la Sagrada Congregación de Ritos con el encargo de velar sobre el
cumplimiento de los ritos y ceremonias de la liturgia en toda la Iglesia latina, conceder las dispensas oportunas y
reprimir los abusos que pudieran aparecer en las diócesis, tanto en la celebración de la misa como en la de los otros
sacramentos y demás acciones litúrgicas. Desde esa fecha, la Congregación de Ritos fue promulgando
“respuestas», “rescriptos», “resoluciones», “declaraciones “y “decretos “con los que se fue formando un verdadero
derecho litúrgico, que León XIII reunió y comenzó a publicar en forma de colección auténtica.
La primera brecha en el deseo de centralización y unificación auspiciadas por Trento fue abierta en Francia por
los jansenistas y galicanistas, hostiles a la supremacía absoluta y universal de la Sede Romana. Según ellos, los
obispos podían organizar la liturgia en sus diócesis sin necesidad de recurrir a la Santa Sede, con tal que sometieran
sus disposiciones a la autoridad regia. Los galicanistas fueron incluso mas lejos, pues publicaron misales y
breviarios enteramente nuevos. La mayoría de los obispos de Francia no sólo no reaccionó, sino que imito y adoptó
el modelo del breviario y misal que el galicanista M. De Vintimille publicó en París en 1736 y 1738. Era la llamada
“liturgia neogalicana», justificada de inmediato por los legisladores civiles. Fuera de Roma surgió otro foco de
rebelión en el llamado Sínodo de Pistoya (1786) y en las reformas realizadas en Alemania por los febronianos. Pío
VI condenó las propuestas de Pistoya en agosto de 1784. Ciertamente, los libros tridentinos —y más en concreto, el
misal y el breviario— no eran perfectos; pero la revisión y reforma sólo podía venir de la autoridad competente. La
Santa Sede apenas pudo hacer otra cosa que lamentar estos hechos, dada su práctica imposibilidad de actuar, pues
sus decretos requerían el placet real; se limitó a un tácito consentimiento a fin de evitar males mayores. No
obstante, cuando, pasada la Revolución francesa, se restableció el culto —mediante el concordato de 1801—, no
restauró la liturgia romana, aunque podía haberlo hecho.
Mientras tanto, los decretos de la Congregación de Ritos habían aumentado en exceso, pues en 1887 eran cerca
de seis mil. León XIII comprendió que era necesario reducirlos considerablemente, pero no podía desaprobar un
buen número de decretos aprobados no mucho antes. Estaba reservado a san Pío X comenzar una reforma de la
liturgia y facilitar la codificación del derecho litúrgico. No obstante, las circunstancias impidieron que hiciera la
deseada reforma general de la liturgia y su consiguiente regulación.
31
Esta llegó de manos del Código de Derecho Canónico, en 1917. El Código benedictino, por una parte, volvió a
sentar el principio de que la autoridad de legislar en materia litúrgica reside exclusivamente en la Sede Apostólica;
y, por otra, dejó intacta toda la legislación cultual precedente, salvo raras excepciones (CIC 1917, c. 1257).
Además, sentó la norma general (c. 2) de que el Código de Derecho Canónico generalmente (plerumque) no
establece nada sobre los ritos y las ceremonias prescritas en los libros litúrgicos de la Iglesia latina; norma que;
según los mismos redactores del Código aludía a las leyes litúrgicas en sentido estricto, es decir, a las que se
refieren directamente a la realización de los ritos y ceremonias.
Esta norma o Principio se ha modificado tras la publicación de los libros litúrgicos en el posconcilio,
la cual ha supuesto una reformulación casi completa del derecho litúrgico, de tal modo que —en caso de
desacuerdo entre las normas contenidas en dichos libros y el anterior Código- prevalecen las primeras.
Además, la Congregación para el culto divino ha hecho saber de modo oficioso que “las normas
contenidas en el ritual reformado y aprobado por el sumo pontífice Pablo VI derogan, si es el caso, las
prescripciones del Código de Derecho Canónico y las demás leyes hasta ahora vigentes, y las abrogan;
permanecen, en cambio, en vigor las otras prescripciones y leyes que en el nuevo ritual no son abrogadas ni
cambiadas».
2. EL DERECHO LITÚRGICO ACTUAL
El Concilio Vaticano ha sentado un principio fundamental, que pertenece al perenne patrimonio teológicojurídico-litúrgico: “La regulación de la sagrada liturgia es competencia exclusiva de la autoridad eclesiástica” (SC
22, 1). Siendo la liturgia una manifestación específica de la Iglesia, es claro que sólo a ella le corresponde
establecer las normas que la regulan.
Más en concreto, el concilio ha establecido que esa autoridad reside en el Concilio ecuménico y en la Sede
Apostólica (SC 22, 1) cuando se trata de legislar para toda la Iglesia. Esta determinación está en plena coherencia
con lo que determina la ley divina, apostólica y eclesiástica precedente. De esta autoridad se habla más
ampliamente en la primera instrucción Inter Oecumenici (26-IX-1964) para la aplicación de la constitución de
liturgia: “A la Sede Apostólica pertenece reformar y aprobar los libros litúrgicos generales; ordenar la sagrada
liturgia en lo que respecta a toda la Iglesia; aceptar, es decir, confirmar las actas y decisiones de la autoridad
territorial y acoger las sugerencias y propuestas de la misma autoridad territorial»25. El poder que compete a la Sede
Apostólica lo ejerce el Papa directamente o a través de sus órganos de gobierno, sobre todo por medio de la
Congregación para los Sacramentos y el Culto Divino. El Papa puede recurrir a constituciones, encíclicas o motu
proprio. Los dicasterios romanos suelen recurrir a decretos, generales o particulares; a veces, también a instrucciones o documentos que explican las leyes e indican el modo de cumplirlas.
El Vaticano II ha introducido una gran novedad, pues ha devuelto a los obispos una parte de la legislación
litúrgica y ha establecido una nueva autoridad en la materia: las conferencias territoriales. Esta determinación se
inscribe en el marco de una mayor descentralización y una mayor colegialidad en el ejercicio del gobierno de la
Iglesia pedido por el concilio. Es claro que tanto el obispo como las conferencias de obispos se mueven en el
ámbito de lo particular, no de universal; por otra parte, han de ejercer su autoridad “dentro de 1 límites
establecidos” (SC 22, 2).
Además de estas indicaciones generales, la Sacrosanctum Concilium incluye otras más concretas; a ellas hay
que añadir las que contienen los documentos aplicativos de la reforma litúrgica, que han precisado la autoridad de
los obispos y conferencias episcopales en materia litúrgica.
Fuera de la autoridad expresamente mencionada en la Constitución Sacrosanctum Concilium 22, “nadie,
aunque sea sacerdote, puede añadir, quitar o cambiar nada por iniciativa propia en la liturgia” (SC 22, 3). Esta
precisión se repite frecuentemente en los documentos posteriores relativos a la aplicación de la reforma litúrgica y
es un claro eco del principio constitucional de la Iglesia, que reserva el gobierno de la misma a la competente
autoridad eclesiástica. Además, esta reserva en el campo del derecho litúrgico está sobradamente justificada “por el
hecho de que la sagrada liturgia está en estrecha relación con aquellos principios doctrinales que la Iglesia propone
como parte integrante de verdades certísimas, y por lo mismo debe conformarse a los dictámenes de la fe católica
proclamada por la autoridad del supremo magisterio para tutelar la legitimidad de la religión revelada por Dios»26.
Si se compara el derecho litúrgico actual con el que estaba vigente antes del Concilio Vaticano II se observa un
cambio no pequeño. En el actual, en efecto, se han introducido algunos principios importantes, entre los que cabe
señalar éstos: a) unidad, no uniformidad (cfr. SC 37-38); b) pluralismo y descentralización; c) progreso dentro del
respeto a la tradición (cfr. SC 23); d) facilidad para la participación litúrgica de los fieles (cfr. SC 31); y e) sencillez
y flexibilidad.
El derecho litúrgico actual es, en última instancia, un reflejo de la eclesiología del Vaticano II y una concreción
particular de la orientación del actual derecho canónico.
32
33
CAPÍTULO SEXTO
LA INCULTURACIÓN DE LA LITURGIA
1. La inculturación en la vida de la Iglesia
2. La inculturación en el Vaticano II
3. La Instrucción Liturgia romana e inculturación
34
El plan salvífico querido por el Padre, fue realizado por Cristo en el Espíritu sobre todo en su
Misterio Pascual, en el que semel pro semper consumó la perfecta glorificación de Dios y la plena
salvación de los hombres. La Iglesia no cesa de proclamar celebrar-vivir este misterio, sobre todo en la
liturgia, fuente de toda su ministerialidad.
El Espíritu Santo custodia y trasmite de generación en generación misterio para que su presenciaacción alcance a todos los hombres de todos los tiempos, situaciones y culturas. El Espíritu es, por tanto,
el garante de la perenne y fiel “tradición” del Misterio Pascual, y el que recuerda a la Iglesia que dicho
misterio le precede y es irreductible a cualquier forma ritual de celebrarlo. Por lo mismo, la sustancia de
la liturgia del Misterio Pascual es y será siempre una y única; son sus expresiones rituales las que pueden
variar.
La liturgia de la Iglesia —actualización, de una u otra forma, del Misterio Pascual— es, en
consecuencia, también una y única, universal e inmutable en su sustancia y será siempre la misma: ayer,
hoy, mañana, en ésta y en las demás naciones, en aquélla y en cualquiera otra cultura. En cambio, es
plural, particular, variable e inculturable en su ritualidad, en la expresión celebrativa concreta. La Iglesia
tiene atadas las manos respecto a la substancia litúrgica; tiene, en cambio, un reto en la inculturación de
su ritualidad celebrativa, pues debe salir al encuentro del hombre concreto, cuyas situaciones históricas,
culturales, religiosas varían. Eso explica que las celebraciones litúrgicas del Misterio Pascual se rijan, a la
vez, por la ley de la trascendencia y de la encarnación. Es decir, ha de permanecer inmutable en lo
substancial, y en lo variable ha de adaptarse a las diversas culturas y a las diversas situaciones que ellas
atraviesen. El mismo Espíritu que salvaguarda a través de los siglos y de los cambios históricos la
perenne “tradición litúrgica», impulsa a la Iglesia a crear diferentes tradiciones litúrgicas y a que éstas se
adapten en cada momento histórico a las necesidades de los hombres.
1. LA INCULTURACIÓN EN LA VIDA DE LA IGLESIA
La Iglesia ha inculturado, unas veces con más éxito que otras, la celebración litúrgica desde sus
orígenes hasta nuestros días.
Durante la época apostólica tres vigorosas corrientes venían a confluir en la Iglesia: la tendencia a
impregnar el culto judío con el misterio de Cristo, la apertura a los gentiles convertidos y un rechazo
tenaz del paganismo. Mientras el cristianismo reclutó sus miembros del judaísmo, persistió el clima de
hostilidad hacia las fiestas y ritos paganos; pero tan pronto comenzó a echar raíces en un ambiente no
judío, sintió la necesidad de adaptarse y de trasformar cuanto de bueno y noble se contenía en la religión
del lugar.
En el período de las persecuciones se advierten dos tendencias. De un lado, el esfuerzo deliberado
de mantenerse en el ámbito de la tradición hebraica, aunque dándole una orientación radicalmente nueva.
De otro, la intransigencia frente al paganismo. Los rituales, templos e ídolos paganos fueron considerados
como creaciones diabólicas y con las que un cristiano nada tenía que ver. Esta actitud de oposición frontal
no aparece cuando se trata de elementos culturales o rituales no vinculados rigurosamente con el
paganismo.
La época que se inicia con el Edicto de Milán y concluye con el siglo vil está caracterizada por la
aparición de diversos ritos, tanto en Oriente como en Occidente; entre estos últimos, el romano. Es un
momento de gran creatividad en ritos y textos, según la idiosincrasia de cada Iglesia, aunque se advierte
un cierto apego a las formas tradicionales. La Iglesia, además, continuó acogiendo en la liturgia elementos procedentes de la cultura —como puede comprobarse en los ceremoniales, las vestiduras
litúrgicas, etc.—, y del antagonismo frente al culto pagano se pasó poco a poco a una franca acogida,
debida, probablemente, a que se había superado la amenaza del paganismo y no existía peligro de recaer
en la idolatría. La Iglesia aplicó, sobre todo, el sistema de la asimilación y de la reinterpretación; no
obstante, utilizó también el de la sustitución. Un ejemplo típico es la fiesta cristiana de Navidad, que
suplantó la pagana del sol invicto.
En el largo período que se extiende desde el siglo VIII hasta la época del barroco se introducen en
la liturgia romana muchos elementos galicanos y no pocos germánicos (período franco-germánico) y, más
tarde, las representaciones dramáticas. El barroco, a pesar de todas sus limitaciones, tuvo un estilo de
celebrar la liturgia que sintonizaba con el temperamento del pueblo.
35
Con el nacimiento del movimiento litúrgico moderno comienza una época de profunda adaptación
de la liturgia a las necesidades de los fieles, que culminaría en la amplia reforma postulada, primero, y
realizada, después, por el Concilio Vaticano II. Testigos, de ella son la Constitución conciliar
Sacrosanctum Concilium y los libros litúrgicos reformados bajo su auspicio. Sin embargo, la semilla del
Vaticano II (cfr. SC 37-40) ha ido madurando progresivamente y hoy se habla no tanto de adaptación
cuanto de inculturación de la liturgia, aunque por el momento ésta se refiera a la romana.
2. LA INCULTURACIÓN EN EL VATICANO II
El Concilio Vaticano II trata, expresa y directamente, de la adaptación de la liturgia romana a la
cultura y tradiciones de los distintos Pueblos, en los artículos 37-40 de Sacrosanctum Concilium, y de
forma menos directa en otros lugares de esa constitución (cfr. SC 23 y 34 y SC 44, 90, 120, 128) y de
Lumen gentium (cfr. LG 16) y Gaudium et spes (GS 40, 58) y en el Decreto Ad gentes (cf. AG 3). El
artículo 37 trata de los principios generales de la adaptación, sobre la base de que la Iglesia no pretende
imponer una rígida uniformidad en la liturgia; es decir, postula el pluralismo, aunque sea éste de índole
cultural y presuponga como base el rito romano. Los artículos 39-40 contemplan el primer grado de
adaptación, es decir, las adaptaciones que pueden hacerse dentro de los límites establecidos en las
ediciones típicas de los libros litúrgicos (cfr. SC 39); adaptaciones que no se limitan a los elementos
puramente exteriores, sino que alcanzan incluso la estructura y el texto de los mismos ritos, pues ambas
cosas están previstas en los libros oficiales. El artículo 38 enumera los diversos grupos a los que debe
adaptarse la liturgia: grupos étnicos, regiones y pueblos, especialmente en las tierras de misión. El
artículo 40 se refiere a un segundo grado, que califica como “adaptación más profunda de la liturgia”
(SC 40). Por último, tanto el artículo 37 como el 40 enumeran los elementos culturales que pueden
admitirse en la liturgia: tradiciones, costumbres, genio, características, dotes especiales; la enumeración
no pretende ser exhaustiva.
3. LA INSTRUCCIÓN LITURGIA ROMANA E INCULTURACIÓN
Teniendo como base la doctrina del Vaticano II y el magisterio posterior de Pablo VI 6 y Juan Pablo
II7, así como los estudios de los últimos decenios, la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de
los Sacramentos publicó en 1994 la Instrucción Varietates legitimae, con el objetivo de ofrecer a las
Conferencias Episcopales los principios y normas prácticas para una ordenada y correcta aplicación de
cuanto establece Sacrosanctum Concilium 37-40.
La terminología no es uniforme: continúa empleando los términos aptatio8 y aptare9 y lo hace con
el mismo significado que Sacrosanctum Concilium, pero prefiere el de inculturatio; no obstante, no los
contrapone pues considera que la inculturatio es el modo concreto de actuarse la adaptado (cfr. n. 37).
Respecto a la naturaleza de la inculturación (cfr. título y nn. 3,4, 5, 9), la concibe como un proceso que
hunde sus raíces en la “historia salutis”y en el Evangelio (cfr. n. 5); por lo que implica a la liturgia (cfr.
nn. 8-28). De este modo, las expresiones “sacramentorum inculturatio”(cfr. n. 5), “celebrationum
liturgicarum inculturatio”(cfr. n. 5), “rituum inculturatio”(cfr. n. 30) y sobre todo “litúrgica
inculturatio”(cfr. nn. 29, 30, 46, 47, 49, 51) son contempladas en un “proceso”(cfr. 36, 64) con una doble
fase: la de la “inquisitio”(cfr. nn. 21, 36, 38) y la de la “realización”(cfr. nn. 34, 70) progresiva en
“grados”(cfr. nn. 27, 48, 53) y “momentos”(cfr. n. 28).
6
Evangelii nuntiandi 20, 62-65.
Catechesi tradendae 53; Redemptoris missio 8, 10, y notas 16, 35, 55, 62.
27 veces, cfr. nn. 3, 4, 7, 36, 37, 52, 53, 54, 55, 57, 62, 63, 64, 65.
9 2 veces, cfr. nn. 3, 4, 7, 36, 37, 52, 53, 54, 55, 57, 62, 63, 64, 65.
7
8
Los presupuestos doctrinales generales de la inculturación que propone la instrucción son éstos: 1)
la intangibilidad de la fe (cfr. nn. 1, 20, 23, 27, 32, 47, 48, 70), los gestos fundantes de Cristo (cfr. n. 23) y
las normas fundamentales de la liturgia en general (cfr. nn. 21-27); 2) la naturaleza de la liturgia y sus
notas bíblicas y tradicionales (n. 35); 3) la asunción del patrimonio litúrgico de la Iglesia romana (cfr. n.
33); 4) la confrontación de lo que se quiere asumir con las exigencias del verdadero y auténtico espíritu
litúrgico (cfr. n. 31); 5) la estima teórica y práctica de los valores propios de la cultura afectada; 6) la
prioridad temporal de los ámbitos nacionales sobre los posibles particularismos (cfr. nn. 50, 49, 51); y 7)
la apertura mutua entre las diversas culturas así como la convergencia en valores que trascienden los
puramente locales (cfr. 51)10.
36
Estos principios generales se completan por estos otros más particulares: 1) Toda labor de
inculturación litúrgica ha de permitir que la liturgia romana sea percibida como tal en las celebraciones de
las diversas iglesias particulares. 2) La finalidad última no es la inculturación en sí misma, sino la
participación de los fieles. 3) La inculturación se rige por la ley de la gradualidad11. 4) La inculturación se
contempla en vistas a la penetración del evangelio en una determinada cultura, lo cual conlleva que la
evangelización asuma elementos culturales vivos, consistentes, duraderos, comunes, cotidianos y
normales que puedan responder al verdadero y genuino espíritu litúrgico. No se trata, por tanto, de un
arqueologismo cultural o litúrgico, sino de dar respuesta a exigencias verdaderas y propias, sin extrapolar
formas y contenidos de otras culturas, antes bien, asumiendo formas existentes y útiles a la finalidad que
se propone la evangelización. 5) La inculturación litúrgica ha de ser totalmente positiva para los fieles de
una determinada cultura; por eso, ha de evitar todo sincretismo (cfr. n. 47), cualquier paso atrás en la
evangelización (cfr. nn. 32, 42, 46), y lo que no sea realmente necesario (cfr. nn. 2, 3, 32, 33, 53, 59, 63,
64, 70) o útil (cfr. nn. 33, 46, 63, 64) al bien común de las almas (cfr. n. 64). 6) La inculturación litúrgica
afecta a la realidad e integridad de la fe y a la unidad de la Iglesia; por eso, ha de realizarse bajo la guía de
la autoridad competente (cfr. n. 37).
CAPÍTULO SÉPTIMO
PARTICIPACIÓN LITÚRGICA
1. Naturaleza de la participación litúrgica
2. Clases de participación litúrgica
3. Grados de participación
4. Fundamento de la participación litúrgica
5. Implicaciones teológico-pastorales de la participación litúrgica
6. Medios para fomentar la participación litúrgica
La liturgia ocupa la primacía ontológica en el ministerio y en la vida de la Iglesia (cfr. SC 10). Por
eso, “es la fuente primaria y necesaria en la que los fíeles deben beber el espíritu verdaderamente
cristiano” (SC 14) y apropiarse con la máxima eficacia la santificación que Dios les otorga en Cristo (SC
10), para que se perfeccionen “cada día en la unión con Dios y entre sí, por medio de Cristo Mediador,
para que Dios llegue a ser todo en todos” (SC 48).
Ahora bien, esta primacía y eficacia ontológicas llegan a los fieles en la medida en que éstos
participan en la liturgia “consciente, activa y fructuosamente” (SC 11). La participación litúrgica es, por
Para referirse a la “cultura», la instrucción emplea los conceptos semejantes de “humanus autochtonus cultus», “cultura», “varias culturas
“en las que se inserta el evangelio y la liturgia (cfr. nn. 2, 3, 4, 6, 7, 10, 13, 14, 16, 18, 19, 20, 22, 28, 44, 49, 58), culturas a las que se debe
ser fiel y, a la vez, purificar (cfr. n. 19).
11 Primero será preciso un trabajo metódico, progresivo y profundo de examen y discernimiento (cfr. n. 5) realizado por peritos tanto del rito
romano como de la propia cultura (cfr. n. 30); después habrá que pasar a las condiciones previas a la inculturación: una versión de la Sagrada
Escritura para el uso litúrgico (cfr. n. 28); más tarde, a la experimentación provisional, antes de ser aceptada de modo definitiva; por otra
parte, normalmente habrá que comenzar por lo más externo: vestiduras litúrgicas, espacio litúrgico, música, canto, gestos, lengua (cfr. nn. 3944) para pasar después a los ritos más ligados a la vida social y cultural: iniciación al Bautismo. Matrimonio, Exequias (cfr. nn. 32, 48, 5658).
10
tanto, una dimensión esencial de la liturgia. Por esta razón debemos preguntarnos sobre su naturaleza,
clases y grados, y sobre los medios para conseguirla.
1. NATURALEZA DE LA PARTICIPACIÓN LITÚRGICA
37
— Aproximación desde el término. El término participación procede del latín tardío partem capere.
Actualmente es sinónimo de “adhesión “o “intervención», pero en sentido más amplio significa tener
relación con, tener en común con, estar en comunión, lo que equivale a relación, comunicación,
semejanza, conjunción... “En el ámbito de estos significados es donde debe buscarse el sentido de
participación en la celebración12. Por otra parte, el significado cristiano-litúrgico de participación lleva
consigo una múltiple estratificación13, todavía no suficientemente estudiada, aunque del conjunto de
estudios se desprende que la participación engloba la acción de participar, aquello en lo que se participa y
los participantes.
La acción de participar implica y postula —por ser una acción humana— unas actitudes externas e
internas, susceptibles unas y otras de graduaciones y modalidades, y tendentes a la meta de la acción
participativa: el misterio-sacramento14. Esta acción no se dirige sólo a las acciones externas, sino que
debe afectar y cambiar las actitudes internas de los participantes, pues en caso contrario sería mera
formalidad ritualista.
—
Lo participado es el misterio que se celebra. Desde esta perspectiva se requiere entender y
comprender la celebración y prestar la atención debida, pues la participación se realiza, ciertamente, por
medio de la acción externa —ritos, gestos, posturas, lenguaje...—, pero no se agota en la mera ritualidad,
sino que debe trascenderla y penetrar en lo que podríamos llamar corazón de la acción litúrgica. Para que
exista verdadera participación se requiere la unión sin confusión de lo extremo y lo interno, a fin de lograr
la identificación entre lo subjetivo y lo objetivo. La participación externa debe ser signo de la
participación interna si no quiere resultar algo vacío; por su parte, la participación interna ha de ser el
alma de la participación externa.
Las personas que participan son sobre todo los fieles.
—
Aproximación desde el léxico conciliar. La participación fue la meta a la que tendió desde
sus mismos orígenes el movimiento litúrgico moderno, aunque corresponde a san Pío X el mérito de
haber acuñado la expresión participación activa. Después de su motu proprio Tra le sollecitudini (22-XI1903), la expresión y su concepto no dejaron de aparecer en los documentos más importantes del
Magisterio, entre los que cabe mencionar la Constitución apostólica Divini cultus (20-XII-1928) y sobre
todo la Encíclica Mediator Dei (20-XI-1947) y la Constitución conciliar Sacrosanctum Concilium (4-XII1963).
La Encíclica Mediator Dei, que trata de la participación de los fieles en la Eucaristía, distingue entre
participación externa e interna, realza la importancia de la participación externa como fundamento de la
participación activa y establece una gradación de las participaciones, desde la externa —que junto con la
interna da lugar a la activa— hasta la sacramental, forma plena de toda participación.
Sacrosanctum Concilium hereda y profundiza la doctrina de Mediator Dei y pone las bases de
ulteriores clarificaciones. De su análisis terminológico se desprenden las siguientes ideas fundamentales:
1) la participación se extiende a todas las acciones litúrgicas —no sólo a la Eucaristía— y a todos los
fieles; 2) es parte integrante y constitutiva de la misma acción litúrgica; 3) es una exigencia del carácter
bautismal de los fieles y de la misma liturgia; 4) postula una adecuada formación de los futuros pastores y
de quienes deben prepararlos, de los sacerdotes con cura de almas y de los fieles (cfr. SC 15-17); y 5) la
participación litúrgica —al igual que la liturgia— no se agota en la celebración.
A. TRIACCA, “Participación», en Nuevo Diccionario de Liturgia, Madrid 1957, p. 1.547.
El término participación ha sido estudiado por A. LLUP, “Der Begriff "Participatio"», en Sprachgebrauch der róminschen I.iturgie,
München 1960; llegando a la conclusión de que los términos méthcsis, metoché y koinonia se traducen al principio por participatio entre los
filósofos, después se emplea en las traducciones de la Sagrada Escritura y finalmente entra en la liturgia.
14 Con los términos indicados y las realidades que comportan se justifican adecuadamente los sintagmas y adjetivaciones que
acompañan el vocablo participación en las fuentes litúrgicas tradicionales y de hoy día.
12
13
En síntesis, puede decirse que la constitución litúrgica del Concilio Vaticano II entiende la
participación como la santificación que los fieles reciben de Dios y la glorificación que éstos le tributan
en todas las acciones litúrgicas —sean o no sacramentales en sentido estricto—, al poner en ejercicio el
sacerdocio común que han recibido en el Bautismo y tomar parte activa en unas realidades esencialmente
comunitarias, elevándose, de modo consciente, piadoso y activo, a través de los ritos y oraciones de la
Iglesia, hasta el mismo corazón del culto litúrgico.
2. CLASES DE PARTICIPACIÓN LITÚRGICA
38
La terminología preconciliar y conciliar sobre la participación es muy variada; se habla, en efecto,
de participación externa, interna, consciente, piadosa, activa, plena... La participación consciente se
refiere a la comprensión de los ritos, oraciones y significado de la celebración, y a la atención que se
presta durante la misma. La participación externa hace referencia al uso de los gestos y actitudes corporales, al lenguaje simbólico, a la lengua, a la adaptación... Por tratarse de un acto humano, es imposible
que exista una participación meramente externa. La participación interna conecta con las disposiciones
interiores del sujeto. Dada la naturaleza simbólica de la liturgia, tampoco es posible la participación
exclusivamente interna. La participación es plena no tanto cuando se unen la interna y la externa, pues en
ese caso es mejor hablar de participación activa, sino cuando la participación activa se da en grado
eminente, teniendo en cuenta todas las circunstancias que concurren tanto por parte de la celebración
como de quienes toman parte en ella.
3. GRADOS DE PARTICIPACIÓN
Aunque todos los fieles poseen el sacerdocio común y la acción litúrgica es una acción eclesial igual
para todos, no todos los participantes están implicados del mismo modo en la celebración; por lo cual, es
preciso distinguir una gradación participativa.
A la cabeza de la misma se encuentran los que en la terminología sacramentaría clásica se
denominaban sujetos de la acción litúrgica —sea o no sacramental—, puesto que nadie como ellos se une
a la acción santificadora y cultual de Cristo.
Quienes no son sujetos directos de la acción litúrgica participan también, puesto que todos ellos
sintonizan, aunque en grado diverso, con la acción divina que se hace presente en ella. Aquí cabe hablar
de una nueva gradación, dependiente de la edad, educación religiosa, sensibilidad espiritual, disposiciones
internas y externas...
Si se quiere una mayor concreción, quizá sea lícito distinguir tres grados de participación:
elemental, medio y superior.
El grado elemental consistiría en comprender lo más sencillo del misterio y de la ritualidad de la
celebración, y unirse a ellos a través de gestos, actitudes, respuestas, aclamaciones y cantos. Desde el
punto de vista pedagógico ocupa el primer lugar.
El grado medio exigiría comprender con una cierta profundidad la presencia y acción trinitarias en el
misterio que se está celebrando, y sintonizar los sentimientos y actitudes personales con los que reclama
la acción en la que se está presente.
El grado superior se daría cuando la participación de grado medio se elevase al rango máximo y,
además, lo vivido en el rito se prolongase en la vida, de modo que todas las áreas de la existencia —
espiritual, apostólica, laboral, familiar, social— se convirtiesen en una ininterrumpida acción cultual.
4. FUNDAMENTO DE LA PARTICIPACIÓN LITÚRGICA
La participación litúrgica tiene un fundamento remoto y otro próximo. El fundamento remoto o
fontal es el Misterio Pascual de Cristo, el cual hace posible que todos los hombres lleguen a ser miembros
de su Cuerpo Místico y participen de su sacerdocio regio. El fundamento próximo es el carácter bautismal
—que habilita a todos los fieles para unirse a Cristo-Cabeza en el culto público— y la naturaleza misma
de la liturgia que, al ser eclesial o comunitaria, exige que participen en ella todos los que son miembros de
pleno derecho de la Iglesia. Por estos motivos, la participación en la liturgia es un derecho y un deber de
todos los bautizados en plena comunión con la Iglesia; y la participación plena algo común a todos los
fieles, no un ideal inalcanzable o reservado a minorías selectas.
5. IMPLICACIONES TEOLÓGICO-PASTORALES
DE LA PARTICIPACIÓN LITÚRGICA
39
La participación litúrgica está muy relacionada con la pastoral, catequesis y espiritualidad litúrgicas,
y con la teología litúrgico-sacramental.
La pastoral litúrgica tiene tres puntos de referencia: la celebración, su preparación y su proyección
en la vida. Vive y se renueva en la medida en que se enraíza en su propio fundamento y tiende a su propia
meta, que no es otra que la participación, ya que cualquier tipo de pastoral litúrgica debe llevar a los fieles
a vivir existencialmente aquello en lo que participan y celebran.
La catequesis litúrgica es indispensable para llevar a los fieles a una participación consciente y
activa y para que, a la vez, la catequesis esté informada por el espíritu que proviene de la participación.
De hecho, una auténtica catequesis litúrgica «se orienta dinámicamente a la celebración, se enriquece
constantemente de los contenidos litúrgicos y se estructura, fundamental y primariamente, sobre textos y
acciones litúrgicas»15. Además, la participación evita la esclerotización de la catequesis litúrgica, puesto
que ésta únicamente consigue su objetivo cuando es capaz de convertir en vida lo que se celebra, no
cuando se limita a transmitir una serie de nociones religiosas.
Por último, la espiritualidad litúrgica y la participación se fecundan benéficamente entre sí. En
efecto, mediante la participación en el misterio —que evoca y actualiza el plan salvífico de Dios—, el fiel
se redescubre como miembro de una asamblea en la que se continúan y perpetúan las asambleas litúrgicas
de todos los tiempos, donde Cristo está presente habilitando a su Pueblo sacerdotal para ejercer el culto
espiritual, que es la esencia de la economía salvífica. En este humus, la espiritualidad litúrgica pone de
manifiesto que la participación en la acción litúrgica es «la puntualización viva de un continuo proceso
que abraza la existencia cristiana en sus múltiples vocaciones, tareas, cansinas»16.
6. MEDIOS PARA FOMENTAR LA PARTICIPACIÓN LITÚRGICA
El Concilio Vaticano II concede especial importancia a los siguientes medios para la participación
litúrgica: la reforma de la misma liturgia, la formación del clero y del pueblo, y la reforma de las
personas.
— La reforma de la liturgia. La amplia reforma postulada por el Concilio Vaticano II y realizada
durante los pontificados de Pablo VI y Juan Pablo II no ha tenido otro objetivo que allanar el camino para
que todos los fieles participen «plena, consciente y activamente en las celebraciones litúrgicas» (SC 14).
Esta finalidad está presente en toda la constitución litúrgica y es una de sus principales líneas programáticas: «... la Santa Madre Iglesia desea promover con solicitud una reforma general de la misma liturgia,
para que el pueblo cristiano obtenga con mayor seguridad gracias abundantes [...]. En esta reforma, los
textos y los ritos se han de ordenar de manera que expresen con mayor claridad las cosas santas que
significan y, en lo posible, el pueblo cristiano pueda comprenderlas fácilmente y participar en ellas por
medio de una celebración plena, activa y comunitaria» (SC 21).
Para conseguir su objetivo, el concilio señala este itinerario: potenciar la presencia cuantitativa y
cualitativa de la Palabra de Dios (SC 35-1.4), preferir la celebración comunitaria a la individual (SC 27),
hacer que la celebración sea una acción del entero Pueblo de Dios, en la que cada uno, ministro o fiel,
haga todo y sólo lo que le corresponde (SC 30), adaptar los ritos a la idiosincrasia de cada pueblo, aunque
15
A. Triacca, «Participación», en Nuevo Diccionario de Liturgia, o.c, p. 1.566. En cuanto a la teología litúrgico-sacramental, baste decir que
la participación litúrgica le impide caer en el círculo cerrado al que podía relegarle cierta teología; porque mientras la celebración es algo
puntual en el tiempo y en el espacio (ocurre en un preciso aquí y ahora), la participación plena exige una adecuada preparación (el antes de la
celebración) y unas consecuencias existenciales bien precisas (el después de la celebración). De ahí que la teología litúrgico-sacramental
deba extender su radio de estudio al ámbito de la preparación, de los efectos, de los dinamismos propios de la celebración, dando como
resultado la comprensión de que el ser y el actuar cristianos, al ser frutos de la acción litúrgica, reclaman una indisoluble unidad. La unidad
del trinomio ser-actuar-vivir como cristianos ha de buscarse en la participación en la celebración.
16 Ibíd., p. 1.568.
sin atentar contra la unidad sustancial del rito romano (SC 38-40), introducir la lengua vernácula en la
celebración de los sacramentos y sacramentales (SC 36-2), y simplificar los ritos (SC 21).
— La formación del clero y del pueblo. La reforma de la liturgia es muy importante, pero
insuficiente; se requiere también una formación adecuada de los pastores y fieles.
40
De los pastores, porque sin ella no podrían ejercer con responsabilidad y eficacia el ministerio de
dirección y presidencia. Los sacerdotes, en efecto, «son consagrados por Dios a través del obispo no sólo
para anunciar el evangelio y pastorear a los fieles, sino también para presidir —en cuanto que participan
de un modo especial del sacerdocio de Cristo— las celebraciones litúrgicas, actuando como ministros de
Cristo-Cabeza, el cual ejercita en la liturgia de modo ininterrumpido su función sacerdotal en favor
nuestro, por medio del Espíritu Santo». La formación litúrgica del clero encuentra, por tanto, su
fundamento en la naturaleza misma del sacerdocio ministerial, de ella deriva y hacia ella tiende.
El Magisterio del último siglo —desde san Pío X17 y Pío XII hasta Juan Pablo II18— no ha dejado de
referirse a la incidencia de esta formación del clero en la vida de la Iglesia. El Vaticano II ha ido incluso
más lejos, al condicionar a ella toda su amplísima reforma (cfr. SC 14-3). Con motivo de los veinticinco
años de la promulgación de la citada constitución, Juan Pablo II ha recordado, en la Carta Vicesimus
quintus annus, que todavía hoy «lo más urgente es la formación bíblica y litúrgica del Pueblo de Dios, es
decir: de los pastores y de los fíeles».
La formación litúrgica de los pastores incluye, a la vez, ciencia y experiencia. La ciencia litúrgica se
extiende a las siguientes áreas: teología, historia, espiritualidad, pastoral y normativa de la liturgia, así
como a la Sagrada Escritura, a las ciencias humanas y a la técnica de saber programar, preparar, poner en
acto y presidir la celebración. La experiencia consiste en el conocimiento sapiencial, espiritual y místico
del misterio de Cristo y de la Iglesia, es fruto del dinamismo del Espíritu y de la cooperación humana, y
pretende realizar una síntesis adecuada entre el misterio celebrado y el misterio vivido.
— La formación del pueblo tiene puntos de coincidencia con la de los pastores, pero posee
elementos específicos. En cuanto a los contenidos teórico-prácticos, todos los fíeles deben conocer —
según su edad, capacidad intelectual, situación de fe...— las verdades básicas sobre: 1) el misterio de
Cristo y de la Iglesia, y la historia de la salvación tal y como son vividos y actualizados en la liturgia; 2)
la misa y los demás sacramentos; 3) el año litúrgico, sobre todo sus tiempos fuertes; 4) la oración litúrgica
de la Iglesia; 5) el sentido e importancia de la Palabra de Dios en la liturgia; 6) el significado de los
signos; y 7) la música y el arte sacros.
Así mismo, todos los fieles deberían: a) conocer el texto y significado de las aclamaciones y
respuestas que les pertenecen, y el sentido de los gestos y posturas que deben adoptar en cada una de las
celebraciones sacramentales, especialmente en la Eucaristía; b) ser capaces de cantar las partes que les
corresponden en las celebraciones; c) comprender, al menos de modo elemental, el sentido de los salmos
responsoriales, de las confesiones de fe y de la oración de los fieles; y d) entender, con una cierta
profundidad, todos y cada uno de los elementos de la celebración eucarística y el sentido de la Eucaristía
dominical.
Aquellos que desempeñen los ministerios de lector, salmista, acólito, cantor, monitor... deberán
además conocer las líneas maestras sobre la naturaleza y ejercicio de su ministerio.
— Reforma de las personas. La misión de la Iglesia no se agota en su dimensión cultual, pues le es
propio el anuncio del Evangelio y el ministerio de la caridad. Por ello, es rechazable el panliturgismo
teórico y práctico. Ahora bien, no es panliturgismo, sino exigencia intrínseca del ministerio litúrgico, unir
el binomio participación litúrgica-vida ordinaria (misterio celebrado-misterio vivido). La ruptura de esta
unidad de vida conduce inexorablemente al ritualismo o al secularismo.
Por tanto, la participación litúrgica no se agota en la misma liturgia o, si se prefiere, en la
celebración litúrgica, sino que se proyecta sobre la vida cristiana en todas sus vertientes; de aquí que
trascienda las reformas estructurales y se extienda también a las reformas personales. Se trata, en el
fondo, de aplicar los principios de totalidad y especificidad, evitando tanto los compartimentos de la vida
Puede recordarse a este respecto el motu proprio Tra le sollecitudini —22-XI-1903: ASS 36 U 903/1904), 329-339— que sirvió
para despertar la conciencia de los sacerdotes y fíeles. Este despertar del entero Pueblo de Dios se vio impulsado por otras enseñanzas y
determinaciones prácticas el santo Pontífice, sobre todo las referentes a la primera Comunión de los niños.
18 40.
Carta apostólica Vicesimus quintus annus, n. 15, AAS 81 (1989) 911-912.
17
cristiana como la mixtificación o confusión de los ministerios y funciones eclesiales. La liturgia lleva a la
reforma de las personas y la reforma de las personas lleva a mejorar la vivencia de la liturgia.
41
CAPÍTULO OCTAVO
LA LITURGIA Y MARIA
1. Significado y rasgos esenciales de la espiritualidad mariana
2. María: modelo de espiritualidad litúrgica
3. Conclusiones
42
1. SIGNIFICADO Y RASGOS ESENCIALES DE LA ESPIRITUALIDAD MARIANA
¿Qué podemos entender por espiritualidad mariana?
Espiritualidad mariana significa imprimir a nuestro estilo de vida y al modo de relacionarnos con
cada una de las personas de la Santísima Trinidad y con los seres humanos, el estilo y las virtudes propias
de María, quien es “[…] el perenne modelo y la figura de la fe eclesial”19 y el “arquetipo de la
correspondencia del hombre a la gracia divina”20.
En María “el cristiano encuentra un espejo para volver a conquistar su identidad y para acortar la
distancia existente entre su realidad y el proyecto de Dios sobre él”21. Acoger a María en el corazón debe
significar una apertura al don de Dios que nos ayuda a hacer cada vez más maduro y perseverante nuestro
amor hacia Él.
Ahora bien, las actitudes interiores y virtudes principales que constituyen el “perfil” espiritual de
María, y cuya imitación constituye un camino seguro de santidad y configuración progresiva con la
imagen del Hijo de Dios, son: la pureza de corazón, la acogida y obediencia al proyecto divino (la
obediencia de la fe), la actitud orante y contemplativa, la escucha de la Palabra, el temor de Dios (Lc1,
29. 50), la conciencia de la propia fragilidad (Lc 1, 52), el sentido de la justicia (Lc 1, 53), la cercanía y
solidaridad con el pueblo de Dios (Lc 1, 52-55), la alegría (Lc 1, 28. 47), la confianza en las promesas de
Dios fiel y misericordioso (Lc 2,19; 2,51), el servicio desinteresado y un largo etcétera22.
Según lo dicho, María Santísima no es sólo modelo en el “hacer”, sino en el “ser”, pues aquello que
la Madre del Salvador hace, brota espontáneamente de lo que es y de aquello que vive y experimenta en
profundidad: su vinculación estrecha con cada una de las personas de la Santísima Trinidad.
En definitiva, dirigir el pensamiento a la Madre del Señor para descubrirla como modelo de
espiritualidad, significa para el creyente atender, desde lo más hondo del propio ser, a las últimas palabras
que se escuchan de labios de la Virgen en los Evangelios, y que pueden considerarse como la síntesis de
su vida como creyente, y al mismo tiempo, su testamento espiritual para los hombres: “Hagan lo que Él
les diga” (Jn 2,5).
2. MARÍA, MODELO DE ESPIRITUALIDAD LITÚRGICA
El perfil espiritual que hemos delineado sobre Aquella, “[…] que en la Santa Iglesia ocupa el lugar
más alto después de Cristo [pero también] el más cercano a nosotros”23: María, estaría incompleto si no
considerásemos que en sus actitudes espirituales la Iglesia encuentra un modelo eminente de
espiritualidad litúrgica.
Llegados a este punto, se hace necesario volver sobre dos tópicos ya abordados a lo largo de la
presente exposición: el concepto de espiritualidad litúrgica y las notas esenciales de la espiritualidad
mariana.
Un análisis cuidadoso de ambas temáticas, la especificación de las características que conforman la
espiritualidad litúrgica y el esfuerzo por evidenciar los puntos de convergencia entre esta última y la
espiritualidad mariana, pondrán de manifiesto que en las actitudes espirituales de María Santísima, es
decir, en su completa disposición a la voluntad del Padre, al misterio de Cristo y a la acción del Espíritu
Santo, la Iglesia, de quien la Santa Theotokos es modelo, Madre y miembro eminente, encuentra un
19
JUAN PABLO II, Carta encíclia Redemptoris Mater, 42, en: AAS 79 (1987).
J. L. BASTERO, Op. Cit., 21.
21 S. DE FIORES, “María” en Nuevo Diccionario de Espiritualidad, Paulinas, Madrid 1991, 1173.
22 Cf. Íbid., 1161.
23 CONCILIO VATICANO II, Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen Gentium, 54.
20
43
prototipo egregio de espiritualidad litúrgica y la cátedra más perfecta donde se aprende a invocar y rendir
culto al Dios Uno y Trino, “en espíritu y en verdad” (Jn 4,23).
El método a seguir será simple: iré enunciando las características más sobresalientes de la
espiritualidad litúrgica y a la par, intentaré ir mostrando cómo la figura de María ilumina y encarna cada
una de tales características.
a) La espiritualidad litúrgica es una espiritualidad de la obediencia de la fe
Sólo a través de la fe, infundida por Dios como virtud teologal en el bautismo, y asumida libremente
por el cristiano como opción fundamental, el mismo Dios otorga la capacidad para creer con firmeza que
en la liturgia Cristo renueva continuamente la obra de la redención.
Por eso, en la participación litúrgica se hace realidad aquello que Santo Tomás de Aquino dice en la
Secuencia de Corpus Christi, refiriéndose, concretamente, a la Eucaristía: “Lo que no comprendes y no
ves, lo atestigua una fe viva, fuera de todo el orden de la naturaleza. Lo que aparece es un signo: esconde
en el misterio realidades sublimes”.
Ahora bien, como indica San Ambrosio de Milán24, el itinerario de fe de la Madre de Dios
constituye para el cristiano “un paradigma de la fe cristiana” que se requiere, en este caso, para vivir las
acciones litúrgicas, que necesariamente implican un abandono libre, pero total y sin reservas, a Dios que
se revela y se hace presente en el misterio celebrado.
La expresión: “Feliz aquella que ha creído” (Lc 1,45), con la que Isabel se dirige a María en el
momento de la visitación, puede resumir la actitud interior más profunda de la virgen como creyente.
“De hecho, es propiamente en la luminosa oscuridad de la fe, cuando la Virgen hace su primera
aparición en el Evangelio, en el momento de la anunciación, en el cual es invitada por Dios a pronunciar
aquel Fiat que la colocó en el camino de la voluntad divina, la cual se encargará de trazar para ella un
camino hecho de abandono, de confianza, de dedicación y de colaboración al designio de salvación”25.
Este acto de obediencia de la fe, “[...] por ser total y sin reservas, comportaba, de parte de María, el
‘pleno obsequio del intelecto y de la voluntad’ (Dei Verbum 5). Tal era el significado de su Fiat, que
brotó desde lo profundo del corazón […] con toda la riqueza de su interioridad y oblatividad”26.
De esta obediencia de la fe, de este Fiat de la Virgen María, es necesario aprender, a fin de vivir la
liturgia en esta misma dinámica de fe y con la confianza frente a Dios que interpela nuestra fe en la
celebración de los misterios santos.
b) La espiritualidad litúrgica es una espiritualidad celebrativa y sacramental, pues se nutre, en
primer lugar de la participación activa, consciente, viva y orante de las celebraciones mismas,
encontrando en ellas, prioritariamente a través de los sacramentos, un medio privilegiado para la
comunión con Dios y el crecimiento en la fe.
María, como virgen oferente en el templo de Jerusalén y al pie de la cruz, íntimamente unida al
misterio de su propio Hijo, da cuenta de lo que significa la comunión con Dios en Cristo por la fuerza del
Espíritu y nos enseña las actitudes para celebrar el misterio de Aquel a quien llevó en su seno, recibió
inerte al pie de la cruz y contempló resucitado y glorioso.
c) La espiritualidad litúrgica es una espiritualidad trinitaria, pues abre al bautizado al misterio y al
contacto con cada una de las personas de la Santísima Trinidad.
A este respecto, María, en razón de su maternidad divina, se encuentra íntimamente vinculada con
cada una de las personas de la Santísima Trinidad.
Si bien es cierto que María fue elegida libre y gratuitamente por el Padre para ser tabernáculo
purísimo de Aquel que es “el resplandor de su gloria y la impronta de su ser (Hb 1,3)”, también es verdad
que en María Dios encontró un corazón completamente abierto a su voluntad y designio salvíficos, por lo
cual, según afirma San Agustín, “Ella, llena de fe, concibió a Cristo en su mente antes que en su seno”27.
24
AMBROSIO DE MILÁN, Hom. in Lc 26.
19 L. GAMBERO, “Itinerario di fede della Madre del Signore (RM 12-19)”, en: Seminarium 1987/ 4, 501.
26 Ídem.
27 SAN AGUSTÍN, Sermón 215, 4: PL 38, 1074.
25
44
Esta estrecha vinculación de María con la Trinidad es cantada por la piedad popular a través de
epítetos engalanados con una noble simplicidad, pero al mismo tiempo, con profundo significado
teológico: “Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo y Esposa de Dios Espíritu Santo; Templo, Trono y
Sagrario de la Santísima Trinidad”.
“Dado que la estructura teológica fundamental de la vida cristiana, de la ‘vida en el Espíritu’, está
constituida por la participación ad extra en el dinamismo trinitario […]”28, entonces, a la escucha de
María es posible aprender a vivir cada celebración litúrgica como un momento privilegiado para
profundizar en la intimidad con cada una de las Personas de la Santísima Trinidad.
d) La espiritualidad litúrgica es una espiritualidad cristocéntrica y, por lo tanto, pascual, puesto que
“lo que celebra la liturgia es siempre el misterio de Cristo desde su encarnación hasta su pasión, muerte,
resurrección y ascensión a los cielos y se orienta a la participación y configuración existencial del
cristiano con el misterio pascual de Cristo que ella celebra.
¿Qué ser humano podría estar más cerca y en comunión más estrecha con la vida y el misterio
pascual del Verbo de Dios hecho carne, sino Aquella en quien este Verbo tomó la condición humana?
Pero María no sólo lo concibió y llevó en su seno virginal a Cristo, sino que la totalidad de su
existencia permaneció en íntima unión con el misterio de su Hijo. Desde esta perspectiva, María es para la
Iglesia, un paradigma de espiritualidad pascual y por lo tanto, litúrgica, según afirma bellamente Luigi
Gambero: Si es verdad que la espiritualidad cristiana es una espiritualidad pascual, la Virgen santa está
inserta en esta espiritualidad, porque el mismo misterio pascual de Cristo tiene sus premisas carnales en el
seno de María. Además, la totalidad de la existencia espiritual de la virgen se configuró por la
participación en el misterio pascual de su Hijo29.
e) La espiritualidad litúrgica es una espiritualidad pneumatológica¸ pues la fe y la participación
activa en los misterios que la liturgia celebra sólo es posible mediante la docilidad a la acción
transformante y vivificadora del Espíritu Santo.
María es la Virgen completamente dócil y disponible a la acción del Espíritu Santo. No sólo porque
por la acción de Aquel que en la anunciación “la cubrió con su sombra”, concibió en su seno al Unigénito
del Padre, sino también porque la totalidad de su itinerario terreno fue una existencia “pneumatizada”, un
espejo cristalino de la acción del Espíritu en su alma y de los frutos que la acción de este Espíritu genera
en los creyentes dóciles a su acción.
Por eso, a la luz del ejemplo de la Madre de Dios, es posible aprender las actitudes interiores
necesarias para que, por la apertura a la gracia divina, la participación en los sagrados misterios ayude al
creyente a vivir según el Espíritu, lo transforme cada vez más según el modelo de Cristo y haga siempre
más evidente su ser “templo vivo del Espíritu Santo”.
f) La espiritualidad litúrgica es una espiritualidad bíblica y de la escucha de la Palabra.
La Madre del Salvador es la “Virgen en escucha”, la perfecta “oyente de la Palabra” y, por lo tanto,
modelo para la Iglesia que escucha, acoge, medita, vive y proclama aquella Palabra que en María se hizo
carne”30.
Ella, excelsa Hija de Sión, que sobresalió entre los humildes y los pobres del Señor, supo
contemplar con fe la intervención de Dios en la historia de Israel, escuchar atentamente la Palabra divina
y esperar confiadamente la salvación mesiánica prometida por las Escrituras.
Pues bien, sabiendo que, “Cuando se leen en la Iglesia las Sagradas Escrituras es Dios mismo quien
habla a su pueblo, y Cristo, presente en su Palabra quien anuncia la Buena nueva” 31, la Virgen María, en
quien por su obediencia a la Palabra el Verbo se hizo carne, brilla para nosotros como modelo de la
escucha atenta, dócil y humilde de la Escritura.
28
L. M. PÉREZ RAYGOZA, Servidor y testigo del Espíritu: identidad y misión del padre espiritual de los candidatos al sacerdocio,
SEMARO, México 2006, 169.
29 L. GAMBERO, “La spiritualità mariana nella vita del cristiano alla luce della Redemptoris Mater”, en: Marianum 51 (1989), 251.
30 J. CASTELLANO, “(Beata) Vergine María”, en: Nuovo Dizionario di liturgia, Paoline, Milano 1993, 1471.
31 Instrucción general para el uso del Misal Romano, núm. 9.
45
Bajo su guía el corazón puede purificarse y disponerse para la escucha silenciosa, y al mismo
tiempo activa y fecunda de la Palabra, recibida con espíritu de fe y en comunión con la Iglesia, a fin de
que esa Palabra, que es proclamada y anunciada con fuerza particular en la liturgia, sea escuchada,
acogida, creída y guardada en el corazón, para convertirse, cada vez más, en sustento y vigor de la fe,
“[…] alimento del alma [y] fuente límpida y perenne de vida espiritual”32.
g) La espiritualidad litúrgica es una espiritualidad oblativa:
La liturgia constituye un momento privilegiado para el ejercicio del sacerdocio bautismal, en
comunión con el Sumo y Eterno sacerdote que es Cristo.
A través de la liturgia, los cristianos no sólo se unen al ejercicio sacerdotal de Cristo sino que,
además, asociados a su sacrificio único, se ofrecen a sí mismos al Señor de la historia y prolongan su
ofrenda litúrgica en la inmolación de la propia existencia, vivida en sintonía con el Espíritu, como ofrenda
para la alabanza de Dios y en favor de los hermanos.
Desde la anunciación hasta Pentecostés, María aparece íntegramente dedicada a Dios y dedicada a
los hombres, como “virgen oferente”. Esta realidad se hace patente de modo particular en el Fiat de la
anunciación (Lc 1,38), en la presentación de Jesús en el templo (Lc 2,22-35) y en el Calvario (Jn 19,2527).
Es precisamente en el Calvario donde el Fiat pronunciado en la anunciación alcanza su culminación,
pues ahí María ofrece a Jesús y se ofrece a sí misma, juntamente con la ofrenda de su Hijo, al Padre por la
redención del género humano:
La Bienaventurada Virgen avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su
Hijo hasta la cruz. Allí, por voluntad de Dios, estuvo de pie (Jn 19,25), sufrió intensamente con su Hijo y
se unió a su sacrificio con corazón de Madre que, llena de amor, daba su consentimiento a la inmolación
de su Hijo como víctima33.
Por eso, de María, al pie de la cruz, es posible aprender a transformar la vida entera en una ofrenda
continua agradable al Padre, teniendo como modelo y nutrimento, la participación profunda e intensa en
el sacrificio único del Hijo de Dios que se renueva todos los días sobre el altar
h) La espiritualidad litúrgica es una espiritualidad eclesial y de comunión
María es la Virgen Madre que, habiendo concebido en su seno a la Palabra eterna del Padre, cooperó
también activamente al nacimiento de la Iglesia, pues su maternidad con respecto a Cristo se prolonga en
la Iglesia, que es el cuerpo místico de su Hijo.
Sobre este particular, el papa Juan Pablo II, sostiene que “en la economía de la gracia, actuada por la
acción del Espíritu Santo, se da una particular correspondencia entre el momento de la Encarnación del
Verbo y el del nacimiento de la Iglesia. La persona que une estos dos momentos es María: María en
Nazaret y María en el cenáculo de Jerusalén”34.
De María, que al pie de la cruz aceptó la adopción filial de los hijos que nacerían del costado abierto
del Salvador, y en Pentecostés permaneció en actitud orante en favor de la Iglesia naciente, implorando
para los creyentes el don del Espíritu Santo, aprendemos a vivir en el amor y la comunión con la Iglesia.
Este espíritu eclesial, que tiene múltiples manifestaciones, debe hacerse patente cuando
participamos en la liturgia, pues ella es celebrada por la Iglesia, con la Iglesia y en la Iglesia.
En el ámbito litúrgico, la comunión con la Iglesia ha de manifestarse particularmente en dos
aspectos esenciales:
1) En las celebraciones mismas, realizadas con el máximo respeto por el espíritu y el modo
concretos con los cuales la Iglesia desea que se celebren; modo que se expresa en las normas litúrgicas,
cuyo contenido teológico manifiesta aquello que la Iglesia cree respecto al misterio celebrado.
2) En la inamovible convicción de que es sólo en la Iglesia, como misterio de comunión trinitaria en
tensión misionera, en donde se manifiesta toda identidad cristiana.
32
CONCILIO VATICANO II, Constitución dogmática sobre la divina revelación Dei Verbum, núm. 21.
Lumen Gentium, 58.
34 JUAN PABLO II, Carta encíclica Redemptoris Mater, 24.
33
46
A la luz de María, Madre del Redentor y Madre de la Iglesia, aprendemos que:
[…] La liturgia viene a ser la fuente y el alma de una espiritualidad que, además de evitar el peligro
de un intimismo y de un individualismo exasperados, anda a la búsqueda de una relación con Dios que
comprenda en un único vínculo de solidaridad la relación con los hermanos y con toda la realidad
creada”35.
i) La espiritualidad litúrgica es una espiritualidad orante y contemplativa porque profundiza en
aquello que celebra y lo asimila en el silencio, en la adoración y en la oración que contempla reverente el
misterio celebrado.
María es la Virgen orante y contemplativa que, escucha con atención amorosa y reverencial la
Palabra de Dios, contempla su cumplimiento en la historia y experimenta en sí misma las maravillas del
Señor.
El espíritu de oración la conduce a abrirse al misterio de su propio Hijo, que paulatinamente
descubre y comprende, abriendo su corazón, su entendimiento y su voluntad frente al misterio que la
sobrepasa.
El Espíritu de oración y contemplación la lleva también a permanecer incólume en su peregrinación
de la fe y firme en la esperanza, incluso cuando debe enfrentarse a las horas amargas de sufrimiento.
Sobre este tema, la afirmación que el evangelista san Lucas hace sobre ella después de la visita de
los pastores al niño Jesús recién nacido, resultan emblemáticas y cargadas de alto valor espiritual: “María,
por su parte, guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón” (Lc 2,19).
En suma, en el interior de María, el Espíritu Santo suscitó las actitudes que, podemos decir,
coinciden con las grandes líneas de la plegaria litúrgica eclesial “que tiene su vértice y su punto de
condensación en la plegaria eucarística: la alabanza llena de reconocimiento en el Magníficat (Lc 1,4655), la intercesión en Caná (Jn 2,1-12), la súplica por el descendimiento del Espíritu en el cenáculo (Hech
1, 12-14)”36.
Así pues, de María podemos aprender a vivir la liturgia con un auténtico espíritu de oración, de
adoración profunda a Dios, de reconocimiento y alabanza, de intercesión, de recogimiento y
contemplación, profundizando y asimilando los misterios celebrados, “guardándolos” también nosotros,
en los espacios más íntimos de nuestro ser y “meditándolos en el corazón”.
j) La espiritualidad litúrgica es una espiritualidad apostólica, pues el contacto vivo con los misterios
divinos enciende y fortalece el ardor apostólico.
Quien mediante la participación en la vida litúrgica de la Iglesia crece en la comunión con Dios, no
puede sino verse impulsado a transmitir, por una moción casi incontenible, aquello que escucha y
experimenta del misterio de Dios.
En María tenemos un modelo insigne de espiritualidad apostólica, pues indisolublemente asociada al
misterio de su Hijo, es ante todo creyente y discípula.
María no sólo fue transfigurada por el misterio pascual de su Hijo (que ella vivió en carne propia y
nosotros vivimos mediante la liturgia), sino que, principalmente, sigue invitando a los hombres al
seguimiento de Cristo, pero también, a “hacer discípulos”.
Más aún, según afirma el capítulo VIII de la Lumen Gentium:
[…] También en su acción apostólica la Iglesia mira hacia aquella que engendró a Cristo, concebido
del Espíritu Santo y nacido de la Virgen, para que por medio de la Iglesia nazca y crezca también en el
corazón de los creyentes. La virgen fue en su vida ejemplo de aquel amor de madre que debe animar a
todos los que colaboran en la misión apostólica de la Iglesia para engendrar a los hombres a una vida
nueva37.
k) La espiritualidad litúrgica es una espiritualidad de la diaconía
E. RUFFINI, “Celebración litúrgica”, en: Nuevo Diccionario de espiritualidad, Paulinas Madrid, 1991, 212.
J. CASTELLANO, Op. Cit., 1471.
37 Lumen Gentium, núm. 65.
35
36
47
La fuerza y la gracia comunicadas por el misterio celebrado, contemplado e interiorizado, ha de
expresarse en el compromiso y el servicio fraterno en favor de los demás.
María, dice el papa Paulo VI, es modelo para la Iglesia en el ejercicio del culto divino y del servicio
caritativo38. Por eso Ella se nos muestra siempre solícita al bien de sus hermanos: la vemos corriendo a las
montañas de Judea para ponerse al servicio de su prima Isabel, la vemos intercediendo en Caná por los
novios que no tienen vino, la vemos en actitud de súplica en favor de la Iglesia naciente.
l) La espiritualidad litúrgica es una espiritualidad escatológica
La liturgia terrena es anticipación, pregustación y prenda de aquello que esperamos vivir y celebrar
en la liturgia celestial. Por eso, la liturgia alimenta nuestra esperanza escatológica.
María, que supo esperar contra toda esperanza, “brilla en el horizonte de nuestra andadura personal,
desde donde nos dice que tal andadura tiene un sentido y un futuro, y que desembocará, según la fe, en la
seguridad de una victoria final”39 tal como lo anuncia y preludia la liturgia terrena.
3. CONCLUSIONES
“La Iglesia que celebra los misterios divinos debe […] mirar a María como modelo de fe, de
esperanza y de caridad, de pureza y de empeño, de perseverancia en la oración”40.
Sabiendo que el Fiat de María permanece siempre a la base de toda auténtica espiritualidad
cristiana, tener a la Madre de Cristo como modelo de espiritualidad litúrgica ha de conducirnos a la
celebración, cada vez más consciente, activa, contemplativa y fecunda, de la liturgia, de una “[…] liturgia
abierta a las mociones del Espíritu que crea la comunión profunda con Dios y con los hermanos”41, que
hace de nuestra vida una ofrenda agradable al Padre, que nos impulsa al apostolado y al servicio y nos
sostiene en la esperanza escatológica.
Pero, “El sentido profundo de estos misterios [según afirma bellamente Orígenes] no puede captarlo
quien no haya apoyado la cabeza sobre el pecho de Jesús y no haya recibido de Él a María como a su
propia Madre”42.
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40 J. CASTELLANO, Op. Cit., 1472.
41 Ídem.
42 ORÍGENES, Comm. in Johanem, XIX, 4.
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