EL DIOS DE LOS VIENTOS abía invitado a su nieta a dar un paseo en el coche con la intención de llegar hasta la sierra a pocos kilómetros de la ciudad. Por el parabrisas veía en el atravesar de la tierra seca, las pequeñas lomas áridas anunciadoras de más altura. Cuando ya el camino terroso era sólo apropiado para tractores todo terreno, dejo el vehículo aparcado en un ancho de la pista y dirigiéndose a la niña, le dijo: —Clara, vamos a dar un paseo por el monte, subiremos un poquito por esa senda de la derecha y podremos contemplar desde arriba, a nuestras anchas, como se difumina el valle en el horizonte. Seguro que te gustará. —¿Me cansaré, abuelo? —A los diez años no se cansa nadie, Clara. En cambio a mi edad es muy posible… —Pero si subes mejor que yo, abuelo —Si tú lo dices… -le contestó ufano y comprensivo por el cariño que encerraba la mentirijilla. Y caminaron en lenta ascensión hasta el alto de la colina entre las preguntas curiosas que hacía la nieta sobre las mil cosas que la Naturaleza viva derrama y la pureza de una bonita mañana de sol. Él, eso sí, algo abrumado por la disimulada fatiga y ella contenta de volver al sitio que cuatro o cinco años antes, también la llevó su abuelo. Arriba dieron de narices con unos enormes y altísimos aparatos de metal y plástico dotados de tres aspas girando acompasadas a ritmo de un vals interpretado por el ligero viento abrileño, dueño y señor del ambiente. —¿Qué es todo esto, abuelo? Parecen gigantescos molinos de viento como los que he visto en los cuentos y en la visita que hice con los papás a Holanda. —En efecto son molinos de un parque eólico que con el rotar de esas enormes aspas que tenemos encima, producen energía eléctrica. La fuerza acumulada y distribuida permite, entre otras muchas cosas, que puedas subir en el ascensor, encender el ordenador o ver esos programas de televisión que tanto de gustan. —¿Has dicho parque eólico? Que nombre tan raro, abuelo. No me suena. La vez anterior subimos aquí cuando yo era más pequeña, tan pequeña que parte del camino lo hice en tus hombros y no recuerdo de la existencia de estas cosas altas y brillantes, todo estaba como más limpio, más despejado. —Por respuesta, debo decirte que la denominación parte del proceso de intervención del viento como agente principal, como fuerza motriz. De ahí surgió el nombre y viene de la mitología griega. Eolo, hijo de Helén, héroe de una época y del pueblo de los eolios, fue designado por el dios Zeus como responsable de los vientos, por lo tanto analizado no me parece que sea mucha la rareza. De todos los modos cuando dentro de poco estudies la mitología, que es preciosa, lo comprenderás mejor… —Eso espero... –le respondió socarrona enfocándole su mirada de destello inteligente, cargada de dudas. —Seguro que sí, ya lo verás ¿Sabes que me recuerda, el paisaje en el que estamos? —No lo sé, abuelo. —Me recuerda a la vez un pasaje del Quijote en el qué el Ingenioso Hidalgo anuncia a su escudero Sancho Panza que les va a presentar batalla a unos gigantes con los que se tropiezan, como nos ha ocurrido a ti y a mí, hoy. Sancho, que se siente como un náufrago en medio de todo aquello, le advierte que no son gigantes sino molinos de viento de los muchos que había en los montes de CastillaLa Mancha, los años en los que se desarrolla la historia del libro que en cualquier momento de tú vida, deberás también leer —¿Y para qué querían entonces los molinos si no conocían la electricidad? —Pero conocían la poderosa fuerza del viento; con aquellas aspas rudimentarias de madera y tela unido todo a un sistema de ruedas conseguían la moltura del trigo, avena, maíz… base de su alimentación. —¿Había muchos de esos molinos? —En el capítulo del Quijote, don Miguel de Cervantes habla de treinta o cuarenta y lo sitúa en un lugar de La Mancha en las proximidades de Puerto Lápice, lo cual evidencia que habría muchos más en otros sitios. —¿Y no se quejaban las gentes de estropearles el paisaje o afectarles de algún modo, abuelo? —De éso no habla Cervantes. Imagino que les preocuparía primordialmente comer y allí tenían, en las harinas obtenidas con la molienda gracias al viento, el modo de hacerlo. —¿Entonces…? — Todo ha evolucionado, según mi criterio. El hombre en su afán incansable de ser cada vez más, de tener más con menos esfuerzo físico, fue capaz de inventar, descubrir y dominar cosas como la electricidad y le resulta imposible prescindir. —¿Y los montes se quedarán así? —¿Quieres decir que se habrá acabado su estado puro? Me temo que algún que otro paisaje, como este que contemplamos tendrá que pasar por el sacrificio y ocultar su idílica apariencia, pero no deja de ser el peaje a pagar por toda esa serie de comodidades de las que disfrutamos gracias a la electricidad y de las que muy pocos están o estamos dispuestos a renunciar. —Si tú lo dices… F. Gracia Barrachina