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QUERIDO NIÑO
Quiero situar mi historia en el marco del tiempo. Estoy donde estoy y vivo lo que vivo
porque a lo largo de más de 20 años he ido respondiendo con decisiones las propuestas que
se me han ido brindando. Quiero manifestar que en todas mis respuestas ha existido un
criterio y un deseo que no ha sido otro que el de evangelizar.
Tras mi despertar en los Campos de Trabajo Misión en América Central, vinieron 8 años de
Vallecas en el barrio de Entrevías y continúan con los más de 10 años en Bucarest. En todo
este tiempo no he pretendido otra cosa que “dar Buenas Noticias de parte de Dios a quienes
las reciben malas de parte de la vida”. Estoy seguro que los chicos y las chicas de Bucarest
que han vivido el abandono necesitan el sentir que alguien está totalmente de su lado. La
vida le has enviado la mala noticia de que no son queridos ni aceptados mientras que el
Buen Dios les envía hermanos que comparten vida, emociones y sentimientos. Es por lo
tanto mi obligación ser Buena Noticia para los niños y niñas.
He de reconocer que todo este tiempo ha sido un privilegio para mí. No sólo he dado buenas
noticias, yo también he recibido muchas buenas noticias de parte de Dios que me han
transmitido precisamente quienes las reciben malas de parte de la vida. ¿Quién sino me ha
enseñado a buscar en mis entrañas y en las entrañas del hombre? ¿Quién me ha gritado de
la necesidad de esperanza, porque está empezando su vida y no puedes vivir sin ella?
Reconozco que soy un privilegiado porque una y otra vez he visto a chicos y chicas que
intentan salir del marco que se les ha asignado: gitano, abandonado, niño de la casa de
niños. Yo he sido evangelizado por los chicos y las chicas que quieren ser personas con
dignidad y con futuro, chicos y chicas que quieren ser libres. Me despiertan de mí, no amas
la norma ni la obligación; porque quieres ser libre; porque sólo te doblegas ante la ternura y
el cariño...
¡Soy privilegiado! porque un día entraste en mi vida y me hiciste ponerme a tu lado, y eso
me plenifica, me exige y me permite encontrarme con el Niño de Belén y el Cristo de la Cruz.
Descubro que eres dos veces pobre; eres PESEBRE y CRUZ, niño y carne de cañón de esta
sociedad tan absurda, tan loca y tan injusta. Es desde ti desde donde puedo encontrar, en tu
pobreza, la necesidad de la resurrección; la certeza de que el amor salva al hombre; la
certeza de que Dios no abandona a sus hijos y puedo así bucear en la ternura y en la
esperanza.
¿Ves cómo soy un afortunado?
Sabes, amigo, al principio necesitaba encontrar la eficacia, mi eficacia; todavía vivo esa
“paranoia” de cambiarte la vida, con la fuerza del primer día. Pero junto a ese querer, ahora
más que nunca, quiero estar contigo. Busco y necesito la sabiduría de permanecer ante tu
dolor. La sabiduría de la esperanza o la capacidad de mirar más allá de los acontecimientos,
aunque no me guste nada lo que veo. Ver que tu vida, a pesar de todo, va ganando
pequeñas batallas a esta realidad tantas veces absurda y cruel.
Chico de la calle, porrero, malote, “cachorro de nadie”, sinvergüenza... Produces pena, asco,
desprecio, miedo, compasión... Para muchos tu cara no tiene nombre, ni apellidos, ni
historia, ni posibilidad de futuro, ni de presente.
Muchas veces, cuando regreso a casa en el tren, y veo los rostros de los que vienen a “pillar”
a la Celsa, no puedo menos que acordarme de ti. Tiemblo al pensar que, dentro de unos
años más, seas tú el que salte la valla de la estación “El Pozo” y corras con ansiedad por la
senda hacia la Celsa.
Cuando te mi-ro sólo pido a Dios que me enseñe a mirarte con el corazón de la esperanza,
con la fuerza del amor y que no me acostumbre a tu fracaso, a tu dolor... Que no se me
convierta el amor en horario de intervención.
A estas alturas de la carta te habrás dado cuenta de que te llevas un trozo de mi corazón, de
mis fuerzas. A veces siento que me llora el alma, pero estoy seguro que merece la pena mi
vida, mi cansancio, porque te quiero. Eres responsable de que mi corazón sea cada vez más
vallecano, porque tú lo eres. Me has enseñado a amar las calles de Entrevías y El Pozo, y a
caminar por ellas con los ojos muy abiertos, porque estás en ellas. Estoy seguro que siempre
seré “el gordo Juancar”, pero quiero que andemos por las mismas calles, que podamos reír
juntos y que sigamos imaginando otras historias y que sobre todo me sigas robando el
corazón.
A veces me enfado, me da rabia que no tengas más fuerzas, que te sigas metiendo en “malos
rollos”, que te pasen las cosas que te pasan. He deseado muchas veces empezarte la historia
de otra manera. He deseado que algo maravilloso sucediera y cambiara tu presente y tu
futuro. Estoy seguro que tú no sabes que me pasa esto, y si lo supieras pensarías que son
“mis neuras”.
Muchas veces hablo de ti al Padre Dios, no olvides que soy “cura o algo así”, porque a veces
me canso, siento que las cosas no las hago bien, que todo sale mal. Entonces es cuando Dios
me reta y me dice que me extravié en el deseo de cambiarte la vida, que no miré tu corazón
y que me perdí el increíble y maravilloso espectáculo de la gestación de una esperanza
nueva en cada dolor. También me manifiesta que mi prepotencia, mi necesidad de que todo
salga como yo creo que tiene que salir, cegó mi corazón y secó mi esperanza. ¡Pero hay
tantos momentos en los que necesito ver resultados concretos, que me resulta difícil vivir
gestaciones de esperanza en el dolor!
Cuando te encuentro siento que tengo que pedirte perdón. Al verte, siempre, con el mismo
chandal o detrás del puesto de flores en el rastrillo o que una vez más te hayan expulsado
del colegio, me siento culpable. Cuando tienes problemas y te marchas o te mandan fuera
de casa, sé que estás en la calle esa noche, mirando la luna o fumando canutos y viviendo
una vez más la soledad y la incomprensión. Tal vez te meterás en algún “mal rollo” como
“hacerte un coche o una moto”, con otros igual que tú y siento miedo.
Como ves, formas parte mía, estás en mis pensamientos. Formas parte de mi historia y estás
en mi comunidad. Porque, de la misma manera que has entrado en mi vida, he sentido la
necesidad de darte a conocer a mis hermanos. Ellos te conocen, saben de ti, te sitúan,
incluso tú les conoces por las veces que has pasado por casa y por las veces que les has visto
en Ciudad Joven.
Eres el invitado de muchas conversaciones de sobremesa, de muchas reuniones y
preocupaciones. Nos acordamos de ti en las oraciones. Sabes, los hermanos también te
quieren. Ellos han puesto muchas veces paz cuando mi corazón siente rabia, pena o
impotencia y está cegada mi razón, mi esperanza y mi fe. Como ves, ellos también participan
de todo esto, porque si no “el Juancar” se habría cansado ya hace tiempo o, como muy bien
dices: “estaría ya más quemado que la moto de un hippy”.
Quizá no entiendas lo que te voy a decir ahora, ya que tú no tienes este problema, pero
perdona que te suelte mi “pedrada”. No quiero entrar en el realismo mercantilista de los
resultados que con frecuencia me llevan a la resignación, ni quiero entrar en la utopía
poética de quien hace poesía de tus carencias. Quiero entrar en el realismo utópico del que
lucha junto a ti y que acepta con la sabiduría de un pobre, el fracaso de su utopía, pero no
pierde los sueños que le permite seguir estando junto a ti creando utopías nuevas.
Sabes, amigo, cuando me preguntan por ti y de mi experiencia contigo, me resulta
enormemente difícil elaborar un discurso coherente. Es difícil hablarles y decirles: que eres
ternura, que eres llanto y aún así me haces reír. ¿Cómo decirles que eres fuerza y me
cansas? ¿Cómo decirles que eres niño y estás crucificado? ¿Cómo decirles que, sobre todo,
eres grito de Dios que te ama más de lo que yo pueda imaginar y que le duele tu dolor?
¿Cómo decir, que eres invitación, llamada de Dios a ir inventando el amor, estrenando su
fuerza, aprendiendo de su sabiduría y viviendo de su esperanza, descubriendo la verdad de
mi vida y lo unida que está a las entrañas de Dios? Y hoy todo esto pasa por permitir que
entres en mí, por permitirme que yo entre en ti.
Sabes, amigo mío, esta carta nunca la vas a leer, y menos mal, porque sentiría una vergüenza
enorme. Pero ten por seguro que voy a proclamar a mis hermanos que está siendo una
historia de amor entre tú y Dios, y los dos me habéis invitado a sentarme en la mesa de la
fraternidad, a vivir plenamente mi condición de hermano. Mientras entre todos me enseñáis
a contemplar, a amar y a construir una nueva historia, una nueva sociedad.
¡Cuídate mucho, amigo mío! Nos vemos. Un saludo.
Entrar en tu vida es un privilegio que Dios me ha concedido, es entrar a descubrir el rostro
del Cristo que sufre sin haber tenido tiempo de vivir y comprobar que hay en él un anhelo de
resurrección...
H. Juan Carlos Sanz
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