Un mensaje fundado en el testimonio

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Hoy en la Javeriana
Un mensaje fundado
en el testimonio
Carlos Julio Cuartas Chacón*
En la mañana, el Papa ocupó su lugar
en ese magnífico altar elevado que se
halla en el centro de la Basílica, atestada de gente. En cambio, por la tarde,
se ubicó en un asiento sencillo, a ras
del piso, en un costado del altar, muy
cerca de los fieles que en buen número
eran personas con limitaciones físicas,
muchos de ellos en sillas de ruedas, rodeados por enfermeras y familiares. Qué
diferencia con lo sucedido antes del
mediodía. Los espectaculares coros de
la Capilla Sixtina dejaron su lugar a un
pequeño grupo musical, destacándose
las voces de los enfermos que de vez en
cuando no daban con el tono apropiado; y sin embargo, no se percibía disonancia alguna porque así debía ser.
Bajo el señorial baldaquino de Bernini, el Papa había bendecido los óleos y
el crisma contenidos en tres preciosas
ánforas de plata, en un ritual lleno de
pompa y esplendor. Horas después, ese
mismo Papa se puso de rodillas ante
doce minusválidos, de distintas edades
y condiciones, que debieron ser ayudados para quitarse sus zapatos y sus medias. Despojado de su casulla y solideo,
llevando una estola terciada a la manera de los diáconos, de la servidumbre,
el Papa se postró una y otra vez, lavó y
besó los pies de esas personas, siempre
con gran cuidado. En cada caso, al terminar, el Papa, aún de rodillas, levanta-
ba su mirada para fijarla en los ojos del
enfermo y entregarle una cálida sonrisa.
Así lo hizo doce veces.
¡Qué contrastes! Sí, y sin embargo, el
motivo era el mismo, Jesús, muerto y
resucitado. Grandes son las lecciones de
este Papa admirable, de sencillo mensaje y testimonio irrefutable. Francisco
pone de presente, una vez más, que en
medio de la diversidad de personas y
circunstancias, todos podemos tener un
lugar y una oportunidad en el mundo,
porque al lado de Jesús no cabe exclusión alguna. También deja claro que el
primado y la grandeza no pertenecen a
los poderosos, opulentos y arrogantes,
sino al humilde servidor
*Asesor del Secretario General
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opin ión
El contraste no pudo ser más fuerte, y
el día, más propicio, el Jueves Santo, de
especial significado para los creyentes.
Esto ocurrió en las ceremonias de Semana Santa en Roma, a las que pude
asistir también este año, gracias a la
televisión.
En la Basílica de San Pedro, siempre majestuosa, el Papa presidió en la
mañana la Misa crismal, que congregó
a un grupo muy numeroso de sacerdotes concelebrantes, entre ellos muchos
obispos y cardenales, -todos lucían sus
mitras-, y en la cual estaban presentes miembros de la imponente guardia
suiza que, por supuesto, siempre realza la solemnidad. En la tarde, para la
Misa vespertina, el Papa se dirigió a las
afueras de Roma, a una pequeña Iglesia,
donde lo acompañaron muy pocos sacerdotes, un cardenal y un obispo, -sin
mitra-, y su maestro de ceremonias. En
ese templo de la periferia no había estatuas colosales de los grandes santos
de la Iglesia ni sepulcros monumentales levantados en honor de pontífices
de otros tiempos. ¡No! Solo un hermoso
crucifijo y una imagen enmarcada del
beato Carlo Gnocchi, fallecido en 1956
y conocido por su obra en favor de niños
mutilados de guerra.
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