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bibiana
camacho
la sonámbula
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Para mis padres.
Con J.M., Kato y Gonzo, por supuesto.
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La criatura
Cuando es de noche y está oscuro y uno está
despierto y solo, los pensamientos adquieren
el color de los alrededores, se vuelven
lúgubres, sombríos y muy funestos.
Frank Norris
Llegó con la lluvia. Era una noche con granizo, nos acurrucamos entre las cobijas luego de ver una película. Había muchos truenos y relámpagos y a cada rato me paraba
a rondar por la casa, prender luces, verificar que las ventanas estuvieran bien cerradas. Roberto dice que los sonidos cotidianos se vuelven amenazantes y desconocidos
durante la noche. Pero yo no le tenía miedo a la oscuridad
ni mucho menos, más bien me ponía mal; me daban escalofríos y me dolía la cabeza.
Me fui a dormir con un presentimiento funesto. Las
bolas de granizo no dejaron de golpetear los vidrios de
las ventanas. Aunque ya no me levanté de la cama, fui incapaz de conciliar el sueño. Ya cuando el cielo empezaba a
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clarear y la lluvia se había detenido por completo, empecé
a quedarme dormida. Soñaba que corría por las calles de
la ciudad y de vez en cuando daba brincos con mis piernas estiradas, como si fuera un atleta a punto de saltar un
obstáculo; cada vez lograba saltar más alto, tanto que lograba ver a través de las ventanas de los pisos altos de
los edificios. Pero poco a poco me di cuenta de que ya no
podía bajar, mis piernas seguían tomando altura. Por más
que intentaba quedarme en el suelo, mis rodillas se flexionaban y volvían a impulsarse, no sabía cómo detenerme;
empezaba a tener miedo, cuando un grito de Roberto me
despertó. Me levanté de la cama cuidadosamente, mis
piernas ya no respondían como años antes, las várices y
el agotamiento me habían convertido en una mujer torpe
y lenta. Roberto estaba en el patio, frente a las macetas de
las buganvilias, estaba agachado y le temblaban los hombros. Al acercarme lo vi; era un gusano enorme y gordo
que se retorcía entre las manos huesudas de Roberto. Me
dio asco y, tranquilizándolo, le pedí que se deshiciera del
bicho gigante, blanco y pegajoso que causaba repulsión.
Fui a la cocina e hice café, segura de que Roberto me haría
caso. Pero por alguna razón que sigo sin comprender, se
encaprichó con el animal y me pidió que lo conserváramos: vivirá en el jardín, ¿qué puede hacer una criatura
que se arrastra? Vamos a ver qué pasa. A la primera señal
de peligro nos desharemos de él, te lo prometo. Accedí
molesta; no me gustaba la idea pero estábamos tan solos.
Roberto y yo nunca tuvimos hijos. Acaso algunas mascotas que ya habían muerto. Hacía un par de años decidi-
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mos no adoptar ni comprar otra, ante el temor de que la
muerte nos sorprendiera y no hubiera nadie que se hiciera
cargo de ella. Teníamos ya casi cuarenta años viviendo
juntos y tanto las desavenencias como los acuerdos nos
eran perfectamente claros con sólo mirar nuestra expresión o un movimiento de manos o un gesto con los hombros. Roberto entendió que él tendría que hacerse cargo
del animal. Salía todas las mañanas al pequeño jardín y
chasqueaba la lengua para llamarlo. El animal salía arrastrándose de algún rincón y se acercaba a las manos ahuecadas que Roberto llenaba con hojas secas y ramitas que
rescataba tanto del jardín como de las plantas de dentro
de casa. El bicho comía de su mano.
Roberto parecía contento, tenía algo importante en
qué ocuparse y, aunque evitaba mencionarme a la criatura, yo sabía que estaba satisfecho de serle útil a un ser
más indefenso que nosotros mismos. Y justo durante esos
días apacibles se recrudecieron los lapsus de pérdida de
memoria de Roberto. Hacía tiempo que casi no salíamos
de casa, vivíamos de una pensión que nos permitía pagar
los gastos más apremiantes. Años antes solíamos pellizcar nuestros ahorros para salir a un buen restaurante
o vacacionar en algún lugar cercano un fin de semana.
Ahora, las piernas ya no me permitían moverme con libertad; Roberto se mareaba en la calle y perdía la orientación. Sin embargo, desde que apareció el gusano, Roberto
empezó a tener olvidos cada vez más alarmantes. Parecía
que lo único que le preocupaba era el bienestar del bicho.
Si yo no le recordaba que no se había bañado, no lo ha-
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cía; se le perdían los lentes, las llaves, las pantuflas. Se la
pasaba horas revisando viejas enciclopedias tratando de
encontrar qué tipo de animal teníamos y la mejor forma
de proporcionarle el bienestar y los cuidados apropiados.
Al principio me pareció bien que se entretuviera en algo,
pero pronto me di cuenta de que su memoria se deterioraba a la par que crecía su obsesión por el gusano que
se paseaba de una maceta a otra y se fue apropiando de
nuestros sillones y tapetes.
Mientras el animal se sentía más cómodo, Roberto parecía más perdido. A veces se levantaba de un sillón, dejaba el periódico al lado y caminaba hacia el pasillo, luego
se quedaba parado durante unos breves segundos que a
mí me parecían eternos, para luego seguir su camino al
baño, a la cocina o al jardín, con pasos vacilantes y la
mirada extraviada. Alguna vez le pedí visitar a un doctor,
pero su negativa fue tajante. De modo que comencé a hacerle preguntas sobre nuestro pasado: Oye, Roberto, ¿te
acuerdas cuando…? A veces le pedía su opinión acerca de
alguna noticia reciente o le daba a leer libros. Pero nada
de eso sirvió. Los olvidos de Roberto se agudizaron. Poco
a poco aumentó el tiempo que tardaba en recordar lo que
necesitaba, dónde estaba o quién era yo. Observar su desesperación contenida me hacía sentir impotente.
Su único gusto era acariciar al bicho cada vez más
grande y gordo, que al sentirse apapachado emitía una
especie de ronroneo metálico, como si varios clavos chocaran entre sí en su interior. Pero a veces incluso olvidaba
a su querida mascota. Lo sorprendía mirando al gusano
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mientras lo acariciaba. Sus ojos desorbitados y el espanto
de su rostro me indicaban que Roberto no tenía idea de
lo que tenía entre las manos. Otras veces lo sorprendía
actuando como si el bicho no existiera, temeroso de que
el animal fuera producto de su imaginación. Esperé en
vano que un día olvidara la existencia de la criatura, pero
nunca sucedió. En cuanto recuperaba sus recuerdos, el
gusano era lo primero que buscaba.
Las lagunas de Roberto se extendieron y mis piernas
parecían más débiles y confusas, aunque mi cerebro daba
la orden de caminar, mis piernas tardaban en responder y a veces simplemente no lo hacían. Tuve que usar
bastón. Ya no salíamos para nada. El vecino de al lado
nos hacía el favor de comprarnos víveres, tirar la basura
y pagar nuestras cuentas a cambio de pasteles que yo le
preparaba o de alguna de las cajas de madera que Roberto había coleccionado durante toda su vida. Alguien se
las tiene que quedar, me decía entristecido. Cada que nos
visitaba, hacíamos lo posible por ocultar al gusano, pero
la única vez que lo tuvo enfrente, justo sobre la mesa del
comedor, mientras depositaba bolsas repletas de comida,
no hizo ningún comentario, como si no lo hubiera visto.
Así que dejamos de preocuparnos.
Una mañana, el bicho no apareció. Lo busqué en el jardín,
en las macetas, detrás de las puertas, en los sillones, en el
clóset y en todos los rincones. Roberto, cada vez más perdido en el laberinto de su cabeza, parecía recordarlo de
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pronto y lo buscaba con desesperación, pero luego se dejaba caer en algún sillón desconsolado y confundido. En
ese momento me sentí aliviada. Durante esos días, mis
piernas recobraron algo de fuerza y Roberto, aunque triste y confundido, parecía más sereno y menos olvidadizo.
Luego de semanas de tranquilidad, un ruido extraño
me despertó, parecía que algo roía la madera de los muebles con desesperación. Me levanté y encendí todas las
luces de la casa. Como no podía agacharme para buscar
debajo de los muebles, los golpeaba con mi bastón a la espera de que saliera una rata. Cada vez que me acercaba al
sitio de donde provenían los ruidos, éstos cesaban de inmediato y luego los escuchaba en otro lugar más lejano:
en el baño, en la recámara, en la cocina, en el jardín. Me
sorprendió el amanecer sin que pudiera encontrar nada.
Estaba agotada, las piernas me hormigueaban y me zumbaba la cabeza. Ya no sabía si el ruido había existido o sólo
lo había soñado. Estuve mucho rato sentada en la cocina,
con las manos cubriendo mis ojos, tratando de tranquilizarme. De pronto Roberto entró y dijo: Mira, regresó, y
me mostró un animal todavía más feo que el anterior, una
especie de escarabajo amarillo con alas peludas y espesas. Era demasiado grande, del tamaño de un gato pequeño, pero lo más atemorizante era un cuerno negro, largo
y puntiagudo que le salía de la frente. Grité y me cubrí
el rostro, horrorizada, mientras Roberto le acariciaba el
cuerno: No te preocupes, la espantaste; ven, vamos a ver
qué podemos darte de comer. Lo depositó en la mesa de
la cocina, justo frente a mí. El bicho se quedó quieto y,
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aunque no veía sus ojos, estaba segura de que me miraba.
Sentí escalofríos en todo el cuerpo. No tenía caso discutir,
Roberto estaba decidido a volcar sus pocas energías en el
cuidado de su mascota. Comía frutas podridas y semillas.
Le gustaba que Roberto le acariciara el cuerno y se la
pasaba casi todo el día dormido dentro de las macetas, entre las piernas flacuchas de Roberto o en los rincones de
los sillones. Tenía un ronquido extraño, sonaba como una
maquinaria con los tornillos flojos. Sus ojos, de un amarillo brillante, parecían los de un felino a punto de atacar.
Las noches eran las peores, yo no podía conciliar el sueño, lo escuchaba corretear por la casa, incluso debajo de
la cama; lo escuchaba royendo la madera de los muebles y
los pisos. Me quedaba inmóvil, cubierta hasta la cabeza
con las cobijas, aguantando la respiración para escuchar
mejor cada uno de sus movimientos, mientras Roberto
permanecía en un sueño pesado y ausente, casi como si
no estuviera ya en este mundo. A la mañana siguiente revisaba los rincones de la casa en busca de los desperfectos
que podría haber dejado el bicho, sin encontrarlos.
Para Roberto, la primera y única preocupación del día
consistía en cuidar a su amigo, alimentarlo, acariciarlo.
Hablábamos cada vez menos y yo no me atrevía a decirle
que, aunque se bañara, despedía un olor rancio, como si
algo dentro de él se estuviera pudriendo.
Pasó un año entero y volvió la temporada de tormentas. Las ventanas repiqueteaban al ritmo de la lluvia;
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los truenos y relámpagos no me daban tregua. Volvía
a levantarme por las noches, en un estado de duermevela, encendía todas las luces y verificaba varias veces que
estuvieran cerradas las ventanas y que no hubiera goteras. El bicho se desperezaba conmigo y corría tras mis
talones de un lugar a otro. Se convirtió en un fiel acompañante nocturno que parecía entender mi temor ante
la oscuridad y el agua que se precipitaba del cielo desenfrenado.
La memoria de Roberto se deterioró severamente; de
nada servían las preguntas que le hacía acerca de nuestros recuerdos, de cómo nos conocimos o cuál era su platillo, película o libro favoritos. Su memoria se extravió
poco a poco en la humedad de las tardes lluviosas. Incluso se le olvidaba alimentar a su criatura y entonces yo
tenía que ir a buscar las frutas que a propósito se estaban
pudriendo en algún recipiente, para ofrecérselas de mi
propia mano, porque la de Roberto yacía inerte y temblorosa en el respaldo del sillón que daba a la ventana. El
animal seguía causándome escalofríos y asco, pero era
el único vínculo posible entre Roberto y yo.
Pronto renuncié a las preguntas. Mis esfuerzos eran
inútiles y terminaba hablando sola, recordando algo que
sólo era mío porque a Roberto mi parloteo no le decía
nada. Entonces supe lo que era estar realmente sola. Las
pocas veces que intentaba comunicarme con Roberto y
recordar nuestro pasado, la criatura permanecía quieta,
casi siempre a mis pies, como si también se hubiera olvidado de la presencia muda y triste de mi esposo.
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