El joven traductor-intrprete lleg pronto

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Que no se culpe a nadie...
El joven traductor-intérprete llegó pronto. Inusualmente pronto, como habían llegado también
los demás intervinientes en aquel maldito asunto. Casi todo el trabajo de los demás ya estaba
hecho. Patru Moldoveanu era alto, delgado. Venía vestido muy formalmente, pues el aviso le
había llegado al salir del Juzgado, no muy lejos de allí. Había tenido que asistir
profesionalmente a los acusados de un juicio por robo. Les habían detenido con la mercancía
robada y fueron reconocidos sin dudas por los testigos. Su abogado no pudo hacer gran cosa,
más que apelar a la miseria como causa de todos los males...
Ahora, tomó el documento que le ofrecía, el motivo de su presencia allí. Le habían hecho pasar
a la cocina de la casa. Se tomó su tiempo antes de empezar a traducir. Era una nota
manuscrita, bolígrafo azul en una hoja blanca de cuaderno de las que se habían recortado
pulcramente las barbas que quedan al ser arrancada. Lo escrito ocupaba las dos caras. Encima
de la mesa de la cocina estaba el cuaderno del que debía haber salido la hoja, y otros
documentos. Patru vio que eran pasaportes, partidas de nacimiento y cartas de identidad. “Lo
dejo todo ahí preparado”, le dijo uno de los hombres.
Volvió su atención a la hoja de papel escrita. La letra era pequeña y pulcra, clara, algo infantil.
Parecía la de un escolar aplicado. No había tachones, y parecía estar escrita sin titubeos. Leyó
para sí en silencio. La ortografía era sorprendentemente buena, y la expresión muy correcta.
Alguien dotado para la escritura, pensó.
Cuando hubo terminado, respiró hondo y se dispuso a leerlo en español, en voz alta. Uno de los
presentes le pidió que esperara y puso en marcha una grabadora en la que dijo la fecha, la
hora y el lugar en el que estaban, así como los nombres y cargos de todos los presentes. Acto
seguido, la puso ante él, y le indicó que podía empezar.
Mi nombre es Raluca Popescu, tengo 20 años y nací en Micatei, distrito de Sucevita, Rumania.
Viví allí con mi padre hasta que murió, hace un año, y entonces vine a España para reunirme
con mi hermana Simona y mi cuñado Razvan, que llevan aquí deis años. Me dieron que en
España se ganaba dinero, y que podría trabajar y ayudarles con mis dos sobrinos.
Soy la menor de cinco hermanos. Los tres mayores, varones, emigraron muy jóvenes y nunca
supimos de ellos. Nunca volvieron ni enviaron su dirección. Mi madre murió cuando yo todavía
iba a la escuela, a poco de marchar también Simona, recién casada. Entonces, a pesar de los
ruegos de la maestra, mi padre decidió que ya sabía bastante y que tendría que ayudarle a él,
en la casa y en el campo.
Me gustaba estudiar, se me daba bien, y también el dibujo. Pero alguien tenía que hacer el
trabajo. Con los animales y el fruto de la tierra nunca pasamos hambre, pero yo nunca tuve
nada. Los vestidos que llevaba eran los que dejó Simona, y algunos de mi madre, incluso. Los
libros que me gustaba leer no podía ni soñar en comprarlos. A veces me prestaban alguno, pero
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“Que no se culpe nadie...”
Mª Paz Herrera Jubete
lo tenía que disfrutar a escondidas de mi padre, que decía que era “perder el tiempo”. No era
un mal hombre, ni tampoco bueno. Simplemente, ni yo le conocía a él ni él a mí. Nunca habló
conmigo, aparte de lo relacionado con la casa, el ganado o el campo, pero nunca tuvimos una
conversación. No creo que me viera como alguien digno para conversar con él. Cuando el único
novio que tuve me dejó para casarse con otra un poco más rica, cuyas tierras lindaban con las
de su familia, sólo dijo “Eres tonta”.
De modo que nada tenía en mi país, ni siquiera buenos recuerdos, y creí que sólo podría
mejorar. Cuando llegué, me enteré del trabajo que me habían preparado. Me acompañaban
hasta la puerta de una iglesia o un supermercado donde tenía que pasar el día pidiendo. Al
principio, estaba tan avergonzada que no podía levantar la vista. Después, decidí que debía
escuchar hablar a la gente, para intentar aprender el idioma. Intentando captar el significado de
las palabras los días se hacían más llevaderos. Pero llegó el frío, y también la evidencia de que
mi cuñado no buscaba trabajo, ni quería encontrarlo. El dinero que conseguí de la venta de
nuestra casa y tierras se esfumó pronto, entre alquiler atrasado y otras deudas que ellos habían
contraído. Razvan cada vez bebía más y si no conseguíamos lo que él consideraba suficiente se
enfadaba y nos pegaba. Simona decía que se le pasaría, que tenía tiempos mejores y peores.
Ella estaba otra vez embarazada.
Hace dos meses, cuando llegamos a casa, estaba alterado, borracho. Discutieron y empujó a mi
hermana contra la pared. Cayó en mala postura y pronto empezó a sangrar, con muchos
dolores. Él se fue de casa, asustad, y yo llamé a los vecinos. Sangraba sin parar. Vino una
ambulancia y se la llevó, pero no pudieron detener la hemorragia. Me dijeron que al llegar al
hospital ya estaba prácticamente muerta. Le hicieron la cesárea y entonces supimos que su
embarazo era doble, dos niñas. Ella no salió con vida. No había ido al médico, y parece que
tenía la tensión mal, y otros problemas que no entendía. Las niñas están aún en incubadoras,
pero parece que serán sanas. Yo volví a casa, para atender a los niños. Razvan aún no había
aparecido. Cuando lo hizo, estaba muy borracho. Le dije que Simona había muerto, y le insulté
con todas las malas palabras que sabía. Entonces me pegó con todas sus fuerzas, después me
violó. Me dije que si le decía algo a alguien, me mataría. Le creí, se había convertido en un ser
degenerado y salvaje.
No explico esto para justificarme, y no pido perdón, porque no estoy arrepentida. En estos dos
meses todo ha ido a peor, de modo que decidí la forma de terminar con ello. Esta madrugada,
cuando mi cuñado se acostó completamente ebrio, le tapé la cara con la almohada y me senté
encima. Por un momento se revolvió y temí que pudiera zafarse, pero pronto se quedó quieto.
Esperé varios minutos hasta estar segura de que no respiraba más, y puso la almohada a sus
pies, donde la encontrarán. Recogí toda la documentación, la nuestra y la de los niños, para
que hagan lo que sea oportuno, y la puse en la mesa de la cocina. Levanté a los niños a su
hora, desayunaron y los llevé a la escuela. Después, con el dinero que encontré en casa y en la
chaqueta de mi cuñado, me compré unos zapatos con tacón y un vestido azul en una tienda.
Siempre había querido tener un vestido azul, nuevo. Salí de los almacenes con ello puesto. En
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“Que no se culpe nadie...”
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una peluquería, me corté el pelo. La señorita que me lo cortó me dijo que parecía otro. Eso es
justo lo que hubiera querido ser, otra. Entré también en una ferretería e hice la última compra.
Al volver a casa, eché una última mirada a Razvan. Estaba de color gris. No me dio pena. Para
mis sobrinos será mejor ser huérfanos y poder ser adoptados por buenas familias que depender
de ese padre. Por eso he decidido que jamás traeré al mundo a otro hijo de un ser tan vil. Sólo
pensar que quizá sea una niña... no quiero que tenga una vida como la mía. Cuando termine
estas líneas, llamaré a la policía, y después haré lo único que me falta. Espero causarles las
menores molestias posibles. Todo lo hago por mi voluntad, por lo tanto
Que no se culpe a nadie de mi muerte.
La firma era perfectamente legible, sin rúbricas extrañas: Raluca Popescu
En ese momento, uno de los policías que estaban en el salón vino a buscar al juez. Habían
acabado con todo el procedimiento, las fotos, la toma de muestras, y sólo faltaba que él les
autorizase para descolgar el cadáver. Todos fueron testigos. Con la práctica que les da haberlo
hecho más veces, un joven policía, subido en la mesa desde la que sin duda ella había saltado,
cortó la cuerda pendida del colgador de la lámpara, mientras otros dos sujetaban el cuerpo y
después lo tendían en la camilla. Uno de ellos, en un gesto de humanidad, estiró bien el vestido
azul, colocándolo primorosamente antes de tapar a la joven con una sábana. Otra camilla salía
del dormitorio, con un bulto tapado. Cuando bajaban por la escalera, Petru Moldoveanu oyó
como el juez, un hombre ya muy mayor, murmuraba entre dientes: “¡Que no se culpe a
nadie..., que no se culpe a nadie...!”
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Mª Paz Herrera Jubete
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