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Alí, Mike Tyson, Oscar Wilde y el Inca Valero
Federico Vegas · Wednesday, May 26th, 2010
Me apasiona tanto el boxeo que de niño soñaba con tener una nariz partida y esas
cejas que los golpes van dejando lampiñas, protuberantes. Le tengo terror a una pelea
callejera, especialmente si es de noche y la acera está mojada, pero en un ring, con
guantes de 16 onzas, protector bucal y un réferi compasivo, podría haber sido
bastante valiente.
El boxeo era una tradición familiar. Yo nací en el 50 y entre mis primeros recuerdos
está Rocky Marciano avanzando sin dar tregua. Ya adolescente, había más gente en mi
casa para ver una pelea que en un 24 de diciembre. A mi padre le dio una taquicardia
en uno de los últimos combates de Lumumba Estaba. Sobraban los motivos: el
espectáculo de aquel viejo boxeador criollo, campeón en el ocaso de los ocasos, que se
mantenía en pie gracias a artimañas y piruetas, era en verdad un suplicio angustioso.
Después de esa pelea, mi padre juró, mientras se medía la tensión, no ver más
combates. No sería un juramento tan exigente: pronto Lumumba perdió el título y el
boxeo comenzó a pasar de moda.
Hay dos historias que van de los inicios a la gloria de un boxeador. La primera me la
contó Alberto Feo. Alberto compitió como nadador en las Olimpíadas de Roma. Era el
menor de la delegación en edad y en tamaño. Su compañero de habitación resultó ser
el más grande, un aparatoso semipesado que compensaba sus músculos de leñador
con una mentalidad de niño. Alberto cuenta que su amigo estaba muy contento porque
en el sorteo le había tocado “un negrito maricón” para su primer combate. Lo
describió como un flaco que daba saltos por el ring mientras le colgaban los guantes.
Alberto era menor de edad y no pudo ir al Coliseo de Roma a ver pelear a su
compatriota. Esa noche estuvo despierto en los dormitorios hasta que llegó la
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delegación venezolana. No vio en el grupo a su amigo y preguntó dónde estaba. Le
dijeron que en el hospital con una fractura de mandíbula. Al día siguiente lo fue a
visitar y lo encontró vendado como un doberman cuando le operan las orejas. Sólo
podía tomar líquidos con un pitillo y explicó qué sucedió en el ring sin separar los
dientes:
—El tipo estaba dando sus brinquitos y, cuando ya lo tenía bien medido, ¡zass!, le salió
un golpe de suerte.
—¿Y cómo se llama el negro —preguntó Alberto.
—Algo así como Casio.
En la segunda historia ya Cassius Clay es Mohamed Alí y ha venido a Caracas como
atracción en el ringside para la pelea entre George Foreman y Ken Norton. Cuentan
que a Aldemaro Romero, el organizador del evento en el Poliedro, lo llamó la mafia
para establecer cuántos rounds duraría la pelea. Aldemaro se negó a negociar y el
combate duró sólo un par de rounds. Con una pelea tan corta, no hubo tiempo de
pasar suficientes comerciales en la televisión y Aldemaro perdió muchísimo dinero.
El amigo que relata la segunda historia tenía alquilada una casa en el casco colonial
de El Hatillo, y esa misma noche organizó una fiesta para ver la pelea. Invitó a la más
bella de sus amigas, quien le dijo que no podría ir pues estaba encargada de las
relaciones públicas de un evento de Aldemaro. A las once de la noche telefoneó la
bella dama contando que el evento había terminado muy temprano y sí podría llegar a
la fiesta. Pero había un problema:
—Me encargaron que me ocupara de Mohamed Alí. ¿Podría llevarlo a tu casa?
—¡Por supuesto! —exclamó mi amigo.
—Y perdona el abuso, pero también tendré que colear al que cuida a Alí.
—¿El hombre que cuida a Alí?…. ¡Mejor todavía!
Poco después llegó el trío al pueblo de El Hatillo. Cuenta mi amigo que Alí tenía la
estampa de un héroe, “con el encanto de David y la fortaleza de Goliath”, pero, frente
al George Foreman que acababa de comerse vivo a Ken Norton, ya Alí lucía como una
leyenda del pasado.
Atrás venía el guardaespaldas, un cubano pequeño y flacuchento de zapatos blancos,
guayabera blanca y sombrero Panamá. Mi amigo no le quitaba los ojos de encima. Con
el tercer trago le preguntó:
—¿Qué tipo de artes marciales practica usted?
—¿Artes marciales? Yo el único deporte que practico es ping pong.
—Pero… ¿usted no es el guardaespaldas de Mohamed Alí?
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—No chico, yo lo que soy es el abogado.
Esa noche Alí la pasaría muy bien. Necesitaba recuperarse de su impresión ante el
monstruo que lo esperaba si pretendía volver a ser campeón mundial. Tarde en la
noche, la bella amiga le confesó al anfitrión que el boxeador la estaba pretendiendo,
“y con bastante insistencia”. Mi amigo fue enfático:
—¡Ahora mismo y en mi cama! ¡Qué tremendo honor!
Lo que quedaba de fiesta se organizó en función de aquel coito memorable. Los pocos
invitados que quedaban esperaron en el salón, como los cortesanos que aguardan a
que un príncipe y una princesa consoliden la unión de dos reinos.
Ya con la primera luz de la madrugada, mi amigo llevaría al trío al hotel Tamanaco. El
atleta iba con su amor en el asiento de atrás, cantando un espiritual que acompañaba
dando palmadas con unas manos inmensas y felices.
Mi amigo asegura que aquel lance sería el inicio de la recuperación espiritual que
permitiría a Alí vencer a Foreman en el inolvidable “Alí Bomayé” de Zaire. Ese
combate fue tan mitológico, tan cinematográfico, que terminó siendo más final que
principio. Alí no sólo ha sido el mejor en la historia del boxeo, también terminó siendo
su enterrador.
De pronto, no había nadie con quien compartir mi pasión. Hablar de boxeo era de mal
gusto, y ver una pelea podía ser tan íntimo y apartado como ver un porno. Voy a dar
un ejemplo de mi soledad y desvaríos.
Una tarde había gente en mi casa. Fue un almuerzo que por el exceso de comida y
vino, y un par de invitadas jungianas demasiado intensas, se puso más lloroso y
socrático que alegre. Una de las dos damas decidió que tenía que invitar al único
genio que la comprendía y le permitía desahogarse: León Febres Cordero. No se trata
del expresidente de Ecuador, sino de un dramaturgo experto en Oscar Wilde y teatro
griego que escribió un monólogo titulado El último minotauro. Personaje que tampoco
es un minotauro, como se explica al inicio del monólogo:
Yo no soy un Minotauro, menos aún el Minotauro. Yo sólo me presto al juego, a hacer
de, a pretender. Soy, ahora mismo, sobre este escenario, un burócrata cualquiera, un
impostor.
Así como el anfitrión de El Hatillo quería conocer a Alí y a su protector, yo esperaba
conocer y caerle en gracia al dramaturgo. Era en verdad un tipo exquisito que llegó,
saludó y se sentó sin doblar jamás el torso. Tenía, como el abogado cubano, una
marcada preferencia por la ropa blanca, pero con un aire más monacal que tropical.
Lo noté algo indispuesto con el estado lamentable de aquel almuerzo convertido en
histéricas confesiones femeninas. Fue entonces que, de todos los temas posibles,
esgrimí el menos adecuado para la ocasión: hablé de boxeo.
Eran los tiempos sombríos de Mike Tyson, una máquina de lanzar uppercuts más letal
que una sierra eléctrica, y lo más alejado que podía concebirse de la alegre poesía
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corporal de Mohamed Alí. Además venía de arrancarle con un mordisco media oreja a
Evander Holyfield y escupirla en pleno ring. A partir de este acto de canibalismo
comencé mi disertación frente al creador del minotauro burócrata:
—¿A ti no te parece que hay un cierto parecido entre Mike Tyson y Oscar Wilde?
Fue un corrientazo. El dramaturgo nunca estuvo dispuesto a escuchar mi incipiente
teoría. Simplemente puso cara de asco y pidió un taxi (parte de su encanto es que se
negaba a manejar). Como el taxi tardaba en llegar estuvo mirando el techo con
estoicismo mientras yo lo atormentaba con mis primeros argumentos:
—Tanto Oscar Wilde como Mike Tyson violaron los códigos del octavo Marqués de
Queensberry. Tyson por violar una de sus reglas del boxeo y Wilde por refocilarse
pública y notoriamente con Lord Alfred Douglas, el hijo del Marqués.
Y otra semejanza:
—A Tyson le pagaban para que diera espectáculo con su violencia, hasta que la llevó a
límites inaceptables con su mordisco. A Wilde le celebraban sus irreverencias, sus
transgresiones, su exploración de los límites, hasta que los sobrepasó demandando al
Marqués por haberlo acusado de ser un pervertido.
Apenas llegó el taxi, huyó el dramaturgo mientras su discípula dormía placidamente
en un sofá, indiferente a mi humillación y confusión. Sentí que era un ordinario frente
a las propuestas sublimes de aquel innovador de la tragedia griega y del arquetipo de
un Minotauro ramplón.
Unos diez años después me llevé una redentora sorpresa al ver el documental titulado
Tyson. Un hombre de 42 años llora al recordar a Cus D´Amato, el entrenador que lo
sacó del reformatorio cuando tenía trece años, una madre prostituta, un padre
desconocido y crisis de asma en las violentas calles del Bronx. Tyson cuenta que hizo
cosas malas a varias mujeres, pero que nunca violó a Desiree Washington, la joven
cuya denuncia lo llevó a la cárcel. El campeón tuvo una docena de mansiones, más de
130 automóviles lujosos y liquidó una fortuna de 300 millones de dólares. Después de
narrar su vida termina diciendo:
—Es un milagro que haya llegado vivo a los 40, pero fui viejo demasiado pronto y listo
demasiado tarde.
Recordé una vez más mi intento de paralelismo, porque en 1897 Oscar Wilde ya había
pasado dos años preso y también había perdido familia, fortuna y amigos. Al salir de la
cárcel de Reading, escribió La Balada de Reading Gaol para denunciar a las cárceles
inglesas y a todas las prisiones del mundo:
Cada prisión que los hombres construyen está hecha con los ladrillos de la vergüenza
y cercada por barrotes, no sea que Cristo pueda observar cómo los hombres mutilan a
sus hermanos.
Lo que no me esperaba es que al final del documental iba a aparecer el propio Tyson,
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“el campeón más brutal en la historia de los pesados, dentro y fuera del ring”,
recitando con su tatuaje maorí en el rostro el final de la balada de Oscar Wilde:
Y todos matan lo que aman, que todos oigan esto; algunos lo hacen con mirada torva,
otros con la palabra halagadora, el cobarde lo hace con un beso, ¡con la espada el
valiente!
Después de la presentación del documental en Cannes, Mike le pregunta al reportero
que lo está entrevistando:
—¿Sabías quién fue el amante de Wilde? —y él mismo agrega — El hijo del Marqués
de Queensberry, el hombre que inventó las reglas del boxeo. ¿No te parece extraño?
Nada es extraño cuando lo precede una persistente premonición que permaneció
latente por tantos años. Su persistencia se debió a la convicción de que los oficiantes
de la violencia desarrollan una cierta sabiduría, sin duda peligrosa y cruel, pero llena
de insólitas revelaciones, incluso poéticas. Llámese pirata, criminal, boxeador o
militar.
El último boxeador cuya carrera seguí con pudorosa pasión se llamó Edwin Valero,
alias “El Inca”. El tatuaje que le cubría todo el pecho era más narrativo que el dibujo
maorí de Tyson. Parecía más bien una posible portada para el libro de Ana Teresa
Torres, La herencia de la tribu. Era toda una historieta sobre el estado de la nación, o
una ilustración a la frase de Rómulo Gallegos: Los venezolanos no sólo somos rebeldes
a toda ley, deber o autoridad, sino también esclavos a toda fuerza e instrumento de
toda tiranía.
Con fascinación y culpa vi a Valero pelear varias veces. Era implacable. Sé lo temibles
que pueden ser los guerreros que pelean con los ojos tan abiertos, tan ávidos. Era su
mirada la de un niño ante un juguete nuevo; pero era también la sanguinaria fijación
del demonio de Tazmania.
Una vez lo observé entrenando. Hacía sombra con unos golpes muy cortos. Parecían
mínimas y frenéticas convulsiones en los brazos destinadas a ejercitar las fibras
recónditas donde se escondía su arma secreta. ¿Quién podía acabar con el Inca? Dicen
que el filipino Pacquiao, quien tiene la misma alegría salvaje y es quizás más fuerte y
versátil. Ya jamás podrá vencerlo, sin embargo uno se pregunta: ¿qué diría Pacquiao si
le proponen pelear con un hombre capaz de suicidarse con su propio bluejean?
Estos enfrentamientos imaginarios poco tienen que decirnos, pues ya sabemos qué fue
lo que acabó con Valero: lo que amaba y los que lo amaban. Cuesta asimilar esta
ecuación entre la destrucción y el amor, pero, para un boxeador, el contendor es la
razón de su existencia, su única posibilidad de expresarse, de ser lo que es. De aquí
parte la inmolación de Valero, a través de una seguidilla que pasaría por la hermana,
la madre, el asesinato de su esposa y de su propio cuerpo. No hay en la historia del
boxeo un final más dramático y aceleradamente previsible.
La falta de contención y límite es la peor trampa para un héroe. Al Inca lo enloqueció
la servidumbre continua —incluso a sus excesos y agresiones— de una tribu que lo
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amaba porque gracias a él subsistía. Valero encarna este delirio con tanta eficiencia y
exceso que empalaga usarlo de ejemplo. Es demasiado fácil, prolijo, lleno de parábolas
vehementes. Pero no podemos, ante tanta profusión, dejar de revisar a fondo ese
doloroso símbolo de nuestra gradual y creciente autodestrucción, presidida por un
héroe al que se han rendido sus propios seguidores, celebrándole el que divierta a
medio país destruyendo a la otra mitad, negándole la posibilidad de tener escala y
perspectiva para comprender cuánto perdemos en ese enfrentamiento, y dejándolo
sumirse en un terrible destino histórico: acabar con lo que se ama por querer poseerlo
todo y para siempre.
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on Wednesday, May 26th, 2010 at 4:56 pm and is filed under Actualidad
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