Una incitación a lo que no está escrito

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cuento
r e s e ña s
que desempeña en dicha estructura la
formulación de preguntas. Es un niño,
el hijo, el hermano, el narrador en su
condición de niño, el que precipita la
hecatombe,
Ya se sabe cómo son los niños
cuando preguntan y como ponen a
tambalear con su inocencia la más
rigurosa de las mentes o desencaja al
más paciente de los hombres.
por el mundo de los libros, habría sido
suficiente como para convertirlo en
escritor? Hoy, muchos años después,
apurado el recorrido, en la cima de
aquella cumbre imposible de su adolescencia, puede saberlo. Este libro es
respuesta suficiente.
Rafael Mauricio Méndez Bernal
Profesor, Universidad Distrital
Francisco José de Caldas
Una incitación a lo
que no está escrito
El amante de Lily Marlén
josé guillermo ánjel
Editorial Universidad de Antioquia,
Colección Narrativa / Cuento, Medellín,
2008, 138 págs.
Y a la voz de preguntar “¿cuántos
objetos redondos u ovalados existen en
el mundo?”, “¿a dónde van las cosas
que se pierden de una vez por todas?”,
o “¿existe acaso un animal que no se
pueda describir?”, las fronteras de lo
decible se extienden hasta la fatiga, y el
relato, tantas veces rozando lo inexpresable, se despliega, absurdo y triunfal,
ante nuestros ojos. Pues,
El hombre pregunta, Dios ríe pero
no contesta, ese ha sido el ciclo que
el interrogante humano ha recorrido
desde que el mundo es mundo.
Y, sin embargo, “si una cosa se
plantea es porque ella es posible” y
aquí tenemos la densidad de una obra
narrativa y poética, fruto de la plena
maduración de su artífice, que nos lo
demuestra.
Estamos frente a un trabajo literario consolidado y conmovedor. Pero,
sobre todo, tal y como el propio Elkin
Restrepo aclara en su presentación,
estamos frente a un acto de lealtad.
Honestidad no solo con esa “verdadera patria” que es la infancia, sino
con las presencias y experiencias que
la poblaron y que le dieron realidad y
sentido. A los dieciséis años, nos dice el
autor, él se preocupaba por saltar por
encima de las crines del tiempo para
ir a parar a sus setenta y responderse
una pregunta fundamental: ¿acaso la
pasión por la lectura y la escritura,
el cuento es un viejo amor, un
amor de infancia, como un camión de
juguete estacionado para siempre en el
anaquel de una biblioteca; un cigarrito
en el camino, la seducción en el viaje,
el afecto congelado en la memoria. No
era un homenaje el que hacía León
Felipe al cuento cuando escribió “Yo
no sé muchas cosas, es verdad / Digo
tan sólo lo que he visto. / Y he visto: que
la cuna del hombre la mecen con cuentos…”. Y sin embargo, la cuna del hombre la mecen con cuentos. A través de
los cuentos recibimos y transmitimos la
idea de que el mundo está poblado de
seres humanos, y la existencia de esos
seres humanos abstractos o muertos
nos moldea y nos abriga. Los cuentos
son el primero y más serio impulso
social: queremos recordar a los otros,
queremos que los otros nos recuerden.
Recordamos, luego existimos. Perduramos, luego existimos.
Esta supervivencia en el recuerdo
genera la necesidad de una narración
coherente, necesidad que se encuentra
en el origen de la literatura: la memoria como madre de las musas es la
metáfora más apta de la antigüedad.
Pero el cuento no es un sirviente de
la fama; el verdadero terreno de la vida
doméstica en la literatura es el cuento,
no la novela, y los buenos cuentistas
saben que la vida doméstica es mucho
más que una chimenea que entibie el
ambiente. Quizá esta sea la razón por
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la cual los cuentos fueron d
­ ejados
un poco de lado, lejos del afán de los
legisladores literarios y al arbitrio
de quienes los contaban, libres para
incursionar en lo sobrenatural y lo
fantástico, para acomodar el lenguaje
a su antojo, para sorprender, o fascinar
o entretener.
Pero el siglo xix, en su afán por
colonizar el mundo hasta entonces
libre de la prosa, decidió poner orden
en el género: “El contenido y el fin de
un cuento son la carne de la carne y la
sangre de la sangre de su comienzo”,
ordenó Stevenson. Y Poe (el sumo
sacerdote del tema) dejó establecido
que no debe haber “en toda la obra
una sola palabra escrita que no tienda
directa o indirectamente a realizar el
esquema preestablecido”.
Uno de los resultados más nefastos
fue que el cuento se vio barrido de las
calles a las aulas, en donde se convirtió
en la camisa de fuerza consentida de
los maestros de escritura creativa. El
otro, directamente relacionado, fue
la incómoda relación que empezaron
a tener los editores con el género: el
cuento empezó a circular en libros (y
no en periódicos o revistas, donde se
siente más cómodo), bajo la responsabilidad de unos padrinos muy poco
convencidos de su valor. (“Hay que
ver –se quejaba hace poco un crítico–,
la prominencia con que las librerías
exhiben las novelas nuevas, como si
su grosor garantizara su importancia
literaria”).
El preámbulo resulta necesario
para hablar de un libro más bien flaco, la colección de cuentos de Memo
Ánjel que publicó la Universidad de
Antioquia bajo el título El amante de
Lily Marlén, un libro curiosamente
perturbador. Tan perturbador, que el
también escritor Juan Esteban Constaín recomienda en la contraportada
“que este libro sea leído plácidamente,
sin obsesiones teóricas”. Es una recomendación extraña: ¿no se supone que
la lectura es una experiencia plácida?
Y sin embargo, cuando ya uno ha leído,
digamos, cuatro de los diez cuentos reunidos en el volumen, recuerda la sabia
recomendación de Constaín, cierra el
libro, respira hondo y lo vuelve a abrir.
En ese momento es conveniente sumar
a las palabras de Constaín las de Coleridge que aconsejan poner en salmuera
la incredulidad.
[151]
cuento
En ese punto, a la altura del cuarto
cuento, el lector sabe que El amante
de Lily Marlén es un volumen y no
una colección dispar de anécdotas. Ya
sabe que los personajes de los cuentos
son (y seguirán siendo) hombres solos
(casados o divorciados, pero solos), con
un cierto anhelo –en ocasiones explícito, en ocasiones difuso– de compañía
femenina; que son de origen judío
pero no necesariamente practicantes
sino, como Esquenasi, “amigos de
asistir a fiestas religiosas y participar
de eventos comunitarios”; que viven
en un mundo donde D’s existe –la
superstición de las mujeres mantiene
viva esa idea– aunque esté ausente de
su vida; que no luchan por cambiar el
mundo sino que más bien lo padecen
con un poco de escepticismo; y cuyo
oficio –generalmente relacionado con
la academia y/o con las ciencias exactas– ni los define ni los apasiona, pero
es una ligerísima fuente de orgullo e
identificación.
r e s e ña s
guerra en “alguien que se alimentaba
de cebollas y coles robadas”. A veces
surgen de improviso y desaparecen con
la misma velocidad: Samuel Levinas,
protagonista del primer cuento, cae en
una de esas grietas y vuelve a salir al final del cuento sin muchos aspavientos.
La lluvia que cae en casi todos los
cuentos es quizá la única señal evidente de la incomodidad que estas grietas
provocan, y la única coordenada precisa –aunque el cuentista mete aquí y
allá fechas exactas (El 14 de agosto de
1965, en cuatro ciudades sepultaron a
un mecánico textil al mismo tiempo),
estas sirven más bien como una distracción, una pequeña trampa para el
lector.
Dice Charles Simic que los cuentos
cortos, como los poemas, no abundan
en explicaciones. Apenas insinúan que
una segunda lectura nos dará más luces
(y más placer, añado). Y es exactamente eso lo que hacen los cuentos de
Ánjel: invitan al lector a mirar más de
cerca, a confiar en que la falta de deslumbramiento es una invitación a una
mayor intimidad, a que la domesticidad del lenguaje esconde turbulencias
que vale la pena explorar. En “Un día
de lluvia”, se dice que el personaje
“vivía una incertidumbre permanente,
pero no todo el tiempo porque había
momentos en que él admitía que su
vida era así y no la iba a cambiar”. Hay
una novela en esta oración, pero Ánjel
prefiere no escribirla él sino invitarnos
a compartir su desasosiego.
Margarita Valencia
Los cuentos de Ánjel son, en
resumen, “esmerados y poco sentimentales”, como definió Frances Kiernan
los cuentos de Mary McCarthy. Y
tampoco carecen del soplo de vida
que Kiernan le exige a los cuentos de
McCarthy, y que en el caso de estos
cuentos surge de unas grietas pequeñísimas en la vida de estos hombres
mayores, usualmente razonables y
aparentemente desapegados. A veces
los personajes conviven con estas grietas: es el caso del profesor Serogovia,
que va y viene de sus clases acompañado de la convicción de que lo van
a matar. A veces las grietas aparecen
paulatinamente, como le sucede a
Moshé Manevich, antiguo profesor
de matemáticas convertido por la
[152]
Una literatura
de emergencia
El siguiente, por favor
íos fernández
Babilonia, Bogotá, 2012, 128 págs.
íos fernández debe andar por el
umbral de los treinta y tres años. Dice
la biografía de la carátula que nació
en Cartagena (Colombia), estudió
Literatura y Lingüística, fue actor en
la universidad y hoy es libretista. En la
fotografía de la solapa va vestido con
una camiseta en la que está impresa
la imagen de David Bowie, el rockero
inteligente y escandaloso que también
es actor bueno y bizarro. ¿Una pista del
tono de los cuentos?
El siguiente, por favor es una compilación de dieciséis cuentos dividida
en dos partes. Los ocho trabajos de la
segunda parte son en general más largos y más elaborados y, aunque no está
consignada la fecha de composición de
cada uno, en el 2002 la compilación había obtenido ya el Premio Distrital de
Libro de Cuento Cartagena de Indias.
El trasfondo general de los primeros cuentos sugiere una de aquellas
ciudades invisibles. Aparece a veces
con el nombre de Fortuna, una urbe
pequeña, provinciana, en la que la
mayor actividad sucede al interior
del individuo que la sufre. Hache, un
personaje del cuento titulado “Porque
las hojas de los árboles nunca serán
dinero”, se queja de este modo: “Y si
yo tuviera dinero viviría bien lejos, en
Bogotá o en una ciudad de verdad,
donde pase algo, porque aquí nunca
pasa nada. Nadie hace nada”. Así, más
adelante, hay otros escenarios con
referencias bogotanas: bares como
el famoso QuiebraCanto, calles de
ciudad grande, moteles sin ventanas,
apartamentos de estudiantes.
En las primeras historias, el narrador es un adolescente que registra
el espectro de su vida emocional y,
aunque también es protagonista, pues
desde su mirada interior se desarrollan
los acontecimientos, no se presenta con
un nombre, no se caracteriza, permanece anónimo. Los temas en la primera
parte y en algunos cuentos de la segunda giran entonces alrededor del
aprendizaje juvenil de este protagonista a la vez velado y expuesto, que narra
sus rebusques amorosos, sus timideces
para el baile, sus deseos aún desdibujados; y aprovecha esta bitácora interior
para presentar los personajes y los
ambientes que enmarcan el proceso
de convertirse en hombre:
Solo he venido aquí para enseñarte
mis fotos, digo, las de la infancia.
Sólo he venido aquí para mirarte,
para mirar cómo me miras y para
olerte oliendo el perfume amarillo
de mis fotos viejas y que la noche se
vaya y nos deje juntos mientras te las
enseño todas. Mira ésta donde estoy
llorando y donde tengo el brazo roto;
aquí está mamá cargándome para
alcanzar un globo y la del pastel de
B O L E T Í N C U LT U R A L Y B I B L I O G R Á F I C O , V O L . X LV I I I , N Ú M . 8 5 , 2 0 1 4
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