Capítulo Primero >> Yolanda nunca imagino que

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YOLANDA
Capítulo Primero
>> Yolanda nunca imagino que ser la esposa del
candidato elegido como futuro alcalde del pueblo, le traería
tantas consecuencias para su vida… <<
El Cura
Horas después, cuando llego su amado al recinto, este
espero junto al marco de la puerta de madera. La cabeza gacha
escondía su mirada que perdida en lo que parecía un infinito sin
fin, se había posado sobre las capas de pintura color verde oliva
que “su vieja”, como el solía llamarla, había escogido para los
acabados de puertas y ventanas de la propiedad. Un olor
penetrante de medicinas mezclado con humedad emanaba de la
habitación. John, aspiro profundamente llenando sus pulmones de
este corroído aire como queriendo atrapar para sí, el último aliento
de Yolanda envuelto en el espacio de una casa que poco a poco
caía en ruinas, mientras ella lentamente, se iba…
Repentinamente levanto la vista a la vez que su cuello
erguía la posición firme de su cabeza, esperaba taciturno, la
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oportunidad para seguir y sentarse junto a su compañera. Trato de
esbozar forzosamente una dulce sonrisa a cada una de las mujeres
que al salir de la habitación, entristecidas y con los ojos llorosos,
iban pasando junto a él. En una acción inesperada, una a una,
fueron dando el más puro de los besos que un hijo hubiese querido
dar a su padre; así este, no lo fuera.
Yolanda realizó sobre su costado izquierdo un gran esfuerzo
al inclinar su débil cabeza que reposaba sobre los almohadones de
fibras de algodón y fundas blancas, observaba con admiración el
acto desinteresado de sus hijas; para luego mirar con dulzura
expresando en su rostro la sonrisa del amor sincero que siempre
le profeso a su compañero desde que le conoció. Estiro su delgado
brazo del que solo colgaba una piel marchita y arrugada sin
músculos; músculos, que tiempo atrás, le dieran la fuerza a sus
movimientos y la tenacidad con la que siempre tomo a su hombre
de gancho cuando salían juntos a la calle. Yolanda sintió el leve
temblor producido por lo inevitable en las manos desgastadas y
callosas que le habían enseñado el placer sincero de las caricias.
El roce de las yemas de los dedos de gruesas y largas falanges al
entrelazarlos con los suyos, los llenó a ambos de tranquilidad en
ese momento. Ella, alcanzó la otra mano de su amado y juntando
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las cuatros contra sus labios beso lenta y pausadamente las de él
sobre los nudillos reiteradas veces. Hizo un ademan tirando de
sus brazos, sin soltarle atrayendo su dorso hacia su lecho. John
con gran delicadeza se acerco hasta besar su frente. El beso la hizo
recordar los momentos intensos que compartieron durante todos
los años que ahora solo quedarían en el recuerdo de la mente de
quien era su único y verdadero amor.
La tristeza, repentinamente le llego y quiso llorar
desenfrenadamente, pero su fuerza y decisión la mantuvieron
firme para despedirse como se lo había propuesto, pese al hondo
sentimiento que le embargaba en el corazón. Realizando un
esfuerzo físico, le indico con su brazo que se retirara la gorra azul
turquí deportiva decorada con un ancla blanca de marinero que
siempre lucia sobre su cabeza. John, accedió sin reparos. Su
cabellera tinturada de plateado para darle realce a sus canas,
apareció despeinada de momento. Yolanda acaricio sutilmente el
poco cabello que aun le quedaba en la parte superior de la cabeza,
reacomodándolo hacia atrás con el firme propósito de disimularle
la alopecia pronunciada que aparecía cada vez más.
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- “Mi viejo”, prometiste no llorar. – Le Murmuro al oído
mientras su débil mano alisaba su suave y frágil cabello. Continúo
con voz pausada indicándole las instrucciones de la que sería su
última petición antes de partir…
Yolanda contaba con cincuenta y dos años para el verano de
mil novecientos ochenta. La enfermedad que empezó a invadir
irreversiblemente su cuerpo a comienzos del año mil novecientos
setenta y nueve; haciéndose más agresiva durante los últimos
meses antes de su muerte. El cáncer la consumía casi que por
completo. La conciencia, se había perdido por semanas, no
reconocía a sus seres queridos, su voz y los lamentos del dolor que
le causaban las llagas sobre la piel de la espalda, ya poco se
escuchaban. Los últimos días, los paso prácticamente en estado
vegetativo, sin movimiento ni conciencia. La mirada borrosa y
perdida se sumergía en lo abstracto del horizonte en las escasas
oportunidades que abría los ojos generalmente acompañados de
una lagrima de dolor, pero no del dolor físico que su padecimiento
le producía; era algo más profundo, más
penetrante que el
punzante lastimero de las heridas putrefactas de su piel y de sus
entrañas, era un dolor mucho más fuerte, algo más allá del alma…
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Con voz temblorosa por la enfermedad y el cansancio
generado por el esfuerzo físico realizado aquella mañana, pero con
la firmeza de la mujer que siempre lucho por sus convicciones e
ideales, esperaba ansiosa la llegada del cura. Su alma no podría
desprenderse de aquel marchito cuerpo sin antes depositar ante el
intermediario de dios y la iglesia católica el peso de su única
verdad y la razón de su decisión en vida; decisión, que ella
encontraba justificada y ratificada en el amor incondicional que le
profeso a quien fue su amante hasta el final de su tiempo.
Se despidió de sus hijas con la mirada casi pérdida. Una
única lágrima broto involuntariamente del ojo derecho dejando un
pequeño rastro de pestañina negra mientras recorría suavemente
el huesudo pómulo y la hundida mejilla hasta mojar sus secos y
arrugados labios. Ellas, simplemente la observaban en silencio
desde la puerta de la habitación. Era el adiós que durante tantos
años había quedado encapsulado en sus corazones.
Cecilia, la tercera de las seis hermanas y quizá la de mayor
cordura de todas, había recibido la misiva de comprar esa mañana,
la cantidad necesaria de crucifijos similares al que colgaba desde
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hacía varios meses sobre la baranda de la cama de Yolanda y que
le había sido regalado por uno de sus pequeños nietos cuando
recién inicio su padecimiento. Este pedido particular era parte de
su voluntad y solicitó que el padre los bendijera una vez la
confesara. Estos
presentes serian repartidos por Yolanda a la
familia que la acompañaba ese día, un recordatorio representado
en el perdón, y que simbolizaba el sentimiento de amor que
siempre tuvo para cada uno de ellos; pero especialmente,
representaba el arrepentimiento por el daño causado y el estigma
que su decisión de vida, les ocasiono a cada una de sus hijas, este
regalo era algo especial para ellas. ¡Nunca más! las volverían a
tildar tan duro como las habían juzgado por ser “las hijas de
Yolanda”. Cecilia, llamó prudentemente al sacerdote antes de que
este entrara a la habitación, le entrego el paquete que contenía los
pequeños crucifijos explicándole la solicitud recibida por parte de
su madre. El tomo el paquete en sus manos asintiendo en silencio
al pedido que le acababan de solicitar.
La conversación de Yolanda con el representante de la
iglesia católica, duro cuarenta y cinco minutos aproximadamente.
Estaba convencida de que su alma permanecería quizá algún
tiempo divagando en el limbo, a la espera de un juicio vehemente
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