Aceptacion por rechaz... - digital

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ACEPTACIÓN POR RECHAZO. SOBRE EL PUNTO DE VISTA EXTRANJERO
COMO COMPONENTE DEL COSTUMBRISMO1
Joaquín Álvarez Barrientos
CSIC (Madrid)
¡Ojalá una verdadera juventud, animosa y libre, rompiendo la
malla que nos ahoga y la monotonía uniforme en que estamos
alineados, se vuelva con amor a estudiar el pueblo que nos
sustenta a todos, y abriendo el pecho y los ojos a las
corrientes todas ultrapirenaicas y sin encerrarse en capullos
casticistas, jugo seco y muerto del gusano histórico, ni en
diferenciaciones nacionales excluyentes, avive con la ducha
reconfortante de los jóvenes ideales cosmopolitas el espíritu
colectivo intracastizo que duerme esperando un redentor!
(Unamuno, 1996, p. 170).
La ambigüedad dieciochesca. El español dubitativo
Se ha dicho que el casticismo surge y resurge cada vez que
la cultura tradicional, o que se considera nacional, se siente
acosada por la influencia o el empuje de formas renovadoras que,
aunque puedan nacer en el propio suelo, se interpretan siempre o
casi siempre como extranjeras y ajenas. Con esas palabras
Unamuno intentaba conciliar ambas posturas enfrentadas y
depositaba su fe en la juventud, a menudo fuente de novedades,
siempre sospechosas. El mismo autor, al comienzo de su famoso En
torno al casticismo, escribía lo siguiente en 1895, y parece que
nos encontramos en los tiempos de Mesonero Romanos o incluso en
los de El pensador sin título y otros periódicos casticistas de
las últimas décadas del XVIII:
Elévanse a diario en España amargas quejas porque la cultura
extraña nos invade y arrastra o ahoga lo castizo, y va
zapando poco a poco, según dicen los quejosos, nuestra
personalidad nacional. El río, jamás extinto de la
invasión europea en nuestra patria, aumenta de día en día
su caudal y su curso, y al presente está crecida, fuera de
madre [...]. Desde hace algún tiempo se ha precipitado la
europeización de España; las traducciones pululan que es
1.
Agradezco a mis amigos José Escobar y Alberto González
Troyano las sugerencias y observaciones que en su momento
hicieron sobre estas páginas.
un gusto; se lee entre cierta gente lo extranjero más que
lo nacional, y los críticos de más autoridad y público nos
vienen presentando literatos o pensadores extranjeros
(1996, p. 51).
A pesar de los años transcurridos, sus palabras evocan un
discurso idéntico al que se comenzó a discutir en el siglo XVIII
y después debatieron también, entre otros, los escritores
costumbristas.
En España se ha creado un pensamiento español sobre la
identidad nacional y cultural que es consecuencia de sentir como
amenaza las novedades; un discurso tradicionalista, por
resistencia y defensa del influjo exterior. La lucha de los
nacionalistas contra la "invasión europea" no había servido de
nada, y de nada habría de servir, como podemos observar hoy en
día. Bastantes españoles se movieron en una situación que les
desgarraba, entre renovar las tradiciones y aceptar parte de lo
que llegaba, o mantenerse reacios a lo moderno. Mesonero
Romanos, europeista que viaja por distintas capitales para
invertir en Madrid aquello que pudiera ser útil a la ciudad y
ayudara al progreso y al bienestar, escribió sus series
costumbristas para dar cuenta de lo que consideraba propio
español y dejaba constancia de ese influjo europeo. Larra, a la
vez que criticó lo que había de negativo en las costumbres
nacionales, puso en solfa aquellas actitudes fáciles que sólo
tenían ojos admirativos para lo extranjero, y no dejó de reírse
de las imágenes simplificadas que se daban de España (como de
las que se ofrecían, siempre excelentes, sobre Francia y lo
europeo en general). A mediados de siglo, el editor de Los
españoles pintados por sí mismos quería salvar del acoso
exterior una imagen de España --la auténtica, según él-- que se
perdía y, como veremos, caía en lo que denunciaba. Y caía,
quizá, porque la selección de los tipos característicos se hacía
desde la ciudad y desde perspectivas conservacionistas que
intentaban compaginar ese tipismo rural y del sur con las
novedades burguesas.
Remontados al siglo XVIII, se encuentra el mismo discurso
señalado por Unamuno y por los costumbristas decimonónicos:
demasiadas
traducciones,
peligrosa
aceptación
de
voces,
costumbres e indumentaria extranjeras. Periódicos y moralistas
defenderán al país de esta plaga imitadora, que encontraba en
los más jóvenes campo fértil y receptividad sin crítica
aparente. Aparente porque se hallan, en efecto, testimonios
críticos matizados y a la vez ejemplos más o menos dramáticos,
que son resultado precisamente de querer aceptar lo bueno
exterior sin perder de vista lo bueno interior. Las posturas
intermedias o matizadas son difíciles de mantener en situaciones
extremadas. No es necesario recordar los casos de personajes
como Cadalso, Jovellanos y otros ilustrados en la encrucijada
del final de siglo.
Pero sí el de Alejandro Moya en El café (1792), que da
testimonio de esta situación ambigua, cuando presenta a
españoles, ingleses y franceses reunidos en uno de esos locales
y
los
caracteriza
escueta,
tópicamente,
para
terminar
presentando al español dubitativo ante las novedades, escindido
entre lo que cree que son su ser y sus tradiciones, y lo que
llega de fuera, también aceptable. El español discute consigo
mismo sobre la conveniencia de que algo exterior entre a
fundamentar su identidad nacional, sin entender que lo exterior,
lo extranjero siempre ha formado parte, ya sea por rechazo, ya
por aceptación, de los rasgos que se tienen por nacionales.
Para un observador como Moya, el café, donde se reúne
gente diversa, es "gustosa diversión", pues atiende a los
trajes, usos, maneras, modas, acciones, ideas y conversaciones
(p. 3). Es decir, en el café, nuevo espacio social, se asiste de
forma privilegiada al proceso de cambio ideológico, manifestado
en la indumentaria, las modas y las conversaciones; es el café
un lugar donde la identidad nacional y los valores culturales se
muestran y se refuerzan por contraste (o se matizan en casos
especiales).2
En el café, según su relato, se ve al inglés "adusto y
melancólico, que tiene el splin, toma un vaso de ponch y pasa
tres horas sin desplegar los labios" (pp. 3- 4), o que, por el
contrario, "se cree dueño del mundo y habla con arrogancia" (p.
5); allí está también el "petimetre francés [que] salta, brinca,
2.
Esta obra de Moya, precisamente, es un buen ejemplo de
ello. Véase Álvarez Barrientos (1996).
baila, canta, silba, recita, juega, habla sin cesar, responde a
dos o tres, y está en todas las conversaciones mientras toma una
taza de café" (p. 4), y "alaba con exageración su patria y
ridiculiza las extranjeras" (p. 5).
Frente a estas percepciones tópicas, una observación
detallista muestra el estado dubitativo de la psicología de
algunos españoles respecto de la influencia exterior, en este
caso francesa, y de las novedades sociales; es un ejemplo de
cómo lo exterior influía en los cambios de la conciencia
nacional, conformándola también, y hacía que esos cambios se
vivieran de una forma dramática (algo que se encontrará después
en los autores costumbristas). Escribe Moya que
el español conserva aún su antigua gravedad pero se deja
deslumbrar por el aparente brillo de los extranjeros;
procura imitar al francés, de quien [sin embargo] se ríe y
mofa (p. 5. La cursiva es mía)
Esta conciencia contradictoria del español ante cómo
influye o puede influir lo extranjero en la formación de lo que
se llama identidad nacional, y ante la posibilidad de aceptar lo
que llega de fuera sin dejar de lado lo nacional que se
considera positivo, resulta sintomática del nuevo rumbo que
tomaba la sociedad y de la actitud de los españoles menos
castizos. Es un ejemplo de lo que podía suceder a esa juventud a
la que Unamuno pediría unos cien años después que uniera lo
intracastizo con lo externo vivificador. Para ese español de
finales del XVIII, más moderno que antiguo puesto que frecuenta
los novedosos, criticados y después perseguidos cafés, esa
adaptación es dramática porque siente su cultura rebasada, sus
valores obsoletos, y su país incivilizado, al considerar también
como modelo lo extranjero.
Acerca del papel de los viajeros
Desde muy pronto los viajeros extranjeros, con Estrabón a
la cabeza --que parece no visitó España--, dejaron reflexiones,
imágenes e ideas sobre los españoles y su carácter, que fueron
asentándose con la Edad Media y en los siglos siguientes, a
medida que España se consolidaba como nación y gozaba o padecía
su condición de Imperio. En cualquier caso, y con las
excepciones de rigor, el español solía asumir esos rasgos que le
identificaban como tal (sin entrar ahora en las diferenciaciones
regionales) y que eran criticados por los extranjeros. En
realidad, cuanto más criticados fueran, más parecen haberlos
asumido: defensa de la cristiandad, seriedad, caballerosidad,
honradez, catolicismo, etc. La crítica que hacía el otro
contribuía a asentar un ser nacional por diferencia quizá más
que por otro medio.
Sin embargo la situación comenzó a cambiar cuando, de
criticar una forma, se pasó también a ofrecer nuevas conductas,
que encontraban aceptación entre parte de la población antes
sólo criticada: se mostraba una quiebra en la aparente unidad
nacional, y las formas de mostrarse español se abrían a otras
posibilidades. Fue entonces cuando el costumbrismo, como forma
de reacción, asumió un papel preponderante. Y para ello echará
mano de lo que considera formas y tipos característicos.
Pero en este proceso de defensa y realce de lo nacional,
de retrato de lo español (desde un punto de vista básicamente
urbano), que se encuentra en el campo y sobre todo en las
ciudades andaluzas, se produce un efecto que podría calificarse
de perverso, según el cual, en el intento de defender lo patrio
y de diferenciarlo de lo extranjero, de corregir la visión
exterior,
el
escritor
y
el
tipo
costumbristas
acaban
identificando su imagen, la que proponen y asumen, con la que
desde
sus
viajes
presentan
los
visitantes
y
turistas
extranjeros.3 Los viajeros atenderán más a lo rural; los
costumbristas a la clase media. Los primeros buscaron lo
diferente respecto de su cultura y nación, y literaturizaron y
exageraron; los segundos, describir para la naciente y semejante
clase media lo que estaba desapareciendo y distinguía a España
de las otras naciones, uniformizadas por el avance del
industrialismo (peligro que también se cernía sobre España).
3.
Hoffmann (1961) presenta un panorama, para Francia, de
estas visiones literarias y de las reconstrucciones ideales
entre los años 1800 y 1850, dando ejemplos sobre todo de obras
dramáticas. Aymes (1983) y Bernal Rodríguez (1985), entre otros,
ha hecho lo mismo para los viajeros, con sendas antologías. Para
Inglaterra, Alberich (1976) y Robertson (1988). Para Italia,
Soriano Pérez- Villamil (1988).
En
realidad,
en
ambos
casos,
viajeros
y
costumbristas
perseguían el mismo objetivo, desde presupuestos distintos:
conseguir mostrar lo diferente, que para ambos era lo específico
de la cultura española. En el caso de los viajeros, tras sufrir
el proceso de igualación y a la búsqueda de lo pintoresco y
lejano del maquinismo; en el de los españoles, antes de que se
diera el caso.
El predominio tópico de Andalucía. El andalucismo
Este proceso se percibe mejor en los tipos andaluces,
cuyas actitudes, vocabulario e indumentaria se van consolidando
desde antiguo hasta dar una imagen cerrada y reconocible.
Comenta Caro Baroja, refiriéndose al estereotipo andaluz, que al
menos desde el siglo XVII se tiene la idea de que Andalucía es
la tierra más hermosa del mundo; idea que se reforzó con el paso
del tiempo hasta llegar al siglo XIX, cuando la apoyaron, entre
otros, los malagueños Estébanez Calderón y Rodríguez Rubí, el
zarzuelero gaditano Sanz Pérez (Cantos Casenave, 1992) y
dramaturgos como Eduardo Asquerino, valenciano, o el sevillano
José María Gutiérrez de Alba (Rubio Jiménez, 1994, 1995; Campos
Díaz, 1997).
Realidades y presencias parciales como las de bandoleros,
contrabandistas, toreros, cantaoras, gitanas, lo flamenco, se
constituyeron en esencia cultural nacional, identificando
popular con andaluz, y en símbolo que representaba pero no
explicaba (quizá no interesaba explicar, porque de otro modo no
se entiende que, a pesar de los cambios que se daban, los
viajeros y los literatos siguieran presentando un país viejo,
anclado en una época y estética más bien de finales del siglo
XVIII mezclada con elementos propios del Siglo de Oro). Si la
constitución de la imagen del español en el Siglo de Oro
respondía a razones de orden político, no menos interés había en
Europa en mantener una imagen de país atrasado y arabizado.4
4.
Bernal Rodríguez (1985, p. 22) comenta: "entre los
[viajeros] protestantes, la exaltación de lo musulmán se
convertirá en instrumento eficaz de ataque anticatólico: todo
era esplendor en Andalucía en la época musulmana, y todo
decadencia, a partir de la Reconquista, dirán. Incluso cuanto en
Andalucía es digno de consideración es herencia oriental, no
Al
mismo
tiempo,
para
el
observador
exterior
que
no
disponía de los referentes necesarios y que a menudo venía
desorientado por el conocimiento previo de tópicos y lecturas
antiguas, esos tipos que respondían a realidades concretas pero
que representaban al todo no eran sino elementos de color local,
estampas planas o tarjetas postales, que esperaba encontrar.5
Comenzó entonces a producirse, hacia los años cuarenta, un
proceso que vaciaba a esas figuras de contenido para
convertirlas en meras apariencias o máscaras caracterizadas por
actitudes tópicas. Es el momento en que el personaje se
convierte en tipo, el paisaje en color local, la psicología en
tópico o postura y el propio individuo (alguno) se complace en
asumir las conductas y actitudes que se esperan de él porque es
andaluz, y, como tal, ha de identificarse con figuras como el
bandido, el majo o el torero.6 Bernal Rodríguez (1985, p. 26)
llamó la atención sobre esta "colaboración" --que deforma la
realidad y mantiene en el error--, ofrecida por los indígenas,
que se sienten complacidos con esa imagen tópica, actitud que,
según el viajero Richard Ford, tiene que ver con la tendencia de
los andaluces a representarse como espectáculo y de modo
exagerado: "el espíritu del país, al hablar de sus propias
cosas, es muy dado a decir lo que no es y, guiándose por los
datos que se recojan sobre el terreno hay mucho adelantado para
formar un concepto erróneo" (1974, p. 205).
Si a esa actitud se suma la condición fantasiosa o
imaginativa de muchos viajeros, se explican casos como el del
marqués Astolfo de Custine, que en 1838 recrea el carácter del
español y repite los mismos conceptos que lo caracterizaron en
sólo la Alhambra o la Mezquita, sino hasta el toreo y el cante y
el baile flamencos".
5.
Si no aparecían bandoleros en su itinerario, por ejemplo,
el viajero los incluía en su relato para ajustarse a las
"convenciones" del género.
6.
Existía un mercado alrededor de todo esto. Gautier, por
ejemplo, señala: "¿No se vendía por doquier su retrato
litografiado [el del torero], estampado en los pañuelos, con una
aureola de laudativas canciones, como el de los maestros del
arte?" (1975, p. 58).
el Siglo de Oro, además de señalar que su fisonomía es árabe,
para más adelante, siguiendo el modelo que exasperaba a Mesonero
Romanos, calificar a las mujeres de tigresas, adoradoras de la
sangre que se derrama en las plazas de toros, lo que contemplan
sin estremecerse (Aymes, 1983, pp. 71- 75).
Más interés --por salirse de la norma y quedar fuera de la
generalización habitual-- contiene el viaje de Téophile Gautier,
realizado en 1840, en el que desmonta tópicos como ese de las
mujeres: "Ce que nous entendons en France par type espagnol
n'existe pas en Espagne, ou du moins je ne l'ai pas encore
rencontré". Tras hacer una descripción de ese tipo, en cuanto a
la mujer, concluye: "Ceci est le type arabe ou moresque, et non
le type espagnol" (1983, p. 126). Y continúa en esa línea que
había inicado, entre otros, Bourgoing en su Tableau de
l'Espagne7 de dar a conocer una España más real, que la fantasía
francesa había poblado de "maures galants et de chevaliers
parfaits" (Hoffmann, 1961, p. 43). En este sentido, los viajeros
ingleses e italianos pasaban por ajustarse más a la realidad.8
Sin embargo, lo que los dramaturgos estaban haciendo en
Francia, no tenía que ver con el caso Gautier y sí con el del
marqués. Ahí están piezas como Les bandoléros ou le vieux moulin
(1805), de Pitt y Bié; Gusman d'Alfarache (1816), de Dupin y
Scribe; Rita l'Espagnole (1837), de Desnoyers y Boulé; Le
7.
"D'après les préjugés dont l'Espagne est encore l'objet
pour le reste de l'Europe, on croirait qu'on n'a sur elle que
ces notions embellies ou défigurées que les romans fournissent,
ou que ces notions surannées que l'on puise dans les mémoires
d'un temps reculé; on la supposerait plutôt à l'extrémité de
Asie qu'à celle de l'Europe" (cit. por Hoffmann, 1961, p. 43).
Son palabras del preliminar de 1797. Entre esas novelas habría
que contar el Gil Blas de Lesage, el Gonzalo de Córdoba de
Florian y otros escritos como piezas inspiradas en el Quijote,
en las novelas picarescas y en el teatro.
8.
Gil y Carrasco criticaba los testimonios de Napier,
Chateaubriand, J. Sand, Gautier, entre otros, y defendió las
propuestas de ingleses e italianos (El Laberinto, marzo- abril
1844). Para la imagen que los viajeros románticos daban de
España, Bernal Rodríguez (1985), González Troyano (1987); Reyes
Cano y Ramos Ortega (1992) y "El viaje romántico en España",
informe de la revista El Gnomo 3 (1994).
toréador (1838), de Tastet; La gitana (1839), de Chapelle y
Chapeau; Le guitarrero (1841), de Scribe, o Le toréador ou
l'accord parfait, ópera bufa de 1849, de Thomas Sauvage, junto
con otras muchas que se pueden encontrar en el catálogo de
Hoffmann (1961, pp. 167- 178), hasta llegar a la cristalización
que es la Carmen de Merimée/ Bizet.9
Lo español y lo andaluz se han convertido en género
literario de éxito en Europa (también en España), y así será
frecuente encontrar trabajando juntos en una producción de tema
"español" a escritores franceses que por separado ya han
ensayado dicho género.
Pero es que en España sucede lo mismo, como mostraron Caro
Baroja (1990, pp. 242- 246) y después Romero Ferrer (1998) y
Romero Tobar (1998). Por contraste, pero cayendo en el tópico,
se exaltan, como nacionales y populares, frente a lo
extranjerizante o lo que por tal se tenía, las mismas cosas que
retratan lo español en Francia, y se afianza un punto de vista
castizo al apropiarse del discurso costumbrista determinada
interpretación de la realidad española.
Surgen así --escribe Caro Baroja-- nuevas imágenes de una España
tradicional y heroica y de una España popular y pintoresca
[...]. El país, decadente o no, es pintoresco. Los hombres
y mujeres que lo habitan, interesantes en tanto en cuanto
pertenezcan a la masa popular. La aristocracia y la clase
media cuentan poco. Por otro lado, dentro de España lo que
más interesa a viajeros y artistas es Andalucía [...]. No
poco ha influido el Romanticismo literario en la formación
de la imagen del español, que se da luego como producto de
investigaciones científicas y filosóficas (1970, p. 102).
Puede
9.
observarse,
pues,
cierto
paralelismo
entre
la
Con algunos matices, la imagen que se da de España en
Francia es siempre la misma, mágica y fantástica, alternando con
aquellas piezas de carácter político que se escribieron tras la
expedición de los Cien Mil Hijos de San Luis. A configurar esas
interpretaciones no fueron ajenas las obras eruditas que sobre
la literatura española escribieron el alemán Bouterwek (que se
tradujo al francés en 1812), el suizo Simonde de Sismondi (1813)
y August Schlegel (puesto en francés en 1814 por Mme. de Staël).
González Troyano (1991) se pregunta, respecto del mito de
Carmen, quién contribuyó más a su consolidación, Merimée o
Bizet.
situación de la producción francesa por esos años, en lo que
respecta a las obras de tema "español", y la autóctona.
Ante esta situación, ante la consolidación de una serie de
elementos que caracterizan lo andaluz, se podrá hablar entonces,
entre los escritores, de "poner andalucismo", por ejemplo en
artículos costumbristas, como quien habla de añadir más sal a
una comida, mostrando que ya no se trataba de reproducir una
realidad observada sino de colorear una imagen atrofiada, una
estampa que no parece suficientemente iluminada con los tonos
del color local.10 Se ha literaturizado la realidad y ésta se
ajusta a los dictados del arte en general, porque en este
proceso es igualmente importante la representación visual del
tipo y la costumbre.
Pero, ¿por qué los autores españoles cayeron en aquello de
lo que se querían defender? No hay espacio en este trabajo para
contestar adecuadamente a esta pregunta, pero valgan las
siguientes palabras de Alberto González Troyano, que son un
intento de explicar este fenómeno:
Muchos escritores españoles [...] dicen haber tomado la pluma
para
corregir
los
excesos
de
las
interpretaciones
extranjeras, pero el poder de sugestión que encerraban las
imágenes literarias empleadas para recrear el mundo
andaluz por los viajeros románticos, fueron registradas e
interiorizadas por los escritores nativos como válidas.
Muchos tipos y figuras fueron extraidos de una situación
literariamente marginal --el torero, el bandolero, el
gitano,
por
ejemplo-y
elevados
a
categoría
representativa e incluso simbólica" (Estébanez Calderón,
1985, p. 23).
La reacción contra el punto de vista extranjero
Los defensores de lo nacional adoptan las imágenes que se
han consolidado como características de lo español. En esa
consolidación han participado tanto los escritores europeos como
los españoles. Pero, ¿quién acuñó antes el tópico, el español o
el europeo? Es evidente que los escritores trabajan con
materiales preexistentes y, en ese sentido, serían los propios
10.
Es Ángel Iznardi quien habla de "poner andalucismo" ante
la queja de uno de sus amigos, que encuentra poco andaluz uno de
sus artículos de costumbres (Escobar, 1998).
españoles los que darían pie a la construcción del tópico, pero
es, quizá, más probable que fueran los observadores extranjeros,
que contaban con la distancia del extraño, quienes dieran forma
a los tipos.
Y, sin embargo, contra ese recortable de cartón escribían
otros observadores, los escritores de costumbres que, en los
años veinte y treinta, son mucho más fieles al original
observado (en la medida en que la literatura puede ser fiel, o
retratar) que después, a partir de los años cuarenta, cuando la
escritura costumbrista se convierte en un género y el referente
no es ya la realidad (más o menos manipulable por el escritor),
sino la propia literatura costumbrista, a la que se amoldan los
que escriben colecciones costumbristas, piezas teatrales y
musicales, y cuantos pintan escenas.
El influjo del componente extranjero en estos años fue
notable, como también lo había sido en los tiempos en que el
Imperio español crecía, se asentaba y decaía en Europa y sus
posesiones americanas y filipinas. Los rasgos que contribuían a
definir, negativa y positivamente, al español de entonces se
crearon en el marco de una situación política, de intereses
económicos y territoriales, y se asentaron en el imaginario de
los pueblos, en los conocimientos tópicos y mostrencos de la
cultura popular. Como se ha señalado, los viajeros y los
literatos europeos daban imágenes de España, repetidas, a veces
sin haber viajado por el país (Sarrailh, 1936), y por ser
repetidas y cada vez más vacías se había hecho necesario poner
en ellas más color, hacerlas más pintorescas.
De
esto
se
intentaron
defender
los
escritores
11
nacionalistas, costumbristas y casticistas,
pero también de
las imágenes, ideas y comportamientos exteriores que amenazaban
la condición nacional. Se dio por tanto un proceso doble.
Por un lado y generalizando, los españoles sentían que
eran de un modo determinado y veían como una amenaza, de la que
debían defenderse, el influjo europeo. Por otro lado, los
extranjeros, que son los que presentan esos nuevos modelos
11.
Montesinos (1972, p. 46) y Marco (1987) se refieron a
esta "justificación" del costumbrismo.
tentadores,
tenían
una
idea
de
España,
tópica,
exagerada
y
desencajada, que los españoles querían centrar y actualizar. De
manera que se lanzan a la cruzada de defenderse de la influencia
extranjera, valorando lo nacional y sus figuras más relevantes,
pero en este proceso, y sobre todo a partir de los años
cuarenta, caen a menudo en las exageraciones, desenfoques,
elecciones y pintoresquismos que denunciaron y criticaron en los
autores extranjeros. Es de esta manera como los escritores
costumbristas, rechazando la imagen que se daba de España en el
exterior, vinieron a afianzarla como forma de defensa. Lo que
debió servir para comprender una realidad, una mentalidad, se
convirtió en símbolo que poco aportaba a la comprensión de los
fenómenos, si no era al contrario.
He aquí algunos testimonios de esta situación. Estébanez
Calderón representa quizá la actitud más extrema en la
"Dedicatoria a quien quisiere" de sus Escenas andaluzas, donde
señala que su auditorio español son "oyentes y leyentes de la
buena gente y bizarra de la tierra, matadores de toros,
castigadores de caballos, atemorizadores de hombres, cantadores,
bailadoras, hombres de camino". (1985, p. 54). La enumeración
deja clara la existencia ya consolidada de unas figuras, que,
por su oriundez, han de ajustarse a unas condiciones y conductas
determinadas. Si no lo hacen no son españoles, no representan la
cultura nacional.
De la misma opinión eran bastantes de los que colaboraron
en Los españoles pintados por sí mismos, en 1843. Y aunque
retrataron a otras figuras como esenciales, no había nada más
español que un torero o un bandolero:
Ningún otro pueblo ciertamente merecía tanto el ser pintado como
el español, porque ninguno otro es tan variado en sus
tipos, ni tan original. ¿Dónde hallaríais a un torero?,
¿dónde un gitano como el español?, ¿un contrabandista como
el andaluz?, ¿una manola como la madrileña? En ninguna
parte; y si hubiéramos tardado algo más en pintarnos, ni
en España mismo, porque la sociedad entera se está
rejuveneciendo y la moda francesa nos ha ido desnudando
pieza por pieza para vestirnos al instable capricho de ese
pueblo" (p. 1b. Álvarez Barrientos, 1998).
Sin llegar a esos extremos, Mesonero Romanos había escrito
de forma más ponderada, en el temprano mes de abril de 1832 y al
comienzo de "Las costumbres de Madrid" lo que había de ser uno
de los objetivos programáticos de la escritura costumbrista:
Los franceses, los ingleses, alemanes y demás extranjeros, han
intentado describir moralmente la España; pero o bien se
han creado un país ideal de romanticismo y quijotismo, o
bien, desentendiéndose del transcurso del tiempo, la han
descrito no como es, sino como pudo ser en los tiempos de
los Felipes... Y es así como en muchas obras publicadas en
el extranjero de algunos años a esta parte con los
pomposos títulos de La España, Madrid o las costumbres
españolas, El Español, Viaje de España, etc., etc., se ha
presentado a los jóvenes de Madrid enamorando con
guitarra; a las mujeres asesinando por celos a sus
amantes; a las señoritas bailando el bolero; al trabajador
descansando de no hacer nada; [...] de este modo se ha
embellecido la plazuela de Afligidas, la venta del
Espíritu Santo, los barberos, el coche de colleras y los
romances de los ciegos, dándoles un aire a lo Walter
Scott, al mismo tiempo que se deprimen nuestros más
notables monumentos, las obras más estimadas de arte; y
así, en fin, los más sagrados deberes, la religiosidad, el
valor, la amistad, la franqueza, el amor constante, han
sido puestos en ridículo y presentados como obstinación,
preocupaciones, necedad y pobreza de espíritu (1967, p.
38a).
Resumía bien Mesonero la intención y el sentimiento de
muchos de sus contemporáneos y compañeros en el ejercicio de la
pluma: corregir, enmendar las malintencionadas visiones de los
que sin conocer España escribían sobre ella, copiando,
manipulando, inventando o repitiendo a menudo ideas viejas
tomadas de libros que ya no eran válidos.12 No pueden nuestros
costumbristas de esos primeros años permanecer como observadores
tranquilos de tanta falsedad y ofrecen al público sus cuadros
"con escenas de costumbres propias de nuestra nación" en las que
12.
Otra opinión similar, por ejemplo, en "El sombrerito y
la mantilla", de septiembre de 1835, en "El brasero... " y en el
prólogo al Panorama matritense (1835): "El medio más prudente de
combatir tan ridículas caricaturas [las impresiones de los
viajeros extranjeros] prodigadas hace dos siglos contra
nosotros, destruyendo la impresión funesta que causan en la
crédula multitud, es el de presentar sencillamente la verdad,
oponer a aquellos cuadros falaces e interesados el colorido
propio del país, las acciones y hechos comunes a todas las
clases, la naturaleza, en fin, revestida de formas españolas".
se encuentra "la verdad" (p. 39a).13
Estos testimonios, y otros que pueden sumarse, muestran la
conciencia que los escritores del momento tenían de encontrarse
en una España de transición, lo que hacía posible que pudiera
darse como imagen representativa de España una que sólo
parcialmente correspondía a la realidad. Ni la literatura ni el
arte les parecía que dieran cuenta de la identidad española, en
su opinión porque esa identidad se había perdido tras la Guerra
de la Independencia y la defectuosa aceptación de lo francés.
Los
observadores
dieciochescos
habían
percibido
la
dispersión y disolución de las costumbres y los hábitos, cambios
que se daban en la sociedad civil. En el XIX, los costumbristas,
entre otros, intentaron extrapolar unos rasgos que sirvieran a
los desorientados españoles como identificadores nuevos, en una
sociedad --el concepto era muy reciente-- que cambiaba. Y esos
nuevos rasgos de identificación nacional debían integrar tanto
aspectos de nuestro pasado (y del presente) como nuevos
componentes que procedían de Europa.
Sin embargo, esa intención no alcanzó su objetivo.
Final abierto. Tradición y progreso
Del mismo modo que los filósofos e historiadores alemanes
influyeron a la hora de que en España se considerara como un
valor cultural a Calderón y a la poesía popular, gracias a la
difusión del nuevo pensamiento romántico, los viajeros y
literatos, como complemento, ejercieron sobre la cultura
española una influencia que, por reacción y defensa, acabó
proporcionándole unos rasgos determinados. Entre otros, el hecho
de que parte de la producción costumbrista surgiera con el
cometido de defenderse del influjo exterior y para corregir las
imágenes que se daban de España. Es también cierto, en este
plano de uso de influencias literarias y relaciones con el
exterior, que, como indicaron los máximos representantes del
género, se tomaron de modelos ingleses y franceses temas y modos
que, adaptados al caso español, se aplicaron, en lo posible, al
13.
Esa verdad que ya no sería el objetivo de los escritores
costumbristas que vinieron después, ya que, como he señalado,
tenían como referente no al personaje vivo, sino al tópico que
aparece retratado en las obras de arte.
proyecto de crítica y reforma de las costumbres y valores de
España.
No es menos cierto que la literatura de los costumbristas
modeló muchas páginas de los viajeros y que, como los primeros
no solían ser todo lo fieles a sus originales que decían, las
páginas de los libros de viajes, basadas en esos escritos,
contienen también errores y deformaciones.
Cada autor, consciente del desgarro en que se debatía,
actualizaba el sinsabor del español que, como en El café de
Alejandro Moya, miraba con envidia al europeo, se burlaba de él
como defensa, pero lo imitaba. Mientras algunos "castellanos" se
hacían más "viejos", otros cedían, dolorosamente, a la fuerza de
la civilización porque ya no se defendían, tibetanos, del
influjo exterior, sino que buscaban la forma de adoptarlo sin
perder lo aprovechable que había en su españolidad, en los
valores
culturales,
cambiantes
y
movedizos,
que
lo
identificaban. Un tercer grupo, satirizado por Larra y Mesonero,
sólo apreciaba lo extranjero.
En cualquier caso, ya fuera por rechazo frontal,
aceptación sin condiciones, o mediante negociación, la identidad
nacional, y la cultural como una de sus más claras
manifestaciones, se formaba y variaba también a golpe de la
presencia exterior, que suscitaba el debate sobre lo que era ser
español al aceptarla en mayor o menor medida.
Las palabras de Unamuno, citadas al comienzo, y la
historia testimonian que esa comunión de tradición y progreso no
se verificó, o sólo deficientemente, y que los tópicos que las
imágenes parciales acuñadas representaban siguieron valiendo
como formas de conducta e indentidad cultural, nacional y moral.
Si la literatura costumbrista tuvo como uno de sus
objetivos literarios ofrecer un retrato de la sociedad española,
y por ello rechazó las falsificaciones simplificadas del
exterior, no dejó de caer, sobre todo a partir de Los españoles
pintados por sí mismos y desde el momento en que en las revistas
se incluyen grabados "pintorescos", en esos mismos tópicos y
simplificaciones que había criticado en los primerizos tiempos
de Mesonero Romanos. De intentar retratar tipos y situaciones
copiando del natural --y ahí están las reiteradas referencias de
los autores a sus paseos por la calle y en los cafés, donde
observan--, se pasó a remedar imágenes ya consolidadas
artísticamente y, sobre ellas, se aplicó la imaginación creativa
del escritor, como demostraba el hecho de poder poner mayor o
menor cantidad de andalucismo, de popularismo, en algo que ya
era un género convencional.
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