ACEPTACIÓN POR RECHAZO. SOBRE EL PUNTO DE VISTA EXTRANJERO COMO COMPONENTE DEL COSTUMBRISMO1 Joaquín Álvarez Barrientos CSIC (Madrid) ¡Ojalá una verdadera juventud, animosa y libre, rompiendo la malla que nos ahoga y la monotonía uniforme en que estamos alineados, se vuelva con amor a estudiar el pueblo que nos sustenta a todos, y abriendo el pecho y los ojos a las corrientes todas ultrapirenaicas y sin encerrarse en capullos casticistas, jugo seco y muerto del gusano histórico, ni en diferenciaciones nacionales excluyentes, avive con la ducha reconfortante de los jóvenes ideales cosmopolitas el espíritu colectivo intracastizo que duerme esperando un redentor! (Unamuno, 1996, p. 170). La ambigüedad dieciochesca. El español dubitativo Se ha dicho que el casticismo surge y resurge cada vez que la cultura tradicional, o que se considera nacional, se siente acosada por la influencia o el empuje de formas renovadoras que, aunque puedan nacer en el propio suelo, se interpretan siempre o casi siempre como extranjeras y ajenas. Con esas palabras Unamuno intentaba conciliar ambas posturas enfrentadas y depositaba su fe en la juventud, a menudo fuente de novedades, siempre sospechosas. El mismo autor, al comienzo de su famoso En torno al casticismo, escribía lo siguiente en 1895, y parece que nos encontramos en los tiempos de Mesonero Romanos o incluso en los de El pensador sin título y otros periódicos casticistas de las últimas décadas del XVIII: Elévanse a diario en España amargas quejas porque la cultura extraña nos invade y arrastra o ahoga lo castizo, y va zapando poco a poco, según dicen los quejosos, nuestra personalidad nacional. El río, jamás extinto de la invasión europea en nuestra patria, aumenta de día en día su caudal y su curso, y al presente está crecida, fuera de madre [...]. Desde hace algún tiempo se ha precipitado la europeización de España; las traducciones pululan que es 1. Agradezco a mis amigos José Escobar y Alberto González Troyano las sugerencias y observaciones que en su momento hicieron sobre estas páginas. un gusto; se lee entre cierta gente lo extranjero más que lo nacional, y los críticos de más autoridad y público nos vienen presentando literatos o pensadores extranjeros (1996, p. 51). A pesar de los años transcurridos, sus palabras evocan un discurso idéntico al que se comenzó a discutir en el siglo XVIII y después debatieron también, entre otros, los escritores costumbristas. En España se ha creado un pensamiento español sobre la identidad nacional y cultural que es consecuencia de sentir como amenaza las novedades; un discurso tradicionalista, por resistencia y defensa del influjo exterior. La lucha de los nacionalistas contra la "invasión europea" no había servido de nada, y de nada habría de servir, como podemos observar hoy en día. Bastantes españoles se movieron en una situación que les desgarraba, entre renovar las tradiciones y aceptar parte de lo que llegaba, o mantenerse reacios a lo moderno. Mesonero Romanos, europeista que viaja por distintas capitales para invertir en Madrid aquello que pudiera ser útil a la ciudad y ayudara al progreso y al bienestar, escribió sus series costumbristas para dar cuenta de lo que consideraba propio español y dejaba constancia de ese influjo europeo. Larra, a la vez que criticó lo que había de negativo en las costumbres nacionales, puso en solfa aquellas actitudes fáciles que sólo tenían ojos admirativos para lo extranjero, y no dejó de reírse de las imágenes simplificadas que se daban de España (como de las que se ofrecían, siempre excelentes, sobre Francia y lo europeo en general). A mediados de siglo, el editor de Los españoles pintados por sí mismos quería salvar del acoso exterior una imagen de España --la auténtica, según él-- que se perdía y, como veremos, caía en lo que denunciaba. Y caía, quizá, porque la selección de los tipos característicos se hacía desde la ciudad y desde perspectivas conservacionistas que intentaban compaginar ese tipismo rural y del sur con las novedades burguesas. Remontados al siglo XVIII, se encuentra el mismo discurso señalado por Unamuno y por los costumbristas decimonónicos: demasiadas traducciones, peligrosa aceptación de voces, costumbres e indumentaria extranjeras. Periódicos y moralistas defenderán al país de esta plaga imitadora, que encontraba en los más jóvenes campo fértil y receptividad sin crítica aparente. Aparente porque se hallan, en efecto, testimonios críticos matizados y a la vez ejemplos más o menos dramáticos, que son resultado precisamente de querer aceptar lo bueno exterior sin perder de vista lo bueno interior. Las posturas intermedias o matizadas son difíciles de mantener en situaciones extremadas. No es necesario recordar los casos de personajes como Cadalso, Jovellanos y otros ilustrados en la encrucijada del final de siglo. Pero sí el de Alejandro Moya en El café (1792), que da testimonio de esta situación ambigua, cuando presenta a españoles, ingleses y franceses reunidos en uno de esos locales y los caracteriza escueta, tópicamente, para terminar presentando al español dubitativo ante las novedades, escindido entre lo que cree que son su ser y sus tradiciones, y lo que llega de fuera, también aceptable. El español discute consigo mismo sobre la conveniencia de que algo exterior entre a fundamentar su identidad nacional, sin entender que lo exterior, lo extranjero siempre ha formado parte, ya sea por rechazo, ya por aceptación, de los rasgos que se tienen por nacionales. Para un observador como Moya, el café, donde se reúne gente diversa, es "gustosa diversión", pues atiende a los trajes, usos, maneras, modas, acciones, ideas y conversaciones (p. 3). Es decir, en el café, nuevo espacio social, se asiste de forma privilegiada al proceso de cambio ideológico, manifestado en la indumentaria, las modas y las conversaciones; es el café un lugar donde la identidad nacional y los valores culturales se muestran y se refuerzan por contraste (o se matizan en casos especiales).2 En el café, según su relato, se ve al inglés "adusto y melancólico, que tiene el splin, toma un vaso de ponch y pasa tres horas sin desplegar los labios" (pp. 3- 4), o que, por el contrario, "se cree dueño del mundo y habla con arrogancia" (p. 5); allí está también el "petimetre francés [que] salta, brinca, 2. Esta obra de Moya, precisamente, es un buen ejemplo de ello. Véase Álvarez Barrientos (1996). baila, canta, silba, recita, juega, habla sin cesar, responde a dos o tres, y está en todas las conversaciones mientras toma una taza de café" (p. 4), y "alaba con exageración su patria y ridiculiza las extranjeras" (p. 5). Frente a estas percepciones tópicas, una observación detallista muestra el estado dubitativo de la psicología de algunos españoles respecto de la influencia exterior, en este caso francesa, y de las novedades sociales; es un ejemplo de cómo lo exterior influía en los cambios de la conciencia nacional, conformándola también, y hacía que esos cambios se vivieran de una forma dramática (algo que se encontrará después en los autores costumbristas). Escribe Moya que el español conserva aún su antigua gravedad pero se deja deslumbrar por el aparente brillo de los extranjeros; procura imitar al francés, de quien [sin embargo] se ríe y mofa (p. 5. La cursiva es mía) Esta conciencia contradictoria del español ante cómo influye o puede influir lo extranjero en la formación de lo que se llama identidad nacional, y ante la posibilidad de aceptar lo que llega de fuera sin dejar de lado lo nacional que se considera positivo, resulta sintomática del nuevo rumbo que tomaba la sociedad y de la actitud de los españoles menos castizos. Es un ejemplo de lo que podía suceder a esa juventud a la que Unamuno pediría unos cien años después que uniera lo intracastizo con lo externo vivificador. Para ese español de finales del XVIII, más moderno que antiguo puesto que frecuenta los novedosos, criticados y después perseguidos cafés, esa adaptación es dramática porque siente su cultura rebasada, sus valores obsoletos, y su país incivilizado, al considerar también como modelo lo extranjero. Acerca del papel de los viajeros Desde muy pronto los viajeros extranjeros, con Estrabón a la cabeza --que parece no visitó España--, dejaron reflexiones, imágenes e ideas sobre los españoles y su carácter, que fueron asentándose con la Edad Media y en los siglos siguientes, a medida que España se consolidaba como nación y gozaba o padecía su condición de Imperio. En cualquier caso, y con las excepciones de rigor, el español solía asumir esos rasgos que le identificaban como tal (sin entrar ahora en las diferenciaciones regionales) y que eran criticados por los extranjeros. En realidad, cuanto más criticados fueran, más parecen haberlos asumido: defensa de la cristiandad, seriedad, caballerosidad, honradez, catolicismo, etc. La crítica que hacía el otro contribuía a asentar un ser nacional por diferencia quizá más que por otro medio. Sin embargo la situación comenzó a cambiar cuando, de criticar una forma, se pasó también a ofrecer nuevas conductas, que encontraban aceptación entre parte de la población antes sólo criticada: se mostraba una quiebra en la aparente unidad nacional, y las formas de mostrarse español se abrían a otras posibilidades. Fue entonces cuando el costumbrismo, como forma de reacción, asumió un papel preponderante. Y para ello echará mano de lo que considera formas y tipos característicos. Pero en este proceso de defensa y realce de lo nacional, de retrato de lo español (desde un punto de vista básicamente urbano), que se encuentra en el campo y sobre todo en las ciudades andaluzas, se produce un efecto que podría calificarse de perverso, según el cual, en el intento de defender lo patrio y de diferenciarlo de lo extranjero, de corregir la visión exterior, el escritor y el tipo costumbristas acaban identificando su imagen, la que proponen y asumen, con la que desde sus viajes presentan los visitantes y turistas extranjeros.3 Los viajeros atenderán más a lo rural; los costumbristas a la clase media. Los primeros buscaron lo diferente respecto de su cultura y nación, y literaturizaron y exageraron; los segundos, describir para la naciente y semejante clase media lo que estaba desapareciendo y distinguía a España de las otras naciones, uniformizadas por el avance del industrialismo (peligro que también se cernía sobre España). 3. Hoffmann (1961) presenta un panorama, para Francia, de estas visiones literarias y de las reconstrucciones ideales entre los años 1800 y 1850, dando ejemplos sobre todo de obras dramáticas. Aymes (1983) y Bernal Rodríguez (1985), entre otros, ha hecho lo mismo para los viajeros, con sendas antologías. Para Inglaterra, Alberich (1976) y Robertson (1988). Para Italia, Soriano Pérez- Villamil (1988). En realidad, en ambos casos, viajeros y costumbristas perseguían el mismo objetivo, desde presupuestos distintos: conseguir mostrar lo diferente, que para ambos era lo específico de la cultura española. En el caso de los viajeros, tras sufrir el proceso de igualación y a la búsqueda de lo pintoresco y lejano del maquinismo; en el de los españoles, antes de que se diera el caso. El predominio tópico de Andalucía. El andalucismo Este proceso se percibe mejor en los tipos andaluces, cuyas actitudes, vocabulario e indumentaria se van consolidando desde antiguo hasta dar una imagen cerrada y reconocible. Comenta Caro Baroja, refiriéndose al estereotipo andaluz, que al menos desde el siglo XVII se tiene la idea de que Andalucía es la tierra más hermosa del mundo; idea que se reforzó con el paso del tiempo hasta llegar al siglo XIX, cuando la apoyaron, entre otros, los malagueños Estébanez Calderón y Rodríguez Rubí, el zarzuelero gaditano Sanz Pérez (Cantos Casenave, 1992) y dramaturgos como Eduardo Asquerino, valenciano, o el sevillano José María Gutiérrez de Alba (Rubio Jiménez, 1994, 1995; Campos Díaz, 1997). Realidades y presencias parciales como las de bandoleros, contrabandistas, toreros, cantaoras, gitanas, lo flamenco, se constituyeron en esencia cultural nacional, identificando popular con andaluz, y en símbolo que representaba pero no explicaba (quizá no interesaba explicar, porque de otro modo no se entiende que, a pesar de los cambios que se daban, los viajeros y los literatos siguieran presentando un país viejo, anclado en una época y estética más bien de finales del siglo XVIII mezclada con elementos propios del Siglo de Oro). Si la constitución de la imagen del español en el Siglo de Oro respondía a razones de orden político, no menos interés había en Europa en mantener una imagen de país atrasado y arabizado.4 4. Bernal Rodríguez (1985, p. 22) comenta: "entre los [viajeros] protestantes, la exaltación de lo musulmán se convertirá en instrumento eficaz de ataque anticatólico: todo era esplendor en Andalucía en la época musulmana, y todo decadencia, a partir de la Reconquista, dirán. Incluso cuanto en Andalucía es digno de consideración es herencia oriental, no Al mismo tiempo, para el observador exterior que no disponía de los referentes necesarios y que a menudo venía desorientado por el conocimiento previo de tópicos y lecturas antiguas, esos tipos que respondían a realidades concretas pero que representaban al todo no eran sino elementos de color local, estampas planas o tarjetas postales, que esperaba encontrar.5 Comenzó entonces a producirse, hacia los años cuarenta, un proceso que vaciaba a esas figuras de contenido para convertirlas en meras apariencias o máscaras caracterizadas por actitudes tópicas. Es el momento en que el personaje se convierte en tipo, el paisaje en color local, la psicología en tópico o postura y el propio individuo (alguno) se complace en asumir las conductas y actitudes que se esperan de él porque es andaluz, y, como tal, ha de identificarse con figuras como el bandido, el majo o el torero.6 Bernal Rodríguez (1985, p. 26) llamó la atención sobre esta "colaboración" --que deforma la realidad y mantiene en el error--, ofrecida por los indígenas, que se sienten complacidos con esa imagen tópica, actitud que, según el viajero Richard Ford, tiene que ver con la tendencia de los andaluces a representarse como espectáculo y de modo exagerado: "el espíritu del país, al hablar de sus propias cosas, es muy dado a decir lo que no es y, guiándose por los datos que se recojan sobre el terreno hay mucho adelantado para formar un concepto erróneo" (1974, p. 205). Si a esa actitud se suma la condición fantasiosa o imaginativa de muchos viajeros, se explican casos como el del marqués Astolfo de Custine, que en 1838 recrea el carácter del español y repite los mismos conceptos que lo caracterizaron en sólo la Alhambra o la Mezquita, sino hasta el toreo y el cante y el baile flamencos". 5. Si no aparecían bandoleros en su itinerario, por ejemplo, el viajero los incluía en su relato para ajustarse a las "convenciones" del género. 6. Existía un mercado alrededor de todo esto. Gautier, por ejemplo, señala: "¿No se vendía por doquier su retrato litografiado [el del torero], estampado en los pañuelos, con una aureola de laudativas canciones, como el de los maestros del arte?" (1975, p. 58). el Siglo de Oro, además de señalar que su fisonomía es árabe, para más adelante, siguiendo el modelo que exasperaba a Mesonero Romanos, calificar a las mujeres de tigresas, adoradoras de la sangre que se derrama en las plazas de toros, lo que contemplan sin estremecerse (Aymes, 1983, pp. 71- 75). Más interés --por salirse de la norma y quedar fuera de la generalización habitual-- contiene el viaje de Téophile Gautier, realizado en 1840, en el que desmonta tópicos como ese de las mujeres: "Ce que nous entendons en France par type espagnol n'existe pas en Espagne, ou du moins je ne l'ai pas encore rencontré". Tras hacer una descripción de ese tipo, en cuanto a la mujer, concluye: "Ceci est le type arabe ou moresque, et non le type espagnol" (1983, p. 126). Y continúa en esa línea que había inicado, entre otros, Bourgoing en su Tableau de l'Espagne7 de dar a conocer una España más real, que la fantasía francesa había poblado de "maures galants et de chevaliers parfaits" (Hoffmann, 1961, p. 43). En este sentido, los viajeros ingleses e italianos pasaban por ajustarse más a la realidad.8 Sin embargo, lo que los dramaturgos estaban haciendo en Francia, no tenía que ver con el caso Gautier y sí con el del marqués. Ahí están piezas como Les bandoléros ou le vieux moulin (1805), de Pitt y Bié; Gusman d'Alfarache (1816), de Dupin y Scribe; Rita l'Espagnole (1837), de Desnoyers y Boulé; Le 7. "D'après les préjugés dont l'Espagne est encore l'objet pour le reste de l'Europe, on croirait qu'on n'a sur elle que ces notions embellies ou défigurées que les romans fournissent, ou que ces notions surannées que l'on puise dans les mémoires d'un temps reculé; on la supposerait plutôt à l'extrémité de Asie qu'à celle de l'Europe" (cit. por Hoffmann, 1961, p. 43). Son palabras del preliminar de 1797. Entre esas novelas habría que contar el Gil Blas de Lesage, el Gonzalo de Córdoba de Florian y otros escritos como piezas inspiradas en el Quijote, en las novelas picarescas y en el teatro. 8. Gil y Carrasco criticaba los testimonios de Napier, Chateaubriand, J. Sand, Gautier, entre otros, y defendió las propuestas de ingleses e italianos (El Laberinto, marzo- abril 1844). Para la imagen que los viajeros románticos daban de España, Bernal Rodríguez (1985), González Troyano (1987); Reyes Cano y Ramos Ortega (1992) y "El viaje romántico en España", informe de la revista El Gnomo 3 (1994). toréador (1838), de Tastet; La gitana (1839), de Chapelle y Chapeau; Le guitarrero (1841), de Scribe, o Le toréador ou l'accord parfait, ópera bufa de 1849, de Thomas Sauvage, junto con otras muchas que se pueden encontrar en el catálogo de Hoffmann (1961, pp. 167- 178), hasta llegar a la cristalización que es la Carmen de Merimée/ Bizet.9 Lo español y lo andaluz se han convertido en género literario de éxito en Europa (también en España), y así será frecuente encontrar trabajando juntos en una producción de tema "español" a escritores franceses que por separado ya han ensayado dicho género. Pero es que en España sucede lo mismo, como mostraron Caro Baroja (1990, pp. 242- 246) y después Romero Ferrer (1998) y Romero Tobar (1998). Por contraste, pero cayendo en el tópico, se exaltan, como nacionales y populares, frente a lo extranjerizante o lo que por tal se tenía, las mismas cosas que retratan lo español en Francia, y se afianza un punto de vista castizo al apropiarse del discurso costumbrista determinada interpretación de la realidad española. Surgen así --escribe Caro Baroja-- nuevas imágenes de una España tradicional y heroica y de una España popular y pintoresca [...]. El país, decadente o no, es pintoresco. Los hombres y mujeres que lo habitan, interesantes en tanto en cuanto pertenezcan a la masa popular. La aristocracia y la clase media cuentan poco. Por otro lado, dentro de España lo que más interesa a viajeros y artistas es Andalucía [...]. No poco ha influido el Romanticismo literario en la formación de la imagen del español, que se da luego como producto de investigaciones científicas y filosóficas (1970, p. 102). Puede 9. observarse, pues, cierto paralelismo entre la Con algunos matices, la imagen que se da de España en Francia es siempre la misma, mágica y fantástica, alternando con aquellas piezas de carácter político que se escribieron tras la expedición de los Cien Mil Hijos de San Luis. A configurar esas interpretaciones no fueron ajenas las obras eruditas que sobre la literatura española escribieron el alemán Bouterwek (que se tradujo al francés en 1812), el suizo Simonde de Sismondi (1813) y August Schlegel (puesto en francés en 1814 por Mme. de Staël). González Troyano (1991) se pregunta, respecto del mito de Carmen, quién contribuyó más a su consolidación, Merimée o Bizet. situación de la producción francesa por esos años, en lo que respecta a las obras de tema "español", y la autóctona. Ante esta situación, ante la consolidación de una serie de elementos que caracterizan lo andaluz, se podrá hablar entonces, entre los escritores, de "poner andalucismo", por ejemplo en artículos costumbristas, como quien habla de añadir más sal a una comida, mostrando que ya no se trataba de reproducir una realidad observada sino de colorear una imagen atrofiada, una estampa que no parece suficientemente iluminada con los tonos del color local.10 Se ha literaturizado la realidad y ésta se ajusta a los dictados del arte en general, porque en este proceso es igualmente importante la representación visual del tipo y la costumbre. Pero, ¿por qué los autores españoles cayeron en aquello de lo que se querían defender? No hay espacio en este trabajo para contestar adecuadamente a esta pregunta, pero valgan las siguientes palabras de Alberto González Troyano, que son un intento de explicar este fenómeno: Muchos escritores españoles [...] dicen haber tomado la pluma para corregir los excesos de las interpretaciones extranjeras, pero el poder de sugestión que encerraban las imágenes literarias empleadas para recrear el mundo andaluz por los viajeros románticos, fueron registradas e interiorizadas por los escritores nativos como válidas. Muchos tipos y figuras fueron extraidos de una situación literariamente marginal --el torero, el bandolero, el gitano, por ejemplo-y elevados a categoría representativa e incluso simbólica" (Estébanez Calderón, 1985, p. 23). La reacción contra el punto de vista extranjero Los defensores de lo nacional adoptan las imágenes que se han consolidado como características de lo español. En esa consolidación han participado tanto los escritores europeos como los españoles. Pero, ¿quién acuñó antes el tópico, el español o el europeo? Es evidente que los escritores trabajan con materiales preexistentes y, en ese sentido, serían los propios 10. Es Ángel Iznardi quien habla de "poner andalucismo" ante la queja de uno de sus amigos, que encuentra poco andaluz uno de sus artículos de costumbres (Escobar, 1998). españoles los que darían pie a la construcción del tópico, pero es, quizá, más probable que fueran los observadores extranjeros, que contaban con la distancia del extraño, quienes dieran forma a los tipos. Y, sin embargo, contra ese recortable de cartón escribían otros observadores, los escritores de costumbres que, en los años veinte y treinta, son mucho más fieles al original observado (en la medida en que la literatura puede ser fiel, o retratar) que después, a partir de los años cuarenta, cuando la escritura costumbrista se convierte en un género y el referente no es ya la realidad (más o menos manipulable por el escritor), sino la propia literatura costumbrista, a la que se amoldan los que escriben colecciones costumbristas, piezas teatrales y musicales, y cuantos pintan escenas. El influjo del componente extranjero en estos años fue notable, como también lo había sido en los tiempos en que el Imperio español crecía, se asentaba y decaía en Europa y sus posesiones americanas y filipinas. Los rasgos que contribuían a definir, negativa y positivamente, al español de entonces se crearon en el marco de una situación política, de intereses económicos y territoriales, y se asentaron en el imaginario de los pueblos, en los conocimientos tópicos y mostrencos de la cultura popular. Como se ha señalado, los viajeros y los literatos europeos daban imágenes de España, repetidas, a veces sin haber viajado por el país (Sarrailh, 1936), y por ser repetidas y cada vez más vacías se había hecho necesario poner en ellas más color, hacerlas más pintorescas. De esto se intentaron defender los escritores 11 nacionalistas, costumbristas y casticistas, pero también de las imágenes, ideas y comportamientos exteriores que amenazaban la condición nacional. Se dio por tanto un proceso doble. Por un lado y generalizando, los españoles sentían que eran de un modo determinado y veían como una amenaza, de la que debían defenderse, el influjo europeo. Por otro lado, los extranjeros, que son los que presentan esos nuevos modelos 11. Montesinos (1972, p. 46) y Marco (1987) se refieron a esta "justificación" del costumbrismo. tentadores, tenían una idea de España, tópica, exagerada y desencajada, que los españoles querían centrar y actualizar. De manera que se lanzan a la cruzada de defenderse de la influencia extranjera, valorando lo nacional y sus figuras más relevantes, pero en este proceso, y sobre todo a partir de los años cuarenta, caen a menudo en las exageraciones, desenfoques, elecciones y pintoresquismos que denunciaron y criticaron en los autores extranjeros. Es de esta manera como los escritores costumbristas, rechazando la imagen que se daba de España en el exterior, vinieron a afianzarla como forma de defensa. Lo que debió servir para comprender una realidad, una mentalidad, se convirtió en símbolo que poco aportaba a la comprensión de los fenómenos, si no era al contrario. He aquí algunos testimonios de esta situación. Estébanez Calderón representa quizá la actitud más extrema en la "Dedicatoria a quien quisiere" de sus Escenas andaluzas, donde señala que su auditorio español son "oyentes y leyentes de la buena gente y bizarra de la tierra, matadores de toros, castigadores de caballos, atemorizadores de hombres, cantadores, bailadoras, hombres de camino". (1985, p. 54). La enumeración deja clara la existencia ya consolidada de unas figuras, que, por su oriundez, han de ajustarse a unas condiciones y conductas determinadas. Si no lo hacen no son españoles, no representan la cultura nacional. De la misma opinión eran bastantes de los que colaboraron en Los españoles pintados por sí mismos, en 1843. Y aunque retrataron a otras figuras como esenciales, no había nada más español que un torero o un bandolero: Ningún otro pueblo ciertamente merecía tanto el ser pintado como el español, porque ninguno otro es tan variado en sus tipos, ni tan original. ¿Dónde hallaríais a un torero?, ¿dónde un gitano como el español?, ¿un contrabandista como el andaluz?, ¿una manola como la madrileña? En ninguna parte; y si hubiéramos tardado algo más en pintarnos, ni en España mismo, porque la sociedad entera se está rejuveneciendo y la moda francesa nos ha ido desnudando pieza por pieza para vestirnos al instable capricho de ese pueblo" (p. 1b. Álvarez Barrientos, 1998). Sin llegar a esos extremos, Mesonero Romanos había escrito de forma más ponderada, en el temprano mes de abril de 1832 y al comienzo de "Las costumbres de Madrid" lo que había de ser uno de los objetivos programáticos de la escritura costumbrista: Los franceses, los ingleses, alemanes y demás extranjeros, han intentado describir moralmente la España; pero o bien se han creado un país ideal de romanticismo y quijotismo, o bien, desentendiéndose del transcurso del tiempo, la han descrito no como es, sino como pudo ser en los tiempos de los Felipes... Y es así como en muchas obras publicadas en el extranjero de algunos años a esta parte con los pomposos títulos de La España, Madrid o las costumbres españolas, El Español, Viaje de España, etc., etc., se ha presentado a los jóvenes de Madrid enamorando con guitarra; a las mujeres asesinando por celos a sus amantes; a las señoritas bailando el bolero; al trabajador descansando de no hacer nada; [...] de este modo se ha embellecido la plazuela de Afligidas, la venta del Espíritu Santo, los barberos, el coche de colleras y los romances de los ciegos, dándoles un aire a lo Walter Scott, al mismo tiempo que se deprimen nuestros más notables monumentos, las obras más estimadas de arte; y así, en fin, los más sagrados deberes, la religiosidad, el valor, la amistad, la franqueza, el amor constante, han sido puestos en ridículo y presentados como obstinación, preocupaciones, necedad y pobreza de espíritu (1967, p. 38a). Resumía bien Mesonero la intención y el sentimiento de muchos de sus contemporáneos y compañeros en el ejercicio de la pluma: corregir, enmendar las malintencionadas visiones de los que sin conocer España escribían sobre ella, copiando, manipulando, inventando o repitiendo a menudo ideas viejas tomadas de libros que ya no eran válidos.12 No pueden nuestros costumbristas de esos primeros años permanecer como observadores tranquilos de tanta falsedad y ofrecen al público sus cuadros "con escenas de costumbres propias de nuestra nación" en las que 12. Otra opinión similar, por ejemplo, en "El sombrerito y la mantilla", de septiembre de 1835, en "El brasero... " y en el prólogo al Panorama matritense (1835): "El medio más prudente de combatir tan ridículas caricaturas [las impresiones de los viajeros extranjeros] prodigadas hace dos siglos contra nosotros, destruyendo la impresión funesta que causan en la crédula multitud, es el de presentar sencillamente la verdad, oponer a aquellos cuadros falaces e interesados el colorido propio del país, las acciones y hechos comunes a todas las clases, la naturaleza, en fin, revestida de formas españolas". se encuentra "la verdad" (p. 39a).13 Estos testimonios, y otros que pueden sumarse, muestran la conciencia que los escritores del momento tenían de encontrarse en una España de transición, lo que hacía posible que pudiera darse como imagen representativa de España una que sólo parcialmente correspondía a la realidad. Ni la literatura ni el arte les parecía que dieran cuenta de la identidad española, en su opinión porque esa identidad se había perdido tras la Guerra de la Independencia y la defectuosa aceptación de lo francés. Los observadores dieciochescos habían percibido la dispersión y disolución de las costumbres y los hábitos, cambios que se daban en la sociedad civil. En el XIX, los costumbristas, entre otros, intentaron extrapolar unos rasgos que sirvieran a los desorientados españoles como identificadores nuevos, en una sociedad --el concepto era muy reciente-- que cambiaba. Y esos nuevos rasgos de identificación nacional debían integrar tanto aspectos de nuestro pasado (y del presente) como nuevos componentes que procedían de Europa. Sin embargo, esa intención no alcanzó su objetivo. Final abierto. Tradición y progreso Del mismo modo que los filósofos e historiadores alemanes influyeron a la hora de que en España se considerara como un valor cultural a Calderón y a la poesía popular, gracias a la difusión del nuevo pensamiento romántico, los viajeros y literatos, como complemento, ejercieron sobre la cultura española una influencia que, por reacción y defensa, acabó proporcionándole unos rasgos determinados. Entre otros, el hecho de que parte de la producción costumbrista surgiera con el cometido de defenderse del influjo exterior y para corregir las imágenes que se daban de España. Es también cierto, en este plano de uso de influencias literarias y relaciones con el exterior, que, como indicaron los máximos representantes del género, se tomaron de modelos ingleses y franceses temas y modos que, adaptados al caso español, se aplicaron, en lo posible, al 13. Esa verdad que ya no sería el objetivo de los escritores costumbristas que vinieron después, ya que, como he señalado, tenían como referente no al personaje vivo, sino al tópico que aparece retratado en las obras de arte. proyecto de crítica y reforma de las costumbres y valores de España. No es menos cierto que la literatura de los costumbristas modeló muchas páginas de los viajeros y que, como los primeros no solían ser todo lo fieles a sus originales que decían, las páginas de los libros de viajes, basadas en esos escritos, contienen también errores y deformaciones. Cada autor, consciente del desgarro en que se debatía, actualizaba el sinsabor del español que, como en El café de Alejandro Moya, miraba con envidia al europeo, se burlaba de él como defensa, pero lo imitaba. Mientras algunos "castellanos" se hacían más "viejos", otros cedían, dolorosamente, a la fuerza de la civilización porque ya no se defendían, tibetanos, del influjo exterior, sino que buscaban la forma de adoptarlo sin perder lo aprovechable que había en su españolidad, en los valores culturales, cambiantes y movedizos, que lo identificaban. Un tercer grupo, satirizado por Larra y Mesonero, sólo apreciaba lo extranjero. En cualquier caso, ya fuera por rechazo frontal, aceptación sin condiciones, o mediante negociación, la identidad nacional, y la cultural como una de sus más claras manifestaciones, se formaba y variaba también a golpe de la presencia exterior, que suscitaba el debate sobre lo que era ser español al aceptarla en mayor o menor medida. Las palabras de Unamuno, citadas al comienzo, y la historia testimonian que esa comunión de tradición y progreso no se verificó, o sólo deficientemente, y que los tópicos que las imágenes parciales acuñadas representaban siguieron valiendo como formas de conducta e indentidad cultural, nacional y moral. Si la literatura costumbrista tuvo como uno de sus objetivos literarios ofrecer un retrato de la sociedad española, y por ello rechazó las falsificaciones simplificadas del exterior, no dejó de caer, sobre todo a partir de Los españoles pintados por sí mismos y desde el momento en que en las revistas se incluyen grabados "pintorescos", en esos mismos tópicos y simplificaciones que había criticado en los primerizos tiempos de Mesonero Romanos. De intentar retratar tipos y situaciones copiando del natural --y ahí están las reiteradas referencias de los autores a sus paseos por la calle y en los cafés, donde observan--, se pasó a remedar imágenes ya consolidadas artísticamente y, sobre ellas, se aplicó la imaginación creativa del escritor, como demostraba el hecho de poder poner mayor o menor cantidad de andalucismo, de popularismo, en algo que ya era un género convencional. BIBLIOGRAFÍA ALBERICH, José. 1976. Del Támesis al Guadalquivir. Antología de viajeros ingleses en la Sevilla del siglo XIX, Universidad de Sevilla. ÁLVAREZ BARRIENTOS, Joaquín. 1996. "Imagen francesa y civilización en la novela española del siglo XVIII", en L'image de la France en Espagne pendant la seconde moitié du XVIII siècle, ed. Jean- René Aymes, Paris, Presses de la Sorbonne Nouvelle/ Inst. Juan Gil Albert, pp. 167- 176. ------. 1998. "Lo andaluz en Los españoles pintados por sí mismos", en Costumbrismo andaluz, eds. 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