A la nona - La Nota Latina

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A la nona
(Casimira F. Aldaiturriaga)
Siempre recuerdo esas cosas, comentarios como:
— ¡Y sí, che, ella fue la primera de todas! La primera que te vio apenas abriste los ojos
en el Álvarez, hospital lleno de gatos abandonados comiendo bofe en cada rincón. La Tina pasó
semanas tejiendo unos escarpines azul marino, pero según me contó la nona, Tina se sintió
decepcionada de que yo naciera hembra. Ella quería que yo fuese varón. Para la nona, eso era
maña de calabreses testa dura nomás. La gente del campo piensa que siendo varón la tierra se
trabaja mejor. Así me decía ella. O sea, que a la Tina no le quedó otra que retomar sus agujas
grises, gruesas y largas para hacerme un par de escarpines rosados. Aunque nací hembra, el color
azul marino resultó ser mi color de preferencia.
Una vez que conseguí la puta green card en los Estados Unidos, lo primero que se me
pasó por la mente es hacer ese viaje tan deseado, el viaje de vuelta a casa. Durante mis siete años
quebrando la ley, me comunicaba con la nona telefónicamente y, obvio, la Tina estaba ahí con
ella tomando mate con bizcochitos, como de costumbre, y tejiendo alguna que otra mantita para
bebé o poncho para las embarazadas del barrio, como solía hacer, desde que tomé uso de razón.
desde el día que nací. Entonces yo hablaba con mi abuela y la Tina insistía en hablar conmigo
por teléfono. Por suerte yo tenía la excusa de que la llamada se estaba por cortar porque me
quedaba poco crédito. Igual ella se empeñaba en hablar hasta por los codos, me decía:
—¿Y nena? ¿Cuándo vas a venir? ¿Ma che cosa fai li? Eso de estar ilegal por allá y sola,
siendo mujer, no debe ser cosa fácil. Andáte a la Calabria. Allá te tengo un nieto de tu edad y
¡está bien churro! Te voy a mandar...bla bla bla...piiiiiiiii...y se cortaba la llamada.
Como venía diciendo, un día me tomé un avión desde el O’Hare a Ezeiza, un taxi, un tren
y un colectivo, hasta que llegué a la esquina y doblé en la calle donde se encontraba la casita en
que crecí. Ahí estaba, con sus pinos, que más que pinos parecían pinitos desnutridos, cosa de
algún podador desquiciado, pensé. Detrás de ellos, la casa de la nona, con las paredes grises
descascaradas y sin la barba de enredaderas que la abrazaba. Entré por el pasillo del costado y
despacito atiné a abrir la puerta de rejas oxidadas que, apenas la toqué, largó un chillido agudo.
Un pequinés flacucho con pelaje mugroso y dientes para afuera se lanzó contra las rejas dobladas
con su ladrido estrepitoso y consecutivo. Abrí el portón y lo acaricié confiándome en el canino.
El perrito movía la cola y saltaba enredándome los cordones de los zapatos en cada paso que
daba. De tanta alegría hizo un charco de orín bien amarillo sobre la maceta con helechos que me
vio trepar los árboles de quinotos. En ese pasillo mis manos temblaban como si tuviese
Parkinson. Preparaba la cámara de fotos, pero no había caso, no podía encuadrar ningún objeto,
todo temblaba. La cámara, el perro mugriento que no paraba de hacer fiesta, el pasillo, mis
manos, hasta que noté que los lagrimales me titilaban, los dientes apretujaban y la garganta sufría
una especie de tracción involuntaria. Otra puerta se abrió y ahí estaba ella, la nona, con su cara
de pergamino pálido, mate en mano, y su cuerpo diminuto, flaco, frágil. Detrás de ella, una voz
ronca de tabaco hacía eco en el pasillo. Era la Tina, con su paquete de Derbi suaves sobre la
mesa y pucho en mano a punto de encender. Las dos parecían dos estatuas a punto de
derrumbarse luego de un sismo.
El cielo abierto, melancólico, nos amparaba. La neblina de julio caía sobre nuestros
hombros. Entre besos, abrazos, lágrimas y quejidos, nos metimos en el living-comedor donde
tomamos mates lavados con palitos que flotaban. Esto se complementaba con el resto de los
bizcochitos de grasa que estaban desparramados de forma arbitraria sobre el plato y la carpetita
de hilo color beige con firuletes en los bordes.
Así pasamos una tarde de invierno bien ameno. El tiempo parecía haberse encapsulado.
La casa de mi abuela, en la cual me crié, se había tornado un museo de vida. Fotos de nosotros,
mis hermanos y yo en cada rincón, mis muñecas de trapo sobre mi cama de roble, los adornos
que han estado ahí, que nunca se han roto, que han sobrevivido los años, los libros con páginas
amarillentas que alguna vez lucieron su blanco marfil. La Tina se puso a debatir sobre la
corrupción y la violencia en las calles, de la novela de la siesta y de la bufanda que estaba
tejiendo para doña Griselda, la quiosquera de la esquina que siempre le fiaba los Derby suaves.
Ahí entonces venía la oleada de reproches por parte de mi abuela:
—¡Ves que no cambia más! Es por eso que tiene las gambas inflamadas.
Y la nona no se equivocaba. Yo le daba la razón. El living retenía un olor nauseabundo
que provenía de las piernas hinchadas de la Tina. La pobre tenía una psoriasis pustulosa
galopante. Las llagas de sus extremidades supuraban pus y sangre. Cada movimiento que daba
sobre la silla iba acompañado de algún quejido y un frunce en su rostro, como cuando uno
muerde el gajo de lima salado al echarse un tequilazo. En realidad, yo resentía a la nona por sus
reproches de anciana refunfuñona, pero se veía a la legua que estaba preocupada por su amiga, a
la cual le limpiaba sus llagas en la palangana y vivía aquel dolor con ella con cada cuadrito de
gasa que frotaba sobre su piel escamosa y virulenta.
—Voy a cortar unas hojas de aloe vera del patio para después de que te bañe. Eso te va a
calmar por un rato, hasta que la cuota del PAMI baje el próximo mes —decía la nona con su
verdoso color esperanza mientras por debajo susurraba un Padre Nuestro y se persignaba.
La Tina, con el pucho entre la comisura de sus labios, fingía no escucharla mientras
mantenía su cabeza gacha de “yo no fui”. Los balbuceos chinchudos se le escapaban con el humo
expedido de cada pitada que inhalaba asmáticamente. El día aquel llegó nomás. Después de la
triunfadora jugada de truco con la Tina y la nona, la Tina sacó de una bolsita del Carrefour unas
madejas de lana color turquesa con unas agujas largas y gruesas ensartadas en las mismas. Fijó
su mirada traviesa en mí mientras tarareaba una de Bocelli o Ramazzotti.
—Ya que vivís en un lugar tan frío te voy a tejer un chaleco para que te lleves.
—Pero ese color es turquesa, casi un azul marino —le dije.
—¿Y? Es el único color que me quedó. Pensaba comprar otra madeja, pero voy a esperar
hasta el aguinaldo. El portugués no me quiere fiar más nada y eso que le pago siempre a tiempo,
apenas cobro la miseria de jubilación... ¡Ma veco ‘a merda!
Y desde ese preciso momento se empeñó en tejerme un chaleco, con cuello mao y punto
jersey, con vistas a terminarlo antes de mi partida hacia el norte. Cuando las manos de la Tina
precisaban de un receso, mi abuela retomaba el punto y seguía tejiendo con agilidad de araña
pollito, mientras me relataba historias de su infancia llena de guerra y orfandad. Hasta que la lana
color turquesa se terminó y mi abuela improvisó salir del apuro usando unos restos de madejas
color celeste que no quedaba tan mal con el turquesa. La Tina había cerrado los ojos detrás de
sus anteojos culo de botella que se deslizaban de su nariz aceitosa como niño en tobogán. La
pronosticada caída de sus anteojos la arrebató de aquel sueño imprevisto. Abrió sus ojos
achicados y exclamó:
—Pero, ¿qué estás haciendo? ¡El color celeste es para varón nomás, nena! ¡Así no va,
querida!
Mi abuela succionó con fuerza el sorbo de mate que quedaba y le dijo:
—¡Vos con tus mañas de vieja chota! Me quedé sin lana y hay que terminar este chaleco
antes de que se nos vaya la nena. ¿No entendés eso?
La Tina se prendió un pucho y vació el cenicero que rebalsaba de colillas y ceniza
acumulada.
—Bueno, aunque sea por esta vez nomás —contestó con voz de dormida malhumorada.
Las manos reumáticas de mi abuela se habían cansado y le tocaba el turno a la Tina. El chaleco
estaba casi terminado y las dos se peleaban por decidir los últimos retoques.
—Pero, nena, acá te quedó más chueco que en esta otra parte, ya la tuviste que cagar.
Ahora lo voy a tener que empezar desde este punto debajo de la axila.
—Es que esa lana es pesada y estoy acostumbrada a las agujas de croché. Con esas agujas
gigantes me quiero hacer el harakiri más que tejer.
—El harakiri me lo quiero hacer yo con estas putas llagas en la patas —decía la Tina
soltando un gemido involuntario.
Ese chaleco había marcado un antes y un después, un círculo quedaba abierto. Esos que
no logran cerrarse. Me lo probé y me quedó justo. Agradecí a la Tina por sus horas de tejido y a
mi abuela por su participación en el proyecto. La nona se quería llevar todo el mérito. Decía que
ella había tejido más que la Tina porque había desatado nudos en el camino. Los celos eran
parejos.
El avión de Ezeiza a O’Hare está por despegar. Mi chaleco turquesa-celeste lo visto como
si fuese un tatuaje. El frío es impiadoso. Es la primera vez que cae nieve en Buenos Aires
después de casi un siglo. Esto parece ser cosa de mandinga, pero es ver para creer. La gente
festeja por las calles y arma muñecos de nieve. Una vez en Chicago, fui a la calle Devon y
compré una tarjeta INC de cinco dólares. Al marcar los quince dígitos en el celular una vocecita
del otro lado contesta:
—¿Aló?
—Hola, nona. Aterricé hace una semana atrás y no tuve tiempo de llamarte. ¿Cómo va
todo? Un silencio largo quedó suspendido. Al rato me contestó:
—Y se murió nomás. La Tina se murió ayer. La ambulancia tardó y no soportó el dolor.
Además, los puchos que se fumaba. Era una chimenea. Le repetí durante cincuenta años seguidos
que dejara de fumar. Pero ella se sentía glamorosa con el pucho. Pensaba que era la Marlene
Dietrich…
Al final la nona largó un sollozo que llevaba acumulado en su pecho. Y yo largué otro.
Me puse el chaleco turquesa-celeste y caminé por la Sheridan Road hacia el lago. Ahí me acosté
en una de las rocas, con las patas desparramadas como si fuese un varón, bajo un cielo abierto,
azul marino.
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