ENCUENTROS EN VERINES 2009 Casona de Verines. Pendueles (Asturias) Encuentros en Verines: 25 años. Periodismo Cultural y Literatura hoy. Aurelio Loureiro. Hace algunos años, en este mismo contexto de los Encuentros de Verines (que llegan a su edad de plata, 25 años, curiosamente, pocos meses antes de que lo haga la Revista LEER, a la que hoy me toca representar), ya tuve el placer de participar en un debate muy parecido al que nos ocupa estos días, si bien con otras connotaciones. Entonces, creo recordar, era la Crítica literaria la que ocupaba el puesto de honor en las deliberaciones; aunque, inevitablemente, se hablaba de manera recurrente de Periodismo Cultural y, más en concreto, de periodismo literario, dado que lo que estaba en el germen de las exposiciones era el libro en sus variantes más creativas. Y digo “inevitablemente” porque antes –mucho más que ahora- se tendía a colocar en el mismo plano, si no a identificarlos, al periodismo literario y a la crítica, cuando, a todas luces y por razones que están en la mente de todos, esta última ha de ser más sosegada y elaborada y, por lo tanto, circunscribirse a un marco específico, diferenciado, donde no chirríe su natural subjetividad. Ya entonces, creo recordar, me atreví a sugerir alguna idea que, si tal vez no servía para paliar las amenazas que se cernían sobre una labor tan peculiar como es la de informar y opinar sobre el mundo del libro (Internet era una realidad incipiente que ya ocupaba la perspectiva de muchos, aunque pocos nos atrevimos a vaticinar que llegaría a poner cerco a la fisiología, por no decir la genética, de una gran mayoría de consumidores de Cultura en sus distintas manifestaciones), al menos serviría para mitigarlas en la conciencia de quienes nos dedicamos a dicha labor y todavía creemos en el valor del libro como fuente de imaginación, conocimiento y riqueza intelectual. La primera sugerencia, que quizá era más un deseo personal que una proposición abierta, era la idea de servicio, sazonada con las dosis oportunas de actitud positiva ante la información que se quiere dar, lejos de todo protagonismo –lícita tentación entre quienes utilizamos la palabra para expresarnos aunque sea escribiendo sobre otros-, fuera de alardes retóricos: informar, orientar y no juzgar, hablar bien de lo que nos parece recomendable y callar sobre lo que, por las causas que sean, no merece nuestra consideración. Defendí la reseña literaria (un género por lo común menospreciado o abiertamente disfrazado de “crítica impresionista”, quizá por estar a medio camino entre la necesaria objetividad del periodismo y la irremediable subjetividad de la crítica): la defendí y aún la defiendo como recurso generoso para hacer frente al ritmo vertiginoso en que se suceden los acontecimientos literarios y las publicaciones; sin restarle méritos a la crítica y a los críticos –que los hubo y los hay excelentes-, pero incidiendo en que la tarea del crítico necesita más tiempo y sosiego que los que la realidad cotidiana muchas veces permite. Para reafirmarme en la importancia de la reseña en el contexto de la orientación literaria me voy a tomar la libertad de citar un libro de reciente aparición: El arte de la distorsión (Alfaguara), cuyo autor, Juan Gabriel Vásquez, en uno de los pequeños ensayos que lo completan, dice cosas que suscribo y quizá he callado más de lo debido: “…siempre me ha gustado pensar –dice- que la mejor crítica de novedades –se refiere a las reseñas- pone al lector en condiciones de leer un libro casi como si lo estuviera releyendo. Es decir, la mejor crítica de novedades hace sonar la alarma acerca de esos aspectos del libro que son de interés o de importancia y que el lector corre el riesgo de perderse si alguien no se los señala de antemano. El reseñista es un guía de museo que reúne a su grupo y dice: “Cuando lleguemos a ver Los embajadores de Holbein fíjense en la figura que hay en el piso, que vista de frente es incomprensible, pero vista de lado es una calavera”. Luego uno puede hacer con la calavera lo que le venga en gana…” Enseguida habla de la dificultad de escribir una buena reseña y del altruismo que conlleva toda buena reseña y lanza una frase elocuente: “el buen crítico siempre escribe para beneficio de otro”. Es fácil suponer que el autor colombiano, Juan Gabriel Vásquez, responde inmediatamente a la pregunta que nos hacemos todos: ¿quién es ese otro?; pero de momento voy a obviar su respuesta, ya que la aparición de ese “otro” me viene de perlas para dejar caer la segunda sugerencia que se me ocurrió en aquellos encuentros y que, con permiso del tiempo, podría contestar a la pregunta. Pues, a quién puede estar destinado el altruismo que conlleva toda idea de servicio tratándose del mundo del libro, sino al lector, al lector verdadero, al independiente que, quizá siguiendo los consejos de Virginia Woolf no debe dejarse aconsejar sobre sus preferencias literarias, lucha contra las ínfulas editoriales, las presiones del mercado y las listas de más vendidos para no dejarse arrinconar en una supuesta minoría que tiene que recurrir a los clásicos de siempre, a las relecturas, porque el camino que conduce a los clásicos del futuro es cada vez más proceloso y difícil de transitar pues, entre otras muchas cosas, falta esa mínima orientación, ni siquiera un consejo al que no hacer caso, que les permita luego hacer con la calavera lo que les venga en gana. Entonces apunté –y ahora me ratifico- que el gran peligro que corría el entramado de la crítica y, en menor medida pero con avisos serios, el periodismo literario, más allá del Internet incipiente e incluso del Internet tal como lo conocemos ahora, era el arrinconamiento del lector vocacional, ese lector que no se conforma con disfrutar con los clásicos del pasado sino que quiere disfrutar y en la medida de sus posibilidades descubrir a los clásicos del futuro, convivir con ellos alentando esa expectativa, en aras del consumidor de libros, más atento al mercado, a las listas de libros más vendidos, a los miles y miles de ejemplares que vendió tal o cual título, a la tranquilidad de verse refrendado por lo que dicta la mayoría que, aunque nos parezca grotesco, también puede determinar lo que habrán de ser los clásicos del futuro. Casualmente, estos últimos días han aparecido en prensa algunos artículos que tratan, quizá demasiado tarde, de reivindicar la figura del lector. Manuel Borrás dice, por ejemplo, que “le parece un insulto a la inteligencia que se lance un libro con una frase que subraya los cientos de miles de ejemplares que de él se han vendido en todo el mundo, porque eso sólo contribuye a aumentar la confusión” y añade: “la santificación de la economía de mercado ha aplastado a la cultura”. A Borrás se le suma en las mismas páginas Ignacio Echevarría, que, en alusión a un libro de Julien Gracq, La literatura como bluff, también de reciente aparición en España, habla de “la creciente presión que el público lector recibe por parte de otro público infinitamente más amplio: el público que no lee” y ahonda un poco más para explicar que “si hace tan sólo unas décadas las personas que no leían no influían en la reputación de los escritores, en cambio, el escritor contemporáneo existe (o no existe) de forma determinante como estrella en el círculo de las personas que no leen”. Estoy de acuerdo con Echevarría (lo dice al final de su artículo) en que no hay que rasgarse las vestiduras porque esto sea así, máxime cuando en tiempos de Julien Grack todo era un poco parecido aunque por motivos distintos: “el imperioso ascendente de la literatura destinada a un público que no lee como señal inequívoca del alineamiento del público que sí lee a favor de una literatura que, para distinguirse de aquella, subraya su pedigree literario y no se dirige tanto a un público al que le gusta leer como a ese otro al que lo que le gusta es que le guste leer”; pero no puedo estar de acuerdo en que tenga que ser así, sobre todo para la conciencia de los que nos dedicamos a la tarea, peculiar como poco, del periodismo literario sin entrar en otras honduras, al menos no sin antes citar algunas de las razones o causas de que esto sea así y nos de la impresión de que no tiene remedio. Muchas cosas han sucedido desde aquellos encuentros en Verines y han sucedido tanto o más rápido a como el tiempo ha transcurrido por los años. Y -ahora menos que nunca- no conviene obviar que dichos acontecimientos, en su mayoría, pero sobre todo por la celeridad con que se han producido, hasta el punto de cambiar por completo el paisaje cultural en unos cuantos años, han influido de manera determinante y, cómo no, siguen influyendo en el ejercicio del periodismo literario. Un ejercicio ya de por sí peculiar y con unas características definitorias, como, sin ir más lejos, el ámbito endogámico en el que se desarrolla, donde la mayor parte de los profesionales –y, creedme, que no lo digo como signo de descrédito- son, a su vez y en muchas ocasiones con prioridad absoluta respecto a sus otras ocupaciones, escritores y mantienen una relación estrecha con el mundo editorial, a veces más allá del medio para el que trabajan y de los departamentos de comunicación y prensa. Repito que sería absurdo por mi parte defender a estas alturas un purismo exacerbado; pero ¿cuántos periodistas deportivos, por poner un ejemplo fácil de identificar, son al mismo tiempo pilotos de fórmula 1, futbolistas profesionales o jugadores de baloncesto? El hecho de que siempre haya sido así no debe ser óbice para que no perdamos la perspectiva, pues a falta de ésta sobrevienen la confusión y las singladuras erráticas. No obstante, como vengo diciendo, la mayoría de los factores susceptibles de generar confusión provienen del exterior, aunque a veces irrumpan disfrazados de cuestiones inevitables. Enumerarlos todos sería largo y pretencioso. Además, muchos ya se habrán puesto sobre la mesa. Pero no me resisto a citar a algunos cuyo aporte a la transformación del panorama editorial y literario es evidente. Así pues, estos pocos años nos han bastado para cargarnos a la Novela en varias ocasiones, además de vaticinar otras defunciones más o menos cercanas, como tendremos ocasión de ver: lo literario como fórmula periclitada o el libro tradicional como formato de futuro ante la llegada inminente e inmisericorde del libro electrónico: e-book. No olvidemos que durante mucho tiempo la Novela fue el fundamento de la información literaria, perfilada en los márgenes por el Ensayo, la poesía y el relato corto. Sólo que la Novela, lejos de morir y darnos pie a una larga y penosa letanía, se ha reinventado constantemente sirviéndose de fórmulas ya conocidas; es decir, diversificándose en subgéneros –nunca me atrevería a tildarlos de subproductos-: novela histórica, negra, etc… Y, últimamente, literatura fácil – que no sencilla, pues existen obras maestras de gran sencillez y novelas complejas que son auténticos petardos- y de “entretenimiento”, que sirve sobre todo para intentar explicar el éxito de ventas de productos que se deslizan por la cuerda floja entre lo presuntamente literario y el puro consumismo, obviando la calidad, el compromiso del autor con su mundo personal y otros retos que debieran estar siempre presentes. He de reconocer que nunca he sabido muy bien por dónde coger eso del entretenimiento asociado a la literatura –deben de ser manías personales-, salvo que con esto de la crisis el libro se convierta en un medio de evasión más accesible, cómodo y barato que otros; lo cual sería un destino bastante pobre y limitador en mi opinión. No sé si, como piensa Borrás, la santificación del mercado ha aplastado a la Cultura, pero no me cabe la menor duda de que sí ha transformado, al menos, su fisonomía y la prioridad de los intereses que se esconden detrás de una imagen de progreso que, cada vez con más frecuencia, pierde la compostura y acostumbra a enseñar sin rubor el azogue en lugar del espejo con el consiguiente cambio de referencias: la principal, quizá, la justificación irrebatible de que las cosas tienen que ser así en aras de la inversión y la cuenta de resultados. El más perjudicado es sin duda el escritor –aunque por fortuna aún no en su mayoría- que, en lugar de buscar una crítica elogiosa, se detiene en la lista de más vendidos y es capaz de renunciar a muchas cosas con tal de encontrar el camino que le lleve a aparecer en ella y a beneficiarse de la justa y suculenta recompensa que otorga el mercado cuando se le adora en su también justa medida. Pero no sólo el escritor. La concentración editorial, lejos de clarificar el panorama, lo ha tornado algo más turbio, pues la concentración no ha sido sólo de distintas editoriales en grandes grupos con intereses que van más allá de la labor editorial dentro del amplio espectro de la comunicación, sino también concentración de criterios y objetivos o, si se me permite, de un objetivo único: el bets-seller o, en su defecto y qué defecto, el fenómeno literario que de vez en cuando se produce, no se sabe muy bien cómo y porqué se produce, quizá porque no hay tiempo para reflexionar sobre ello, pero se puede intuir a dónde va a parar. A su alrededor, como satélites en busca de un hueco en la órbita de los elegidos, nacen y crecen pequeñas editoriales independientes que, si no son absorbidas a tiempo, pueden plantarle cara al criterio del producto único y hasta, de vez en cuando y gracias a la perspicacia de sus responsables, dar con la gallina de los huevos de oro, a veces impensable y sorpresiva gallina de los huevos de oro. La frivolidad que trae de la mano el intrusismo profesional de personajes cuyo único aval literario es la fama o la popularidad que les ha reportado una actividad distinta a la escritura –que, dicho sea de paso, por lo común encomiendan a otros, negros o postulantes a tareas más nobles, para aparecer ellos como meros firmantes y portadores de la palabra mágica de la promoción-, la televisión a este respecto es campo que se abona a diario, tampoco es que ayude mucho y, no tanto porque los productos o subproductos –ahora sí- resultantes ocupen espacios que en una competencia equilibrada nunca ocuparían, como porque alientan y refrendan el criterio del producto único. Y, para no alargarnos más, Internet, dios o demonio, según se mire y según quien lo mire; pero, en cualquier caso, un terremoto que en unas cuantas sacudidas ha logrado, no sólo resquebrajar los cimientos de la comunicación, sino entrar en nuestras vidas y hasta reconfigurar la cartografía de nuestro cerebro, quizá con vistas –aunque quizá sea mucho aventurar- a dar un nuevo paso en la evolución, no ya de la cultura y la comunicación, lo cual es evidente, sino de la especie incluso. Para los que no supimos o no nos atrevimos a vaticinar, tal vez por miedo o por aprensión, que esto pudiera ocurrir, si creo que es demasiado arriesgado ponerse a hacer predicciones a esta altura de la película. Internet es lo que es al margen de interpretaciones, una amenaza o un consuelo, un instrumento o un objetivo en si mismo, forma parte de nuestra realidad y, para colmo, ha sido capaz de transformar la realidad y, en el asunto que nos ocupa, aquí sí, cambiar el panorama de la cultura empezando por la comunicación. Y esto, más que por la multiplicación de la información, por el estrechamiento de la distancia entre la información y sus receptores, que, para el caso que nos ocupa, puede significar la panacea o un resquebrajamiento total de las expectativas del periodismo literario. En mi opinión, a pesar de todo, se siguen necesitando filtros y orientación en el hondo y proceloso pantano a donde va a parar toda esa información que parece campar a sus anchas y proporcionarnos un beneficio y descanso inmerecido; pero mucho me temo que no es una opinión demasiado autorizada la de quien no supo advertir en su momento, como el reseñista o el guía de museos, que la realidad iba a ser tan distinta a la de tan sólo unos años atrás. O lo que es peor: que sea un deseo más. En fin –y con esto termino-, espero no haber sido demasiado esquemático y, si no he aportado soluciones a las zozobras que animan estos debates, por lo menos haber atisbado algo de luz al final del túnel. Las crisis cierran puertas y abren ventanas, pero sobre todo propician la reflexión para que luego, cada cual, actúe según su criterio y su conciencia. No hay normas ni fórmulas inapelables y cada cual sabe con qué tipo de presiones se tiene que enfrentar en el camino. Pero, y esto es lo último, prefiero no ser escéptico, seguir pensando que, quizá nunca como ahora, ha sido tan necesaria la labor del periodismo cultural, por lo que puede tener de ordenación de un caos que en realidad no sé si existe como tal, y hago votos para que no se olvide la figura del lector que no se conforma y que aún necesita que le orienten a ser posible hacia cumbres más altas que las listas de libros más vendidos y, por supuesto, que no se deje de lado la vocación de servicio. Gracias.