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Aproximación
a la verdadera
historia de Cayo
Confites*
Elena Alavez
Historiadora y periodista
A
l norte de Camagüey se encuentra un islote sembrado en la memoria. Nadie conoce la fecha de su
origen, ni el porqué de su denominación,
pero sí que durante las semanas del sofocante verano de 1947, Cayo Confites
acogió a cerca de mil personas de todas las tendencias políticas de Cuba,
así como de otras nacionalidades: dominicanos, venezolanos, españoles,
nicaragüenses, hondureños (como el
jefe de los morteros), en un sui
géneris ejército en formación.
La indignación del pueblo dominicano o de cualquier persona con decoro
del continente americano iba in
crescendo ante el terror desatado desde 1930 por la dictadura de Rafael
Leónidas Trujillo1 en República Dominicana, el cual durante tres décadas
(fue ejecutado en 1961) mantuvo el poder a través de una sangrienta
represión, la llamada paz de los cementerios. Su régimen se caracterizó no
sólo por la militarización de la sociedad,
sino también por el peculado, el nepotismo y la megalomanía. Contra esa
situación, ya insostenible, combatió por
muchos años el pueblo dominicano, y el
derrocamiento de la dictadura trujillista
constituyó el objetivo real de la fuerza
armada que se agruparía en el Cayo.
Cuba no estuvo ausente en esa lucha.
Sin embargo, dada la heterogeneidad del
grupo que acude a la cita liberadora, se
impone el apunte de la diversidad de propósitos existentes.
Ya en 1944, tras la asunción a la presidencia de la república del doctor
Ramón Grau San Martín, máxima figura del autenticismo y con su aureola de
demócrata empedernido, el ambiente
era propicio para la expedición que se
gestaba. En el plano internacional les
ayuda la cercana y culminada Segunda Guerra Mundial y el profundo
resentimiento contra el fascismo y los
regímenes dictatoriales que esta despertó. No obstante, no caben dudas de
que otros elementos fueron imprescindibles para el logro de la expedición. De
manera decisiva influyó en su ejecución
el rico hacendado y general dominicano Juan Rodríguez García, a quien, a
pesar de no ser un hombre de ideas
avanzadas, le era imposible vivir en un
país atropellado por un dictador. Su
aporte a la causa insurreccional fue de
alrededor de un millón de pesos. Tampoco se puede obviar la digna actitud
de lo mejor de los pueblos dominicano
y cubano que con audacia y profundo
desinterés apoyaron el proyecto del
Cayo.
Es indiscutible que la formación del
Ejército de Liberación dominicano estuvo sujeta a un largo y arduo proceso.
Desde finales de la década del treinta
comienzan a gestarse comités de lucha
contra el trujillismo, sobre todo dentro
de las filas del estudiantado cubano.
Pero no es hasta 1939 que se funda
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el Partido Revolucionario Dominicano,
en El Cano, Arroyo Arenas, provincia
de La Habana, en una pequeña finca
que tenía arrendada el dominicano
Virgilio Mainardi Reina. En esa reunión
estuvieron presentes Juan Bosh, 2
Jiménez-Grullón,3 así como el propietario y Rafael Mainardi Reina.
A partir del acontecimiento fundacional, los revolucionarios dominicanos
se dan a la tarea de comprometer en
la lucha por la liberación de la República Dominicana a distintas personas
de esa nación a lo largo de todo el
país, incluidas las provincias orientales
(Santiago de Cuba, Guantánamo) y
allende sus fronteras, pues el éxodo
antitrujillista llega hasta otros lugares de
América: Venezuela, Puerto Rico,
México (donde existía un grupo numeroso), algunos países de Centroamérica
y los Estados Unidos (Nueva York) y
otros núcleos poblacionales.
En 1943, en la Universidad de La
Habana, cuando ejercía la Secretaría
General de dicha institución Ramón
Miyar Millán, poco después Secretario
de Relaciones Exteriores del grupo dirigente del Partido del Pueblo Cubano
(Ortodoxos), tuvo lugar el Primer Congreso del Partido Revolucionario
Dominicano (PRD) con delegados de
las distintas secciones que lo componían, siendo el núcleo o sección central
la de La Habana. Sus acuerdos fueron,
en esencia, insurreccionales, es decir,
cómo llevar a efecto la liberación dominicana a través de la lucha armada.
Numerosos cubanos dieron también su
apoyo irrestricto a esa causa sin tomar
en consideración ideologías políticas,
entre ellos Juan Marinello, del Partido
Socialista Popular, y Eduardo Chibás,4
por entonces destacado dirigente del
Partido Revolucionario Cubano (Auténtico).
En la Universidad de La Habana y
otras instituciones de nivel secundario
se fueron creando, en el transcurso de
los meses, comités de ayuda al pueblo
dominicano. No resulta ocioso mencionar que al crearse el Comité Pro
Independencia de Santo Domingo en el
alto centro de estudios, la primera firma que se estampó en el documento
fue la de Fidel Castro, alumno de la Facultad de Derecho, quien ya pertenecía
al Comité Pro Independencia de Puerto
Rico, y que no tardaría en incorporarse
a otras actividades en la primera línea
de combate.
Cierto es que en la república cubana las contradicciones políticas y
clasistas se agudizaban y parecía estar
sentada sobre un volcán. El gangsterismo (baste recordar los sucesos del
Reparto Orfila, en Marianao) rivalizaba en audacia con los negocios turbios
y las malversaciones al erario. La Habana se convertía en un garito. El juego
caía sobre la isla desde el norte como
una gran tempestad. No sólo en los
grandes casinos donde se jugaba cualquier cosa, sino también el pueblo
percibía su azote en diversas formas,
desde la bolita y la charada hasta la improbable especulación de poder
encontrar la fortuna de una casa o automóvil en la forma de una balita
“mágica” dentro de un jabón de lavar.
Asimismo, la droga y la prostitución exclusiva mantenían su vigencia
protegida.
El afamado gángster norteamericano
Lucky Luciano había conocido a Francisco (Paco) Prío, hermano del primer
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ministro y futuro presidente de la república, Carlos Prío. El intermediario fue
Meyer Lansky, quien le afirmó que Paco
era uno de sus mejores amigos. No sin
razón se asevera que cada vez se enlazan con mayor fuerza los intereses de
la oligarquía con los de la organizada
mafia estadounidense, a cuyos intereses
unirán los de los elementos de los servicios de inteligencia de los Estados
Unidos (la Agencia Central de Inteligencia, CIA, fue creada en 1947), para a
través de ellos ejercer el control encubierto de la sociedad cubana.
La inestabilidad republicana llevó a
numerosos cubanos a gestar un nuevo
partido político. El 7 de septiembre de
1947, en el capitalino Parque Central,
junto a la estatua de José Martí, se proclama la fundación del Partido del
Pueblo Cubano (Ortodoxos), cuyo lema
“¡Vergüenza contra Dinero!” caló hondo en el sentir popular. Su máximo
dirigente, Eduardo Chibás, simboliza la
posibilidad de enrumbar la nación sobre
cauces éticos de verdadera honestidad,
acendrando a su vez los perfiles de la
nacionalidad. Chibás presidía en el Senado la Comisión de Apoyo a la
República Dominicana.
Desde un principio y por diversos
motivos, desde el Palacio Presidencial
se le había dado luz verde a los preparativos expedicionarios.
Es importante destacar que el estado
mayor dominicano estaba compuesto por
el general Juan Rodríguez, jefe militar de
la expedición; como líder político, el escritor Juan Bosh; el ex embajador de
dominicana en Washington, el licenciado Ángel Morales, así como los
doctores Leovigildo Cuello y Juan Isidro Jimenéz-Grullón.
Los revolucionarios hacían sus reuniones para discutir los planes
logísticos, estratégicos y tácticos en distintas casas, entre ellas, la de la cubana
Elisa C. Suárez, casada con Lucas J.
Pichardo, adonde acudían dominicanos
asilados y colaboradores del Movimiento de Liberación Dominicano. En esta
era presencia frecuente el escritor y
político Juan Bosh, máximo gestor de
la causa, quien delegó en Santiago
Agüero Triana su representación en el
Cayo. También se reunían en la vivienda de Teodoro Schmid, miembro de la
llamada Unión Patriótica Dominicana.
El núcleo gestor dominicano contemplaba la posibilidad de aceptar
donaciones, dinero o armas de cualquier
gobierno de matiz republicano, aunque
no compartiera sus ideales. Todo estaba subordinado al objetivo de liberar a
la República Dominicana de la férrea
dictadura.
Por la parte cubana, Grau dio la encomienda de apoyo absoluto a José
Manuel Alemán, entonces Ministro de
Educación y politiquero sin escrúpulos,
que se involucró en dicha acción por
diversas razones personales, y quien no
pudo engañar a los representantes de la
prensa más reaccionaria de la época,
que lo veía situado entre un nebuloso
golpe de estado y un aparatoso acto propagandístico de reivindicación, de
desagravio, pues lo consideraban como
uno de los mayores malversadores de
aquella república. Como aspirante a la
presidencia del país, según se
rumoraba, el apuntalar la hermosa causa de la liberación dominicana, que
gozaba de tanta simpatía en el mundo
y especialmente en América Latina, le
ayudaría en su doble rejuego. Otros
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personeros del grausato participaron en
la preparación del acontecimiento: Manolo Castro, muy vinculado al Ministro
de Educación y jefe de la Dirección de
Deportes y Educación Física adjunta a
dicho Ministerio, así como representantes de diversos grupúsculos, entre los
que descuellan el gángster Rolando
Masferrer y los hermanos Salabarría,
sin olvidar a un fiel subordinado,
Eufemio Fernández, fusilado en 1959
por traidor a la causa revolucionaria
cubana.
Desde un inicio, sin prisa, con paso
firme, sin espacio para el desaliento y
la apatía, el Comité Central Dominicano para la insurrección comienza a
buscar las armas para la expedición del
Cayo. La búsqueda es difícil, pero no
infructuosa. Adquieren equipos de guerra a través de enviados especiales a
Guatemala y a la Argentina del presidente Juan Domingo Perón. Sin
embargo, para la compra de los aviones, bombas y ametralladoras tuvieron
que dirigirse a otros países como Cuba
y Venezuela; por medio de esos gobiernos se efectúa en los Estados Unidos
la adquisición de armamentos.
Poco a poco se perfilaron criterios
para la acción armada. El 15 de julio
comenzó el reclutamiento. Las oficinas
se hallaban en el Hotel San Luis de la
capital cubana, con subsedes. En el
San Luis radicaba el Estado Mayor del
Comité Revolucionario de la organización y residía el titulado General en
Jefe de la expedición, el señor Juan
Rodríguez García.
La expedición tuvo un inicio poco
transparente al agrupar elementos desarraigados de la sociedad, pues no
existían criterios excluyentes en el re-
clutamiento. Por ello, más adelante, se
produjeron conflictos en el Cayo: robos,
insultos y demás, aunque esto no empaña el hecho irrefutable de que
numerosos cubanos y dominicanos honestos participaran con el propósito de
derrocar a la dictadura e instaurar el
republicanismo en aquel país.
Dentro de la vorágine nacional nada
obstaculiza el reclutamiento.
Testimoniantes indican que salieron
para el Cayo desde cuatro puntos: el
Hotel San Luis en la calle Belascoaín,
el Parque Martí, el Balneario Universitario y otros lugares de Santiago de
Cuba. Los obstáculos se obviaban en
cualquier lugar. Era como si aquel movimiento de hombres no existiera para
las autoridades gubernamentales.
Con el transcurso de los días, los futuros expedicionarios fueron trasladados
en camiones del Ministerio de Educación o por tren con boletos oficiales. El
destino: las escuelas politécnicas de
Matanzas y Holguín, donde se realizarían los entrenamientos. Ello se explica
porque todas las escuelas del país dependían de Alemán y de su Inciso K,
cuyo dinero, destinado supuestamente
al desayuno y material escolar, nunca
llegaba a su destino, aunque ahora en
parte era desviado para el mantenimiento y traslado de la tropa para la
liberación dominicana. La razón es obvia si repensamos que el Ministro de
Educación pretendía mejorar su imagen
con vistas a un propósito de mayor envergadura.
Cerca del momento de la partida hacia el Cayo, el llamado destacamento
insurreccional se reúne en Holguín. Hasta allí, con la anuencia oficial, llegaron
dos camiones al garaje del politécnico
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holguinero “Calixto García”. 5
Tumultuosamente son dadas las instrucciones finales. Hacia la finca “La
Chiva”, en Antilla, cerca de la bahía de
Nipe, en la zona oriental, fue enviado
el grupo punitivo para ser embarcado
en el Berta, barco pequeño en bastante mal estado, comprado por los
dominicanos, y el Aurora, los que en
la práctica demostraron no tener la suficiente capacidad para asimilar a todo
el personal expedicionario, por lo cual
se contrató también la goleta La Victoria. Se afirma que la expedición fue
escoltada por el cañonero Emilio
Diéguez. Después, ya en el Cayo, se
esperaba el arribo de otro navío que llegaría de Nueva York con armas, pero
que como no aparecía recibió el apelativo de “El Fantasma”.
En la playa “La Chiva” se presenta
por voluntad propia el estudiante de
Derecho Fidel Castro Ruz, que no tenía nada que ver con las artimañas
gubernamentales, pero se sentía comprometido con la causa dominicana. El
hoy Comandante en Jefe declaró: “Yo
afirmaría que me enrolé tranquilamente, no tuve la menor vacilación... Nunca
había hecho nada con más entusiasmo.
Lo que sí me fastidió mucho fue permanecer en un cayo sin entrar en
acción... Ya yo estaba pensando un
poco en la guerra de guerrillas cuando
llegara a Santo Domingo”.6
¿Cómo se conjurarían tan disímiles
caracteres y objetivos con la materialización de aquel empeño? En el Cayo los
días no transcurrirían apacibles. La incertidumbre asoma en cada momento.
En el islote se organizan cuatro batallones: el “Máximo Gómez”, con
Feliciano Nodarse como jefe, en el que
se encontraba Fidel Castro, quien según
Manuel Becerra Campos7 “[...] comienza a tener mucha simpatía entre los
batallones y que siendo enemigo de
Masferrer se encontraba allí sin temor alguno”; el “Sandino”, dirigido por Rolando
Masferrer; el “Guiteras”, por Eufemio
Fernández, y el “Luperón”, bajo las órdenes del costarricense Rivas. Pero,
¿sería posible la expedición? ¿Por dónde saltaría la liebre?
Uno de los participantes8 en la expedición reunida en el Cayo ha
corroborado que existía mal ambiente,
mucha desmoralización, guapería, tiros,
robos y a veces se producían conflictos entre los batallones, como el
“Guiteras” y el “Sandino”, pues este
hacía las prácticas de tiro por las noches y al pasar por donde estaba el
primero, sus integrantes pronunciaban
palabrotas e iniciaban escándalos para
molestar.
Las dificultades existentes no constituyeron obstáculos para que
prosiguiera un entrenamiento a discreción. A pesar del apoyo oficial, era
frecuente la falta de alimentos y agua,
aunque el barco Berta iba y venía de
Nuevitas al Cayo con agua y víveres.
Según cuentan los expedicionarios el
agua sabía a petróleo, pues venía en
envases que contenían ese producto,
aunque poco a poco, por el continuo llenar y vaciar de los recipientes, el gusto
ácido fue desapareciendo.
Durante algunas semanas se mantuvo esa situación y la esperanza de la
pronta salida hacia República Dominicana. Sin embargo, la partida se dilataba.
Los cubanos designados por el gobierno para estar al frente del grupo
exponían que la demora era por la falta
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de los recursos de la aviación, y por tanto debían esperar.
En realidad, los acontecimientos se
precipitarían.
El desenlace
En la noche, tras los sucesos del Reparto Orfila, en el Cayo un mensaje
introduce matices alarmantes. Narra uno
de los protagonistas9 que cuando estaban desconectando la planta que se
comunicaba con el Hotel Sevilla, donde
se encontraba Julio Salabarría, esta comenzó a llamar con insistencia al Cayo
solicitando comunicación con Masferrer.
El expedicionario al frente del aparato
transmisor afirma que era Salabarría
para trasmitirle a Masferrer la noticia del
registro de la finca “América”, de Alemán, donde se encontraban los aviones,
y también del propio Hotel Sevilla.
¿Traición? Algunos participantes se
habían retirado del lugar al no resistir o
desistir ante las adversas condiciones halladas en el islote. Ya el jefe del Ejército,
Genovevo Pérez Dámera, renegaba en
esos instantes de la operación de liberación de República Dominicana y el
presidente Ramón Grau se tornaba dubitativo. ¿Qué estaba sucediendo?
El lunes 22 de septiembre llegó a La
Habana el general dominicano Juan
Rodríguez para esclarecer los acontecimientos. Al entrevistarse con José M.
Alemán y Genovevo Pérez Dámera,
este último no habló, sino impartió órdenes: era preciso abandonar el Cayo
en veinticuatro horas, mientras se les
aseguraría alimentos y agua a los allí reunidos. Con el decursar de las horas ni
aviones ni alimentos aparecían. A partir
de entonces, todo indicaba que la expedición estaba condenada al fracaso.
A pesar del giro que tomaban los
acontecimientos, el general Juan
Rodríguez insiste en averiguar sobre los
nuevos hechos. Solicita una entrevista
al inquilino de Refugio Nº 1. Esta es
acordada para pocos días después, el
26 de septiembre, a la una de la mañana. Están presentes, además de Grau,
los jefes del Ejército y la Marina; el Ministro de Educación aguardaba en el
Salón de los Ayudantes.
Sin dudas, la situación se volvía cada
vez más tensa. Según describe un comentarista de la época, en la sección
“En Cuba” de la revista Bohemia, se
tomaron estrictas medidas de seguridad: Casi todas las luces del Palacio
Presidencial fueron apagadas y se prohibió la entrada y salida de toda persona
que no estuviera autorizada.
La reunión fue un fracaso. Genovevo
indujo a creer que existía un movimiento
en contra del gobierno en esa expedición.
Grau, siempre dubitativo, piensa que tal
vez lo mejor fuera acabar con todo aquello, más cuando habían comenzado las
presiones del gobierno de Washington10
para liquidarla –el señor Trujillo se había
quejado de que Cuba preparaba, infringiendo todas las reglas del derecho
internacional, un ataque contra la nación
que regenteaba. Desde Miami, los voceros de Trujillo le dieron publicidad a la
noticia de la expedición, provocando el
consiguiente escándalo internacional.
Entonces el presidente cubano optó
por lo más sencillo: desmantelar el Cayo.
El viernes 26 partía de Palacio el ultimátum de terminar con la expedición. No
hubo conformidad en los expedicionarios
al tomar conciencia de la traición del
grausato ante la delación trujillista. ¿Qué
hacer con los hombres del Cayo?
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Ya la expedición no era posible.
Genovevo se había entrevistado en
Washington con el embajador de
Trujillo y sin duda hubo el acuerdo de
frenar la tropa. En Miami comenzó una
furiosa propaganda contra la Operación
Santo Domingo.
Las órdenes se impartieron de inmediato en el Cayo. Los revolucionarios
fueron reunidos en distintos grupos en
las mismas embarcaciones que los habían llevado hacia el islote, pero en
este caso con destino incierto. ¿Hacia
dónde? La confusión engendró desaliento, inconformidad. Cerca de la
posesión inglesa de Cayo Winch, 337
hombres pidieron quedarse. Dos fragatas de la Marina de Guerra de Cuba,
la Maceo y la Martí, les cerraban el
paso y mediante altavoces pedían que
se detuvieran. El lunes 29, la casi totalidad de los expedicionarios fue
capturada en los barcos Aurora y “El
Fantasma”.
Todos fueron conducidos a Columbia. Ya sí se pudo constatar que el
rumor sobre Pérez Dámera era cierto:
recibiría un millón de pesos por desbaratar la expedición. Por ello los
involucrados gritaban, al ser trasladados presos hacia el cuartel: “Genovevo,
traidor, te vendiste por un millón”.
Otros acontecimientos se acondicionaron antes, durante y después de los
hechos narrados. Según parece,
Genovevo Pérez Dámera no fue el único en traicionar el intento antitrujillista.
Los testimoniantes también se refieren
a Masferrer, y el dominicano Bosh opina sobre la dudosa postura de Policarpo
Soler (muerto años después por orden
de Trujillo), a quien considera que trabajaba para el dictador Trujillo.
No obstante, a pesar de la presión de
las fragatas, al llegar a los cayos de
Santa María, el buque “El Fantasma”
se dirigió a Cayo Quincho. En esa nave
se encontraba Fidel Castro. Se produce un motín a bordo, pues querían que
los revolucionarios entregaran las armas. “Yo –afirmaría Fidel– tuve que
insubordinarme, junto a otros expedicionarios; no era posible y dije que no”.11
La situación, difícil, no careció de
una rápida y oportuna decisión. Resultaba evidente que el Ejército estaba
apresando a los complotados en el muelle de Cayo Saitía. Había que salir de
aquella compleja realidad. La solución,
nada simple, pero sí única, la avizoran
algunos cerca de la bahía de Nipe.
Fidel, junto a Miguel Luján, Evaristo
Jiménez y José M. Cabrera, se lanza armado al agua. “Primero –afirma– nos
montamos en la lancha del práctico, pero
él estaba muy preocupado porque si nos
veían, nos iban a matar. Y yo dije: si nos
descubren nos tiramos al agua. Entonces empezaron con reflectores para allá
y en una de esas nos apuntaron y cumplí mi palabra y nos tiramos”.12
La bahía de Nipe es cerrada. Grande e infestada de tiburones (cornudas).
No obstante, aquellos expedicionarios se
jugaron el todo por el todo. ¿Y las armas? Con ellos. Fidel llevaba dos
ametralladoras, pero tuvo que soltar una,
pues se hundía. Llegaron a tierra y de
allí a la casa de la familia Castro Ruz.
En Cayo Confites existía el desinterés
y la valentía de los dominicanos y de muchos cubanos presentes. Rememorando
aquellos hechos, Fidel acotaría que le habían servido de experiencia para
continuar la lucha y le brindaron ánimo
en la búsqueda de un futuro diferente.
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Notas
1
Rafael Leónidas Trujillo Molina. Su aparición
y ascenso se vincula a distintos factores, entre
ellos: la ocupación norteamericana; el Ejército y
cuerpo policiaco formados durante dicha
ocupación; el favoritismo que creó Horacio
Vázquez, el cual permitió su ascenso militar, y el
acaudillamiento que consiguió en las filas del
Ejército nacional.
2
Juan Bosh, connotado político y escritor
dominicano.
3
Juan Isidro Jiménez-Grullón, escritor
dominicano-cubano, publica artículos de corte
filosófico, fundamentalmente en la revista Isla,
de la Universidad de Las Villas.
4
Alavez, Elena. La ortodoxia en el ideario
americano. La Habana: Editorial de Ciencias
Sociales, 2002.
dos de la mañana parquearon dos camiones
tapados con lonas de color verde, en el garaje.
Pudo observar que estaban cargados de
ametralladoras, pistolas calibre cuarenta y cinco
y muchas cajas de balas. Además, en la mañana
habían llegado dos más con ropa, botas y más
armas. El personal estaba autorizado por el
Ministro de Educación.
6
Castro Ruz, Fidel. Testimonio. Oficina de
Asuntos Históricos del Consejo de Estado.
7
Conocido como el Alcalde del Cayo.
8
Camargo, Justo. Testimonio. Oficina de
Asuntos Históricos del Consejo de Estado.
9
Becerra Campa, Manuel. Testimonio. Oficina
de Asuntos Históricos del Consejo de Estado.
10
El embajador de Cuba en Washington era
Guillermo Belt.
11
Castro, F. Op. cit. (6).
12
Ibídem.
5
Julio Cruz Pérez fue empleado del Taller de
Servicios y Mantenimiento y afirma que a las
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