Sobre la muerte Pongamos por caso que la afirmación de una vida

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Sobre la muerte
una vida desprovista de prejuicios exigiría una atención
sobrehumana, una constante disposición, imposible de conseguir, a
dejarse afectar en cada momento por toda la realidad, como si
cada día fuera el primero o el Juicio Final. (H Arendt)
Pongamos por caso que la afirmación de una vida despues de la vida, de la
transcendencia a la muerte y de la relación entre el comportamiento moral actual y la
forma de transcendencia que nos espera a cada uno después de la muerte, son prejuicios
en el sentido que los define y explica H Arendt (La política):
Los prejuicios representan siempre en el espacio público-político fundamentalmente
un gran papel. Se refieren a lo que sin darnos cuenta compartimos todos y sobre lo
que ya no juzgamos porque casi ya no tenemos la ocasión de experimentarlo
directamente. Todos estos prejuicios, cuando son legítimos y no mera charlatanería,
son juicios pretéritos. Sin ellos ningún hombre puede vivir porque una vida
desprovista de prejuicios exigiría una atención sobrehumana, una constante
disposición, imposible de conseguir, a dejarse afectar en cada momento por toda la
realidad, como si cada día fuera el primero o el Juicio Final. Por lo tanto prejuicio y
tontería no son lo mismo. Precisamente porque los prejuicios siempre tienen una
legitimidad inherente sólo podemos atrevernos a manejarlos cuando ya no cumplen su
función, es decir, cuando ya no son apropiados para que quien juzgue compruebe una
parte de la realidad. Pero justo cuando los prejuicios entran en abierto conflicto con la
realidad empiezan a ser peligrosos y la gente, que ya no se siente amparada por ellos
al pensar, empieza a tramarlos y a convertirlos en fundamento de esa especie de
teorías perversas que comúnmente llamamos ideologías o también cosmovisiones
[Weltanschauungen]. Contra estas figuraciones ideológicas de moda, surgidas de
prejuicios, nunca ayuda enfrentar la cosmovisión directamente opuesta sino sólo el
intento de substituir los prejuicios por juicios. Para ello es imprescindible remitir los
prejuicios a los juicios contenidos en ellos y los juicios, a su vez, a les experiencias
que los originaron.
Esos prejuicios respecto al tema de la muerte han sido (o son?) lugar común que durante
siglos la humanidad -en y desde nuestro ámbito cultural occidental- ha utilizado como
base compartida sobre la que sostener su comportamientro moral; han sido útiles a fin
de no tener que plantearse en cada acción a realizar su componente ètico o su
transcendencia, su más allá de los efectos immediatos y prácticos: “lo que voy a hacer
sirve para algo más de lo que yo puedo ver”. Si eso fuera así, si fuera posible aplicar ese
análisis de Arendt, ¿cual sería la experiencia que dio origen a ese “prejuicio” actual
acerca de la vida más allá de la muerte?
Lo que es evidente hace práticamente un siglo es que han entrado en conflicto con la
realidad, y hoy pocos dan aquel valor a sus actos, y poco se pone en juego la
transcedencia escatológica de lo que hago, ya que para empezar hemos desterrado de
nuestras vidas la transcedencia post mortem y la recompensa o castigo en el más allá...
excepto aquellos que, apoyados en una fe o un sistema de creencias religioso, lo siguen
postulando como prejuicio útil y perfectamente válido. Ahora bien, ¿saben estos últimos
cuál es la experiencia original? Y si no es así, ¿convierten el prejuicio en ideologia, en
fundamento de teorías perversas y se sitúan en posturas fundamentalistas? Creo poder
afirmar que es así en en la mayoria de casos, y sin notables diferencias entre unas u
otras confesiones religiosas. Años hace que esos juicios dejaron de ser tales
estrictamente y se han venido usando como prejuicios útiles y legítimos para la acción.
Años hace que se vieron vaciados de contenido y se empezaron a usar como
instrumentos de dominio, como dogmas o axiomas indiscutibles a los que uno debía
someterse. Años hace que entraron en crisis y fueron abandonados por la mayoría,
dejándolos en manos de posturas fundamentalistas, en rincones marginales del
pensamiento o en peligrosos instrumentos de coercion politica. Y los que vieron su
inutilidad, ¿no enfrentaron en la mayoría de los casos cosmovisiones opuestas que no
han hecho más que reforzar los fundamentalismos de uno y otro lado?
Entonces deberíamos planetar: ¿cuáles fueron las experiencia originales que están en la
base de los juicios pretéritos y que, por su olvido y abandono han engendrado los
actuales prejuicios? En la tradición cristiana no hay duda que fueron la experiencia de
los ascetas, lo Padres del desierto, los monjes, aquellos que decidieron la “vía hesicasta”
para ir adonde reencontrar el inicio anterior a toda vida, para encontrarse cara a cara con
el no-ser o con el diablo o con la muerte; de ahí sus escritos, surgidos en manera alguna
de ansia de dominio ni de necesidad de establecer ideologías o teorías filosóficas, sino
sólo como guía para quienes, como ellos, quisieran iniciarse en los caminos del desierto.
Esos hombres y mujeres que se retiraron a las soledades vivieron realmente como si
cada momento de su vida fuera el último, como estando ante el Juicio Final. ¿Fueron
sus experiencias suficientemente objetivas, contrastadas, ciertas como para usar los
juicios que de ellas enunciaron? ¿Son los juicios sobre la vida y el más allá de la vida,
sobre la muerte y la inmortalidad suficientemente consistentes, fiables? Seguramente se
apoyaban en otras experiencias anteriores precristianas, y tienen continuidad o
variaciones en otras muchas experiencias. Los cristianos tienen, sin embargo, otra
experiencia, previa, sobre la que se sostienen sus juicios: es la experiencia del Cristo
Jesús, la experiencia del Señor Resucitado, de la que es expresión primera el kerigma
apostólico, síntesis que contiene todo su sentido. Esta es una exclusividad del
cristianismo y no deberíamos ni renunciar ni obviarla. Sin ella toda doctrina de
recompensa o satisfacción después de la muerte se conviertiría en caricatura, aunque no
fuera malintencionada.
No podemos negar que ya estamos en el paso siguiente, en la conversión del prejuicio
razonable en ideología y doctrina perversa: se ha borrado, mejor o peor, su recuerdo, se
le ha relegado o proscrito y, a falta de un análisis acertado, una experiencia fundamental
–la de la muerte- ha quedado sin juicio razonable y, por tanto, susceptible de adoptar
cualquier explicación desde la emoción o la pasionalidad. ¿Cómo entendemos que un
mundo, el nuestro ahora, que afirma la posibilidad de desterrar el sufrimiento gracias a
la tecnología, la justicia social o la educación, se esté moviendo -¿ya sin camino de
retorno?- hacia un estado de guerra contra un terrorismo global haciendo de la muerte la
posibilidad omnipresente de la crueldad?
Necesitamos replantearnos el problema de la muerte y todo su séquito de sufrimiento,
enfermedad, dolor, desgracias, des del análisis de los juicios que dieron respuesta a esas
mismas experiencias y que durante siglos sirvieron, a nuestra sociedad cristiana, de
referente para la acción y la vida.
¿Puedo obviar que tengo oídos cuando escucho sonidos desagradables? ¿Puedo obviar
que tengo paladar cuando un sabor desagradable hiere mis papilas? Puedo obviar que
tengo inteligencia cuando veo los absurdos del mundo? ¿En nombre de un deseo de
tranquilidad dejo de pensar en la muerte y procuro aligerar y abreviar el máximo posible
los encuentros con ella a los que la vida indefectiblemente me lleva? ¿Viviré mejor si
vivo como si no tuviese que morir? Quiero decir, sabiendo que la muerte llegará un día
u otro, pero sin pensar en ella, ya que es inevitable. La cuestión es esa. El pensamiento
de la muerte, también de la mía, ¿puede aportar algún beneficio a mi vida? ¿Qué queda
más allá del padecimiento o del disgusto que me provoca su presencia, en el
pensamiento o en la realidad física? No lo sabemos, pero creemos que vale la pena
volver a escuchar la experiencia cristiana al respecto.
No hacemos un estudio arqueológico, volviendo a fuentes històricas de los primeros
siglos. Eso ya existe. Las Filocalias y las antologías de textos de los Padres ascetas son
esas referencias que cualquiera tiene a su alcance. Quizás seamos capaces de recoger
esa experiencia evangélica y patrística, eclesial y ascética primera, de los testimonios de
diferentes épocas y àmbitos. Nuestra selección de textos quiere hacer sentir lo
fundamental de la experiencia cristiana de la muerte........
Y colaborar así a reencontrar el antiguo pensamiento cristiano sobre la muerte y
enfrentar las consecuencias que se derivan en la conducta moral individual y colectiva...
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Arximandrita Sofroni: La seva vida és la meva, cap 4: La tragèdia de l’home
La tragedia de nuestro tiempo consiste en nuestra ignorancia o en nuestro desprecio casi
completo del hecho que hay dos reinos: uno temporal, otro eterno. Querríamos edificar
el Reino del Cielo en la tierra, rechazando cualquier idea de resurrección o eternidad.
Entonces la resurrección es sólo un mito: Dios ha muerto.
(…)
Encontré la noción de tragedia en la literatura antes que en la vida. Cuando era joven me
parecía que los gérmenes de la tragedia se sembraban cuando el hombre que cutivado
totalmente por un ideal. Para alcanzarlo está dispuesto a todos los sacrificios, a todos los
sufrimientos; daría hasta la propia vida. Per cuando llega al límite de sus esfuerzos, se
da cuenta que no alcanza otra cosa que una quimera decepcionante: la realidad no
corresponde a lo que se imaginaba. Este triste descubrimeinto lleva a una profunda
desesperación, hiere el espíritu y acaba con una muerte odiosa.
(…)
Todavía era muy joven, cuando el carácter trágico de los acontecimientos sobrepasó
todo lo que había podido leer en los libros. (Me refiero al comienzo de la Primera
Guerra Mundial, que pronto sería seguida por la Revolución Rusa). Mis esperanzas y
mis sueños de juventud se desmoronaron. Al mismo tiempo, sin embargo, se me ofrecía
una nueva visión del mundo y de su sentido. Al lado de la devastación, contemplaba el
renacimiento. Me di cuenta que en Dios no hay tragedia alguna. La tragedia está
únicamente en la suerte del hombre, cuya mirada no va más allá de los confines de esta
tierra. Cristo mismo no simboliza en absoluto la tragedia: sus sufrimientos de
dimensiones pancósmicas no comportan ningún carácer trágico. El cristiano que ha
recibido el don del amor de Cristo, aunque consciente de que este don no es todavía
completo, escapa de la pesadilla de una muerte que todo lo destruye. El Amor de Cristo,
durante todo el tiempo que vivió con nosotros en la tierra, fue un inmenso sufrimiento –
“O gente descreída y perversa, ¿hasta cuando estaré entre vosotros? ¿Hasta cuando os
habré de soportar?” (Mt 17, 17). Cristo llora ante Lázaro y sus hermanas (cf Jn 11, 35).
Se sintió afligido por la dureza de corazón de los judíos que condenaron a muerte a sus
profetas (cf Mt 23, 37). En Getsemaní su alma “estaba triste hasta la muerte” y “ su
sudor se volvió gotas de sangre que corrían hasta el suelo” (Mt 26, 38; Lc 22, 44). Vivió
la tragedia de toda la humanidad, pero en Dios mismo no había ningun rastro de
tragedia. Se hace evidente en las palabras que dirigió a sus discípulos (tal vez un poco
antes de pronunciar la plegaria redentora por toda la humanidad en el huerto de los
Olivos): “Mi paz os doy” (Jn 14, 27), y un poco más tarde: “No estoy solo, el Padre está
conmigo. Os he dicho estas cosas para que tengáis paz en mi; en el mundo tendréis
tribulación, pero confiad: yo he vencido al mundo” (Jn 16, 32-33).
(…)
Un esfuerzo ascético prolongado y arduo nos puede abrir los ojos al amor que enseña
Cristo, y podemos captar el mundo entero por nosotros mismos y por nuestros propios
sufrimientos y búsquedas. Somos como un receptor de radio que capta las ondas que
llenan la atmósfera, y podemos asumir el elemento trágico presente no tan solo en la
vida de indivíduos aislados, sino también en la del mundo entero; y entonces rezamos
por el mundo como por nosotros mismos. En una plegaria así, el espíritu percibe los
abismos del mal, las funestas consecuencias de haber probado del “árbol de la ciencia
del bien y del mal”. Pero no solo encontramos el mal, sino que entramos también en
contacto con el Bien absoluto, con Dios que transfigura nuestra plegaria en visión de la
Luz incrreada. El alma puede entonces olvidar el mundo por el que reza y perder la
conciencia del cuerpo. La plegaria de amor divino se convierte en nuestro propio ser, en
nuestro cuerpo.
El alma puede retornar al mundo, pero el espíritu del hombre que ha hecho la
experiencia de esta resurrección y que se ha acercado existencialmente a la eternidad
está más convencido aún de que la tragedia y la muerte son consecuencia del pecado y
que no hay otro camino de salvación que Cristo Jesús.
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P. Justin Popovic, La Philosohpie Orthodox de la Vérité, vol 5, pag 363
En realidad, todos nuestros esfuerzos de cristianos, nuestras proezas y nuestras virtudes,
no tienden más que a una sola meta: llegar, con su ayuda, a la resurrección de los
muertos para asegurarnos la vida eterna.
Llamamos “muerte” a ese misterioso desdoblamiento temporal del alma y el cuerpo. Es
entonces cuando el cuerpo pierde la fuerza que le vivificaba y que ahora le abandona a
la corrupción y la descomposición, mientras que el alma deba permanecer sola en una
existencia incorporal. Por eso en las Sagradas Escrituras a la muerte se le llama “salida
del alma del cuerpo” (2 Tim 4, 6; Fil 1, 23; Jb 10, 21), “sueño en el que la carne se
duerme” (Ac 13, 16;Jn 11, 12; Lc 8, 52; Mt 9, 24; Mc 5, 39), “retorno del cuerpo a la
tierra y del espíritu inmortal a Dios” (Ecl 12, 7; Gen 2, 7 i 3, 19).
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De l’ofici d’enterament:
Senyor, Déu nostre, que en la teva saviesa indicible has creat l'home amb argila, i l’has
donat la forma i la bellesa i n'has fet un ésser magnífic i diví per realçar i glorificar la
teva esplendor i la teva reialesa, tot creant-lo a la teva imatge i semblança. Perquè ell ha
violat el teu manament després d'haver participat de la bellesa d'aquesta imatge sense
respectar-la, per tal que el mal no resti etern, o Déu nostre i Pare nostre, has ordenat en
la teva clemència la dissolució d'aquesta unió i la destrucció d'aquest lligam misteriós
perquè l'ànima pugui anar fins a la resurrecció universal, al lloc on ha estat creada
mentre el cos serà descompost.
Idiomeles del monjo Joan.
On són les passions del món? On és la il·lusió de les coses passatgeres? On són l'or i la
plata? On és la multitud i l'aldarull dels servidors? Tot no és més que pols. Tot no és
més que cendra. Tot no és més que ombra.
Ploro i em lamento quan penso en la mort, quan veig ajaguda a la tomba la nostra
bellesa formada a imatge de Déu, sense forma, sense glòria i sense trets! O meravella!
Quin és el misteri del nostre destí? Com som lliurats a la corrupció? Com ens ajupim
sota el jou de la mort? És, com està escrit, per un ordre de Déu. Aquell qui dóna el repòs
a aquell que ens ha deixat.
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Llegint al P. Nicolai Sakharov... Em fixo en la referència que fa a les idees de
Heidegger o Kierkegaard, que accepten finalment la mort com quelcom “positiu”
(pensament “de dretes”, conservador, ontoteològic, metafísic...) mentre que Camus o
Sartre (“esquerres”, revolucionari, existencial, empíric) es rebel·len contra l’absurd que
trasforma tot el que existeix en absurditat. Tot i que la solució que proposen els segons
passa per l’ateïsme, em semblen de vegades, més “cristians” que els primers. Es queden
dins el marc “d’aquesta vida”, i, és clar, aquí la sola solució és viure! En aquest
pensament reconec l’experiència d’amics i coneguts que no han acceptat i que han
rebutjat el cristianisme que els ha(via) arribat, però dins el marc d’una vida limitada a la
simple vida, viuen tan sincerament i honesta i coherent com és possible. Déu els guardi!
Segurament “aburgesar-se” és finalment acceptar la mort, pactar amb ella. La postura
davant la mort (davant el fet i el pensament de la mort) marca diferències radicals. El
record de la mort recomanat per l’exercici ascètic vol tenir com a efecte immediat la
sobrietat, deslligar-se de les passions i de tota fita terrenal. Però si aquesta mort no
esdevé mort i resurrecció en Crist, tot és va, i torna a ser pacte amb la mort, no amistat
amb Déu.
El P. Sofroni Sajarov, i tot el cristianisme, pren aquesta vida com a la primera
experiència de ser, experiència que no serà completa més que a través de la mort, del
traspàs. L’absurd de la vida finita i mortal només té sortida en la immortalitat, esdevenir
immortals! Els cristians aprecien massa la vida per tractar-la com quelcom que es perd o
es dissol. El do de Déu és la vida i la vida personal. Sent do diví, com podria ser finit! Si
la mort fos el que li dóna l’últim i definitiu sentit, on queda Déu! D’això es desprèn que
pactar amb la mort és una forma perfecta –acabada- d’ateïsme.
Pel pensament i l’experiència existencialista cristiana, el fet de la mort condueix a la
rebel·lió, al rebuig de qualsevol mena de reconciliació amb la realitat present
(percebuda com a limitada per la mort) i a l’imperatiu de “trencar les barrers de la
finitud i la temporalitat”. En certa manera trobem també aquesta postura en la recerca de
certs artistes contemporanis.
Aquest rebuig, en cristià, però, sols pot ser ascètic (i com a ascètic sols pot ser cristià)
Rebuig a acceptar l’existència dins el marc d’aquesta realitat temporal i finita; enfocar
tot l’ésser cap a l’eternitat tenint com a eina el record o la consciència de la mort. La
tradició dels Pares afirma que no és això producte d’un exercici intel·lectual, sinó do de
la Gràcia.
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