Gigante - Colegio Hijas de Cristo Rey

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Manuel era mi padre. A mi padre siempre le gustó escribir. No fingiré
imparcialidad de juicio, pero me parece que no tenía mala mano para la prosa.
En cambio, para la poesía era una calamidad. Le gustaban mucho este tipo de
poemas, versos bien rimados y sonoros, con ripios de ínfima calidad
completando los mismos, de un lirismo irrisorio y patéticamente grotesco,
con una temática romántico-festiva anacrónica. Cuando terminaba un poema
de estos, venía a mí habitación a recitármelo. Aún me parece verlo poniendo
un énfasis hecho de timidez y orgullo, con un movimiento crispado de manos
envolviendo una vibrante interpretación propia de una persona sin el menor
respeto por el arte de la declamación. ¿Qué, qué te ha parecido?- me
preguntaba ansioso-. Yo le respondía que tenía fuerza, que estaba muy bien
trabajado. Ante esta valoración, él hacía alguna precisión: “ Yo creo que hay
algunos versos demasiado rimbombantes”. Qué va, por Dios, al lado de
aquellos versos, los poemas de Ruben Darío o Campoamor podían ser
calificados de extremadamente prosaicos. Caramba, era mi padre.
Para probar mi vocación lectora, mi padre un día me dio a elegir entre
dos regalos: mil pesetas (una fortuna entonces inconmensurable, el
equivalente infantil a “todo el oro del mundo”) o una colección de libros, una
enciclopedia que se me recomendaba de modo entusiasta como “bárbara”.
Elegí el dinero, porque con mil pesetas también podría comprarme libros,
tebeos y todos los juguetes imaginables; Pero mi padre volvió a insistir con su
propuesta, y fiel a lo que se esperaba de mí y a que mi padre no podía
equivocarse, opté por la enciclopedia. Con una sonrisa de satisfacción (y de
cierto alivio) papá me dijo que, como estaba seguro de cuál iba a ser mi
elección, ya me la había comprado. Mejor dicho, la había comprado para toda
la familia. Uno a uno, desenvolví los dieciocho volúmenes rojos de El Nuevo
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Tesoro de la juventud, probablemente la mayor fuente escrita de información y
deleite que he tenido en mi vida. Cada uno de los tomos incluía secciones
fijas: El libro de España, Narraciones interesantes, Hechos heroicos, Cuentos,
Hombres y mujeres célebres, El libro de la Poesía, El libro de la Ciencia,
Ciudades del mundo, Cosas que debemos saber, Lecciones recreativas, Juegos
y pasatiempos, instrucciones para construir acuarios, herbolarios y mil cosas
más. Quizá mi favorita fuese El libro de los por qué, lecciones de cosas que
respondía a preguntas tan urgentes como “¿Por qué vuelan los aviones?”
“¿Por qué flotan los barcos?” “¿Por qué las montañas lejanas son azules?”
“¿Por qué no descarrila un tren cuando recorre una curva?” “¿Por qué se
mantienen en equilibrio las bicicletas en movimiento?” “¿ Por qué se apaga el
fuego?” “¿ Por qué el calor hace que se rice el papel?”. La perspectiva del
tiempo puede ser engañosa pero ahora estoy convencido de que esa elección
fue determinante en mi vida, como aquella de los doce de la fama cuando
cruzaron la raya trazada por el conquistador en el suelo para irse con él en
busca de Eldorado. Por nada del mundo quisiera haberme quedado con los
vacilantes que no dieron el paso decisivo, con los remisos, con los que
prefieren las mil pesetas contantes y sonantes.
Mi padre se casó con mi madre a los 38 años. Cuando nací yo, mi padre
tenía 46 años. Se llevaban casi once años. Su edad, sus preocupaciones por el
Internado de chicos con dificultades que dirigía, su insomnio crónico, su
úlcera, su naturaleza amedrentada, todo le predisponía a mantenerse
cuidadosamente al margen de las pequeñas disputas domésticas. Con todo eso
y con cuidar de mi hermano mayor – deficiente mental – llevándolo de paseo,
su cuota de responsabilidad familiar estaba cubierta.
Pero siempre tenía tiempo – aunque la ocasión no lo requiriera- para
reiterarnos – a Carlos y a mí-
una serie de latiguillos, coletillas o
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pseudorefranes que para él debían tener una importancia vital, un significado
que tanto a Carlos como a mí se nos escapaba, y que muchas veces –tras
oírlos- nos ha tenido ocupados intentando descifrar su alcance real, necesariosegún él- para afrontar los avatares de la vida con una mínimas garantías de
éxito. Este es el análisis más aproximado que he realizado sobre las doctrinas
del profeta Manuelías:
1. “El que de joven no trabaja, de viejo duerme en la paja”.
2. “ Cálzate una oposición y cásate con una maestra”
3. “ Bah, bah, bah, María Antonia”.
4. “ Manda truco de la Habana”.
5. “Y la que te rondaré, morena”.
6. “ Bótalle guindas ó pavo”.
7. “ Tache bo conto, comes bos guisos”.
8. “ Traballa, chupa do Estado e que che quiten o bailado”.
Observe el lector que la mitad de los ocho ambiciosos proyectos vitales vienen
marcados por la obsesión que tenía mi padre por nuestro futuro profesional.
El 1º es un canto a la vida plácida campestre y a la escasa influencia que ejerce
la inactividad laboral en la conciliación de un sueño reparador. El 2º es una
invitación a la búsqueda de la lujuria desenfrenada: nada más enfundarte los
leotardos, acude a un concurso de méritos y aborda sin pudor el examen
metiéndolo en una encerrona ; Una vez recibido el aprobado, descubre la pasión
que emana de la boca de una mujer al repetirte las lecciones y aprecia la
sensualidad de una tiza atrapada entre sus dedos. El 3º manifiesta una
indiferencia preocupante por lo que hace o dice una mujer con ese nombre. El
4º puede referirse a un juego de magia cubano que ejerce un poder absoluto,
¿Estaría pensando en Fidel Castro cuando nos lo decía? El 5º, una advertencia
a todas las morenas para que tomen medidas preventivas. El 6º y el 7º
introducen
elementos
culinarios
como
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metáforas
para
aclarar
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comportamientos poco éticos del prójimo. El 8º es un proyecto de vida
caracterizado por estudiar mucho durante unos años, evacuar esa información
sobre un papel, hacer que trabajas sin temor a que te despidan, retirarte
cuanto antes y aguardar pacientemente a que tu pensión de jubilación se
revalorice mientras criticas lo poco trabajadoras, sacrificadas y ambiciosas que
son las nuevas generaciones.
En realidad, mi padre era más un abuelo que un padre. Mi madre tenía
que representar los aspectos menos simpáticos de la autoridad familiar, la
intendencia y la organización doméstica. Por eso con mi madre nos solíamos
enfadar más y mi padre, en cambio, prefería dejarlo correr, y no solía echarle
agallas a este tipo de asuntos. Únicamente se limitaba a lanzarnos algunas
consignas y a decirle a mi madre que se ocupase ella de asegurar su
cumplimiento.
Solía buscar su santuario en el retrete. Se refugiaba allí para estar solo y
leer el periódico sin interrupciones. Siempre fue un estreñido crónico;
después, al acabar, tiraba de la cadena y salía discretamente del cuarto de baño
para encerrarse en el salón. Al dejar la puerta abierta del baño, los demás
habitantes de la casa llevaban – sin ningún ánimo de disimulo – los manos a la
nariz para neutralizar los efectos de su recogimiento. Mi padre – aparentando
extrañeza – nos preguntaba: “¿Qué pasó?”
Tenía un genio vivo, atemperado con el paso de los años y el cansancio
acumulado. Ya dije antes que padecía de una úlcera. Siempre lo recuerdo
comiendo con un régimen espartano: papas (de Maizena), jamón cocido,
manzanas, puré de patatas, menestras, sopas, pescados y carnes a la plancha y
leche con galletas maría. Como tenía serios problemas para evacuar, los
doctores le habían recomendado pasear después de cenar a fin de agilizar o
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“mover” el intestino. Como no era el momento adecuado para salir a la calle y
llevar esa indicación a la práctica, deambulaba todas las noches después de
cenar por el pasillo de casa, pausado y grave, como un embajador que fuese a
presentar credenciales: Arriba, abajo, arriba, abajo,… igual que yo hago ahora.
Le oía desde mi cama y me arrullaban sus pasos. Años más tarde, mi madre se
incorporó a este tipo de procesiones, y resultó habitual el hecho de ver a mis
padres paseando por la casa – respetando escrupulosamente las normas de
circulación – mientras yo en el salón veía la tele o leía solo. A veces estos
paseos tomaban el carácter de peregrinaciones rocieras, ya que mientras mi madre
iba desgranando rezos y oraciones en su recorrido, mi padre matizaba estas
manifestaciones a intervalos regulares con un despliegue variado de
ventosidades, concediendo a la aerofagia el mismo papel que desempeñan los
tambores en los pasos de Semana Santa.
Yo a mi padre siempre lo recuerdo mayor, viejo: La vejez se asomaba a
sus ojos almendrados como una escarcha invernal, un vidrioso estupor. La
boca era dura y delicada, y la espaciosa frente se mantenía tersa y activa, con
alguna pesadumbre en las cejas, en el ceño siempre fruncido y en las sienes
hundidas. Flotaba en los aledaños de la boca y la nariz un desdeñoso pacto de
silencio respecto al vigor del cuerpo. Había en su rostro afilado y
apergaminado un tenso dinamismo, una afable disposición anímica que
provenía sin duda de un ritmo sentimental interior, una palpitación poética: su
boca podía fruncirse como enrabiada y, al mismo tiempo, articular amables
palabras o historias divertidas. Era una boca que parecía engatillada, presta a
disparar contra políticos corruptos, figurones y maleducados.
Una boca cavernosa y afable de gran conversador: en casa, en el parque,
en el casino. Su amigo del alma, Lombardero, y él, dos amantes de la
conversación al viejo estilo, esas conversaciones fordianas que han mantenido a
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lo largo de tantos años. ¿Que qué es eso del viejo estilo? Pues que los imagino
charlando por los codos, no sólo a ellos, sino al resto de sus amigos, Quique
Roel, Nando, Manuel López, Corral, con la escucha más acelerada que el
habla, con la famosa pasión infantil que todos sabéis reflejada en los ojos, con
esas caras, en fin, que parecían de conspiradores de opereta, entusiasmados,
sin noción del paso del tiempo, amenos, una conversación salpicada de
anécdotas, incansable y que abarcaba un amplio abanico de temas.
Mi padre siempre tuvo – desde muy joven – una presencia constante y
comprometida con grupos cristianos (Acción Católica, Adoración Nocturna,
Cáritas). Viajó con ellos por muchas zonas de España, colaboró en la creación
y gestión de centros para la educación de adultos, escribió en revistas artículos
y cuentos con fines benéficos, dio charlas a jóvenes maestros sobre cómo
educar en valores sin parecer un fanático y enseñó a leer, a escribir y a realizar
las operaciones aritméticas a mucha gente – tanto del entorno rural como
urbano- que no había podido acudir a la escuela. Pero nunca tuve claro que
fuera una persona de firmes convicciones religiosas. A veces he pensado que
la experiencia le había transformado de idealista en escéptico. Una vez me
sorprendió con una inusual profesión de fe. Su habitación tenía las persianas
bajadas – era el atardecer –, y él estaba sentado en su sillón completamente a
oscuras. Decía que para pensar era imprescindible el silencio: que así, la
esencia de la libertad, pensar lo que se dice (no decir lo que se piensa), estaría
lo más cerca posible de nosotros. Por decir algo, pregunté: “¿Qué hay, papá?
¿Estás aquí solo?”. Y una voz emergió de entre las sombras bañada con una
leve sonrisa: “No, hijo, estoy con Dios”. Esa respuesta, su tono, me
desconcertaron un poco, porque mi padre nunca nos impuso ni el rezo antes
de dormir, ni el cumplimiento de los preceptos dominicales, ni nunca nos
invitó a participar o a afiliarnos a ningún grupo o asociación de corte cristiano
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o religioso. Ni nunca nos relataba sus experiencias o vivencias en esta
dimensión de su vida. Nacieron, crecieron y murieron con él.
¡Qué mal conducía! Aquellos viajes dominicales a la aldea de mi padre
(Montecelo – Coristanco) eran toda una peripecia. Primero, con el seiscientos
y luego, con el Seat 124, mi padre cubría un recorrido de 33 kilómetros –
desde La Coruña hasta Carballo – en una hora y media (con el seiscientos) y
en una hora y cuarto (con el Seat 124). El trayecto solía estar jalonado de
alguna parada para “estirar las piernas” (los mayores) y “hacer pipí” (los
pequeños), amén de llenar el depósito en la gasolinera (el coche). Estas
paradas solían tener lugar en Payosaco (como había feria, mis padres
aprovechaban para efectuar alguna compra útil, como unas fundas de colores
psicodélicos para los asientos del coche. Unos meses más tarde de efectuar
esta compra, le robaron el coche en nuestra calle. Tras una semana de intensa
búsqueda por su parte, el coche apareció en un descampado con el volante
roto… y sin las fundas) o en Carballo (donde comprábamos pan). A mí el
calvario automovilístico se me hacía insoportablemente largo – íbamos todo el
rato en tercera –, y si alguna vez adelantábamos algo, ese algo debía estar
completamente detenido. ¿Cómo conseguir que el coche o el camión que nos
precedía se detuviera? Simplemente haciendo sonar el claxon de un modo
insistente y ensordecedor mientras duraba la maniobra.
Mi padre no adelantaba, atemorizaba. Si nos tocaba un camión delante,
ya nos podíamos despedir. El pánico se apoderaba de él y la desesperación
impotente hacía mella en los demás ocupantes del vehículo. Evocaré
fragmentos de algún diálogo que solía darse ante este tipo de eventualidades:
- ¡Cuidado, Manolo! ¡No hagas tonterías! ¡Que adelanten los demás!
¡Tú, a lo tuyo! – haciéndose mi madre cargo de la situación -.
- ¡Bah, boh! – chasqueaba mi padre con la lengua –.
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- Papá, mira, es una recta larga, no viene nadie, ¿Por qué no
adelantas? – sugería mi hermano Carlos –.
De repente, iluminado por el destello de una oportunidad mi padre se
asomaba un poco hacia el carril contrario para comprobar si venía algún
vehículo. No venía nadie. Mi padre sacaba la lengua. Ese era el
momento:
- Allá vamos: Primera, segunda, tercera y ¡¡Directa!!
- ¡¡¡Manolo!!! ¡¡Vuelve detrás del camión!! ¿Pero has perdido la cabeza?
A chupar rueda, - sentenció la maestra.
¿Qué podíamos hacer para sobrellevar la situación? Como ya nos
habíamos aprendido la matrícula y la tara del camión, mi padre había
ingeniado una actividad dudosamente lúdica para abreviar el viaje: leer en voz
alta los mojones que señalaban los kilómetros recorridos y los carteles que
indicaban los lugares por donde pasábamos.
- ¡¡Laracha!! – Exclamaba mi padre.
- ¡¡18 kilómetros!! – apostillaba mi madre.
Y luego hablan de la caja negra de los aviones. Aquel registro que
seguían era tan detallado que podían haberse presentado a las
oposiciones de técnicos del MOPU y ganarlas de calle.
Cada adelantamiento de mi padre hacía un año más vieja a mi madre.
Durante el tiempo que duraba la maniobra, no podíamos hablar ni escuchar
nada. Por un lado, el ruido ensordecedor del motor revolucionado de un
seiscientos y el persistente del claxon; por otra parte, si alguien hablaba, el
conductor podía perder la concentración, y eso era algo que no deseaba nadie.
Un prolongado suspiro de alivio ponía el colofón a semejante proeza
automovilística. Necesitaba mi padre para efectuar la maniobra al menos una
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recta de 500 metros, el viento a favor, la claridad propia de un día de verano y
que el conductor del coche precedente no fuera sordo. Fuese un día claro, gris
u oscuro, mi padre para conducir llevaba puestas dos gafas: unas eran las
preceptivas que corregían su miopía, y las otras, que las ponía por encima,
eran unas oscuras que habían sido de mi madre, y que las utilizaba – según élpara descansar la vista. A veces, en el invierno, cuando volvíamos a casa por la
noche , la sensación de ser llevado por Stevie Wonder era más que real, ya que
acercaba el rostro inquietantemente hacia el volante, y alguna vez, preso de un
estado de confusión, se quitó las gafas graduadas dejándose puestas las
oscuras. No es necesario aclarar que en aquel momento La Dirección General
de Tráfico Celestial nos envió a un ángel conductor para que nos llevase sanos
y salvos a casa. Mi madre siempre repetía ante algún conato intrépido de mi
padre:” ¿Tienes prisa? ¿Tienes prisa?, despacito y con buena letra”. Magisterio
en movimiento – más bien lento-.
Los ratos que le dejaba la conducción – que eran muchos – mi padre los
dedicaba a pasear y a conversar, sobre todo. Yo creo que esto constituyó su
sangre vital: Para él una verdadera conversación no era – como suele ser en la
mayoría de los casos – una repetición de un trozo de vida ya vivido, sino un
trozo de su vida inédito todavía. Él iba al diálogo con sus amigos a vivir, a
orar juntos. Él iba a la conversación como quien va a un banquete, a saborear
las palabras como viandas acompañadas con el vino embriagador del
entusiasmo.
Ahora que le dedico bastante tiempo a la corrección de exámenes y
trabajos, recuerdo una faceta de la personalidad de mi padre que me
sorprendía bastante: era muy escrupuloso con los objetos, documentos o
enseres que no perteneciesen a alguien de su familia. Cuando él traía para casa
las libretas con los trabajos de sus alumnos – con el fin de evaluarlos-, a mí me
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picaba la curiosidad por verlos, cómo estaban presentados, si había dibujos o
fotos, el tipo de letra. Me frenaba en seco. Se comportaba de un modo
excesivamente remilgado en lo tocante a mi intención de echarles un vistazo.
- ¡ No los toques! – me advertía el exorcista de las impurezas
escolares-. ¡Están sucios! ¡Sabe Dios lo que hay ahí!
¡Quién sabe cómo las habrían hecho, qué bolígrafos o lápices habrían
utilizado, a qué contagios me expondría su revisión!
Este hombre – también maestro como mi madre, pero con titulación
superior (Doctor en Filosofía y Letras) – trabajó con afán durante toda su
vida: cursó los estudios elementales, hizo tres cursos de Bachillerato en uno –
mientras ayudaba a mi abuelo a llevar el ganado –, estuvo con dieciocho años
en diversos frentes de la guerra civil, estudió con tesón y brillantez una carrera
universitaria mientras ejercía la enseñanza- tras aprobar las oposiciones- en
diversas localidades de la provincia de La Coruña, interrumpió durante un
tiempo estas dos actividades para dedicarse a la administración de la
agrupación minera de Cícere en el término municipal de Santa Comba-La
Coruña(allí conoció a uno de sus grandes amigos, Manolo de Mariano), hizo
un magnífico trabajo de tesis sobre la comarca del Xallas,ayudó
económicamente a sus hermanos a costearse sus carreras universitarias,
desatascó con seguimiento concienzudo los obstáculos con los que tropezaban
mis primos mayores en sus estudios, siendo un banderín de enganche laboral
para algunos de ellos, trabajaba de Lunes a Sábado incluido doce horas al día
(Los domingos preparaba las clases de la semana), dio clase en Los Maristas
durante diez años, para luego pasar a formar parte-durante cinco años- del
equipo de profesores de la Academia Galicia dedicada a la preparación de los
opositores al Magisterio Nacional, dirigió – durante veinticinco años – el
Centro de Educación Especial San José de Calasanz, durante bastantes años
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dio clases particulares en casa – después del horario partido que tenía en el
colegio – para sacarnos adelante, fue un apoyo valiosísimo para mi madre en
el cuidado de mi hermano mayor, fue un hombre austero y sin ningún atisbo
de soberbia y, sobre todo, fue un hombre que en el último tramo de su vida
sobrellevó con ejemplar estoicismo su enfermedad.
Por supuesto que tuvo sombras, pero creo que su vida ha sido útil para
mucha gente, ha sido ejemplo de trabajo, responsabilidad y humildad
para sus hijos y ha representado la seguridad y la estabilidad para mi
madre. ¿Alguien – ahí arriba – puede explicarme por qué tuvo que
sufrir tanto en sus últimos años? Cuando a veces pienso si merece la
pena luchar tanto para acabar como él lo hizo, me vienen a la mente las
palabras que pronunció mi hermano cuando dos empleados de Pompas
Fúnebres estaban retirando – sin el menor esfuerzo – de mi casa dentro
de una funda de tela plastificada el cuerpo consumido de treinta y cinco
kilos de mi padre:
- Mira, ahí va papá. Dentro de ese cuerpo vivió un gigante.
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