AIRE PURO PARA LOS HOSPITALES Dos médicos ingleses están tratando de hacer un gran beneficio a los enfermos pobres: de llevar aire sano a los hospitales, siempre infectos. ¿Quién, sin sentir náusea, ha pasado unos minutos por los corredores o salones de un hospital público, donde los pulmones respiran con esfuerzo un aire pútrido y pesado, nutrido de los gérmenes de todas las enfermedades que en la casa se refugian? Gran creadora de sí misma es la naturaleza, cuando sale viva de esas casas sombrías y húmedas, donde la envenenada atmósfera vicia la sangre y encona las heridas de los que en vano con apostólico amor y rara ciencia asiste el médico. Los médicos debieran tener siempre llenas de besos las manos. Macaulay y Mac Dormac se llaman los doctores de Belfast que abogan por la introducción del aire antiséptico en los hospitales. Ya se sabe que hay una máquina que llaman de Manchot, la máquina solar, en la que hace el sol de combustible; y como para que su plan sea hacedero en los hospitales de pobres, la baratura les es precisa, proponen que por medio de esta máquina solar que ahorra leña, carbón, gas y electricidad, y con los rayos de la luz se pone en movimiento, se haga ascender a las salas de enfermos el aire frío, pasado a través de un depósito de hielo, lo que, sobre renovar con gérmenes de salud los viciados que se escapan de los cuerpos enfermos, mantendría además la temperatura a menudo muy recia en los hospitales, al grato grado de 60. No bien se emitió esta idea, los diarios y las asociaciones científicas la alaban y complementan. “Pasad el aire—dice Mac Cormac—antes o después de ponerlo en contacto con el hielo, a través de un depósito de agua”. No solo para los hospitales, dicen otros:—para las cámaras de pasajeros en los buques, puesto que la causa más directa del mareo es sin duda el aire nauseabundo que parece prendido de las paredes de las embarcaciones;—para las cámaras de pasajeros, no tiene precio el descubrimiento. Ya no habrá riesgo en cruzar el temido Mar Rojo. Ya no será tan peligroso cruzar por los mares tropicales. El aire puro ahuyentará esos átomos vivientes, vehículos de la epidemia, que se entran a miríadas por el cuerpo en las ciudades tórridas. En los buques, no sería por supuesto necesaria la máquina de Manchot:—un mezquino tanto por ciento de vapor bastaría a mantener en movimiento la corriente de aire fresco. Y donde no hay vapor, un fuelle o una noria. Pero para los hospitales ¡qué beneficio!—Aunque hubiera que gastar un poco de carbón, ¡cuántas medicinas ineficaces contra dolencias que el aire infecto encarniza, no se ahorrarían, compensando el gasto del combustible, con la introducción del aire puro! Si se condensase de pronto el aire de los hospitales, caerían al suelo masas de insectos. ¡Costaría tan poco hacer tan grandes bienes! La América. Nueva York, octubre de 1883.