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Homilía de despedida de la Diócesis de Plasencia
Toda buena teología se convierte en una buena antropología
Dios es como un abrazo
Empiezo esta homilía contando una bella historia. Sucede en Varsovia en
los años 80. Un niño de ocho años, de nombre Pavel y muy inteligente,
jugaba a hacer cálculos complicados con el ordenador de su papá. Con él,
en la misma habitación, estaba su tía. En un momento dado, el niño
interrumpe su juego, se gira hacia ella y le pregunta: “¿Cómo es Dios?”.
Su padre no le había hablado nunca de Dios; es un ingeniero ateo y su
madre está muerta. Su tía lo mira en silencio, se le acerca, lo abraza, le besa
los cabellos y, apretándole junto a su pecho, le susurra a sus oídos: “¿Cómo
te sientes ahora?” Pavel, que no quiere separarse de aquel abrazo, la mira y
le responde: “Bien, me siento muy bien”. Y la tía le dice: “Mira, Pavel,
Dios es así”.
Esta escena, sacada de la película del director polaco Krzysztof
Kieślowski, Decálogo I, es una hermosa parábola para decir algo de Dios:
Dios es como un abrazo. Este es, queridos hermanos y hermanas el
sentido de la Trinidad, al menos el sentido simbólico. La Trinidad me
asegura que Dios no es en sí mismo soledad, sino que es un infinito y
continuo movimiento de amor. Dios es reciprocidad, intercambio,
superación de uno mismo, encuentro, abrazo.
Hablar de Dios es siempre hablar del hombre
Y lo que Él es, lo ha querido plasmar en nosotros: cada hombre es creado
no sólo a imagen de Dios, sino también a imagen y semejanza del Dios
Uno y Trino. En realidad cada hombre es en sí mismo un movimiento de
amor. Por eso se dice que toda buena teología se convierte en una buena
antropología y que hablar de Dios es siempre hablar del hombre. Por eso, si
la Trinidad es la primera victoria sobre la soledad, esta es también la
orientación que debe tomar la historia de los seres humanos: la de romper
soledades, la de vivir junto a los otros, para los otros, la de ser donación
para los demás.
Como veis, el dogma de la Trinidad, que es la única y verdadera impronta
de la vida de la Iglesia y, por eso, de la de todos cuantos hoy somos la
Iglesia del Señor que camina en Plasencia, no es una elaboración mental
por la que se busca que cuadre el “tres” con el “uno”, es, sobre todo, una
maravillosa fuente de sabiduría que nos hace caminar y sentir con una
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lógica, con una verdad: que el amor recíproco es imprescindible, porque “ni
siquiera Dios puede estar sólo”.
Considero que con lo que acabo de deciros os he hablado del sentido más
profundo de lo que hoy celebra la Iglesia; pero también pienso que en la
Trinidad, en su esencia, y en lo que el amor de Dios vierte sobre nosotros,
es donde hemos de encontrarle sentido a este acontecimiento eclesial que
vivimos hoy vosotros y yo. En realidad, si hoy sentimos lo que sentimos,
yo hacia vosotros y vosotros hacia mí, es porque Dios nos ha hecho así,
porque ha querido orientar nuestra vida hacia la estima recíproca.
Todos es gratitud
Por eso, al primero al que tenemos que darle gracias por todo lo que puede
haber fluido entre nosotros a lo largo de estos años de mi ministerio
episcopal en esta querida Diócesis de Plasencia, es a Dios Nuestro Padre,
fuente gozosa de la vida y del amor; a Jesucristo su Hijo que nos ha
enamorado y ha atrapado nuestro corazón para que le amemos a él y a los
hermanos; y al Espíritu que rompe el aislamiento y pone relación y afecto
entre nosotros.
A Él, Trinidad Santísima, le doy las gracias; Él es hoy el primer
destinatario de mi gratitud, y en sus manos pongo estos maravillosos años
de mi vida, en los que he sido vuestro obispo. Y tras esta gratitud, que os
invito a mostrar conmigo a Nuestro Buen Dios, por su Hijo y en el Espíritu,
yo quiero que esta sea también la Eucaristía de mi gratitud hacia vosotros.
Razones para que así sea las tengo todas. La primera y principal que hoy
quiero manifestaros es que, habiendo sido vuestro obispo, me he sentido un
privilegiado. Cuando supe, allá por el año 2003, el 17 de junio, que iba a
ser el Obispo de Plasencia, me mentí en verdad pequeño y débil, y bastante
asustado, pero también muy agraciado.
Enseguida entendí que lo que el Señor me pedía se convertía en un don
maravilloso del que de inmediato quedé prendado. Me cautivó la calidad
humana y espiritual de todos vosotros, me sentí orgulloso de vuestra
gloriosa historia, disfruté de la tierra bendita que pisaba para dar gloria a
Dios y a los hombres. Os puedo decir que siempre he disfrutado de mi
ministerio: cuando me he acercado a cada pueblo, a cada ciudad, a cada
hogar en el que vivían aquellos a los que vine a servir. Todos habéis estado
en mi corazón y en mis sueños pastorales, aunque con muchos quizás ni
siquiera haya podido cruzar una mirada. Os puedo decir que los que
estaban más lejos han sido mis predilectos, como lo han sido los pobres, a
los que les pido perdón si nunca les llegó de mí o de la Iglesia la ayuda que
necesitaban.
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Obispo con la impronta de la comunión y el servicio
Mi ministerio, lo sabéis todos porque habéis sido mis compañeros de
camino, tuvo desde el primer momento la impronta de la comunión, esa
que tiene su origen en la relación íntima entre las Tres Divinas Personas de
un Sólo Dios. Todo empezó siendo sinodal, y en el espíritu de la
sinodalidad se ha movido el ritmo de la vida de nuestra Iglesia diocesana.
Siempre hemos pretendido caminar juntos, acompasando nuestros pasos,
aunque a veces las condiciones, tanto de estilos como de actitudes y hasta
geográficas, nos lo pusieran bastante difícil. Nuestro programa ha sido el de
evangelizar unidos; sabíamos que esa era la voluntad de Jesús: “Que todos
sean uno, como tú y yo somos uno, para que el mundo crea”. Sólo en la
unidad se camina por el mundo según el corazón de Dios, solo en la unidad
se preparan los caminos del Señor, como dice mi lema episcopal. Os puedo
decir, queridos hermanos y hermanas, que no me he aislado nunca de
vosotros, que siempre he sentido con vosotros, que también he llorado con
vosotros, cuando el dolor era lo que nos unía.
También necesito deciros hoy que os he sentido muy cercanos a mí como
vuestro obispo, como cristiano entre vosotros y como vecino con el que os
cruzabais por la calle. He disfrutado del calor y la amistad de todos: de las
autoridades, de los sacerdotes, de los consagrados y consagradas, de los
cristianos más cercanos a la Iglesia, pero también he disfrutado de muchos
que no andaban por los aledaños de nuestros templos. He procurado
siempre que el credo no fuese el termómetro de mis afectos y relaciones. A
todos os doy las gracias de corazón.
Quiero también deciros que, con el Señor, que vino a servir y por eso se
sitúo en la humildad de la condición humana, yo he querido estar siempre a
vuestro servicio. Y para que eso fuera más fluido, siempre he pretendido
crear un clima de sencillez y cercanía entre todos nosotros. Comprendo que
a veces es difícil ver al obispo como una persona accesible, a la altura de
todos, pero lo he intentado, y pienso que muchos de vosotros así me habéis
sentido. Permitidme que os diga, aunque esto os parezca una inmodestia
por mi parte: desde que me inicié en el ministerio sacerdotal en el año 70
en Mérida y luego episcopal entre vosotros siempre quise ser un pastor al
que todos tuvieran acceso, cercano a todos, un pastor que olía a oveja.
Gracias y perdón
Siendo esa mi verdad, no os niego que soy consciente de mis límites, sobre
todo de uno que es muy grande: el de mi condición humana que, por mucho
que lo intentara, nunca me permitió llegar a donde quería y debía. Además,
la vida de un obispo es muy compleja, muy diversa en sus tareas y
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ocupaciones y preocupaciones. Por eso, aunque he procurado hacer en cada
momento lo que tenía que hacer, siempre tuve la sensación de que podía
haber llegado a otras personas, a otros ambientes, a otros lugares, a otras
necesidades, a otros servicios.
Quizás sea por esa razón por la que mis sentimientos hoy, en lo que se
refiere a vosotros, es doble: por una parte os digo que habéis sido mi honor
y mi gracia, que habéis sido el más maravilloso tesoro de mi ministerio;
pero también os digo que, no haber podido, querido o sabido estar a la
altura de lo que me pedíais, ha sido en ocasiones mi espina y mi cruz. De
corazón quiero daros las gracias por todo vuestro afecto y vuestra
comprensión; y también os pido perdón por todas las veces que esperabais
algo más de mí y no estuve a la altura de vuestras justas y certeras
aspiraciones. Espero de vuestra mucha virtud que sepáis disculparme.
Como todo lo que me llevo de vosotros es muy bueno, quiero deciros que
siento mucho tener que dejaros; pero también os digo que llevarme vuestro
cariño será para mi una caudal maravilloso de fuerza, que me va a
acompañar día a día en la aventura que el Santo Padre Francisco me invita
a iniciar. Espero mucho sobre todo de vuestra oración.
Manteneos firmes en la fe y en la esperanza
Como última recomendación, os invito a mirar al Señor, a poner en él
vuestra vida, a seguir manteniéndoos firmes en la fe y en la esperanza. Y,
sobre todo, os invito a arraigar en vuestra vida cristina compartida en
vuestro comunidades, vuestros grupos, vuestros movimientos, toda la
impronta de discípulos misioneros que le hemos querido dar a la
espiritualidad y a la evangelización en nuestra Iglesia diocesana. Misionero
he querido que fuese mi ministerio. Los que han estado más cerca de mí
saben que no he dejado nunca de confesar y anunciar explícitamente a
Jesucristo. La sencillez y la densidad del primer anuncio de la fe ha sido mi
propuesta permanente entre vosotros. Siempre he sabido que todo lo demás
en la vida de un cristiano pasa por el encuentro personal con Jesús, el Hijo
de Dios. Y ese no se produce si no hay quien lo anuncie, como muy bien
recuerda San Pablo (cf Rm 10,14).
Estoy convencido de que el próximo obispo, al que hay que empezar a
encomendar y a querer, aunque aún no tenga ni nombre ni rostro, podrá
comprobar que llega a una Iglesia en camino, en misión, en salida, a una
Iglesia de cristianos adultos y corresponsables, a una Iglesia que está
establecida en comunidades sólidas por la comunión entre pastores y fieles
y enriquecida por la escucha de la Palabra, por la vida sacramental y la
Eucaristía, por la oración, por la comunión fraterna, por el compromiso
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misionero de todos y por el servicio de la caridad siempre a flor de piel,
conscientes de que no podemos ser cristianos sin servir a los pobres y
excluidos.
“Muchas cosas me quedan por deciros”.
Confiando en la solidez de vuestra fe, también yo os digo como el Señor a
sus discípulos: confiad en el Espíritu, él guía la Iglesia, él guiará la vida de
esta Iglesia por los caminos de esta tierra en este tiempo y en esta sociedad
tan compleja y a veces tan atolondrada en lo que se refiere a la fe, y que
además tiene tantos problemas humanos y sociales. No lo dudéis, el
Espíritu guiará vuestros corazones para que améis a esta bendita tierra
como el campo de siembra en el que poner las semillas del Evangelio del
Reino.
En fin, hermanos y hermanas, os digo lo que Jesús le dice hoy en el
Evangelio a sus discípulos: “Muchas cosas me quedan por deciros”, pero
tengo que terminar. Y lo hago invocando para vosotros la intercesión de los
Santos Patronos San Fulgencio y Santa Florentina, la de nuestra beata
Madre Matilde del Sagrado Corazón, la del grupo de nuestros mártires
beatos. Invoco de un modo especial la protección de la Santísima Virgen de
Guadalupe, Patrona de los hijos esta bendita tierra extremeña; esos que
legítimamente desean que tenga su casa-santuario en la Provincia
Eclesiástica de Mérida-Badajoz, el espacio común de la fe que el Papa San
Juan Pablo II nos concedió para que fuéramos la Iglesia del Señor que
camina en la Comunidad Autónoma de Extremadura. Amén.
Santa Iglesia Catedral de Plasencia, 22 de mayo de 2016
+ Amadeo Rodríguez Magro
Administrador Apostólico de Plasencia
Obispo electo de Jaén
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