UN CUENTO SOBRE LA MUERTE Y LA VIDA Pareciera que fue

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UN CUENTO SOBRE LA MUERTE Y LA VIDA
Pareciera que fue ayer cuando mi abuela llamada Esperanza - pero que para nosotros era
simple y sencillamente Pera-, me contaba esas mágicas historias que ponían mi imaginación a
volar, leyendas que finalmente han forjado parte de la cultura de nuestro país y que se han
transmitido de generación en generación, y que sin éstas, México no sería igual. Hace falta la fe
y la lealtad en las costumbres milenarias de nuestros antepasados para que sigamos siendo el
gran país que somos: con una de las culturas más vastas y un entusiasmo por la muerte sin
igual, no por nada somos el único pueblo que rinde homenaje a sus muertos de una manera tan
singular, folclórica y hasta cómica como no lo hay en ninguna otra parte del mundo. Y es
justamente una de éstas historias narrada en voz de mi abuela, la que contaré en ésta ocasión.
Nuestra historia comienza cuando a finales del siglo XVI un grupo de frailes agustinos fueron
designados para evangelizar a aquel pueblo isleño, llamado por sus nuevos conquistadores “San
Andrés Apóstol”. Cuando los agustinos vieron el principal templo de los indígenas, lo
destruyeron implacablemente y con los restos, construyeron lo que hoy en día es el templo
agustino, pero que para los nativos seguía siendo “Mixquixtli”, hoy conocido como “Mixquic”
que significa lugar de la muerte.
Éste pueblo ahora conquistado por los españoles, tan sólo unos años atrás se había librado de
pagar tributo al señorío azteca, mismo que para ese entonces se encontraba completamente
sometido por los colonizadores españoles.
Mixquic era una isla rodeada de canales, por lo cual el pueblo viajaba en trajineras -tal como
hoy conocemos las de Xochimilco-. Cuando los españoles vieron éste medio de transporte se
quedaron atónitos, sin embargo, los evangelizadores quedaron aún más estupefactos cuando
vieron que a bordo de éstas embarcaciones tan sui géneris, los indígenas hacían rituales a los
que inmediatamente catalogaron como “rituales demoniacos”. Y por primera vez, unos ojos
extranjeros observaban, cómo aquel pueblo indígena celebraba a sus muertos.
A bordo de éstas trajineras –seguía contando Pera-, realizaban la ceremonia de sus difuntos, a
los cuales transportaban por los canales, seguidos de varias embarcaciones en las cuales
viajaban sus familiares y detrás de éstas el resto del pueblo.
Toda la gente a bordo de las embarcaciones entonaba cantos lúgubres en lenguas extrañas,
desconocidas hasta para los propios nativos. Se decía que quienes hicieran esos fascinantes
rezos por la gente difunta del pueblo, descansarían en paz el día en que partieran de éste
mundo, además de acompañar al difunto en su nuevo camino.
La embarcación principal se encontraba tripulada tan sólo por el remero y el cadáver del
difunto en cuestión. Éste último, era embalsamado y ataviado con sus ropas favoritas y
alrededor de su cuerpo, la familia acomodaba en grandes vasijas su comida predilecta,
acompañada de agua y pulque por ser la bebida oriunda, acaso por si el muerto pasaba hambre
o sed –contaba mi tan querida Pera-. Asimismo, la trajinera era majestuosamente decorada con
las más bellas flores de cempasúchil mismas que adornaban toda la embarcación junto con
decenas de antorchas prendidas, alumbrando el camino de los vivos, pero que un día guiaría a
cada uno a su descanso eterno –o al menos eso creía la gente del lugar-.
Como ya mencioné -comentó Pera-, atrás de la embarcación principal, se hacían acompañar
decenas de chalupas tripuladas por todo el pueblo -incluyendo familiares y amigos-, mismos
que no cesaban de emitir aquellos enigmáticos cantos durante todo el camino, hasta llegar a
una isleta misteriosa nombrada por los oriundos “Tzompantli” o altar de los muertos. Este
nombre se debía justamente a que en medio de la isleta se encontraba un altar lleno de cráneos
hechos de madera y piedra. Los nativos creían que en ese lugar específico, había un portal para
pasar al mundo de los muertos.
Alrededor del Tzompantli es donde sepultaban a los difuntos. No había nada más en aquella
sepulcral tierra, que el altar y cientos de esqueletos enterrados debajo de éste que tan sólo de
imaginarlo se me enchina la piel –relataba Pera-.
Pero continuando con nuestra historia, después de que daban sepultura a su difunto y ya de
regreso al pueblo, las personas guardaban un espectral silencio por respeto al alma del difunto
porque decían que a esa hora los muertos se iban a su lugar de eterno descanso.
Una vez que fue totalmente sometido el pueblo, los agustinos prohibieron de manera radical,
cualquier ritual que evocara sus celebraciones paganas y con castigo de muerte a todo aquel
que fuera sorprendido llevando a cabo este tipo de celebraciones.
Pero tan sólo un tiempo después de tal prohibición, un grupo de indígenas leales a sus
tradiciones, continuó con el ritual a sus muertos. Y como siempre en las historias existen
traidores, hubo un grupo de desleales, los cuales, recelosos de sus vecinos fieles, dieron aviso a
los frailes tan pronto como constataron con sus propios ojos que era cierto.
Estos contaron a los agustinos, que muy cerca de la gran laguna de Chalco se encontraba un
misterioso altar que sus ancestros habían construido muchas generaciones atrás y que era un
lugar sagrado para éstos, llevando a cabo ofrendas a sus dioses y a sus muertos. Y que una vez
que terminaban el ritual, cubrían el altar nuevamente con hierba, escondiéndolo entre los
matorrales y la espesa vegetación para que nadie se diese cuenta.
Los frailes temiendo que hubiera una rebelión entre los indígenas, pidieron a sus aliados, los
traidores, los llevaran a aquel profano lugar –continuaba Pera-. Y mientras se dirigían rumbo a
la isleta, les relataban a los monjes que éste culto de sacrificio a sus muertos seguía vivo, ya que
al morir algún familiar o amigo, lo llevaban clandestinamente a aquél ancestral territorio, en el
cual seguían la tradición como los cantos, las flores, excepto las antorchas, ya que así era más
fácil que se pudieran ocultar en plena obscuridad.
Cuando llegaron al lugar, los traidores quitaron la maleza del altar y los frailes agustinos
quedaron simplemente horrorizados al ver aquella estructura de piedra repleta de cráneos. Y
como es de esperar, después de tal hallazgo, planearon cuál sería la mejor decisión para no
echarse de enemigos a los últimos sobrevivientes indígenas de Mixquic y al mismo tiempo
buscaron la estrategia para evangelizar de una vez por todas al pueblo y convertir a todos al
catolicismo. Así que tras varias reuniones, los frailes decidieron enterrar el altar cubriéndolo
con hierba y grandes rocas; y en lugar de éste pondrían una gran estatua de San Andrés, santo
que por cierto estaba de moda entre los indígenas.
Y a partir de ese momento el nombre de aquella isleta sería conocido como el “Santuario de San
Andrés”.
Los frailes así como el resto del pueblo, ingenuamente creyeron, que los antiguos cultos ya no
se llevarían más a cabo, al ya no estar el antiguo altar sino la estatua de un santo. Pero a pesar
de esto, muchos nativos siguieron siendo fieles a sus creencias –suspiraba Pera al narrar-.
Pasó un tiempo, pero no fue sino hasta un día que en plena celebración de sus muertos en la
isleta, llegó el clero avisado por algunos traidores, y a este grupo de fieles, los sujetaron,
amagándolos y subiéndolos a las trajineras. Toda la noche estuvieron encerrados en el sótano
del convento y no fue hasta el día siguiente que los pusieron a disposición de la “Santa
Inquisición”, la cual los declaró culpables, con la instrucción precisa de que se les ejecutara de
manera severa, en frente de todo el pueblo como lección para todo aquél que quisiera seguir
fiel a sus antiguas tradiciones. Así que los frailes hicieron todos los preparativos para la
ejecución de los “paganos”, convocando a todo el pueblo, incluyendo los niños de brazos para
que se dieran cita muy temprano en la isleta y así todos fueran testigos del cruento castigo.
Ya en el lugar y San Andrés como testigo, amarraron a cada prisionero a un árbol, sujetándolos
con fuertes cuerdas de planta de calabaza para que no pudieran zafarse. Una vez que estaba
preparado todo, arribaron a la isla dos pequeños grupos: frailes y verdugos, estos últimos,
contratados por la “Santa Inquisición”.
Rápidamente, los verdugos sacaron varias antorchas y las encendieron, esperando únicamente
la orden de parte del fraile principal para prenderles fuego –continuaba mi abuela-. Sin
embargo, estos hombres prontos a ser ejecutados, lejos de suplicar se les concediera el perdón
y se les otorgara gracia públicamente para ser liberados y salvados, comenzaron a entonar
cantos desconocidos, misteriosos y seguramente mágicos, ya que a muchos de los presentes
incluyendo a los frailes, les comenzó a dar miedo, muchos decían que llamaban a sus muertos.
Ha sido tal terror entre el pueblo, que el fraile adelantó la hora de la ejecución y en cuanto éste
dio la orden, los verdugos prendieron fuego a los prisioneros, los cuales seguían entonando
aquellos enigmáticos cantos aun cuando sus cuerpos comenzaron a ser presas de la
combustión y notándoseles los rostros llenos de dolor y sufrimiento.
Una vez que sus cuerpos ya sin vida comenzaron a calcinarse, en ese preciso momento, la
tierra se estremeció provocando un rugido como de ultratumba: se partió la isleta justo a la
mitad, donde antes se encontraba el “Tzompantli”.
Según la historia –continuaba Pera-, al momento del terremoto lo primero que cayó a tierra fue
la estatua de “San Andrés” partiéndose en dos y cayendo al canal, pero justo en ese momento
de manera majestuosa se dejó asomar el antiguo altar, como renaciendo de entre los escombros
y reclamando su lugar en la tierra de los vivos.
Una vez que pasó el terremoto todo el pueblo aterrorizado -incluidos frailes y verdugos-, no
daban crédito a lo que veían, sobre todo estos últimos quedaron horrorizados mientras no
dejaban de observar el altar y la estatua de su santo hundiéndose en las espesas aguas. En ese
momento los frailes comenzaron a gritar que verdaderamente esos hombres eran demonios.
Sin embargo, los oriundos del pueblo se arrepintieron de haber acusado a sus vecinos,
convenciéndose de una vez por todas que verdaderamente las tradiciones que hacían a sus
muertos desde tiempos remotos por sus antepasados, eran reales. Por lo cual temieron
enormemente. Y de pronto como despertando de una pesadilla, la gente salió huyendo de
aquél lugar de regreso al pueblo en sus embarcaciones.
Pero nuestra historia no termina aquí –comentó Pera- pues justamente un año después de lo
acontecido, todo el pueblo acordó reunirse en la isleta alrededor de los árboles que servían de
tumbas para esos fieles, para rezar por sus almas, pues estaban convencidos que de no hacerlo,
pudieran sufrir un castigo severo. Los frailes temerosos, accedieron a tal petición con la
condición de que sólo se hicieran rezos católicos, nada de cánticos antiguos y mucho menos en
lenguas extrañas.
Y se hizo una tradición que cada año, específicamente el dos de noviembre, el pueblo visitara
la tumba de estos hombres, para rezar y pedir por su eterno descanso. Asimismo, la gente
comenzó a enterrar en la isleta misteriosa a sus difuntos convirtiéndose en el cementerio de
Mixquic, ya que ahora estaban completamente convencidos de que aquél era un lugar de culto
perpetuo y eterno descanso para los muertos. Y a pesar de que ya no entonaban aquellos
enigmáticos cantos, sino rezos católicos, llevaban a sus muertos flores de cempasúchil, así
como fruta, comida y bebidas, para darles gusto y así no pasaran hambre ni sed en su camino al
mundo de los muertos. Además, se hizo la costumbre de dejar las veladoras prendidas toda la
noche para que alumbraran a los difuntos en su camino de regreso al hogar del eterno
descanso. El resto es historia.
Después de varios siglos y hasta el día de hoy, cada dos de noviembre, la gente oriunda del
pueblo y de todas partes del mundo, se da cita en ese lugar conocido hoy en día como el barrio
mágico de Mixquic, brindado así una especie de homenaje a la muerte y a la vida misma –terminó
de narrar mi amada abuela-.
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