X. LOS GENERALES Y EL MANDO DURANTE LA GUERRA CIVIL Mola · Queipo de Llano · La laureada de Queipo · Cabanellas · El general Goded · La batalla de Barcelona · Otros generales: Jordana, Dávila, Kindelán, Saliquet, Aranda · Yagüe · Muñoz Grandes · Varela · Ríos Capapé y García Valiñó · Caso singular del general Eliseo Álvarez-Arenas. Antes y después de la constitución del Gobierno, el mando inevitablemente estuvo siempre, en alguna medida, condicionado o influenciado por las principales figuras militares. A lo largo de la guerra el mando civil fue auxiliar y subalterno del mando militar; al menos hasta la constitución del primer Gobierno. En los centros donde se fijó la residencia de los grandes jefes del Ejército -Queipo de Llano en Sevilla, Mola en Valladolid, Franco en Salamanca- un cierto número de técnicos y profesionales, escritores, periodistas y hasta "viejos políticos" constituían una especie de corte, que a menor tamaño se reproducía en el Cuartel General de los Cuerpos de Ejército -Varela, Saliquet, Dávila, Aranda, Moscardó, Yagüe- dotando a todos ellos de un gran ámbito de influencia. La mayor parte de los servicios estaban militarizados, como ya explico en otras páginas de este libro. También las distintas secciones de la llamada Junta Técnica -larvados Ministerios constituidos en Burgos- estaban bajo control militar; como eran militares la mayor parte de los gobernadores civiles, delegados provinciales de orden público y abastos, gerentes de empresas relacionadas con la producción de guerra y hasta ciertas alcaldías. Sólo a partir del año 1938 la Administración Civil fue conquistando parte de su terreno o jurisdicción, no sin dificultades. Me correspondió a mi dirigir aquella tarea y ello daría ocasión a muchas tensiones y resentimientos que no dejarían de aparecer en las primeras etapas de la posguerra cuando la consigna "el ejército a los cuarteles" aparecería en el periódico Arriba, órgano central del partido único. Es dato curioso a señalar que en 1938 se había realizado una edición facsímil de la colección del periódico Arriba -de los números anteriores a la guerra- en uno de los cuales aparecía una caricatura del pintor Ponce de León en la que, en varios cuadros, se veía a los curas entrando en la iglesia, los obreros en la fábrica, los estudiantes en la Universidad y los militares en los cuarteles; todo bajo la orden de un falangista que extendía el brazo indicativamente. En el último recuadro un plutócrata recibía un puntapié en el trasero: "era el elemento sobrante". Quizá ningún otro documento representaba tan bien el espíritu dominante en la "Falange" de los primeros años, anterior a la guerra civil. (Esta última caricatura había desaparecido -censurada- en el facsímil de Arriba y fue sustituida por un artículo de relleno.) La consideración de las figuras militares más relevantes a lo largo de la campaña tiene indudable interés histórico incluso en el orden del desarrollo político de aquellos años y de los siguientes. Mola El general Mola había sido el verdadero Director de la sublevación. Ya he dicho que era el único que podía rivalizar con Franco, al que, por otra parte, era muy leal y por ello precisamente -y no tengo duda sobre que lo hubiera hecho más adelante- podía imponerle condiciones o contrapesos de influencia, en base al partido militar que el había tenido y tenía, a su prestigio propio y a sus dotes políticas. Era Mola un hombre al que vestido de paisano no se le notaria, a diferencia de lo que ocurre con tantos otros militares, su condición castrense. Alto, huesudo, de rostro alargado, con gafas y con un vago gesto de distracción, con aire y ademanes sueltos, nada envarado. Había escrito un libro de memorias muy estimable que público el editor Bergua tenido por anarquista y a quien él dispensó luego el amparo que necesitaba. Había desempeñado la Dirección General de Seguridad en el penúltimo Gobierno de la Monarquía. Allí vio tales cosas, debilidades, deserciones y cobardías que quizá por ello no tuvo ya entusiasmos monárquicos, y sus simpatías por los carlistas fueron puramente circunstancia y camaradería de guerra pero no adscripción ideológica. José Antonio decía siempre de él que no parecía un General español "pues trabajaba con método como un alemán". Era tal vez el más liberal de los generales conspiradores. Hablo de él en otros pasajes de este libro y repetiré que, a mi juicio, su muerte prematura fue una gran desgracia. Fue hombre de una austeridad ejemplar, que mantuvo intacta en unas horas en las que ya se despertaba en los más un sentido patrimonial en el ejercicio de la autoridad o del Poder. En los primeros meses de la guerra era Mola el General que tenia inquietudes políticas, como lo demuestran sus discursos de 29 de enero y 28 de febrero de 1937. Por entonces Franco, solo el 1° de octubre -aniversario de su exaltación a la Jefatura del Estado-, casi obligado protocolariamente por la fecha, había leído un pequeño discurso intrascendente, preparado por Fusset -en tono de colegial-, bien distinto, en lenguaje y conceptos, al que leyó con motivo de la Unificación, preparado en su casi totalidad por el brillante escritor Giménez Caballero. Los demás generales, entonces, no se pronunciaban sobre estos temas, salvo las charlas agresivas y pintorescas de Queipo de Llano. Mola afirmó en aquellos discursos que para el desenvolvimiento de la acción de gobierno tenían que concurrir estas tres condiciones: 1º. El asentimiento de la opinión pública, o de una mayoría muy importante de ésta. 2º Un contenido político positivo. 3º Contar con la realidad histórica de España. Esbozaba a grandes rasgos una concepción política y un programa de gobierno en el que, entre otras, hacia la afirmación de que era absolutamente necesaria la autoridad para imponer disciplina dentro de la colectividad, subordinándolo todo al interés común. Consideraba asimismo necesarios una “organización corporativa” y un "concepto humano del trabajo, impidiendo abusos del poderoso"; "respeto a la propiedad privada con titulo de legitimidad moral"; "protección del ciudadano contra la explotación del capital especulador"; "trabajo obligatorio y subsidio al que no lo encuentre"; "impuestos con arreglo a la situación económica de individuos y sociedades"; "supresión absoluta del enchufe y de los parásitos en la Administración del Estado" "Queremos un poder judicial austero e independiente -decía- y que la prevaricación no quepa." "No puede existir interior satisfacción en la sociedad sin fe absoluta en la Justicia." "Si el día de mañana, terminada la guerra, la masa española viera que no se llevó a cabo lo que había sonado conquistar a precio de sangre, se llamaría a engaño y se sublevaría con justa razón contra quienes le hubieran estafado." Hay aquí una resonancia del discurso de José Antonio en Campo de Criptana. En materia religiosa postulaba la separación de la Iglesia y el Estado como a las dos potestades convenía. "Somos católicos -dijo- pero respetamos las creencias religiosas de los que no lo son." "Libertad de enseñanza, dentro de la moral sentida por el pueblo español." "Queremos una España culta y soberana que no tenga que mendigar del extranjero como el hambriento una limosna." Precisamente por razón de esas inquietudes políticas, y por tener conciencia clara de su lealtad a Franco, positiva, efectiva, útil -lealtad singular desde su independencia, su autoridad como jefe de la conspiración, y su prestigio en el Ejercito donde contaba con un verdadero partido-, estaba dispuesto a plantearle la desacumulación del Poder; de manera que siguiera Franco de Jefe del Estado y Generalísimo de los Ejércitos, y le cediera la Jefatura del Gobierno; operación ésta que, seguramente, a nadie habría hecho tanto bien como a aquel. Cuando estas ideas y propósitos de Mola estaban en el ambiente, al menos entre los sectores más próximos a este proyecto, se produjo, en 3 de junio de 1937, la muerte del General en accidente de aviación, como de todos es sabido; no puede extrañar, sin embargo, que, desde las posiciones de hostilidad implacable y sistemática en una guerra civil, se difundiera maliciosamente la especie de que Mola había muerto víctima de un sabotaje. Se trataba de un infundio; de una patraña deliberadamente injuriosa. Queipo de Llano Nunca había hablado con aquel hombre que apoyaba su cabeza, más bien pequeña, sobre un cuerpo grande, que andaba a grandes zancadas y que acreditó desde las horas iniciales del Alzamiento militar un valor y una audacia incomparables. La sublevación en Sevilla es seguramente el episodio de mayor valor e ingenio personal de toda la guerra civil. Cuando llegue a. zona nacional pude hacerme una idea clara de cuál había sido su eficacia, pues sin la posesión de Sevilla la entrada en juego del Ejercito de Marruecos hubiera sido imposible; y esa posesión la había decidido él personalmente -hay que repetirlo- con una audacia, un ingenio y un valor excepcionales. Un testigo personal, entonces soldado en el "Regimiento de Infantería de Granada número 9" de guarnición en Sevilla (no obstante su nombre), y que ha trabajado muchos años a mis órdenes, me ha contado detalladamente la forma como el General se había hecho con el mando del Cuartel. Después de reducir y arrestar al general Villa-Abrille, Jefe de la II División orgánica -Capitanía General-, con poco acompañamiento, pues por el momento no le obedecía más que la guardia de Capitanía, ordenanzas y escribientes, se presentó allí – en el citado Cuartel-, dio al entrar la orden de "Guardia formar" y en el patio pronunció una arenga. Algunos soldados izquierdistas que protestaron fueron sobre la marcha encerrados en el calabozo. El Coronel que mandaba el Regimiento se negó categóricamente a sumarse a la sublevación, pero Queipo desconcertándole con su rapidez le declaró destituido del mando; y la negativa del Teniente Coronel a sustituirle, declarándose solidario con su Coronel, ponía las cosas en gravísimo estado. Queipo estaba prácticamente inerme, y hubiera bastado la osadía de cualquier militante revolucionario de los que en aquel tiempo estaban infiltrados entre la tropa para perderle. Pero Queipo no se inmutó. Consiguió al fin que un Comandante aceptara en su nombre el mando del Regimiento, arrestó a los jefes resistentes y dio el asunto por concluido. La escena parece inverosímil, pero así sucedió. Fue el efecto de la sorpresa y de su extraordinaria presencia de ánimo, pues el menor aflojamiento de su tensión imperativa le hubiera hecho perecer allí mismo. Luego previno y conjuró el peligro que significaría la llegada a aquel Cuartel de los tanques blindados, nuevos, que tenían los guardias de Asalto fieles a la República y, a tal efecto, ordenó a un Capitán que tratara de poner en servicio –para defenderse de aquéllos- dos pequeños cañones antiguos, casi de adorno, que allí había y, efectivamente, cuando horas después pasaron los de Asalto y dispararon con ametralladoras contra el Cuartel el citado Capitán los espantó con un cañonazo que derribó la esquina de una casa. Los blindados de Asalto no volvieron más. No faltaron momentos dramáticos en las horas siguientes: Tablada con los aviones que llegan de Madrid, los anarcosindicalistas que desde Triana y junto al rio marchan sobre la capital, la resistencia del Gobierno Civil, del Ayuntamiento, etcétera, pero Queipo se crece. Le dicen que el Regimiento de Caballería no parece estar de acuerdo con la sublevación y en el acto -"¡Se me va a insubordinar a mí la caballería!", exclama- se traslada allí, y exige al Coronel que se ponga a sus órdenes; rinde la Telefónica y el Ayuntamiento. En el Gobierno Civil hay, por fin, bandera blanca. La ciudad queda dominada en la misma tarde del 18 de julio. Muy conocidas son las estratagemas de que se valió para sumar otras fuerzas dudosas y para contener la acción de las organizaciones obreras del Frente Popular que eran poderosas en Sevilla, simulando la llegada el día 20 de julio de importantes unidades marroquíes –legionarios y regulares- siendo así que sólo habían llegado a Sevilla unos pocos –nueve legionarios y un Teniente- a los que hacia dar vueltas por la ciudad en camiones, cuando aun no se tenía la seguridad de que importantes fuerzas de combate pudieran pasar el Estrecho. Por todos se ha reconocido que sin el· estribo creado por él en Andalucía aquellas fuerzas habrían quedado bloqueadas en su base y la guerra se hubiera resuelto a favor del Gobierno republicano en pocos días dueño como era aquel de Madrid, Barcelona, Valencia, Bilbao y de todas las fronteras y de la mayoría de las unidades de la Armada. La actuación posterior de Queipo en Sevilla fue sin duda firme, pero contradictoria. Muy atento a los problemas humanos del pueblo, era al mismo tiempo popularista y represor. Campaba por sus respetos en todos los terrenos y jurisdicciones. Apasionado y voluble, un día vino a Burgos para pedir a Franco la cabeza de Ridruejo -por el que antes había mostrado gran simpatía- porque había pronunciado en Sevilla alguna frase que el General consideraba despectiva para él. Poco tiempo después, sin el menor rencor, reaccionaba y daba grandes abrazos a Ridruejo al encontrarle coincidente con él en ciertas posiciones radicales cuando ambos participaban en la redacción del Fuero del Trabajo, en el que Queipo trató de insertar la vieja frase de abolengo libertario "La tierra para quien la trabaja". Debo decir, porque es la verdad, que antes del enfado conmigo y de la enemistad en que acabó nuestra relación, Queipo me pareció siempre un hombre simpático, abierto y nada retorcido. Estaba, además, satisfecho en su situaci6n y no creo que tuviera mayores ambiciones. Era una personalidad curiosa que tuvo conmigo en nuestros primeros encuentros, tanto en Salamanca -cuando fue consultado sobre el Decreto de Unificación- como en Sevilla, una actitud afectuosa. Tal vez no supimos -no supetratarlo. De mi primer viaje en el año 1938 -yo era Ministro del Interior- conservo en relación con el un recuerdo divertido. Yo no había estado en Sevilla desde el año 1921 siendo estudiante, con otros compañeros de la Universidad de Madrid, pilotados por el profesor de Derecho Natural don Fernando Pérez Bueno, en viaje que este llamaba de extensión universitaria y a mí me correspondió dar una conferencia en el paraninfo –era Rector el profesor Hazañas- sobre el "estado de necesidad". Pues bien, después de tan larga ausencia, en aquellos días de 1938, ya en mi madurez, me interesaba sobremanera ver y admirar la belleza deslumbrante de la ciudad, sus monumentos y lugares históricos. Estuvimos, entre otros, en las ruinas de Itálica y contemplándolas y comentando –estábamos allí Franco, Queipo, otras autoridades, familia, ayudantes y creo recordar también al finísimo escritor sevillanista Joaquín Romero Murube- se me ocurrió a mí recitar las primeras estrofas de Rodrigo Caro a las ruinas de Itálica: Estos, Fabio ¡ay dolor! que ves ahora campos de soledad, mustio collado fueron ha un tiempo… Al llegar aquí Queipo me corrigió diciéndome: “No quite el verbo; no es ha un tiempo sino un tiempo” y fue él quien con algún asombro de mi parte siguió recitando: Aquí de Cipión la vencedora colonia fue; por tierra derribado yace el temido honor de la espantosa muralla, y lastimosa reliquia es solamente de su invencible gente… Creo que la mayor parte de los que allí estaban no entendían nada de todo esto; Queipo se acercó a mí, me cogió del brazo y con ufanía me dijo: “Le veo asombrado de que yo también conozca estas cosas, querido Ministro; los universitarios piensan que todos somos unos brutos. Pues no. Yo estudié Humanidades”; y casi confidencialmente llevándose junto a la boca la mano derecha me dijo… “en el Seminario”. (Supongo que hablaba en serio; yo era la primera noticia que tenía de que el valeroso soldado hubiera sido seminarista.) Eran los días de la Semana Santa del año 1938, habíamos ido todos a Sevilla para presenciar las procesiones y cuando una de ellas se acercaba al edificio (no recuerdo si era Capitanía o el Gobierno Civil) donde nos encontrábamos, Queipo, con la espada de San Fernando en la mano, se dirigió a mi diciendo que tenía que incorporarme a la procesión llevándola en alto cogida con mis dos manos. Yo dije que de ninguna manera lo haría. (Esto me agobiaba incluso por razón de mi pobre indumentaria pues aún no había tenido tiempo para encargarme ropa y llevaba el mismo traje que, teñido de negro, días antes del Alzamiento, por la muerte de mi padre, llevé en mi paso por la Dirección General de Seguridad, por la cárcel, y por el sanatorio “España” desde donde me fugué. Queipo entonces, con toda seriedad, insistió: era tradicional en esa procesión que el Gobernador civil, como representante del poder central), llevara la espada en esa forma; y que estando allí el propio Ministro del Interior me correspondía a mí llevarla. Sería un desaire no hacerlo así. Al fin salí con ella, hice un pequeño recorrido y volví a reunirme con todos. (Recordé de pronto una gran fotografía publicada en el ABC algún año antes de la guerra civil en la que el conde de San Luis, Gobernador civil de Sevilla en aquel tiempo, era portador de la espada en el desfile procesional. Ramón Gárriga en su libro Las relaciones secretas entre Franco y Hitler, libro importante en el que tuvo el mérito –y el valor- de poner –o aproximar- las cosas en su sitio cuando esto no se estilaba, cometió el error de interpretación de entender que había sido un acto de vanidad mía, con ocasión del cual bromearon los sevillanos, y elaboraron a mi costa una variante de la conocida saeta “Míralo por dónde viene…”) Nombrado Franco Jefe supremo dejó a Queipo tranquilo en Sevilla como Jefe del Ejército del Sur, seguro de que a ese Ejército no le correspondería nunca la dirección de la contienda. Creo como queda dicho, que estaba allí, satisfecho y que no tenía mayores ambiciones, pese a todo lo que más tarde ocurrió, y a que no le faltaban halagos de otros generales. En una ocasión Yagüe, encontrándonos todos en Sevilla me dijo amistosamente que debíamos entendernos con Queipo porque estaba muy bien dispuesto hacía el falangismo, pero fueron sus palabras un tanto ambiguas y yo con una idea rígida –y seguramente antipática- de la lealtad a Franco no quise seguir la conversación y exageré, innecesariamente, mi distanciamiento. También algunos falangistas le halagaban; antes de esa mi visita a Sevilla, en marzo de 1937, en Salamanca, cuando aún no había Gobierno (y yo ejercía la secretaria de hecho a que me he referido en otras páginas) encontré a Sancho Dávila, en la escalera interior del Cuartel General, a quien desde nuestra coincidencia en la Cárcel Modelo de Madrid no había vuelto a ver. Nos saludamos afectuosamente, recordamos los horrores del asalto a aquella prisión en la noche del 22 de agosto de 1936, y en seguida me habló de la situación política en Salamanca donde los falangistas más bullidores y caracterizados no querían –entonces saber nada de Franco; era cuando Pilar Primo de Rivera decía a Hedilla: "Manolo, no entregues la 'Falange' a Franco" y Agustín Aznar, Jefe de Milicias, añadía: "Franco a mandar una División." Se me va a permitir ahora abrir un paréntesis abandonando por el momento el tema de Queipo, al que volveré en seguida. La presencia del gordo Aznar en el Cuartel General de Salamanca irritaba al Generalísimo. Después de una visita de aquel con otros falangistas me comentaba Franco que era un grosero, que se había sentado frente a su mesa cruzando las piernas de manera que un pie salía por encima de ella. Y Sancho en aquel nuestro primer encuentro muy poseído de su importancia -era entonces uno de los mangoneadores- profirió palabras y juicios poco elogiosos para Franco y me dijo: "Si él no nos da paso, si no nos entiende, nos arreglaremos con toda facilidad con nuestro General -Queipo- que comprende perfectamente nuestro estilo." Sanchito había sido uno de los acompañantes de José Antonio para agredir a Queipo en Madrid cuando el General había ofendido a un hermano de don Miguel. (Eran muchos y grandes los despropósitos en aquellos tiempos, y aunque 'después del Decreto de Unificación, bajamos los humos de esta gente, sin embargo, por respeto a su pequeña tradición falangista, a su parentesco con José Antonio -"era el grupo dinástico" como, con evidente enemistad, decía de ellos Ernesto Giménez Caballero- llevamos a Sanchito a la Jefatura del "Frente de Juventudes" y luego a la Junta Política; fue en esta donde un año más tarde produciría una anécdota hilarante en una reunión en la que estuvimos estudiando la reorganización de las" Juventudes", diferenciadas en tres grados: "Pelayos", "Flechas" y "Cadetes". A nadie satisfacía este último nombre que aun se había usado poco y pensamos llamarle de otro modo. Se propusieron, con poca fortuna, otras denominaciones y ante la falta de inspiración decidimos dejar para otro día esa minucia; cuando Sancho se arrancó proponiendo que a los cadetes se les llamase "tiroleses", lo que produjo a todos extrañeza. ¿Tiroleses?, preguntamos. "Si -añadió- en homenaje al heroísmo de los camaradas juveniles que cayeron en Teruel." Una carcajada general levantó la sesión.) No había personalmente por mi parte el menor prejuicio contra e1general Queipo de Llano, ni cree que él se anticipase a tenerlo contra mí. Sin embargo las dificu1tades en nuestra relación no tardarían mucho en presentarse; lo que ocurrió cuando el fuero civil empezó a disputarle el poder al Virrey de Anda1ucia. Su resistencia a ceder terreno, a aceptar el proceso de centralización y autonomía del mando civil después de la formación del primer Gobierno en enero de 1938, se tradujo en una serie de tensiones. Yo había nombrado Gobernador civil de Sevilla, sin contar con Queipo, a Pedro Gamero del Castillo que era constantemente atacado en su gestión. Un día se produjo un choque entre este y el Alcalde, que era uno de los hombres de Queipo. El General tomó naturalmente el partido de su amigo, cogió un avión para venir a Burgos, trasladándose rápidamente desde el aeropuerto a mi despacho del Ministerio del Interior en el que entró saludándome con palabras muy afectuosas, pero planteándome, en términos apremiantes, la necesidad de que yo destituyera al Gobernador. Por mi parte le hice comprender que eso no era posible sin lesionar gravemente el principio de autoridad; lo que sería especialmente dañino cuando se estaba empezando la tarea de establecer un régimen político civil. Era a mi juicio indudable -y creo que objetivamente también- que en el encuentro entre las dos autoridades de Sevilla, la razón estaba de parte del Gobernador civil y no del Alcalde. Queipo insistió enérgicamente y con mal humor incluso en términos amenazantes-, pues a su juicio la destitución del Gobernador era una exigencia de su prestigio de General Jefe del Ejercito del Sur. Quien como él con tanto valor personal y decisión había tornado la Capitanía General de Sevilla y detenido a quien allí tenía el mando militar, no podía entender mi actitud y mi negativa terminante. Puestas las casas ya en esa tesitura, yo le manifesté que, no pudiendo de ninguna manera acceder a su deseo, pero comprendiendo su estado de ánimo, la solución del conflicto creado era muy sencilla: "Tiene usted, mi General -le dije-, más títulos que nadie, dentro de la lógica de este Régimen, en cuya posibilidad y establecimiento tomó parte decisiva, inverosímil y heroica, para sentarse en ese sillón -señalándole el de mi mesa desde el sofá donde sentados hablábamos los dos-. Yo me marcho, lo que nada significa ni plante a ningún problema, y usted con sus ideas, con su equipo y con el principia de autoridad, se instala aquí." Entonces se levantó y se marchó refunfuñando. Era esto al fin de la mañana y poco tiempo después me trasladaba, para almorzar, a la Quinta de los condes de Muguiro, donde, como ya digo en algún otro lugar, había instalado Franco su Cuartel General y donde él, con su familia, y yo, con la mía, vivíamos juntos. Le conté lo ocurrido y le propuse a él lo que dos horas antes había propuesto al propio Queipo. Franco apenas me dejó terminar y me dijo: "Eso de ninguna manera." Yo insistí haciéndole notar que la forma de sujetar al General era implicarle directa y personalmente en las tareas y responsabilidades del Gobierno, y que si no quería llevarlo a mi Ministerio, le nombrara, par ejemplo, Ministro de Agricultura donde tal vez se pudiera hacer una obra social de interés para la que don Gonzalo se mostraba muy inclinado. Ante esta comprometida situación, Franco le llamó al hotel donde Queipo se alojaba y lo recibió poco después exponiéndole sus puntas de vista y ofreciéndole con insistencia el Ministerio de Agricultura que el General rechazó. Desde entonces se produjo entre nosotros un ambiente de enemistad fomentado por sus amigos. Allí empezó el descontento del General Jefe del Ejercito del Sur, aunque ya con anterioridad le había disgustado la orden de suspensión de sus famosas charlas que, a decir verdad, eran arma de dos filos. Sin duda en un momento fueron útiles, porque animaban mucho a la gente en la zona nacional y sobre todo a los que esperaban en la republicana. En cambia en el exterior y en los medias intelectuales su efecto era contraproducente. Citare el caso del Ingles Gerald Brenan, autor como es sabido de un libro muy interesante sobre España, quien ahora, viejo y ya de vuelta, habla de toda con independencia y serenidad, y nos cuenta que fue Queipo de Llano quien le impulsó a volcarse completamente del lado de los republicanos y hacer propaganda para ellos. Guardo del general Queipo de Llano, sin ningún rencor, recuerdos peores. La enemistad de Queipo conmigo nacida en el episodio que acabo de relatar, cuando ya parecía cosa pasada, se manifestó de nuevo virulentamente mucho tiempo después; algunos meses más tarde de la publicación de mi libro Entre Hendaya y Gibraltar, estando yo alejado del poder. En ese libro yo no hacia la historia del Alzamiento, no me detenía en el recuerdo de los hechos de mayor valor militar durante la guerra; partía de una síntesis de aquellos para formular un planteamiento político. Por eso en relación con la intervención del General me limitaba a decir "el golpe audaz de Queipo de Llano en Sevilla”... y, aunque en esa frase estén implícitos todos los aetas de valor y de ingenio por el realizados, es indudable –y desde su estado de ánimo y punta de vista ahora lo comprendo- que a él debió parecer que despachaba su acción sin darle la importancia que merecía y me escribió una carta insultante que yo conteste en tono firme pero mesurado. Replicó en el mismo tono -o peor- que había empleado en su carta primera y cuando yo terminaba de escribir mi "duplica", tuve noticia de su grave enfermedad, por lo que de ninguna manera quise que, en tan penosa circunstancia, llegara mi carta ni a él ni a su familia; pero tampoco quería dejar sin respuesta de alguna manera la suya, y para su debida constancia la deposite en la notaria de don Luis Sierra Bermejo en cuyo protocolo se conserva el acta de protocolización y en mi poder copia autenticada. Las dos cartas de Queipo, y seguramente la primera de las mías estarán, con toda probabilidad, en manos de quien posea el archivo del ex ministro Natalio Rivas, pues tengo entendido que Queipo se las entregó. Para que esta pequeña y deplorable historia no quede incompleta ofrezco yo el acta de protocolización de la mía, aunque creo que el mejor destino de las cuatro cartas seria quemarlas, cuando hoy más que nunca pienso que ojala no hubiera ocurrido nada de aquello y comprendo mejor algunas de las razones -del General para su enfado en las circunstancias de entonces, y tal vez si el viviera comprendería ahora, sin rencor, algunas de las mías. La laureada de Queipo Al iniciarse el Alzamiento, según Franco me contó cuando llegue a Salamanca, los jefes y oficiales del Ejército tomaron la decisión plausible de que no hubiera ascensos ni recompensas por hechos de armas, pues entendían que una guerra entre hermanos no lo permitía. Pero pronto, ya fuera porque el apetito pudiera más que la abnegación o tal vez por exigencias técnicas (creo sinceramente que más bien por estas) se cambió de criterio y de sistema y se hicieron carreras fulgurantes. Queipo de Llano herido en su amor propio empezó a despotricar contra todo porque habiéndose concedido otras laureadas, a él se le negaba cuando tenía tantos y mas meritos que el primero. En carta que escribió a Franco le dijo: "Yo no me la otorgue cuando siendo Jefe autónomo del Ejercito del Sur podía hacerlo. No sé si todos habrán hecho lo mismo que yo." El tiro era directo. Franco dudaba, pues si de una parte no podía desconocer -y no lo desconocía- el valor decisivo de la acción de Queipo de Llano en la comprometidísima situación del 18 de julio en Sevilla -cuando él no había llegado todavía a Marruecos-, de otra parte pesaban sobre su ánimo una serie de circunstancias por las que no consideraba conveniente su concesión. Varela -dos veces laureado- apoyaba enérgicamente esta actitud de no concederla, aunque fue el mismo quien se la impuso a Franco en el desfile de la Victoria en abril de 1939. Yo, en la peor relación con Queipo como he contado, fui siempre partidario de que se le otorgara, porque ello me parecía justísimo, y de añadidura era políticamente necesario. El tema se trató en varias ocasiones y quedó siempre sobre el tapete sin resolver. Por fin en uno de los Consejos de Ministros celebrados en El Pardo, siendo Varela Ministro del Ejército, se volvió a plantear el problema y allí, contra la de este, mantuve yo con firmeza mi postura de siempre y creí que el asunto quedaba prácticamente decidido de un modo positivo. Pero todavía Varela me hizo una seña para que me levantara de mi sillón, como él lo hacia también, y alejándonos unos metros de la mesa del Consejo nos acercamos al balcón para hablar separadamente de los demás, argumentándome con artículos de la Ordenanza que yo no conocía y le dije que no me interesaba ese planteamiento "cosas de abogados", había dicho él, con displicencia, en ocasiones anteriores, cuando en los Consejos se producía alguna discusión jurídical, pues por encima de ese legalismo, en la conciencia de todos –y en la mía-, estaba que por su singularísima hazaña de Sevilla la tenia bien ganada. Ante mi firmeza quiso emplear Varela, como decisivo, este argumento: "¿-Pero no comprende usted que si viene una guerra exterior siendo Queipo más antiguo que el Generalísimo y además laureado le correspondería a él, y no al Generalísimo, el mando del Ejercito?" Debo decir que el argumento no me causó la menor impresión. Por dos veces nos llegaron rumores, que no podían dejar de atenderse. Según unos Queipo pensaba presentarse en Barcelona y sublevarse; Varela lo tomaba muy en serio y se ofrecía para trasladarse allí y enfrentarse con él. Otra vez se hablaba de que la sublevación sería con el Ejército del Sur y para allá salió Saliquet. Al fin, la laureada le fue concedida. Este hecho, junto a la edad, a la declinación de su salud, al desmoronamiento de sus resistencias, aquietaron al General, que fue un día como Virrey de Andalucía, y se retiró a un cortijo donde murió rodeado de su familia y amigos en olor de popularidad. Cabanellas Con su barba blanca, generosa y flotante, su mirada curiosa, encontré por primera vez al general Cabanellas en su despacho de la Capitanía General de Zaragoza un día del año 1936. Cabanellas se había opuesto al general Primo de Rivera durante la Dictadura y creo recordar que fue sancionado. Prestó a la Republica su incondicional adhesión y como republicano ocupó un escaño en el Parlamento aunque tuvo muy poca intervención en él. Más tarde se le nombró Jefe de la V Región Militar. Yo era Diputado a Cortes por la capital de Aragón durante la estancia del General en ella, y sin embargo no pisaba Capitanía. Porque aparte de su republicanismo -ya entonces se convertía en enemistad la discrepancia tenia de él, a través de Franco, la peor impresión. Pero llegó un momento en el que no tuve más remedio que acudir allí. Ser elegido Diputado a Cortes comportaba una pesada servidumbre a favor de los electores, pues una persona -la más sencilla- que hubiera introducido una papeleta en la urna de un colegio electoral con voto favorable al elegido, se consideraba con un derecho casi absoluto sobre el pobre Diputado. En ocasiones pretendían cosas difíciles y aun absurdas o imposibles, y al no conseguirlas insistían una y otra vez pensaban que uno no hacía bastante por ellos y, en tono de queja me decían “¡Coñe, don Ramón, que le votemos!” Y como “le votemos”, se consideraban con el derecho a pedir, repito, hasta lo imposible. (Advierto, al llegar a este punto que, en términos muy parecidos, aunque no idénticos, el tema de mis relaciones con el general Cabanellas esta tratado en el capítulo III de este libro. Pero como en aquel no hay algunas de las consideraciones o detalles tratados aquí, lo mantengo, pese a su reiteración, porque, además, por razón de la materia, me parece obligado mantener en ella figura del general Cabanellas que fue el "Presidente de la Junta Nacional de Defensa".) Un día una familia de labradores de uno de los pueblos próximos que votaban con la circunscripción de Zaragoza capital, creo recordar se trataba de la villa de Lecinena, gente muy buena, muy adicta, me plantearon un pequeño problema -importante para ellos- en relación con un hijo que estaba haciendo el servicio militar. Pese a la resistencia que yo tenía para ir a la División no tuve más remedio que acudir allí a plantear la cuestión al General. Me anuncie por teléfono; me dijeron de su parte que podía ir por allí cuando quisiera; y aquel hombre me recibió con la mayor cordialidad acompañada de unas palabras de reproche por no haberme visto antes: "Dichosos ojos, ya era hora de verle por aquí por donde han desfilado todos los diputados de la capital y de la provincia menos usted." Me disculpe con unas palabras más o menos tópicas, me referí a la servidumbre del Diputado "que usted General ya conoce". Se trata -dije- de un soldado, hijo de esta honrada familia, etc., y mientras yo le explicaba puntualizadamente la situación presente del recluta y su aspiración futura -el "rollo" como decía la gente joven- la verdad es que el General no me prestaba la menor atención. Como su barba, flotaba distraída su mirada en actitud que claramente denunciaba que no le interesaba lo más mínimo lo que yo estaba diciendo, y puso término a mi exposición diciéndome: "Bien, traer a usted un papelín, ¿no es eso?" Efectivamente. Saque del bolsillo una pequeña nota, la cogió, pulsó un timbre, apareció un ayudante y entregándole el papel le dijo riendo: "Esto que se haga... porque seguramente podrá hacerse." Era claro que el General tenía interés en charlar conmigo y así lo hizo en términos desenfadados y muy simpáticamente: "Las cosas van muy mal; como usted sabrá, igual y quizá mejor que yo. Esto así no puede seguir. El orden público está cada día peor. Todo es un desastre." Yo naturalmente asentí, abunde en sus manifestaciones, haciendo por mi parte algunas reflexiones más. Entonces él me preguntó: "¿Y mis compañeros? ¿Qué hacen mis compañeros?" "Pues yo no sé, mi General, concretamente a quien se refiere usted." "Hombre -me replicó un poco burlonamente-, a quien me voy a referir, a Mola, a su pariente, a Varela, a Orgaz, a todos con los que usted habla." Yo empecé a preocuparme porque pensé: ¿de qué se trata? ¿este hombre está positivamente interesado en lo que hagan ellos o simplemente (al fin y al cabo era un General de la Republica) trata de sonsacarme y poder informar a la superioridad? Debo decir sin embargo que mi impresión no era esta. El General estaba en una actitud campechana que me parecía clara y sincera. De todas maneras, era la primera vez que yo hablaba con él y en lo que se refería "a sus compañeros" debía hacerlo con precaución. "Pues no lo sé bien, mi General, ahora los veo poco, coincidimos menos." Con aire de no creerme nada me dijo en tono irónico: "Demasiada reserva, demasiada cautela para un hombre tan joven." "Creo que me puede hablar -añadió- con la misma libertad con que yo lo estoy haciendo. Y por de pronto quiero que los vea y les diga 'que yo con ellos'." "Pues muy bien, mi General, así lo haré", le dije todavía con cierta preocupación. Para despedirme salió conmigo de su despacho y me acompañó hasta la puerta de acceso al edificio y allí, después de mirar a derecha e izquierda -unos pasos atrás estaba el Ayudante- me repitió: "Ya lo sabe; Emilio me quiere, Franquito no." Al llegar a Madrid en un café o bar "Acuarium" situado en la calle de Alcalá y donde algunas veces nos reunimos Franco, Mola, Orgaz, Varela, un Teniente Coronel de la Legión que creo se llamaba Valcárcel y otro Comandante delgadito, simpático, cuyo apellido no recuerdo ahora -tal vez Bañares-, les comunique mi conversación con Cabanellas y el encargo que me diera. Franco lo acogió con toda reserva, le llamó "masonazo" y dijo que no había que fiarse, a lo que Mola, rápidamente, con afectuosa vehemencia, replicó: "Que no, que no, mi General, que don Pancho (me parece que le llamó así en tono afectuoso) es buena persona y sobre todo que Lo necesitamos." Poco tiempo después de llegar Mola a Pamplona estableció con él la comunicación a través de su confidente Félix Maíz (como este cuenta en su libro) y de los capitanes Vicario, ¿Lastra? –no sé si otro más-, y se celebró la reunión en el lugar y fecha indicados en ese mismo libro. Ya en marcha la sublevación, Mola creó en Burgos la Junta de Defensa Nacional y nombró Presidente al general Cabanellas; yo estaba por aquellas fechas preso en la Cárcel Modelo de Madrid. El 1 de octubre de ese año, nombrado Franco Generalísimo de los Ejércitos y Jefe del Gobierno del Estado, Cabanellas pasa a desempeñar un cargo, prácticamente sin función, que se titula Inspector del Ejercito. En realidad queda apartado de todo. Franco no le hace ningún caso, incluso se resiste a recibirlo, muchas veces, cuando pide audiencia. Llega en alguna ocasión al Cuartel General del Generalísimo y tiene que marcharse sin haber podido hablar con él. En una de estas ocasiones me encontraba yo en el despacho de Ayudantes (todavía no había Gobierno), que era además como antesala del de Franco, llegó Cabanellas, me abrazó, se sentó junto a mí, char1ó de todo, y recordó nuestras conversaciones en Zaragoza. Pasaba el tiempo, las dos, las dos y media, las tres, hora de almorzar cumplida, miró el reloj, movió la cabeza y me dijo: "Otra vez que me voy de aquí sin que me reciba, pero oiga, amigo Serrano, ¿por qué me tiene limoge ese hombre? bueno yo ya lo sé, porque dice que he sido masón, lo que es muy cierto, pero eso ya lo sabían cuando contaron con mi colaboración y si sobre ello tiene alguna duda, para asegurarse no tiene más que preguntarlo a persona próxima, ya que juntos asistimos a las mismas reuniones -'tenidas'- en la misma Logia." Diré sinceramente que aquel espectáculo me resultaba penoso y el General que era rápido y listo me recordó que cuando me rogó que transmitiera su ofrecimiento a sus compañeros, para sublevarse con ellos, ya me había dicho "Franquito no me quiere". El general Goded La moral del éxito tan entronizada y excluyente -sin discriminación- en nuestro tiempo, para la que el triunfador es el bueno, el justa y hasta el sabio, y el vencido es siempre culpable y torpe, pervierte el juicio, con desprecio de una recta estimativa, resultando muchas veces inmoral. Y así, una acción que no haya exigido poner en juego grandes virtudes, ni esfuerzos, sacrificios, o riesgos extraordinarios, con tal que haya tenido un resultado afortunado se estima y se valora en mucho más que otra acción, intrínsecamente valiosa y abnegada, que, por obra del azar, haya terminado en desventura. Porque ello es injusto, escribo estas páginas en relación con el patético episodio del que fue protagonista el general Goded en Barcelona. Personalmente só1o en dos ocasiones salude y cambie unas palabras con el general Goded. La primera, y de un modo imprevisto, se presentó en el gran rellano que, subida una escalinata, da acceso al Ministerio de la Guerra. La segunda tuvo lugar en La Coruña, siendo yo Diputado a Cortes, invitado por Gil Robles, Ministro de la Guerra, que fue con Goded y con Franco a inspeccionar unas baterías de artillería de costa, creo recordar que recién instaladas. En esta ocasión pude comprobar la ninguna simpatía que se profesaban los dos generales. En aquella visita y con relación a los cañones -a sus características y valor ofensivo- hizo Goded algunas manifestaciones, en tono y actitud de superioridad en orden a sus conocimientos, hablando del terna con soltura. Franco daba la impresión de incomodidad. (Creo que ya Gil Robles le había nombrado a el Jefe del Estado Mayor Central, cargo que Goded desempeñara antes, y entonces era sólo uno de los inspectores del Ejército.) El general Goded, sin duda un hombre inteligente y culto -pronto hablando con el se advertia asi-, creo que tenia competencia y buena formación en el orden militar. Por de pronto escribió el libro Marruecos, las etapas de pacificación, que es uno de los pocos trabajos interesantes que sobre el tema se habian publicado. Me contaba Manuel Aznar que una vez que fueron a visitarle -antes de la guerra- tenia sobre su mesa de trabajo un libro de León Duguit, profesor de Derecho Político, o Constitucional, en una Universidad francesa, que tenía entonces mucha moda entre los estudiosos y que todos conocíamos y manejábamos en nuestra juventud. Era un hombre más bien pequeño de estatura, de mirada penetrante, ojos algo oblicuos como los de un oriental, con cara de joven pese a su color un poco apergaminado; parecía enérgico, con ademanes desenvueltos y fácil palabra. Tengo la impresión de que, muy consciente de su valía, era orgulloso y tenia ambición. Era también un hombre inquieto y decidido. Políticamente liberal, llegó a ingresar, formalmente, en el partido reformista que don Melquiades Álvarez acaudillaba y se le tenía como presunto Ministro de la Guerra en el Gobierno que éste pudiera formar. Había conspirado contra la Dictadura del general Primo de Rivera; y luego, cuando tuvo lugar la sublevación de la guarnición de Jaca, pidió el indulto del capitán Galán condenado a muerte. Pronto, sin embargo, ante el sesgo que tomó la II Republica, el general Goded -como una parte importante del Ejercito- se sintió incompatible con ella; por razones ideológicas y de sentimiento y no ciertamente por insatisfacci6n personal o profesional pues cuando aquello ocurría ostentaba nada menos que el envidiado puesto de Jefe del Estado Mayor Central del Ejercito. Las reformas militares proyectadas por Azaña -Ministro entonces de la Guerrase consideraban como acertadas por algunos jefes y oficiales competentes; sin embargo aquel, con su carácter destemplado y su enrevesamiento, trituraba el Ejército ajuicio de estos. A la vez se producían por parte del Gobierno y partidos políticos, socialistas y de izquierda, persecuciones y atropellos especialmente con la Iglesia católica. El malestar en el país era general, y así empezaron las primeras conspiraciones de paisanos y militares. Por aquellos días, con motivo de unos ejercicios, se reunieron en el Campamento de Carabanchel los Cuerpos de la Guarnición y los cadetes de las Academias militares; al terminar hubo un banquete y a los postres se levantó el general Goded y hab1ó de España y de las virtudes militares terminando su discurso con el grito de "¡Viva España y nada más!", acogido con gran entusiasmo por muchos, mientras que el teniente coronel Mangada (luego General del Ejercito republicano durante la guerra civil) replicaba con un ¡viva la Republica! y, al ser insultado por Goded, arrojó Mangada su guerrera a la tropa incitándola a que se rebelara contra los jefes, siendo detenido y conducido a la prisión. Pero también fueron relevados de sus mandos el general Goded y otros dos generales más que se habían solidarizado con el aunque sin querer aprovechar el momento, como Goded les pedía, para dar paso a la acción. Allí empezó, en cierto modo, la conspiración para el 10 de agosto -ano 1932-, poniéndose al habla con Sanjurjo. Fracasada la intentona del 10 de agosto, Goded estuvo preso varios meses y luego desterrado a Canarias. Cuando se supo que Alcalá Zamora estaba dispuesto a no dar el poder al jefe de la "CEDA", pese a ser esa la minoría parlamentaria más numerosa y que, por el contrario, estaba decidido a disolver las Cortes, Goded intentó organizar un golpe de Estado. (Aquel fue el momento propicio como en otro lugar de este libro se explica.) Convocadas nuevas elecciones y celebradas en un ambiente de gran violencia, perdieron las derechas. Nombrado Portela Valladares Jefe del Gobierno, se dirigió Goded personalmente a este pidiéndole la neutralidad del Ministerio de la Gobernación ante la sublevación militar. Franco la había pedido también. Portela, viejo y comprometido, se asustó y abrió paso a la formación del segundo Gobierno Azaña, como he explicado en uno de los primeros capítulos de este libro. Con tantas idas y venidas, las guarniciones mejor dispuestas se desmoralizaron y con ello -febrero de 1936, ya en la calle la Revolución- la situación se agravaba por días. En los cantones de Madrid las fuerzas armadas seguían bien dispuestas, pero en la guarnición de la capital se pensaba que no había ni un Regimiento seguro. Sólo en el Cuartel de la Montana se creía contar con un grupo de oficiales de cierta confianza y allí se presentó el general Goded proponiendo la sublevación. Los coroneles se negaron. En medio de aquella tensión el Gobierno consideró más prudente que detenerlo de nuevo, alejarle de la península nombrándole Comandante General de Baleares. Destinado Mola por aquel tiempo al Gobierno Militar de Pamplona, donde dirigió la conspiración, comunicó con él. Con realismo, y con su gran visión de conspirador, Mola, conocedor como ninguno de la disposici6ón de las guarniciones, le propuso que, llegado el momento, se dirigiera a Valencia para tomar el mando de aquella Región Militar, pero Goded le expuso sus preferencias por Barcelona. El "Director" -Mola- aceptó, con poco convencimiento, la decisión de Goded, superior a él en la jerarquía militar. Así las cosas, a raíz del asesinato de Calvo Sotelo se estrechó más la vigilancia del general Goded en Palma de Mallorca y se quería proceder rápidamente contra él, quien, en cambio, estaba dispuesto a conservar su mando al precio que fuera ante la inminencia del Alzamiento militar que Mola dirigía, para cuya iniciación faltaban sólo horas o contados días. (Y efectivamente en la tarde del 16 de julio -1936- llegaba un telegrama con este texto: "El pasado día 15 (Mola era así de astuto) Elena dio a luz un niño a las cuatro de la madrugada." Según lo ya convenido sumando las cifras del día -15- y de la hora -4- resultaba fijado el día 19 para el Alzamiento en el Archipiélago Balear.) Dos días antes el Gobernador del Archipiélago había tanteado a los jefes de la Guardia Civil y de Asalto para ver qué posibilidades tenia de detener al General, a quien ya había manifestado con anterioridad -en el tono considerado que siempre se guardaron en su comunicación los dos- la desconfianza y el recelo que el General inspiraba al Gobierno de Madrid; Goded protestó. (El Gobernador de Palma, sólo desde dos semanas antes, era Antonio Espina, uno de los escritores más distinguidos de aquella época, colaborador asiduo de la Revista de Occidente y de El Sol. Yo le conocí y le traté cuando definitivamente se reintegró a la vida de Madrid hacia el año 50, si no me equivoco. Era, además, un hombre simpático, con el natural escepticismo que la vida acumuló sobre él. Siempre tuvo conmigo una actitud afable.) No recuerdo exactamente si fue en el día 17, o en el 18 -lo supe por testimonio de un inteligente General del Cuerpo de Ingenieros, recientemente fallecido, José de Corral, entonces Teniente en Palma-, cuando el Gobernador civil le llamó por teléfono a Goded proponiéndole que fuera a su despacho para celebrar allí una reunión con las demás autoridades. Goded vaciló un momento, pero pensó que con esa Hamada tal vez se tratara de deducir consecuencias que confirmaran las sospechas de Madrid si se negaba a acudir, por lo que contestó que no tenía inconveniente y pronto salía para allí. Claro que, pensando también en la posibilidad de una encerrona para detenerle, tomó sus medidas y llamando a un Teniente Coronel de su mayor confianza le ordenó que si pasada una hora él seguía en el Gobierno lo tomaran a tiros; lo que no fue preciso porque regresó a la Comandancia antes de que ese tiempo transcurriera. El día 19 muy temprano, después de declarar el estado de guerra en todo el Archipiélago Balear, de dominar la situación tras de algún tiroteo, y del emplazamiento de dos piezas de artillería ante la Casa del Pueblo, ordenó al General Gobernador militar de Mahón que se hiciera cargo del mando en Palma y nombró las nuevas autoridades. Ya dispuestas por él todas las cosas allí, y a pesar de las inquietantes noticias que las radios transmitían sobre la sublevación en Barcelona diciendo que el Ejercito, que se había echado a la calle, estaba siendo batido por el pueblo y las fuerzas adictas al poder constituido, el General subió a uno de los hidros que acababan de llegar al puerto desde la Base de Mahón y se despidió de todos, jefes y oficiales, con estas palabras: "Pase lo que pase aquí nadie se rinda." Escoltado por otros tres hidros, que ocuparon su Ayudante, un Capitán aviador y un hijo suyo, abogado -no militar-, inició el vuelo hacia Barcelona para tomar el mando de la sublevación en Cataluña. Estaba previsto para el vuelo un hidroavión más -que había de conducir al entonces Teniente, el antes citado José de Corral- pero no pudo despegar por avería. (Se trataba de unos Savoia descubiertos que tardaban casi dos horas en cubrir la distancia entre Palma y Barcelona.) La batalla de Barcelona Cuando el general Goded volaba hacia Barcelona tenía lugar ya en esta capital una verdadera batalla; la situación lejos de estar dominada era muy difícil y durante el vuelo supieron los que quedaban en Palma que se trataba de una situación desesperada, perdida. Al saberlo así, los jefes y oficiales que allí quedaron, entre ellos el citado Teniente de Ingenieros, que por avería de su aparato no pudo salir, comunicaban con el piloto del hidro ocupado por el general Goded diciéndole que, aun engañando al General, si era preciso, lo llevaran a Valencia y no a Barcelona; pero el General insistió en cumplir su compromiso, y llegó al puerto de Barcelona. Antes de amarar dan dos vueltas, volando bajo, sobre la ciudad y ven cómo en los edificios oficiales ondea la bandera catalana, y barricadas y gente armada por las calles. La impresión no puede ser más pesimista; le va a resultar difícil o imposible enmendar la situación, pero él no puede abandonar a los que le esperan y en él confían. No es improbable que ante aquel panorama otro hubiera desistido, regresando al punto de partida. Yo así lo creo, y eso incluso pensando que el desistimiento no se hiciera por cobardía sino por cabeza; y como esta no es, ciertamente, lo que faltaba al general Goded, resulta claro que le sobraron temple, pundonor y espíritu de sacrificio. Cuando todos pensaban en abandonar el intento, Goded da la orden de bajada y su hidroavión picó rápidamente hacia el agua y en seguida, sin apenas protección, toma una gasolinera, llega al muelle y desde allí, por el Paseo de Co1ón, entre fuerte tiroteo, se dirige en un coche al edificio de la Capitanía General, donde nada más llegar -es el mediodía, las 12.30- detiene al General republicano Llano de la Encomienda quien se derrumbó con un ataque de nervios. (Es incomprensible que no hubiera sido detenido antes por el general Burriel, jefe de la sublevación mientras no llegara Goded.) Estudia sobre planos las informaciones que recibe de los oficiales adictos, y se hace cargo de la extrema gravedad de la situación. Los sublevados antes de su llegada no han tenido una dirección coordinada. Ni siquiera se ocuparon de apoderarse de Radio Barcelona y la Telefónica, desde donde se cortaron las comunicaciones con los cuarteles. Se fueron sublevando escalonadamente, el Ejército perdió la iniciativa y dio tiempo al Gobierno para preparar su defensa. Ante tal estado de cosas el general Goded piensa que el objetivo inmediato para intentar superarlo era tomar la Consejería de Gobernación de la Generalidad, donde se había organizado la contraofensiva catalana-republicana, y para esto carecía absolutamente de la mínima fuerza militar indispensable. El general Aranguren con la Guardia Civil hacia frente a la sublevación; lo mismo las fuerzas de Asalto; y fuertes contingentes armados de la "FAI" y la "CNT" hostilizaban a los tiradores y servidores de los cañones, sin tener estos la debida protección, hasta cercarlos. (En los días 18 y 19 de julio, en los que el Alzamiento militar tuvo lugar en la península, hubo en muchas ciudades tiros y muertos, pero una verdadera batalla sólo se libró en Barcelona, batalla muy bien contada por Luis Romero en su libro Tres días de julio.) Sin perder la serenidad Goded, a las 2 de la tarde, comunicó a Palma, creo que por radio Montjuich -modesto y único medio de comunicaci6n disponible- un telegrama que decía: "Envíen urgentemente refuerzos convenidos." Eran estos, según poco antes de su muerte me había informado el general José de Corral, un Batallón de Ametralladoras y una Batería del 15, que según ya se consideró en una previsión probable antes de salir, se transportarían en las motonaves Mallorca, Jaime I y Jaime II. El plan de Goded era aguantar, mantenerse durante toda la noche en Capitanía, y hacer así una cabeza de puente hasta que alas 5 ó las 6 de la mañana desembarcaran en Barcelona esos refuerzos de la guarnición de Baleares. Pero hasta que rayara el día había que resistir. Para ello pidió al Teniente Coronel de un Regimiento de Infantería que se dirigiera al Cuartel del Regimiento Ligero de Artillería y protegiera el traslado de una Batería que necesitaba concentrar en Capitanía para lograr el objetivo que intentaba. El Teniente Coronel respondió satisfactoriamente, pero no así el mando del de Artillería. Goded no se entrega: pide refuerzos a Zaragoza, ordena que los hidroaviones bombardeen la Generalidad y vuelen sobre Gerona dando instrucciones suyas a aquella Guarnición, pero la Aeronáutica Naval se niega. El General esta solo con su hijo, con su Ayudante, con el valiente Lizcano de la Rosa y otros también valientes capitanes que le acompañan y que, con una ametralladora desde las ventanas de Capitanía, hostilizan a los tiradores de los cañones enemigos. Sera difícil mantenerse mucho tiempo así. Los principales cuarteles y focos de resistencia se están rindiendo. Entretanto, en otro piso del edificio de Capitanía, un Teniente Coronel de Estado Mayor llamado San Félix aconseja a Burriel la rendición, y este la comunica al General de la Guardia Civil que luchaba contra ellos. Cuando estos, a su vez, hacen saber a Goded que han rendido por su cuenta la División al enemigo, el General intenta, primero, hacerles volver de su acuerdo, luego les insulta y trata de suicidarse, lo que impiden los contados leales que le quedan. A las seis y media de la tarde entran en avalancha los rojos en la División matando a unos, golpeando a culatazos a otros, y haciendo prisioneros a todos. El General, prisionero, fue conducido a la Generalidad donde Companys le pidió que hablase por radio para evitar más derramamiento de sangre, ya que la sublevación en Barcelona estaba dominada. Se sabe que Goded se negó, pero mientras Companys insistía y él se negaba -según manifestó a su hijo en la última conversación que tuvieron momentos antes de ser fusilado- pensó de pronto en que faltaban pocas horas para que, según lo que había ordenado a Mallorca, salieran rumbo a Barcelona los refuerzos que podían serle especialmente valiosos si Capitanía aguantaba toda la noche, como el se había propuesto, hasta la llegada de aquellos. En cambio, después de lo ocurrido, serian diezmado~ si llegaban y, aparte de su sacrificio generoso pero estéril, no se conseguiría otra cosa que debilitar la guarnición de Baleares ante cualquier peligro o ataque que pudiera presentarse. Así lo creyeron y pensaron también todos los hombres de honor que estuvieron a sus órdenes. Ante esta consideración Goded pronunció muy breves y medidas palabras diciendo que "la suerte le había sido adversa, que había caído prisionero y por lo tanto desligaba del compromiso con él a quienes le seguían"; nótese bien, les desligaba sólo del compromiso con él. Luego, desde la Generalidad fue trasladado al Uruguay -barco prisión- y allí lo tuvieron encerrado, solo y sin luz, durante dieciocho días. En la madrugada del 10 de agosto llaman los carceleros al hijo de Goded para que vea a su padre, pues se acerca la hora de ejecutar la sentencia de muerte. Al saber por su hijo que sus compañeros de armas avanzan sobre Madrid el General tiene una alegría. Redacta su testamento con sencillez y le encarga al hijo el cuidado de su mujer y sus otros hijos. Para la ejecución lo trasladan al castillo de Montjuich. Se ha vestido correctamente con su uniforme, se ha afeitado tranquilo, y con estremecedora serenidad, que a todos impresiona, se planta ante el pelotón fumando un pitillo, que arroja al suelo, para gritar ¡viva España! y cae abatido por las balas, en el glacis del Oeste, Santa Elena, de aquella vieja fortaleza. Momentos antes al encontrar allí al general Burriel le apretó fuertemente la mano y se despidió de él animándole. Cuando tomó el hidro en dirección a Barcelona, para hacerse cargo de la Capitanía General y del mando de la IV Región Militar, exigió el general Goded a los jefes militares de su confianza en Palma, que respetaran la vida del Gobernador civil, como efectivamente hicieron estos. Precisamente muchos meses más tarde, fusilado el General y preso en Barcelona el hijo que le había acompañado desde Palma, este fue canjeado por el citado Gobernador, después de infatigables gestiones que hicieron por su cuenta la viuda y la nuera del General. Así pues la buena acción de Goded -rara en la crueldad de las guerras civiles- exigiendo que se respetara la vida del Gobernador le valió para salvar la de su hijo. "Los esfuerzos continuados de dos pobres mujeres, de mi mujer y de mi madre, que son cuanto con mis hijos tengo en este mundo, me salvaron la vida y de nuevo me trajeron a mi tierra de España", escribió en un libro -año 1938 apenas llegar a zona nacional- el abogado Manuel Goded, en el que junto a la emoción por su regreso se transparenta la amargura -que tantos otros experimentaron también- al confrontar lo sonado con lo real. Encuentra reticencias o silencios, mezquindades, en torno a la figura y al sacrificio de su padre que con tanta entereza había pasado por las pruebas más duras. "No falta -escribe- el que le envidió en vida y hoy, que ya muerto no le teme, se atreve con su recuerdo." "y el que hace lo mismo en evitación del castigo que su ineptitud o sus faltas merecieron." El abogado Goded, hijo del General, escribió su libro –año 198- no en justificación de una conducta que estima ejemplar, sino para dar testimonio –en coincidencia con los mejores- de cómo ocurrieron los hechos. La legítima finalidad del libro es recordar a todos el temple de su padre ante tanta adversidad, como sufrió sin rendirse. “Prisionero, ¡no rendido!” Reconocido así su valor, su heroísmo, su sacrificio, el único cargo que a la conducta del General podía hacerse, fue su error de haberse dirigido a Barcelona y no a Valencia donde con gran probabilidad habría triunfado. Pero incluso este error que sus enemigos en el Ejército (que siempre los tuvo por su carácter y su valía, como Manuel Aznar, muy conocedor del tema, me contaba) atribuyeron a su ambición, porque pensaba que quien dominara Barcelona -Cataluña- alcanzaría el mando sobre todos, puede explicarse por una serie de circunstancias cuya exposición alargaría en exceso estas páginas y no es necesaria a los efectos que con ellas me propongo, pues, en todo caso, ni el error ni la ambición, destruirán la dignidad de su conducta. El abogado Goded, el hijo del General conoce la euforia de los triunfadores; con merito en unos casos, inmeritoriamente en otros; y también el olvido de los que sufrieron; por lo que dedica su libro "A los míseros, a los olvidados, a los tristes, a los que nada son, nadie conoce, y nadie quiere. A vosotros a los que jamás se ha dedicado ni un pensamiento". En esa dirección termino yo estas páginas que sólo en interés de la justicia escribo, pues no tuve ocasión de hacer amistad con el General y mis escasas conversaciones con él fueron anecdóticas y superficiales. Ni conocí a ninguna persona de su familia, y hasta dudo si queda alguna con vida, pues de sus dos hijos uno -el abogado- el que le había acompañado en su aventura, falleció ya, y el otro, casi adolescente, empuñó las armas y, Teniente de la Legión, cayó heroicamente combatiendo en Gandesa, a los 17 años, durante la batalla del Ebro. La viuda del General enloqueció y murió. No sé si queda algún descendiente suyo directo o colateral. Así, pues, no escribo estas líneas bus cando la gratitud de nadie, sino porque creo que las merecen en su infortunio la memoria de este soldado, sus virtudes y las de los miembros de su familia, que no siempre fueron tratados generosamente por los que tuvieron fortuna, y alcanzaron gloria, en la misma empresa por la que ellos lo dieron todo, y lo perdieron todo. Otros generales: Jordana, Dávila, Kindelán, Saliquet, Aranda Después de estos "grandes" la más alta significación correspondía entonces a los generales Jordana, Dávila y Saliquet. Jordana no desempeñó en la guerra civil ningún papel militar, pero tuvo participación importante en la Junta Técnica del Estado en Burgos -que presidió- y luego fue el primer Ministro de Asuntos Exteriores del Régimen, cargo al que volvió después de mi cese en él. Era un hombre pequeño, mesurado, de ojos claros y tímidos, prudente y educado. Ni la primera, ni la segunda vez, se le eligió para ese cargo porque representase una ideología determinada o una determinada tendencia internacional, sino porque se le tenía -con razón- por un hombre seguro y, a sus años, desprovisto de ambición. Siempre fue un hombre sobrio. Eran los tiempos en que la codicia no había empezado todavía a corromper el aparato político. Según el testimonio -hecho público muchas veces y con toda despreocupación por el Barón de las Torres que fue Jefe de Protocolo-la consignación de que disponía el Ministerio de Asuntos Exteriores para actos sociales y gastos secretos era devuelta en su mayor parte a la Hacienda al final de cada ejercicio mientras Jordana y yo fuimos titulares de aquella cartera, pero más tarde, aunque la consignación había sido notablemente aumentada, se consumía siempre enteramente antes del año y era necesario habilitar créditos suplementarios. De Dávila hay poco que decir. Era un hombre pequeño, muy laborioso, ejemplo de modestia y honradez, discreto y apagado. Durante unos meses desempeñó el cargo de Presidente de la Junta Técnica en Burgos. Luego fue Jefe del Ejercito del Norte a la muerte de Mola y primer Ministro de Defensa. Tenía yo anterior noticia de él porque cuando la minoría parlamentaria de la "CEDA" fue la más numerosa y en un momento pensamos que conseguiría el poder, yo le pedí a Franco -jefe entonces del Estado Mayor Central- que me diera nombres de militares para posibles gobernadores civiles y me indicó estos tres: Dávila, Doval y Planas de Tovar, Estos dos últimos de características muy distintas a las del primero, dicho sea en honor del General. Hombre de considerable personalidad y carácter fue el general de Aviación Kindelán que parecía un Ingles y era a medias un irlandés alto y rubio. Era el máximo postulante de la restauración monárquica como coronación de la guerra y en ello se mantuvo hasta su muerte. Se atrevía a decirle a Franco cosas poco gratas y a darle consejos. No en vano había sido el uno de los gestores principales del nombramiento de Franco para "Jefe del Gobierno del Estado" en la célebre Junta de 1936. Kindelán se equivocó en sus previsiones monárquicas en relación con Franco, según reconoció más tarde con amargura. Yo no tuve relación con él en la etapa política de Burgos, lo que pronto comprendí que fue un error; cuando le observé de cerca, ya en Madrid, pude darme cuenta de su respetabilidad, integridad y buen juicio, valores esenciales, y no demasiado frecuentes, en el mundo de la acción política. Saliquet, al que Yagüe llamaba el General ruso, con su abultado corpachón y sus enormes bigotes, era un militar a la antigua que acreditó gran valor personal al hacerse con la Capitanía General de Valladolid (VII Región Militar) que la tomó acompañado del General Ponte -hombre muy bravo- y de pocos oficiales más, después de un duelo a pistola con el general republicano Molero y sus ayudantes en el que murió el falangista Estefanía y resultaron heridos el vencido Capitán General, sus dos ayudantes, y alguno de los militares que acompañaban a Saliquet. Se contaba de él, entre militares, que estando ya durante la guerra próximos a Madrid y teniendo el mando de un Sector del Ejercito -"Centro"- intentó por tres o cuatro veces en vano- la toma de una cota en la que el enemigo se había hecho fuerte. Una mañana, sin embargo, vinieron a decirle que el teniente coronel Asensio, Jefe de una columna africana, acababa de expugnar el objetivo. "¿Y cómo lo ha hecho?", preguntó el General. Se lo explicaron así: preparación artillera, una compañía amaga, otra que cubre un flanco, otra que realiza el asalto... y entonces Saliquet exclamó "¡toma!, ¡maniobrando!, ¡así cualquiera!" También se contaba que para dirigir las operaciones usaba un mapa de España ordinario sobre el cual señalaba con sus manazas un espacio grande como una comarca y decía: atacaremos por este punto. Era hombre simpático, honrado, bonachón, nada infatuado, perrunamente fidelísimo al mando. Por esto sin duda este, acabada la guerra, se negó en redondo a escuchar las denuncias que en la Dirección General de Seguridad y en el Ministerio de la Gobernación llovían no contra el General, que era persona intachable, sino contra los negocios que realizaban gentes de su entourage. El subsecretario de Gobernación Lorente Sanz y el director general de Seguridad Mayalde me transmitían información sobre actos que tan poca semejanza guardaban con los enormes sacrificios de la guerra, y yo así se lo comunicaba y argumentaba a Franco que me escuchó con preocupación la primera vez pero como insistiera días después sobre el mismo asunto, enojadísimo exclamó: "Ya estoy harto de estas cosas del Subsecretario y del Director General. A mí que me dejen en paz." Yo entonces le manifesté que no se si se había dado cuenta cabal de lo que acababa de decir, ya que eso no era posible; que podíamos aspirar a la consideración y al respeto, pero de ninguna manera a la paz cuando tan grandes responsabilidades pesaban sobre nosotros, mucho mayores las suyas que las mías; esa era la grandeza y la servidumbre del poder. Hombres de personalidad interesante y de nervio militar templado fueron Moscardó, héroe del Alcázar, Aranda, Bautista Sánchez, Yagüe, Muñoz Grandes, Asensio, Barrón, García Valiño, Bartomeu, García Escámez, Sagardia, Castejón, Rodrigo, Ríos Capapé, Urrutia y algunos más. Yo no hago aquí un estudio de la guerra ni de sus principales figuras, sólo de aquellos generales con los que tuve especial relación y ocuparon mandos importantes: Solchaga, militar puro que nunca quiso aprovechar su prestigio y su nombre para lucrarse en empresas y negocios, con carrera muy brillante iniciada en Marruecos donde consiguió ascensos por meritos de guerra. Con la Republica mandó como Coronel el Regimiento de América de Pamplona y quedó al mando de la plaza cuando Mola se instaló en Burgos. Estuvo luego al frente de las Columnas navarras y tuvo intervención muy importante en el planteamiento de la campana del Norte. Martin Alonso, que fue a socorrer Oviedo en los días del cerco de la ciudad y más tarde se le nombró Ministro del Ejército. Camilo Alonso Vega que después de sus mandos militares tuvo alguna intervención en la vida económica y fue Ministro de la Gobernación. Exigencias de orden técnico militar obligaron a habilitar de comandantes a los capitanes, de tenientes coroneles a los comandantes y así sucesivamente hasta Generalato, situándolos a todos ellos de esta manera al mando de Divisiones y Cuerpos de Ejército. A los generales Bautista Sánchez, Castejón, Barrón -muy distinguidos militarmente- y a otros jefes que no salieron nunca de la esfera militar los trate poco; no así a Aranda, a Yagüe, a Muñoz Grandes, Varela, García Valiño, Moscardó y Ríos Capapé. Aranda era un hombre que de no ser militar hubiera podido parecer un intelectual y también un eclesiástico. Era grueso, de cara redonda, con gafas y ninguna preocupación por la apariencia marcial. Mi impresión es que se trataba de la cabeza mejor organizada del Ejército y no exento de capacidades políticas, aunque inestable y tal vez sobrado de ambición. Fue un gran organizador y su apreciación de las situaciones era siempre certera. Había sido masón y hombre de confianza de la República. El mismo día 18 de julio todavía era considerado por el Gobierno republicano como uno de los jefes más seguros; con él y con los mineros pensaban en Madrid que en Asturias no habría problema. Sin embargo con la mayor reserva él tenía su plan para sublevarse. Un tren con mineros y una columna de camiones salió aquel día para enfrentarse en Valladolid con los militares sublevados, primero, y luego seguirían hasta Madrid para engrosar la resistencia. De esta manera alejaba de Oviedo -donde la guarnición estaba en cuadro por los permisos veraniegos- a los que habían de significar la mayor resistencia para la sublevación militar y dio orden de concentración a la Guardia Civil. Al amanecer el 19 de julio, Mola le llama desde Pamplona diciendo al coronel Aranda que a las siete de la mañana piensa sublevarse. Aranda se compromete a secundarle, pero guarda la mayor reserva; asiste a las ocho a una reunión en el Gobierno Civil con los jefes de los partidos de izquierda y les tranquiliza diciendo que en Oviedo no pasara nada porque él tiene medios para mantener el orden. A continuación orden a que todas las Compañías de la Guardia Civil queden concentradas en Oviedo esa misma tarde, aunque para facilitar sus desplazamientos tengan que levantar el puno. Estando nuevamente reunido el coronel Aranda en el Gobierno Civil con el Gobernador y los jefes socialistas y republicanos le llevan allí un telegrama del Ministro de la Guerra para que entregue las armas. Aranda comprende que está prisionero en el Gobierno Civil y con gran aplomo dice a los allí reunidos que el asunto es tan grave que, sin su orden personal, los jefes de cuerpo no entregaran las armas. Para dar personalmente la orden sale del Gobierno -recobra la libertad- y vuelve a su despacho de la Comandancia donde ha reunido a todos los jefes de Cuerpo y al de la Guardia Civil. Con serenidad, que a todos impresiona, les lee el telegrama y dice: "Esta orden no voy a cumplirla y desde este momento me sublevo contra el Gobierno de Madrid." Todos los jefes reunidos acatan su decisión y Aranda escribe sobre el mismo telegrama del Ministro "No cumplo la orden por ser contrario al honor militar y al interés de España", y lo entrega a su jefe de Estado Mayor para que de curso a este telegrama suyo. El comandante Caballero se apodera del Gobierno civil. Aranda ha sabido ahuyentar al enemigo y apoderarse de la ciudad. Su inteligencia muy clara y su temple extraordinario funcionaron en perfecto sincronismo. Su actuación en Asturias, su decisión a favor de la causa militar, fue tan importante para la economía de la guerra que no había manera de ponerle peros. A pesar de esto nunca tuvo la confianza de la mayor parte de sus compañeros: no alcanzó mandos políticos, aunque si destinos militares importantes, y siempre fue, aunque de manera cautelosa, un poco conspirador. Durante la segunda guerra mundial cultivó las relaciones con los alemanes, aunque sin olvidar por completo algunos contactos con los aliados. Según testimonio que me merece confianza, Franco conservaba pruebas fehacientes de aquella relación. Así es que cuando, al término de la guerra, Aranda pasó decididamente a la conspiración pro-democrática en unión con monárquicos liberales y antiguos cenetistas, Franco pudo emplear contra él una severidad sin truculencia, que es lo que mientras mantiene su frialdad prefiere; esto es, cuando no le ciega el odio o cuando las circunstancias hacen peligrosa otra conducta. Lo mandó a la reserva y al confinamiento mientras metía en las cárceles a sus cómplices más vulnerables. Con más autoridad en el Ejercito, y menos temor al valor de las pruebas que Franco pudiera tener contra él, Aranda hubiera estado en condiciones para dirigir el "desmontaje" del Régimen a favor de las nuevas circunstancias pues intelectualmente ningún militar estaba mejor dotado que él y así lo creyeron muchas personas, políticos, escritores, e incluso algunas gentes de la sociedad elegante, muy aficionadas a entremetimientos oportunistas en la política, repetían: Aranda, Aranda, Aranda. Sin embargo Franco consiguió sumirlo en el seno de las tinieblas. Yagüe Yagüe era un tipo muy distinto: corpulento, alto, con melena aleonada y mirada de animal de presa -un animal de presa miope-; era un hombre inteligente pero conducido y a veces obnubilado- por su temperamento. Rebelde y jaque, sufría sin embargo unas depresiones cíclicas -quizá debidas a un trauma físico mal compensado- que quitaban continuidad, firmeza y coherencia a sus actitudes. Pronto fue uno de los jefes más populares de la guerra. Si por una parte se le reprochaba haber autorizado la terrible represión en Badajoz, donde las banderas de la Legión sufrieron pérdidas enormes al expugnar la plaza con Castejón al frente, por otra parte se ponderaba su interés por el pueblo, su "izquierdismo social" para decirlo de algún modo, quedaba testimonio de un espíritu generoso. Tales contrastes de su psicología –violencia y generosidad- lo convertían en una especie de guerrero medieval en cuya figura, como me decía un día Dionisio Ridruejo, sólo resultaba contradictorio el uso de las gafas. Yagüe, como ya he dicho, llevaba siempre en la cartera el retrato de José Antonio y pertenecía a la organización militar que, en un grado u otro, obedecía la disciplina falangista. En 1936 a la llegada al frente de Madrid Vague comenzó a opinar políticamente en arengas dirigidas a las banderas de "Falange" y en misivas que los periódicos falangistas publicaban. Supe cuando llegue a Salamanca que en una dirigida a la "Falange" de Segovia se mostró partidario de la idea de la unificación con Franco como Jefe. Pero encontró a los falangistas muy refractarios al proyecto. Me han contado -yo estaba entonces en Madrid en la cárcel- que su actividad conspiratoria comenzó muy tempranamente, en el último trimestre de 1936 y muy a principios del año 37. El entonces capitán Navarro, mas tarde General, Jefe de la Casa Civil y conde de Casa Loja, era a la sazón Jefe de Milicias de la territorial castellana y como tal mantuvo la conveniencia de dotar de mandos militares profesionales a la primera línea de la "Falange", cuyo jefe supremo era el entonces muy joven y poco aplomado Agustín Aznar. La idea de Navarro era la de que también en la cumbre se sustituyera a Aznar por un General y que este fuese Vague. Parece que a muchos -Hedilla incluido- les parecía razonable el proyecto. Por su parte el propio Navarro pasó a mandar la primera bandera de Castilla que llevaba un Capitán civil: Girón, y dos profesionales, Francisco Navarro, de Segovia, y Silvestre, de Madrid. Los contactos con Yagüe continuaron. ¿Llegó entonces a aspirar Yagüe no sólo al mando militar de la "Falange" sino a su mando supremo y tras de ello a anticiparse a Franco en la constitución del caudillaje? Así se me ha asegurado; e incluso parece que se pensó en una concentración armada so pretexto de homenaje en Salamanca a la que Franco seria invitado y en la que se le conminaría a entregar la jefatura del Gobierno al jefe militar falangista o a ser sustituido por este en todos los aspectos. Por supuesto que aquello no pasó de ser una conspiraci6n falangista "hablada" de las que no tienen ninguna consecuencia real. Tensiones entre Yagüe y Franco las hubo siempre. Con ocasión del Decreto de Unificación Yagüe dirigió a Hedilla un telegrama de adhesión que decía: "hoy más que nunca a tus órdenes", y que fue interceptado; aunque luego Yagüe visitó a Franco para ofrecerse como domesticador de los falangistas inquietos. Al constituirse la Junta Política del partido unificado no fue él sino Asensio el nombrado como representante de los militares falangistas. Al final de la guerra Yagüe, en cambio, fue nombrado a propuesta mía, y para su implicación política, Ministro del Aire. Me costó mucho trabajo convencer a Franco, que se resistía a ello tomando como razón principal la escasa importancia que la Aviación tenía aun para desglosarla del Ministerio de Defensa y formar así un Ministerio nuevo, pero además no me ocultaba que Yagüe no le merecía confianza, que era poco seguro, poco adecuado, y porque lo criticaba todo. Precisamente por esto, le decía yo, hay que responsabilizarle políticamente en las tareas del Gobierno. Se encontraba a la sazón Yagüe en Sevilla y yo fui allí para comunicarle este deseo de que fuera Ministro y El desabridamente, me dijo literalmente estas palabras: "Esta usted, Serrano, completamente equivocado y metido en una empresa imposible porque con ese hombre no se va a ninguna parte: es desleal, desconfiado y alparcero (modismo que en Aragón y en la frontera con Soria es equivalente a chismoso). Le conozco bien pues siempre he estado junto a él, y sé que no piensa más que en su interés y conveniencia personal; en África cuando éramos tenientes tenía su Sección mejor que ninguno, pero sin contemplaciones con nada ni con nadie que pudiera deslucirle. Un día, ya formados sus hombres, llegó con retraso de pocos minutos un cabo (no recuerdo si dijo cabo o sargento) que le prestaba los mejores servicios. Franco le reprendió destempladamente y como aquel se disculpara diciéndole que venía de una misa en sufragio de un familiar muy próximo, Franco a quien nada de esto importaba, ante las exigencias del servicio, exclamó: '¡Pues aquí, ya lo saben, ni mujeres ni misas!' " En el Gobierno, Yagüe se comportó de una manera versátil: cayendo unas veces del lado militar más intransigente, como ocurrió por ejemplo en materia de política cultural, y otras, en cambio, del costado falangista mas extremoso. Reunidos en Consejo de Ministros, dirigiéndose a Franco pero apuntando contra mí, dijo que era vergonzoso no dar entrada en la zona nacional a hombres eminentes como el doctor Varela Radio. Yo en realidad agradecí esa intervención suya que me permitió exponer una vez más el error que a mi juicio constituía no permitir la entrada en nuestra zona a hombres de positivo valor intelectual, Marañón, Azorín, Hernando, etc. (no sé si en la misma situación estaba todavía Ortega), nombres de prestigio internacional cuya incorporación sólo beneficio nos reportaría, y añadí que desde el punto de vista político y del orden publico a mí, Ministro de la Gobernación, no me causaban la menor preocupación. Así, pues -dije-, entiendo que todos ellos deben ser autorizados para regresar a España y con ellos podrá venir el doctor Varela Radio, pero por sus meritos científicos y profesionales, no par pariente. (Hable así porque yo estaba en la idea de que Yagüe y él eran parientes. Mucho tiempo después el hijo del doctor Varela Radio, también eminente ginecólogo, me aclaró que no eran parientes sino grandes amigos.) Frente a ese interés personal de Yagüe por el citado doctor había en la extrema derecha y entre algunos generales una enérgica oposición a la repatriación de aquellos intelectuales; especialmente por parte de Varela que refiriéndose a Marañón decía "a ese si entra lo mato yo". (Lo que no pasaba de ser un alarde verbalista, pues según mis noticias el General condenó siempre los crímenes que se cometían en retaguardia.) Yagüe conspiró todavía alguna que otra vez, pero nunca remonto del todo aquella contradicción por otra parte explicable. Como soldado fue figura muy valiosa, inteligente, organizador, generoso y muy querido por sus colaboradores y subalternos. En el medio ambiente que, desgraciadamente, se produjo pocos años después de terminada la guerra fue hombre de una honradez intachable, ejemplar. Habiendo sido luego Capitán General todopoderoso en Burgos, antes Ministro, promotor de varias obras que beneficiaron grandemente la provincia burgalesa, vivió con gran austeridad y murió sin dinero. Aun antes de que se oficializara esta denominación todas las gentes de la provincia empezaron a llamar a su pueblo San Leonardo de Yagüe. Muñoz Grandes Manteniéndose en un tren privado que lindaba con la sordidez estuvo Muñoz Grandes. Aparte de ser considerados ambos generales falangistas, podría decirse que Muñoz Grandes era el antípoda vital de Yagüe. Pequeño, magro, desaliñado en el vestir (con frecuencia no llevaba en el uniforme los emblemas de su grado), enfermizo y nada elocuente, Muñoz Grandes oponía a la fanfarronería e impulsividad de Yagüe un talante reservado y, a su manera, astuto. Sus dotes intelectuales no eran relevantes. Muñoz Grandes no había intervenido ni en la conspiración ni en la sublevación, pero tampoco quiso servir al Gobierno de la República y fue detenido y conducido ala cárcel, donde hasta los primeros días de noviembre -presos los dos en la Galería 1.a de la misma-lo trate mucho. Allí procuraba pasar desapercibido, pues pensaba que era inútil hacerse notar y siempre tuvo la protecci6n de los guardias de Asalto de los que durante la República había sido jefe, lo que dice mucho de sus cualidades de tal. Durante la guerra lo trate poco. Tuvo la reputación de buen soldado. Al finalizar esta y constituirse el segundo Gobierno propuse a Franco su nombre para Secretario General del Partido Único, a instancia y por consejo de algunos falangistas. Pronto advertí que aquello fue un error por la compleja estructura del mando: Jefe Franco, yo Presidente de la Junta Política, Muñoz Grandes Secretario General, Gamero del Castillo Vicesecretario, y también aparecía como Vicepresidente de la Junta Rafael Sánchez Mazas que fue siempre pieza meramente nominal, nulo e inoperante en el organismo, ni tuvo una iniciativa ni el valor de apoyar una postura. Todas las funciones en la práctica venían así a quedar duplicadas, lo que era particularmente inconveniente si se piensa que los números uno, en las dos fases, eran militares de mentalidad un tanto simple que no conocían ni tenían mucho interés en conocer el mecanismo complejo con que funciona una organización civil a diferencia del supuesto militar. Nunca tuvimos un choque frontal, pero por el ambiente que creaban chismes de ayudantes y camarillas, se fue produciendo primero un enfriamiento y luego una incompatibilidad por acumulación. Ni yo podía no interferir la relaci6n del Jefe con el Secretario General ni este podía no resentirse de la relación entre el Vicesecretario y yo. Si se añade que en tales casos y circunstancias siempre hay gente dispuesta a meter cizaña y a utilizar no la instancia debida, sino la que más les conviene, se comprenderá que los engranajes rechinasen a cada paso. Como a la Junta Política le dimos mucho impulso aquellos años (se estudiaron en ella una Ley de Sindicatos, una Constitución política entera, la Reglamentación del "Frente de Juventudes" y otras muchas cosas más) era difícil mi inhibición a favor del Secretario General y también la del vicesecretario Pedro Gamero que, mejor dotado que el General para las tare as políticas, aunque fuera muy joven, no podía abstenerse de tener iniciativa. Al cabo de algún tiempo y de algunas tiranteces Muñoz Grandes presentó la renuncia del cargo. Gamero hizo otro tanto, lo que por ley de compensación resultaba indispensable. Fue aquella época de grandes tensiones falangistas por el control del poder y me referiré en su lugar a alguna muestra de ellas. Yo, recién nombrado Ministro de Asuntos Exteriores, me inhibí un tanto de los problemas del partido, y Franco procedió a nombrar Secretario General del mismo cuando y como he contado en su lugar. Fue para mí el comienzo de una etapa mucho peor alas anteriores porque si con el general Muñoz Grandes podía no entenderme fácilmente, con el sucesor ya no había posibilidad de entendimiento de ninguna clase. Más tarde fue Muñoz Grandes nombrado por iniciativa de Enrique Sotomayor -puro, iluminado, falangista que luego cayó heroicamente en Rusia- Jefe de la División Azul. Mis relaciones con el General mejoraron entonces. Había mantenido yo una batalla primero para que la División no fuera una unidad regular del Ejercito sino de voluntarios falangistas, lo que representaba formalmente -frente al exterior- un compromiso mucho menos grave. Varela sostenia lo contrario y al menos logró que toda la oficialidad fuera profesional y que en algunas regiones -Lérida, Barcelona- el voluntariado se reclutase entre los soldados en filas y no entre la masa del partido. Mientras el Ministerio del Ejercito llamó siempre "División espanola de voluntarios" a la que los falangistas y la prensa llamaron "División Azul"; nombre este algo almibarado debido a la minerva del Secretario General contra el parecer de otros falangistas de mejor gusto retórico. En fin, azul para nosotros y sin color para el Ejercito, la División fue una nueva fuente de fricciones entre el sector militar y el sector civil del Gobierno, que protagonizábamos entonces Varela y yo, y en rigor de una confrontación formal entre Varela y la "Falange" en la que nada tuve que ver, como explicaré en otro lugar, de la que resultó la eliminación de ambos del seno del Gobierno. Por lo que a Muñoz Grandes se refiere este alcanzó prestigio entre sus propias huestes, y distinciones especialísimas por parte de Hitler que lo recibió varias veces y que es seguro que lo considero como posible pieza de recambio para sustituir cuando fuera preciso al "clerical Franco" (como le llamaban en las alturas del III Reich) que no les entusiasmaba nada pese a los halagos con que, después de mi salida del Gobierno, se quiso demostrarle aquí su simpatía y su incondicional adhesión al III Reich. Pero ya declinante la estrella del Eje a poco de regresar Muñoz Grandes de su empresa, este no tendría oportunidades de antagonizarse con Franco, aunque no dejó de conspirar alguna vez contra él. En otro lugar me refiero a una anécdota muy expresiva relacionada con esas conspiraciones. Su carrera brillante compensó su poco éxito como opositor o bandera de los grupos que dentro del mismo sistema aspiraban a la oposición. Jefe de la Casa Civil del Jefe del Estado, Capitán General de Madrid, Ministro del Ejército, Capitán General efectivo del Ejercito y Vicepresidente del Gobierno, tales fueron los escalones de su ascenso. Siempre quiso y nunca pudo -o nunca quiso con bastante fuerza y riesgo- corregir la corrupción del Régimen, imponer la autoridad en el Ejercito y en la gobernación del país. Varela Varela, General dos veces laureado, tenía una brillantísima carrera militar. La guerra civil pudo haberle dado ocasión de obtener la tercera laureada pero no tuvo suerte, aunque si el tanto de popularidad resultante de haber mandado o dirigido la columna que viniendo del Sur –él y el general López Pinto habían sublevado Cádiz- se desvió para liberar a los que resistían en el Alcázar de Toledo, desviación o diversión importante más por las exigencias de la propaganda que por razones de humanidad y que al decir de muchos fue causa de perder los días oportunos para haber atacado sin excesivo riesgo a un Madrid mal guarnecido -moralmente entregado, fuimos testigos los que allí estábamos- y que en cambio pudo la capital, por este nuevo rumbo del Ejército, y por los días perdidos en esa operación, fortificarse y recibir refuerzos. Mi relación con Varela fue muy afectuosa con anterioridad al Movimiento, durante la conspiración en la que le encontré siempre resuelto, animoso, impaciente por actuar y quejoso de los que nunca consideraban llegada la hora de hacerlo. "Cada día -decía- será más difícil y nos costara más sangre." Por el contrario, se hizo tensa a partir de su nombramiento de Ministro de la Guerra en el segundo Gobierno de Franco. Allí el quiso ser algo así como el jefe del partido militar, como yo resultaba ser para el jefe del partido civil. Se decía monárquico y nunca dejó de manifestar hostilidad hacia el falangismo, aunque Franco para defenderlo ante los falangistas que le acusaban de hostil e hiperderechista no se cansase de repetir: "¿Pero cómo pueden ustedes pensar que Varela sea antifalangista dada la modestia de su origen?" Peregrina argumentación, la particular idea de las cosas. Varela cultivaba una elegancia buscada. Siempre andaba por la primera línea, próximo a las balas, con su valor bien probado, con su uniforme de campaña muy atildado y con las manos enfundadas en unos guantes blancos impolutos. Tenía un buen servicio de fotografía y su "corte" de General era una de las más lucidas en materia de escritores o periodistas porque el cuidaba mucho de su popularidad. Ya en el Gobierno quiso más y empezaba a dibujarse como jefe político-militar monárquico tradicionalista. Estos coqueteos dieron lugar al lamentable episodio de Begoña que, con razón, le indignó. Acto organizado con una intención política conocida por los maniobreros que reaccionaron como irresponsables y dieron así lugar a que cayeran heridas unas cuantas personas y fusilado un pobre falangista recién llegado de Rusia y ajeno a la sombría maniobra que des encadenó aquellas desgracias. Cesado Varela como Ministro, en medio de aquella confusi6n, estuvo algún tiempo distanciado de Franco y en actitud de protesta y oposición. Más tarde se reconciliaron y obtuvo el cargo de Alto Comisario de España en Marruecos. A título póstumo se le dio el grado de Capitán General del Ejercito. Ríos Capapé y García Valiño Ríos Capapé era una especie de gigante que se complacía en detener en un puentecillo enfilado por las ametralladoras a las personas que le visitaban en su Cuartel General en la Ciudad Universitaria. Desde allí les daba explicaciones sobre la situación de las fuerzas y en su interior se divertía al pensar en el miedo que estaban pasando sus invitados, especialmente si se trataba de hombres civiles. No desempeñó el menor papel político salvo el muy incógnito que le llevó a Barcelona para entrevistarse con el capitán general Bautista Sánchez, hombre de ejemplar potencial y en desacuerdo con el mal cariz que iban tomando las cosas en un ambiente general de corrupción, poco antes de su muerte repentina, sobre la que tanto se fantaseó, creo que sin ningún fundamento. Traté mucho a García Valiño, General muy competente, inteligente, temerario, al que solía llamarse el rompefrentes y también el enterrador, pues su División era trasladada siempre al punta donde la resistencia enemiga era más dura y donde era necesario sacrificar más gente. Le oí decir a don Juan Vigón -uno de los mayores prestigios del Ejercito de entonces- que García Valiño había sido la gran revelación de la guerra; el General más capacitado; el que mejor la entendía, y que estaba en posesión, además, de un gran valor sereno. Más tarde fue Alto Comisario en África, en la época en que ya se preludiaba la descolonización, operación que Franco negoció astuta y secretamente mientras alentaba a su subordinado para que se mantuviese en línea de mayor resistencia con relación a los hombres del Protectorado francés, de donde le vino a García Valiño una antipatía militante hacia su jefe. En los últimos anos manifestaba públicamente su desacuerdo con la gestión política de Franco y después de cesar en la Capitanía General de Madrid fue totalmente arrinconado. A su muerte, pese a su brillantísima actuación en la guerra, no hubo para él honores ni pensiones para su familia, y a sus funerales creo que no asistió ningún representante oficial aunque estuvieron presentes a título particular algunos generales como Barroso y creo que también el duque de la Torre, Carlos Martínez Campos. Caso singular del general Eliseo Álvarez-Arenas Guardo especial recuerdo del general don Eliseo Álvarez-Arenas porque la relación personal y oficial que mantuvimos nos unió en noble y leal amistad que ningún episodio, en horas de tanta pasión, pudo rozar. Le conocí hace muchos años en Zaragoza, allá por 1927 cuando mandaba el "Regimiento de Infantería de Gerona número 2". Se le consideraba como Jefe de mucho prestigio y persona de gran respetabilidad, en todos los ambientes de la capital. Creo que había empezado su carrera militar en Ceuta, como Teniente del "Regimiento de Infantería El Serrallo", ascendido a Capitán por meritos de guerra, y, promovido en seguida al empleo de Comandante, permaneció varios años en Marruecos, mandando también un Grupo de Regulares siendo gravemente herido en dos ocasiones. Al ascender a General de Brigada, fue nombrado Gobernador militar de Granada y Jefe de una División que tenía en aquella capital su Cuartel General; desempeñaba este mando cuando al constituirse en 1936 el "Frente Popular" las turbas (ante la pasividad del Gobernador civil) cometieron toda clase de desmanes intentando el incendio de la ciudad; ante esta situación, cargó Álvarez- Arenas, por su cuenta, con la responsabilidad de salir a la calle con algunas fuerzas de la guarnición y restableció el orden en muy pocas horas, con tanto tacto que no se produjo ni una sola víctima. No obstante el plausible acto realizado, el Ministro de la Guerra, que era entonces Azaña, le llamó a Madrid y le dijo, en tono muy considerado, según supe, que aun comprendiendo las razones que le habían llevado a adoptar tales medidas -por su cuenta- se veía obligado a quitarle el mando", pero a continuación le dijo que eligiera el mismo un nuevo destino y pidió mandar la Brigada de Zaragoza, lo que le fue concedido. De esta manera se encontraba el general Álvarez-Arenas el 18 de julio de 1936 en Zaragoza, y su intervención en el Alzamiento fue decisiva, pues en un momento de vacilación declaraba el "Estado de guerra", y se oponía pocos días después a las fuerzas del Ejército republicano que tras la rendición de Lérida se lanzaban sobre la ciudad. En el otoño de 1936 asumió el mando de la defensa de Vitoria y luego estuvo encargado del frente Norte en la zona de Burgos. Constituido el primer Gobierno -1938-, en atención al tacto y sentido de la medida que en anteriores ocasiones había acreditado, fue mi Subsecretario de Orden Publico; y los despachos frecuentes que con este motivo tuvimos los dos engendraron la estimación y afecto a que me he referido, nunc a interrumpida; al contrario subrayada, caballerosamente, por el, cuando yo cese en mi actividad política. Conducida victoriosamente la campaña de Cataluña, cuando se iba a entrar en Barcelona, yo propuse en un Consejo de Ministros -para evitar interferencias y cuestiones de competencia entre autoridades improvisadas, y ante la situación tan compleja que se iban a encontrar- la creación temporal de un "Mando único cívicomilitar", nombramiento que a propuesta mía recayó, por acuerdo unánime, en el general Álvarez-Arenas que lo desempeñó con acierto, con abnegación y honradez ejemplares, y con una paciencia infinita, desarrollando su actividad sin que su ánimo se alterase, sobre los asuntos mas heterogéneos y complejos, muchos de los cuales constituían novedad para él: "desbloqueo", el restablecimiento de todos los servicios administrativos; los económicos, transportes, abastecimientos, carbón, gas, aceite, etc., y de añadidura, las latas que le daban muchas personas dedicadas al juego político. Recuerdo con este motivo que yo le había designado como asesor jurídico-político a mi colaborador en el Ministerio, Alfonso de Hoyos –amigo mío de juventud, más tarde consuegro, Oficial Letrado del Consejo de Estado y abogado del Estado, duque de Almodóvar-, quien, por cierto, fue pronto ganado por las prendas morales y la simpatía del General y me contaba cosas y reacciones suyas muy características y en ocasiones divertidas: así un día al final de una jornada agotadora de trabajo fue a visitarle un Consejero Nacional para plantearle no se que tiquismiquis políticos y el General por su fatiga, agotada su capacidad de atención, permanecía visiblemente ajeno al tema que con fastidiosa amplitud le estaba desarrollando el visitante, quien, decepcionado, tomó el camino de la puerta, recorriendo aquel larguísimo despacho de la Generalidad donde se encontraban, pero al llegar a la puerta desanduvo aquel recorrido, para alcanzar de nuevo al extremo opuesto donde el "Gobernador cívico-militar" se encontraba, y decirle: "Mi general, es que yo soy un Consejero Nacional", y este le contestó: "¿Qué hay en ello?"; y al quedarse de nuevo solo en su despacho, casi sin advertir la presencia de Alfonso de Hoyos, desentendido de todo -como fuera de aquel bajo mundo-, se dirigió, familiarmente, a una imagen del Sagrado Corazón de Jesús que tenia sobre la mesa y le dijo: "Todo esto lo hago por ti, pero no me abandones." Junto a su prestigio y su personalidad militar estuvieron siempre sus valores humanos y su espíritu cristiano. Más tarde fue nombrado Capitán General de Zaragoza, luego Director General de la Guardia Civil, llevando a cabo la fusión con los Carabineros. En 1942, Capitán General de Valencia y posteriormente Consejero del Consejo Supremo de Justicia Militar.