X. LOS GENERALES Y EL MANDO DURANTE LA GUERRA CIVIL

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X. LOS GENERALES Y EL MANDO
DURANTE LA GUERRA CIVIL
Mola · Queipo de Llano · La laureada de Queipo ·
Cabanellas · El general Goded · La batalla de Barcelona ·
Otros generales: Jordana, Dávila, Kindelán, Saliquet, Aranda ·
Yagüe · Muñoz Grandes · Varela · Ríos Capapé y García Valiñó ·
Caso singular del general Eliseo Álvarez-Arenas.
Antes y después de la constitución del Gobierno, el mando inevitablemente estuvo
siempre, en alguna medida, condicionado o influenciado por las principales figuras
militares.
A lo largo de la guerra el mando civil fue auxiliar y subalterno del mando militar; al
menos hasta la constitución del primer Gobierno. En los centros donde se fijó la
residencia de los grandes jefes del Ejército -Queipo de Llano en Sevilla, Mola en
Valladolid, Franco en Salamanca- un cierto número de técnicos y profesionales,
escritores, periodistas y hasta "viejos políticos" constituían una especie de corte, que a
menor tamaño se reproducía en el Cuartel General de los Cuerpos de Ejército -Varela,
Saliquet, Dávila, Aranda, Moscardó, Yagüe- dotando a todos ellos de un gran ámbito de
influencia. La mayor parte de los servicios estaban militarizados, como ya explico en
otras páginas de este libro.
También las distintas secciones de la llamada Junta Técnica -larvados Ministerios
constituidos en Burgos- estaban bajo control militar; como eran militares la mayor parte
de los gobernadores civiles, delegados provinciales de orden público y abastos, gerentes
de empresas relacionadas con la producción de guerra y hasta ciertas alcaldías. Sólo a
partir del año 1938 la Administración Civil fue conquistando parte de su terreno o
jurisdicción, no sin dificultades. Me correspondió a mi dirigir aquella tarea y ello daría
ocasión a muchas tensiones y resentimientos que no dejarían de aparecer en las primeras
etapas de la posguerra cuando la consigna "el ejército a los cuarteles" aparecería en el
periódico Arriba, órgano central del partido único.
Es dato curioso a señalar que en 1938 se había realizado una edición facsímil de la
colección del periódico Arriba -de los números anteriores a la guerra- en uno de los
cuales aparecía una caricatura del pintor Ponce de León en la que, en varios cuadros, se
veía a los curas entrando en la iglesia, los obreros en la fábrica, los estudiantes en la
Universidad y los militares en los cuarteles; todo bajo la orden de un falangista que
extendía el brazo indicativamente. En el último recuadro un plutócrata recibía un
puntapié en el trasero: "era el elemento sobrante". Quizá ningún otro documento
representaba tan bien el espíritu dominante en la "Falange" de los primeros años,
anterior a la guerra civil. (Esta última caricatura había desaparecido -censurada- en el
facsímil de Arriba y fue sustituida por un artículo de relleno.)
La consideración de las figuras militares más relevantes a lo largo de la campaña tiene
indudable interés histórico incluso en el orden del desarrollo político de aquellos años y
de los siguientes.
Mola
El general Mola había sido el verdadero Director de la sublevación. Ya he dicho que era
el único que podía rivalizar con Franco, al que, por otra parte, era muy leal y por ello
precisamente -y no tengo duda sobre que lo hubiera hecho más adelante- podía
imponerle condiciones o contrapesos de influencia, en base al partido militar que el
había tenido y tenía, a su prestigio propio y a sus dotes políticas. Era Mola un hombre al
que vestido de paisano no se le notaria, a diferencia de lo que ocurre con tantos otros
militares, su condición castrense.
Alto, huesudo, de rostro alargado, con gafas y con un vago gesto de distracción, con aire
y ademanes sueltos, nada envarado. Había escrito un libro de memorias muy estimable
que público el editor Bergua tenido por anarquista y a quien él dispensó luego el amparo
que necesitaba. Había desempeñado la Dirección General de Seguridad en el penúltimo
Gobierno de la Monarquía. Allí vio tales cosas, debilidades, deserciones y cobardías que
quizá por ello no tuvo ya entusiasmos monárquicos, y sus simpatías por los carlistas
fueron puramente circunstancia y camaradería de guerra pero no adscripción ideológica.
José Antonio decía siempre de él que no parecía un General español "pues trabajaba con
método como un alemán". Era tal vez el más liberal de los generales conspiradores.
Hablo de él en otros pasajes de este libro y repetiré que, a mi juicio, su muerte
prematura fue una gran desgracia.
Fue hombre de una austeridad ejemplar, que mantuvo intacta en unas horas en las que
ya se despertaba en los más un sentido patrimonial en el ejercicio de la autoridad o del
Poder.
En los primeros meses de la guerra era Mola el General que tenia inquietudes políticas,
como lo demuestran sus discursos de 29 de enero y 28 de febrero de 1937. Por entonces
Franco, solo el 1° de octubre -aniversario de su exaltación a la Jefatura del Estado-, casi
obligado protocolariamente por la fecha, había leído un pequeño discurso
intrascendente, preparado por Fusset -en tono de colegial-, bien distinto, en lenguaje y
conceptos, al que leyó con motivo de la Unificación, preparado en su casi totalidad por
el brillante escritor Giménez Caballero. Los demás generales, entonces, no se
pronunciaban sobre estos temas, salvo las charlas agresivas y pintorescas de Queipo de
Llano.
Mola afirmó en aquellos discursos que para el desenvolvimiento de la acción de
gobierno tenían que concurrir estas tres condiciones: 1º. El asentimiento de la opinión
pública, o de una mayoría muy importante de ésta. 2º Un contenido político positivo. 3º
Contar con la realidad histórica de España.
Esbozaba a grandes rasgos una concepción política y un programa de gobierno en el
que, entre otras, hacia la afirmación de que era absolutamente necesaria la autoridad
para imponer disciplina dentro de la colectividad, subordinándolo todo al interés común.
Consideraba asimismo necesarios una “organización corporativa” y un "concepto
humano del trabajo, impidiendo abusos del poderoso"; "respeto a la propiedad privada
con titulo de legitimidad moral"; "protección del ciudadano contra la explotación del
capital especulador"; "trabajo obligatorio y subsidio al que no lo encuentre"; "impuestos
con arreglo a la situación económica de individuos y sociedades"; "supresión absoluta
del enchufe y de los parásitos en la Administración del Estado"
"Queremos un poder judicial austero e independiente -decía- y que la prevaricación no
quepa." "No puede existir interior satisfacción en la sociedad sin fe absoluta en la
Justicia." "Si el día de mañana, terminada la guerra, la masa española viera que no se
llevó a cabo lo que había sonado conquistar a precio de sangre, se llamaría a engaño y
se sublevaría con justa razón contra quienes le hubieran estafado." Hay aquí una
resonancia del discurso de José Antonio en Campo de Criptana.
En materia religiosa postulaba la separación de la Iglesia y el Estado como a las dos
potestades convenía. "Somos católicos -dijo- pero respetamos las creencias religiosas de
los que no lo son." "Libertad de enseñanza, dentro de la moral sentida por el pueblo
español." "Queremos una España culta y soberana que no tenga que mendigar del
extranjero como el hambriento una limosna."
Precisamente por razón de esas inquietudes políticas, y por tener conciencia clara de su
lealtad a Franco, positiva, efectiva, útil -lealtad singular desde su independencia, su
autoridad como jefe de la conspiración, y su prestigio en el Ejercito donde contaba con
un verdadero partido-, estaba dispuesto a plantearle la desacumulación del Poder; de
manera que siguiera Franco de Jefe del Estado y Generalísimo de los Ejércitos, y le
cediera la Jefatura del Gobierno; operación ésta que, seguramente, a nadie habría hecho
tanto bien como a aquel.
Cuando estas ideas y propósitos de Mola estaban en el ambiente, al menos entre los
sectores más próximos a este proyecto, se produjo, en 3 de junio de 1937, la muerte del
General en accidente de aviación, como de todos es sabido; no puede extrañar, sin
embargo, que, desde las posiciones de hostilidad implacable y sistemática en una guerra
civil, se difundiera maliciosamente la especie de que Mola había muerto víctima de un
sabotaje. Se trataba de un infundio; de una patraña deliberadamente injuriosa.
Queipo de Llano
Nunca había hablado con aquel hombre que apoyaba su cabeza, más bien pequeña,
sobre un cuerpo grande, que andaba a grandes zancadas y que acreditó desde las horas
iniciales del Alzamiento militar un valor y una audacia incomparables. La sublevación
en Sevilla es seguramente el episodio de mayor valor e ingenio personal de toda la
guerra civil.
Cuando llegue a. zona nacional pude hacerme una idea clara de cuál había sido su
eficacia, pues sin la posesión de Sevilla la entrada en juego del Ejercito de Marruecos
hubiera sido imposible; y esa posesión la había decidido él personalmente -hay que
repetirlo- con una audacia, un ingenio y un valor excepcionales. Un testigo personal,
entonces soldado en el "Regimiento de Infantería de Granada número 9" de guarnición
en Sevilla (no obstante su nombre), y que ha trabajado muchos años a mis órdenes, me
ha contado detalladamente la forma como el General se había hecho con el mando del
Cuartel. Después de reducir y arrestar al general Villa-Abrille, Jefe de la II División
orgánica -Capitanía General-, con poco acompañamiento, pues por el momento no le
obedecía más que la guardia de Capitanía, ordenanzas y escribientes, se presentó allí –
en el citado Cuartel-, dio al entrar la orden de "Guardia formar" y en el patio pronunció
una arenga. Algunos soldados izquierdistas que protestaron fueron sobre la marcha
encerrados en el calabozo. El Coronel que mandaba el Regimiento se negó
categóricamente a sumarse a la sublevación, pero Queipo desconcertándole con su
rapidez le declaró destituido del mando; y la negativa del Teniente Coronel a sustituirle,
declarándose solidario con su Coronel, ponía las cosas en gravísimo estado. Queipo
estaba prácticamente inerme, y hubiera bastado la osadía de cualquier militante
revolucionario de los que en aquel tiempo estaban infiltrados entre la tropa para
perderle. Pero Queipo no se inmutó. Consiguió al fin que un Comandante aceptara en su
nombre el mando del Regimiento, arrestó a los jefes resistentes y dio el asunto por
concluido. La escena parece inverosímil, pero así sucedió. Fue el efecto de la sorpresa y
de su extraordinaria presencia de ánimo, pues el menor aflojamiento de su tensión
imperativa le hubiera hecho perecer allí mismo.
Luego previno y conjuró el peligro que significaría la llegada a aquel Cuartel de los
tanques blindados, nuevos, que tenían los guardias de Asalto fieles a la República y, a
tal efecto, ordenó a un Capitán que tratara de poner en servicio –para defenderse de
aquéllos- dos pequeños cañones antiguos, casi de adorno, que allí había y,
efectivamente, cuando horas después pasaron los de Asalto y dispararon con
ametralladoras contra el Cuartel el citado Capitán los espantó con un cañonazo que
derribó la esquina de una casa. Los blindados de Asalto no volvieron más.
No faltaron momentos dramáticos en las horas siguientes: Tablada con los aviones que
llegan de Madrid, los anarcosindicalistas que desde Triana y junto al rio marchan sobre
la capital, la resistencia del Gobierno Civil, del Ayuntamiento, etcétera, pero Queipo se
crece. Le dicen que el Regimiento de Caballería no parece estar de acuerdo con la
sublevación y en el acto -"¡Se me va a insubordinar a mí la caballería!", exclama- se
traslada allí, y exige al Coronel que se ponga a sus órdenes; rinde la Telefónica y el
Ayuntamiento. En el Gobierno Civil hay, por fin, bandera blanca. La ciudad queda
dominada en la misma tarde del 18 de julio.
Muy conocidas son las estratagemas de que se valió para sumar otras fuerzas dudosas y
para contener la acción de las organizaciones obreras del Frente Popular que eran
poderosas en Sevilla, simulando la llegada el día 20 de julio de importantes unidades
marroquíes –legionarios y regulares- siendo así que sólo habían llegado a Sevilla unos
pocos –nueve legionarios y un Teniente- a los que hacia dar vueltas por la ciudad en
camiones, cuando aun no se tenía la seguridad de que importantes fuerzas de combate
pudieran pasar el Estrecho.
Por todos se ha reconocido que sin el· estribo creado por él en Andalucía aquellas
fuerzas habrían quedado bloqueadas en su base y la guerra se hubiera resuelto a favor
del Gobierno republicano en pocos días dueño como era aquel de Madrid, Barcelona,
Valencia, Bilbao y de todas las fronteras y de la mayoría de las unidades de la Armada.
La actuación posterior de Queipo en Sevilla fue sin duda firme, pero contradictoria.
Muy atento a los problemas humanos del pueblo, era al mismo tiempo popularista y
represor. Campaba por sus respetos en todos los terrenos y jurisdicciones. Apasionado y
voluble, un día vino a Burgos para pedir a Franco la cabeza de Ridruejo -por el que
antes había mostrado gran simpatía- porque había pronunciado en Sevilla alguna frase
que el General consideraba despectiva para él. Poco tiempo después, sin el menor
rencor, reaccionaba y daba grandes abrazos a Ridruejo al encontrarle coincidente con él
en ciertas posiciones radicales cuando ambos participaban en la redacción del Fuero del
Trabajo, en el que Queipo trató de insertar la vieja frase de abolengo libertario "La tierra
para quien la trabaja".
Debo decir, porque es la verdad, que antes del enfado conmigo y de la enemistad en que
acabó nuestra relación, Queipo me pareció siempre un hombre simpático, abierto y nada
retorcido. Estaba, además, satisfecho en su situaci6n y no creo que tuviera mayores
ambiciones. Era una personalidad curiosa que tuvo conmigo en nuestros primeros
encuentros, tanto en Salamanca -cuando fue consultado sobre el Decreto de
Unificación- como en Sevilla, una actitud afectuosa. Tal vez no supimos -no supetratarlo. De mi primer viaje en el año 1938 -yo era Ministro del Interior- conservo en
relación con el un recuerdo divertido. Yo no había estado en Sevilla desde el año 1921
siendo estudiante, con otros compañeros de la Universidad de Madrid, pilotados por el
profesor de Derecho Natural don Fernando Pérez Bueno, en viaje que este llamaba de
extensión universitaria y a mí me correspondió dar una conferencia en el paraninfo –era
Rector el profesor Hazañas- sobre el "estado de necesidad". Pues bien, después de tan
larga ausencia, en aquellos días de 1938, ya en mi madurez, me interesaba sobremanera
ver y admirar la belleza deslumbrante de la ciudad, sus monumentos y lugares
históricos. Estuvimos, entre otros, en las ruinas de Itálica y contemplándolas y
comentando –estábamos allí Franco, Queipo, otras autoridades, familia, ayudantes y
creo recordar también al finísimo escritor sevillanista Joaquín Romero Murube- se me
ocurrió a mí recitar las primeras estrofas de Rodrigo Caro a las ruinas de Itálica:
Estos, Fabio ¡ay dolor! que ves ahora
campos de soledad, mustio collado
fueron ha un tiempo…
Al llegar aquí Queipo me corrigió diciéndome: “No quite el verbo; no es ha un tiempo
sino un tiempo” y fue él quien con algún asombro de mi parte siguió recitando:
Aquí de Cipión la vencedora
colonia fue; por tierra derribado
yace el temido honor de la espantosa
muralla, y lastimosa
reliquia es solamente
de su invencible gente…
Creo que la mayor parte de los que allí estaban no entendían nada de todo esto; Queipo
se acercó a mí, me cogió del brazo y con ufanía me dijo: “Le veo asombrado de que yo
también conozca estas cosas, querido Ministro; los universitarios piensan que todos
somos unos brutos. Pues no. Yo estudié Humanidades”; y casi confidencialmente
llevándose junto a la boca la mano derecha me dijo… “en el Seminario”. (Supongo que
hablaba en serio; yo era la primera noticia que tenía de que el valeroso soldado hubiera
sido seminarista.)
Eran los días de la Semana Santa del año 1938, habíamos ido todos a Sevilla para
presenciar las procesiones y cuando una de ellas se acercaba al edificio (no recuerdo si
era Capitanía o el Gobierno Civil) donde nos encontrábamos, Queipo, con la espada de
San Fernando en la mano, se dirigió a mi diciendo que tenía que incorporarme a la
procesión llevándola en alto cogida con mis dos manos. Yo dije que de ninguna manera
lo haría. (Esto me agobiaba incluso por razón de mi pobre indumentaria pues aún no
había tenido tiempo para encargarme ropa y llevaba el mismo traje que, teñido de negro,
días antes del Alzamiento, por la muerte de mi padre, llevé en mi paso por la Dirección
General de Seguridad, por la cárcel, y por el sanatorio “España” desde donde me fugué.
Queipo entonces, con toda seriedad, insistió: era tradicional en esa procesión que el
Gobernador civil, como representante del poder central), llevara la espada en esa forma;
y que estando allí el propio Ministro del Interior me correspondía a mí llevarla. Sería un
desaire no hacerlo así. Al fin salí con ella, hice un pequeño recorrido y volví a reunirme
con todos. (Recordé de pronto una gran fotografía publicada en el ABC algún año antes
de la guerra civil en la que el conde de San Luis, Gobernador civil de Sevilla en aquel
tiempo, era portador de la espada en el desfile procesional.
Ramón Gárriga en su libro Las relaciones secretas entre Franco y Hitler, libro
importante en el que tuvo el mérito –y el valor- de poner –o aproximar- las cosas en su
sitio cuando esto no se estilaba, cometió el error de interpretación de entender que había
sido un acto de vanidad mía, con ocasión del cual bromearon los sevillanos, y
elaboraron a mi costa una variante de la conocida saeta “Míralo por dónde viene…”)
Nombrado Franco Jefe supremo dejó a Queipo tranquilo en Sevilla como Jefe del
Ejército del Sur, seguro de que a ese Ejército no le correspondería nunca la dirección de
la contienda. Creo como queda dicho, que estaba allí, satisfecho y que no tenía mayores
ambiciones, pese a todo lo que más tarde ocurrió, y a que no le faltaban halagos de otros
generales. En una ocasión Yagüe, encontrándonos todos en Sevilla me dijo
amistosamente que debíamos entendernos con Queipo porque estaba muy bien
dispuesto hacía el falangismo, pero fueron sus palabras un tanto ambiguas y yo con una
idea rígida –y seguramente antipática- de la lealtad a Franco no quise seguir la
conversación y exageré, innecesariamente, mi distanciamiento.
También algunos falangistas le halagaban; antes de esa mi visita a Sevilla, en marzo de
1937, en Salamanca, cuando aún no había Gobierno (y yo ejercía la secretaria de hecho
a que me he referido en otras páginas) encontré a Sancho Dávila, en la escalera interior
del Cuartel General, a quien desde nuestra coincidencia en la Cárcel Modelo de Madrid
no había vuelto a ver. Nos saludamos afectuosamente, recordamos los horrores del
asalto a aquella prisión en la noche del 22 de agosto de 1936, y en seguida me habló de
la situación política en Salamanca donde los falangistas más bullidores y caracterizados
no querían –entonces saber nada de Franco; era cuando Pilar Primo de Rivera decía a
Hedilla: "Manolo, no entregues la 'Falange' a Franco" y Agustín Aznar, Jefe de Milicias,
añadía: "Franco a mandar una División."
Se me va a permitir ahora abrir un paréntesis abandonando por el momento el tema de
Queipo, al que volveré en seguida. La presencia del gordo Aznar en el Cuartel General
de Salamanca irritaba al Generalísimo. Después de una visita de aquel con otros
falangistas me comentaba Franco que era un grosero, que se había sentado frente a su
mesa cruzando las piernas de manera que un pie salía por encima de ella. Y Sancho en
aquel nuestro primer encuentro muy poseído de su importancia -era entonces uno de los
mangoneadores- profirió palabras y juicios poco elogiosos para Franco y me dijo: "Si él
no nos da paso, si no nos entiende, nos arreglaremos con toda facilidad con nuestro
General -Queipo- que comprende perfectamente nuestro estilo." Sanchito había sido uno
de los acompañantes de José Antonio para agredir a Queipo en Madrid cuando el
General había ofendido a un hermano de don Miguel.
(Eran muchos y grandes los despropósitos en aquellos tiempos, y aunque 'después del
Decreto de Unificación, bajamos los humos de esta gente, sin embargo, por respeto a su
pequeña tradición falangista, a su parentesco con José Antonio -"era el grupo dinástico"
como, con evidente enemistad, decía de ellos Ernesto Giménez Caballero- llevamos a
Sanchito a la Jefatura del "Frente de Juventudes" y luego a la Junta Política; fue en esta
donde un año más tarde produciría una anécdota hilarante en una reunión en la que
estuvimos estudiando la reorganización de las" Juventudes", diferenciadas en tres
grados: "Pelayos", "Flechas" y "Cadetes". A nadie satisfacía este último nombre que
aun se había usado poco y pensamos llamarle de otro modo. Se propusieron, con poca
fortuna, otras denominaciones y ante la falta de inspiración decidimos dejar para otro
día esa minucia; cuando Sancho se arrancó proponiendo que a los cadetes se les llamase
"tiroleses", lo que produjo a todos extrañeza. ¿Tiroleses?, preguntamos. "Si -añadió- en
homenaje al heroísmo de los camaradas juveniles que cayeron en Teruel." Una
carcajada general levantó la sesión.)
No había personalmente por mi parte el menor prejuicio contra e1general Queipo de
Llano, ni cree que él se anticipase a tenerlo contra mí. Sin embargo las dificu1tades en
nuestra relación no tardarían mucho en presentarse; lo que ocurrió cuando el fuero civil
empezó a disputarle el poder al Virrey de Anda1ucia. Su resistencia a ceder terreno, a
aceptar el proceso de centralización y autonomía del mando civil después de la
formación del primer Gobierno en enero de 1938, se tradujo en una serie de tensiones.
Yo había nombrado Gobernador civil de Sevilla, sin contar con Queipo, a Pedro
Gamero del Castillo que era constantemente atacado en su gestión. Un día se produjo un
choque entre este y el Alcalde, que era uno de los hombres de Queipo. El General tomó
naturalmente el partido de su amigo, cogió un avión para venir a Burgos, trasladándose
rápidamente desde el aeropuerto a mi despacho del Ministerio del Interior en el que
entró saludándome con palabras muy afectuosas, pero planteándome, en términos
apremiantes, la necesidad de que yo destituyera al Gobernador. Por mi parte le hice
comprender que eso no era posible sin lesionar gravemente el principio de autoridad; lo
que sería especialmente dañino cuando se estaba empezando la tarea de establecer un
régimen político civil. Era a mi juicio indudable -y creo que objetivamente también- que
en el encuentro entre las dos autoridades de Sevilla, la razón estaba de parte del
Gobernador civil y no del Alcalde. Queipo insistió enérgicamente y con mal humor incluso en términos amenazantes-, pues a su juicio la destitución del Gobernador era
una exigencia de su prestigio de General Jefe del Ejercito del Sur. Quien como él con
tanto valor personal y decisión había tornado la Capitanía General de Sevilla y detenido
a quien allí tenía el mando militar, no podía entender mi actitud y mi negativa
terminante.
Puestas las casas ya en esa tesitura, yo le manifesté que, no pudiendo de ninguna
manera acceder a su deseo, pero comprendiendo su estado de ánimo, la solución del
conflicto creado era muy sencilla: "Tiene usted, mi General -le dije-, más títulos que
nadie, dentro de la lógica de este Régimen, en cuya posibilidad y establecimiento tomó
parte decisiva, inverosímil y heroica, para sentarse en ese sillón -señalándole el de mi
mesa desde el sofá donde sentados hablábamos los dos-. Yo me marcho, lo que nada
significa ni plante a ningún problema, y usted con sus ideas, con su equipo y con el
principia de autoridad, se instala aquí." Entonces se levantó y se marchó refunfuñando.
Era esto al fin de la mañana y poco tiempo después me trasladaba, para almorzar, a la
Quinta de los condes de Muguiro, donde, como ya digo en algún otro lugar, había
instalado Franco su Cuartel General y donde él, con su familia, y yo, con la mía,
vivíamos juntos. Le conté lo ocurrido y le propuse a él lo que dos horas antes había
propuesto al propio Queipo. Franco apenas me dejó terminar y me dijo: "Eso de ninguna
manera." Yo insistí haciéndole notar que la forma de sujetar al General era implicarle
directa y personalmente en las tareas y responsabilidades del Gobierno, y que si no
quería llevarlo a mi Ministerio, le nombrara, par ejemplo, Ministro de Agricultura
donde tal vez se pudiera hacer una obra social de interés para la que don Gonzalo se
mostraba muy inclinado. Ante esta comprometida situación, Franco le llamó al hotel
donde Queipo se alojaba y lo recibió poco después exponiéndole sus puntas de vista y
ofreciéndole con insistencia el Ministerio de Agricultura que el General rechazó. Desde
entonces se produjo entre nosotros un ambiente de enemistad fomentado por sus
amigos.
Allí empezó el descontento del General Jefe del Ejercito del Sur, aunque ya con
anterioridad le había disgustado la orden de suspensión de sus famosas charlas que, a
decir verdad, eran arma de dos filos. Sin duda en un momento fueron útiles, porque
animaban mucho a la gente en la zona nacional y sobre todo a los que esperaban en la
republicana. En cambia en el exterior y en los medias intelectuales su efecto era
contraproducente. Citare el caso del Ingles Gerald Brenan, autor como es sabido de un
libro muy interesante sobre España, quien ahora, viejo y ya de vuelta, habla de toda con
independencia y serenidad, y nos cuenta que fue Queipo de Llano quien le impulsó a
volcarse completamente del lado de los republicanos y hacer propaganda para ellos.
Guardo del general Queipo de Llano, sin ningún rencor, recuerdos peores. La enemistad
de Queipo conmigo nacida en el episodio que acabo de relatar, cuando ya parecía cosa
pasada, se manifestó de nuevo virulentamente mucho tiempo después; algunos meses
más tarde de la publicación de mi libro Entre Hendaya y Gibraltar, estando yo alejado
del poder. En ese libro yo no hacia la historia del Alzamiento, no me detenía en el
recuerdo de los hechos de mayor valor militar durante la guerra; partía de una síntesis
de aquellos para formular un planteamiento político. Por eso en relación con la
intervención del General me limitaba a decir "el golpe audaz de Queipo de Llano en
Sevilla”... y, aunque en esa frase estén implícitos todos los aetas de valor y de ingenio
por el realizados, es indudable –y desde su estado de ánimo y punta de vista ahora lo
comprendo- que a él debió parecer que despachaba su acción sin darle la importancia
que merecía y me escribió una carta insultante que yo conteste en tono firme pero
mesurado. Replicó en el mismo tono -o peor- que había empleado en su carta primera y
cuando yo terminaba de escribir mi "duplica", tuve noticia de su grave enfermedad, por
lo que de ninguna manera quise que, en tan penosa circunstancia, llegara mi carta ni a él
ni a su familia; pero tampoco quería dejar sin respuesta de alguna manera la suya, y para
su debida constancia la deposite en la notaria de don Luis Sierra Bermejo en cuyo
protocolo se conserva el acta de protocolización y en mi poder copia autenticada. Las
dos cartas de Queipo, y seguramente la primera de las mías estarán, con toda
probabilidad, en manos de quien posea el archivo del ex ministro Natalio Rivas, pues
tengo entendido que Queipo se las entregó. Para que esta pequeña y deplorable historia
no quede incompleta ofrezco yo el acta de protocolización de la mía, aunque creo que el
mejor destino de las cuatro cartas seria quemarlas, cuando hoy más que nunca pienso
que ojala no hubiera ocurrido nada de aquello y comprendo mejor algunas de las
razones -del General para su enfado en las circunstancias de entonces, y tal vez si el
viviera comprendería ahora, sin rencor, algunas de las mías.
La laureada de Queipo
Al iniciarse el Alzamiento, según Franco me contó cuando llegue a Salamanca, los jefes
y oficiales del Ejército tomaron la decisión plausible de que no hubiera ascensos ni
recompensas por hechos de armas, pues entendían que una guerra entre hermanos no lo
permitía. Pero pronto, ya fuera porque el apetito pudiera más que la abnegación o tal
vez por exigencias técnicas (creo sinceramente que más bien por estas) se cambió de
criterio y de sistema y se hicieron carreras fulgurantes. Queipo de Llano herido en su
amor propio empezó a despotricar contra todo porque habiéndose concedido otras
laureadas, a él se le negaba cuando tenía tantos y mas meritos que el primero. En carta
que escribió a Franco le dijo: "Yo no me la otorgue cuando siendo Jefe autónomo del
Ejercito del Sur podía hacerlo. No sé si todos habrán hecho lo mismo que yo." El tiro
era directo.
Franco dudaba, pues si de una parte no podía desconocer -y no lo desconocía- el valor
decisivo de la acción de Queipo de Llano en la comprometidísima situación del 18 de
julio en Sevilla -cuando él no había llegado todavía a Marruecos-, de otra parte pesaban
sobre su ánimo una serie de circunstancias por las que no consideraba conveniente su
concesión. Varela -dos veces laureado- apoyaba enérgicamente esta actitud de no
concederla, aunque fue el mismo quien se la impuso a Franco en el desfile de la Victoria
en abril de 1939.
Yo, en la peor relación con Queipo como he contado, fui siempre partidario de que se le
otorgara, porque ello me parecía justísimo, y de añadidura era políticamente necesario.
El tema se trató en varias ocasiones y quedó siempre sobre el tapete sin resolver. Por fin
en uno de los Consejos de Ministros celebrados en El Pardo, siendo Varela Ministro del
Ejército, se volvió a plantear el problema y allí, contra la de este, mantuve yo con
firmeza mi postura de siempre y creí que el asunto quedaba prácticamente decidido de
un modo positivo. Pero todavía Varela me hizo una seña para que me levantara de mi
sillón, como él lo hacia también, y alejándonos unos metros de la mesa del Consejo nos
acercamos al balcón para hablar separadamente de los demás, argumentándome con
artículos de la Ordenanza que yo no conocía y le dije que no me interesaba ese
planteamiento "cosas de abogados", había dicho él, con displicencia, en ocasiones
anteriores, cuando en los Consejos se producía alguna discusión jurídical, pues por
encima de ese legalismo, en la conciencia de todos –y en la mía-, estaba que por su
singularísima hazaña de Sevilla la tenia bien ganada. Ante mi firmeza quiso emplear
Varela, como decisivo, este argumento: "¿-Pero no comprende usted que si viene una
guerra exterior siendo Queipo más antiguo que el Generalísimo y además laureado le
correspondería a él, y no al Generalísimo, el mando del Ejercito?" Debo decir que el
argumento no me causó la menor impresión.
Por dos veces nos llegaron rumores, que no podían dejar de atenderse. Según unos
Queipo pensaba presentarse en Barcelona y sublevarse; Varela lo tomaba muy en serio
y se ofrecía para trasladarse allí y enfrentarse con él. Otra vez se hablaba de que la
sublevación sería con el Ejército del Sur y para allá salió Saliquet.
Al fin, la laureada le fue concedida. Este hecho, junto a la edad, a la declinación de su
salud, al desmoronamiento de sus resistencias, aquietaron al General, que fue un día
como Virrey de Andalucía, y se retiró a un cortijo donde murió rodeado de su familia y
amigos en olor de popularidad.
Cabanellas
Con su barba blanca, generosa y flotante, su mirada curiosa, encontré por primera vez al
general Cabanellas en su despacho de la Capitanía General de Zaragoza un día del año
1936. Cabanellas se había opuesto al general Primo de Rivera durante la Dictadura y
creo recordar que fue sancionado. Prestó a la Republica su incondicional adhesión y
como republicano ocupó un escaño en el Parlamento aunque tuvo muy poca
intervención en él. Más tarde se le nombró Jefe de la V Región Militar. Yo era Diputado
a Cortes por la capital de Aragón durante la estancia del General en ella, y sin embargo
no pisaba Capitanía. Porque aparte de su republicanismo -ya entonces se convertía en
enemistad la discrepancia tenia de él, a través de Franco, la peor impresión. Pero llegó
un momento en el que no tuve más remedio que acudir allí.
Ser elegido Diputado a Cortes comportaba una pesada servidumbre a favor de los
electores, pues una persona -la más sencilla- que hubiera introducido una papeleta en la
urna de un colegio electoral con voto favorable al elegido, se consideraba con un
derecho casi absoluto sobre el pobre Diputado. En ocasiones pretendían cosas difíciles y
aun absurdas o imposibles, y al no conseguirlas insistían una y otra vez pensaban que
uno no hacía bastante por ellos y, en tono de queja me decían “¡Coñe, don Ramón, que
le votemos!” Y como “le votemos”, se consideraban con el derecho a pedir, repito, hasta
lo imposible. (Advierto, al llegar a este punto que, en términos muy parecidos, aunque
no idénticos, el tema de mis relaciones con el general Cabanellas esta tratado en el
capítulo III de este libro. Pero como en aquel no hay algunas de las consideraciones o
detalles tratados aquí, lo mantengo, pese a su reiteración, porque, además, por razón de
la materia, me parece obligado mantener en ella figura del general Cabanellas que fue el
"Presidente de la Junta Nacional de Defensa".)
Un día una familia de labradores de uno de los pueblos próximos que votaban con la
circunscripción de Zaragoza capital, creo recordar se trataba de la villa de Lecinena,
gente muy buena, muy adicta, me plantearon un pequeño problema -importante para
ellos- en relación con un hijo que estaba haciendo el servicio militar. Pese a la
resistencia que yo tenía para ir a la División no tuve más remedio que acudir allí a
plantear la cuestión al General. Me anuncie por teléfono; me dijeron de su parte que
podía ir por allí cuando quisiera; y aquel hombre me recibió con la mayor cordialidad
acompañada de unas palabras de reproche por no haberme visto antes: "Dichosos ojos,
ya era hora de verle por aquí por donde han desfilado todos los diputados de la capital y
de la provincia menos usted." Me disculpe con unas palabras más o menos tópicas, me
referí a la servidumbre del Diputado "que usted General ya conoce". Se trata -dije- de
un soldado, hijo de esta honrada familia, etc., y mientras yo le explicaba
puntualizadamente la situación presente del recluta y su aspiración futura -el "rollo"
como decía la gente joven- la verdad es que el General no me prestaba la menor
atención. Como su barba, flotaba distraída su mirada en actitud que claramente
denunciaba que no le interesaba lo más mínimo lo que yo estaba diciendo, y puso
término a mi exposición diciéndome: "Bien, traer a usted un papelín, ¿no es eso?"
Efectivamente. Saque del bolsillo una pequeña nota, la cogió, pulsó un timbre, apareció
un ayudante y entregándole el papel le dijo riendo: "Esto que se haga... porque
seguramente podrá hacerse."
Era claro que el General tenía interés en charlar conmigo y así lo hizo en términos
desenfadados y muy simpáticamente: "Las cosas van muy mal; como usted sabrá, igual
y quizá mejor que yo. Esto así no puede seguir. El orden público está cada día peor.
Todo es un desastre." Yo naturalmente asentí, abunde en sus manifestaciones, haciendo
por mi parte algunas reflexiones más. Entonces él me preguntó: "¿Y mis compañeros?
¿Qué hacen mis compañeros?" "Pues yo no sé, mi General, concretamente a quien se
refiere usted." "Hombre -me replicó un poco burlonamente-, a quien me voy a referir, a
Mola, a su pariente, a Varela, a Orgaz, a todos con los que usted habla." Yo empecé a
preocuparme porque pensé: ¿de qué se trata? ¿este hombre está positivamente
interesado en lo que hagan ellos o simplemente (al fin y al cabo era un General de la
Republica) trata de sonsacarme y poder informar a la superioridad? Debo decir sin
embargo que mi impresión no era esta. El General estaba en una actitud campechana
que me parecía clara y sincera. De todas maneras, era la primera vez que yo hablaba con
él y en lo que se refería "a sus compañeros" debía hacerlo con precaución. "Pues no lo
sé bien, mi General, ahora los veo poco, coincidimos menos." Con aire de no creerme
nada me dijo en tono irónico: "Demasiada reserva, demasiada cautela para un hombre
tan joven." "Creo que me puede hablar -añadió- con la misma libertad con que yo lo
estoy haciendo. Y por de pronto quiero que los vea y les diga 'que yo con ellos'." "Pues
muy bien, mi General, así lo haré", le dije todavía con cierta preocupación. Para
despedirme salió conmigo de su despacho y me acompañó hasta la puerta de acceso al
edificio y allí, después de mirar a derecha e izquierda -unos pasos atrás estaba el
Ayudante- me repitió: "Ya lo sabe; Emilio me quiere, Franquito no." Al llegar a Madrid
en un café o bar "Acuarium" situado en la calle de Alcalá y donde algunas veces nos
reunimos Franco, Mola, Orgaz, Varela, un Teniente Coronel de la Legión que creo se
llamaba Valcárcel y otro Comandante delgadito, simpático, cuyo apellido no recuerdo
ahora -tal vez Bañares-, les comunique mi conversación con Cabanellas y el encargo
que me diera. Franco lo acogió con toda reserva, le llamó "masonazo" y dijo que no
había que fiarse, a lo que Mola, rápidamente, con afectuosa vehemencia, replicó: "Que
no, que no, mi General, que don Pancho (me parece que le llamó así en tono afectuoso)
es buena persona y sobre todo que Lo necesitamos." Poco tiempo después de llegar
Mola a Pamplona estableció con él la comunicación a través de su confidente Félix
Maíz (como este cuenta en su libro) y de los capitanes Vicario, ¿Lastra? –no sé si otro
más-, y se celebró la reunión en el lugar y fecha indicados en ese mismo libro. Ya en
marcha la sublevación, Mola creó en Burgos la Junta de Defensa Nacional y nombró
Presidente al general Cabanellas; yo estaba por aquellas fechas preso en la Cárcel
Modelo de Madrid.
El 1 de octubre de ese año, nombrado Franco Generalísimo de los Ejércitos y Jefe del
Gobierno del Estado, Cabanellas pasa a desempeñar un cargo, prácticamente sin
función, que se titula Inspector del Ejercito. En realidad queda apartado de todo. Franco
no le hace ningún caso, incluso se resiste a recibirlo, muchas veces, cuando pide
audiencia. Llega en alguna ocasión al Cuartel General del Generalísimo y tiene que
marcharse sin haber podido hablar con él. En una de estas ocasiones me encontraba yo
en el despacho de Ayudantes (todavía no había Gobierno), que era además como
antesala del de Franco, llegó Cabanellas, me abrazó, se sentó junto a mí, char1ó de todo,
y recordó nuestras conversaciones en Zaragoza. Pasaba el tiempo, las dos, las dos y
media, las tres, hora de almorzar cumplida, miró el reloj, movió la cabeza y me dijo:
"Otra vez que me voy de aquí sin que me reciba, pero oiga, amigo Serrano, ¿por qué me
tiene limoge ese hombre? bueno yo ya lo sé, porque dice que he sido masón, lo que es
muy cierto, pero eso ya lo sabían cuando contaron con mi colaboración y si sobre ello
tiene alguna duda, para asegurarse no tiene más que preguntarlo a persona próxima, ya
que juntos asistimos a las mismas reuniones -'tenidas'- en la misma Logia." Diré
sinceramente que aquel espectáculo me resultaba penoso y el General que era rápido y
listo me recordó que cuando me rogó que transmitiera su ofrecimiento a sus
compañeros, para sublevarse con ellos, ya me había dicho "Franquito no me quiere".
El general Goded
La moral del éxito tan entronizada y excluyente -sin discriminación- en nuestro tiempo,
para la que el triunfador es el bueno, el justa y hasta el sabio, y el vencido es siempre
culpable y torpe, pervierte el juicio, con desprecio de una recta estimativa, resultando
muchas veces inmoral. Y así, una acción que no haya exigido poner en juego grandes
virtudes, ni esfuerzos, sacrificios, o riesgos extraordinarios, con tal que haya tenido un
resultado afortunado se estima y se valora en mucho más que otra acción,
intrínsecamente valiosa y abnegada, que, por obra del azar, haya terminado en
desventura. Porque ello es injusto, escribo estas páginas en relación con el patético
episodio del que fue protagonista el general Goded en Barcelona.
Personalmente só1o en dos ocasiones salude y cambie unas palabras con el general
Goded. La primera, y de un modo imprevisto, se presentó en el gran rellano que, subida
una escalinata, da acceso al Ministerio de la Guerra. La segunda tuvo lugar en La
Coruña, siendo yo Diputado a Cortes, invitado por Gil Robles, Ministro de la Guerra,
que fue con Goded y con Franco a inspeccionar unas baterías de artillería de costa, creo
recordar que recién instaladas. En esta ocasión pude comprobar la ninguna simpatía que
se profesaban los dos generales. En aquella visita y con relación a los cañones -a sus
características y valor ofensivo- hizo Goded algunas manifestaciones, en tono y actitud
de superioridad en orden a sus conocimientos, hablando del terna con soltura. Franco
daba la impresión de incomodidad. (Creo que ya Gil Robles le había nombrado a el Jefe
del Estado Mayor Central, cargo que Goded desempeñara antes, y entonces era sólo uno
de los inspectores del Ejército.)
El general Goded, sin duda un hombre inteligente y culto -pronto hablando con el se
advertia asi-, creo que tenia competencia y buena formación en el orden militar. Por de
pronto escribió el libro Marruecos, las etapas de pacificación, que es uno de los pocos
trabajos interesantes que sobre el tema se habian publicado.
Me contaba Manuel Aznar que una vez que fueron a visitarle -antes de la guerra- tenia
sobre su mesa de trabajo un libro de León Duguit, profesor de Derecho Político, o
Constitucional, en una Universidad francesa, que tenía entonces mucha moda entre los
estudiosos y que todos conocíamos y manejábamos en nuestra juventud.
Era un hombre más bien pequeño de estatura, de mirada penetrante, ojos algo oblicuos
como los de un oriental, con cara de joven pese a su color un poco apergaminado;
parecía enérgico, con ademanes desenvueltos y fácil palabra. Tengo la impresión de
que, muy consciente de su valía, era orgulloso y tenia ambición. Era también un hombre
inquieto y decidido.
Políticamente liberal, llegó a ingresar, formalmente, en el partido reformista que don
Melquiades Álvarez acaudillaba y se le tenía como presunto Ministro de la Guerra en el
Gobierno que éste pudiera formar. Había conspirado contra la Dictadura del general
Primo de Rivera; y luego, cuando tuvo lugar la sublevación de la guarnición de Jaca,
pidió el indulto del capitán Galán condenado a muerte. Pronto, sin embargo, ante el
sesgo que tomó la II Republica, el general Goded -como una parte importante del
Ejercito- se sintió incompatible con ella; por razones ideológicas y de sentimiento y no
ciertamente por insatisfacci6n personal o profesional pues cuando aquello ocurría
ostentaba nada menos que el envidiado puesto de Jefe del Estado Mayor Central del
Ejercito. Las reformas militares proyectadas por Azaña -Ministro entonces de la Guerrase consideraban como acertadas por algunos jefes y oficiales competentes; sin embargo
aquel, con su carácter destemplado y su enrevesamiento, trituraba el Ejército ajuicio de
estos. A la vez se producían por parte del Gobierno y partidos políticos, socialistas y de
izquierda, persecuciones y atropellos especialmente con la Iglesia católica. El malestar
en el país era general, y así empezaron las primeras conspiraciones de paisanos y
militares.
Por aquellos días, con motivo de unos ejercicios, se reunieron en el Campamento de
Carabanchel los Cuerpos de la Guarnición y los cadetes de las Academias militares; al
terminar hubo un banquete y a los postres se levantó el general Goded y hab1ó de
España y de las virtudes militares terminando su discurso con el grito de "¡Viva España
y nada más!", acogido con gran entusiasmo por muchos, mientras que el teniente
coronel Mangada (luego General del Ejercito republicano durante la guerra civil)
replicaba con un ¡viva la Republica! y, al ser insultado por Goded, arrojó Mangada su
guerrera a la tropa incitándola a que se rebelara contra los jefes, siendo detenido y
conducido a la prisión. Pero también fueron relevados de sus mandos el general Goded
y otros dos generales más que se habían solidarizado con el aunque sin querer
aprovechar el momento, como Goded les pedía, para dar paso a la acción. Allí empezó,
en cierto modo, la conspiración para el 10 de agosto -ano 1932-, poniéndose al habla
con Sanjurjo. Fracasada la intentona del 10 de agosto, Goded estuvo preso varios meses
y luego desterrado a Canarias.
Cuando se supo que Alcalá Zamora estaba dispuesto a no dar el poder al jefe de la
"CEDA", pese a ser esa la minoría parlamentaria más numerosa y que, por el contrario,
estaba decidido a disolver las Cortes, Goded intentó organizar un golpe de Estado.
(Aquel fue el momento propicio como en otro lugar de este libro se explica.)
Convocadas nuevas elecciones y celebradas en un ambiente de gran violencia, perdieron
las derechas.
Nombrado Portela Valladares Jefe del Gobierno, se dirigió Goded personalmente a este
pidiéndole la neutralidad del Ministerio de la Gobernación ante la sublevación militar.
Franco la había pedido también. Portela, viejo y comprometido, se asustó y abrió paso a
la formación del segundo Gobierno Azaña, como he explicado en uno de los primeros
capítulos de este libro.
Con tantas idas y venidas, las guarniciones mejor dispuestas se desmoralizaron y con
ello -febrero de 1936, ya en la calle la Revolución- la situación se agravaba por días. En
los cantones de Madrid las fuerzas armadas seguían bien dispuestas, pero en la
guarnición de la capital se pensaba que no había ni un Regimiento seguro. Sólo en el
Cuartel de la Montana se creía contar con un grupo de oficiales de cierta confianza y allí
se presentó el general Goded proponiendo la sublevación. Los coroneles se negaron. En
medio de aquella tensión el Gobierno consideró más prudente que detenerlo de nuevo,
alejarle de la península nombrándole Comandante General de Baleares. Destinado Mola
por aquel tiempo al Gobierno Militar de Pamplona, donde dirigió la conspiración,
comunicó con él. Con realismo, y con su gran visión de conspirador, Mola, conocedor
como ninguno de la disposici6ón de las guarniciones, le propuso que, llegado el
momento, se dirigiera a Valencia para tomar el mando de aquella Región Militar, pero
Goded le expuso sus preferencias por Barcelona. El "Director" -Mola- aceptó, con poco
convencimiento, la decisión de Goded, superior a él en la jerarquía militar.
Así las cosas, a raíz del asesinato de Calvo Sotelo se estrechó más la vigilancia del
general Goded en Palma de Mallorca y se quería proceder rápidamente contra él, quien,
en cambio, estaba dispuesto a conservar su mando al precio que fuera ante la inminencia
del Alzamiento militar que Mola dirigía, para cuya iniciación faltaban sólo horas o
contados días. (Y efectivamente en la tarde del 16 de julio -1936- llegaba un telegrama
con este texto: "El pasado día 15 (Mola era así de astuto) Elena dio a luz un niño a las
cuatro de la madrugada." Según lo ya convenido sumando las cifras del día -15- y de la
hora -4- resultaba fijado el día 19 para el Alzamiento en el Archipiélago Balear.) Dos
días antes el Gobernador del Archipiélago había tanteado a los jefes de la Guardia Civil
y de Asalto para ver qué posibilidades tenia de detener al General, a quien ya había
manifestado con anterioridad -en el tono considerado que siempre se guardaron en su
comunicación los dos- la desconfianza y el recelo que el General inspiraba al Gobierno
de Madrid; Goded protestó. (El Gobernador de Palma, sólo desde dos semanas antes,
era Antonio Espina, uno de los escritores más distinguidos de aquella época,
colaborador asiduo de la Revista de Occidente y de El Sol. Yo le conocí y le traté
cuando definitivamente se reintegró a la vida de Madrid hacia el año 50, si no me
equivoco. Era, además, un hombre simpático, con el natural escepticismo que la vida
acumuló sobre él. Siempre tuvo conmigo una actitud afable.)
No recuerdo exactamente si fue en el día 17, o en el 18 -lo supe por testimonio de un
inteligente General del Cuerpo de Ingenieros, recientemente fallecido, José de Corral,
entonces Teniente en Palma-, cuando el Gobernador civil le llamó por teléfono a Goded
proponiéndole que fuera a su despacho para celebrar allí una reunión con las demás
autoridades. Goded vaciló un momento, pero pensó que con esa Hamada tal vez se
tratara de deducir consecuencias que confirmaran las sospechas de Madrid si se negaba
a acudir, por lo que contestó que no tenía inconveniente y pronto salía para allí. Claro
que, pensando también en la posibilidad de una encerrona para detenerle, tomó sus
medidas y llamando a un Teniente Coronel de su mayor confianza le ordenó que si
pasada una hora él seguía en el Gobierno lo tomaran a tiros; lo que no fue preciso
porque regresó a la Comandancia antes de que ese tiempo transcurriera.
El día 19 muy temprano, después de declarar el estado de guerra en todo el Archipiélago
Balear, de dominar la situación tras de algún tiroteo, y del emplazamiento de dos piezas
de artillería ante la Casa del Pueblo, ordenó al General Gobernador militar de Mahón
que se hiciera cargo del mando en Palma y nombró las nuevas autoridades. Ya
dispuestas por él todas las cosas allí, y a pesar de las inquietantes noticias que las radios
transmitían sobre la sublevación en Barcelona diciendo que el Ejercito, que se había
echado a la calle, estaba siendo batido por el pueblo y las fuerzas adictas al poder
constituido, el General subió a uno de los hidros que acababan de llegar al puerto desde
la Base de Mahón y se despidió de todos, jefes y oficiales, con estas palabras: "Pase lo
que pase aquí nadie se rinda." Escoltado por otros tres hidros, que ocuparon su
Ayudante, un Capitán aviador y un hijo suyo, abogado -no militar-, inició el vuelo hacia
Barcelona para tomar el mando de la sublevación en Cataluña.
Estaba previsto para el vuelo un hidroavión más -que había de conducir al entonces
Teniente, el antes citado José de Corral- pero no pudo despegar por avería. (Se trataba
de unos Savoia descubiertos que tardaban casi dos horas en cubrir la distancia entre
Palma y Barcelona.)
La batalla de Barcelona
Cuando el general Goded volaba hacia Barcelona tenía lugar ya en esta capital una
verdadera batalla; la situación lejos de estar dominada era muy difícil y durante el vuelo
supieron los que quedaban en Palma que se trataba de una situación desesperada,
perdida. Al saberlo así, los jefes y oficiales que allí quedaron, entre ellos el citado
Teniente de Ingenieros, que por avería de su aparato no pudo salir, comunicaban con el
piloto del hidro ocupado por el general Goded diciéndole que, aun engañando al
General, si era preciso, lo llevaran a Valencia y no a Barcelona; pero el General insistió
en cumplir su compromiso, y llegó al puerto de Barcelona. Antes de amarar dan dos
vueltas, volando bajo, sobre la ciudad y ven cómo en los edificios oficiales ondea la
bandera catalana, y barricadas y gente armada por las calles. La impresión no puede ser
más pesimista; le va a resultar difícil o imposible enmendar la situación, pero él no
puede abandonar a los que le esperan y en él confían. No es improbable que ante aquel
panorama otro hubiera desistido, regresando al punto de partida. Yo así lo creo, y eso
incluso pensando que el desistimiento no se hiciera por cobardía sino por cabeza; y
como esta no es, ciertamente, lo que faltaba al general Goded, resulta claro que le
sobraron temple, pundonor y espíritu de sacrificio.
Cuando todos pensaban en abandonar el intento, Goded da la orden de bajada y su
hidroavión picó rápidamente hacia el agua y en seguida, sin apenas protección, toma
una gasolinera, llega al muelle y desde allí, por el Paseo de Co1ón, entre fuerte tiroteo,
se dirige en un coche al edificio de la Capitanía General, donde nada más llegar -es el
mediodía, las 12.30- detiene al General republicano Llano de la Encomienda quien se
derrumbó con un ataque de nervios. (Es incomprensible que no hubiera sido detenido
antes por el general Burriel, jefe de la sublevación mientras no llegara Goded.) Estudia
sobre planos las informaciones que recibe de los oficiales adictos, y se hace cargo de la
extrema gravedad de la situación. Los sublevados antes de su llegada no han tenido una
dirección coordinada. Ni siquiera se ocuparon de apoderarse de Radio Barcelona y la
Telefónica, desde donde se cortaron las comunicaciones con los cuarteles. Se fueron
sublevando escalonadamente, el Ejército perdió la iniciativa y dio tiempo al Gobierno
para preparar su defensa.
Ante tal estado de cosas el general Goded piensa que el objetivo inmediato para intentar
superarlo era tomar la Consejería de Gobernación de la Generalidad, donde se había
organizado la contraofensiva catalana-republicana, y para esto carecía absolutamente de
la mínima fuerza militar indispensable. El general Aranguren con la Guardia Civil hacia
frente a la sublevación; lo mismo las fuerzas de Asalto; y fuertes contingentes armados
de la "FAI" y la "CNT" hostilizaban a los tiradores y servidores de los cañones, sin tener
estos la debida protección, hasta cercarlos. (En los días 18 y 19 de julio, en los que el
Alzamiento militar tuvo lugar en la península, hubo en muchas ciudades tiros y muertos,
pero una verdadera batalla sólo se libró en Barcelona, batalla muy bien contada por Luis
Romero en su libro Tres días de julio.)
Sin perder la serenidad Goded, a las 2 de la tarde, comunicó a Palma, creo que por radio
Montjuich -modesto y único medio de comunicaci6n disponible- un telegrama que
decía: "Envíen urgentemente refuerzos convenidos." Eran estos, según poco antes de su
muerte me había informado el general José de Corral, un Batallón de Ametralladoras y
una Batería del 15, que según ya se consideró en una previsión probable antes de salir,
se transportarían en las motonaves Mallorca, Jaime I y Jaime II.
El plan de Goded era aguantar, mantenerse durante toda la noche en Capitanía, y hacer
así una cabeza de puente hasta que alas 5 ó las 6 de la mañana desembarcaran en
Barcelona esos refuerzos de la guarnición de Baleares. Pero hasta que rayara el día
había que resistir. Para ello pidió al Teniente Coronel de un Regimiento de Infantería
que se dirigiera al Cuartel del Regimiento Ligero de Artillería y protegiera el traslado de
una Batería que necesitaba concentrar en Capitanía para lograr el objetivo que intentaba.
El Teniente Coronel respondió satisfactoriamente, pero no así el mando del de
Artillería.
Goded no se entrega: pide refuerzos a Zaragoza, ordena que los hidroaviones
bombardeen la Generalidad y vuelen sobre Gerona dando instrucciones suyas a aquella
Guarnición, pero la Aeronáutica Naval se niega. El General esta solo con su hijo, con su
Ayudante, con el valiente Lizcano de la Rosa y otros también valientes capitanes que le
acompañan y que, con una ametralladora desde las ventanas de Capitanía, hostilizan a
los tiradores de los cañones enemigos. Sera difícil mantenerse mucho tiempo así. Los
principales cuarteles y focos de resistencia se están rindiendo. Entretanto, en otro piso
del edificio de Capitanía, un Teniente Coronel de Estado Mayor llamado San Félix
aconseja a Burriel la rendición, y este la comunica al General de la Guardia Civil que
luchaba contra ellos. Cuando estos, a su vez, hacen saber a Goded que han rendido por
su cuenta la División al enemigo, el General intenta, primero, hacerles volver de su
acuerdo, luego les insulta y trata de suicidarse, lo que impiden los contados leales que le
quedan. A las seis y media de la tarde entran en avalancha los rojos en la División
matando a unos, golpeando a culatazos a otros, y haciendo prisioneros a todos.
El General, prisionero, fue conducido a la Generalidad donde Companys le pidió que
hablase por radio para evitar más derramamiento de sangre, ya que la sublevación en
Barcelona estaba dominada. Se sabe que Goded se negó, pero mientras Companys
insistía y él se negaba -según manifestó a su hijo en la última conversación que tuvieron
momentos antes de ser fusilado- pensó de pronto en que faltaban pocas horas para que,
según lo que había ordenado a Mallorca, salieran rumbo a Barcelona los refuerzos que
podían serle especialmente valiosos si Capitanía aguantaba toda la noche, como el se
había propuesto, hasta la llegada de aquellos. En cambio, después de lo ocurrido, serian
diezmado~ si llegaban y, aparte de su sacrificio generoso pero estéril, no se conseguiría
otra cosa que debilitar la guarnición de Baleares ante cualquier peligro o ataque que
pudiera presentarse. Así lo creyeron y pensaron también todos los hombres de honor
que estuvieron a sus órdenes. Ante esta consideración Goded pronunció muy breves y
medidas palabras diciendo que "la suerte le había sido adversa, que había caído
prisionero y por lo tanto desligaba del compromiso con él a quienes le seguían"; nótese
bien, les desligaba sólo del compromiso con él.
Luego, desde la Generalidad fue trasladado al Uruguay -barco prisión- y allí lo tuvieron
encerrado, solo y sin luz, durante dieciocho días. En la madrugada del 10 de agosto
llaman los carceleros al hijo de Goded para que vea a su padre, pues se acerca la hora de
ejecutar la sentencia de muerte. Al saber por su hijo que sus compañeros de armas
avanzan sobre Madrid el General tiene una alegría. Redacta su testamento con sencillez
y le encarga al hijo el cuidado de su mujer y sus otros hijos. Para la ejecución lo
trasladan al castillo de Montjuich. Se ha vestido correctamente con su uniforme, se ha
afeitado tranquilo, y con estremecedora serenidad, que a todos impresiona, se planta
ante el pelotón fumando un pitillo, que arroja al suelo, para gritar ¡viva España! y cae
abatido por las balas, en el glacis del Oeste, Santa Elena, de aquella vieja fortaleza.
Momentos antes al encontrar allí al general Burriel le apretó fuertemente la mano y se
despidió de él animándole.
Cuando tomó el hidro en dirección a Barcelona, para hacerse cargo de la Capitanía
General y del mando de la IV Región Militar, exigió el general Goded a los jefes
militares de su confianza en Palma, que respetaran la vida del Gobernador civil, como
efectivamente hicieron estos. Precisamente muchos meses más tarde, fusilado el
General y preso en Barcelona el hijo que le había acompañado desde Palma, este fue
canjeado por el citado Gobernador, después de infatigables gestiones que hicieron por
su cuenta la viuda y la nuera del General. Así pues la buena acción de Goded -rara en la
crueldad de las guerras civiles- exigiendo que se respetara la vida del Gobernador le
valió para salvar la de su hijo. "Los esfuerzos continuados de dos pobres mujeres, de mi
mujer y de mi madre, que son cuanto con mis hijos tengo en este mundo, me salvaron la
vida y de nuevo me trajeron a mi tierra de España", escribió en un libro -año 1938
apenas llegar a zona nacional- el abogado Manuel Goded, en el que junto a la emoción
por su regreso se transparenta la amargura -que tantos otros experimentaron también- al
confrontar lo sonado con lo real. Encuentra reticencias o silencios, mezquindades, en
torno a la figura y al sacrificio de su padre que con tanta entereza había pasado por las
pruebas más duras. "No falta -escribe- el que le envidió en vida y hoy, que ya muerto no
le teme, se atreve con su recuerdo." "y el que hace lo mismo en evitación del castigo
que su ineptitud o sus faltas merecieron."
El abogado Goded, hijo del General, escribió su libro –año 198- no en justificación de
una conducta que estima ejemplar, sino para dar testimonio –en coincidencia con los
mejores- de cómo ocurrieron los hechos. La legítima finalidad del libro es recordar a
todos el temple de su padre ante tanta adversidad, como sufrió sin rendirse. “Prisionero,
¡no rendido!”
Reconocido así su valor, su heroísmo, su sacrificio, el único cargo que a la conducta del
General podía hacerse, fue su error de haberse dirigido a Barcelona y no a Valencia
donde con gran probabilidad habría triunfado. Pero incluso este error que sus enemigos
en el Ejército (que siempre los tuvo por su carácter y su valía, como Manuel Aznar, muy
conocedor del tema, me contaba) atribuyeron a su ambición, porque pensaba que quien
dominara Barcelona -Cataluña- alcanzaría el mando sobre todos, puede explicarse por
una serie de circunstancias cuya exposición alargaría en exceso estas páginas y no es
necesaria a los efectos que con ellas me propongo, pues, en todo caso, ni el error ni la
ambición, destruirán la dignidad de su conducta.
El abogado Goded, el hijo del General conoce la euforia de los triunfadores; con merito
en unos casos, inmeritoriamente en otros; y también el olvido de los que sufrieron; por
lo que dedica su libro "A los míseros, a los olvidados, a los tristes, a los que nada son,
nadie conoce, y nadie quiere. A vosotros a los que jamás se ha dedicado ni un
pensamiento".
En esa dirección termino yo estas páginas que sólo en interés de la justicia escribo, pues
no tuve ocasión de hacer amistad con el General y mis escasas conversaciones con él
fueron anecdóticas y superficiales.
Ni conocí a ninguna persona de su familia, y hasta dudo si queda alguna con vida, pues
de sus dos hijos uno -el abogado- el que le había acompañado en su aventura, falleció
ya, y el otro, casi adolescente, empuñó las armas y, Teniente de la Legión, cayó
heroicamente combatiendo en Gandesa, a los 17 años, durante la batalla del Ebro. La
viuda del General enloqueció y murió. No sé si queda algún descendiente suyo directo o
colateral. Así, pues, no escribo estas líneas bus cando la gratitud de nadie, sino porque
creo que las merecen en su infortunio la memoria de este soldado, sus virtudes y las de
los miembros de su familia, que no siempre fueron tratados generosamente por los que
tuvieron fortuna, y alcanzaron gloria, en la misma empresa por la que ellos lo dieron
todo, y lo perdieron todo.
Otros generales: Jordana, Dávila, Kindelán, Saliquet, Aranda
Después de estos "grandes" la más alta significación correspondía entonces a los
generales Jordana, Dávila y Saliquet. Jordana no desempeñó en la guerra civil ningún
papel militar, pero tuvo participación importante en la Junta Técnica del Estado en
Burgos -que presidió- y luego fue el primer Ministro de Asuntos Exteriores del
Régimen, cargo al que volvió después de mi cese en él. Era un hombre pequeño,
mesurado, de ojos claros y tímidos, prudente y educado. Ni la primera, ni la segunda
vez, se le eligió para ese cargo porque representase una ideología determinada o una
determinada tendencia internacional, sino porque se le tenía -con razón- por un hombre
seguro y, a sus años, desprovisto de ambición. Siempre fue un hombre sobrio. Eran los
tiempos en que la codicia no había empezado todavía a corromper el aparato político.
Según el testimonio -hecho público muchas veces y con toda despreocupación por el
Barón de las Torres que fue Jefe de Protocolo-la consignación de que disponía el
Ministerio de Asuntos Exteriores para actos sociales y gastos secretos era devuelta en su
mayor parte a la Hacienda al final de cada ejercicio mientras Jordana y yo fuimos
titulares de aquella cartera, pero más tarde, aunque la consignación había sido
notablemente aumentada, se consumía siempre enteramente antes del año y era
necesario habilitar créditos suplementarios.
De Dávila hay poco que decir. Era un hombre pequeño, muy laborioso, ejemplo de
modestia y honradez, discreto y apagado. Durante unos meses desempeñó el cargo de
Presidente de la Junta Técnica en Burgos. Luego fue Jefe del Ejercito del Norte a la
muerte de Mola y primer Ministro de Defensa. Tenía yo anterior noticia de él porque
cuando la minoría parlamentaria de la "CEDA" fue la más numerosa y en un momento
pensamos que conseguiría el poder, yo le pedí a Franco -jefe entonces del Estado Mayor
Central- que me diera nombres de militares para posibles gobernadores civiles y me
indicó estos tres: Dávila, Doval y Planas de Tovar, Estos dos últimos de características
muy distintas a las del primero, dicho sea en honor del General.
Hombre de considerable personalidad y carácter fue el general de Aviación Kindelán
que parecía un Ingles y era a medias un irlandés alto y rubio. Era el máximo postulante
de la restauración monárquica como coronación de la guerra y en ello se mantuvo hasta
su muerte. Se atrevía a decirle a Franco cosas poco gratas y a darle consejos. No en
vano había sido el uno de los gestores principales del nombramiento de Franco para
"Jefe del Gobierno del Estado" en la célebre Junta de 1936. Kindelán se equivocó en sus
previsiones monárquicas en relación con Franco, según reconoció más tarde con
amargura. Yo no tuve relación con él en la etapa política de Burgos, lo que pronto
comprendí que fue un error; cuando le observé de cerca, ya en Madrid, pude darme
cuenta de su respetabilidad, integridad y buen juicio, valores esenciales, y no demasiado
frecuentes, en el mundo de la acción política.
Saliquet, al que Yagüe llamaba el General ruso, con su abultado corpachón y sus
enormes bigotes, era un militar a la antigua que acreditó gran valor personal al hacerse
con la Capitanía General de Valladolid (VII Región Militar) que la tomó acompañado
del General Ponte -hombre muy bravo- y de pocos oficiales más, después de un duelo a
pistola con el general republicano Molero y sus ayudantes en el que murió el falangista
Estefanía y resultaron heridos el vencido Capitán General, sus dos ayudantes, y alguno
de los militares que acompañaban a Saliquet.
Se contaba de él, entre militares, que estando ya durante la guerra próximos a Madrid y
teniendo el mando de un Sector del Ejercito -"Centro"- intentó por tres o cuatro veces en vano- la toma de una cota en la que el enemigo se había hecho fuerte. Una mañana,
sin embargo, vinieron a decirle que el teniente coronel Asensio, Jefe de una columna
africana, acababa de expugnar el objetivo. "¿Y cómo lo ha hecho?", preguntó el
General. Se lo explicaron así: preparación artillera, una compañía amaga, otra que cubre
un flanco, otra que realiza el asalto... y entonces Saliquet exclamó "¡toma!,
¡maniobrando!, ¡así cualquiera!"
También se contaba que para dirigir las operaciones usaba un mapa de España ordinario
sobre el cual señalaba con sus manazas un espacio grande como una comarca y decía:
atacaremos por este punto. Era hombre simpático, honrado, bonachón, nada infatuado,
perrunamente fidelísimo al mando. Por esto sin duda este, acabada la guerra, se negó en
redondo a escuchar las denuncias que en la Dirección General de Seguridad y en el
Ministerio de la Gobernación llovían no contra el General, que era persona intachable,
sino contra los negocios que realizaban gentes de su entourage. El subsecretario de
Gobernación Lorente Sanz y el director general de Seguridad Mayalde me transmitían
información sobre actos que tan poca semejanza guardaban con los enormes sacrificios
de la guerra, y yo así se lo comunicaba y argumentaba a Franco que me escuchó con
preocupación la primera vez pero como insistiera días después sobre el mismo asunto,
enojadísimo exclamó: "Ya estoy harto de estas cosas del Subsecretario y del Director
General. A mí que me dejen en paz." Yo entonces le manifesté que no se si se había
dado cuenta cabal de lo que acababa de decir, ya que eso no era posible; que podíamos
aspirar a la consideración y al respeto, pero de ninguna manera a la paz cuando tan
grandes responsabilidades pesaban sobre nosotros, mucho mayores las suyas que las
mías; esa era la grandeza y la servidumbre del poder.
Hombres de personalidad interesante y de nervio militar templado fueron Moscardó,
héroe del Alcázar, Aranda, Bautista Sánchez, Yagüe, Muñoz Grandes, Asensio, Barrón,
García Valiño, Bartomeu, García Escámez, Sagardia, Castejón, Rodrigo, Ríos Capapé,
Urrutia y algunos más. Yo no hago aquí un estudio de la guerra ni de sus principales
figuras, sólo de aquellos generales con los que tuve especial relación y ocuparon
mandos importantes: Solchaga, militar puro que nunca quiso aprovechar su prestigio y
su nombre para lucrarse en empresas y negocios, con carrera muy brillante iniciada en
Marruecos donde consiguió ascensos por meritos de guerra. Con la Republica mandó
como Coronel el Regimiento de América de Pamplona y quedó al mando de la plaza
cuando Mola se instaló en Burgos. Estuvo luego al frente de las Columnas navarras y
tuvo intervención muy importante en el planteamiento de la campana del Norte. Martin
Alonso, que fue a socorrer Oviedo en los días del cerco de la ciudad y más tarde se le
nombró Ministro del Ejército. Camilo Alonso Vega que después de sus mandos
militares tuvo alguna intervención en la vida económica y fue Ministro de la
Gobernación.
Exigencias de orden técnico militar obligaron a habilitar de comandantes a los
capitanes, de tenientes coroneles a los comandantes y así sucesivamente hasta
Generalato, situándolos a todos ellos de esta manera al mando de Divisiones y Cuerpos
de Ejército.
A los generales Bautista Sánchez, Castejón, Barrón -muy distinguidos militarmente- y a
otros jefes que no salieron nunca de la esfera militar los trate poco; no así a Aranda, a
Yagüe, a Muñoz Grandes, Varela, García Valiño, Moscardó y Ríos Capapé.
Aranda era un hombre que de no ser militar hubiera podido parecer un intelectual y
también un eclesiástico. Era grueso, de cara redonda, con gafas y ninguna preocupación
por la apariencia marcial. Mi impresión es que se trataba de la cabeza mejor organizada
del Ejército y no exento de capacidades políticas, aunque inestable y tal vez sobrado de
ambición. Fue un gran organizador y su apreciación de las situaciones era siempre
certera. Había sido masón y hombre de confianza de la República.
El mismo día 18 de julio todavía era considerado por el Gobierno republicano como uno
de los jefes más seguros; con él y con los mineros pensaban en Madrid que en Asturias
no habría problema. Sin embargo con la mayor reserva él tenía su plan para sublevarse.
Un tren con mineros y una columna de camiones salió aquel día para enfrentarse en
Valladolid con los militares sublevados, primero, y luego seguirían hasta Madrid para
engrosar la resistencia. De esta manera alejaba de Oviedo -donde la guarnición estaba
en cuadro por los permisos veraniegos- a los que habían de significar la mayor
resistencia para la sublevación militar y dio orden de concentración a la Guardia Civil.
Al amanecer el 19 de julio, Mola le llama desde Pamplona diciendo al coronel Aranda
que a las siete de la mañana piensa sublevarse. Aranda se compromete a secundarle,
pero guarda la mayor reserva; asiste a las ocho a una reunión en el Gobierno Civil con
los jefes de los partidos de izquierda y les tranquiliza diciendo que en Oviedo no pasara
nada porque él tiene medios para mantener el orden. A continuación orden a que todas
las Compañías de la Guardia Civil queden concentradas en Oviedo esa misma tarde,
aunque para facilitar sus desplazamientos tengan que levantar el puno.
Estando nuevamente reunido el coronel Aranda en el Gobierno Civil con el Gobernador
y los jefes socialistas y republicanos le llevan allí un telegrama del Ministro de la
Guerra para que entregue las armas. Aranda comprende que está prisionero en el
Gobierno Civil y con gran aplomo dice a los allí reunidos que el asunto es tan grave
que, sin su orden personal, los jefes de cuerpo no entregaran las armas. Para dar
personalmente la orden sale del Gobierno -recobra la libertad- y vuelve a su despacho
de la Comandancia donde ha reunido a todos los jefes de Cuerpo y al de la Guardia
Civil. Con serenidad, que a todos impresiona, les lee el telegrama y dice: "Esta orden no
voy a cumplirla y desde este momento me sublevo contra el Gobierno de Madrid."
Todos los jefes reunidos acatan su decisión y Aranda escribe sobre el mismo telegrama
del Ministro "No cumplo la orden por ser contrario al honor militar y al interés de
España", y lo entrega a su jefe de Estado Mayor para que de curso a este telegrama
suyo. El comandante Caballero se apodera del Gobierno civil. Aranda ha sabido
ahuyentar al enemigo y apoderarse de la ciudad. Su inteligencia muy clara y su temple
extraordinario funcionaron en perfecto sincronismo.
Su actuación en Asturias, su decisión a favor de la causa militar, fue tan importante para
la economía de la guerra que no había manera de ponerle peros. A pesar de esto nunca
tuvo la confianza de la mayor parte de sus compañeros: no alcanzó mandos políticos,
aunque si destinos militares importantes, y siempre fue, aunque de manera cautelosa, un
poco conspirador. Durante la segunda guerra mundial cultivó las relaciones con los
alemanes, aunque sin olvidar por completo algunos contactos con los aliados. Según
testimonio que me merece confianza, Franco conservaba pruebas fehacientes de aquella
relación. Así es que cuando, al término de la guerra, Aranda pasó decididamente a la
conspiración pro-democrática en unión con monárquicos liberales y antiguos cenetistas,
Franco pudo emplear contra él una severidad sin truculencia, que es lo que mientras
mantiene su frialdad prefiere; esto es, cuando no le ciega el odio o cuando las
circunstancias hacen peligrosa otra conducta. Lo mandó a la reserva y al confinamiento
mientras metía en las cárceles a sus cómplices más vulnerables.
Con más autoridad en el Ejercito, y menos temor al valor de las pruebas que Franco
pudiera tener contra él, Aranda hubiera estado en condiciones para dirigir el
"desmontaje" del Régimen a favor de las nuevas circunstancias pues intelectualmente
ningún militar estaba mejor dotado que él y así lo creyeron muchas personas, políticos,
escritores, e incluso algunas gentes de la sociedad elegante, muy aficionadas a
entremetimientos oportunistas en la política, repetían: Aranda, Aranda, Aranda. Sin
embargo Franco consiguió sumirlo en el seno de las tinieblas.
Yagüe
Yagüe era un tipo muy distinto: corpulento, alto, con melena aleonada y mirada de
animal de presa -un animal de presa miope-; era un hombre inteligente pero conducido y a veces obnubilado- por su temperamento. Rebelde y jaque, sufría sin embargo unas
depresiones cíclicas -quizá debidas a un trauma físico mal compensado- que quitaban
continuidad, firmeza y coherencia a sus actitudes. Pronto fue uno de los jefes más
populares de la guerra. Si por una parte se le reprochaba haber autorizado la terrible
represión en Badajoz, donde las banderas de la Legión sufrieron pérdidas enormes al
expugnar la plaza con Castejón al frente, por otra parte se ponderaba su interés por el
pueblo, su "izquierdismo social" para decirlo de algún modo, quedaba testimonio de un
espíritu generoso. Tales contrastes de su psicología –violencia y generosidad- lo
convertían en una especie de guerrero medieval en cuya figura, como me decía un día
Dionisio Ridruejo, sólo resultaba contradictorio el uso de las gafas.
Yagüe, como ya he dicho, llevaba siempre en la cartera el retrato de José Antonio y
pertenecía a la organización militar que, en un grado u otro, obedecía la disciplina
falangista. En 1936 a la llegada al frente de Madrid Vague comenzó a opinar
políticamente en arengas dirigidas a las banderas de "Falange" y en misivas que los
periódicos falangistas publicaban. Supe cuando llegue a Salamanca que en una dirigida
a la "Falange" de Segovia se mostró partidario de la idea de la unificación con Franco
como Jefe. Pero encontró a los falangistas muy refractarios al proyecto. Me han contado
-yo estaba entonces en Madrid en la cárcel- que su actividad conspiratoria comenzó
muy tempranamente, en el último trimestre de 1936 y muy a principios del año 37. El
entonces capitán Navarro, mas tarde General, Jefe de la Casa Civil y conde de Casa
Loja, era a la sazón Jefe de Milicias de la territorial castellana y como tal mantuvo la
conveniencia de dotar de mandos militares profesionales a la primera línea de la
"Falange", cuyo jefe supremo era el entonces muy joven y poco aplomado Agustín
Aznar. La idea de Navarro era la de que también en la cumbre se sustituyera a Aznar
por un General y que este fuese Vague. Parece que a muchos -Hedilla incluido- les
parecía razonable el proyecto.
Por su parte el propio Navarro pasó a mandar la primera bandera de Castilla que llevaba
un Capitán civil: Girón, y dos profesionales, Francisco Navarro, de Segovia, y Silvestre,
de Madrid. Los contactos con Yagüe continuaron. ¿Llegó entonces a aspirar Yagüe no
sólo al mando militar de la "Falange" sino a su mando supremo y tras de ello a
anticiparse a Franco en la constitución del caudillaje? Así se me ha asegurado; e incluso
parece que se pensó en una concentración armada so pretexto de homenaje en
Salamanca a la que Franco seria invitado y en la que se le conminaría a entregar la
jefatura del Gobierno al jefe militar falangista o a ser sustituido por este en todos los
aspectos. Por supuesto que aquello no pasó de ser una conspiraci6n falangista "hablada"
de las que no tienen ninguna consecuencia real.
Tensiones entre Yagüe y Franco las hubo siempre. Con ocasión del Decreto de
Unificación Yagüe dirigió a Hedilla un telegrama de adhesión que decía: "hoy más que
nunca a tus órdenes", y que fue interceptado; aunque luego Yagüe visitó a Franco para
ofrecerse como domesticador de los falangistas inquietos. Al constituirse la Junta
Política del partido unificado no fue él sino Asensio el nombrado como representante de
los militares falangistas.
Al final de la guerra Yagüe, en cambio, fue nombrado a propuesta mía, y para su
implicación política, Ministro del Aire. Me costó mucho trabajo convencer a Franco,
que se resistía a ello tomando como razón principal la escasa importancia que la
Aviación tenía aun para desglosarla del Ministerio de Defensa y formar así un
Ministerio nuevo, pero además no me ocultaba que Yagüe no le merecía confianza, que
era poco seguro, poco adecuado, y porque lo criticaba todo. Precisamente por esto, le
decía yo, hay que responsabilizarle políticamente en las tareas del Gobierno.
Se encontraba a la sazón Yagüe en Sevilla y yo fui allí para comunicarle este deseo de
que fuera Ministro y El desabridamente, me dijo literalmente estas palabras: "Esta
usted, Serrano, completamente equivocado y metido en una empresa imposible porque
con ese hombre no se va a ninguna parte: es desleal, desconfiado y alparcero (modismo
que en Aragón y en la frontera con Soria es equivalente a chismoso). Le conozco bien
pues siempre he estado junto a él, y sé que no piensa más que en su interés y
conveniencia personal; en África cuando éramos tenientes tenía su Sección mejor que
ninguno, pero sin contemplaciones con nada ni con nadie que pudiera deslucirle. Un
día, ya formados sus hombres, llegó con retraso de pocos minutos un cabo (no recuerdo
si dijo cabo o sargento) que le prestaba los mejores servicios. Franco le reprendió
destempladamente y como aquel se disculpara diciéndole que venía de una misa en
sufragio de un familiar muy próximo, Franco a quien nada de esto importaba, ante las
exigencias del servicio, exclamó: '¡Pues aquí, ya lo saben, ni mujeres ni misas!' "
En el Gobierno, Yagüe se comportó de una manera versátil: cayendo unas veces del
lado militar más intransigente, como ocurrió por ejemplo en materia de política cultural,
y otras, en cambio, del costado falangista mas extremoso. Reunidos en Consejo de
Ministros, dirigiéndose a Franco pero apuntando contra mí, dijo que era vergonzoso no
dar entrada en la zona nacional a hombres eminentes como el doctor Varela Radio. Yo
en realidad agradecí esa intervención suya que me permitió exponer una vez más el
error que a mi juicio constituía no permitir la entrada en nuestra zona a hombres de
positivo valor intelectual, Marañón, Azorín, Hernando, etc. (no sé si en la misma
situación estaba todavía Ortega), nombres de prestigio internacional cuya incorporación
sólo beneficio nos reportaría, y añadí que desde el punto de vista político y del orden
publico a mí, Ministro de la Gobernación, no me causaban la menor preocupación. Así,
pues -dije-, entiendo que todos ellos deben ser autorizados para regresar a España y con
ellos podrá venir el doctor Varela Radio, pero por sus meritos científicos y
profesionales, no par pariente. (Hable así porque yo estaba en la idea de que Yagüe y él
eran parientes. Mucho tiempo después el hijo del doctor Varela Radio, también
eminente ginecólogo, me aclaró que no eran parientes sino grandes amigos.) Frente a
ese interés personal de Yagüe por el citado doctor había en la extrema derecha y entre
algunos generales una enérgica oposición a la repatriación de aquellos intelectuales;
especialmente por parte de Varela que refiriéndose a Marañón decía "a ese si entra lo
mato yo". (Lo que no pasaba de ser un alarde verbalista, pues según mis noticias el
General condenó siempre los crímenes que se cometían en retaguardia.)
Yagüe conspiró todavía alguna que otra vez, pero nunca remonto del todo aquella
contradicción por otra parte explicable. Como soldado fue figura muy valiosa,
inteligente, organizador, generoso y muy querido por sus colaboradores y subalternos.
En el medio ambiente que, desgraciadamente, se produjo pocos años después de
terminada la guerra fue hombre de una honradez intachable, ejemplar. Habiendo sido
luego Capitán General todopoderoso en Burgos, antes Ministro, promotor de varias
obras que beneficiaron grandemente la provincia burgalesa, vivió con gran austeridad y
murió sin dinero. Aun antes de que se oficializara esta denominación todas las gentes de
la provincia empezaron a llamar a su pueblo San Leonardo de Yagüe.
Muñoz Grandes
Manteniéndose en un tren privado que lindaba con la sordidez estuvo Muñoz Grandes.
Aparte de ser considerados ambos generales falangistas, podría decirse que Muñoz
Grandes era el antípoda vital de Yagüe. Pequeño, magro, desaliñado en el vestir (con
frecuencia no llevaba en el uniforme los emblemas de su grado), enfermizo y nada
elocuente, Muñoz Grandes oponía a la fanfarronería e impulsividad de Yagüe un talante
reservado y, a su manera, astuto. Sus dotes intelectuales no eran relevantes. Muñoz
Grandes no había intervenido ni en la conspiración ni en la sublevación, pero tampoco
quiso servir al Gobierno de la República y fue detenido y conducido ala cárcel, donde
hasta los primeros días de noviembre -presos los dos en la Galería 1.a de la misma-lo
trate mucho. Allí procuraba pasar desapercibido, pues pensaba que era inútil hacerse
notar y siempre tuvo la protecci6n de los guardias de Asalto de los que durante la
República había sido jefe, lo que dice mucho de sus cualidades de tal.
Durante la guerra lo trate poco. Tuvo la reputación de buen soldado. Al finalizar esta y
constituirse el segundo Gobierno propuse a Franco su nombre para Secretario General
del Partido Único, a instancia y por consejo de algunos falangistas. Pronto advertí que
aquello fue un error por la compleja estructura del mando: Jefe Franco, yo Presidente de
la Junta Política, Muñoz Grandes Secretario General, Gamero del Castillo
Vicesecretario, y también aparecía como Vicepresidente de la Junta Rafael Sánchez
Mazas que fue siempre pieza meramente nominal, nulo e inoperante en el organismo, ni
tuvo una iniciativa ni el valor de apoyar una postura. Todas las funciones en la práctica
venían así a quedar duplicadas, lo que era particularmente inconveniente si se piensa
que los números uno, en las dos fases, eran militares de mentalidad un tanto simple que
no conocían ni tenían mucho interés en conocer el mecanismo complejo con que
funciona una organización civil a diferencia del supuesto militar.
Nunca tuvimos un choque frontal, pero por el ambiente que creaban chismes de
ayudantes y camarillas, se fue produciendo primero un enfriamiento y luego una
incompatibilidad por acumulación. Ni yo podía no interferir la relaci6n del Jefe con el
Secretario General ni este podía no resentirse de la relación entre el Vicesecretario y yo.
Si se añade que en tales casos y circunstancias siempre hay gente dispuesta a meter
cizaña y a utilizar no la instancia debida, sino la que más les conviene, se comprenderá
que los engranajes rechinasen a cada paso. Como a la Junta Política le dimos mucho
impulso aquellos años (se estudiaron en ella una Ley de Sindicatos, una Constitución
política entera, la Reglamentación del "Frente de Juventudes" y otras muchas cosas
más) era difícil mi inhibición a favor del Secretario General y también la del
vicesecretario Pedro Gamero que, mejor dotado que el General para las tare as políticas,
aunque fuera muy joven, no podía abstenerse de tener iniciativa. Al cabo de algún
tiempo y de algunas tiranteces Muñoz Grandes presentó la renuncia del cargo. Gamero
hizo otro tanto, lo que por ley de compensación resultaba indispensable.
Fue aquella época de grandes tensiones falangistas por el control del poder y me referiré
en su lugar a alguna muestra de ellas. Yo, recién nombrado Ministro de Asuntos
Exteriores, me inhibí un tanto de los problemas del partido, y Franco procedió a
nombrar Secretario General del mismo cuando y como he contado en su lugar. Fue para
mí el comienzo de una etapa mucho peor alas anteriores porque si con el general Muñoz
Grandes podía no entenderme fácilmente, con el sucesor ya no había posibilidad de
entendimiento de ninguna clase.
Más tarde fue Muñoz Grandes nombrado por iniciativa de Enrique Sotomayor -puro,
iluminado, falangista que luego cayó heroicamente en Rusia- Jefe de la División Azul.
Mis relaciones con el General mejoraron entonces. Había mantenido yo una batalla
primero para que la División no fuera una unidad regular del Ejercito sino de
voluntarios falangistas, lo que representaba formalmente -frente al exterior- un
compromiso mucho menos grave. Varela sostenia lo contrario y al menos logró que
toda la oficialidad fuera profesional y que en algunas regiones -Lérida, Barcelona- el
voluntariado se reclutase entre los soldados en filas y no entre la masa del partido.
Mientras el Ministerio del Ejercito llamó siempre "División espanola de voluntarios" a
la que los falangistas y la prensa llamaron "División Azul"; nombre este algo
almibarado debido a la minerva del Secretario General contra el parecer de otros
falangistas de mejor gusto retórico. En fin, azul para nosotros y sin color para el
Ejercito, la División fue una nueva fuente de fricciones entre el sector militar y el sector
civil del Gobierno, que protagonizábamos entonces Varela y yo, y en rigor de una
confrontación formal entre Varela y la "Falange" en la que nada tuve que ver, como
explicaré en otro lugar, de la que resultó la eliminación de ambos del seno del Gobierno.
Por lo que a Muñoz Grandes se refiere este alcanzó prestigio entre sus propias huestes, y
distinciones especialísimas por parte de Hitler que lo recibió varias veces y que es
seguro que lo considero como posible pieza de recambio para sustituir cuando fuera
preciso al "clerical Franco" (como le llamaban en las alturas del III Reich) que no les
entusiasmaba nada pese a los halagos con que, después de mi salida del Gobierno, se
quiso demostrarle aquí su simpatía y su incondicional adhesión al III Reich. Pero ya
declinante la estrella del Eje a poco de regresar Muñoz Grandes de su empresa, este no
tendría oportunidades de antagonizarse con Franco, aunque no dejó de conspirar alguna
vez contra él. En otro lugar me refiero a una anécdota muy expresiva relacionada con
esas conspiraciones. Su carrera brillante compensó su poco éxito como opositor o
bandera de los grupos que dentro del mismo sistema aspiraban a la oposición. Jefe de la
Casa Civil del Jefe del Estado, Capitán General de Madrid, Ministro del Ejército,
Capitán General efectivo del Ejercito y Vicepresidente del Gobierno, tales fueron los
escalones de su ascenso. Siempre quiso y nunca pudo -o nunca quiso con bastante
fuerza y riesgo- corregir la corrupción del Régimen, imponer la autoridad en el Ejercito
y en la gobernación del país.
Varela
Varela, General dos veces laureado, tenía una brillantísima carrera militar. La guerra
civil pudo haberle dado ocasión de obtener la tercera laureada pero no tuvo suerte,
aunque si el tanto de popularidad resultante de haber mandado o dirigido la columna
que viniendo del Sur –él y el general López Pinto habían sublevado Cádiz- se desvió
para liberar a los que resistían en el Alcázar de Toledo, desviación o diversión
importante más por las exigencias de la propaganda que por razones de humanidad y
que al decir de muchos fue causa de perder los días oportunos para haber atacado sin
excesivo riesgo a un Madrid mal guarnecido -moralmente entregado, fuimos testigos los
que allí estábamos- y que en cambio pudo la capital, por este nuevo rumbo del Ejército,
y por los días perdidos en esa operación, fortificarse y recibir refuerzos.
Mi relación con Varela fue muy afectuosa con anterioridad al Movimiento, durante la
conspiración en la que le encontré siempre resuelto, animoso, impaciente por actuar y
quejoso de los que nunca consideraban llegada la hora de hacerlo. "Cada día -decía- será
más difícil y nos costara más sangre." Por el contrario, se hizo tensa a partir de su
nombramiento de Ministro de la Guerra en el segundo Gobierno de Franco. Allí el quiso
ser algo así como el jefe del partido militar, como yo resultaba ser para el jefe del
partido civil. Se decía monárquico y nunca dejó de manifestar hostilidad hacia el
falangismo, aunque Franco para defenderlo ante los falangistas que le acusaban de
hostil e hiperderechista no se cansase de repetir: "¿Pero cómo pueden ustedes pensar
que Varela sea antifalangista dada la modestia de su origen?" Peregrina argumentación,
la particular idea de las cosas.
Varela cultivaba una elegancia buscada. Siempre andaba por la primera línea, próximo a
las balas, con su valor bien probado, con su uniforme de campaña muy atildado y con
las manos enfundadas en unos guantes blancos impolutos. Tenía un buen servicio de
fotografía y su "corte" de General era una de las más lucidas en materia de escritores o
periodistas porque el cuidaba mucho de su popularidad.
Ya en el Gobierno quiso más y empezaba a dibujarse como jefe político-militar
monárquico tradicionalista. Estos coqueteos dieron lugar al lamentable episodio de
Begoña que, con razón, le indignó. Acto organizado con una intención política conocida
por los maniobreros que reaccionaron como irresponsables y dieron así lugar a que
cayeran heridas unas cuantas personas y fusilado un pobre falangista recién llegado de
Rusia y ajeno a la sombría maniobra que des encadenó aquellas desgracias.
Cesado Varela como Ministro, en medio de aquella confusi6n, estuvo algún tiempo
distanciado de Franco y en actitud de protesta y oposición. Más tarde se reconciliaron y
obtuvo el cargo de Alto Comisario de España en Marruecos. A título póstumo se le dio
el grado de Capitán General del Ejercito.
Ríos Capapé y García Valiño
Ríos Capapé era una especie de gigante que se complacía en detener en un puentecillo
enfilado por las ametralladoras a las personas que le visitaban en su Cuartel General en
la Ciudad Universitaria. Desde allí les daba explicaciones sobre la situación de las
fuerzas y en su interior se divertía al pensar en el miedo que estaban pasando sus
invitados, especialmente si se trataba de hombres civiles. No desempeñó el menor papel
político salvo el muy incógnito que le llevó a Barcelona para entrevistarse con el capitán
general Bautista Sánchez, hombre de ejemplar potencial y en desacuerdo con el mal
cariz que iban tomando las cosas en un ambiente general de corrupción, poco antes de
su muerte repentina, sobre la que tanto se fantaseó, creo que sin ningún fundamento.
Traté mucho a García Valiño, General muy competente, inteligente, temerario, al que
solía llamarse el rompefrentes y también el enterrador, pues su División era trasladada
siempre al punta donde la resistencia enemiga era más dura y donde era necesario
sacrificar más gente. Le oí decir a don Juan Vigón -uno de los mayores prestigios del
Ejercito de entonces- que García Valiño había sido la gran revelación de la guerra; el
General más capacitado; el que mejor la entendía, y que estaba en posesión, además, de
un gran valor sereno.
Más tarde fue Alto Comisario en África, en la época en que ya se preludiaba la
descolonización, operación que Franco negoció astuta y secretamente mientras alentaba
a su subordinado para que se mantuviese en línea de mayor resistencia con relación a
los hombres del Protectorado francés, de donde le vino a García Valiño una antipatía
militante hacia su jefe. En los últimos anos manifestaba públicamente su desacuerdo
con la gestión política de Franco y después de cesar en la Capitanía General de Madrid
fue totalmente arrinconado. A su muerte, pese a su brillantísima actuación en la guerra,
no hubo para él honores ni pensiones para su familia, y a sus funerales creo que no
asistió ningún representante oficial aunque estuvieron presentes a título particular
algunos generales como Barroso y creo que también el duque de la Torre, Carlos
Martínez Campos.
Caso singular del general
Eliseo Álvarez-Arenas
Guardo especial recuerdo del general don Eliseo Álvarez-Arenas porque la relación
personal y oficial que mantuvimos nos unió en noble y leal amistad que ningún
episodio, en horas de tanta pasión, pudo rozar. Le conocí hace muchos años en
Zaragoza, allá por 1927 cuando mandaba el "Regimiento de Infantería de Gerona
número 2". Se le consideraba como Jefe de mucho prestigio y persona de gran
respetabilidad, en todos los ambientes de la capital.
Creo que había empezado su carrera militar en Ceuta, como Teniente del "Regimiento
de Infantería El Serrallo", ascendido a Capitán por meritos de guerra, y, promovido en
seguida al empleo de Comandante, permaneció varios años en Marruecos, mandando
también un Grupo de Regulares siendo gravemente herido en dos ocasiones. Al
ascender a General de Brigada, fue nombrado Gobernador militar de Granada y Jefe de
una División que tenía en aquella capital su Cuartel General; desempeñaba este mando
cuando al constituirse en 1936 el "Frente Popular" las turbas (ante la pasividad del
Gobernador civil) cometieron toda clase de desmanes intentando el incendio de la
ciudad; ante esta situación, cargó Álvarez- Arenas, por su cuenta, con la responsabilidad
de salir a la calle con algunas fuerzas de la guarnición y restableció el orden en muy
pocas horas, con tanto tacto que no se produjo ni una sola víctima. No obstante el
plausible acto realizado, el Ministro de la Guerra, que era entonces Azaña, le llamó a
Madrid y le dijo, en tono muy considerado, según supe, que aun comprendiendo las
razones que le habían llevado a adoptar tales medidas -por su cuenta- se veía obligado a
quitarle el mando", pero a continuación le dijo que eligiera el mismo un nuevo destino y
pidió mandar la Brigada de Zaragoza, lo que le fue concedido.
De esta manera se encontraba el general Álvarez-Arenas el 18 de julio de 1936 en
Zaragoza, y su intervención en el Alzamiento fue decisiva, pues en un momento de
vacilación declaraba el "Estado de guerra", y se oponía pocos días después a las fuerzas
del Ejército republicano que tras la rendición de Lérida se lanzaban sobre la ciudad. En
el otoño de 1936 asumió el mando de la defensa de Vitoria y luego estuvo encargado
del frente Norte en la zona de Burgos.
Constituido el primer Gobierno -1938-, en atención al tacto y sentido de la medida que
en anteriores ocasiones había acreditado, fue mi Subsecretario de Orden Publico; y los
despachos frecuentes que con este motivo tuvimos los dos engendraron la estimación y
afecto a que me he referido, nunc a interrumpida; al contrario subrayada,
caballerosamente, por el, cuando yo cese en mi actividad política.
Conducida victoriosamente la campaña de Cataluña, cuando se iba a entrar en
Barcelona, yo propuse en un Consejo de Ministros -para evitar interferencias y
cuestiones de competencia entre autoridades improvisadas, y ante la situación tan
compleja que se iban a encontrar- la creación temporal de un "Mando único cívicomilitar", nombramiento que a propuesta mía recayó, por acuerdo unánime, en el general
Álvarez-Arenas que lo desempeñó con acierto, con abnegación y honradez ejemplares,
y con una paciencia infinita, desarrollando su actividad sin que su ánimo se alterase,
sobre los asuntos mas heterogéneos y complejos, muchos de los cuales constituían
novedad para él: "desbloqueo", el restablecimiento de todos los servicios
administrativos; los económicos, transportes, abastecimientos, carbón, gas, aceite, etc.,
y de añadidura, las latas que le daban muchas personas dedicadas al juego político.
Recuerdo con este motivo que yo le había designado como asesor jurídico-político a mi
colaborador en el Ministerio, Alfonso de Hoyos –amigo mío de juventud, más tarde
consuegro, Oficial Letrado del Consejo de Estado y abogado del Estado, duque de
Almodóvar-, quien, por cierto, fue pronto ganado por las prendas morales y la simpatía
del General y me contaba cosas y reacciones suyas muy características y en ocasiones
divertidas: así un día al final de una jornada agotadora de trabajo fue a visitarle un
Consejero Nacional para plantearle no se que tiquismiquis políticos y el General por su
fatiga, agotada su capacidad de atención, permanecía visiblemente ajeno al tema que
con fastidiosa amplitud le estaba desarrollando el visitante, quien, decepcionado, tomó
el camino de la puerta, recorriendo aquel larguísimo despacho de la Generalidad donde
se encontraban, pero al llegar a la puerta desanduvo aquel recorrido, para alcanzar de
nuevo al extremo opuesto donde el "Gobernador cívico-militar" se encontraba, y
decirle: "Mi general, es que yo soy un Consejero Nacional", y este le contestó: "¿Qué
hay en ello?"; y al quedarse de nuevo solo en su despacho, casi sin advertir la presencia
de Alfonso de Hoyos, desentendido de todo -como fuera de aquel bajo mundo-, se
dirigió, familiarmente, a una imagen del Sagrado Corazón de Jesús que tenia sobre la
mesa y le dijo: "Todo esto lo hago por ti, pero no me abandones."
Junto a su prestigio y su personalidad militar estuvieron siempre sus valores humanos y
su espíritu cristiano.
Más tarde fue nombrado Capitán General de Zaragoza, luego Director General de la
Guardia Civil, llevando a cabo la fusión con los Carabineros.
En 1942, Capitán General de Valencia y posteriormente Consejero del Consejo
Supremo de Justicia Militar.
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