un empeño conciliatorio entre dos ciclos revolucionarios

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El Instituto de Reformas Sociales:
un empeño conciliatorio entre dos
ciclos revolucionarios
CARLOS SECO SERRANO *
L
a época contemporánea, en su primer
tramo, prolongado hasta el fin de la
Segunda Guerra Mundial, que da, a
su vez, entrada a nuestro tiempo puede distribuirse en dos ciclos revolucionarios: el
ciclo revolucionario liberal –de base burguesa– y el ciclo revolucionario socialista –de
base proletaria–. Hablamos de la movilización, sucesiva, del tercer y del cuarto «estado», según la terminología heredada de la
Revolución Francesa. El primer ciclo, iniciado en 1789 –con un prólogo «definidor» al
otro lado del Atlántico– cristaliza, en Francia, en torno a 1830, y tiene su expresión en
el reinado de Luis Felipe, que por algo fue
llamado «el Rey burgués». El segundo tiene
su primera manifestación significativa, también en Francia, en la revolución de 1848,
que se tradujo, políticamente, en la II República y, socialmente, en la aparicion del
socialismo utópico y en la publicación del
Manifiesto Comunista; y cristaliza con la
fundación de la Primera Asociación Internacional de Trabajadores (1864), cuyas últimas
consecuencias, a su vez, se registran en la
revolución bolchevique de 1917 y en la plasmación de la III Internacional (la Segunda
* Catedrático Emérito de la Universidad Complutense. De la Real Academia de la Historia.
había sido cauce para los partidos socialdemócratas).
En España, la Revolución Francesa había
tenido su expresión –o su paralelo– en los
años de la minoría de edad de Isabel II –como
su antecedente estuvo en 1812 y en Cádiz:
reflejo español del 39 francés–; cristalizaría
con el triunfo del liberalismo sobre el carlismo, en 1840. En cuanto al ciclo revolucionario
de base proletaria comienza a manifestarse,
lógicamente, en la plataforma española de la
revolución industrial –Cataluña–, y con antecedentes a partir de 1834, tiene su primera
expresión en la traducción social de la «vicalvarada»: la lucha por la libertad de asociación, los choques entre capital y trabajo en
torno a la petición de contratos colectivos, la
frustración en una primera solicitud de arbitraje por parte de las autoridades competentes, para resolver los conflictos entre patronos y obreros...
En efecto, hasta mediados del siglo, la presencia de los elementos obreros en las convulsiones sociales los había presentado como instrumentos al servicio de los intereses de la
burguesía revolucionaria. Tras la poco afortunada experiencia esparterista (1840-1843),
todo el centro del siglo XIX está monopolizado, políticamente, por los moderados. Durante más de veinte años, la oposición progresista –desdoblada, al final, en la inédita falange
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ESTUDIOS
democrática– se servirá, una y otra vez, del
bajo pueblo –los llamados «miserables»–
como fuerza de choque en su lucha por el
poder. Simultáneamente, los esfuerzos del
sector obrero consciente –el de los «operarios–, incluídos en el sistema de la máquina
para conseguir un cuadro de seguridades y
garantías a través del asociacionismo,
habrán de estrellarse en la incomprensión y
el egoísmo del empresariado. Empujados los
unos, mercenariamente, por la oposición progresista, desplazados los otros hacia esa misma oposición por el fracaso de su táctica, la
que pudo ser una dualidad, o una división, en
el «cuarto estado» entre miserables y obreros
industriales, quedaría superada –sintetizada– a partir de 1855 (tras la vicalvarada), en
un frente compacto. «La tendencia al dualismo –ha escrito Jutglar– existía, y si la división –vista como imposible a partir de 1855–
no se produjo, se debió tanto a las condiciones
objetivas de la estructura de clases como a la
falta de visión burguesa y al egoísmo empresarial, que lejos de intentar o de fomentar
esta división, a partir de la promoción de un
pequeño sector adicto, no abrió camino a las
pretensiones operarias, e hizo real, con su
avaricia y exclusivismo, una fusión clasista
de gran trascendencia para el futuro de la clase obrera1».
Al cabo del ciclo isabelino –en los tiempos
que llevan de la crisis de 1855 a la de 1868–
operarios y miserables, abandonado el campo
«progresista», irían coincidiendo en sucesivos
frentes políticos cada vez más radicalizados:
frente democrático, frente republicano. Desde 1870 se fundirían en una plataforma de
acción común –la Primera Internacional– que
a un mismo tiempo rechazaba el cauce político y la estructura social.
Aunque puede dar lugar a confusiones una
visión puramente superficial de la historia
política de nuestro siglo XIX, no debe olvidar1 ANTONI JUTGLAR: Els Burgesos catalans, Barcelona,
1966, págs. 65-66.
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se –y se olvida de continuo– que moderados y
progresistas son dos caras de una misma
moneda –de una misma revolución: la revolución liberal–, y que más o menos, unos y otros
se nutrieron con clientelas de idéntica base
social; las diferencias que los separan, antes
atienden a los límites o al alcance del programa desamortizador que al programa en sí. No
deja de ser curioso el espejismo que enturbia
las ideas de nuestros actuales especialistas
en historia social, dispuestos siempre a establecer una diferencia nítida en cuanto al tratamiento del problema obrero, entre las
situaciones moderadas y las situaciones progresistas. La realidad es que los años que
corren de 1840 al 1854, quedan enmarcados
por la ley moderada de 1839, autorizando la
organización de sociedades obreras (R.D. de
28 de febrero de 1839, bajo el Gobierno Pérez
de Castro, que permitiría la aparición de la
temprana Mutua de Tejedores); y por la Ley,
también moderada, de 1854, estableciendo en
condiciones que el inquieto obrerismo barcelonés consideró aceptables, unas bases para
la formación de sociedades industriales, que
incluían un tímido esbozo de jurados mixtos.
Y es igualmente una realidad, que el mando
progresista, durante la regencia de Espartero, está jalonado por una serie de oscilaciones
respecto a la legalidad del asociacionismo
obrero –enumeremos: el 6 de enero de 1841,
la Regencia decreta la disolución de la Mutua
de Tejedores; el 9 de diciembre del mismo
año, nuevo Decreto de disolución el 16 de enero de 1843–.
Ahora bien, el hecho de que el progresismo
–alternativa de izquierda política– permaneciera alejado del poder durante más de once
años, hizo que, olvidados los errores de
Espartero, polarizase todos los movimientos
enfrentados, por unas y otras razones, con el
moderantismo encarnado por Narváez, monopolizador del gobierno a lo largo del reinado
de Isabel II. Cuando, tras la vicalvarada,
logró recuperar el Poder, el progresismo volvió a poner de manifiesto sus carencias en la
visión del problema social.
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Fue, en efecto, la experiencia negativa
–para los intereses de la clase obrera– vivida
durante el bienio progresista de 1854 a 1856,
lo que determinó un deslizamiento del «proletariado» desde el campo del «progreso», en el
que había figurado durante el trance revolucionario iniciado por O´Donnell y del que se
benefició Espartero, al campo democrático.
Dos episodios decidieron este desplazamiento: la huelga general –para Cataluña– de
1855 –y su represión por el Gobierno esparterista– y el llamado «conficto de la media
hora»2. La primera no fue otra cosa que la
réplica de las sociedades obreras catalanas a
la reaccionaria actitud del general Zapatero,
que, tomando como pretexto la amenaza de la
facción –el presunto riesgo de un movimiento
carlista– suprimió, de un plumazo, todas las
asociaciones obreras. Cuando Espartero trató de poner remedio al error de Zapatero, y de
«contentar» a los obreros, prometiendo a
éstos, a través de un mensaje paternalista
que llevó a Barcelona su ayudante, el general
Saravia, dar satisfacción a sus reivindicaciones, esa pretendida satisfacción, materializada en un proyecto de ley sobre relaciones
entre patronos y obreros, decepcionó totalmente a estos últimos. Una delegación obrera, encabezada por los «operarios» Alsina y
Molar, puso de relieve ante la Comisión de las
Cortes Constituyentes que había de tramitar
la Ley, los motivos del rechazo que el proyecto provocaba en ellos: en los tres frentes a que
apuntaban las aspiraciones de los «operarios»
catalanes –libre asociación, establecimiento
de jurados mixtos, sistema de contratos colectivos– ese proyecto suponía una burla o un
retroceso. Limitaba el número de cada asociación a 500 individuos; prohibía los contratos
colectivos; ponía los jurados mixtos bajo el
control del Gobierno, que elegiría sus miembros entre los «dueños de talleres, mayordomos y contramaestres». La argumentación de
2 «Las sociedades obreras de Barcelona y la política
en junio de 1856», en Homenaje a Jaime Vicens Vives,
Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Barcelona, 1967.
Alsina venía a resumirse, aun no formulándola, en una acusación: la Ley proyectada por
el Gobierno progresista atendía descaradamente a los exclusivos intereses de la clase
patronal. La posición de Alsina venía respaldada por las 33.000 firmas recogidas por el
tipógrafo Ramón Simó y Badía, director de
«El Eco de la Clase Obrera».
Pero las esperanzas puestas en la gestión
de Alsina y Molar registraron un fracaso que,
exasperando los ánimos de los obreros contra
el progresismo gobernante, preparó el
ambiente para que el llamado «conflicto de la
media hora» estallase en mayo. Su origen
estuvo en un atentado de la clase patronal
contra el límite de la jornada de trabajo, establecido un año antes3. Extendido y agriado el
conflicto, el gobernador civil se inhibió al ser
requerido por los obreros como posible árbitro, ya que, según declaró, no quería mezclarse en este tipo de cuestiones «para no estorbar la libertad de patronos y obreros» (8 de
junio)4. La réplica –formulada por los hiladores– se expresó en un manifiesto (día 15), que
denunciaba, no sólo la actitud del gobernador, sino la política clasista del Gobierno –tal
3 «Los términos en que se plateaba el conflicto eran
simples. Desde primeros de mayo de 1856, cuatro fabricantes habían impuesto a sus obreros hiladores que
trabajasen media hora más el sábado por la tarde en las
semanas en que había habido algún día festivo, además
del domingo. Los hiladores de estas fábricas se negaron
a ello y fueron despedidos. Poco tiempo después, otros
trece fabricantes imitaron la exigencia de los cuatro primeros, sin que conste cuál fue la reacción de los respectivos hiladores. Para entender todos los elementos
en litigio es preciso recordar que la semana normal de
trabajo constaba en aquel momento, en lo que respecta a los hiladores, de sesenta y nueve horas, repartidas a
razón de doce horas diarias para cada uno de los cinco
primeros días de las semana; las nueve horas restantes
se trabajaban en sábado, con lo cual la jornada en este
día terminaba a las cuatro de la tarde. En las semanas
en las que coincidía una fiesta además del domingo, las
horas efectivas de trabajo eran cincuenta y siete. Los
mencionados patronos exigían cincuenta y siete horas y
media, y los obreros se negaban a la imposición de esta
media hora suplementaria» (MARTÍ, págs. 375-376).
4 MARTÍ, 376.
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ESTUDIOS
como éste la había expuesto, según vimos, en
su proyecto de ley:
«Pasmó a la Comisión –subrayaba el manifiesto– esta respuesta que no esperaba, puesto que nunca pudo creer que el representante
en Barcelona de una forma de gobierno que
legisla sobre las libertades y que restringe
aún la de asociación, se negase, si no a patrocinar a una clase, al menos a intervenir en un
desacuerdo que por su carácter puede ser un
manantial de nuevas calamidades públicas».
Y llegaba a esta conclusión: «Ellos (los fabricantes) son los que con sus exigencias han
abierto nuestros ojos y nos han obligado a
buscar la causa de tantos males, y de raciocinio hemos llegado a comprender que nuestros
males cesarían cuando las Cortes se interesen por nuestra causa, y las Cortes estarán a
favor nuestro y en favor de la justicia al mismo tiempo cuando nosotros nombremos nuestros diputados».
De hecho, se trataba de una proclama
democrática. Pi y Margall percibió de inmediato el viraje. En un artículo publicado en La
Razón (1 de julio) se expresaba así: «Estas
grandes masas de obreros, preocupados hasta aquí exclusivamente por la cuestión del
trabajo, se creía que podían servir de instrumento a cualquier partido que se ofreciese a
apoyarles en sus más o menos justas pretensiones. Su adhesión de hoy a los principios
democráticos, traba y confunde a nuestros
enemigos: saludémosles desde hoy a este
nuevo ejército, confiémosles desde hoy nuestra bandera».
Y en efecto, en las nuevas confrontaciones
sociales que matizaron la fase final del reinado de Isabel II, la presencia del obrerismo se
hizo notar, integrada en las filas de un proceso revolucionario de filiación democrática.
Pero además, muy significatiavamente, coincidían ahora fundiéndose en un solo frente, la
frustración del camino legalista emprendida
por los «operarios» –el sector obrero consciente, incluido en el sistema de la máquina– y la
desesperación de los llamados «miserables».
30
En adelante, la lucha por el asociacionismo se
identificaría con una aspiración política
democrática para alcanzar sus propias reivindicaciones; para dejar de ser ingenuo instrumento y convertirse en sujeto de la acción
política. Se ha dicho que «no hay duda de que
el obrerismo constituyó la infraestructura
real, si no de la revolución de 1868 en sus inicios, sí de su intención final»5. Aunque esta
afirmación resulta excesiva e inexacta, sí es
cierto que el proceso político alumbrado tras
la batalla de Alcolea, aunque no representase
de hecho otra cosa que la culminación del
ciclo revolucionario liberal-burgués, iba a
abrir –involuntariamente, por supuesto–,
partiendo del sufragio universal y de la libertad de asociación, un ciclo nuevo –el del «proletariado militante»– en cuanto las masas
obreras que habían dado fuerza y calor excepcionalmente al pronunciamiento de Cádiz se
fuesen desplazando hacia un frente propio,
decepcionadas –una vez más– por el «reajuste» que los caudillos de aquél –Prim, Serrano– se apresuraron a imprimirle, apenas conseguido el triunfo.
La nueva decepción vino, ante todo, como
consecuencia, por una parte, de la renuncia
de Prim a hacer efectivas sus promesas de
abolición de las quintas6, y, por otra, de la
5 JOSÉ LUIS ARANGUREN; Moral y sociedad, Edicusa,
pág. 134. La realidad es, como señala JOSÉ ANTONIO GÓMEZ MARÍN, que la revolución burguesa de 1868 «utilizó
cuanto pudo la potencialidad revolucionaria de los movimientos obreros, guardando las prevenciones de rigor,
y, como había sucedido en Francia veinte años atrás, la
revolución burguesa liquidó en cuanto pudo la revolución popular. Prim había de ser un Cavaignac seguro,
capaz de inspirar confianza en su clase. Así, cuando las
Constituyentes –el gran compromiso de la oposición de
Ostende– plantearon la liquidación del movimiento revolucionario, el desaliento sucedió al ingenuo optimismo del pueblo» («Alcance de los movimientos sociales
en la revolución de 1868», en Atlántida, n.º 36, noviembre-diciembre de 1868, pág. 578).
6 La fuerza atractiva que estas promesas ejercieron
sobre los elementos populares ha sido estudiada por JOSÉ TERMES, El movimiento obrero en Epaña. La I Internacional (1864-1881) (Publicaciones de la Cátedra de
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supresión drástica de las juntas populares
surgidas al mismo tiempo que el triunfo de
«la gloriosa», así como de la represión de los
movimientos campesinos que, sobre todo en
la Baja Andalucía, intentaron convertir en
«revolución sustantiva» la revolución política
que se trataba de fijar en Madrid. A ello se
sumaría el fracaso del republicanismo pimargalliano, que se tradujo en los incidentes provocados a raíz de la visita del general republicano Pierrard a Tarragona, suscitando el
«repliegue táctico» del directorio republicano,
que prudentemente se decantó por la decisión
de no apoyar una insurrección que estaba
abocada al fracaso. Parece bastante claro que
el caso de José Ferrando y Borrás, que señalaba en el desarme de Cornudella la ocasión
que le decidió a abandonar cualquier cauce
político, debió de repetirse a millares entre
los ingenuos combatientes en la algaradas de
1869. El momento no podía ser más propicio
para los propagandistas de la Internacional,
que precisamente iniciaban por entonces su
ardorosa campaña proselitista en Madrid,
Barcelona y Andalucía.
La deserción del campo de la política era
más bien la plena aceptación del credo bakuninista que Fanelli vino a difundir en los
medios obreros de la Península. Aunque presentándose como portavoz de la Internacional
Obrera fundada por Marx, la Alianza de la
Democracia socialista fundada por Bakunin,
de quien era discípulo Fanelli, tenía una significación radicalmente diferenciada de la
ideología de Marx: la diferencia que contrapone el anarquismo puro a la socialdemocracia.
Aunque en principio la Alianza se había adherido a la Internacional, esa diferencia se haría
patente muy pronto en el Congreso de La
Haya, y acabaría con la expulsión de los
aliancistas de la Internacional según Marx7.
Historia General de España, Universidad de Barcelona,
1965).
7
Vid. Max Netlau: La Première Internationale en Espagne (1868-1888). Revision des textes, traductions, introduction, notes et cartes aux soins de Renée Lamberet. Dordrecht, Holland, 1969. También: La Prèmire
Ahora bien, los internacionalistas españoles
–salvo la disidencia de la «Nueva federación
madrileña», inspirada por Paulino Iglesias8–,
fueron, desde la creación de la Sección Española, no marxistas, sino anarquistas, y como
tales se afirmaron en el importante congreso
de Córdoba (que supuso algo así como una
segunda fundación), en 1872, en la misma
línea en que se había expresado ya el congreso fundacional de Barcelona (1870), imponiendo a sus seguidores «la renuncia a toda
acción corporativa que tenga por objeto la
transformación social por medio de las reformas políticas nacionales... Esta Federación
(la de los cuerpos de oficio) es la verdadera
representación del trabajo, y puede verificarse fuera de los gobiernos políticos». Un año
más tarde, la conferencia de Valencia, ya
muy dentro de la corriente ácrata y cada vez
más enfrentada con el «autoritarismo» de
Marx –al que no mucho después iba a calificársele, desde las filas del internacionalismo
español, de «gran sultán de Londres», y a sus
seguidores, equiparándolos con el autonominado Carlos VII, «karlistas»–, trazaba una
frontera dogmática con la concepción federal
de Pi, adaptando al nuevo credo la terminología utilizada por éste, y oponiendo utopía a
utopía:
«Considerando que el verdadero significado de la palabra República, en latín res publi-
Internationale. Recueil de documents publié sous la direction de Jacques Freymond. Institut Universitaire de
Hautes Études Internationales. Genève, Suisse, 1962;
A.I.T. Actas de los Consejos y Comisión Federal de la Región Española (1870-1874). Transcripción y estudio preliminar por CARLOS SECO SERRANO (2 tomos). Facultad de
Filosofía y Letras. Universidad de Barcelona. Publicaciones de la Cátedra de Historia General de España, 1969;
AIT. Cartas, comunicaciones y circulares del III Consejo
Federal de la Región Española (1870-1874). Transcripción, estudio preliminar, notas e índices por CARLOS SECO SERRANO (los 4 últimos vols. por MARÍA T ERESA MARTÍNEZ DE SAS ) (7 tomos). Facultad de Filosofía y Letras,
Universidad de Barcelona. Publicaciones de la Cátedra
de Historia General de España, 1972-1987.
8 ENRIQUE M ORAL SANDOVAL: Pablo Iglesias. Escritos y
discursos. Antología crítica. Sálvora, Madrid, 1984.
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ESTUDIOS
ca, quiere decir cosa pública, cosa propia de la
colectividad, o propiedad colectiva. Que
democrática es la derivación de democratia,
que significa el libre ejercicio de los derechos
individuales, lo cual no puede encontrarse
sino dentro de la anarquía, o sea, la abolición
de los estados políticos, reemplazándolos por
Estados obreros, cuyas funciones son puramente económicas; que siendo los derechos
del hombre impactables, imprescindibles e
inalienables, se deduce que la Federación
debe ser pura y exclusivamente económica.
La Conferencia de los delegados de la Región
española de la Asociación Internacional de
los Trabajadores, reunida en Valencia, declara: Que la verdadera República democrática
federal, es la propiedad colectiva, la Anarquía y la Federación económica, o sea la libre
federación universal de las libres asociaciones obreras agrícolas e industriales, fórmula
que acepta en todas sus partes»9.
Se explica que, definida así la Región Española de la A.I.T. –y de manera definitiva en el
Congreso de Córdoba (1872)–, resultase inadmisible tanto para la monarquía de Amadeo,
en cuyas Cortes de 1871 se la declaró incompatible con la Constitución de 1869 –a lo largo
de un debate en dos tiempos10 suscitado por la
circular de Jules Fabvre, uno de los fundadores de la III República francesa, en que, aludiendo a los crímenes cometidos por la Comuna en París solicitaba de las cancillerías europeas la condena de la organización obrera–,
como para la I República, durante la cual los
internacionalistas (ácratas) españoles se
sumaron a la rebelión cantonalista, simplemente por cuanto ésta significaba como rup-
9
Organización social de las secciones obreras de la
Federación Regional Española, adoptada por el Congreso Obrero de Barcelona en junio de 1870, reformada
por la Conferencia Regional de Valencia celebrada en
septiembre de 1871, y recomendada por el Congreso de
Zaragoza, celebrado en abril de 1872. 2.ª ed., Valencia,
1872.
10
ORIOL VERGÉS M UNDÓ: La I Internacional en las
Cortes de 1871. Publicaciones de la Cátedra de Historia
General de España, Universidad de Barcelona, 1964.
32
tura con la legalidad de la República federal
intentada por Pi, aunque con las reservas
señaladas en la siguiente carta dirigida por el
Consejo Regional Español de 1873:
«...No habéis podido apreciar con exactitud
lo que sucede en España porque los periódicos
burgueses todo lo transforman y adulteran, y
en el mismo defecto caen los obreros si cogen
noticias de dichos órganos de la burguesía. El
movimiento de Alcoy11 ha sido un movimiento puramente obrero, socialista-revolucionario. El movimiento de Cartagena es puramente político y burgués. Tanto es así, que en
Cartagena existe un gobierno enfrente del
gobierno que existe en Madrid, como el
gobierno carlista que existe en Estella está al
frente de este último. Es decir, que en España
por falta de gobiernos no se pueden quejar los
amantes de la autoridad, porque cuando no
hace falta ninguno, tenemos tres. En Cartagena no había internacionalistas, y dudamos
que hoy exista ninguno defendiendo aquel
cantón, lo cual es suficiente para demostrar
que es muy diferente el movimiento de Alcoy
y el de Cartagena porque en el primero tan
sólo fue una reivindicación de los internacionales al ver sus derechos hollados por el alcalde o autoridad municipal, y en Cartagena ha
sido un movimiento político con el único propósito de ser poder y continuar explotando a
las clases trabajadoras. En las sublevaciones
de Valencia, Sevilla, Cádiz, Granada, Jerez,
Sanlúcar, San Fernando, Carmona, Lebrija,
Paradas y Chipiona, los internacionales
tomaron una parte muy activa en aquellos
acontecimientos para después ser abandonados por los farsantes políticos. En Sevilla y
Valencia, únicas poblaciones donde hubo
lucha, puede decirse que únicamente los
internacionales se batieron».
Así pues, el Gobierno republicano de Castelar se vio precisado a luchar simultánea-
11 En Alcoy se impuso el bakuninismo puro, creando una situación de violencia que sólo pudo superarse
algún tiempo después, con el auxilio de un ejército de
6.000 hombres.
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CARLOS SECO SERRANO
mente contra «la cantonal» y contra la Internacional, reproduciendo en cierto modo, en la
situación española, la acción de Thiers en los
albores de la III República francesa –aunque,
ciertamente con harto menos violencia que el
Presidente galo–. Y, finalmente, el general
Serrano, durante el año de República sin Parlamento, hubo de situar, una vez más, fuera
de la Ley a la revolucionaria organización
anarquista española.
Pero junto a la ruptura –inevitable– y la
lucha violenta contra el movimiento obrero,
tal y como éste se manifestó en España a lo
largo del sexenio que el profesor Jover rotuló,
generosamente, de «democrático», también es
cierto que la sociedad burguesa de la época
–tanto la que actuó como protagonista del
mismo en sus diversas facetas políticas como
la que se mantuvo al margen esperando su
hora, esto es, la que articularía la Restauración–, empezó a plantearse en serio la evidencia de que era preciso abordar, por fin, la
cuestión social, hasta entonces contemplada
como un simple problema de orden público.
En este sentido ofrece indudable interés la
aparición y las orientaciones de una revista,
«La defensa de la sociedad», fundada en 1871
y cuyo director fue, precisamente, Bravo
Murillo, y en la que figuraron como colaboradores algunas de las personalidades que
habrían de ilustrar las corrientes conciliadoras de la monarquía de Sagunto y los primeros intentos de dar respuesta satisfactoria,
dentro de un orden, a las inquietudes del
«proletariado militante». Entre estas personalidades encontramos a Cánovas, a Moret,
entre otros pronombres de la Restauración,
junto a ilustres figuras ajenas a la acción política pero volcadas a la acción social, como
Concepción Arenal. Pero, simultáneamente
con las formulaciones especulativas surgen
también, en esta época, las primeras iniciativas prácticas –aunque sin horizonte– para
hacer frente al duro reverso negativo de las
transformaciones económicas traídas por el
industrialismo y por el proceso desamortizador. Me refiero a las leyes propuestas por el
diputado republicano Benot, tendentes a
poner fin a la inhumana explotación de niños
y mujeres en las fábricas; como otras iniciativas suyas –la «Asociación del arte de imprinir»– pretendió renovar en España la experiencia francesa de los «talleres nacionales»
de 1848, y crear una plataforma de fuerza
desde la que los obreros de la linotipia pudieran mejorar sus condiciones de trabajo –jornales y jornadas– de cara al empresariado.
La suerte de esta Asociación sería, ya al margen de las orientaciones de Benot, extraordinariamente fructífera, según veremos, hasta
convertirse, según la calificó Morato, en «la
cuna de un gigante» (el Partido Socialista
Obrero Español).
El profesor Palacio Morena ha recordado
que, bajo la quietud impuesta por el régimen
canovista en sus primeros años, «y con ese
aún desarticulado y confuso espectro de fuerzas reformistas, las escasas proposiciones de
carácter social tienen como objetivo revisar el
limitado derecho de asociación obrera o son
proyectos inspirados en una filosofía benéfica
y paternalista» 12 . Conviene subrayar, sin
embargo, que una «asociación obrera» como
la que acabamos de mencionar –la Asociación
del Arte de Imprimir–, que sobrevivió a las
disposiciones de Serrano contra «todas las
reuniones y sociedades políticas que, como la
Internacional, atenten contra la propiedad,
contra la familia y las demás bases sociales»,
sería respetada expresamente, tras el golpe
de Estado de Martínez Campos, tanto por el
alcalde de Madrid, Felipe Ducazcal, como por
el ministro de la Gobernación, Romero Robledo, precisamente porque nada tenía que ver
con la Internacional. Paulino Iglesias –así se
le llamaba entonces, dada su juventud–, que
había ingresado en ella seducido por el éxito
que los tipógrafos que la integraban habían
obtenido, yendo a la huelga para obtener
12
JUAN IGNACIO PALACIO MORENA: Las reformas sociales, en t. XXXVI (I) de la Historia de España fundada por
R. M ENÉNDEZ PIDAL, Espasa Calpe, Madrid, 2000, pág.
427.
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ESTUDIOS
unas tarifas mínimas de jornales frente a la
intolerancia de los patronos, la moldeó, convirtiéndola en su plataforma de acción. Gracias a él se había logrado una solución eficaz
al conflicto creado por la Imprenta Colectiva
–que representaba el peso de una deuda–, y la
creación, con el margen sobrante de su venta,
de una caja de resistencia. Se aceptó este criterio, pero dimitió la directiva, y el propio Iglesias fue nombrado presidente. Poco después
tenía lugar la Restauración: y a favor del clima de tolerancia implantado por Cánovas, y
del auge alcanzado por el marxismo en Europa, Iglesias fundaría, el 2 de mayo de 1879
–en una taberna inmediata a la Puerta del
Sol, y aún hoy existente (la «Casa Labra»)– el
Partido Socialista Obrero Español.
Pero junto a la tolerancía canovista para
con movimientos obreros como éste, no basados en el enfrentamiento abrupto con el Estado y sus instituciones –en contraste con los que
de nuevo aparecieron en los atentados de «la
Mano Negra» andaluza, ya en la década de los
80–, la conciencia de «la cuestión social» a que
antes aludimos, estimulada por el krausismo
vinculado a la Institución Libre de Enseñanza13 daría paso al Congreso Nacional de Sociología celebrado en Valencia en julio de 1883,
presidido por el ex-Rector de la Universidad de
Valencia, Eduardo Pérez Pujol. De este Congreso saldría la idea de crear una Comisión
que estudiase la situación de los obreros y propusiese soluciones para una mejora de sus
condiciones de vida y de trabajo. Estaban ya
en marcha, pues, a través de las resoluciones
del Congreso, las iniciativas que conducirían a
la creación de la Comisión de Reformas Sociales, que tuvo lugar mediante R.D. de 5 de
diciembre de 1883: su principal inspirador
había sido Segismundo Moret, ministro de la
Gobernación en el Gobierno de Posada Herrera. El artículo 1.º del Decreto señalaba, como
función atribuida al nuevo organismo, la búsqueda y propuesta de soluciones respecto a
«todas las cuestiones que directamente intere-
san a la mejora y bienestar de las clases obreras, tanto agrícolas como industriales, y que
afectan a las relaciones entre el capital y el
trabajo».
«Así –señala el profesor Palacio Morena–
lo que no se logró en la Revolución de 1868 y
la experiencia de la primera República, se
conseguirá en la nueva situación nacida de la
Restauración. Sólo que tendrá una significación y una trascendencia muy distinta. A
diferencia de algunos de los proyectos anteriores, en particular de los propuestos por
Fernando Garrido y otros en el período 18691873, no es una comisión parlamentaria la
que se crea para recabar información y estudiar la situación de las clases obreras. La
Comisión resulta ser, en este caso, un órgano
dependiente del Ministerio de la Gobernación. El propio ministro de la Gobernación es
el que determina las personas que lo componen y la dotación de los medios necesarios
para su constitución14.
En la composición de la Comisión se refleja, desde luego, el consenso político logrado
por el canovismo y que, desde luego, tomaría
forma en el llamado Pacto del Pardo. El propio Cánovas fue su primer presidente, mientras que entre sus catorce miembros figuraban Gumersindo de Azcárate, animador de la
Institución Libre de Enseñanza, y miembro
del partido republicano; y, por supuesto,
Segismundo Moret, que sería su segundo presidente (25 de enero de 1884).
Dada la inspiración fundamental de don
Segismundo, atenido siempre a las doctrinas
manchesterianas y al dogmatismo del liberalismo económico, la Comisión funcionó siempre como recolectora de material informativo,
en lo que desplegó sin duda una actividad
muy eficaz15, pero sin llegar a plantear de
hecho una política correctora de la estructura
14
Idem. id.
«Los trabajadores convierten la participación en
la información social y escrita en un ejercicio de autoafirmación» (PALACIO, pág. 432).
15
13
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Idem. id.
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social, y, en efecto, sería Cánovas el que, ya
en los comienzos de la Restauración lanzase
una consigna que dará paso, en su nombre, a
las primeras realizaciones prácticas en lo
tocante a una legislación social efectiva. «El
estado del porvenir –advertía Cánovas– ha
de estar influído, antes que por nada, por el
hecho novísimo de que sobre los antiguos problemas políticos claramente prepondera el
problema social»; y se decantaba por un intervencionismo del Estado a favor de los más
débiles, rompiendo con el inhibicionismo
defendido por la escuela liberal. Aunque no
llegara a desarrollar su idea –se lo impidió,
precisamente, el atentado que puso fin a su
vida– ya en 1890 había insistido en ella al
afirmar: «No hay que hacerse ilusiones: el
sentimiento de caridad cristiana y sus similares no son ya suficientes por sí solos para
atender a las exigencias del día. Necesítase,
por lo menos, una organización supletoria de
la iniciativa individual, que emane de los
grandes poderes sociales... Por mi parte opino
que será más ventajoso a la larga el concierto
entre patronos y obreros con o sin intervención del Estado. Pero yendo más lejos todavía,
llegaría a hablar, no mucho más tarde, de «un
socialismo de Estado», «que tanto se anatematiza por algunos demócratas inocentes», y
que se justificaba en «la necesidad del Estado
de intervenir en los crecientes conflictos entre
capital y trabajo».
Las palabras «intervención» e «intervencionismo» iban a ser las utilizadas por Eduardo Dato, en los albores del siglo XX y formando él parte del primer Gobierno regeneracionista que fue consecuencia de la gran crisis
nacional de entresiglos. Pero ya entonces se
había sumado a estos nuevos planteamientos
de la política al uso el poderoso impulso venido del Vaticano: de 1892, como es bien sabido,
data la famosa encíclica de León XIII, «De
rerum novarum», definidora de la doctrina
social católica16, expresamente aludida por
16 JOSÉ M ANUEL CUENCA: Catolicismo social y político
en la España contemporánea.
Silvela al exponer su programa de gobierno
en 1899. En cambio, resulta muy significativo
el hecho de que cuando Dato volvió a hablar
de un necesario, e inaplazable, intervencionismo del Estado en la cuestión social, se
alzase frente a él la oposición y la crítica de
quienes, fieles al concepto tradicional del
liberalismo económico, se rasgaron las vestiduras ante la nueva doctrina sustentada por
el político conservador: de una parte, Romero
Robledo, en estos términos: «El Estado no tiene ninguna, absolutamente, ninguna facultad para intervenir en las relaciones de patronos y obreros»; de otra, Segismundo Moret,
con una desafiante pregunta: «¿Intervención?
¿En qué, cómo y para qué?»17, pregunta que
por sí sola explica las limitaciones que caracterizaron a la famosa Comisión de Reformas
Sociales, reducida, como dije antes, a una
labor de simple información. Por supuesto, la
legislación social de Dato –me refiero a la Ley
de Accidentes del Trabajo, y a la que regulaba
el trabajo de mujeres y niños en las fábricas–
tropezó también con otro tipo de resistencias e
incomprensiones: así, la que formuló en las
Cortes el diputado Vincenti, tachando a don
Eduardo de socialista; o la que, en la zona
industrial catalana expresaron corporativamente los patronos. A Vincenti le replicó Dato
de esta forma: «Yo... no soy socialista, ni en el
sentido filosófico de la palabra, ni en el sentido económico, ni en el sentido político... Yo no
soy socialista ni individualista; soy intervencionista». Por cierto que Azorín, en sus crónicas parlamentarias glosaría así esta frase:
«Ya está lanzada una palabra; una palabra
puede ser un partido»18. A Azorín se le escapaba que el «intervencionismo» estaba ya vinculado a los posibles programas del Partido Conservador desde los días de Cánovas. En cuanto a la rebeldía de la patronal catalana, sólo le
cupo a Dato aguantar a pie firme las famosas
17 CARLOS SECO SERRANO: «Eduardo Dato y su catolicismo social». En La cuestión social en la Iglesia española contemporánea, Madrid, 1981, págs. 75-91.
18 Azorín: Parlamentarismo español (1904-1916);
Madrid, 1916, pág. 118.
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ESTUDIOS
«xiulades» de que le hizo víctima la alta burguesía catalana durante su visita a Barcelona y a la zona industrial en 1900.
Pero asimismo, en la otra vertiente del
«turnismo» se había producido, en estas mismas fechas, y en contradicción con Moret y
con Montero Ríos, una clarividente crítica
escrita contra el hasta entonces inalterable
inhibicionismo del Estado en los conflictos
sociales, por parte de una de las figuras más
notables del liberalismo democrático en el
siglo que acababa de inaugurarse, y que a partir de 1910 había de convertirse en indiscutible jefe del Partido liberal. Me refiero a José
Canalejas, que en 1901 afirmaba: «La pasividad del Estado cuando los elementos sociales
actúan con una desproporción de medios e
influencias tan enorme como la que se advierte en España, equivale a convertir en una
absorción que a título de libertad hará tabla
rasa de todas nuestras libertades». Y no
mucho después reforzaba estas palabras
advirtiendo: «La economía clásica esperaba
una serie de milagros de la derogación de las
tablas antiguas y del libre juego de la oferta y
la demanda. A la vista están los resultados.
Por eso, cuanto tienda a abrir los ojos de nuestros gobernantes, impulsándoles al estudio
del problema obrero, a legislar en la materia,
será obra utilísima de primera necesidad»19
«Canalejas –comenta Carr– deseaba ganar la
confianza de las clases obreras mediante un
partido liberal segregado del laissez faire burgués. Así, favorecía el arbitraje salarial controlado por el Estado, la regulación de condiciones y horario de trabajo, el seguro laboral y
la compensación por accidentes...»20.
El intervencionismo conservador coincidía
con el arbitraje al que apuntaba el liberal
Canalejas. Ahora bien, intervención y arbitraje habían sido las dos reclamaciones del
19
CANALEJAS, prólogo al libro de Práxedes Zancada
El obrero en España, Barcelona, 1902, pág. 23.
20 RAYMOND CARR: España, 1808-1939. Ariel, Barcelona, 1969, pág. 477.
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obrerismo desde los días conflictivos de 1855:
hubo de transcurrir medio siglo para que
ambas exigencias fueran asumidas por el
Estado, ya en los inicios del reinado de Alfonso XIII; y a partir de 1903 las encauzaría el
Instituto de Reformas Sociales, a cuya creación contribuiría el precedente de la legislación de Dato, y para la que sería decisivo, a su
vez, el proyecto de un Instituto del Trabajo
elaborado por Canalejas, ministro de Agricultura, Industria y Comercio en el último
Gobierno Sagasta –el que dio paso a la mayoría de edad del Rey–. La creación del Instituto del Trabajo al que acabo de referirme tendría por finalidad mejorar la situación de la
clase obrera y mitigar las tensiones suscitadas por los enfrentamientos entre patronos y
obreros. Se inspiraba en la Office du Travail
de Francia y en el Ministerio de Industria y
Comercio belga. Le caracterizaba su amplitud de competencias y su concepción descentralizada, y se presentaba como sucedáneo de
un posible Ministerio del Trabajo, cuya posible creación se consideraba aún prematura.
El proyecto de Canalejas, muy debatido en el
Congreso y en el Senado, no llegaría, sin
embargo, a salir de éste: de nuevo se manifestaron contra él las resistencias ofrecidas por
los defensores de un liberalismo extremo, y
también por parte de un patronato catalán
representado por el doctor Robert. La dimisión de Canalejas, ya prevista por otras razones, y que se produjo después de la jura del
Rey, acabó con el proyecto. Ahora bien, a través de los debates a que ese proyecto había
dado lugar, se había logrado «desbloquear la
discusión sobre la cuestión social del puro plano abstracto y paralizante de los principios al
de los hechos y los medios concretos»21, y ello
facilitó la creación del Instituto de Reformas
Sociales por el segundo –y último– Gobierno
Silvela, en el que de nuevo fue decisiva la gestión de Eduardo Dato en el ministerio de Gracia y Justicia. En realidad, como observa el
profesor Palacio Morena, «son los mismos
21
PALACIO MORENA, ob. cit,., pág. 442.
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hechos y circunstancias que rodean la elaboración del proyecto de Canalejas, aunque éste
no saliese finalmente adelante, los que enmarcan y contribuyen a explicar el éxito del Instituto de Reformas Sociales; de nuevo se cumplía esa especie de ley natural según la cual, a
los liberales les corresponde, en un Estado bien
organizado, hacer leyes conservadoras, y a los
conservadores, reformas liberales».
Aunque, en principio, el Instituto de Reformas Sociales se diferenciase del proyecto de
Canalejas en determinados aspectos –aparte
su vinculación o dependencia del Ministerio
de la Gobernación, el recorte de la autonomía
del Instituto y de la representación directa de
las fuerzas sociales ahora más reducidas–, al
ser remodelado en el momento de su constitución definitiva, mejoró notablemente el precedente proyecto canalejista. Según Posada, «el
Instituto constituía... una admirable fórmula
institucional, más orgánicamente construída
que la del proyecto del Instituto del Trabajo,
y de más sólida estructura que la que había
inspirado la de la Comisión de Reformas
Sociales»22.
A un mismo tiempo Consejo Consultivo y
centro especial de la Administración Activa23,
animado desde el primer momento por los
institucionistas como núcleo vertebrador e
inspirador del Instituto –Gumersindo Azcá-
rate sería director del Instituto desde su fundación hasta 1917–, y contando como colaboradores, a través de sus tres secciones técnicas, con prácticamente todas las figuras relevantes de la política y la intelectualidad del
momento, el Instituto se haría presente en la
notable (aunque generalmente ignorada o
silenciada) acción social desarrollada a lo largo del primer tercio del siglo XX: en los
momentos en que hacía aparición la poderosa
y radical organización sindical de signo ácrata –la C.N.T.– mientras crecía la U.G.T. de
signo marxista, el Instituto idóneo utilizado
por Canalejas en la orientación arbitral entre
las fuerzas sociales durante los conflictivos
años 1911 y 1912 lo seguiría siendo en la etapa subsiguiente a la primera guerra mundial;
y en él se apoyaría Dato cuando el ilustre político conservador llevó a cabo la importante
creación del Ministerio de Trabajo en 1920.
Como un triste contraste que no es inoportuno recordar, los tres estadistas que tomaron conciencia y pusieron en marcha cuanto
quedó, en cierto modo simbolizado en el Instituto de Reformas Sociales (a un mismo tiempo, punto de llegada y punto de partida en la
búsqueda de una síntesis entre las dos revoluciones del mundo contemporáneo), esto es,
Cánovas, Canalejas y Dato, murieron asesinados por el fanatismo inconciliable del anarquismo.
22 A. GONZÁLEZ POSADA: «Recordando al Instituto de
Reformas Sociales», en Revista Internacional de Trabajo
(Informaciones Sociales), vol. II, núm. 2, 1930, págs.
116-117.
23 PALACIO MORENA, pág. 444.
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