El legado de Suárez1 Javier Tajadura Tejada Profesor Titular de Derecho Constitucional en la UPV-EHU y analista de Funciva Adolfo Suárez fue uno de los grandes protagonistas y artífices de la Constitución de 1978, y uno de los forjadores, por tanto, de la democracia actual. Su fallecimiento se produce en un contexto caracterizado por una crisis profunda del sistema político que él, decisivamente, contribuyó a alumbrar, y por un intento de deslegitimación de la Transición política que él, magistralmente, pilotó. Como justo y merecido homenaje a su memoria, resulta oportuno destacar hoy su talla política y su legado. En su discurso de 9 de junio de 1976, Suárez formuló un programa político que en poco más de dos años permitió reemplazar un régimen dictatorial por una democracia liberal: “Vamos, sencillamente, a quitarle dramatismo a nuestra política. Vamos a elevar a la categoría política de normal lo que a nivel de calle es simplemente normal. Vamos a sentar las bases de un entendimiento duradero bajo el imperio de la ley”. El legado de Suárez consiste en haber reemplazado la supuesta legitimidad política del franquismo por una nueva legitimidad política democrática, y de esta forma, en haber concluido la guerra civil. Haber logrado estos dos objetivos de forma pacífica, y sin más armas que la razón y la ley, es algo que no deja de suscitar admiración y asombro. Desde esta óptica, los dos hitos principales del mandato de Suárez fueron la aprobación de la Ley para la Reforma Política y la legalización del Partido Comunista. La primera pone de manifiesto la extraordinaria habilidad política, y capacidad de negociación y persuasión de Suárez. Con la aprobación de la Ley para la Reforma, las Cortes de Franco decretaron el final del sistema institucional nacido del 18 de julio, al convocar al pueblo español a unas elecciones democráticas de las que saldrían las Cortes constituyentes, reflejo fiel de la “España real”. Ahora bien, para que esas elecciones pudieran ser consideradas verdaderamente democráticas, era preciso que el Partido Comunista, principal fuerza política de la oposición al franquismo, pudiera concurrir a ellas, legalmente y en igualdad de condiciones. Dicho de otra forma, la legalización del Partido Comunista era la prueba definitiva del sincero propósito democratizador de la Ley de Reforma. Y el Presidente Suárez –poniendo en peligro su propia vida- tuvo el coraje y la valentía de legalizar el Partido Comunista. Lo hizo por convicción y teniendo plena conciencia de que, con ello, rompía definitivamente el 1 Publicado en EL CORREO el 25 de marzo de 2014. último cabo que lo unía al extinto Movimiento Nacional del que había llegado a ser Ministro Secretario General. Hoy, casi cuatro décadas después de aquel intenso, dramático, y decisivo año de 1977, el final feliz de la Transición puede parecernos algo normal. Pero en enero de 1977, la España que a Suárez le tocó gobernar estaba inmersa en una crisis económica profunda, en la que las huelgas y movimientos de protesta eran numerosos y crecientes. El terrorismo de ETA, de los GRAPO y de la ultraderecha, golpeaban indiscriminada y continuamente, y una parte importante de las Fuerzas Armadas era reacia al cambio político. En la última semana de enero de 1977 se produjeron atentados mortales de ETA y de los GRAPO; en esos días estaban secuestrados el Presidente del Consejo Superior de Justicia Militar, Teniente General Villaescusa, y el Presidente del Consejo de Estado, José María de Oriol; y para culminar aquella semana trágica, un comando ultraderechista asesinó brutalmente a varios abogados laboralistas en la calle Atocha. En definitiva, la situación del país era muy próxima al caos y la transición democrática discurría al borde del abismo. Que aquella situación no hubiera desembocado en una nueva guerra civil es mérito que hay que atribuir, principalmente, al conjunto de la sociedad española que respondió a todas aquellas provocaciones con encomiable serenidad; pero igualmente decisivo resultó que un hombre de la talla y el coraje de Suárez estuviera entonces al frente del Gobierno para perseverar por la senda de la razón y el diálogo, frente a los representantes del fanatismo y del odio. Mediante el diálogo constructivo de Suárez con los representantes de las distintas fuerzas políticas, fue posible alumbrar, por primera vez, tras dos siglos de enfrentamientos, un gran consenso nacional sobre la mayor parte de las cuestiones que habían dividido a los españoles. Ese consenso, que se tradujo jurídicamente en la Constitución de 1978, es el gran legado de Suárez a la sociedad española. Desde esta óptica, podemos decir que Suárez simboliza el consenso que hizo posible la democracia. Ese consenso se refleja hoy en el hecho de que las principales fuerzas políticas reivindican su obra política y se unen en el homenaje a su figura. El último servicio del Presidente a la sociedad española sería así el de unirla y cohesionarla en torno a su obra política: la Transición. Pero este homenaje no deja de resultar, hasta cierto punto, hipócrita. El consenso simbolizado por Suárez, hace años que fue roto y reemplazado por el sectarismo que caracteriza a la vida política actual. El espíritu de la Transición y el consenso político que la hicieron posible murieron mucho antes que Suárez. El verdadero homenaje a la figura del Presidente Suárez debiera consistir en restaurar ese consenso político fundamental sin el cual ningún sistema político puede funcionar. La España de hoy necesita más que nunca recuperar el espíritu de la Transición y echa de menos, por ello, políticos de la talla de Adolfo Suárez.