LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL

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LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL
El 22 de agosto de 1939 llegó a Moscú el ministro alemán de Relaciones Exteriores,
Joachim von Ribbentrop, para firmar un pacto de no agresión con la Unión Soviética, y un
acuerdo secreto para el reparto de Polonia y los límites de las esferas de intereses en el mar del
Norte y en el sur de Europa. Con este paso, que contradecía veinte años de propaganda
antibolchevique, Hitler demostró a todo el mundo que sería difícil paralizar una decisión
violenta suya cuando estaba convencido que de ella sacaría grandes beneficios para el logro de
su política de expansión. Saber que el Reich tenía las espaldas cubiertas de sus fronteras del Este,
mediante el abrazo que se dio con Stalin, movió a Hitler tomar la decisión personal de atacar a
Polonia para incorporar Danzig al Estado alemán. En la madrugada del primero de septiembre
entró en acción la Wehrmacht y en pocas jornadas y merced a la intervención de la Luftwaffe,
que con sus bombas destruyó la red de comunicaciones adversarias y las divisiones de
blindados, que aniquilaron a la que fue famosa caballería polaca, el 28 de septiembre firmaban
Berlín y Moscú el tratado repartiéndose Polonia. En noviembre finalizó, por el Ejército soviético,
la ocupación de los territorios que habían formado la Polonia Oriental, Estonia, Letonia y
Lituania. Sin embargo, el huracán bélico que Hitler había desatado no había perdido nada de su
fuerza; al contrario, incrementaría su poder destructor, pues el 3 de septiembre habían
declarado la guerra a Alemania, el Reino Unido y Francia, haciendo honor a la garantía dada a
Varsovia. Unos años catastróficos enseñarían al mundo que con odio no es posible crear algo
permanente: Hitler, que con modernas medidas económicas, basadas en las teorías de Keynes,
había dado trabajo a los seis millones de desocupados que tenía Alemania en enero de 1933,
construido una red de autopistas y la reorganización de la industria, impulsado por el odio al
empleo de la violencia, dejó un país totalmente destruido cuando se suicidó en abril de 1945.
La segunda guerra europea, que luego pasaría a ser mundial, se daba en el momento
más inoportuno para España, pues su difícil situación económica a causa de los efectos no
superados de la pasada guerra civil, tropezaría con otras complicaciones debido al nuevo
conflicto bélico. Las personas mayores se acordaban de lo que sucedió en 1914, cuando estalló
la primera guerra mundial, y los españoles, o una parte de ellos, encontraron la manera de
colocar sus minerales, productos agrícolas y artículos industriales a los franceses, que era el
bando vecino con buenas comunicaciones. En 1939 no se repetiría lo ocurrido en 1914, ya que
en España no sobraba nada y, en cambio, faltaba mucho que no se recibiría a causa de los
impedimentos que surgieron con el conflicto bélico. Para hacerse una idea del grado de miseria
que conocía España, basta recordar que Franco Salgado, secretario y primo del Caudillo, a quien
acompañaba en sus viajes por España, testimonió que se acercaba al coche gente miserable que
suplicaba: «¡Señor Franco, por Dios, un pedazo de pan, que tenemos hambre!» Pero el desborde
de las pasiones no depende exclusivamente de los jugos gástricos, y el país se dividió, como
ocurriera ya en 1914 y con más rabia aún, en filias y fobias. No se había restablecido un mínimo
de convivencia nacional y las simpatías iban, según lo sufrido durante la guerra civil, hacia un
bando u otro. La masa obrera y campesina no podía inclinarse por Alemania, pese al abrazo que
se dieron Hitler y Stalin, porque el Reich nazi había prestado su poderosa ayuda a Franco para
convertirlos en vencidos. Gran Bretaña y Francia, si bien no contaban con la simpatía directa de
los campesinos y trabajadores españoles, tenían a su lado un importante sector conservador,
integrado en gran parte por la aristocracia, la gente de dinero y los monárquicos, que estimaban
que un triunfo de Hitler se traduciría en la perdida de una parte de sus privilegios. A los
germanófilos por tradición se agregó un poderoso sector falangista que tenía del hitlerismo una
idea simplista, que les hacia creer que verdaderamente una minoría sana y patriótica estaba en
condiciones para imponer un orden y una disciplina, requisito necesarios para llevar al país por
el camino del progreso. En dicho sector se creía que todos los defectos y las desgracias que
pesaban sobre España y frenaban su desarrollo se debían sobre todo a la hegemonía
anglofrancesa que pesaba sobre la Península, pues la gran industria dependía generalmente del
capital francobritánico. Del triunfo del nacionalsocialismo alemán aguardaba este sector
falangista un despliegue de España, que al lado de Berlín y Roma, la colocaría en un Estado
independiente y poderoso; no se les aclaraba qué caminos deberían seguirse para alcanzar
estos objetivos y nadie se atrevía a insinuar que tal vez sería mejor no confiar demasiado en la
generosidad de Hitler, Goering, Himmler, Goebbels y otros jerarcas nazis, cuando llegara la hora
de reorganizar Europa, partiendo del supuesto que Berlín saldría vencedor de la contienda
bélica.
La Iglesia, en esta oportunidad, resistió bastante a la propaganda germanófila; dos
factores existían para ello: en primer lugar, el cambio repentino de Hitler en relación con el
bolchevismo, pues de un anticomunismo feroz se pasó Hitler de la noche a la mañana en un
buen aliado de Stalin; igualmente jugaba en la opinión de los católicos el hecho de considerar
que Polonia era un firme baluarte en el Este de Europa de la religión de Roma y que
repentinamente se la repartieron el ateo Stalin y el fanático Hitler, que predicaba la doctrina de
la sangre y la tierra. Además, pronto surgió un acontecimiento que irritó profundamente a todos
aquellos que creían en la libertad de los pueblos: el 30 de noviembre de 1939 la pequeña
Finlandia fue invadida por el Ejército rojo. Stalin buscaba consolidar la seguridad de la Unión
Soviética en el Báltico; consideraba que era poco el control que había impuesto a Letonia,
Estonia y Lituania, y como los finlandeses rechazaron las demandas soviéticas, Moscú decidió
tomarse por la fuerza lo que no consiguió mediante negociaciones. Los finlandeses no solo
rechazaron con éxito a los rusos, sino que se apuntaron varios triunfos militares. La imprevista
resistencia de los finlandeses despertó gran entusiasmo en el mundo; todos se movilizaron para
prestar ayuda a la pequeña nación del norte europeo. La Liga de Naciones, con sede en Ginebra,
que nada había hecho cuando Alemania agredió a Polonia, expulsó a la Unión Soviética de su
seno; se dio el caso que la Italia fascista suministró aviones y municiones a Finlandia, y tuvo que
intervenir Hitler cerca de Mussolini para detener esta ayuda. Chamberlain y Daladier
respondieron al grito unánime de «¡Ayudad a Finlandia!»,
organizando una fuerza
anglofrancesa expedicionaria compuesta 100 000 hombres. Churchill intervino en los planes
aliados y propuso que las fuerzas aliadas cruzaran Noruega y Suecia antes de llegar a Finlandia,
pues de esta forma se apoderarían de Narvik, el puerto noruego desde el cual se embarcaban
para Alemania las piritas de hierro que salían de las minas suecas, mineral que se consideraba
vital para la industria bélica germánica. El proyecto estratégico de Churchill no se materializó
porque, el 12 de marzo de 1940, Finlandia aceptó las condiciones que le ofreció Moscú e hizo la
paz con la Unión Soviética. El episodio de la guerra finlandesa demostró, entre otras cosas, el
mínimo respeto que los beligerantes guardaban hacia la neutralidad de las pequeñas naciones,
pues si el Ejército soviético agredió sin miramientos de ninguna clase el territorio finlandés, los
anglofranceses tampoco habrían respetado la neutralidad de Noruega y Suecia, de no haberse
restablecido la paz entre Helsinki y Moscú. Por otra parte, de haberse llevado a término el plan
de Churchill, es decir, la ayuda armada anglofrancesa a Finlandia en su lucha contra los rusos,
Stalin se hubiera tenido que enfrentar con Londres y Paris, cosa que se habría traducido en una
mayor colaboración entre el Reich nazi y la Unión Soviética.
Desde Madrid se seguía con cautela el desarrollo de los acontecimientos bélicos; Franco
entendía que nada de provecho podía salir para España del choque armado que libraban las
democracias con los regímenes totalitarios. El respeto a las normas que imponía la neutralidad
era absoluto; en la noche del 31 de diciembre de 1939 se dirigió Franco por radio al pueblo
español y definió claramente su política: «Nuestra nación, que luchó con heroísmo durante tres
años para salvar a la civilización cristiana de su desaparición en Occidente, vive en estos
momentos los dolores de otros grandes pueblos de Europa, y une su voz a la suprema
autoridad de la Iglesia católica, de nuestra dilecta hermana la Italia imperial y de tantos Estados
que propugnan el cese de una lucha que, de llevarse hasta el fin, abrirá el paso hacia Occidente
de la barbarie asiática.»
La alusión de Franco a la posición que mantenía Mussolini respecto a Hitler, que
reflejaba cierto distanciamiento, quedó bien explicada cuando el tribunal de Nuremberg dio a
conocer, en 1946, el texto oficial de la entrevista que el 12 de agosto de 1939 celebró el conde
Ciano, como ministro italiano de Relaciones Exteriores, con el canciller Hitler, en Berchtesgaden.
Los nazis acababan de entenderse con Stalin y la cuestión polaca se planteó con carácter
dramático; anteriormente, a Ciano en sus negociaciones con Ribbentrop nunca se le planteó el
tema de Polonia como algo que se tenía que resolver urgentemente con el empleo de la fuerza.
Ahora, las cosas habían cambiado y Ciano expresó su temor de ver la cuestión polaca
convertirse en una guerra europea; Hitler procuró calmar al italiano expresando que su
convicción personal era que las democracias occidentales al final acabarían por evitar
precipitarse a una lucha general. Ciano expuso sus dudas y planteó la debilidad de la situación
militar italiana, además de la posición de Mussolini, que concedía gran importancia a la
Exposición Mundial, que se celebraría en 1942, en Roma, para la cual se habían hecho grandes
preparativos. Ciano agregó asimismo que España necesitaba la paz después de su guerra civil y
que no estaría en condiciones de hacer causa común con el Eje hasta dentro de dos o tres años.
El deseo de Mussolini, según su ministro y yerno, era que el Eje expresara «su voluntad de paz»
y propusiera una reunión internacional para buscar una solución al problema polaco. Hitler
insistió en la conveniencia de no perder el tiempo; además, Rusia no daría su garantía de hacer
causa común con Gran Bretaña y Francia en la defensa de Polonia, en el caso de ser atacada por
la Wehrmacht. Y los acontecimientos se precipitaron y el 31 de agosto firmó Hitler su primera
orden para la Conducta de La Guerra, que se puso en práctica el día siguiente cuando la
Wehrmacht cruzó la frontera de Polonia en una campaña destinada a repartirse el país con Rusia.
Cuando Franco habló por radio el 31 de diciembre de 1939, Mussolini gozaba de un
extraordinario prestigio porque de una forma maestra había logrado mantener a Italia al
margen de la guerra que había comenzado el primero de septiembre de 1939, pero que no se
sabía ciertamente como finalizaría; tuvo que darse la Blitzkrieg en Francia para que Mussolini,
considerado como un maestro en recursos políticos, modificara su plan, que de mantener a
Italia al margen de la guerra se convirtió en una declaración de guerra a Francia, con la
seguridad que quince días de lucha se verían compensados por una extraordinaria expansión
colonial. El destino le había reservado la suerte que reciben generalmente aquellos jugadores
que no saben detenerse a tiempo y resultan castigados con un trágico fin.
El acuerdo rusofinlandés canceló los planes que Londres y París habían establecido en
relación con Escandinavia. El gobierno Daladier cayó acusado de irresoluto, pues siete meses
después de haber entrado en guerra los franceses no habían emprendido una sola operación
importante; su sustituto fue Paul Reynaud, que gozaba de fama de ser un político más decidido.
La opinión inglesa tampoco estaba satisfecha con Chamberlain, aunque este pensó superar la
crisis de confianza que existía en el país con una sola frase: «Hitler ha perdido el autobús.» Sin
embargo, en la noche del 8 de abril actuaron los alemanes con tal rapidez que en una jornada
ocuparon militarmente Dinamarca y se apoderaron en menos de una semana de todos los
puertos principales de Noruega, desde Oslo hasta Narvik. Hitler se apuntó un gran éxito, porque
los ingleses consideraban que con su flota poseían el control de las aguas del mar del Norte y
Noruega constituía un punto vital para ellos, cosa que no ocurrió con Checoslovaquia y Polonia,
que geográficamente eran difíciles de alcanzar. Chamberlain quedó apartado de la jefatura
gubernamental cuando perdió el voto de una parte de los diputados conservadores y el cargo
de primer ministro y encargado de la Defensa pasó a las manos de Winston Churchill el 10 de
mayo, el mismo día que las divisiones acorazadas de la Wehrmacht se pusieron en marcha para
empezar la campaña contra Francia, Holanda y Bélgica. El 13 de mayo se presentó Churchill ante
los Comunes y pronunció su memorable discurso: «No tengo nada que ofrecer sino sangre,
sudor y lagrimas... Me pedís, ¿cuál es nuestro objetivo? Y contesto con una sola palabra: Victoria,
victoria a cualquier precio, victoria a pesar de todo el terror, victoria, no obstante, por larga y
dura que pueda ser la ruta.» Siete meses tardaron en enfrentarse en los campos de batalla
ingleses y franceses con los alemanes; sin embargo, el choque sería tremendo y de efectos
formidables, ya que la Wehrmacht conquistaría tres países europeos como Holanda, Bélgica y
Francia y llegarían las divisiones blindadas -cosa para los españoles de importancia capitalhasta los Pirineos, donde hicieron una pausa sin saberse si su detención sería o no sólo un alto
en la ruta de invadir la Península.
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