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La leyenda de “La Huacachina”
E
n Tacaraca, centro indígena de alguna importancia, durante el período precolombino
vivía una ñusta de verdes-pardosas pupilas, cabellera negra como el negro azabache que
forma piedra escogida de la tierra, o quizás como el negro profundo del chivillo, el pájaro quebradizo de las notas agudas, el tordo de nuestros alfalfares de las cejas de las sierras, doncella
roja de curvas y sensuales contornos gallardos, como las vasijas del sol en el Coricancha de los
incas.
Allí cerca también de las alturas de Pariña Chica, el pago de las huacas, de los enormes
tinajones y las gigantescas lampas de huarango esculpido, vivía Ajall Kriña, un apuesto mozo
de mirada dura y fiera en el combate, como la porra que se yergue en la mano del guerrero o
como la bruñida flecha de tendido arco; pero de mirada dulce y suave en la paz, en el hogar, en
el pueblo, como rizada nota de música antigua; como gorjeo de quena hogareña, percibida a lo
lejos por el fatigado guerrero que tras dilatada ausencia regresa.
Ajall Kriña, enamoróse perdidamente de las formas blandas, pulidas de la virgen del pueblo y un día en la confusa claridad de una mañana, cuando la ñusta llevaba en la oquedad de
esculpida arcilla, el agua pura, su alma apagada y muda hasta entonces, abrió la jaula y dejó
cantar a la alondra del corazón:
Mi corazón en tu pecho
cómo permitieras;
aunque penda de un abismo,
muy hondo, muy hondo o estrecho
de modo que tú me quieras
como tu corazón mismo.
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Recopilado por escolares peruanos para las generaciones presentes y futuras
La de las eternas lágrimas, la princesa Huacachina, llamada así porque desde que los ojos
de su alma se abrieron a la vida, no hicieron sino llorar, no tardó en corresponder el cariño
hondo, fervoroso e intenso del feliz varón de los cambiantes ojos de fiereza o de dulzura, de
acero o de miel.
Todas las mañanas y todas las tardes, en los cárdenos ocasos o con las rosadas auroras,
Huacachina, cuyas lágrimas parecían haberse secado para siempre, entregaba a Ajall Kriña las
preferencias de su corazón, las joyas de su ternura, los incendios de su alma pura y sencilla.
Pero la felicidad que siempre se sueña eterna a los ojos egoístas de que goza, voló como el
céfiro fugitivo que se escurre entre las hojas de los árboles o entre las hebras del ramaje.
Orden del Cusco, disponía que todos los mozos se aprestaran a salir inmediatamente para
combatir la sublevación de un lejano pueblo belicoso. Ajall Kriña, con el alma despedazada,
despidióse de su ñusta hechicera. Ella juróle amor, fidelidad, cariño; y él, alegre, feliz porque
comprendía con la fe y la fiebre del que quiere, que ella no lo engañaría y entregaría su corazón
como aquella otra ñusta odiosa de la leyenda iqueña que enajenó su ser por el oro de la joya,
la turquesa del adorno y los kilos de la blanca lana como vellón de angora. Marchó con otros
de su pueblo en pos de nuevos soles a develar la rebelión, a sofocar el movimiento sacrílego
contra el Dios-Inca.
Ajall Kriña, con heridas terribles, abiertas, incicatrizables en el cuerpo de bronce, muere en
el combate después de haber luchado como un león.
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Mitos y leyendas del agua en el Perú
La triste nueva pronto se comunica a Huacachina, la bella princesa de los ojos hechiceros,
quien alocada, desesperada, al amparo de las sombras que se vienen, huye sin que lo adviertan
sus padres entre los cerros y cuchillos de arena, hasta caer postrada, abatida, jadeante, sudorosa,
con el llanto que desbordándose del manantial inagotable de sus olas, caían en las arenas que
como pañuelos de batista se extendían más allá de la Huega.
Las lágrimas ruedan y siguen rodando muchos minutos, numerosos días; tiempo tal vez
incontable para ella, de sus ojos inyectados por el dolor y cuando el hambre, el dolor, la tristeza, la desventura rompen el frágil cristal de su alma y la vida huye y se aleja veloz; esas abundantes lágrimas, absorbidas por las candentes arenas, surgen a flor de tierra en el inmenso hoyo
amurallado por las arenas superpuestas, después de haberse saturado con las sustancias de la
entraña de la tierra, que las devuelve por no poder resistir el contagio del inmenso dolor.
En el día, las verdes aguas pardosas se evaporan en pequeña cantidad hacia los cielos,
como si fueran llamadas por los dioses para aprender del dolor y se cuenta que todavía en
las noches, cuando las sombras y el silencio han empujado a la luz, al ruido, sale la princesa,
cubierta con el manto de su cabellera que se plisa u ondea en su cuerpo; con ese manto negro,
muy negro, pero menos oscuro que su alma, para seguir llorando su llanto de ausencia y de pesadumbre, algunas de cuyas gotas todavía se descubren en la mañana, en los primeros minutos
de la luz, hasta sobre los raros juncos que a veces brotan en la orilla de oquedad. Se ven sobre
las innumerables hojas rugosas del toñuz tendido en sus ocios y se perciben sobre cada uno
de los dientes de las hojas peinadas del viejo algarrobo, que extiende sus ramas levantándose
sobre la cama de arena para pedir a los cielos, piedad y consuelo, destinados a la princesa de la
dicha rota, del ensueño deshecho, del paraíso trunco.
Fuente escrita: Relato recopilado de la Revista del Museo Regional de Ica N˚ 4, Año 1951.
Escolar: Ursula Andrea Pilco Latorre, 10 años; Wanchaq, Cusco.
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