“PERIPECIOS”. SOBRE LA FILOSOFÍA DEL DERECHO DE RAFAEL SÁNCHEZ FERLOSIO Manuel Atienza 1. Los aforismos de Sánchez Ferlosio (a los que él gusta denominar “pecios”: los restos de una nave naufragada) y las viñetas de El Roto son, en mi opinión, dos ejemplos muy notables de un género de reflexión filosófica – de filosofía mundana- que, en no pocos aspectos, supera a la filosofía académica, la que producen los profesores –los profesionales- de la filosofía. Yo creo ser uno de esos filósofos académicos (el “creo” se entenderá luego por lo que diré a propósito de la filosofía del Derecho) y puedo decir que en los escritos del uno y en los dibujos (comentados) del otro me he encontrado muchas veces con exposiciones magistrales de cuestiones filosóficas (de filosofía práctica) que cumplen con gran eficacia (seguramente mayor que la que cabe atribuir a los textos de los profesionales) la que, desde Sócrates, pasa por ser la principal función del filósofo: aguijonear las conciencias, despabilar a la gente… lo que normalmente requiere también ofrecer algunas guías de orientación sobre cómo es el mundo (social) y sobre cómo debería uno actuar en él. Aquí me voy a ocupar exclusivamente de algunos aspectos del pensamiento filosófico del primero de esos dos autores, Rafael Sánchez Ferlosio, que acaba de publicar un libro que recoge “la práctica totalidad” de sus pecios (Campo de retamas. Pecios reunidos, Random House, Barcelona 2015) y que me ofrece también la oportunidad de abordar una 1 cuestión que me preocupa desde hace tiempo. Se trata de la falta de interés que los filósofos, los científicos sociales, los ensayistas, etc. suelen exhibir hacia la cultura jurídica lo cual, en mi opinión, tiene una consecuencia muy negativa pues, dada la importancia (importancia además creciente) de la dimensión jurídica de nuestras sociedades, ello les priva también, en muchos casos, de poder entender adecuadamente el mundo social. No me refiero a la importancia “práctica” del Derecho: sin duda, todos son muy conscientes de que el Derecho les rodea por todas partes o del inmenso poder que detentan los jueces en nuestra sociedad; me refiero a la relevancia “teórica” del Derecho, de las categorías elaboradas por el pensamiento jurídico. Hay seguramente muchas causas que explican este fenómeno que, por lo demás, no se da (o no de la misma manera) en otros ámbitos culturales; no ocurre, por ejemplo, en los Estados Unidos, en donde el estudio del Derecho (y los juristas) goza(n) de un gran prestigio intelectual. Algunas de esas causas son institucionales: el que un licenciado (ahora graduado) en filosofía no sepa (al menos, de acuerdo con su plan de estudios) una palabra de Derecho ni haya cursado tampoco una materia de filosofía del Derecho es un disparate puesto de manifiesto por algunos desde hace tiempo pero que a nadie (de los “responsables” de los planes de estudio en nuestras universidades) parece preocupar; la explicación, por cierto, es bastante simple: los filósofos del Derecho no habitan en las Facultades de filosofía, sino en las de Derecho. Y otra causa que tampoco conviene olvidar es el carácter bastante arcaizante y muy poco estimulante desde el punto de vista intelectual que, por lo general, reviste la cultura jurídica en nuestro país. Pero, en cualquier caso, esa actitud de desinterés por el Derecho (entendida la expresión en su sentido más abstracto) de nuestros pensadores sociales 2 no constituye, en mi opinión, precisamente un acierto aunque está tan difundida que, muy probablemente, los propios filósofos, científicos sociales, etc. no son conscientes de ello. Pero, claro, un filósofo del Derecho sí lo es, y de ahí que, cuando empecé a planear este artículo, me acordara en seguida de una reseña que había leído en el Babelia de hacía algunos meses y que el milagro de Google me ha permitido recuperar inmediatamente. Lo que se reseñaba en el número del 9 de marzo de 2013 era un libro de Carl Schmitt, y el autor del comentario, Enrique Lynch, elogiaba la profundidad intelectual del “gran pensador y principal jurista del Tercer Reich” y, sin mostrar ningún tipo de simpatía por las opiniones de fondo del alemán, calificaba a Schmitt de “uno de los más importantes pensadores… en el campo de la filosofía política”, pero no en el de la filosofía del Derecho, simplemente porque, para Lynch, por razones que no se tomaba la molestia de explicitar (para él debían de ser obvias), no se podía hablar de “filosofía del derecho” sino tan solo de “teoría del derecho o, si se prefiere, [de] ciencia jurídica o derecho comentado”. ¿Quizás pensara, por traer a colación un libro que contribuyó mucho a difundir esa expresión que él querría ver desterrada de la lengua, que la Filosofía del Derecho de Hegel no pasa de ser “derecho comentado”? Y adviértase, por cierto, que la palabra “derecho” (aunque no sólo en el uso de Lynch) tiende ahora a ser escrita siempre con minúscula (con lo que se deja de poder distinguir con cierta comodidad entre diversos sentidos de la expresión; ejemplo: “en el Derecho español, el deudor hipotecario no tiene derecho a la dación en pago para saldar su deuda”); lo que no ocurre con “estado” (nadie –o casi nadie- escribe, por ejemplo, “estado español”), y de ahí la “anomalía 3 gramatical” de la expresión “Estado de derecho”, en la que pocos parecen reparar. Bueno, Rafael Sánchez Ferlosio escribe, por supuesto, “Estado de Derecho” (aunque alguna vez también “derecho positivo”, p. 28; o “violencia creadora de derecho”, p. 64) y no sólo no muestra un desprecio olímpico por el Derecho, sino que el Derecho está muy presente en muchos de sus pecios (así como en muchas de sus otras obras). Tanto, que no me parece que pueda verse como una exageración el subtítulo que he puesto a este artículo. No es, desde luego, la suya una filosofía del Derecho sistemática, ni tampoco una que pueda extraerse de manera más o menos inmediata del texto explícito de sus pecios; pero esto último justifica precisamente, me parece, la expresión elegida para el título: “peripecios”. 2. Pues bien, si tuviera que expresar de una manera muy sintética en qué consiste la filosofía del Derecho de Sánchez Ferlosio, esto es, cuál es su concepción básica acerca del Derecho, yo diría que él es un negacionista jurídico o, dicho de otra manera, alguien que está contra la racionalidad jurídica lo que, naturalmente, es algo muy distinto a mostrar desinterés por el Derecho. No se trata, pues, de eso, sino más bien de que en su visión de lo que debería ser el mundo social y las relaciones que los integrantes de ese mundo deberían mantener entre sí no parece que quede ningún espacio para el Derecho…aunque esto sea así, en cierta medida, porque la suya es también (en esto coincide con el pensamiento jurídico más tradicional) una concepción excesivamente formalista (y 4 pobre) del Derecho y de la racionalidad jurídica. Pero para entender qué es lo que quiero decir con todo lo anterior, es necesario pararse a explicar la manera como Sánchez Ferlosio entiende dos de las nociones básicas del Derecho: la de norma y la de coacción. 2.1. En mi opinión, lo que Sánchez Ferlosio considera como el rasgo más característico de la normatividad jurídica (y de la racionalidad jurídica) es el carácter discontinuo de las reglas jurídicas, esto es, el que la aplicación de esas reglas a la conducta humana sólo pueda dar lugar a un “si o no”, pero no a un “más o menos”, a una ponderación prudencial. Eso es lo que le lleva, por ejemplo, a mirar con prevención la introducción del jurado (pero repárese en que los tribunales de jueces profesionales no pueden tampoco decidir de otra manera): (Sí o no) Escalofríos me dan ante la perspectiva de que llegue a instaurarse en los tribunales el sistema de jurados, que, a diferencia de las encuestas públicas, tiene el temible agravante de no admitir más opciones que “sí” o “no”, excluyendo las de “no sabe” y “no contesta” (p. 57). A mostrar su oposición frente a Beccaria, el fundador del Derecho penal moderno, para el cual los jueces deberían tomar sus decisiones ateniéndose estrictamente a la lógica deductiva –al llamado “silogismo judicial”- y no ejerciendo su discrecionalidad: (Anti-Beccaria: “proporzionalità”) El agravio en la sentencia, la alameda en el catastro: cosas redondas metidas en recipientes cuadrados (p. 58). 5 A equiparar en cierto modo el Derecho con la violencia: (Ordalía) Sólo el castigo pudo hacer unívocas, discontinuas, las nociones del género de “culpa” o de “pecado”. La alternativa de sí o no en que nos las encontramos sumergidas no tiene un origen en sí mismo lógico, sino pragmático: la violencia creadora de derecho. Sólo la guerra o la acción ejecutiva, el veredicto de las armas o de los tribunales, imponen disyuntivas tan tajantes como la de inocente o culpable o la de tener razón o no tener razón (p. 64). O a señalar la incompatibilidad existente entre el Estado de Derecho y la policía, justamente (y paradójicamente) porque la lógica del primero es la discontinuidad, y la de la policía, la discrecionalidad: (Mentira y ley) La policía es el portillo imposible de tapiar –salvo sofismas ad hoc- del “Estado de Derecho”. Ya la acción física (violenta), al moverse en el continuo espacio-temporal, se hace irreductible a la noción jurídica de “regla” (discontinua, de “si o no”) y sólo admite ponderaciones prudenciales (estimativas, de “más o menos”), tal como reconoce el concepto policíaco de “discrecionalidad”. Pero además, el policía es el único funcionario con facultad legal para mentir: la legalidad –o impunibilidad, si se prefiere- del mentir del policía en el interrogatorio, en cuanto correlato de la impunidad del sospechoso que miente en defensa propia, es como una fractura que la Razón de Estado produce en el Estado de Derecho. Tal entredicho debería turbar la confianza en éste, al suscitar esta perplejidad: ¿es la mentira la que es metida dentro del Estado de Derecho, o es el policía el que es autorizado a salirse de él, para poder ir a buscar al delincuente en su terreno? Ambas respuestas van a dar en aporías. La policía es, así pues, también en la palabra, dúctil, viscosa, tanteadora del terreno y a cada instante reajustable al movimiento de su objeto, y se nos muestra por segunda vez, ahora en sentido traslaticio, inmersa en el “más o menos” de un continuo deformable, y, en fin, irreductible a la discontinuidad de lo jurídico. El instrumentalismo físico y verbal de esta souplesse abre las fauces de la “injusticia conveniente” para otras más graves formas de discrecionalidad y más crudos arbitrios de excepcionalidad, desde los que prolongan el género de la mentira, como el encubrimiento protector de un prestigio necesario para no demostrar debilidad ante el delincuente, hasta los de la violencia física secreta. Tan evidente es la heteronomía entre Estado de Derecho y Policía que sólo la ignorancia más 6 supina puede aceptar la aberración de haber fundido en uno los ministerios de Justicia y de Interior (pp. 77-78). Sin duda, la observación de Sánchez Ferlosio sobre la normatividad jurídica es profunda y capta un elemento esencial del Derecho, de su modo de funcionamiento. Niklas Luhmann lo explicó diciendo que el Derecho necesitaba, para cumplir con su lógica funcional, reducir la complejidad del medio social, y de ahí que tuviera que recurrir a un código bivalente que le permitiese calificar la conducta, desde el punto de vista jurídico, exclusivamente como lícita o ilícita. Si no fuera así, el sistema jurídico se desintegraría (al igual que todo el sistema social), pues no podría cumplir ya su función esencial de procurar seguridad, esto es, procurar que la conducta de la gente (o el resultado de la misma) pueda ser razonablemente previsible. Ahora bien, Luhmann insistía en ese mecanismo simplificador del Derecho (yo diría: lo exageraba) para defender la racionalidad tradicional del Derecho, una racionalidad orientada exclusivamente hacia el pasado: el aplicador del Derecho tendría que limitarse a comprobar si se habían dado o no las circunstancias establecidas en el supuesto de hecho de la norma; frente a otros enfoques, otras maneras de entender la racionalidad del Derecho, como la del llamado “realismo jurídico” y, en general, de los movimientos anti-formalistas, que han puesto siempre el énfasis en la necesidad por parte de los aplicadores de tomar (también) en consideración las consecuencias sociales de sus decisiones, de manera que la racionalidad jurídica (judicial) tendría ahora más bien una orientación hacia el futuro. Para Luhmann, cabría decir, el único valor del Derecho (al menos cuando se considera la instancia de su aplicación, no la de su producción) es la 7 seguridad jurídica y eso requiere jueces (aplicadores) que se atengan estrictamente a la lógica de la discontinuidad, del sí o no considerando exclusivamente lo establecido en la norma, y no jueces ponderativos, que pretendan hacer uso de su discrecionalidad tomando en cuenta las posibles consecuencias de sus decisiones. La coincidencia en cuanto a la manera de entender el Derecho entre Luhmann y Sánchez Ferlosio obedece, sin embargo, a propósitos muy distintos, por no decir que antitéticos: Luhmann, como acabo de decir, es un defensor de la racionalidad jurídica en su sentido tradicional, del formalismo jurídico. Y Sánchez Ferlosio, yo creo, es un negacionista jurídico, o sea, alguien que comparte esa idea de en qué consiste o de cómo funciona el Derecho, pero que, precisamente por ello, otorga a lo jurídico un valor escaso o nulo: los valores del Derecho (o de esa manera de entender el Derecho), cabría decir, no son los suyos. Eso explica el contraste que aparece en varios de sus pecios entre la justicia (la virtud jurídica por excelencia) y la moral. Por ejemplo, en éste en el que comenta un texto de Walter Benjamin: (Glosa) El proceso que culmina en la Justicia es un doble reflejo que proyecta la norma de la acción como criterio para el juicio y retrotrae las reglas del juicio como criterio exclusivo de la acción. Y así, “mala acción” se identifica con “acción punible”: la acción punible será siempre mala y no habrá otra acción mala más que la punible. La Justicia anticipa hipotéticamente veredictos de culpabilidad(…). La Justicia es un cepo en el camino, que prejuzga como “malos pasos” los de quienquiera que vaya a caer en él. Los pasos de la acción ya no son malos por cosa que ya lleven en sí mismos; sólo lo son porque van a toparse con el cepo que les ha preparado la Justicia. El presupuesto de la justicia instituida ha cegado y pervertido la moral, que se ha reducido ya sea a la tarea de formular criterios razonados para el juicio, ya sea a la elaboración formalizada de esos mismos criterios como normas de conducta. Arduo y remoto resulta ya siquiera imaginar lo que sería una moral que se ciñese a reflexionar sobre los móviles, las 8 formas y los designios de la acción como tal, sin reflejar ni implicar de ningún modo criterios para el juicio (p. 96). Y en el que le sigue: (Apéndice al anterior) El suelo natural, el supuesto necesario, de toda acción moral en tanto que moral no puede ser más que la impunidad. El horizonte del castigo convierte la acción moral en meramente justa (p. 96). Ahora bien, la dicotomía que plantea Luhmann y que plantean en general los autores formalistas es, en mi opinión, falsa. En el Derecho necesitamos esa lógica bivalente o discontinua porque, si no fuera así, no podríamos obtener tampoco ni seguridad jurídica ni los valores que dependen de la misma y que no son en absoluto valores formales, como ocurre con la autonomía personal. Pero necesitamos también mecanismos que, al menos en ocasiones, permitan flexibilizar el juicio, evitar que la justicia legalista se convierta efectivamente en un cepo, y mecanismos que den cabida a un juicio discrecional (no arbitrario) y ponderativo. Uno de los debates más significativos que está teniendo lugar en la filosofía del Derecho (académica) de las últimas décadas tiene que ver con esto, y a veces se esquematiza planteando una disyunción entre el Derecho visto como reglas, como pautas específicas de conducta que se aplican en la forma todo-nada, o bien como principios, como normas abiertas, flexibles, que tienen una dimensión de peso (igualdad ante la ley, libertad de expresión, derecho a la intimidad, etc.) y cuya aplicación (cuando surgen conflictos entre ellos, entre los principios, o bien entre los principios y las 9 reglas) exige un juicio ponderativo. Pero ese esquematismo, yo creo, es falso (se trata de una versión de la falacia de la falsa oposición), porque lo que se necesita en realidad es una teoría que permita un equilibrio adecuado entre los principios y las reglas, dar entrada al juicio discrecional y ponderativo sin perder por ello las ventajas de que nos proveen las reglas. Quien primero se dio cuenta de ello fue Aristóteles y lo plasmó en su teoría de la equidad que, en mi opinión, sigue siendo la base de todas las críticas (las bien fundadas) al formalismo jurídico. Sánchez Ferlosio es agudamente consciente de ello, pero rechaza esa posibilidad (“ya era tarde” –nos dice-), yo creo que porque (injustificadamente) identifica el Derecho con la concepción formalista del Derecho (y de la justicia): (De la justicia) Tras la preferencia de los hombres por las virtudes exactas, como la justicia, y el desdén por las inexactas, como la compasión, hay una forma radical de la crueldad. El origen de esa crueldad hay que buscarlo en el componente matemático y geométrico de la razón pitagórica y platónica. Cuentan que los pitagóricos se escandalizaron y se consternaron al tener que reconocer la inconmensurabilidad entre la circunferencia y el radio; apenas podían aceptar que la palabra “longitud” tuviese dos significados o dos metros absolutamente irreductibles entre sí según se aplicase a lo curvo o a lo recto, que es tanto como decir fisis y nomos. Tan sólo el genio de Aristóteles, al querer reducir la cruel rigidez del concepto de “justicia” mediante el de “equidad”, propuso para ésta aquella deslumbrante figura de “la regla de plomo de los arquitectos de Lesbos”, una regla blanda capaz de amoldarse a lo curvo. Pero ya era tarde, porque la equidad venía sólo a añadirse como una enmienda a la originaria razón constitucional; ya se había puesto por delante la justicia de Procusto, que odiaba el más y el menos, tal como el ángel del Apocalipsis vomita de su boca a lo que no es ni frío ni caliente (p. 91-92). 2.2. Pasemos ahora a examinar la coacción, el papel de la violencia en el Derecho. Sánchez Ferlosio subraya, en varios de sus pecios, la prioridad de 10 la figura del verdugo sobre la del juez, el fiscal o el abogado, del castigar sobre el juzgar y, en consecuencia, la prioridad del ejercicio de la violencia sobre lo que podríamos llamar el componente institucional (burocrático) y racional o argumentativo del Derecho. En uno de sus pecios más extensos, titulado El infame, después de preguntarse cómo es posible que, a pesar de toda la honorabilidad con la que ha sabido adornarse la justicia, sin embargo, nunca haya logrado que el verdugo “dejase de ser socialmente mirado como una figura irreductiblemente infame”, y de mostrar su extrañeza por el hecho de que el número máximo de instancias judiciales de apelación no pase en cualquier país de tres o cuatro, apunta a esta posible explicación de ambos fenómenos: Lo verdaderamente originario ¿no pudo acaso ser sino la cruda y desnuda ejecución? ¿Y no sería, en realidad, el verdugo el más antiguo de los funcionarios, en torno al cual se fuesen configurando todos los demás trámites antepuestos, con sus correspondientes funcionarios, al cruento designio de la punición? ¿No cabe sospechar que bien podría haber sido justamente la prioridad genética de la punición y del verdugo –la prioridad del castigar sobre el juzgar- lo que determinase inevitablemente la finitud de las instancias de apelación, por el mero hecho de que lo que tenía que anteponerse a un fin ya dado y prefijado no podía ser más que finito? El furor del castigo es impaciente y no soporta una espera indefinida, y el origen de la Justicia estatuida muestra tal vez su verdadera imagen cuando tras una muerte ya dictada y decidida se improvisa canallescamente todo el aparato de la fraudulenta documentación de un presunto delito, de una instrucción, de un juicio, un veredicto y una sentencia condenatoria que anteponer a posteriori a la ya desde el principio decidida intervención del verdugo, para legitimar como acto de justicia lo que no es más que un homicidio legal (p. 154). Señala luego, para evitar que se saquen consecuencias apresuradas de su juicio, que, en realidad, ninguna de las instituciones humanas escaparía a la observación de Walter Benjamin de que “no existe documento de cultura que no sea a la vez un documento de barbarie”, a lo cual añade: 11 Sólo con la reserva, en modo alguno irrelevante, de esta última advertencia me atreveré finalmente a decir que la costumbre culturalmente práctica de vivir en la creencia cotidiana de saber qué es la Justicia –pues la cotidianidad confunde como una misma cosa el saber a qué atenerse con respecto a algo con el saber qué es- no parece bastar ni haber bastado nunca para impedir del todo que de tarde en tarde atraviese las mientes de los hombre la ominosa vislumbre que les hace entrever la Justicia originaria como una coartada de la punición, y vislumbrar a los jueces, los defensores, los fiscales como el cuerpo de casa o personal de servicio del verdugo (p. 154). Ahora bien, es cierto que la violencia (la coacción) está al principio y al final del Derecho: el Derecho (no sólo, por cierto, el Derecho penal, sino todo el Derecho) es producto del poder y necesita del poder para lograr imponerse; von Ihering decía (oponiéndose a los autores iusnaturalistas) que el Derecho sin la fuerza es como una luz que no alumbra, como un fuego que no quema. Pero esa vinculación (necesaria) entre el Derecho y el poder (vinculación no sólo con el poder físico, la violencia propiamente dicha, sino también con las otras formas del poder: económico, ideológico, etc.) tiene, yo creo, que ser matizada, al menos en estos tres sentidos: 1) el ejercicio de la coacción no es siempre ilegítimo; 2), además, el Derecho (sobre todo, cierto tipo de Derecho) cumple un papel esencial para poner límites a la violencia (incluida la violencia “legítima”, la del Estado); y 3) en el Derecho del Estado constitucional (una consecuencia de lo anterior), el ejercicio de la coacción no es (o sea, no debe ser: sería contrario a sus principios) un fin en sí mismo, sino un instrumento para satisfacer los fines y valores propios de ese tipo de Derecho, que se condensan en la idea de los derechos humanos. Yo no creo que Sánchez Ferlosio ignore nada de esto, pero el caso es que tampoco lo suscribe, al menos de manera clara. Así, reconoce al 12 Derecho alguna virtualidad para poner límites al “mal objetivo” que para él parece representar el Estado (la institución que detenta el monopolio de la violencia legítima), pero se trata de un papel menor y, en todo caso, insuficiente para contener los desmanes del poder. En el pecio De la tortura, y a propósito de lo que llama “delito profesional” (“uso desinteresado –salvo afán de hacer méritos- de medios ilegales para logros de su papel de funcionario”) que puede cometer un funcionario de Orden Público, escribe lo siguiente: Pero el delito profesional –que va desde el tan frecuente abuso de la “discrecionalidad”, pasando por el casi sistemático encubrimiento por solidaridad corporativa o protección del prestigio del Cuerpo y aún del propio Estado, hasta la tortura- se distingue por el rasgo capital de ser congruente con las funciones propias de la Policía y con los fines del Estado, con lo que el mero delito subjetivo trasciende en manifestación del mal objetivo, de la Bestia impersonal que siempre acecha tras el monopolio de la violencia legítima, sin que toda la historia del Derecho, que ha venido queriendo amordazarla, haya bastado para impedir casos como el de la civilizadísima Argentina (p. 77). Y en otras ocasiones ironiza a propósito de la tolerancia y justifica incluso el que haya que ser, por así decirlo, “intolerantes” en el plano del discurso, pero sin llegar nunca a defender esa especie de “intolerancia máxima” que supone el recurso a la fuerza: (Pintadas) ¡Tolerante, piel de elefante! ¡Tolerancia plena, encefalograma plano! (p. 157). La tolerancia es un pacto perverso en el que cada parte renuncia a la pasión pública de sus razones y las convierte en estólidas e impenetrables convicciones, o sea, en verdades encerradas en un gueto, a cambio de una paz que no es concordia sino claudicante empecinamiento y ensimismada cerrazón. Ante lo que inevitablemente ha de sentirse como sinrazón ajena cabe moverse, en todo caso, entre una 13 impaciente indulgencia y una paciente agitación, nunca pararse en esa indiferencia o desdén definitivo que es la tolerancia (p. 157). (Más sobre la tolerancia) Si con “Toda opinión es respetable” sólo quiere decirse que no hay que echar las zarpas hacia la yugular de quien sustente lo que uno no tenga por plausible, entonces “Vale”, como dicen hoy; pero si lo que implícitamente se propugna es que hay que comedirse en las palabras de la controversia, digo que ninguna opinión es respetable, que todas han de ser atacadas con toda la apasionada subjetividad que es propia del más libre y más genuino entendimiento (p. 158). Todo lo cual parece muy plausible (y en muy buena medida lo es) pero apunta, como vengo diciendo, a una incompatibilidad de fondo con la “lógica” del Derecho que lleva a Sánchez Ferlosio a sostener tesis francamente cuestionables. Una de ellas (que quizás no sea muy importante) es su interpretación de la finitud de los recursos judiciales como una exigencia del “furor del castigo”, de la “prioridad del castigar sobre el juzgar”, o, si se quiere decirlo en otros términos, de que la lógica del Derecho es la lógica de la violencia. Sin embargo, para ese hecho procesal del número tan limitado de recursos hay, me parece, una explicación bastante menos truculenta y que se aviene muy bien con la lógica bivalente o discontinua del Derecho y con la necesidad de satisfacer el valor de seguridad, de previsibilidad de las conductas, a que antes hacía referencia. Se trata de que el Derecho no es, no puede ser, como la filosofía y, por eso, la situación de duda sobre qué es lo que dice el Derecho D sobre la cuestión C no puede permanecer abierta por mucho tiempo. Dicho quizás de manera más precisa, las cuestiones que tiene que resolver un tribunal o un juez pertenecen a la categoría de lo que en la tradición retórica se llamó “cuestiones finitas” 14 (limitadas a personas, lugares y tiempo), que se contraponían a las “cuestiones infinitas”, características más bien de la filosofía. Para resolver las cuestiones finitas que se plantean en el Derecho se necesitan órganos públicos a los que se otorga la competencia de cerrarlas y de hacerlo de manera tempestiva y definitiva, pero esa definitividad no cierra del todo la posibilidad de crítica (desde instancias “jurídicas”, pero que no son las del Derecho positivo, sino las de la ciencia y la filosofía del Derecho) ni, en realidad, la posibilidad misma de que esas preguntas vuelvan a ser planteadas (pero en relación a otras personas, lugares y tiempo), precisamente porque las preguntas finitas se derivan de las infinitas. Uno de los ejemplos que ponía Quintiliano (Institutionis Oratoriae, libro III, cap. V, 8): es infinita la pregunta (práctica) que plantea si hay que tomar esposa; es finita si debe hacerlo Catón. En relación con el Derecho: es infinita (relativamente infinita; la distinción es de grado) la cuestión de si debe admitirse el matrimonio entre personas del mismo sexo; es finita la de si la ley que lo admitió en España modificando el Código civil era o no conforme con la Constitución. Pero lo que me parece más relevante es su posición contraria a la justificación de las decisiones de las autoridades públicas (por ejemplo, contraria a la “motivación” de las sentencias), basándose en el argumento (yo creo que equivocado) de que si al final está la violencia, entonces todo lo demás es también violencia: El que quiera mandar guarde al menos un último respeto por el que ha de obedecerle: absténgase de darle explicaciones (p.112). 15 Aquel que en última instancia se halla siempre dispuesto, si es preciso, a no vacilar en imponer su autoridad, más valdría que desistiese ya desde el principio de querer empezar por intentar ser escuchado. Si en el límite está la violencia, todo el resto es ya también violencia (p. 112). Como ocurría en relación con su posición acerca de la normatividad jurídica, la visión que aquí tiene Sánchez Ferlosio coincide en principio con la de las posiciones más autoritarias del Derecho y características de tiempos pretéritos. Sin ir más lejos, el mensaje que se contiene en el primero de los dos anteriores pecios no parece ser muy distinto de lo preceptuado en una Real Cédula de Carlos III, de 23 de julio de 1778, que pasó luego a formar parte de la Novísima Recopilación (Ley VIII, tit. 16, libro XI): “Para evitar los perjuicios que resultan con la práctica, que observa la Audiencia de Mallorca, de motivar sus sentencias, dando lugar á cavilaciones de los litigantes, consumiendo mucho tiempo en la extensión de las sentencias, que vienen á ser un resumen del proceso, y las costas que á las partes se siguen; mando cese en dicha práctica de motivar sus sentencias, ateniéndose a las palabras decisorias, como se observa en mi Consejo, y en la mayor parte de los tribunales del Reyno.” También en este caso (como ocurría con su proximidad hacia formalistas y conservadores recalcitrantes como Luhmann) habría que decir que las coincidencias son más bien aparentes y esconden una discrepancia de fondo radical. La Real Cédula basa su mandato de que los jueces no motiven las sentencias que dictan aparentemente en razones de eficiencia, pero el lector contemporáneo adivina en seguida que la verdadera razón no está ahí, sino en la suposición de que la autoridad (el 16 poder de mandar) se debilita cuando se le exige que de razones para justificar sus mandatos. En el Leviatán, Hobbes expresó ese punto de vista con toda claridad: el poder (absoluto) del Estado se debilita si “los hombres se consideran capacitados para debatir y disputar entre sí acerca de los mandatos” (cito por la edición de C. Mellizo, Alianza Editorial, Madrid, 1989, p. 258). Mientras que lo que viene a sostener Sánchez Ferlosio, yo creo, es que los jueces (y el resto de las autoridades) no deben motivar sus decisiones simplemente porque no pueden hacerlo, porque no puede haber genuinas razones si éstas, en último término, provienen de o están respaldadas por el uso de la fuerza. Así, las motivaciones de los jueces ofrecen (o pretenden ofrecer) razones por las que alguien debe realizar un determinado curso de acción (hacer cumplir una pena de cárcel, dejar de aplicar una ley declarada inconstitucional, etc.). Puede muy bien ser el caso de que el juez pretenda, con sus razones, persuadir a otras autoridades, a los afectados, etc. para que hagan o dejen de hacer ciertas cosas. Pero el carácter obligatorio de sus decisiones (de los mandatos ahí contenidos) no depende de que se tenga o no éxito en esa labor de persuasión. De manera que, nos viene a decir Sánchez Ferlosio, no cabe aquí en sentido estricto hablar de justificación o de argumentación racional. Se trataría, cuando mucho, de una apariencia de justificación o, quizás mejor, de una farsa que oculta la verdadera realidad de las cosas. La tesis de Sánchez Ferlosio, en definitiva, está muy próxima a lo sostenido por algunos realistas radicales o por los autores de la llamada “teoría crítica del Derecho”. 3. 17 Me parece que todo lo anterior explica y justifica por qué he calificado de negacionismo jurídico a la filosofía del Derecho de Sánchez Ferlosio: se trata de una concepción que no permite (tampoco lo pretende) dar sentido al Derecho porque (utilizando una terminología que no es la del autor de los pecios) la vida jurídica sería algo así como una vida inauténtica, basada en principios –la discontinuidad, el castigoincompatibles con la construcción de relaciones sociales verdaderamente humanas. La idealidad del orden social, si yo he entendido bien a Sánchez Ferlosio, tendría que construirse sobre la base de la equidad (de la ponderación prudencial) y de la compasión, que difiere tanto de la tolerancia como de la justicia. En un pecio titulado Hipótesis sobre la compasión para Aurelio Arteta, elucubra sobre la posibilidad de que pudiera existir una compasión “no crediticia, o sea, no justiciera ni expiatoria” sino, simplemente, gratuita: Pero tan corrompido está el hombre que ya tan sólo en estas resistencias vislumbra por defecto lo que, en la oscuridad de su conciencia, querría que pudiese ser la compasión: algo que tuviese doble y bilateralmente la felicidad de lo gratuito, o sea, que se pareciese a lo sentido en raras y singulares experiencias: ese placer plenamente carnal y corporal de arreglarle el embozo de la sábana a un niño recién acostado, ese estremecimiento de regusto que le recorre a uno toda la epidermis por simpatesis con el placer del niño. Y no tan corrompido, sin embargo, que no acierte a sentir envenenada la compasión posible, ya que rechaza tanto que sea un acto de justicia como que sea un acto de virtud, pues una y otra matan su más profundo impulso compasivo: el animal que lame las heridas de otro no está haciendo justicia ni ejerciendo una virtud, porque ni salda una deuda ni se acredita un mérito. Lo que la siempre frustrada y siempre reincidente compasión humana añora es el limpio calor de la animalidad (p. 156-7). Bueno, el Derecho (o la justicia) no podrá nunca satisfacer, como es obvio, el modelo de sociedad compasiva que Sánchez Ferlosio plantea 18 como una hipótesis más bien improbable: “pensar que acaso haya, haya habido, haya podido haber, o por lo menos, haya querido haber alguna vez” (p. 156). El Derecho es discontinuidad y violencia, es cierto, pero abre espacios también para la equidad y para la compasión; curiosamente, la compasión es, en mi opinión, la clave para entender los diversos pasajes de El Quijote que hacen referencia al Derecho: el de Andresillo, el de los galeotes, el de Roque Ginart o el de los juicios de Sancho Panza en Barataria. De ahí la importancia, a mi juicio, de operar con una concepción suficientemente amplia del Derecho que permita, por ejemplo, darse cuenta, como ha escrito un escritor contemporáneo, Claudio Magris, de que los “valores fríos” del Derecho son condición necesaria para poder disfrutar de valores y sentimientos cálidos: “los afectos, el amor, la amistad, las pasiones y las predilecciones de todo tipo” (Literatura y derecho. Ante la ley, Sext Piso, México-Madrid, 2008, p. 82). En fin, soy consciente (y quizás también algo culpable) de no haber prestado la debida atención en mis comentarios críticos al pecio que aparece “como a manera de prólogo”: (Ojo conmigo) Desconfíen siempre de un autor de “pecios”. Aun sin quererlo, le es fácil estafar, porque los textos de una sola frase son los que más se prestan a ese fraude de la “profundidad”, fetiche de los necios, siempre ávidos de asentir con reverencia a cualquier sentenciosa lapidariedad vacía de sentido pero habilidosamente elaborada con palabras de charol. Lo “profundo” lo inventa la necesidad de refugiarse en algo indiscutible, y nada hay tan indiscutible como el dicho enigmático, que se autoexime de tener que dar razón de sí. La indiscutibilidd es como un carisma que sacraliza la palabra, canjeando por la maia de la literalidad toda posible capacidad significante (p. 11) 19 Pero no me resisto, en cualquier caso, a la tentación de terminar este artículo añadiendo al pecio que Rafael Sánchez Ferlosio titula Anacarsis Cada vez más ejemplarmente piadosa resulta hoy en día la respuesta del escita Anacarsis, que visitó Atenas en tiempos de Solón, cuando los atenienses le preguntaban que por qué no tenía hijos: “Por amor a los niños” (p. 39), una de las sentencias atribuidas a otro de los Siete Sabios de Grecia, Bías de Priene, juez austero, cuya inspiración podría estar en su dedicación al Derecho y a la justicia: “los más son malos” (hoì pleistoi kakoí (lo tomo de Carlos García Gual, Los siete sabios (y tres más), Alianza Editorial, Madrid, 2007, p. 87). 20