“PERIPECIOS”. SOBRE LA FILOSOFÍA DEL DERECHO DE

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“PERIPECIOS”. SOBRE LA FILOSOFÍA DEL DERECHO DE RAFAEL SÁNCHEZ
FERLOSIO
Manuel Atienza
1.
Los aforismos de Sánchez Ferlosio (a los que él gusta denominar “pecios”:
los restos de una nave naufragada) y las viñetas de El Roto son, en mi
opinión, dos ejemplos muy notables de un género de reflexión filosófica –
de filosofía mundana- que, en no pocos aspectos, supera a la filosofía
académica, la que producen los profesores –los profesionales- de la
filosofía. Yo creo ser uno de esos filósofos académicos (el “creo” se
entenderá luego por lo que diré a propósito de la filosofía del Derecho) y
puedo decir que en los escritos del uno y en los dibujos (comentados) del
otro me he encontrado muchas veces con exposiciones magistrales de
cuestiones filosóficas (de filosofía práctica) que cumplen con gran eficacia
(seguramente mayor que la que cabe atribuir a los textos de los
profesionales) la que, desde Sócrates, pasa por ser la principal función del
filósofo: aguijonear las conciencias, despabilar a la gente… lo que
normalmente requiere también ofrecer algunas guías de orientación sobre
cómo es el mundo (social) y sobre cómo debería uno actuar en él.
Aquí me voy a ocupar exclusivamente de algunos aspectos del
pensamiento filosófico del primero de esos dos autores, Rafael Sánchez
Ferlosio, que acaba de publicar un libro que recoge “la práctica totalidad”
de sus pecios (Campo de retamas. Pecios reunidos, Random House,
Barcelona 2015) y que me ofrece también la oportunidad de abordar una
1
cuestión que me preocupa desde hace tiempo. Se trata de la falta de
interés que los filósofos, los científicos sociales, los ensayistas, etc. suelen
exhibir hacia la cultura jurídica lo cual, en mi opinión, tiene una
consecuencia muy negativa pues, dada la importancia (importancia
además creciente) de la dimensión jurídica de nuestras sociedades, ello
les priva también, en muchos casos, de poder entender adecuadamente el
mundo social. No me refiero a la importancia “práctica” del Derecho: sin
duda, todos son muy conscientes de que el Derecho les rodea por todas
partes o del inmenso poder que detentan los jueces en nuestra sociedad;
me refiero a la relevancia “teórica” del Derecho, de las categorías
elaboradas por el pensamiento jurídico. Hay seguramente muchas causas
que explican este fenómeno que, por lo demás, no se da (o no de la misma
manera) en otros ámbitos culturales; no ocurre, por ejemplo, en los
Estados Unidos, en donde el estudio del Derecho (y los juristas) goza(n) de
un gran prestigio intelectual. Algunas de esas causas son institucionales: el
que un licenciado (ahora graduado) en filosofía no sepa (al menos, de
acuerdo con su plan de estudios) una palabra de Derecho ni haya cursado
tampoco una materia de filosofía del Derecho es un disparate puesto de
manifiesto por algunos desde hace tiempo pero que a nadie (de los
“responsables” de los planes de estudio en nuestras universidades) parece
preocupar; la explicación, por cierto, es bastante simple: los filósofos del
Derecho no habitan en las Facultades de filosofía, sino en las de Derecho.
Y otra causa que tampoco conviene olvidar es el carácter bastante
arcaizante y muy poco estimulante desde el punto de vista intelectual que,
por lo general, reviste la cultura jurídica en nuestro país. Pero, en
cualquier caso, esa actitud de desinterés por el Derecho (entendida la
expresión en su sentido más abstracto) de nuestros pensadores sociales
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no constituye, en mi opinión, precisamente un acierto aunque está tan
difundida que, muy probablemente, los propios filósofos, científicos
sociales, etc. no son conscientes de ello.
Pero, claro, un filósofo del Derecho sí lo es, y de ahí que, cuando
empecé a planear este artículo, me acordara en seguida de una reseña
que había leído en el Babelia de hacía algunos meses y que el milagro de
Google me ha permitido recuperar inmediatamente. Lo que se reseñaba
en el número del 9 de marzo de 2013 era un libro de Carl Schmitt, y el
autor del comentario, Enrique Lynch, elogiaba la profundidad intelectual
del “gran pensador y principal jurista del Tercer Reich” y, sin mostrar
ningún tipo de simpatía por las opiniones de fondo del alemán, calificaba a
Schmitt de “uno de los más importantes pensadores… en el campo de la
filosofía política”, pero no en el de la filosofía del Derecho, simplemente
porque, para Lynch, por razones que no se tomaba
la molestia de
explicitar (para él debían de ser obvias), no se podía hablar de “filosofía
del derecho” sino tan solo de “teoría del derecho o, si se prefiere, [de]
ciencia jurídica o derecho comentado”. ¿Quizás pensara, por traer a
colación un libro que contribuyó mucho a difundir esa expresión que él
querría ver desterrada de la lengua, que la Filosofía del Derecho de Hegel
no pasa de ser “derecho comentado”? Y adviértase, por cierto, que la
palabra “derecho” (aunque no sólo en el uso de Lynch) tiende ahora a ser
escrita siempre con minúscula (con lo que se deja de poder distinguir con
cierta comodidad entre diversos sentidos de la expresión; ejemplo: “en el
Derecho español, el deudor hipotecario no tiene derecho a la dación en
pago para saldar su deuda”); lo que no ocurre con “estado” (nadie –o casi
nadie- escribe, por ejemplo, “estado español”), y de ahí la “anomalía
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gramatical” de la expresión “Estado de derecho”, en la que pocos parecen
reparar.
Bueno, Rafael Sánchez Ferlosio escribe, por supuesto, “Estado de
Derecho” (aunque alguna vez también “derecho positivo”, p. 28; o
“violencia creadora de derecho”, p. 64) y no sólo no muestra un desprecio
olímpico por el Derecho, sino que el Derecho está muy presente en
muchos de sus pecios (así como en muchas de sus otras obras). Tanto, que
no me parece que pueda verse como una exageración el subtítulo que he
puesto a este artículo. No es, desde luego, la suya una filosofía del
Derecho sistemática, ni tampoco una que pueda extraerse de manera más
o menos inmediata del texto explícito de sus pecios; pero esto último
justifica precisamente, me parece, la expresión elegida para el título:
“peripecios”.
2.
Pues bien, si tuviera que expresar de una manera muy sintética en qué
consiste la filosofía del Derecho de Sánchez Ferlosio, esto es, cuál es su
concepción básica acerca del Derecho, yo diría que él es un negacionista
jurídico o, dicho de otra manera, alguien que está contra la racionalidad
jurídica lo que, naturalmente, es algo muy distinto a mostrar desinterés
por el Derecho. No se trata, pues, de eso, sino más bien de que en su
visión de lo que debería ser el mundo social y las relaciones que los
integrantes de ese mundo deberían mantener entre sí no parece que
quede ningún espacio para el Derecho…aunque esto sea así, en cierta
medida, porque la suya es también (en esto coincide con el pensamiento
jurídico más tradicional) una concepción excesivamente formalista (y
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pobre) del Derecho y de la racionalidad jurídica. Pero para entender qué
es lo que quiero decir con todo lo anterior, es necesario pararse a explicar
la manera como Sánchez Ferlosio entiende dos de las nociones básicas del
Derecho: la de norma y la de coacción.
2.1.
En mi opinión, lo que Sánchez Ferlosio considera como el rasgo más
característico de la normatividad jurídica (y de la racionalidad jurídica) es
el carácter discontinuo de las reglas jurídicas, esto es, el que la aplicación
de esas reglas a la conducta humana sólo pueda dar lugar a un “si o no”,
pero no a un “más o menos”, a una ponderación prudencial. Eso es lo que
le lleva, por ejemplo, a mirar con prevención la introducción del jurado
(pero repárese en que los tribunales de jueces profesionales no pueden
tampoco decidir de otra manera):
(Sí o no) Escalofríos me dan ante la perspectiva de que llegue a instaurarse en los tribunales el sistema
de jurados, que, a diferencia de las encuestas públicas, tiene el temible agravante de no admitir más
opciones que “sí” o “no”, excluyendo las de “no sabe” y “no contesta” (p. 57).
A mostrar su oposición frente a Beccaria, el fundador del Derecho penal
moderno, para el cual los jueces deberían tomar sus decisiones
ateniéndose estrictamente a la lógica deductiva –al llamado “silogismo
judicial”- y no ejerciendo su discrecionalidad:
(Anti-Beccaria: “proporzionalità”) El agravio en la sentencia, la alameda en el catastro: cosas
redondas metidas en recipientes cuadrados (p. 58).
5
A equiparar en cierto modo el Derecho con la violencia:
(Ordalía) Sólo el castigo pudo hacer unívocas, discontinuas, las nociones del género de “culpa” o de
“pecado”. La alternativa de sí o no en que nos las encontramos sumergidas no tiene un origen en sí
mismo lógico, sino pragmático: la violencia creadora de derecho. Sólo la guerra o la acción ejecutiva, el
veredicto de las armas o de los tribunales, imponen disyuntivas tan tajantes como la de inocente o
culpable o la de tener razón o no tener razón (p. 64).
O a señalar la incompatibilidad existente entre el Estado de Derecho y la
policía, justamente (y paradójicamente) porque la lógica del primero es la
discontinuidad, y la de la policía, la discrecionalidad:
(Mentira y ley) La policía es el portillo imposible de tapiar –salvo sofismas ad hoc- del “Estado de
Derecho”. Ya la acción física (violenta), al moverse en el continuo espacio-temporal, se hace irreductible
a la noción jurídica de “regla” (discontinua, de “si o no”) y sólo admite ponderaciones prudenciales
(estimativas, de “más o menos”), tal como reconoce el concepto policíaco de “discrecionalidad”. Pero
además, el policía es el único funcionario con facultad legal para mentir: la legalidad –o impunibilidad, si
se prefiere- del mentir del policía en el interrogatorio, en cuanto correlato de la impunidad del
sospechoso que miente en defensa propia, es como una fractura que la Razón de Estado produce en el
Estado de Derecho. Tal entredicho debería turbar la confianza en éste, al suscitar esta perplejidad: ¿es la
mentira la que es metida dentro del Estado de Derecho, o es el policía el que es autorizado a salirse de
él, para poder ir a buscar al delincuente en su terreno? Ambas respuestas van a dar en aporías. La
policía es, así pues, también en la palabra, dúctil, viscosa, tanteadora del terreno y a cada instante
reajustable al movimiento de su objeto, y se nos muestra por segunda vez, ahora en sentido traslaticio,
inmersa en el “más o menos” de un continuo deformable, y, en fin, irreductible a la discontinuidad de lo
jurídico. El instrumentalismo físico y verbal de esta souplesse abre las fauces de la “injusticia
conveniente” para otras más graves formas de discrecionalidad y más crudos arbitrios de
excepcionalidad, desde los que prolongan el género de la mentira, como el encubrimiento protector de
un prestigio necesario para no demostrar debilidad ante el delincuente, hasta los de la violencia física
secreta. Tan evidente es la heteronomía entre Estado de Derecho y Policía que sólo la ignorancia más
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supina puede aceptar la aberración de haber fundido en uno los ministerios de Justicia y de Interior (pp.
77-78).
Sin duda, la observación de Sánchez Ferlosio sobre la normatividad
jurídica es profunda y capta un elemento esencial del Derecho, de su
modo de funcionamiento. Niklas Luhmann lo explicó diciendo que el
Derecho necesitaba, para cumplir con su lógica funcional, reducir la
complejidad del medio social, y de ahí que tuviera que recurrir a un código
bivalente que le permitiese calificar la conducta, desde el punto de vista
jurídico, exclusivamente como lícita o ilícita. Si no fuera así, el sistema
jurídico se desintegraría (al igual que todo el sistema social), pues no
podría cumplir ya su función esencial de procurar seguridad, esto es,
procurar que la conducta de la gente (o el resultado de la misma) pueda
ser razonablemente previsible. Ahora bien, Luhmann insistía en ese
mecanismo simplificador del Derecho (yo diría: lo exageraba) para
defender la racionalidad tradicional del Derecho, una racionalidad
orientada exclusivamente hacia el pasado: el aplicador del Derecho
tendría que limitarse a comprobar si se habían dado o no las
circunstancias establecidas en el supuesto de hecho de la norma; frente a
otros enfoques, otras maneras de entender la racionalidad del Derecho,
como la del llamado “realismo jurídico” y, en general, de los movimientos
anti-formalistas, que han puesto siempre el énfasis en la necesidad por
parte de los aplicadores
de tomar (también) en consideración las
consecuencias sociales de sus decisiones, de manera que la racionalidad
jurídica (judicial) tendría ahora más bien una orientación hacia el futuro.
Para Luhmann, cabría decir, el único valor del Derecho (al menos cuando
se considera la instancia de su aplicación, no la de su producción) es la
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seguridad jurídica y eso requiere jueces (aplicadores) que se atengan
estrictamente a la lógica de la discontinuidad, del sí o no considerando
exclusivamente lo establecido en la norma, y no jueces ponderativos, que
pretendan hacer uso de su discrecionalidad tomando en cuenta las
posibles consecuencias de sus decisiones.
La coincidencia en cuanto a la manera de entender el Derecho entre
Luhmann y Sánchez Ferlosio obedece, sin embargo, a propósitos muy
distintos, por no decir que antitéticos: Luhmann, como acabo de decir, es
un defensor de la racionalidad jurídica en su sentido tradicional, del
formalismo jurídico. Y Sánchez Ferlosio, yo creo, es un negacionista
jurídico, o sea, alguien que comparte esa idea de en qué consiste o de
cómo funciona el Derecho, pero que, precisamente por ello, otorga a lo
jurídico un valor escaso o nulo: los valores del Derecho (o de esa manera
de entender el Derecho), cabría decir, no son los suyos. Eso explica el
contraste que aparece en varios de sus pecios entre la justicia (la virtud
jurídica por excelencia) y la moral. Por ejemplo, en éste en el que comenta
un texto de Walter Benjamin:
(Glosa) El proceso que culmina en la Justicia es un doble reflejo que proyecta la norma de la acción
como criterio para el juicio y retrotrae las reglas del juicio como criterio exclusivo de la acción. Y así,
“mala acción” se identifica con “acción punible”: la acción punible será siempre mala y no habrá otra
acción mala más que la punible. La Justicia anticipa hipotéticamente veredictos de culpabilidad(…). La
Justicia es un cepo en el camino, que prejuzga como “malos pasos” los de quienquiera que vaya a caer
en él. Los pasos de la acción ya no son malos por cosa que ya lleven en sí mismos; sólo lo son porque van
a toparse con el cepo que les ha preparado la Justicia. El presupuesto de la justicia instituida ha cegado y
pervertido la moral, que se ha reducido ya sea a la tarea de formular criterios razonados para el juicio,
ya sea a la elaboración formalizada de esos mismos criterios como normas de conducta. Arduo y remoto
resulta ya siquiera imaginar lo que sería una moral que se ciñese a reflexionar sobre los móviles, las
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formas y los designios de la acción como tal, sin reflejar ni implicar de ningún modo criterios para el
juicio (p. 96).
Y en el que le sigue:
(Apéndice al anterior) El suelo natural, el supuesto necesario, de toda acción moral en tanto que
moral no puede ser más que la impunidad. El horizonte del castigo convierte la acción moral en
meramente justa (p. 96).
Ahora bien, la dicotomía que plantea Luhmann y que plantean en
general los autores formalistas es, en mi opinión, falsa. En el Derecho
necesitamos esa lógica bivalente o discontinua porque, si no fuera así, no
podríamos obtener tampoco ni seguridad jurídica ni los valores que
dependen de la misma y que no son en absoluto valores formales, como
ocurre con la autonomía personal. Pero necesitamos también mecanismos
que, al menos en ocasiones, permitan flexibilizar el juicio, evitar que la
justicia legalista se convierta efectivamente en un cepo, y mecanismos
que den cabida a un juicio discrecional (no arbitrario) y ponderativo. Uno
de los debates más significativos que está teniendo lugar en la filosofía del
Derecho (académica) de las últimas décadas tiene que ver con esto, y a
veces se esquematiza planteando una disyunción entre el Derecho visto
como reglas, como pautas específicas de conducta que se aplican en la
forma todo-nada, o bien como principios, como normas abiertas, flexibles,
que tienen una dimensión de peso (igualdad ante la ley, libertad de
expresión, derecho a la intimidad, etc.) y cuya aplicación (cuando surgen
conflictos entre ellos, entre los principios, o bien entre los principios y las
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reglas) exige un juicio ponderativo. Pero ese esquematismo, yo creo, es
falso (se trata de una versión de la falacia de la falsa oposición), porque lo
que se necesita en realidad es una teoría que permita un equilibrio
adecuado entre los principios y las reglas, dar entrada al juicio discrecional
y ponderativo sin perder por ello las ventajas de que nos proveen las
reglas. Quien primero se dio cuenta de ello fue Aristóteles y lo plasmó en
su teoría de la equidad que, en mi opinión, sigue siendo la base de todas
las críticas (las bien fundadas) al formalismo jurídico. Sánchez Ferlosio es
agudamente consciente de ello, pero rechaza esa posibilidad (“ya era
tarde” –nos dice-), yo creo que porque (injustificadamente) identifica el
Derecho con la concepción formalista del Derecho (y de la justicia):
(De la justicia) Tras la preferencia de los hombres por las virtudes exactas, como la justicia, y el desdén
por las inexactas, como la compasión, hay una forma radical de la crueldad. El origen de esa crueldad
hay que buscarlo en el componente matemático y geométrico de la razón pitagórica y platónica.
Cuentan que los pitagóricos se escandalizaron y se consternaron al tener que reconocer la
inconmensurabilidad entre la circunferencia y el radio; apenas podían aceptar que la palabra “longitud”
tuviese dos significados o dos metros absolutamente irreductibles entre sí según se aplicase a lo curvo o
a lo recto, que es tanto como decir fisis y nomos. Tan sólo el genio de Aristóteles, al querer reducir la
cruel rigidez del concepto de “justicia” mediante el de “equidad”, propuso para ésta aquella
deslumbrante figura de “la regla de plomo de los arquitectos de Lesbos”, una regla blanda capaz de
amoldarse a lo curvo. Pero ya era tarde, porque la equidad venía sólo a añadirse como una enmienda a
la originaria razón constitucional; ya se había puesto por delante la justicia de Procusto, que odiaba el
más y el menos, tal como el ángel del Apocalipsis vomita de su boca a lo que no es ni frío ni caliente (p.
91-92).
2.2.
Pasemos ahora a examinar la coacción, el papel de la violencia en el
Derecho. Sánchez Ferlosio subraya, en varios de sus pecios, la prioridad de
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la figura del verdugo sobre la del juez, el fiscal o el abogado, del castigar
sobre el juzgar y, en consecuencia, la prioridad del ejercicio de la violencia
sobre lo que podríamos llamar el componente institucional (burocrático) y
racional o argumentativo del Derecho. En uno de sus pecios más extensos,
titulado El infame, después de preguntarse cómo es posible que, a pesar
de toda la honorabilidad con la que ha sabido adornarse la justicia, sin
embargo, nunca haya logrado que el verdugo “dejase de ser socialmente
mirado como una figura irreductiblemente infame”, y de mostrar su
extrañeza por el hecho de que el número máximo de instancias judiciales
de apelación no pase en cualquier país de tres o cuatro, apunta a esta
posible explicación de ambos fenómenos:
Lo verdaderamente originario ¿no pudo acaso ser sino la cruda y desnuda ejecución? ¿Y no sería, en
realidad, el verdugo el más antiguo de los funcionarios, en torno al cual se fuesen configurando todos
los demás trámites antepuestos, con sus correspondientes funcionarios, al cruento designio de la
punición? ¿No cabe sospechar que bien podría haber sido justamente la prioridad genética de la
punición y del verdugo –la prioridad del castigar sobre el juzgar- lo que determinase inevitablemente la
finitud de las instancias de apelación, por el mero hecho de que lo que tenía que anteponerse a un fin ya
dado y prefijado no podía ser más que finito? El furor del castigo es impaciente y no soporta una espera
indefinida, y el origen de la Justicia estatuida muestra tal vez su verdadera imagen cuando tras una
muerte ya dictada y decidida se improvisa canallescamente todo el aparato de la fraudulenta
documentación de un presunto delito, de una instrucción, de un juicio, un veredicto y una sentencia
condenatoria que anteponer a posteriori a la ya desde el principio decidida intervención del verdugo,
para legitimar como acto de justicia lo que no es más que un homicidio legal (p. 154).
Señala luego, para evitar que se saquen consecuencias apresuradas de su
juicio, que, en realidad, ninguna de las instituciones humanas escaparía a
la observación de Walter Benjamin de que “no existe documento de
cultura que no sea a la vez un documento de barbarie”, a lo cual añade:
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Sólo con la reserva, en modo alguno irrelevante, de esta última advertencia me atreveré finalmente
a decir que la costumbre culturalmente práctica de vivir en la creencia cotidiana de saber qué es la
Justicia –pues la cotidianidad confunde como una misma cosa el saber a qué atenerse con respecto a
algo con el saber qué es- no parece bastar ni haber bastado nunca para impedir del todo que de tarde
en tarde atraviese las mientes de los hombre la ominosa vislumbre que les hace entrever la Justicia
originaria como una coartada de la punición, y vislumbrar a los jueces, los defensores, los fiscales como
el cuerpo de casa o personal de servicio del verdugo (p. 154).
Ahora bien, es cierto que la violencia (la coacción) está al principio y
al final del Derecho: el Derecho (no sólo, por cierto, el Derecho penal, sino
todo el Derecho) es producto del poder y necesita del poder para lograr
imponerse; von Ihering decía (oponiéndose a los autores iusnaturalistas)
que el Derecho sin la fuerza es como una luz que no alumbra, como un
fuego que no quema. Pero esa vinculación (necesaria) entre el Derecho y
el poder (vinculación no sólo con el poder físico, la violencia propiamente
dicha, sino también
con las otras formas del poder: económico,
ideológico, etc.) tiene, yo creo, que ser matizada, al menos en estos tres
sentidos: 1) el ejercicio de la coacción no es siempre ilegítimo; 2), además,
el Derecho (sobre todo, cierto tipo de Derecho) cumple un papel esencial
para poner límites a la violencia (incluida la violencia “legítima”, la del
Estado); y 3) en el Derecho del Estado constitucional (una consecuencia
de lo anterior), el ejercicio de la coacción no es (o sea, no debe ser: sería
contrario a sus principios) un fin en sí mismo, sino un instrumento para
satisfacer los fines y valores propios de ese tipo de Derecho, que se
condensan en la idea de los derechos humanos.
Yo no creo que Sánchez Ferlosio ignore nada de esto, pero el caso es
que tampoco lo suscribe, al menos de manera clara. Así, reconoce al
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Derecho alguna virtualidad para poner límites al “mal objetivo” que para
él parece representar el Estado (la institución que detenta el monopolio
de la violencia legítima), pero se trata de un papel menor y, en todo caso,
insuficiente para contener los desmanes del poder. En el pecio De la
tortura, y a propósito de lo que llama “delito profesional” (“uso
desinteresado –salvo afán de hacer méritos- de medios ilegales para
logros de su papel de funcionario”) que puede cometer un funcionario de
Orden Público, escribe lo siguiente:
Pero el delito profesional –que va desde el tan frecuente abuso de la “discrecionalidad”, pasando
por el casi sistemático encubrimiento por solidaridad corporativa o protección del prestigio del Cuerpo y
aún del propio Estado, hasta la tortura- se distingue por el rasgo capital de ser congruente con las
funciones propias de la Policía y con los fines del Estado, con lo que el mero delito subjetivo trasciende
en manifestación del mal objetivo, de la Bestia impersonal que siempre acecha tras el monopolio de la
violencia legítima, sin que toda la historia del Derecho, que ha venido queriendo amordazarla, haya
bastado para impedir casos como el de la civilizadísima Argentina (p. 77).
Y en otras ocasiones ironiza a propósito de la tolerancia y justifica incluso
el que haya que ser, por así decirlo, “intolerantes” en el plano del
discurso, pero sin llegar nunca a defender esa especie de “intolerancia
máxima” que supone el recurso a la fuerza:
(Pintadas)
¡Tolerante, piel de elefante! ¡Tolerancia plena, encefalograma plano! (p. 157).
La tolerancia es un pacto perverso en el que cada parte renuncia a la pasión pública de sus razones y
las convierte en estólidas e impenetrables convicciones, o sea, en verdades encerradas en un gueto, a
cambio de una paz que no es concordia sino claudicante empecinamiento y ensimismada cerrazón. Ante
lo que inevitablemente ha de sentirse como sinrazón ajena cabe moverse, en todo caso, entre una
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impaciente indulgencia y una paciente agitación, nunca pararse en esa indiferencia o desdén definitivo
que es la tolerancia (p. 157).
(Más sobre la tolerancia) Si con “Toda opinión es respetable” sólo quiere decirse que no hay que
echar las zarpas hacia la yugular de quien sustente lo que uno no tenga por plausible, entonces “Vale”,
como dicen hoy; pero si lo que implícitamente se propugna es que hay que comedirse en las palabras de
la controversia, digo que ninguna opinión es respetable, que todas han de ser atacadas con toda la
apasionada subjetividad que es propia del más libre y más genuino entendimiento (p. 158).
Todo lo cual parece muy plausible (y en muy buena medida lo es) pero
apunta, como vengo diciendo, a una incompatibilidad de fondo con la
“lógica” del Derecho que lleva a Sánchez Ferlosio a sostener tesis
francamente cuestionables.
Una de ellas (que quizás no sea muy importante) es su interpretación
de la finitud de los recursos judiciales como una exigencia del “furor del
castigo”, de la “prioridad del castigar sobre el juzgar”, o, si se quiere
decirlo en otros términos, de que la lógica del Derecho es la lógica de la
violencia. Sin embargo, para ese hecho procesal del número tan limitado
de recursos hay, me parece, una explicación bastante menos truculenta y
que se aviene muy bien con la lógica bivalente o discontinua del Derecho y
con la necesidad de satisfacer el valor de seguridad, de previsibilidad de
las conductas, a que antes hacía referencia. Se trata de que el Derecho no
es, no puede ser, como la filosofía y, por eso, la situación de duda sobre
qué es lo que dice el Derecho D sobre la cuestión C no puede permanecer
abierta por mucho tiempo. Dicho quizás de manera más precisa, las
cuestiones que tiene que resolver un tribunal o un juez pertenecen a la
categoría de lo que en la tradición retórica se llamó “cuestiones finitas”
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(limitadas a personas, lugares y tiempo), que se contraponían a las
“cuestiones infinitas”, características más bien de la filosofía. Para resolver
las cuestiones finitas que se plantean en el Derecho se necesitan órganos
públicos a los que se otorga la competencia de cerrarlas y de hacerlo de
manera tempestiva y definitiva, pero esa definitividad no cierra del todo la
posibilidad de crítica (desde instancias “jurídicas”, pero que no son las del
Derecho positivo, sino las de la ciencia y la filosofía del Derecho) ni, en
realidad, la posibilidad misma de que esas preguntas vuelvan a ser
planteadas (pero en relación a otras personas, lugares y tiempo),
precisamente porque las preguntas finitas se derivan de las infinitas. Uno
de los ejemplos que ponía Quintiliano (Institutionis Oratoriae, libro III, cap.
V, 8): es infinita la pregunta (práctica) que plantea si hay que tomar
esposa; es finita si debe hacerlo Catón. En relación con el Derecho: es
infinita (relativamente infinita; la distinción es de grado) la cuestión de si
debe admitirse el matrimonio entre personas del mismo sexo; es finita la
de si la ley que lo admitió en España modificando el Código civil era o no
conforme con la Constitución.
Pero lo que me parece más relevante es su posición contraria a la
justificación de las decisiones de las autoridades públicas (por ejemplo,
contraria a la “motivación” de las sentencias), basándose en el argumento
(yo creo que equivocado) de que si al final está la violencia, entonces todo
lo demás es también violencia:
El que quiera mandar guarde al menos un último respeto por el que ha de obedecerle: absténgase de
darle explicaciones (p.112).
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Aquel que en última instancia se halla siempre dispuesto, si es preciso, a no vacilar en imponer su
autoridad, más valdría que desistiese ya desde el principio de querer empezar por intentar ser
escuchado. Si en el límite está la violencia, todo el resto es ya también violencia (p. 112).
Como ocurría en relación con su posición acerca de la normatividad
jurídica, la visión que aquí tiene Sánchez Ferlosio coincide en principio con
la de las posiciones más autoritarias del Derecho y características de
tiempos pretéritos. Sin ir más lejos, el mensaje que se contiene en el
primero de los dos anteriores pecios no parece ser muy distinto de lo
preceptuado en una Real Cédula de Carlos III, de 23 de julio de 1778, que
pasó luego a formar parte de la Novísima Recopilación (Ley VIII, tit. 16,
libro XI):
“Para evitar los perjuicios que resultan con la práctica, que observa la
Audiencia de Mallorca, de motivar sus sentencias, dando lugar á
cavilaciones de los litigantes, consumiendo mucho tiempo en la extensión
de las sentencias, que vienen á ser un resumen del proceso, y las costas
que á las partes se siguen; mando cese en dicha práctica de motivar sus
sentencias, ateniéndose a las palabras decisorias, como se observa en mi
Consejo, y en la mayor parte de los tribunales del Reyno.”
También en este caso (como ocurría con su proximidad hacia
formalistas y conservadores recalcitrantes como Luhmann) habría que
decir que las coincidencias son más bien aparentes y esconden una
discrepancia de fondo radical. La Real Cédula basa su mandato de que los
jueces no motiven las sentencias que dictan aparentemente en razones de
eficiencia, pero el lector contemporáneo adivina en seguida que la
verdadera razón no está ahí, sino en la suposición de que la autoridad (el
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poder de mandar) se debilita cuando se le exige que de razones para
justificar sus mandatos. En el Leviatán, Hobbes expresó ese punto de vista
con toda claridad: el poder (absoluto) del Estado se debilita si “los
hombres se consideran capacitados para debatir y disputar entre sí acerca
de los mandatos” (cito por la edición de C. Mellizo, Alianza Editorial,
Madrid, 1989, p. 258). Mientras que lo que viene a sostener Sánchez
Ferlosio, yo creo, es que los jueces (y el resto de las autoridades) no deben
motivar sus decisiones simplemente porque no pueden hacerlo, porque
no puede haber genuinas razones si éstas, en último término, provienen
de o están respaldadas por el uso de la fuerza. Así, las motivaciones de los
jueces ofrecen (o pretenden ofrecer) razones por las que alguien debe
realizar un determinado curso de acción (hacer cumplir una pena de
cárcel, dejar de aplicar una ley declarada inconstitucional, etc.). Puede
muy bien ser el caso de que el juez pretenda, con sus razones, persuadir a
otras autoridades, a los afectados, etc. para que hagan o dejen de hacer
ciertas cosas. Pero el carácter obligatorio de sus decisiones (de los
mandatos ahí contenidos) no depende de que se tenga o no éxito en esa
labor de persuasión. De manera que, nos viene a decir Sánchez Ferlosio,
no cabe aquí en sentido estricto hablar de justificación o de
argumentación racional. Se trataría, cuando mucho, de una apariencia de
justificación o, quizás mejor, de una farsa que oculta la verdadera realidad
de las cosas. La tesis de Sánchez Ferlosio, en definitiva, está muy próxima
a lo sostenido por algunos realistas radicales o por los autores de la
llamada “teoría crítica del Derecho”.
3.
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Me parece que todo lo anterior explica y justifica por qué he calificado de
negacionismo jurídico a la filosofía del Derecho de Sánchez Ferlosio: se
trata de una concepción que no permite (tampoco lo pretende) dar
sentido al Derecho porque (utilizando una terminología que no es la del
autor de los pecios) la vida jurídica sería algo así como una vida
inauténtica, basada en principios –la discontinuidad, el castigoincompatibles con la construcción de relaciones sociales verdaderamente
humanas. La idealidad del orden social, si yo he entendido bien a Sánchez
Ferlosio, tendría que construirse sobre la base de la equidad (de la
ponderación prudencial) y de la compasión, que difiere tanto de la
tolerancia como de la justicia. En un pecio titulado Hipótesis sobre la
compasión para Aurelio Arteta, elucubra sobre la posibilidad de que
pudiera existir una compasión “no crediticia, o sea, no justiciera ni
expiatoria” sino, simplemente, gratuita:
Pero tan corrompido está el hombre que ya tan sólo en estas resistencias vislumbra por defecto lo
que, en la oscuridad de su conciencia, querría que pudiese ser la compasión: algo que tuviese doble y
bilateralmente la felicidad de lo gratuito, o sea, que se pareciese a lo sentido en raras y singulares
experiencias: ese placer plenamente carnal y corporal de arreglarle el embozo de la sábana a un niño
recién acostado, ese estremecimiento de regusto que le recorre a uno toda la epidermis por simpatesis
con el placer del niño. Y no tan corrompido, sin embargo, que no acierte a sentir envenenada la
compasión posible, ya que rechaza tanto que sea un acto de justicia como que sea un acto de virtud,
pues una y otra matan su más profundo impulso compasivo: el animal que lame las heridas de otro no
está haciendo justicia ni ejerciendo una virtud, porque ni salda una deuda ni se acredita un mérito. Lo
que la siempre frustrada y siempre reincidente compasión humana añora es el limpio calor de la
animalidad (p. 156-7).
Bueno, el Derecho (o la justicia) no podrá nunca satisfacer, como es
obvio, el modelo de sociedad compasiva que Sánchez Ferlosio plantea
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como una hipótesis más bien improbable: “pensar que acaso haya, haya
habido, haya podido haber, o por lo menos, haya querido haber alguna
vez” (p. 156). El Derecho es discontinuidad y violencia, es cierto, pero abre
espacios también para la equidad y para la compasión; curiosamente, la
compasión es, en mi opinión, la clave para entender los diversos pasajes
de El Quijote que hacen referencia al Derecho: el de Andresillo, el de los
galeotes, el de Roque Ginart o el de los juicios de Sancho Panza en
Barataria. De ahí la importancia, a mi juicio, de operar con una concepción
suficientemente amplia del Derecho que permita, por ejemplo, darse
cuenta, como ha escrito un escritor contemporáneo, Claudio Magris, de
que los “valores fríos” del Derecho son condición necesaria para poder
disfrutar de valores y sentimientos cálidos: “los afectos, el amor, la
amistad, las pasiones y las predilecciones de todo tipo” (Literatura y
derecho. Ante la ley, Sext Piso, México-Madrid, 2008, p. 82).
En fin, soy consciente (y quizás también algo culpable) de no haber
prestado la debida atención en mis comentarios críticos al pecio que
aparece “como a manera de prólogo”:
(Ojo conmigo) Desconfíen siempre de un autor de “pecios”. Aun sin quererlo, le es fácil estafar,
porque los textos de una sola frase son los que más se prestan a ese fraude de la “profundidad”, fetiche
de los necios, siempre ávidos de asentir con reverencia a cualquier sentenciosa lapidariedad vacía de
sentido pero habilidosamente elaborada con palabras de charol. Lo “profundo” lo inventa la necesidad
de refugiarse en algo indiscutible, y nada hay tan indiscutible como el dicho enigmático, que se
autoexime de tener que dar razón de sí. La indiscutibilidd es como un carisma que sacraliza la palabra,
canjeando por la maia de la literalidad toda posible capacidad significante (p. 11)
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Pero no me resisto, en cualquier caso, a la tentación de terminar este
artículo añadiendo al pecio que Rafael Sánchez Ferlosio titula Anacarsis
Cada vez más ejemplarmente piadosa resulta hoy en día la respuesta del escita Anacarsis, que visitó
Atenas en tiempos de Solón, cuando los atenienses le preguntaban que por qué no tenía hijos: “Por
amor a los niños” (p. 39),
una de las sentencias atribuidas a otro de los Siete Sabios de Grecia, Bías
de Priene, juez austero, cuya inspiración podría estar en su dedicación al
Derecho y a la justicia: “los más son malos” (hoì pleistoi kakoí (lo tomo de
Carlos García Gual, Los siete sabios (y tres más), Alianza Editorial, Madrid,
2007, p. 87).
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