La apuesta del analizante “Tout Pensée émet un Coup de Dés” Mallarmé “Un Coup de Dés” Escribir sobre la posición del analizante es escribir sobre el rol de la escritura en el acto analítico. Me propongo destacar esa particular forma de escritura a la que denominamos en términos de poética. La importancia del poeta, del texto poético y del acto poético reside en que son puntos de referencia fundamentales para la experiencia así como para la transmisión del psicoanálisis. La obra de Freud vuelve una y otra vez a tres puntos de referencia inextinguibles: la histérica, el padre y el poeta. Si sostenemos que el padre freudiano es el padre muerto, el padre de lo transmisible, podemos afirmar que este padre encuentra al narrador de sus fracasos bajo la forma del poeta. Para Freud, el poeta intenta subvertir la estabilidad del padre y también da nueva vida a lo simbólico. El poeta es el partenaire de la histérica, el adulador de la histérica y al igual que la histérica puede reivindicar ser el único que percibe el mundo tal cual es –el alma bella. En su seminario “El acto psicoanalítico”, Lacan vincula el acto psicoanalítico con el acto poético. No creo que se refiera exclusivamente al acto del analista. Por mi parte, espero poder articular el modo en que una forma del acto poético posibilita las dos modalidades diferentes del acto analítico: aquel propio del analizante y el del analista. La posición del analizante, me inclino a sostener, es la del poeta que no sabe que el poema que tiene delante de sus ojos es un poema escrito por él. Se trata del efecto de la escritura misma, la experiencia más íntima de la escritura, experiencia – momento de asombro y de lo siniestro– en que uno dice: “¿Fui yo quien escribió esto?”. Dudo de que podamos continuar con esta metáfora sin antes intentar preguntarnos “¿qué es un poema?”. ¿Es tan sólo una función del lenguaje, metáfora y metonimia? El ineludible autor francés Raymond Queneau, en colaboración con los escritores del grupo Oulipo, concibió la idea de largas secuencias de sonetos –al modo de la tradición de las grandes secuencias de sonetos de los primeros poetas modernos, tales como Petrarca, Spenser y Shakespeare– automáticas, programables, producibles como puras funciones del establecimiento de reglas poéticas y lingüísticas. Lo que tal esfuerzo y producción no logra, según mi punto de vista, es registrar el rol de un operador en la producción poética. En el analizante el operador es la angustia. A fin de dar voz a la poética del analizante es necesario diferenciar entre la concepción literaria de la poética y el modo en el que el goce del analizante trabaja con la metáfora y la metonimia en un acto de destrucción y creación poética, dirigido por la angustia. Lo que la secuencia de sonetos de Queneau y la tradición a la que se refiere carecen es de un lugar para la destrucción del poema, sin el cual el analizante no puede leer su propio poema, y a través del cual pueda emerger una nueva metáfora o significante. Propongo considerar una dimensión de la angustia del analizante, que es el efecto del encuentro con el deseo del Otro y también será angustia de una destrucción. La angustia de la destrucción de ese texto poético con el cual el analizante ha construido su síntoma; síntoma escrito en el lugar de la falta del Otro. El concepto cultural del poema –fundamental, como lo es, para la apreciación de la obra de arte y claro indicador de la permanente transformación de la relevancia de la obra de arte para el ser humano– tiene un locus classicus al que quisiera referirme brevemente. Si hago alusión al concepto de poética elaborado por Aristóteles no es ciertamente para plantear, en forma alguna, un debate erudito. Mi lectura de la Poética está, por cierto, influenciada por la obra de Steven Halliwell, experto clasicista. Pero difiero en el punto en que sostengo que en Aristóteles descubrimos no sólo su inconmensurable pasión por la teoría, sino su inagotable perspicacia respecto a que el estudio de la poesía es esencial para la comprensión de la naturaleza humana. Pero a pesar de la claridad de su Poética, la concepción de Aristóteles es también siniestra. Y tal como se nos enseña en la escuela secundaria, la teoría aristotélica consta de tres puntos esenciales: “poeisis”, que es el acto de la producción y posibilita una particular forma de satisfacción, satisfacción ésta dada por la “mimesis” – término que Halliwell investiga y que según él ha sido mal traducido como “imitación”. Esta “imitación” o representación lo es de la acción humana, y la acción más propia de lo humano es el acto trágico; por ende, para Aristóteles la forma más elevada o lograda de la poesía es trágica. Habiéndola aprendido, admirado e incluso siendo sus testigos, me atrevería a decir que no hemos necesariamente llegado a dimensionar cuán significativa es para la subjetividad. Aristóteles nos dice que su efecto, el efecto catártico, es en buena medida la experiencia de un alivio, que esta tragedia se manifiesta en la narración semi-mitológica, que escuchamos y olvidamos, al final de un drama trágico. La concepción aristotélica persiste como uno de los grandes modelos de empresas teóricas pero debido a que es una teoría no puede dar cuenta del modo en que emerge la poética. Se trata de un acto ex nihilo. La generación del poema no es el deseo de “imitar” o representar sino que se trata de una creación de la potencialidad para la poesía que existe más allá, e incluso en una instancia anterior a aquello que consideramos como el lenguaje, la lengua compartida. El psicoanálisis –nos dice Freud– no puede brindar una explicación del deseo poético; pero creo que en el lenguaje, la potencialidad para la poética así como para su destrucción es esencial tanto para la posición del analizante como para la del analista. El quehacer del análisis puede ser considerado como el encuentro entre el deseo del analizante de leer el poema aún no leído o desconocido de su subjetividad, y el deseo del analista, concebido en esta instancia como deseo sostenido por el deseo de leer un poema con cuya producción el deseo del analista se enlaza, lee, puntúa pero cuya escritura no le pertenece. Un deseo de sostener la página en blanco en la cual el analizante destruirá y escribirá un poema ex nihilo. De este modo, la posición del analizante es una apuesta sobre el acto de la destrucción poética, sostenido por el deseo de leer un poema, y el acto de la creación, sostenido por el deseo de escribir un poema. No se trata de convertirse en poeta sino de iniciar una nueva existencia a través del poema. Acto que, según mi perspectiva, pone de manifiesto la relación entre el acto poético y el acto de la traducción, y deconstruye cualquier tipo de idealización del genio de la creación. Descubrí que el único modo en el que podía llegar a escribir sobre la posición del analizante –sin intentar un tipo de escritura diferente sobre mi propia experiencia de análisis– era escribir desde lo que considero una tercera posición, y esta tercera posición pudo ser articulada, en mi caso, sólo en relación con la práctica metafórica y metonímica del poeta. Pero antes de escribir el texto ya había escrito su título, “La apuesta del analizante”, y me gustaría decir algunas palabras sobre la relevancia que considero tiene “La apuesta” de Pascal en relación con la cuestión de la poética. Como todos bien saben, el deslumbrante texto de Pascal “La apuesta” forma parte de la colección “Pensées” y es uno de los puntos de referencia más famosos para la fe cristiana y su teología. Me imagino que varios de ustedes conocen mucho mejor que yo el contexto de la escritura de Pascal y el impacto que ha tenido sobre concepciones relativas a la fe. Y creo que somos concientes de la importancia que Lacan le atribuyó a Pascal como matemático (su famoso triángulo) y como pensador religioso. Es uno de los miembros del triunvirato, junto con San Agustín y Kierkegaard, a quien Lacan respeta profundamente. Tengo la sospecha de que mi lectura de Pascal es ingenua; pero, de todos modos, es la siguiente. La única salida frente a la incertidumbre de hallar un conocimiento que podría justificar la fe es aceptar que el fundamento de la fe es un fundamento del orden de la probabilidad. La fe puede fundarse en el hecho de apostar a un resultado, y mientras que en cualquier partida de dados el resultado es una ganancia o una pérdida, la catástrofe para Pascal no tiene que ver con el resultado sino con no tirar los dados. Para Pascal la fe es fe en algo, la revelación; pero la ficción o verdad de la revelación, paradójicamente, puede ser registrada sólo por una operación que la escritura matemática revela. Pascal descubrió que una nueva forma de escritura matemática posibilitó una nueva escritura de las leyes mecánicas de la naturaleza, pero también exige una forma nueva de escribir al sujeto. Galileo y Descartes dieron el universo infinito objetivo y el cogito subjetivo, respectivamente, pero es Pascal quien marca el fin de la teoría de la subjetividad que los filósofos medievales y modernos recibieron de Aristóteles. Para Pascal, tal como lo desarrolla en el inicio de “La apuesta”, el sujeto debe ser encontrado en la relación de lo finito con lo infinito, referencia que también Freud hace en su “Análisis finito e infinito”. El fundamento matemático de la apuesta de Pascal es un rechazo a la búsqueda de la verdad visible. La fe de Pascal es correlativa a la invisibilidad de aquello en que se cree. En la división del sujeto entre lo finito y lo infinito (en vez de aquella entre mente y cuerpo) lo que se confronta no es la verdad sino el lugar de la verdad. El conocimiento y la verdad resultan des-articulados y la verdad no tiene una relación intrínseca con el sujeto, sino más bien se debe apostar a la existencia de la verdad. Si toda apuesta requiere de una pérdida, entonces la verdad sólo puede hacerse presente a través de la idea de lo que la verdad requiere que perdamos. Después de su muerte, cosidas a su ropa, se encontraron palabras que Pascal había escrito en trozos de papel tras su encuentro, místico e inefable, con su propia verdad. En su intento de escribir los efectos de esta experiencia inefable, Pascal inaugura lo que Lacan llamará el sujeto de la ciencia, de quien surgirá el análisis como un síntoma de un vacío estructural de ese sujeto. Al terminar, recordé que antes de darle el título “La apuesta del analizante” había estado pensando en que la metáfora del espejismo en el desierto podía proveer un punto de referencia a la dialéctica de la visibilidad e invisibilidad, que es, según creo, propia de la posición del analizante. Creo que esta experiencia del desierto vuelve, sobre todo, en la relación entre la experiencia mística o inefable de Pascal y el intento de escribirlo en La apuesta. Pero me había olvidado completamente de un intento muy anterior de escribir sobre la posición del analizante tomando como punto de partida el encuentro del analizante con su neurosis infantil. Descubrir como consecuencia del análisis propio que uno ha estado enfermo, loco, neurótico y que ha olvidado completamente esta piedra angular de la propia formación subjetiva, me pareció ser la tercera posición desde la cual podía escribir sobre la posición del analizante. Pero me sentí desalentado de presentar este tema dado que la descripción parecía ser extra-territorial a la idea general de lo que se planteaba en esta jornada de trabajo. Escribiendo sobre el trabajo poético del analizante, realizada la primera asociación entre la frase “la posición del analizante” y la neurosis infantil que había sido completamente olvidada, pero no cesaba de querer escribirse. De esta manera, esta conclusión es una humilde propuesta, dirigida hacia mí y hacia la Asociación, de explorar la naturaleza de la neurosis infantil como inevitable y legible a través del concepto fundamental de lalangue, elaborado por Lacan Recientemente, A. Michel dio una ponencia sobre la transmisión en el psicoanálisis, que me resultó asombrosa e incomprensible debido a la convicción con la que hizo una equivalencia entre el acto psicoanalítico, la transmisión y lalangue. Lalangue -afirmó- es transmisión. No lo sé, pero creo que es verdad. A la luz de lo que he intentado escribir aquí afirmaré que lalangue es aquello que el poeta de algún modo retiene o reserva para otro uso, a pesar del des-equilibrio y el rechazo de una cierta demanda de lo simbólico a que se renuncie a lalangue. Con esta reserva de lalangue, el poeta refuta los efectos anestésicos de la necesidad cultural de producir un orden simbólico que puede, a la vez, ser intercambiado y alterado. El poeta elige los peligros, el caos, la ceguera que lalangue retiene pero a través de un acto de traducción, con esta reserva de lalangue atenúa los mandatos superyoicos de lo simbólico, y trabaja para levantar creativamente los excesos de su capacidad represiva. El trabajo que revela la neurosis infantil es la lucha y los impasses de un acto poético inacabado, acto que la apuesta del analizante puede usar como un borrador inicial para comenzar otro poema.