Los intersticios de la violencia

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Los intersticios de la violencia
Jorge Trujillo Bretón y Juan Quintanar
Pobres, marginados y peligrosos
Guadalajara, Universidad de Guadalajara-Universidad Nacional del Comahue,
2003.
Gloria A. Tirado Villegas1
El libro compilado por Jorge Trujillo Bretón y Juan Quintanar intitulado Pobres,
marginados y peligrosos, aborda una problemática que no es exclusiva de la
historiografía sobre el delito, ni tampoco exclusivamente académica, sino que
constituye un problema vigente, medular: la violencia y la aplicación de justicia;
la violencia social, doméstica, verbal o física, y su tratamiento como delito. El
caso que nos hizo poner los pies sobre la tierra ha sido el de las muertas de
Juárez, un feminicidio serial ignorado por las autoridades de Ciudad Juárez, pese
a que las organizaciones no gubernamentales feministas pusieron el dedo en el
renglón, al lado de otras denuncias como las de Elena Poniatowska, Rafael
Delgado y de actrices internacionales de la talla de Jane Fonda. Muchas voces se
han hecho escuchar; pese a todo, las investigaciones han sido tortuosas y no hay
castigo hasta la fecha.
Llama la atención que ahora ⎯cuando más se conoce sobre la
tipificación del delito y los métodos de investigación sobre éste son más
avanzados⎯ los asesinos seriales andan sueltos, se vuelven invisibles. Un velo
terrible cubre asesinos, narcosatánicos, traficantes de órganos, de droga y
demás. ¿Qué se esconde atrás de esto? ¿Quién los esconde?
En el siglo XX, a una distancia de un siglo de lo abordado en el texto que
nos ocupa, presenciamos diversas problemáticas: de asesinos seriales, de
narcotráfico, de tráfico de órganos y secuestros, pero cuyo origen atraviesa
género, etnia, pobreza, migración, en suma, marginación.
Es aquí donde los artículos compilados encuentran su razón de ser.
Algunos abordan objetos de estudio en el sur de Argentina; la mayoría, a los
que me referiré, pertenecen a estudios regionales de la República Mexicana. El
abánico de sujetos estudiados es más amplio de lo que uno puede suponer con
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Profesora e investigadora de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla.
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el título de la obra y, pese a su tan conocida existencia, han permanecido
silenciosos. La misma problemática abordada en cada región del mundo
pareciera ser distinta, pero a la vez se vuelve común en muchos aspectos con lo
vivido en México.
Los autores muestran una cruda realidad de acciones delictivas que
aparecieron caratuladas como causas de infanticidio, estupro, violación, rapto y
abandono de hogar. Cada uno de los autores devela la otra cara de la
problemática social, sobre cómo el Estado resolvió y tipificó la criminalidad y
los delitos. ¿Qué nos dicen de una sociedad sus robos y hurtos?, interroga
Francisco Camino Vela en un artículo con este título, sobre cómo se roba, qué
se roba y cuál es la problemática social.
El mosaico del delito en México podría corresponder al mosaico de
contextos regionales. Comencemos por “Delito, castigo y clases criminales en
la historiografía mexicana” de Jorge A. Trujillo y Antonio Padilla Arroyo,
quienes explican cómo el despertar del interés y la necesidad de estudiar estos
temas conllevó al tratamiento de fuentes históricas que habían permanecido
inéditas, y con ello a interpretar y descifrar el mundo del crimen.
Si bien la historia del delito tiene su origen en la década de los sesenta del
siglo XIX, con Carlos Marx, Emilio Durkheim y Max Weber, pasando por la
Escuela de los Annales y por Michel Foucault, encuentra su objetivo al
interesarse por rescatar no sólo la historia de los grandes personajes, sino de los
actores marginales y sus vidas cotidianas: ladrones, bandidos, homicidas,
prostitutas, vagabundos, etcétera, y todo un amplio recorrido por los diversos
autores hasta llegar a la historiografía mexicana, que resume en una disección
exhaustiva lo investigado en México. Todo un seguimiento interesante por
temas, periodos, enfoques, fuentes, metodología, es el que tratan los autores.
Alberto del Castillo Troncoso, en “Un discurso científico y las
representaciones en torno a la criminalidad en México en el cambio del siglo
XIX al XX”, destaca la visión de dos de los criminalistas mexicanos más
destacados de finales del siglo XIX: Emilio Álvarez y Miguel Macedo.
Álvarez se manifestaba en contra de aquellos que sostenían que la
criminalidad en México era elevada y que el porcentaje de delitos y crímenes
que se cometían en el país resultaba bastante inferior al correspondiente a
diversas naciones europeas. Señalaba tres causas de la delincuencia: la falta de
educación moral, los hábitos viciosos y las condiciones naturales y sociales del
delincuente. Para Miguel Macedo, la criminalidad prevaleciente resultaba
grave y alcanzaba niveles muy superiores. Su opinión coincidía con la tesis de
que la mayoría de los delitos eran cometidos por grupos populares, y las causas
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eran lo poco instruidos, insensibles y cercanos a la barbarie en el plano
evolutivo, lo que los hacía incapaces de controlar sus impulsos criminales y los
inducía a cometer una gran cantidad de delitos e infracciones.
Las teorías se cruzaron con otros planteamientos y técnicas, como lo fue
el uso de la fotografía, que vinculada al concepto de objetividad y progreso,
contribuyó a implementar un aprendizaje visual que transformó tanto la
autoimagen de las personas, como su percepción misma de la realidad en la
segunda mitad del siglo XIX. El reportaje urbano, con dibujos y grabados,
mostraba ciertas teorías y al mismo tiempo un interés en la venta de
publicaciones sensacionalistas.
Otro capítulo interesante es el de “Interpretaciones de la sexualidad en
prisiones de la ciudad de México: una versión crítica de Roumagnac”, de Pablo
Piccato, quien aborda el análisis de tres libros publicados entre 1906 y 1912
por Carlos Roumagnac. Éste, al igual que otros criminalistas (Julio Guerrero,
Miguel Macedo y Federico Gamboa) exploraron la vida urbana buscando “al
criminal”, y tomaron como laboratorio la cárcel de Belén, donde la población
criminal se congregaba y la inmoralidad regía. La utilidad de las entrevistas de
Roumagnac como una fuente histórica estriba particularmente en que estos
textos documentan “el infierno de los homosexuales”. Este autor preguntó a los
prisioneros acerca del sexo, sobre cómo se masturbaban, si practicaban sexo
oral o anal, y cuáles eran las costumbres de sus familias. Tanto la medicina
como la ideología popular asociaban la desviación sexual con la locura y la
enfermedad. Las diferencias entre los presos estaban marcadas por la ubicación
de las celdas, la posesión del mobiliario y otros bienes. Una consecuencia de
esta estructura de gobierno era que los prisioneros, como ahora, tenían acceso a
las drogas, al alcohol y al sexo. De los ejemplos que expone extraigo el
siguiente:
María Villa, ‘La Chiquita’, que estaba en prisión por su propio crimen pasional,
había asesinado a una colega prostituta por el amor de un hombre de clase alta,
tenía relaciones frecuentes con dos presos. Con uno de ellos, María esperaba
establecer vida marital después de que dejaran la prisión. Pero rompió la relación, a
pesar de las promesas y amenazas de él, cuando descubrió que él se había casado
con otra mujer, que también estaba en prisión (p. 178).
Así, a través de Roumagnac, el autor examina las relaciones sexuales y
sus representaciones en la prisión.
Antonio Padilla se basa en testimonios de Carlos Roumagnac, también,
para escribir “Historia de crímenes en México”. Con base en esas entrevistas a
niños, mujeres y hombres, se discute la adecuación de dichos relatos en fuentes
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orales en Los criminales de México. Ensayo de psicología criminal; la galería
de criminales que devela en su obra se detiene con mayor atención en los niños
y las mujeres. La pobreza mendicante y la embriaguez se aprecian en los niños
delincuentes. También en hombres y mujeres, que desde las esferas del poder
pretendían ser regenerados, convertidos en personas útiles y laboriosas.
Conviene mostrar el paralelismo señalado por Piccato, entre lo
encontrado por Roumagnac y Elena Azaola (cien años después), “cuando
algunas mujeres desearon hablar, porque muchas no habían tenido oportunidad
de hablar o reflexionar sobre lo que había ocurrido…”. En cada uno de los
testimonios se va dibujando el cuadro de la vida cotidiana de esos reos. Se
encuentra una reflexión personal sobre las condiciones de vida, las relaciones
familiares, los antecedentes familiares y las circunstancias en que cometieron
su delito. Todos los casos que se presentan, de niños, hombres y mujeres son
acusaciones de homicidio. Concluye Piccato: “estos testimonios pueden ser
empleados para rastrear las creencias, las ideas y las prácticas de los grupos
marginales y subalternos” (p. 204).
En los “Léperos, pelados, ceros sociales y gente de trueno en el Jalisco
porfiriano” Jorge A. Trujillo devela aquella construcción del imaginario social
que estigmatizaba a ciertos grupos sociales y calificaba a determinados
comportamientos como no aceptables, creándoles una identidad amoral sujeta
al escarnio público. ¿Cómo se clasificó a los criminales? Jorge retoma las ideas
de la Europa victoriana y cuya influencia en nuestro país fue fundamental.
Durante la República Restaurada (1867-1876) fue acuñado un adjetivo que
asemejaba a los utilizados en Europa occidental y que identificaba a los
individuos marginales como los “ceros sociales”. El cero social, producto de la
guerra, la enfermedad, el desempleo, el abandono y la pobreza, considerado
por las clases superiores como una lacra, la vergüenza de la sociedad. Durante
el Porfiriato fue la pobreza lo que atrajo al Estado, promoviendo obras de
beneficencia pública y privada. Pobreza significaba miseria, suciedad en la que
se vivía y el deseo por la desodorización corporal de la pobreza, necesidad de
desenlodar al miserable. Vale la pena retomar algunas citas que Jorge A.
Trujillo expone:
El obrero mexicano, por regla general, es siempre un alcohólico, san lunero, un
enfermo, idiotizado, raquítico, cuando no tísico o sifilítico, excesivamente sucio,
siempre en la más completa miseria y sin ningún principio de moralidad, puesto
que lo mismo vive en amasiato, que abandona a su legítima familia o se mata con
cualquiera por el más insignificante motivo (p. 211).
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Los léperos y pelados fueron definidos por autores como Guillermo
Prieto, quien abundó en describirlos en sus escritos; Julio Guerrero, ya en el
ocaso del Porfiriato, escribió lo siguiente:
Las parejas de enamorados entre léperos y artesanos, sin recato ninguno, no son en
verdad una simple exhibición de galantería y coquetismo; sino el retozo animal de
los perros, que a fuerza de presiones musculares procuran encender la brama y su
deseo (p. 212).
Todavía más, los extranjeros que visitaban Guadalajara, como sería el
caso de Puebla, distinguían dos tipos de habitantes, la gente bien y los léperos.
Agregaría lo que en muchos lugares de la Sierra Norte de Puebla se
utiliza: la gente de razón y los sin razón. Los mestizos y los indígenas, estos
últimos reciben más epítetos.
En tanto, “gente de trueno” fue un concepto muy utilizado en Jalisco para
identificar a prostitutas, vagos, mendigos, bandidos, ladrones, borrachos,
pendencieros, pervertidos, gente escandalosa, jugadores, perniciosos, etcétera.
A diferencia de los ceros sociales, a la gente de trueno se le identificó más con
la violencia, asiduos clientes de garitos, cantinas, prostíbulos y barrios bajos.
Alude un refrán “Escapar del trueno y dar el relámpago”, indicaba el hecho de
“escapar de un peligro para caer en otro”. El sólo vincular a una gente de
trueno provocaba temores, a veces fundados y en otras ocasiones lo contrario;
todo lo etiquetado con este nombre fue despreciado y considerados [los
aludidos] como inmorales y peligrosos. Las clases dominantes crearon una
tipología de sus “clases peligrosas”, orientadas por sus temores, prejuicios,
ideología y por la idea de nación que a su entender se debía impulsar. No
obstante, las medidas tomadas no lograron evitar la verdadera peligrosidad de
algunos grupos. Podríamos agregar que esta reflexión adquiere actualidad.
Mayra Vidales, en “La violencia femenina en el delito como expresión
(1877-1910)” es la única autora que aborda la tipificación de ciertas conductas
delictivas como una construcción sociocultural, donde a esa tipificación por
clase y etnia se agrega la de género. La autora ha trabajado expedientes del
Archivo del Tribunal Superior de Justicia y el Archivo Judicial (de Sinaloa).
Me interesa resaltar lo que observa en los discursos enarbolados en torno al
liberalismo y al positivismo, teóricamente contrapuestos, que compartieron una
posición común respecto a la organización social: el impulso a una ciudadanía
desigual que tomaba como criterio de exclusión política el género, la clase
social y la raza. Es precisamente donde encontramos esos orígenes de la lenta
aplicación de la justicia y como consecuencia la amplitud de castigo al
delincuente. Encuentra ella que las causas de la criminalidad en las mujeres,
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según los teóricos de la época como Rafael Zayas Enríquez, la atribuían a los
síntomas nerviosos que se observan en la menstruación, esa anormalidad
originada con la sexualidad. Aunque, a diferencia de los varones, entre los
delitos más frecuentes de las mujeres eran los robos, la mayoría cometidos por
trabajadoras domésticas, o bien cuando se ponía en entredicho el honor. El
trabajo de Mayra describe muy bien cómo se fue generando un discurso que
justificó la violencia sexual o verbal al género femenino.
Quisiera terminar refiriendo que Pobres, marginados y peligrosos, libro
coeditado por la Universidad de Guadalajara y la Universidad Nacional del
Comahue, es una obra de interés para quienes desean conocer más sobre la
forma en que históricamente se construyeron los conceptos sobre el delito y la
forma de castigarlos. El recorrido que nos lleva al México del siglo XIX
pareciera adquirir su presencia en el actual. No todos los delincuentes son
castigados, pero quienes entran a una cárcel salen mejor preparados para
seguirlo siendo.
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