LA PERFECTA ESPOSA DEL DUQUE Jennifer Ashley Serie Highland Pleasures 04 Jennifer Ashley La Perfecta Esposa del Duque Highland Pleasures 04 SINOPSIS: Lady Eleanor Ramsay es la única que sabe la verdad sobre Hart Mackenzie. La que en otro tiempo fuera su prometida es la única mujer con quien él ha podido desahogarse. Hart lo tiene todo, un ducado, riqueza, poder, influencia, todo cuanto desee. Todas las mujeres le desean, pues sus dotes para la seducción son legendarias. Pero Hart ha sacrificado mucho para mantener a salvo a sus hermanos, primero de su brutal padre y más tarde del mundo. Él también ha sufrido la pérdida, su esposa, su hijo y la mujer que amaba con todo su corazón, aunque no se dio cuenta de ello hasta que era demasiado tarde. Ahora Eleanor ha aparecido de nuevo en su puerta, con unas escandalosas fotografías de Hart desnudo tomadas hace mucho tiempo. Intrigado por el desafío que brilla en sus ojos azules, y excitado por su encantadora y inquebrantable resolución, Hart se pregunta si su amor de juventud ha vuelto para arruinarle… o para salvarle. Traducido por Celia, Jane, Nora y Silvia Corregido por Mely Cordinado por Celia para AEBks CONTENIDO SINOPSIS:................................................................................................................................................... 2 CAPÍTULO 1................................................................................................................................................ 5 CAPÍTULO 2.............................................................................................................................................. 13 CAPÍTULO 3.............................................................................................................................................. 25 CAPÍTULO 4.............................................................................................................................................. 33 CAPÍTULO 5.............................................................................................................................................. 49 CAPÍTULO 6.............................................................................................................................................. 61 CAPÍTULO 7.............................................................................................................................................. 72 CAPITULO 8.............................................................................................................................................. 83 CAPÍTULO 9.............................................................................................................................................. 94 CAPÍTULO 10 ......................................................................................................................................... 102 CAPÍTULO 11 ......................................................................................................................................... 112 CAPÍTULO 12 ......................................................................................................................................... 125 CAPÍTULO 13 ......................................................................................................................................... 131 CAPÍTULO 14 ......................................................................................................................................... 145 CAPITULO 15 ......................................................................................................................................... 160 CAPITULO 16 ......................................................................................................................................... 169 CAPÍTULO 17 ......................................................................................................................................... 187 CAPÍTULO 18 ......................................................................................................................................... 199 CAPÍTULO 19 ......................................................................................................................................... 212 CAPÍTULO 20 ......................................................................................................................................... 222 CAPÍTULO 21 ......................................................................................................................................... 231 CAPÍTULO 22 ......................................................................................................................................... 244 EPÍLOGO .................................................................................................................................................. 257 NOTA DE LA AUTORA......................................................................................................................... 262 Capítulo 1 Traducido por Jane Capítulo 2 Traducido por Jane Capítulo 3 Traducido por Jane Capítulo 4 Traducido por Celia Capítulo 5 Traducido por Celia Capítulo 6 Traducido por Jane Capítulo 7 Traducido por Jane Capítulo 8 Traducido por Celia Capítulo 9 Traducido por Jane Capítulo 10 Traducido por Silvia Capítulo 11 Traducido por Silvia Capítulo 12 Traducido por Jane Capítulo 13 Traducido por Nora Capítulo 14 Traducido por Nora Capítulo 15 Traducido por Nora Capítulo 16 Traducido por Nora Capítulo 17 Traducido por Jane Capítulo 18 Traducido por Jane Capítulo 19 Traducido por Jane Capítulo 20 Traducido por Jane Capítulo 21 Traducido por Jane Capítulo 22 Traducido por Jane Epílogo Traducido por Jane Jennifer Ashley La Perfecta Esposa del Duque Highland Pleasures 04 CAPÍTULO 1 Hart Mackenzie. Había dicho que sabía lo que deseaba cada mujer y cómo dárselo exactamente. Hart nunca le preguntaría a la mujer lo que quería, podría no saberlo ella misma siquiera, pero lo entendería cuando acabara. Y lo querría otra vez. Tenía el poder, la riqueza, la habilidad, y la inteligencia y la capacidad de burlarse de su prójimo —hombre o mujer — logrando que hicieran lo que él quería y creyendo que lo hacían por su propia voluntad. Eleanor Ramsay sabía de primera mano que todo esto era verdad. Estaba al acecho entre una multitud de periodistas en la calle de St. James durante una sorprendentemente suave tarde de febrero, esperando a que el gran Hart Mackenzie, el Duque de Kilmorgan, saliera de su club. Con su vestido pasado de moda y su viejo sombrero, Lady Eleanor Ramsay se parecía a cualquier otra escritorzuela, con tanta hambre por una historia como el resto de ellas. Pero mientras las otras ansiaban una historia exclusiva sobre el famoso Duque escocés, Eleanor había venido para cambiar su vida. Los periodistas se pusieron en guardia cuando divisaron al alto Duque en el umbral, sus amplios hombros ceñidos en una chaqueta negra, la falda escocesa de Mackenzie envolviendo sus caderas. Siempre llevaba un kilt para recordarles a todos y cada uno que le viera que él era antes que nada escocés. —¡Su Gracia!— gritaron los periodistas. —¡Su Gracia! El mar de espaldas masculinas se elevó por delante de Eleanor, ocultándola. Empujó para abrirse camino, usando su sombrilla plegada sin piedad, para lograrlo. —Ah, le ruego que me disculpe, — dijo, cuando en su ajetreo apartó a un hombre que trató de darle un codazo en las costillas. Hart no pareció mirar ni a derecha ni a izquierda cuando se puso su sombrero y anduvo los tres pasos entre el club y la puerta de su landó abierto. Era un maestro en no reconocer a quien no quería. —¡Su Gracia!— Eleanor gritó. Hizo bocina con sus manos alrededor de su boca. — ¡Hart! Hart se paró y se giró. Su mirada encontró la suya, sus dorados ojos la miraron fijamente atravesando los veinte pies de espacio entre ellos. Eleanor sintió aflojarse sus rodillas. Hacía casi un año que había visto a Hart en un tren, cuando la había acompañado a su compartimento, le puso su caliente mano en el brazo y la obligó a coger el dinero que le dio. Se había compadecido de ella y eso la dolió. También le había metido una de sus tarjetas por el cuello de su blusa. Recordó el calor de sus dedos y el roce de la tarjeta, con su nombre, contra su piel. Hart dijo algo a uno de sus guardaespaldas, todos con aspecto de pugilistas, que esperaban alrededor del coche. El hombre asintió con la cabeza, giró y dirigió sus anchos hombros hacia donde se encontraba Eleanor, abriendo un camino a través de los frenéticos periodistas. —Por aquí, Su Señoría. Eleanor cogió su cerrada sombrilla, consciente de las enojadas miradas a su alrededor, y le siguió. Hart la vio acercarse, su mirada fija que nunca flaqueaba. Había sido embriagador, una vez, ser el centro de estudio de esa atención. Cuando alcanzó el landó, Hart la cogió por los codos, la levantó y la subió dentro. Eleanor se quedó sin respiración cuando la tocó. Se sentó en el asiento intentando que disminuyera su taquicardia, mientras Hart la seguía al interior y se sentaba, gracias a Dios, en el asiento de enfrente. Nunca sería capaz de hacer su proposición si se sentaba demasiada cerca, distrayéndola con el calor de su sólido cuerpo. El lacayo cerró de golpe la puerta y Eleanor sujetó su sombrero cuando el landó arrancó sacudiéndose hacia delante. Los periodistas gritaban y juraban mientras su presa se alejaba, dirigiéndose desde St. James a Mayfair. Eleanor miró hacia atrás por encima del asiento. —Excelencia, ha dejado hoy descontenta a la prensa británica—, dijo. —Maldita prensa británica—, gruñó Hart. Eleanor se giró de nuevo para encontrar la fuerte mirada fija de Hart en ella. — ¿Qué es todo esto? Esto era acerca de él, podía ver las manchas doradas en sus ojos de color avellana que hacían que se pareciera a la mirada de un águila y los toques de luz rojos en su pelo oscuro por su ascendencia escocesa. Llevaba el pelo más corto desde la última vez que le vio, lo que hacía que su cara pareciera más afilada y severa que nunca. Eleanor era la única entre la muchedumbre de periodistas que había visto cómo su cara se suavizaba con el sueño. Hart estiró su gran brazo a través del asiento, sus grandes piernas bajo la falda escocesa ocupaban gran parte del carruaje. El kilt se le subió un poco dejando ver parte de sus bronceados muslos por toda la equitación, pesca y caminatas que hacía en su finca escocesa. Eleanor abrió su sombrilla, fingiendo que se relajaba y contenta de estar en el mismo coche que el hombre con el que había estado comprometida. —Discúlpame por abordarte en la calle—, dijo. —En realidad fui a tu casa, pero has cambiado de mayordomo. No me conocía, ni se mostró impresionado cuando le enseñé la tarjeta que me habías dado. Por lo visto las señoras tienen la costumbre de intentar entrar en tu casa con falsos pretextos, y asumió que era una de ellas. Realmente no puedo culparle. Podría haber robado la tarjeta, todo lo que él sabía, era que siempre has sido tremendamente popular entre las señoras. La mirada fija de Hart no se ablandó con sus palabras como solía hacer. — Hablaré con él. —No, no, no regañes al pobre hombre. No lo sabía. Espero que no te conozca cuando estás enfurecido. No, hice todo este camino desde Aberdeen para hablar contigo. Es absolutamente importante. Intenté hablar con Isabella, pero no estaba en casa, y sabía que esto no podía esperar. Logré conseguir que tu lacayo —¡Cómo ha crecido el querido Franklin!—, me dijera que estarías en tu club, pero estaba demasiado aterrorizado por el mayordomo como para dejarme esperar en la casa. Así que decidí estar al acecho y llamarte cuando aparecieras. Fue bastante divertido hacerme pasar por una escritorzuela. Y aquí estoy. Estiró sus manos en un gesto de indefensión que Hart recordaba, pero pobre del hombre que creyera que era una mujer indefensa. Lady Eleanor Ramsay. La mujer con la que voy a casarme. Su vestido de sarga azul oscuro llevaba años pasado de moda, su sombrilla tenía una varilla rota, y su sombrero de flores descoloridas y velo corto estaba inclinado en su cabeza. Pero nada podía hacer el velo para ocultar sus ojos color azul como la flor espuela de caballero o sus deliciosas pecas que se juntaban al arrugar la nariz, siempre que sonreía. Era alta para ser una mujer, pero llena de generosas curvas. Había sido impresionantemente hermosa a los veinte años, cuando la vio por primera vez revoloteando en una sala de baile, su voz y su risa eran como música. Y era hermosa ahora, incluso más. La fija mirada hambrienta de Hart se deleitó con ella, comiéndosela como un hombre que había estado sin sustento durante mucho tiempo. Obligó a su voz a permanecer tranquila, informal casi. —¿Cuál es esa importante cosa sobre la cual tienes que hablar conmigo?— Con Eleanor podría ser desde un botón perdido a una amenaza para el Imperio británico. Se inclinó hacia adelante un poco, un botón en lo alto de su cuello se soltó de la tela raída. —Bien, no te lo puedo decir aquí, en un coche abierto que discurre a paso lento a través de Mayfair. Espera hasta que estemos dentro. El pensamiento de tener a Eleanor después con él en su casa, respirando el mismo aire, hizo que su pecho se ensanchara. Lo deseaba, lo ansiaba. —Eleanor… —¿Excelencia, me podrás dedicar unos minutos, verdad? Considéralo mi recompensa por protegerte de unos periodistas rabiosos. Lo que he descubierto podría provocar tal desastre, que decidí venir corriendo y decírtelo en persona en vez de escribirte. Debía ser serio para hacer que Eleanor dejara su destartalada casa en las afueras de Aberdeen, donde vivía con su padre en una refinada pobreza. Iba a pocos sitios. Entonces debía de tener algún encubierto motivo en su cabeza, ella no hacía nada porque sí. —Si es tan importante, por Dios, dímelo. —Excelencia, tu cara parece de granito cuando frunces el ceño. No me extraña que todos en la Cámara de los Lores se aterroricen de ti—. Inclinó hacia atrás la sombrilla y se rió de él. Carne suave debajo suyo, sus ojos azules entrecerrados por el sensual placer, la luz escocesa sobre su piel desnuda. El sentimiento de moverse dentro de ella, su sonrisa cuando dijo: —Te amo, Hart. Las viejas emociones surgieron rápidamente. Recordó su último encuentro, cuando no había sido capaz de dejar de tocar su cara, diciéndole: “¿Eleanor, que es lo que voy a hacer contigo?” Su aparición antes de que estuviera preparado, le obligaría a cambiar el cronometraje de sus proyectos, pero Hart tenía la capacidad de reajustar sus esquemas con la velocidad del relámpago. Esto es lo que le hacía tan peligroso. —Te lo diré a su debido tiempo—, continuó Eleanor. —Y te haré una proposición de negocios. —¿Proposición de negocios?— Con Eleanor Ramsay. Dios le ayudara. —¿Qué proposición de negocios? Eleanor, en su loco mundo, no le hizo caso y miraba las altas casas que se alineaban en Grosvenor Street. —Ha pasado mucho tiempo desde que estuve en Londres, y en la Temporada, nada menos. Tengo ganas de ver a todo el mundo otra vez. ¡Cielos!, no es… ¿Lady Mountgrove? Lo es, en efecto. ¡Hola, Margaret!— Eleanor agitó la mano cordialmente a una mujer rechoncha que bajaba de un carruaje delante de una de las puertas pintadas. Lady Mountgrove, una de las mujeres más chismosas en Inglaterra, la miró con la boca abierta en una gran O. Estudiaba minuciosamente cada detalle de Lady Eleanor Ramsay que la saludaba desde el coche del Duque de Kilmorgan, el propio duque estaba sentado frente a ella. Pasó mucho tiempo antes de levantar su mano saludándola. —Excelencia, no la había visto en una burrada de años—, dijo Eleanor, recostándose cuando continuaron su camino. —Sus hijas deben ser, ah, unas completas señoritas ahora. ¿Han hecho su presentación en sociedad ya? Su todavía besable boca, se frunció un poco mientras esperaba su respuesta. —No tengo ni la más mínima idea—, dijo Hart. —Realmente, Hart, deberías echar un vistazo al menos a las páginas de la sociedad. Eres el soltero más elegible en toda Gran Bretaña. Probablemente de todo el Imperio británico. Las madres en la India empujan a sus muchachas para venir a perseguirte diciéndoles, que nunca se sabe. Aún no te has casado. —Soy viudo—. Hart nunca podía decir esa palabra sin sentir una punzada. —No soltero. —Eres un Duque, soltero, y dispuesto a convertirte en el hombre más poderoso del país. Del mundo, realmente. Deberías pensar en casarte otra vez. Su lengua, sus labios, se movían de forma sensual. El hombre que se alejara de ella tenía que estar loco. Hart recordó el día en que lo había hecho, todavía sentía el pequeño golpe del anillo en su pecho cuando se lo tiró, y la rabia y la angustia en sus ojos. Debería haber impedido que se fuera, debería haberse fugado con ella esa misma tarde, haberla unido a él para siempre. Había cometido error tras error con ella. Pero era demasiado joven, enojado, orgulloso, y… avergonzado. El noble Hart Mackenzie, seguro de poder lograr lo que deseaba, había aprendido que con Eleanor no era así. Dejó que su voz se suavizara. —Dime cómo estás, Elle. —Ah, igual que siempre. Ya sabes. Mi padre sigue escribiendo sus libros, que son brillantes, pero que no valen un penique. Le dejé en el museo británico, estudiando minuciosamente la colección egipcia. Espero que no comience a destrozar a las momias. Podría. Alec Ramsay tenía una mente inquisitiva, y ni Dios ni todas las autoridades del museo le podrían detener. —Ah, hemos llegado—. Eleanor alzó la vista a la gran casa de Grosvenor Square de Hart cuando el landó se detuvo. —Veo a tu mayordomo mirar fijamente por la ventana. Parece un poco consternado. ¿No te enfadarás demasiado con el pobre hombre, verdad?— Puso sus dedos ligeramente sobre la mano del lacayo que se había apresurado desde la puerta principal para ayudarla a bajar. —Hola otra vez, Franklin. Le he encontrado, como ves. Hemos comentado cuánto has crecido. Y te has casado, creo. ¿Tienes hijos? Franklin, que estaba orgulloso de su severo semblante guardando la puerta del Duque más famoso de Londres, se derritió en una sonrisa. —Sí, Su Señoría. Tiene tres años ahora, y va de cabeza a cualquier problema que encuentra. —Eso significa que es fuerte y sano—. Eleanor acarició su brazo. —Te felicito—. Cerró su sombrilla y caminó hacia la casa mientras Hart se bajaba detrás de ella. —La Sra. Mayhew, estará encantada de verte—, oyó que le decía. Entró en su casa para verla sostener en sus manos las del ama de llaves de Hart. Las dos intercambiaron saludos, y hablaron de todas las cosas, sobre todo de recetas. El ama de llaves de Eleanor, ahora retirada, por lo visto le había pedido que averiguara la receta de la tarta de limón de la Sra. Mayhew. Eleanor comenzó a subir las escaleras, y Hart casi tuvo que lanzarle su sombrero y su abrigo a Franklin para seguirla. Estuvo a punto de pedir a Eleanor que entrara en el salón delantero cuando un escocés grande con una vieja falda escocesa, la camisa suelta y las botas salpicadas pintura bajaba desde el último piso. —Espero que no te importe, Hart, —dijo Mac Mackenzie—. Me traje a mis diablillos y me he buscado un lugar para pintar en uno de tus cuartos libres. Isabella tiene a los decoradores en casa, y no te puedes imaginar el jaleo—. Mac se calló y una mirada de alegría se extendió por su cara. —¡Eleanor Ramsay, por todos los Santos! ¿Qué demonios haces aquí?— Bajó corriendo el último tramo de la escalera, al detenerse levantó a Eleanor del suelo estrujándola. Eleanor besó a Mac, el segundo de los jóvenes de la familia Mackenzie, profundamente en la mejilla. —Hola, Mac. He venido para irritar tu hermano mayor. —Bien. Necesita un poco de irritación—. Mac dejó a Eleanor otra vez en el suelo, sus ojos sonreían. —Sube a ver a los niños, no los estoy pintando porque no se sostienen todavía, estoy dándole los últimos toques a uno de los caballos de Cam. Jasmine, su nueva campeona. —Sí, oí que lo había hecho bien—. Eleanor se puso de puntillas y dio a Mac otro beso en la mejilla. —Este es para Isabella. Y Aimee, Eileen y Robert—. Beso, beso, beso. Mac aguantaba con una sonrisa idiota. Hart se inclinó sobre el pasamano. —¿Nos pondremos con esa proposición hoy en algún momento? —¿Proposición?— preguntó Mac, abriendo los ojos. —Bueno… esto parece interesante. —Cierra la boca, Mac—, dijo Hart. Un grito estalló en lo alto, estridente, desesperado. —El Armagedón ha llegado. Mac sonrió abiertamente y corrió hacia arriba. —Ya llega papá, diablillos— dijo. —Si os portáis bien puede ser que la tía Eleanor venga a tomar el té. Si todo fuera bien hoy, no tendría que volver a estar cerca de él otra vez, pero tenía que hacer la primera aproximación en privado. Una carta podría caer en manos equivocadas, o perderla un secretario descuidado, o podía quemarla Hart sin abrir. Hart acercó un sillón a su escritorio, moviéndolo como si no pesara nada. Eleanor lo averiguó cuando se sentó en él. La silla pesadamente esculpida era tan sólida como una roca. Hart se sentó en la silla del escritorio, su kilt se movió al sentarse, mostrando los nervudos músculos de sus rodillas. Quienquiera que considerara la falda escocesa afeminada nunca había visto a Hart Mackenzie con una. Eleanor tocó la superficie del escritorio. —Sabes, Hart, si planeas ser el primer ministro de la nación, podrías ir pensando en cambiar el mobiliario. Está un poco pasado de moda. —Maldita sea el mobiliario. ¿Cuál es ese problema que os arrancó a ti y a tu padre de las regiones salvajes de Escocia? —Me preocupo por ti. Has trabajado mucho para llegar dónde estás, no me gustaría que lo perdieras todo. No he logrado dormir y he reflexionado sobre qué hacer durante una semana. Sé que nos separamos enfadados, pero eso fue hace tiempo, y muchas cosas han cambiado, sobre todo para ti. Todavía me preocupo por ti, Hart, puedes creerlo, y me afligí al pensar en lo que podría pasarte si esto saliera a la luz. —¿Salir a la luz?— La miró. —¿De qué hablas? Mi pasado no es ningún secreto para nadie. Soy un canalla y un pecador, y todos lo saben. Hoy en día es casi obligatorio para ser político. —Posiblemente, pero esto te podría humillar. Serías el hazmerreír, y esto sería seguramente un revés. Su mirada fija se hizo aguda. Educado, recordaba a su padre cuando hacía eso. El viejo Duque había sido guapo, pero un monstruo, con ojos repugnantes, fríos que hacían desear aplastarle con el talón como a un sapo. Hart, a pesar de todo, tenía una calidez de la cual su padre había carecido. —Eleanor, deja de balbucear y dime sobre qué va todo esto. —Ah, sí. Creo que debes ver esto—. Eleanor buscó en un bolsillo dentro de su capa y sacó una pieza doblada de cartón. Lo colocó en el escritorio delante de Hart y lo abrió. Hart lo miró. El objeto dentro de la tarjeta doblada era una fotografía. Era una fotografía de cuerpo entero de Hart más joven, de perfil. Estaba más delgado entonces, pero muy musculoso. En la fotografía, apoyaba sus nalgas contra el borde de un escritorio, su nervuda mano asía el borde del escritorio al lado de la cadera. Tenía la cabeza inclinada como si mirara algo a sus pies. La postura, aunque quizás un poco extraña para un retrato, no era la cosa única de la imagen. El aspecto más interesante de esta fotografía era que, en ella, Hart Mackenzie estaba desnudo, completamente desnudo. Jennifer Ashley La Perfecta Esposa del Duque Highland Pleasures 04 CAPÍTULO 2 —¿Dónde conseguiste esto?— La pregunta sonó dura, áspera, exigente. Tenía la total atención de Hart ahora. —De un admirador—, dijo Eleanor. —Al menos así es como firmaba la carta. “De alguien que la quiere bien”. La gramática indica que el escritor no es una persona culta, bueno, al menos recibió suficiente educación como para escribir una carta, pero obviamente ella no asistió a la escuela hasta terminarla. Creo que es la letra de una mujer… —¿Alguien te la envió?— interrumpió Hart. —Es eso lo que has venido a decirme? —En efecto. Por suerte para ti, estaba sola en la mesa del desayuno cuando la abrí. Mi padre clasificaba setas. Con el cocinero, que no pretendía tanto clasificarlas como apartarlas para la cena. —¿Dónde está el sobre? Hart obviamente esperaba que ella le entregara todo, pero eso estropearía sus planes. —El sobre no revelaba mucho—, dijo Eleanor. —Fue entregada en mano, sin sello, traída a Llenaren desde la estación de ferrocarril. Al jefe de estación, se la dio un maquinista, que dijo que un muchacho se la había entregado en Edimburgo. Sólo había una línea escrita en el sobre: le fue pasada a él por un muchacho de reparto en Edimburgo. Sólo había una línea escrita en el sobre “A lady Eleanor Ramsay, Glenarden, cerca de Aberdeen, Escocia”. Todo el mundo me conoce y sabe donde vivo, así que aunque el remitente la hubiera dejado caer en algún sitio entre Edimburgo y Aberdeen, me habría llegado. Finalmente. Las cejas de Hart se elevaron mientras la escuchaba, otra vez le recordaba a su padre. Hacía tiempo un retrato del hombre había estado colgado en ese cuarto encima de la chimenea, pero no estaba allí ahora, gracias al Cielo. Hart lo debía haber llevado al desván, o quizás lo hubiera quemado. Eleanor lo habría quemado. —¿Y el muchacho que lo entregó en Edimburgo?—, preguntó Hart. —No tenía ni el tiempo ni los recursos necesarios para llevar a cabo tal investigación—, dijo Eleanor, retirando su mirada de la chimenea. Un paisaje de un hombre vestido con kilt que pescaba en las Highlands, pintado por Mac, estaba colgado ahora allí. —Me gasté todo nuestro dinero en billetes de tren a Londres, para venir a decirte que me gustaría investigar este asunto para ti. Si me proporcionas los fondos y un pequeño sueldo. Su mirada se posó de nuevo en ella, aguda y dorada. —Un sueldo. —Sí, en efecto. Esta era la proposición comercial que te mencioné. Quiero que me des un trabajo. Hart estaba silencioso, el tictac del gran reloj al otro lado del cuarto se escuchaba muy alto en la calma. Estaba inquieta por estar en la misma habitación que él, en una habitación cerrada, no porque pareciera que la estaba evaluando mirándola fijamente. No, lo que la inquietaba era estar a solas con Hart, el hombre de quien había estado locamente enamorada una vez. Había sido un hombre sumamente guapo, bromista y tierno, y la había cortejado con un vigor que la había dejado sin aliento. Se había enamorado de él rápidamente, y no estaba segura que hubiera dejado nunca de estar enamorada de él. Pero el Hart al que se enfrentaba hoy era un hombre diferente de aquel al que había estado prometida, y eso la preocupaba. El Hart de risa fácil, que estaba excitado y contento con la vida, había desaparecido. En su lugar había un hombre más difícil y comedido que antes. Había visto demasiadas tragedias, demasiadas muertes, demasiadas pérdidas. El cotilleo y los periódicos habían comentado que Hart se había alegrado de librarse de Lady Sarah, su esposa, pero Eleanor sabía la verdad. La triste luz que había ahora en los ojos de Hart venía de esa pena. —Un trabajo—, decía Hart. —¿Qué has hecho hasta ahora, Eleanor? —¿Hasta ahora? Endeudarnos hasta las cejas, por supuesto—. Se rió de su broma. —Completamente en serio, Hart, necesitamos el dinero. Quiero mucho a mi padre, pero es muy poco práctico. Cree que todavía pagamos los salarios del personal, pero la verdad es que trabajan y nos cuidan porque se compadecen nosotros. Nuestra comida viene de los huertos de su familia o de la caridad de los aldeanos. Creen que no lo sabemos. Me puedes considerar una ayudante de un secretario o algo así, si quieres. Estoy segura de que tienes varios de esos. Hart examinó los decididos ojos azules que habían frecuentado sus sueños durante años y sintió que algo se rompía dentro de él. Había venido como respuesta a una oración. Hart había planeado viajar a Glenarden pronto para convencerla de que se casara con él, sabiendo que el culmen de su carrera estaba cerca. Había querido ganarlo todo y presentárselo a ella en un plato, para que fuera incapaz de negarse. La haría ver que le necesitaba tanto como él a ella. Pero quizás esto fuera mejor. Si la introdujera en su vida ahora, se acostumbraría tanto a estar allí que cuando le entregara su mano, no podría decir que no. Podría encontrar un pequeño empleo nominal para ella, permitirle que siguiera las pistas del que tenía las fotografías, no estaba equivocada, la oposición lograría ponerle en ridículo si las obtenía, y mientras cerraría su puño sobre ella, tan despacio que no se daría cuenta de que la tenía atrapada hasta que fuera demasiado tarde. Eleanor estaría con él, a su lado, como estaba ahora, sonriéndole con sus labios rojos. Cada día, y cada noche. Cada noche. —¿Hart?— Eleanor agitó una mano delante de su cara. —¿Estás distraído, verdad? Hart volvió a enfocar su mirada en ella, en la curva besable de su boca, la pequeña sonrisa que ya una vez hizo que deseara tenerla... De todos los modos posibles. Eleanor metió la fotografía en su bolsillo. —Bueno, en cuanto al sueldo, no tiene que ser grande. Algo para mantenernos, eso es todo. Y los alojamientos para mi padre y para mí mientras estemos en Londres. Unos pequeños cuartos nos servirán, estamos acostumbrados a cuidarnos nosotros mismos, siempre que la vecindad no sea demasiado sórdida. Mi padre andará por todos los sitios y no quiero que los gamberros de la calle le molesten. Empezaría por tratar de explicarles como se fabrican los cuchillos con los que pretenden apuñalarle y acabaría con una conferencia sobre como templar el acero. —Elle… Eleanor continuó, sin hacerle caso. —Si no deseas confesar que me has contratado para investigar quién envió la fotografía, y puedo entender que quieras ser cauteloso, puedes decir a la gente que me has contratado para hacer algo más. Mecanografiar tus cartas, quizás. Realmente aprendí a usar una máquina de mecanografía. La administradora de correos del pueblo tenía una. Se ofreció a enseñar a solteronas a escribir a máquina de modo que pudieran ser capaces de encontrar un trabajo en la ciudad en vez de esperar en vano a un hombre que les hiciera caso y se casase con ellas. Por supuesto, no me podía trasladar a una ciudad sin mi padre, que nunca abandona Glenarden más que para unas pocas semanas, pero aprendí esa habilidad de todos modos, sin saber cuándo me podría ser útil. Y ahora puede. Y de todos modos, me debes dar un trabajo que me permita ganar dinero para volver a Aberdeen. (N. de T: La primera máquina de escribir se comercializó en 1870). —¡Eleanor! Hart oyó que su grito llenaba el cuarto, pero a veces la única manera de que se callara era gritar. Parpadeó. —¿Qué? Un rizo se cayó de debajo de su sombrero y serpenteó hacia su hombro, una franja de oro rojiza en su blusa de sarga. Hart contuvo el aliento. —Permíteme pensar un momento. —Sí, sé que puedo hablar muy deprisa. A mi padre no le importa. Estoy un poco nerviosa, debo confesarlo. Estaba comprometida contigo y ahora estamos aquí, parecemos dos viejos amigos. Dios Santo. —No somos amigos. —Lo sé. Dije que “parecemos” viejos amigos. Un viejo amigo que le pide al otro un trabajo. He venido acá movida por la desesperación. Podría decir eso, pero su sonrisa, su mirada abierta, hablaba de impaciencia y determinación. Una vez Hart había probado esa impaciencia, ese entusiasmo por la vida, y tenía muchas ganas de probarlo otra vez. Para desabotonar su blusa, abrirla despacio, inclinarse y lamer su garganta. Mirar sus suaves ojos mientras besaba la esquina de su boca. Eleanor había estado preparada. Tan amorosa y fuerte. La necesidad oscura se removió de los sitios en los que la había sepultado durante mucho tiempo, atormentadora y fuerte. Le decía que se podría inclinar hacia Eleanor ahora mismo, colocar sus brazos por detrás de ella en los brazos de la silla en la que ella se sentaba y, tomar su boca en un beso largo, profundo… Eleanor se inclinó hacia delante, el cuello de su vestido raspaba su suave barbilla. —Buscaré las fotografías mientras dices a tu personal que me has contratado para ayudarte con tu montón de correspondencia. Sabes que necesitas a todos los que puedan ayudarte con tu interminable objetivo de lograr ser primer ministro. ¿Puedo deducir que estás cerca? —Sí—, dijo Hart. Una respuesta tan corta para resumir sus años de trabajo y esmero, sus innumerables viajes para aquilatar el estado del mundo, los políticos le había cortejado sin parar en reuniones interminables en el castillo Kilmorgan. Pero sentía la necesidad, la obsesión hervía en su cerebro. Le conducía cada día de su vida. La mirada de Eleanor se suavizó. —Pareces más vivo así—, dijo. —Como acostumbrabas a ser. Salvaje e imparable. Me gusta muchísimo verte así. Sintió su pecho apretado. —¿Cómo ahora, muchacha? —La verdad es que has estado un poco frío este último tiempo, pero me alegro mucho de ver que el fuego todavía está en tu interior—. Eleanor se recostó, nuevamente práctica. —¿Bueno, entonces, en cuanto a las fotografías, cuántas te hicieron en total? Hart sintió que sus dedos presionaban el escritorio, como si atravesaran la madera. —Veinte. —¿Tantas? Me pregunto si esa persona las tiene todas, y de dónde las sacó. ¿Quién las hizo? ¿La Sra. Palmer? —Sí—. No quería hablar de la Sra. Palmer con ella. Ni ahora, ni nunca. —Lo sospechaba. Aunque quizás quienquiera que las envía las encontrara en una tienda. Las tiendas venden fotografías a coleccionistas, de todas las clases de personas y todas las clases de temas. Supongo que éstas habrían salido a la luz mucho antes de ser así, pero… —Eleanor. —¿Qué? Hart controló su carácter. —Si dejas de hablar por espacio de un minuto, te podré decir que te daré el empleo. Los ojos de Eleanor se agrandaron. —Bien, gracias. Debo decir, que esperaba tener que argumentar mucho más… —Cállate. No he acabado. No os instalaré a tu padre y a ti en uno de esos ruinosos cuartos de Bloomsbury. Os quedareis aquí en casa, los dos. Ahora su mirada parecía agitada. Bueno, podría investigar también ahí y habría recorrido parte de su camino. —¿Aquí? No seas ridículo. No hay ninguna necesidad. Era necesario. Ella había ido por su propio pie a su trampa, no la soltaría ni la dejaría irse. —No estoy tan tonto como para dejar que deis vueltas por Londres, ni tú ni tu padre estáis acostumbrados a este mundo. Tengo muchos cuartos aquí, y raramente estoy en casa. Dispondrás de toda la casa la mayoría del tiempo. Wilfred es mi secretario ahora, y te podrá decir lo que hay que hacer. Tómalo o déjalo, Elle. Eleanor, posiblemente por primera vez en su vida, no sabía qué decir. Hart le ofrecía lo que quería, la posibilidad de ayudarle, y no había exagerado, poder conseguir un poco del dinero que necesitaban. Su padre raramente percibía su pobreza, pero lamentablemente, la pobreza los percibía a ellos. Pero vivir en la casa de Hart, respirar el mismo aire que él cada noche… Eleanor no estaba segura de poder hacerlo sin volverse loca. Habían pasado años desde que su compromiso se había deshecho, pero de algún modo, el tiempo nunca sería suficiente. Hart había vuelto sus cartas. Le proporcionaría el dinero para no pasar hambre, pero en sus términos, a su manera. Había estado equivocada al creer que no lo haría. El silencio se prolongó. Ben giró su gran cuerpo, gruño un poco y volvió a dormirse. —¿Estamos de acuerdo?— Hart extendió sus manos en el escritorio. Manos firmes, fuertes con dedos callosos. Las manos de alguien que trabajaba mucho pero que podían ser increíblemente tiernas en el cuerpo de una mujer. —Realmente, me gustaría mandarte al infierno e irme enfadada, pero como necesito el trabajo, supongo que debo decir que sí. —Puedes decir lo que desees. Se miraron fijamente a los ojos. Eleanor evaluaba su mirada de color avellana, casi dorada. —Realmente espero que tengas la intención de pasar bastante tiempo fuera—, dijo. Un músculo se contrajo en su mentón. —Enviaré a alguien para que vaya a por tu padre al museo, y te puedes mudar inmediatamente. Eleanor pasó su dedo por la lisa superficie del escritorio. El cuarto era oscuro con una decadente elegancia, pero poco acogedor. Devolvió su mano a su regazo y miró otra vez a los ojos a Hart, nunca resultaba una tarea fácil. —Eso debería ser aceptable—, dijo. —¿El va a hacer qué?— Mac Mackenzie le dio la vuelta a su pincel. Una gota de amarillo Mackenzie cayó al suelo a sus pies. —Papá, debes tener cuidado—, le dijo Aimee de cinco años. —La Sra. Mayhew nos dirá muchas palabrotas si dejas el suelo manchado de pintura. Eleanor acunó al pequeño Robert Mackenzie en sus brazos, su pequeño cuerpo caliente apretado contra su pecho. Eileen, la hija de Mac e Isabella, estaba en un capazo al lado del sofá, pero Aimee estaba de pie cerca de Mac, con las manos en su espalda mirando a su padre adoptivo pintar. —La idea del trabajo es mía—, dijo Eleanor. —Puedo escribir a máquina fácilmente y ahorrar dinero para mí y mi padre. Los libros de mi padre son unos trabajos asombrosos, pero como sabes, nadie los compra. Mac escuchaba su argumentación mirándola fijamente, con la misma intensidad que Hart. Llevaba su kilt lleno de pintura como era habitual y también las botas, un pañuelo rojo alrededor de su cabeza para impedir que se le manchara el pelo de pintura. Eleanor sabía que a Mac le gustaba pintar sin camisa, pero por deferencia a sus hijos y a Eleanor, se había puesto un amplio guardapolvo, muy manchado de pintura. —¿Pero espera que trabajes para él? —Realmente, Mac, lo hago contenta. Hart necesita mucha ayuda si desea que la coalición de su partido gane. Quiero ayudarle. —Entonces hace lo que tú quieres. Mi hermano hace las cosas de forma solapada. ¿A qué juega? —Francamente—. La fotografía pesaba como el plomo en su bolsillo, pero Hart le había pedido, y ella había estado de acuerdo con él, que guardaran el asunto en secreto incluida su familia, por el momento. Se enfadarían que alguien pudiera tratar de chantajear a Hart, pero también se reirían. Hart no tenía ganas de ser el objeto de burla de su familia. —Quiero el trabajo—, dijo Eleanor. —Sabes cómo están las cosas para mi padre y para mí, y no deseo vivir de la caridad de nadie. Piensa que es mi terquedad escocesa. —Se aprovecha de ti, muchacha. —Es Hart Mackenzie. Sabe lo que hace. Mac la contempló un momento más, entonces tiró su brocha que goteaba en un tarro, y caminó a grandes pasos por la habitación, salió y cerró con un golpe. Eleanor se estremeció, todavía sosteniendo al bebé. —¡Mac! No hay ninguna necesidad… Sus palabras quedaron ahogadas por el ruido de las botas de Mac en la escalera. —Papá está enojado con el tío Hart—, dijo Aimee cuando la puerta se abrió despacio otra vez. —Papá a menudo está enojado con el tío Hart. —Esto es porque tu tío Hart es exasperante—, dijo Eleanor. Aimee inclinó su cabeza. —¿Qué significa eso? ¿Exasperante? Eleanor cambió a Robert de postura, ya que se había dormido profundamente después del arrebato. Abrazarle llenó algo vacío en su corazón. —Exasperante es cuando tu tío Hart te mira como si escuchara tu opinión, entonces se da la vuelta y hace lo que le complace, pese a lo que tú le hayas dicho. Sentir como tragas saliva, y aprietas la boca con fuerza, aunque lo que desearías sería gritar. Y saber que gritar y agitar los puños no va a servir de nada. Eso es lo que significa exasperación. Aimee escuchó, asintió con la cabeza, como si almacenara la información para el futuro. Era la hija adoptiva de Mac e Isabella, nacida en Francia, y no había aprendido inglés hasta que tuvo tres años. El coleccionar nuevas palabras era su afición. Eleanor besó la cabeza de Robert y señaló el sofá a su lado. —No le des importancia a tu tío Hart. Siéntate aquí, Aimee, y cuéntame todo lo que habéis estado haciendo en Londres, tú y tus padres. Y cuando venga mi padre nos hablará de las momias del museo. —No puedo creerlo, — gritó Mac, su acento escocés resurgía al enfadarse. Hart cerró el gabinete que guardaba el retrato del que no había podido desprenderse y le miró irritado. Mac estaba enfadado, con los dedos y la ropa manchados de pintura, el pañuelo agitanado en el pelo. Hart sabía que esto pasaría, pero de todos modos se enfureció. —Le di un empleo nominal con un sueldo y un lugar para vivir—, dijo Hart. —He sido muy amable. —¿Amable? Te oí en Ascot, Hart — dijiste que estabas preparado para encontrar una esposa. ¿Es así como piensas hacerlo? Hart se sentó detrás de su escritorio. —Eso pertenece a mi vida personal, Mac. Mantente alejado. —¿Personal, verdad? ¿Cuándo te mantuviste tú alejado de mi vida? Cuando Isabella me abandonó, me gritaste fieramente. Todos me gritasteis, tú, Cameron e Ian. Mac se detuvo. —Ian—, dijo. Una sonrisa se extendió en su cara. Así era Mac, saltaba de emoción a emoción sin una pausa entre ambas. — ¿No tengo porqué gritarte, verdad? —preguntó Mac. —Todo lo que tengo que hacer es contarle las cosas a Ian. Y luego que Dios tenga misericordia de tu alma. Hart no dijo nada, pero sintió un amago de inquietud. Ian, el hermano Mackenzie más joven, no entendía la sutileza. Podría deletrear la palabra sutileza y recitar lo que significaba según el diccionario, pero Ian no podía asimilarla, o practicarla o reconocerla en otros. Una vez que Ian decidía entrar en acción, ni todos los diablos del infierno o los ángeles del cielo, podían disuadirle de ello. Mac se rió de él. —Pobre Hart. Tengo ganas de verlo—. Se quitó el pañuelo de la cabeza, manchándose de pintura el pelo rebelde. —Estoy contento de que Eleanor haya venido para atormentarte. Pero no podrá ser esta noche. Me la llevo a casa, a ella y a su padre conmigo para el té, e Isabella hará que se queden después. Ya sabes cómo son las mujeres cuando se ponen a hablar. No paran ante nada hasta caer rendidas. Hart no había planeado quedarse en casa esa noche, pero de repente le disgustó pensar que Eleanor dejaría la casa. Si la apartaba de su vista podía desaparecer, volver a Glenarden, su refugio. Un lugar que, a pesar de sus derrumbadas paredes, siempre parecía impedir la entrada a Hart. —Creía que estaban los decoradores allí— refunfuñó. —Lo están, pero nos apretaremos. Sólo me afectan sus golpes cuando trato de pintar. Saludaré a Isabella en tu nombre—. Mac miró intencionadamente a Hart. —No estás invitado. —Iba a salir de todos modos. ¿Harás que Eleanor vuelva a casa sin peligro, verdad? Londres es un lugar peligroso. —Por supuesto. Les escoltaré yo mismo. Hart se relajó un poco, Mac lo haría, pero entonces la sonrisa de Mac desapareció. Se acercó a Hart y se puso justo enfrente, mirándole desde arriba, desde la media pulgada que le llevaba a su hermano mayor. —No le rompas el corazón otra vez— dijo Mac. —Si lo haces, te golpearé con tanta fuerza que tendrás que decir tus discursos en el Parlamento en una silla de ruedas. Hart trató de recuperar su tono de voz habitual, sin lograrlo completamente. —Sólo vigila que vuelva a casa. —Somos Mackenzies— dijo Mac, con mirada tranquila. —Recuerda que rompemos lo que tocamos. — Pinchó con un dedo a Hart. —No estropees esto. Hart no contestó, y finalmente, Mac se marchó. Hart cogió una llave del cajón de su escritorio, volvió al gabinete que guardaba el cuadro de su padre y lo cerró herméticamente. La vida en la casa de Hart resultó menos angustiosa de lo que Eleanor había temido, mayormente porque Hart estaba raramente en ella. Hart explicó la presencia de Eleanor en Londres haciendo correr el cuento de que el Conde Ramsay había ido a Londres para iniciar una investigación en el Museo británico para su siguiente libro. Hart había ofrecido al empobrecido Ramsay un cuarto en su casa, y naturalmente, el conde había ido acompañado por su hija y asistente, Lady Eleanor. Mac e Isabella ayudaron a impedir que las lenguas calumniaran, mudándose con los niños y todo, un día después de la llegada de Eleanor, sus decoradores habían comenzado con los dormitorios. Hart dijo a Wilfred que Eleanor iba a mecanografiar las cartas, en la máquina de escribir Remington que había comprado para Wilfred en América. También abriría y clasificaría la correspondencia social de Hart, ayudaría a Wilfred a arreglar su calendario social y ayudaría a Isabella a organizar los eventos de Hart. Wilfred asintió con la cabeza sin que le cambiara mucho la expresión, estaba acostumbrado a los pedidos arbitrarios y a veces extraños de Hart. Lord Ramsay se adaptó a la vida en la gran casa de Grosvenor Square de Hart sobre la marcha, pero Eleanor encontró difícil acostumbrarse a todo el esplendor. En Glenarden, la casa de Ramsay cerca de Aberdeen, uno nunca sabía cuando un ladrillo se caería de una pared o el agua de la lluvia inundaría un pasillo. Aquí, los ladrillos no tenían permitido el caerse, ni el agua de la lluvia gotear. Las tranquilas y bien entrenadas criadas, rondaban en torno a Eleanor pendientes de su llamada, y los lacayos corrían para abrir cada puerta por la que pasaba. Lord Ramsay, por otra parte, se divertía enormemente. Sin hacer caso de los horarios habituales de la casa, se levantaba cuando quería, invadía la cocina cuando tenía hambre, luego recogía sus cuadernos y lápices en una pequeña mochila y caminaba solo por todo Londres. El mayordomo trató de explicarle que Hart había dispuesto un carruaje para llevarle dondequiera que deseara, pero Lord Ramsay le ignoró y anduvo al museo cada día o cogía un ómnibus. Descubrió que amaba el ómnibus. —Sólo imagínate, Eleanor—, dijo Ramsay cuando llegó a casa muy tarde en la segunda noche de su estancia. —Puedes ir a cualquier parte que desees por un penique. Y ver a muchas personas. Es tremendamente divertido después de lo aislados que estábamos en casa. —Por el amor de Dios, padre, no se lo digas a Hart—, dijo Eleanor. —Espera que te comportes como un par del reino y viajes con todo lujo. —¿Por qué? Veo mucho más de la ciudad de esta forma. ¿Sabes, alguien en Covent Garden trató de robar en mi bolsillo? Nadie había escogido mi bolsillo antes. El ladrón era sólo un niño, ¿puedes creerlo? Una niña. Le pedí perdón por que mi bolsillo estuviera tan vacío, y luego le di el penique que guardaba para el ómnibus. —¿Qué demonios hacías en Covent Garden?— preguntó Eleanor preocupada. — Eso no está cerca del museo. —Lo sé, querida. Tomé una bocacalle incorrecta y caminé mucho. Por eso llego a casa tan tarde. Tuve que preguntar a muchos policías las direcciones hasta que encontré el camino. —Si fueras en carruaje, no te perderías—, dijo Eleanor, abrazando a su padre. — Ni escogerían tus bolsillos. Y no me preocuparía tanto. —Tonterías, querida, los policías son de lo más serviciales. No tienes por qué preocuparte por tu viejo padre. Estaré bien. Había un destello en sus ojos, ese que la enfurecía. Eleanor pensaba que su padre sabía muy bien lo que hacía, pero que jugaría al anciano distraído tanto como le apeteciera. Mientras su padre se entretenía en el museo o viajando en ómnibus, Eleanor hacía sus deberes aparentes. Encontró que disfrutaba escribiendo a máquina las cartas que Wilfred le daba, porque le permitían vislumbrar la vida de Hart, al menos la formal. El Duque está encantado de aceptar la invitación del embajador a la recepción al aire libre el próximo martes. O, El Duque presenta sus excusas por no resultarle posible asistir a la reunión del viernes por la noche. O, Su Gracia agradece a su señoría el préstamo del libro y lo devuelve con su gratitud. Demasiado cortés y muy diferente del estilo que usaba Hart. Pero realmente él no escribía las respuestas, garabateaba sí o no en las cartas que Wilfred examinaba y le pasaba. Wilfred redactaba las respuestas, y Eleanor las escribía a máquina. Eleanor podría haberse arreglado pronto con la redacción de las respuestas por sí mismas, pero Wilfred, viejo orgulloso, creía que ese era uno de los pilares de su vida, por lo que Eleanor no insistió. Menos mal. Estaría tentada de escribir a máquina cosas como: Su Gracia presenta sus excusas por no asistir a su baile de caridad. Por supuesto que no irá, vaca loca, después de que le llamara mierda escocesa. Sí, oí como lo decía en Edimburgo el verano pasado cuando regresó. Realmente debería refrenar su lengua. No, era mejor que Wilfred redactara las cartas. En cuanto a las fotografías, Eleanor reflexionó sobre qué hacer. Hart le había dicho que había veinte fotografías en total. Habían enviado a Eleanor sólo una, no tenía forma de saber si el admirador las tenía todas o sólo ésta. ¿Y si sólo tenía esa, dónde estaban las demás? Por la noche, sólo en su habitación, sacaría la fotografía y la estudiaría. La postura mostraba a Hart en el perfil perfecto. La mano que apretaba el borde del escritorio, mostraba todos los músculos tensos de su brazo, el hombro fuerte y redondeado. Los muslos desnudos de Hart mostraban la nervuda fuerza, y la cabeza doblada meditativa no era de ningún modo débil. Ese era el Hart que Eleanor había conocido hacía años, con el cual había accedido sin vacilar a casarse. Había tenido el cuerpo de un dios, una sonrisa que derretía su corazón, un brillo pecador en sus ojos dedicado a ella y sólo a ella. Siempre había estado orgulloso de su físico, se mantenía en forma con mucha equitación y andar, boxeo, remo, o cualquier otro deporte que pudiera practicar en ese momento. Por lo que había podido vislumbrar debajo de su kilt y su chaqueta, ahora era más musculoso y sólido que en la fotografía. Jugó con la fantasía de hacerle ahora una fotografía, y comparar entre las dos. La mirada de Eleanor finalmente bajó hasta la cosa hacia la que fingía no sentir interés. En el cuadro, el falo de Hart estaba parcialmente tapado por su muslo, pero Eleanor lo podía ver, sin erección, pero lleno y grande. Recordó la primera vez que había visto a Hart desnudo, en la pérgola de Kilmorgan, una locura construida en un acantilado con una amplia visión del mar. Hart se había quitado su kilt en último lugar, su sonrisa perversa cuando Eleanor vio que no llevaba nada debajo. Se había reído cuando su mirada resbaló hacia abajo por su cuerpo y vio su erección y cuánto la deseaba. Nunca había visto un hombre desnudo antes, al menos ninguno como ese hombre. Recordó el sonido de su corazón, el rubor de su piel, el cálido orgullo de saber que el evasivo Lord Hart Mackenzie le pertenecía. Había acostado a Eleanor en la manta que había cogido previsoramente para la excursión y le había permitido explorar su cuerpo. Había enseñado a Eleanor todo lo que ella deseaba. Había atinado en todo. La sonrisa de Hart, su risa baja, el modo increíblemente sensible en que la había tocado habían hecho que se enamorara locamente de él. Eleanor creyó que era la más afortunada de las mujeres, y lo había sido. Eleanor suspiró y metió la fotografía y su diario, en su escondrijo. Llevaba viviendo en la casa de Hart tres días cuando llegó la segunda fotografía, se la entregaron en mano directamente a ella. Jennifer Ashley La Perfecta Esposa del Duque Highland Pleasures 04 CAPÍTULO 3 —Para usted, milady—, dijo la criada de Hart, ejecutando una perfecta reverencia. En el sobre leyó: Señora Eleanor Ramsay, residente en el número 8, Grosvenor Square. La misma letra con el mismo estilo cuidadoso, pero sin ningún sello, ninguna indicación de dónde provenía la carta. El sobre era duro y pesado, y Eleanor sabía lo que había dentro. —¿Quién trajo esto?— preguntó Eleanor a la criada. —El muchacho, milady. El que suele traer todos los mensajes a Su Gracia. —¿Dónde está este muchacho ahora? —Se ha marchado, milady. Él hace entregas por todo el barrio hasta Oxford Street. —Bien, gracias. Eleanor tendría que encontrar al muchacho y repetirle la pregunta. Volvió arriba, se encerró en su dormitorio, llevó una silla a la ventana para tener luz, y abrió el sobre. Dentro había un pliego de papel barato vendido al peso en cualquier papelería y un cartón doblado. Dentro del cartón otra fotografía. En ésta, Hart estaba de pie ante una amplia ventana, pero lo que se mostraba era un paisaje, no estaba en la ciudad. Daba la espalda al fotógrafo, con sus manos en el alféizar, y otra vez, estaba totalmente desnudo. Una amplia espalda musculosa que terminaba en un firme trasero. Todo lo firme que podía ser. Los brazos estaban en tensión, soportando todo su peso mientras se inclinaba en la ventana. La fotografía había sido impresa en un papel duro, parecido al de las tarjetas de visita, pero sin la señal del estudio de un fotógrafo. Hart había tenido probablemente su propia cámara para tomar retratos, y su ex-amante, la Sra. Palmer, los había hecho. Eleanor no podía imaginar que Hart confiara tales cosas a nadie más. La propia Sra. Palmer le había dicho a Eleanor qué clase de hombre era Hart Mackenzie realmente. Un pícaro sexual. Imprevisible. Exigente. Pensaba que todo era una aventura, su aventura. La mujer en la ecuación era simplemente un medio para su placer. No había entrado en detalles, pero lo que le había insinuado había sido bastante para escandalizar a Eleanor. La Sra. Palmer había muerto hacía dos años y medio. ¿Quién, desde entonces, poseía esas malditas fotografías, por qué él o ella se las enviaba a Eleanor, y por qué habían esperado hasta ahora? Ah, pero justo ahora Hart estaba luchando por levantar a Gladstone de su asiento y asumir el gobierno. La nota decía lo mismo que la primera. De alguien que la quiere bien. Sin amenazas de chantaje, sin amenazas de delatar a Hart, sin demandas de dinero. Eleanor levantó la carta hacia la luz, pero no vio ninguna señal de mensajes secretos o pistas en la delgada filigrana, ningún código hábilmente escondido alrededor de los bordes de las palabras. Solamente una frase escrita a lápiz. El reverso de la fotografía no mostraba ninguna pista, ni tampoco el frontal. Eleanor cogió una lupa y estudió los granos de la fotografía, por si acaso alguien hubiera escrito mensajes diminutos allí. Nada. La visión ampliada del trasero de Hart era buena, sin embargo. Eleanor lo estuvo mirando con la lupa durante un buen rato. La única manera de hablar con Hart a solas, era ponerle una emboscada. Esa noche, Eleanor esperó hasta que su padre se hubo retirado a su dormitorio, entonces fue al pasillo exterior del dormitorio de Hart, un piso debajo del suyo. Arrastró dos sillas del otro lado del pasillo a la puerta del dormitorio, una silla para sentarse y la otra para poner los pies. La casa de Hart era la más grande y magnífica de todo Mayfair. Naturalmente. Muchas casas urbanas de Londres tenían dos alas alargados y una entrada amplia, con una escalera que iba desde la puerta principal y recorría toda la casa. Las casas más grandes edificaron cuartos detrás de la escalera y quizás algún cuarto delantero en los pisos superiores. La gran casa de Hart era amplia y profunda, teniendo cuartos a ambos lados de la escalera así como detrás de ella. La planta baja albergaba las habitaciones comunes, una sala a un lado, un magnífico comedor en el otro, y una sala de baile bastante grande que se encontraba a la espalda de la casa. La escalera abierta subía a través del resto de los pisos en un amplio y elegante rectángulo, y en el descansillo de cada piso se abría una galería. En la primera planta había otro salón, una gran biblioteca y un comedor privado para la familia. El siguiente piso contenía el gran estudio de Hart, el estudio más pequeño en el que trabajaban Eleanor y Wilfred, y el dormitorio de Hart en la parte trasera de la casa, donde Eleanor esperaba ahora. Mac e Isabella, su padre y ella ocupaban cuartos en el piso superior de la casa, junto con un cuarto de niños provisional y el estudio de Cam. Eleanor se sentó con su espalda contra la puerta del dormitorio de Hart y estiró sus pies en la otra silla. Una lámpara de gas silbó encima de ella, abrió una novela de la biblioteca y comenzó a leer. La novela era emocionante, con un malvado bandido decidido a derribar a la inocente heroína, el héroe luchando en una selva contra tigres o cualquier otra cosa que amenazara a la heroína. Nunca había héroes a su alrededor, cuando los necesitaba. El silbido de la lámpara de gas era relajante, el aire caliente, y sus ojos se fueron cerrando. Se sobresaltó al despertarse y dejó caer accidentalmente el libro que había estado leyendo, y se encontró con Hart Mackenzie de pie a su lado. Eleanor se levantó de un salto. Hart permaneció donde estaba, sin moverse, con el pañuelo que acababa de quitarse en una mano. Esperaba que se explicase, típico de él. Iba vestido con el kilt de los Mackenzie y una chaqueta formal, su camisa abierta revelaba el hueco de su garganta. Sus ojos estaban rojos y teñidos por la bebida, su cara oscurecida por la incipiente barba. Olía pesadamente a humo de puro, al aire de la noche, y al perfume de una mujer. Eleanor disimuló la punzada de consternación que le causaba el olor a perfume, y se aclaró la garganta. --Me temo que el único medio para hablar contigo, Hart, es acecharte como a un tigre… en una selva. Deseo hablar de las fotografías contigo. —No ahora—, dijo Hart. Apartó una silla y abrió la puerta de su dormitorio, pero Eleanor se colocó delante de él. —Tú y yo, tenemos cierto temperamento. Nunca me hablarías de ellas si pudieras evitarlo. La casa está dormida. Podemos hablar en privado. Tengo cosas que preguntarte. —Díselo a Wilfred. Te concertará una cita. Hart abrió la puerta y pasó por delante de ella al interior, pero antes de que pudiera cerrar la puerta, Eleanor entró siguiéndole. —No tengo miedo de estar en tu dormitorio, Hart Mackenzie. He estado aquí antes. Hart dedicó a Eleanor una mirada que hizo que se le detuviera el corazón. Tiró la corbata y el cuello en una silla y se dirigió hacia la mesa y su decantador de licor. —Si quieres que todo Mayfair sepa que me perseguiste a mi dormitorio, por supuesto, quédate y cierra la puerta. Eleanor dejó la puerta abierta. —No has cambiado el mobiliario aquí tampoco—, dijo, manteniendo su voz baja. —La cama es realmente medieval. Y completamente incómoda si no recuerdo mal. Hart le lanzó otro vistazo, cuando se sirvió un poco de whisky en un vaso y colocó el tapón sobre el decantador. —¿Qué quieres, Eleanor?—, preguntó, con voz enfadada. —He tenido una noche infernal. —Hablar de las fotografías, como te dije. Si quiero encontrarlas, o descubrir lo que esta persona busca enviándomelas a mí, tengo que saber más. —Bien, yo no quiero hablar de esas malditas fotos ahora mismo. Ella comenzó a contestar, luego se detuvo, considerando el aspecto airado y el ceño fruncido de Hart. —Estás muy enfadado esta noche, Hart. ¿Quizás la dama te decepcionó? Hart la contempló sobre el vaso que había comenzado a levantar. —¿Qué dama? —Esa a cuyo perfume apestas. Sus cejas se elevaron. —¿Te refieres a la Condesa Von Hohenstahlen? Tiene ochenta y dos años y se empapa en olores que harían ruborizarse a una furcia. —Ah. Hart se bebió el whisky de un trago. Su cara cambió cuando la bebida de malta Mackenzie hizo su trabajo. Apoyó el vaso sobre la mesa con fuerza. —Estoy cansado, y quiero acostarme. Hablaremos por la mañana. Pide a Wilfred una cita conmigo. Humph. Cuando Eleanor se dio la vuelta hacia la puerta, sintió el alivio de Hart al ver que se marchaba. Ese alivio la enojó. Eleanor continuó hacia la puerta, pero en el último momento, la cerró y se volvió. —No quiero esperar—, dijo. Hart se había quitado la chaqueta y ahora la cogió sin darse cuenta, sus ojos mostraban su agotamiento. —Por Cristo, Eleanor. —¿Por qué estás tan poco dispuesto a hablar de las fotografías? Podrían hacerte mucho daño. Hart se dejó caer en una silla, la falda cubría sus piernas, y alcanzó de nuevo el decantador. Un caballero nunca debía sentarse en presencia de una dama sin pedirle permiso primero. Pero Hart simplemente se sirvió más whisky y apoyó los codos en los brazos del sillón cuando levantó el vaso. —Yo creía que eso te habría gustado. —No así. No mereces ser el hazmerreír. La Reina sería totalmente despectiva y ella tiene mucha influencia. Aunque ella y el Príncipe consorte coleccionen fotografías de desnudos. ¿Sabías eso? No mucha gente lo sabe, pero una vez me las enseñó. Le gustaba hablar de Albert. Mejor dicho lo adoraba. Sus palabras se apagaron, ya que Hart la miraba fijamente. —¿Qué merezco, entonces, muchacha?—, sus suaves palabras demostraban que estaba realmente muy bebido. Hart raramente mostraba ningún efecto por la bebida, pero cuando lo hacía, estaba muy embriagado. —¿Qué merezco, Eleanor? Ella se encogió de hombros. —Te mereciste que rompiera el compromiso, entonces. Quizás no merecías que no te perdonara y que estuviera tan enfadada como para no hablar contigo. Pero así ocurrió. Hemos seguido con nuestras vidas. Aparte. Como se suponía que debía ser. —¿Lo que se suponía que debía ser?— Su voz era baja, suave, la voz de dormitorio de ese hombre Mackenzie. —No nos habríamos llevado bien, lo sabes Hart—. Rodeó el pulgar y las puntas de sus dedos. —Hubieran saltado demasiadas chispas. —Sí, tienes el fuego en tu interior, muchacha, eso es verdad. Todo un carácter—. El delicioso acento escocés se hacía más evidente cuanto más whisky bebía. —Y fuego de otra clase. No lo he olvidado. Eleanor no lo había olvidado tampoco. Hart sabía cómo excitarla exactamente, como dirigir sus manos bajo su cuerpo y atraerla hacia él, cómo provocar los primeros besos. Hart había sabido cómo tocarla, qué susurrar en su oído, cómo dejar que su aliento perdurara en su piel. Una señora no debería saber nada de hombres antes de su noche de bodas, pero Eleanor lo había sabido todo sobre Hart Mackenzie. Su bien musculado cuerpo, las viejas cicatrices que entrecruzaban su espalda, el fuego de su boca en la suya, la habilidad de sus manos cuando desabotonaba su ropa y la desnudaba. Tres veces la había seducido, y tres veces le había dejado. Una vez en el acantilado, otra vez en ese dormitorio, y una vez en su dormitorio de Kilmorgan. Ellos estaban prometidos, y ella había pensado: ¿Por qué está mal? Hart estaba sentado en la silla en el otro lado de la habitación, bebiendo whisky, pero podría haber estado a su lado otra vez, recorriendo su columna con sus dedos, haciéndola temblar como acostumbraba. Eleanor alejó los recuerdos agradables de los dos. Tenía que mantener la serenidad o se echaría a sus pies pidiéndole que la hiciera temblar otra vez. —Sobre estas fotografías—, dijo. —No vi nada en ninguna de ellas que me diera ninguna pista acerca de quien las envió. Él dijo alarmado. —¿Ninguna de ellas? ¿Hay otra? —La recibí esta tarde. Me la entregaron en mano. No he tenido la posibilidad de preguntar al muchacho que la entregó acerca de quién se la dio a él. Hart no se volvió a sentar en la silla, ya no parecía borracho. —Entonces esa persona sabe que estás aquí. —¡Santo Cielo! Toda Inglaterra debe saberlo. La señora Mountgrove se lo habrá contado a cada uno que la escuchara. Ella te vio traerme aquí, ¿recuerdas? Desde entonces habrá estado mirando esta casa para ver si la abandonaba. Lo cual he hecho, pero he regresado. Y permanezco aquí. —Preguntaré al muchacho que la entregó Eleanor movió la cabeza. —No es necesario. Las fotografías me las envían a mí. Yo le preguntaré. Hart puso el vaso en el brazo del sillón. —Ésta persona sabe quién eres y dónde estás, no me gusta eso—. Levantó la mano. —Déjame ver la fotografía. —No seas tonto, no la llevo encima. Está arriba en mi habitación, escondida con la otra. Puedo decirte que se parece más o menos a la anterior, salvo que estás mirando hacia afuera por una ventana. Por lo que puede verse a través de la misma, podrías estar en el castillo Kilmorgan. Afirmó con la cabeza. —De seguro que estaba en mi casa, supongo. La imagen demostraría que no me daba miedo hacer algo así allí. —La casa no era exactamente tuya entonces—, dijo Eleanor. —Tu padre todavía debía estar vivo en aquel momento. —Vivo, pero lejos. Un buen momento para hacer lo que me apetecía. —Las fotografías están muy bien hechas, sabes. Son muy artísticas. Las imágenes que la Reina y el Príncipe Albert coleccionaban también eran de muy de buen gusto, aunque no era lo mismo. Tú posaste para las tuyas. La Reina nunca hubiera permitido que el Duque posara para un artista común. ¿Hizo la Sra. Palmer todas las fotos? —Sí—. Dijo conciso. Eleanor levantó las manos. —¿Ves? Esa es exactamente la clase de información que necesito. La Sra. Palmer podría haber dejado la colección a alguien, o alguien podría haberlas encontrado después de su muerte. Realmente deberías dejarme ir a esa casa en High Holborn donde vivió, para echar un vistazo. —No—. Una sílaba fuerte, contundente, definitiva. —Pero ya no es un prostíbulo, ¿no?— preguntó Eleanor. —Sólo una de tus propiedades. Tú le vendiste la casa a la Sra. Palmer, y ella te la legó a ti. Lo busqué. Los testamentos son archivos públicos. La mano de Hart estaba firmemente apretada alrededor de su vaso. —Elle, no vas a ir a esa casa. —Deberías habernos instalado a mi padre y mí allí. Sería mucho más práctico para ir al Museo británico, y yo podría rebuscar de arriba a abajo más fotografías. —Déjalo estar, Eleanor—. Su voz se elevó, señal inequívoca de su cólera. —Pero es sólo una casa—, dijo. —No hay nada incorrecto en ella ahora, y podría guardar una pista vital. —Sabes muy bien que no es sólo una casa—. La cólera iba en aumento. —Y olvídate de esa mirada inocente. No eres nada inocente. Te conozco. —Sí, a veces me parece que me conoces demasiado bien. Eso hace muy difícil el dirigirme a ti en algunas ocasiones. Eleanor tenía una ligera sonrisa en su cara, intentando bromear, y Hart no podía respirar. Ella siempre hacía eso, entraba en una habitación y le dejaba sin respiración. Ella estaba remilgadamente erguida, con su vestido azul de hechura sencilla, y pasado de moda, con sus ojos ingenuos, diciendo que debería visitar la casa de High Holborn, cuya existencia los había separado. No, no separado. Hart se había vuelto más loco que un jugador de cricket que golpeara a todo en una tienda de té. Eleanor había estado completamente decorosa, después de su arrebato inicial. Tenía todo el derecho de su lado. Podría haber demandado a Hart por habérsela llevado a la cama, por arruinar su reputación, por violar cualquiera de los numerosos puntos de su complicado contrato de boda. En cambio, le había dicho adiós y había abandonado su vida. Dejándole un gran agujero, tan grande que nunca había podido rellenarlo. Hart se había olvidado de todas las fotos hasta que Eleanor apareció unos días antes para colocarse delante de su escritorio. —Si esa persona es un chantajista, Elle, no quiero que tengas nada más que ver con esto. Los chantajistas son peligrosos. Levantó las cejas. —¿Has tenido el trato con ellos antes, verdad? Demasiadas jodidas veces. —El intento de chantajear a la familia Mackenzie es un pasatiempo popular—, dijo Hart. —Hmm, sí, puedo entenderlo. Supongo que hay algunos que creen que pagarás para no dar acceso a los periódicos a tus secretos o que no sean susurrados en los oídos incorrectos. Tú y tus hermanos tenéis tantos secretos. Y Eleanor sabía cada uno de ellos. Sabía cosas que nadie más en el mundo sabía. —Todos estos chantajistas tienen una cosa en común—, dijo Hart. —Ellos no lo logran. —Bueno. Entonces si es un chantajista, nos libraremos de él también. —No nosotros—, dijo él firmemente. —Se razonable, Hart. Alguien me envió las fotos a mí. No a ti, no a tus enemigos, ni a tus hermanos, sino a mí. Creo que eso debe significar algo. ¿Además, por qué las envían totalmente limpias, sin señas y sin demandas de dinero? —Para demostrarte que las tienen y hacer las demandas después. Ella se mordisqueó el labio. —Quizás. A Hart no le importaban en absoluto las malditas fotografías. No con Eleanor mordiéndose su rojo labio y haciendo que Hart deseara mordérselo por sí mismo. —Eres muy cruel, Elle—. Su voz sonaba tranquila otra vez. Sus cejas se fruncieron en un delicioso ceño. — ¿Cruel? ¿Por qué demonios dices eso? —No me has hablado durante años. Y de repente llegas a Londres declarando que debes salvarme como un benévolo ángel. ¿Cambiaste acaso un día de la semana pasada y decidiste que me habías perdonado?—. Se quedó esperando. —Por supuesto que no. Comencé a perdonarte hace unos años. Después de que murió Sarah. Me sentí fatal por ti, Hart. Él se detuvo, fríamente en su camino hacia el whisky. —Eso fue hace casi ocho años. —Sí, lo sé. —Nunca noté que me perdonaras—, dijo con voz áspera. —Ninguna carta, ninguna visita, ningún telegrama, ninguna confesión a mis hermanos o a Isabella. —Dije que fue entonces cuando comencé a perdonarte. Me llevó mucho más tiempo conseguir sobreponerme a toda la cólera. Además eras el Duque de Kilmorgan entonces, bien protegido detrás de las barreras ducales, y preparándote para apartar de tu camino al poder a cualquiera que te molestara. También volviste con la Sra. Palmer. Puedo vivir en un lugar apartado, pero créeme, estoy bien informada de todo lo que haces. Y la tercera razón por la que nunca te lo hice saber es porque no tenía ni idea de si te preocupabas por mi perdón o no. Jennifer Ashley La Perfecta Esposa del Duque Highland Pleasures 04 CAPÍTULO 4 La mitad del personal del Hart pareció completamente impresionada al ver Su Gracia bajar corriendo la escalera con el kilt y la camisa abierta, su cara oscurecida con la barba y sus ojos inyectados de sangre. No deben de conocerle bien, pensó Eleanor. Hart y sus hermanos cuando estaban solteros solían emborracharse en esa casa, durmiendo dondequiera que cayeran. Los criados o bien se acostumbraban a ello o encontraron un lugar más tranquilo para trabajar. Los criados que habían permanecido con él mucho tiempo, apenas echaron un vistazo a Hart, continuando con sus quehaceres sin alterarse. Estos eran los que se habían habituado a trabajar para los Mackenzies. Hart empujó a Eleanor al pasar, su ropa oliendo a humo rancio y a whisky. Su pelo estaba todo enredado, su cuello húmedo por el sudor. Se dio la vuelta en el vestíbulo y colocó sus manos a ambos lados del marco de la puerta, bloqueándole a Eleanor la salida. Eleanor había visto antes a Hart desaliñado y con resaca después de una noche de juerga, pero en el pasado, él había mantenido su pícaro sentido del humor, su encanto, sin importar lo mal que se sintiera. No era así esta vez. Recordó el vacío que había visto en él la pasada noche, ningún rastro de la pecadora sonrisa Mackenzie que había encandilado a una Eleanor de veinte años. Aquel hombre había desaparecido. No. Él todavía estaba en allí. En algún sitio. Lord Ramsay dijo desde detrás de Eleanor, —Eleanor ha decidido que deberíamos regresar a Escocia. El nuevo Hart, tan frío, fijó su mirada fija en Eleanor. — ¿A Escocia? ¿Por qué? Eleanor simplemente le miró. El cristal al romperse, y el ¡Fuera! todavía resonaban en sus oídos. Las palabras la habían cortado, pero no la habían asustado. Hart había estado luchando contra el dolor, y el whisky lo había agudizado. Por favor, algo en sus ojos le susurraban ahora. Por favor, no te vayas. — ¿Le pregunté por qué?— Hart repitió. —Ella no ha dado ninguna razón—, contestó Lord Ramsay. —Pero usted sabe como es Eleanor cuando está decidida. —Prohíbaselo—, dijo Hart, las palabras salieron entrecortadas. Su padre se rió entre dientes. — ¿Prohíbeselo? ¿A Eleanor? Esas palabras no pueden ir juntas en la misma oración. Esto quedó colgando allí. Los músculos del Hart se tensaron cuando se agarró al marco de puerta. Eleanor permanecía con la espalda recta, mirando a esos ojos de color avellana que ahora estaban enrojecidos y ojerosos. Él nunca lo pedirá, se dio cuenta. Hart Mackenzie daba órdenes. Él no pedía. Él no tenía ni idea de cómo hacerlo. Y por eso siempre se peleaban. Eleanor no era mansa ni obediente, y Hart pensaba en dominar a cada persona que le saliera al paso. —Chispas—, dijo Eleanor. El calor llameó en los ojos del Hart. Hambre y cólera. Ellos habrían estado de pie allí todo el día, Hart y Eleanor enfrentados el uno al otro, salvo que un carruaje grande traqueteó hasta la puerta principal. Franklin, el lacayo, en su puesto fuera, dijo algo saludando al visitante que descendía del carruaje. Hart no se movió. Él todavía estaba allí de pie, enfrentando a Eleanor, cuando su hermano más joven, Ian Mackenzie, se topó con su espalda. Hart miró hacia atrás, e Ian se detuvo con impaciencia. —Hart, estás bloqueando el camino. —Oh, hola, Ian—, dijo Eleanor rodeando a Hart. —Qué encantador volver a verle. ¿Has traído a Beth contigo? Ian apretó el hombro del Hart con una mano grande enfundada en un guante de cuero. —Muévete. Hart se apartó del marco de puerta. — ¿Ian, qué estás haciendo aquí? Se supone que deberías estar en Kilmorgan. Ian entró tranquilamente, le echó una mirada a Eleanor, ignorando a Hart, y enfocó sus ojos del color del whisky en un punto entre Eleanor y Lord Ramsay. —Beth me dijo que te enviaba su amor—, dijo rápidamente y de forma monótona. —La verás en casa de Cameron cuando vayamos a Berkshire. Franklin, lleva las maletas arriba, a mi habitación. Eleanor podía sentir la furia rodeando a Hart, pero él no le gritaría con Ian de pie entre ellos. Confía en Ian para aclarar una situación, pensó. Ian podría no entender lo que sucedía, podría no ser capaz de sentir la tensión emocional de aquellos que le rodeaban, pero tenía una extraña destreza para controlar cualquier lugar al que entrara. Lo hacía aún mejor que Hart. El Conde de Ramsay era otro que podía difuminar la tensión. —Me alegro de verle, Ian. Estaría interesado en oír lo que usted tiene que decir sobre algunas piezas de cerámica de la dinastía de Ming que he encontrado. Estoy un poco perdido con los caracteres, no puedo distinguirlos. Soy un botánico, un naturalista, y un historiador, no un lingüista. —Usted lee en trece lenguas, padre—, dijo Eleanor, sin apartar su mirada de Hart. —Sí, pero soy más de generalidades. Nunca aprendí las especificaciones concretas de las lenguas antiguas, sobre todo de las asiáticas. —Pero nos vamos a Escocia—, dijo Eleanor. —En este momento. ¿Recuerdas? Ian comenzó a ir hacia la escalera. —No, te quedarás aquí en Londres hasta que viajemos a Berkshire. Todos nosotros. Vamos cada año. Hart inhaló fuertemente, mirando a su hermano subir. —Este año es diferente, Ian. Trato de forzar una elección. —Hazlo desde Berkshire—, dijo Ian, y después se fue. —Parece el mejor arreglo—, dijo Alec Ramsay con su alegría habitual. —Franklin, devuelva nuestro equipaje arriba también, es un excelente muchacho. Franklin murmuró, —Sí, su señoría—, recogiendo tantos bultos como sus jóvenes brazos podían llevar, y apresurándose en ir arriba. — ¿Milady?— Una de las doncellas entró del vestíbulo, pareciendo tranquila, como si Eleanor y Hart no hubieran comenzado una pelea en medio del vestíbulo delantero. —Ha llegado una carta para usted. El chico de los recados me la dio. Eleanor le dio las gracias y la cogió, obligándose a no arrebatársela a la criada de la mano. Consciente del aliento de Hart en su mejilla, Eleanor abrió el sobre. Para Lady Eleanor Ramsay, alojada en el número 8, Grosvenor Square. Misma letra, mismo papel. Eleanor pasó rápidamente a Hart y atravesó el vestíbulo antes de que él pudiera detenerla, y corrió afuera bajo un viento helado. Ella miró frenéticamente arriba y abajo de la calle buscando una señal del chico que la había entregado, pero ya había desaparecido en el tráfico de la mañana. **** Eleanor buscó a Ian una hora más tarde y le encontró en el estudio del Hart. Hart ya había dejado la casa, bramando a Marcel para que le adecentara antes de que partiera con mucho ruido hacia su club o a Whitehall, o dondequiera que hubiera ido. Hart nunca se molestaba en decírselo a nadie. Ian estaba sentado en la mesa, escribiendo, y no alzó la vista cuando Eleanor entró. Su figura grande llenaba la silla, su kilt fluía sobre sus grandes piernas. Al otro lado de la habitación, su ayuda de cámara, Curry, estaba estirado en un diván, roncando. Ian no alzó la vista cuando Eleanor se acercó al escritorio. Su pluma continuó moviéndose, rápidamente, regularmente, sin cesar. Eleanor vio cuando ella llegó a su lado que él no escribía palabras, sino series de números en largas columnas. Él había cubierto ya dos hojas de estos números, y mientras Eleanor miraba, Ian terminó una tercera hoja y comenzó una cuarta. —Ian—, dijo Eleanor. —Te pido perdón por interrumpirte… Ian siguió escribiendo, sus labios moviéndose mientras su mano llenaba la página. — ¿Ian? Curry bostezó, quitó el brazo que tenia sobre sus ojos, y se sentó. —Ríndase, su señoría. Cuando él comienza con los números, no se le puede hablar hasta que haya terminado. Son las secuencias de Fibrichi o algo así. —Los números de Fibonacci—, Ian le corrigió sin alzar la vista. —Es una secuencia de repetición, y las hago en mi cabeza. Eleanor empujó una silla hasta el escritorio. —Ian, necesito enormemente pedirte un favor. Ian escribió más números, la pluma moviéndose constantemente, sin pausa. —Beth no está aquí. —Lo sé. Ella no podría ayudarme con esto de todos modos. Necesito el favor de ti. Ian levantó la vista, sus cejas uniéndose. —Le he escrito a Beth una carta, porque no está aquí—. Él habló con cuidado, un hombre que explica que lo obvio a aquellos demasiado lentos para seguirle. —Le he contado que llegué sin peligro y que mi hermano sigue siendo un asno. Eleanor escondió su sonrisa ante la última declaración y tocó el papel. — ¿Una carta? Pero todo esto son números. —Lo sé. Ian mojó de nuevo su pluma, dobló la cabeza, y volvió a la escritura. Eleanor esperó, deseando que él terminara, alzara la vista otra vez, y se explicara, pero no lo hizo. Curry aclaró su garganta. —Perdóneme, su señoría. Cuando está de esta manera, usted no obtendrá mucho más de él. Ian no dejó de escribir. —Cállate, Curry. Curry se rió entre dientes. —Excepto esto. Eleanor tomó una de las páginas terminadas. Ian había escrito los números del principio al fin, con mano cuidadosa, cada dos, cinco y seis dibujado de manera idéntica a todos los otros dos, cinco y seis, las filas trazadas con exactitud a lo largo de la página. — ¿Cómo sabrá Beth lo que significan los números?— preguntó Eleanor. —No me descoloques las páginas, dijo Ian sin alzar la vista. —Ella tiene la clave para descifrarlo al final. Eleanor deslizó el papel de vuelta a dónde ella lo encontró. — ¿Pero por qué la escribes en código? Nadie leerá estas cartas, salvo Beth y tú, seguramente—. Ian dio a Eleanor un vistazo rápido, sus ojos como un destello de oro. Sus labios se movieron nerviosamente en una de sus raras sonrisas, que desapareció cuando se inclinó sobre los números otra vez. —A Beth le gusta. La sonrisa, la mirada, produjeron un tirón en el corazón de Eleanor. Incluso en ese breve vistazo, había visto el gran amor en los ojos de Ian, su determinación de terminar esta carta y enviársela a Beth para que ella pudiera disfrutar al descifrarla. Una manera de decirle dulces naderías que nadie más podría entender. Pensamientos privados, compartidos entre marido y esposa. Eleanor recordó el día ella había conocido por primera vez a Ian, cuando Hart la había llevado al sanatorio para verle. Ella se había encontrado con un muchacho asustado, solo, todo brazos y piernas que eran demasiado grandes para su cuerpo, un Ian enfurecido y frustrado porque no podía hacer que el mundo le entendiera. Hart había estado asombrado de que Ian realmente se hubiera dirigido a Eleanor, y hasta la había dejado pasarle un brazo alrededor de sus hombros, brevemente. Increíble, porque Ian odiaba ser tocado. Aquel joven aterrorizado era muy diferente del hombre tranquilo que se sentaba aquí componiendo cartas para el deleite de su esposa. Este Ian podía encontrar los ojos de Eleanor, aunque sólo fuera durante un momento, podía compartir con Eleanor un secreto y sonreír sobre ello. El cambio en él, el profundo bienestar que la felicidad que le había otorgado, hizo tambalear su corazón. También recordó el tiempo en el que Hart y ella habían creado un código secreto entre ellos. Nada tan complicado como las secuencias de números de Ian, pero era un modo para que Hart le enviara a Eleanor un mensaje cuando él estuviera demasiado ocupado para encontrarse con ella ese día. En cualquier ciudad en la que ellos pudieran estar, él dejaría una flor por lo general de invernadero, en la esquina de un jardín donde no fuera vista por un transeúnte ocasional. En Londres, sería en Hyde Park en un cierto cruce de caminos, o en el jardín que había en medio de Grosvenor Square, bajo el árbol más cercano al centro de éste. Hart se había asegurado de darle a Eleanor una llave de los jardines al principio de su noviazgo. En Edimburgo, su punto de reunión era el parque Hollywood. Hart podría haber enviado una nota, por supuesto, cuando él tuviera que cancelar una cita con ella, pero le dijo que le gustaba saber que había ido andando hasta el lugar en el que se habían citado y veía la señal, que él pensaba en ella. Eleanor se daba cuenta, por supuesto, de que él debía de haber enviado a alguien, un chico de los recados quizás, a dejar la rosa para ella, pero esto nunca había fallado en derretir su corazón. Ella recogía la flor y la llevaba a casa, guardándola para recordarle hasta que se encontraran otra vez. El encanto, pensó Eleanor. Una manera de desarmar mi cólera siempre que tenía que anteponer los negocios. La pequeña flor con su significado oculto había calentado su corazón más de lo que cualquier nota compungida podría haber hecho, y él lo había sabido. Incluso hoy día, en las raras ocasiones en que ella se encontraba en Edimburgo o Londres, iba a echar un vistazo a aquel punto en Hyde Park o Hollywood, todavía buscando una señal. La punzada cuando no la encontraba siempre la sorprendía. Eleanor se sentó durante un rato, dejando que el nudo en su garganta se deshiciera, mientras Ian continuaba escribiendo, ajeno a sus pensamientos. —No puedo ver tu clave—, dijo Eleanor cuando pudo hablar otra vez. — ¿Cómo sabes qué números anotar? Ian se encogió de hombros. —Los recuerdo. Curry se rió entre dientes otra vez. —No parezca tan asombrada, su señoría. Él tiene una mente como un perfecto engranaje, y conoce cada chasquido de la misma. Es bastante atemorizante a veces. —Puedo oírte, Curry—, dijo Ian, moviendo la pluma. —Sí, y usted sabe que no miento sobre usted. Mejor pregúntele ahora, su señoría. Él estará aquí durante un rato. Eleanor cedió a la sabiduría de Curry. —La cosa es, Ian, que quiero que me ayudes a hacer algo, y no quiero que se lo digas a Hart. Debo pedirte que me prometas que lo mantendrás oculto. ¿Lo harás? Ian no dijo nada, se oía el raspar de su pluma en el silencio. —Yo le diría que irá a preguntarle a usted lo que necesita—, dijo Curry. —Cuando él haya acabado con esto. Eleanor se levantó. —Gracias, Curry. Pero ni una palabra a Su Gracia, por favor. Hart puede ser… bien, usted sabe cómo puede ser. Curry se puso de pie y estiró su camisa. Aclaró su garganta. —Un pequeño consejo, su señoría—, dijo. — Ruego me perdone, y usted también, su señoría—. Y volvió su mirada para fijarla en Eleanor. —Su Gracia es un hombre duro, y se vuelve más duro con los años. Si llega a primer ministro, mierda, la victoria le hará duro como el acero. No creo que nadie fuera capaz de ablandarle entonces, ni siquiera usted, su señoría. Los ojos oscuros de Curry encerraban la verdad. Él no era un criado finamente entrenado y enviado por una agencia, sino un carterista que Cameron había rescatado de las calles hace unos años. A Curry se le permitía su rudeza y su franqueza porque cuidaba de Ian con tanta ternura como un padre con un hijo. Los hermanos creían que Ian había sobrevivido en el sanatorio porque Cameron le había enviado a Curry. Ian finalmente dejó su pluma. —Curry no quiere perder cuarenta guineas. Eleanor le miró fijamente. — ¿Cuarenta guineas? Curry se volvió rojo del color de los ladrillos y no contestó. Ian dijo, —La apuesta sobre que Hart se casará contigo. La hicimos en Ascot en junio. Curry apostó cuarenta guineas a que dirías que no. Ainsley apostó veinte a que sí, y yo aposté treinta. Mac dijo que él apostaba treinta y cinco a que le patearías su trasero. Daniel dijo… — ¡Para!— Las manos de Eleanor subieron. — ¿Me estás diciendo, Ian Mackenzie, que hay una apuesta dando vueltas, sobre si me casaré con Hart? —Lo siento, su señoría—, dijo Curry. —Se suponía que usted no debería saberlo— . Él le lanzó a Ian una mirada abrasadora. Eleanor cerró sus manos en puños. — ¿Está Hart metido en esto? —Su Gracia rehusó participar—, dijo Curry. —Entonces me lo dijeron. Yo no estaba allí en el momento de la apuesta original. Entré en ella después, como, cuando esta circuló entre los criados. Pero lo que yo oí fue que Su Gracia mencionó la posibilidad de casarse, y que su nombre surgió entonces. Eleanor levantó la barbilla, su corazón palpitando. — ¡Una absoluta tontería! Lo que hubo entre Hart y yo fue hace mucho. Está terminado. Curry pareció confuso, pero no avergonzado. Lamentaba haber sido pillado, pero no lamentaba haber hecho la apuesta. —Como usted diga, su señoría. Eleanor se dirigió hacia la puerta. —Por favor avísame cuando hayas terminado, Ian, y hablaremos entonces. Ian había vuelto a la escritura. Si de casualidad la había oído, Eleanor no podía estar segura. Curry hizo el arco perfecto de una reverencia de mayordomo para ella. —Yo se lo diré, su señoría. Déjelo en mis manos. —Gracias, Curry. Y procuraré que usted gane la apuesta—. Con otra sonrisa deslumbrante al pequeño hombre, Eleanor levantó su barbilla, salió del cuarto, y cerró la puerta con un chasquido decidido. **** Maldito seas, Hart Mackenzie, Eleanor pensaba mientras caminaba dando zancadas por la calle principal, la doncella que le habían adjudicado para cuidarla se apresuraba para no perder su estela. Empezar una apuesta sobre si te casarás conmigo. Ella dedujo de la explicación de Curry que Hart había dejado caer el anuncio como una bomba explosiva y se había apartado para ver lo que sucedía. Esto era tan propio de él. Se detuvo y examinó un escaparate, tratando de calmar su respiración. Había saltado del landó cerca de la avenida de St. Martin, ante la consternación de la doncella, esperando que un paseo enérgico calmara su carácter. Esto no había funcionado totalmente. Mientras miraba los relojes de segunda mano expuestos, las palabras exactas de Curry volvieron a ella Su Grace mencionó la posibilidad de hacer un nuevo casamiento, y su nombre surgió. Los hermanos Mackenzie habían estado bastante seguros de que Eleanor se casaría con Hart cuando éste la cortejó por primera vez, y se habían alegrado cuando Eleanor le había aceptado. Ellos asimismo lo habían sentido inmensamente cuando Hart y Eleanor se habían separado, pero Mac y Cam le habían dicho, en privado, que aunque estuvieran descontentos con su decisión, ellos la entendían completamente. Hart era un matón arrogante y un idiota, y Eleanor era un ángel por haberle aguantado durante tanto tiempo. Quizás los hermanos habían tomado la suposición de Hart de que ya era tiempo de que se casara de nuevo como que él había puesto sus ojos en Eleanor. Ilusiones y altas esperanzas. Hart, estaba segura, nunca había mencionado un nombre. Él habría tenido también cuidado con eso. Tendría que interrogar a Isabella exhaustivamente sobre ello. Isabella tenía mucho de lo que responder sobre esa apuesta, y también Ainsley, la esposa de Cameron. Ainsley era una de las más viejas amigas de Eleanor, pero ni ella ni Isabella se habían molestado en mencionar esa apuesta familiar a Eleanor. Eleanor siguió andando, su cólera disminuyó algo, pero no completamente. Decidió apartar sus pensamientos preocupantes y concentrarse en lo que se traía entre manos. Había decidido seguir su idea de que las fotografías podrían haber sido encontradas en una tienda. La gente vendía fotografías todo el tiempo a coleccionistas o entusiastas de la fotografía en privado o a través de las tiendas dedicadas a hacer fotos o a la venta de equipo fotográfico. El barrio del Strand tenía varios sitios de estos. Eleanor decidió visitarlos mientras averiguaba, de manera sutil, si alguno de ellos había adquirido una completa colección de fotografías de Hart Mackenzie como Dios lo trajo al mundo, y de ser así, a quien se las habían vendido. Las dos primeras tiendas en las cuales Eleanor entró no sabían nada, aunque encontró una fotografía de un paisaje que compró por dos peniques para poner en un pequeño marco sobre su escritorio. Una campana tintineó cuando Eleanor empujó al abrir la puerta de la tercera tienda, que era polvorienta y estrecha. Su criada, una joven escocesa llamada Maigdlin, se dejó caer en una silla nada más entrar por la puerta, suspirando de alivio. Era un poco regordeta y desaprobaba el tener que andar por la calle cuando tenían un landó perfectamente bueno y práctico. Parecía que Eleanor era la única cliente de la tienda. El símbolo en la ventana anunciaba que el propietario se especializaba en fotografías y otros objetos coleccionables de actores y aristócratas famosos. Cajas sobre cajas se apilaban sobre mesas largas, y Eleanor comenzó pacientemente a mirarlas. Los actores de escena eran populares aquí, con cajas enteras dedicadas a Sarah Bernhardt y Lillie Langtry. Las fotografías de los espectáculos itinerantes sobre Lejano Oeste se encontraban en una esquina, con Buffalo Bill, Cody y una serie de bailarinas y trozos de cuerda llenaban una caja, otras fotografías mostraban a los Indios de América de varias tribus con sus trajes exóticos. Eleanor encontró fotos de prominentes hombres ingleses en una mesa apoyada contra la pared más lejana, una antigua del Duque de Wellington con su característica nariz, bastantes del Sr. Gladstone y de Benjamin Disraeli ahora difunto. Las fotografías de la Reina Victoria y del Príncipe consorte eran populares, junto con fotografías de la Princesa Real, del Príncipe de Gales, y de otros miembros de la gran familia de la Reina. Otra caja estaba llena de fotografías de La Gran Exposición. Eleanor encontró varias de Hart Mackenzie, Duque de Kilmorgan, pero eran retratos formales. Uno era bastante reciente, Hart, tan alto, permaneciendo de pie con su atuendo escocés completo, y el viejo Ben a sus pies. Otra era una imagen sólo de la parte superior, sus amplios hombros llenando el marco. La última era de Hart sentado regiamente en una silla, su brazo apoyado en la mesa que había junto a él. Concentrando su mirada de águila fijamente en la cámara, sus ojos atrapando a cualquiera que le mirara. — ¿El Duque de Kilmorgan, señorita? Es muy popular entre nuestros clientes. Eleanor brincó cuando un joven alto, y delgado como un junto con una cara puntiaguda y ojos oscuros miró las fotografías en su mano. Ella no pudo menos que notar que su mirada se deslizó a la curva de su blusa y se entretuvo allí. Eleanor dio un paso a un lado. —Usted no tiene muchas de él. —Porque sus fotografías se venden tan rápido como las conseguimos. Las señoritas le encuentran guapo. Por supuesto que lo hacían. ¿Cómo podrían no hacerlo? Incluso su rígida postura no estropeaba el atractivo de Hart Mackenzie. —Tengo otras si usted quiere verlas—. El dependiente le hizo un guiñó. — Fotografías más discretas, como se dice. Al estilo francés. El corazón de Eleanor golpeó más rápido. El vendedor era un poco repulsivo, pero Eleanor no podía permitirse el no comprobar lo que él tenía. Ella tiró del velo de su sombrero sobre sus ojos y trató de parecer tímida. —Quizás debería echarles un vistazo. —En la trastienda—. El empleado hizo gestos hacia una entrada detrás de una cortina. —Por este camino, señorita. Eleanor miró el pesado paño aterciopelado que bloqueaba toda la visión del cuarto trasero. — ¿No puede traerme las fotografías aquí? —Lo lamento, señorita. El encargado pediría mi cabeza. Él vende esas cosas, pero permanecen en la trastienda. Él mantuvo su brazo detrás, señalando la cortina. Eleanor soltó un suspiro. Necesitaba saber. —Muy bien. Adelante. El comerciante sonrió abiertamente, colocándose en la entrada, y sosteniendo la cortina para ella. Eleanor hizo un gesto a la doncella para que se quedara donde estaba y entró en el cuarto trasero, tratando de no estornudar por el polvo cuando el vendedor dejó caer la cortina. La estrecha habitación parecía inofensiva, nada más que un revoltijo de mesas y cajas y mucho polvo. Eleanor intentó, y falló, en detener otro estornudo. —Lo siento, señorita. Aquí están. El vendedor tiró de una caja de cartón del fondo de una pila desordenada y abrió la tapa. Dentro había un montón de fotografías, todas de Hart, mostrando mucha piel. Eleanor sacudió la caja, dispersando las fotografías por el fondo y contó aproximadamente una docena. Eleanor alzó la vista y se encontró al empleado de pie a una pulgada de ella. Él respiraba con fuerza, su cara transpirando. — ¿Hay alguna más?— Ella le preguntó en un tono serio. —No, señorita, esto es todo. — ¿Tenía usted más antes? ¿Quiero decir, ha comprado alguien más algunas otras? El empleado se encogió de hombros. —No lo creo. El encargado compró éstas hace un tiempo. — ¿Quién se las vendió a él?— Eleanor trató de ocultar el entusiasmo de su voz, no queriendo despertar sus sospechas. O despertar algo más en cualquier caso. —No lo sé. Yo no estaba aquí entonces. Por supuesto que no. Eso habría significado demasiada ayuda. Por qué nadie había encontrado o comprado éstas desde que llegaron se explicaba por el caos del cuarto. Las fotografías habrían sido difíciles de encontrar por casualidad en este revoltijo, y si el propietario rechazaba llevarlas a la parte delantera, una persona tendría que pedirlas expresamente. —Me las llevaré todas—, dijo Eleanor. —Éstas y las tres que encontré en el frente. ¿Cuánto? —Una Guinea por el lote. Sus ojos se ensancharon. — ¿Una Guinea?— —Usted lo ha dicho, Su Gracia el Duque de Kilmorgan es popular. Ahora si pudiera encontrar algo del Príncipe de Gales en cueros, podría financiar mi retiro—. Él se rió entre dientes. —Muy bien. Una Guinea—. Hart había comenzado a darle un salario como mecanógrafa, pero le devolvería lo que pagara por esto. El empleado alcanzó la caja. —Lo envolveré para usted. Eleanor de mala gana puso la caja en sus manos y permaneció allí mientras él doblaba el papel de embalaje alrededor de ella y la aseguró con hilo de bramante. Ella tomó el paquete que le dio y se dirigió hacia la cortina, pero el empleado se paró delante de ella. —La tienda se cierra para el té, señorita—. Su mirada fija erró abajo por su blusa remilgadamente abrochada. —Quizás usted podría quedarse y compartirlo conmigo. Podríamos mirar más fotografías juntos. Clarísimamente que no. Eleanor le dedicó una sonrisa brillante como el sol. —Una oferta muy amable, pero, no. Tengo muchas diligencias de las que ocuparme. Él puso su brazo a través de la cortina que hacía de puerta. —Piense en ello, señorita. El brazo del empleado era delgado, pero Eleanor sintió una fuerza nervuda en este joven. Ella era muy consciente de que sólo Maigdlin y ella estaban en la tienda, consciente que había ido voluntariamente sola en el cuarto trasero con él. Si Eleanor gritaba pidiendo ayuda, los transeúntes probablemente la condenarían mientras la ayudaban. Pero durante años, Eleanor había tratado con los avances inadecuados de caballeros que pensaban jugar con ella. Después de todo, ella había estado prometida con el célebre Hart Mackenzie y después de eso se había retirado a su casa para cuidar de su padre, sin pensar en casarse jamás con más. ¿La había arruinado Mackenzie? No pocas personas especularon con esto. De vez en cuando, un caballero hacía todo lo posible por averiguarlo. Eleanor sonrió al vendedor, poniendo su mejor expresión inocente. Él comenzó a inclinarse sobre ella, frunciendo los labios de un modo ridículo. Hasta cerró los ojos, el tonto. Eleanor se coló bajo su brazo que olía a sudor añejo, colándose fuera de la entrada, y dejando caer de golpe la pesada cortina aterciopelada sobre él. El empleado gritó y luchó contra los pliegues polvorientos. Cuando por fin consiguió desenmarañarse, Eleanor había dejado sus monedas sobre el mostrador y se dirigía a la puerta principal. —Venga, Maigdlin—, dijo mientras se apresuraba hacia la calle. —Iremos a tomar un poco de té. —Mi nombre es Mary, milady—, dijo la criada, jadeando detrás de ella. —El ama de llaves debería habérselo dicho. Eleanor impuso un paso enérgico mientras se dirigía al oeste del Strand. —No, no lo es, es Maigdlin Harper. Conozco a tu madre. —Pero la Sra. Mayhew dice que yo debería responder por Mary. Así los ingleses pueden pronunciarlo. —Una absoluta tontería. Tu nombre es Tu nombre, y no es inglés. Hablaré con la Sra. Mayhew. La mirada desaprobadora de la criada se ablandó. —Sí, milady. —Ahora, vamos a ver si conseguimos un poco de té y bocadillos. Y montones de pasteles. Su Gracia pagará todo esto, y tengo la intención de divertirme. **** La casa en High Holborn parecía la misma que la noche en que Angelina Palmer había muerto, la noche que Hart se había marchado de allí para siempre. La casa se alquilaba, pero nadie la había alquilado esta Temporada, quizás porque estaba demasiado alejada de los barrios de moda para el alquiler que Hart pedía. O tal vez él lo había puesto tan alto porque realmente no quería a nadie allí. La casa debería permanecer vacía hasta que sus fantasmas murieran. Hart le dijo a su cochero que volviera a por él en una hora. El coche se alejó retumbando en los adoquines, y Hart abrió la puerta principal con su llave. Se encontró con el silencio. Y el vacío. Los cuartos de abajo habían sido vaciados de mobiliario, excepto por una pieza suelta o dos. El polvo colgaba en el aire, el frío era pesado. No habría querido volver allí. Pero la aseveración de Eleanor que una pista sobre las fotografías podría encontrarse en la casa tenía sentido. Y Hart no confiaba en ninguno de sus empleados lo bastante para confiarles el tema de las fotografías, y de seguro que no quería a Eleanor allí, por eso había venido él mismo. Mientras subía la escalera que había subido corriendo ligeramente cuando era un hombre más joven, creyó oír susurros de risas, el tintineo del whisky, las voces profundas de sus amigos de sexo masculino, y la charla en tono más agudo de las damas. La casa había sido al principio un nido para Angelina Palmer, cuando Hart había estado orgulloso de tener sólo veinte años y haber conseguido atrapar tal amante. La casa se había convertido entonces en su refugio. Aquí, Hart había sido el jefe, su brutal padre quedaba lejos de ahí. El viejo Duque nunca había sabido de la existencia de este lugar. La casa también se había convertido en un punto de contacto durante la creciente carrera política de Hart. Hart había celebrado reuniones aquí en las cuales importantes alianzas habían sido formadas y consolidado proyectos, lo que había desembocado en que Hart estuviera ahora a la cabeza de su partido de coalición. Aquí, Hart había celebrado su primera elección a la Cámara de los Comunes en la edad temprana de veintidós, poco dispuesto a esperar hasta que heredara su escaño en la Cámara de los Lores para comenzar a decirle al Parlamento qué hacer. Aquí, también, Angelina Palmer había vivido para complacer a Hart. Cuando los amigos de Hart se habían ido, y él y la Sra. Palmer estaban solos, Hart había explorado el lado más oscuro de sus necesidades. Él no había tenido miedo de experimentar, y Angelina no había tenido miedo al dejarle. Angelina al principio había supuesto que Hart, todavía en la universidad, era demasiado joven e inexperto para impedirle extraviarse con cualquier caballero al que ella deseara. Pero cuando Hart descubrió sus transgresiones, Angelina por primera vez había visto a Hart cambiar del sonriente y pícaro diablillo al hombre duro y controlador en el que se convertiría. Hart la había mirado a los ojos y había dicho, —Estás conmigo, y con ningún otro, da igual si te visito cada noche o una vez al año. Si no puedes obedecer esta simple restricción, entonces te irás, y anunciaré la vacante de tu posición. Él recordó la reacción de Angelina, primero irritación, luego sorpresa, después sobresalto cuando se dio cuenta de lo que él quería decir. Ella se había humillado, había pedido su perdón, y Hart se había tomado su tiempo sobre concedérselo o no. Angelina podría ser la más mayor en la pareja, pero Hart ostentaba el poder. Angelina nunca debía olvidar esto. Más adelante, cuando Angelina había sentido que Hart estaba aburrido y nervioso, había hecho venir a otras damas para mantenerle entretenido. Algo, Hart se daba cuenta ahora, que había hecho para impedirle que la abandonara. Hart alcanzó la primera planta de la casa, los dedos que deslizándose por el pasamanos. El día que Angelina había arruinado sus esponsales con Eleanor, Hart había dejado la casa y nunca había vivido allí otra vez. Él se la había vendido a Angelina, a través de su hombre de negocios, diciéndole que podía hacer lo que quisiera con el lugar. Angelina lo había convertido en un prostíbulo exclusivo que sólo aceptaba la mejor clientela, y había hecho muy buen uso de ella. Hart había vuelto por primera vez cinco años más tarde, directamente después de la muerte de Sarah, buscando refugio para su pena. Hart anduvo por el pasillo hacia el dormitorio donde una de las muchachas de Angelina había muerto, sus pasos poco dispuestos. Detrás de aquella puerta, había encontrado a Ian dormido y manchado con la sangre de la joven. Recordó su terror que secaba su boca, su miedo a que Ian hubiera cometido el asesinato. Hart había hecho todo lo que estaba en su poder para proteger a Ian de la policía, pero había dejado a su miedo arraigarse profundamente y cegarle durante años respecto a lo que realmente había pasado en aquel dormitorio. Él no debería haber venido aquí. La casa contenía demasiados recuerdos. Hart abrió la puerta del dormitorio, y se detuvo. Ian Mackenzie permanecía de pie en medio de la alfombra, mirando fijamente al techo, que había sido pintado con ninfas y dioses haciendo cabriolas. Un espejo estaba colgado en el techo, directamente sobre el lugar donde la cama solía estar. Ian miró arriba al espejo, estudiando su propia reflexión. Él debía haber oído a Hart entrar, porque dijo, —Odio este cuarto—. — ¿Entonces por qué diablos estás en él?— preguntó Hart. Ian no contestó directamente, pero Ian nunca lo hacía. —Ella hizo daño a mi Beth. Hart anduvo por el cuarto y se atrevió a poner su mano sobre el hombro de su hermano. Recordó cómo se encontró a Angelina con Beth, Beth estaba apenas viva. Angelina, muriéndose, le había dicho a Hart lo que había hecho, y que ella había hecho todo esto por él, Hart. La declaración todavía le dejaba un gusto amargo en su boca. —Lo siento, Ian—, dijo Hart. —Sabes que es así. El contacto visual todavía era un poco difícil para Ian con cualquiera, excepto Beth, pero Ian tomó su mirada fija del espejo y la dirigió a Hart. Hart vio en los ojos de Ian miedo al recordarlo, preocupación, y angustia. Ellos casi habían perdido a Beth esa noche. Hart apretó el hombro de Ian. —Pero Beth está bien ahora. Ella está en tu casa en Escocia, sana y salva. Con tu hijo y ese bebé que es su hermanita—. Isabella Elizabeth Mackenzie había nacido a finales del verano pasado. Ellos la llamaban su Belle. Ian se soltó de la mano de Hart. —Jamie anda por todas partes ahora. Y ya habla. Sabe tantas palabras. No es como yo—. Su voz resonó con orgullo. — ¿Por qué entonces no estás en Escocia con tu querida esposa y los niños?— preguntó Hart. La mirada fija de Ian fue a la deriva al techo otra vez. —Beth creyó que yo debería venir. — ¿Por qué? ¿Por qué Eleanor estaba aquí? —Sí. Dios Santo, esta familia. —Apuesto que Mac corrió para enviarle a Beth un cable tan pronto como Eleanor apareció—, dijo Hart. Ian no contestó, pero Hart sabía la verdad que había en ello. — ¿Pero por qué has venido aquí, hoy?— Hart continuó. —A esta casa, quiero decir— Ian se sentía a veces empujado hacia sitios que le habían asustado o le habían afectado, como el estudio privado de su padre en Kilmorgan, donde había sido testigo de cómo su padre mataba a su madre en un ataque de rabia. Después de la liberación de Ian del sanatorio, Hart le había encontrado en aquel cuarto muchas veces, Ian se acurrucaba detrás del escritorio donde se había escondido aquel día profético. Ian mantuvo su mirada fija en el espejo como si este le fascinara. Hart también recordaba que, como Ian tenía el problema con las mentiras, había aprendido a ser muy bueno en simplemente no contestar a las preguntas. Ah, maldito infierno. —Ian—, Hart dijo, su rabia hirviendo con la fuerza de una pesadilla. —Dime que no la has traído aquí. Ian finalmente apartó la mirada del espejo, pero nunca miró a Hart. Él vagó con la mirada a través del cuarto, a la ventana y miró detenidamente a la niebla, dando la espalda firmemente a su hermano. Hart se apartó y anduvo a zancadas hacia el pasillo. Ahuecó sus manos alrededor de su boca y gritó. — ¡Eleanor! Jennifer Ashley La Perfecta Esposa del Duque Highland Pleasures 04 CAPÍTULO 5 La palabra fue llevada por el eco subiendo y bajando la escalera, alcanzando los querubines pintados que acechaban desde el techo de la casa. Silencio. El silencio no significaba nada. Hart subió las escaleras hasta el piso siguiente de dos en dos. Una de las puertas se encontraba entreabierta. Hart la empujó abriéndola con tal fuerza que ésta golpeó contra el pesado escritorio que estaba bloqueándola parcialmente. Alguien había trasladado los muebles que sobraban aquí arriba y ahora la habitación era un revoltijo de estanterías, mesas, cómodas con cajones, y armarios. Un sofá de terciopelo, recubierto de polvo, estaba inclinado en un ángulo extraño en medio de la habitación. Eleanor Ramsay levantó la vista desde donde había estado buscando, entre los cojines del sofá, una nube de polvo la rodeaba. —Por todos los cielos— dijo. —Haces un montón de ruido. El mundo de Hart se volvió de pronto todo rojo. Eleanor Ramsay no debería estar aquí, en este lugar con sus horribles recuerdos de ira, codicia, celos y miedo. Eleanor aquí era como un narciso en un cenagal, una frágil flor empujada demasiado fácilmente hacia su destino. Él no quería que este mundo, que esta parte de su vida, la tocara. —Eleanor—, dijo, su voz contenida, con furia, —te dije que no vinieras aquí. Eleanor sacudió a un cojín y lo arrojó de nuevo al sofá. —Sí, ya sé que lo hiciste. Pero pensé que debería echar un vistazo y buscar las fotografías, y sabía que si te pedía la llave, nunca me la darías. —Así que fuiste por detrás, a mis espaldas y se la pediste a Ian. —Bueno, por supuesto. Ian es mucho más lógico que tú y él no me incordia con preguntas molestas. No le dije nada acerca de las fotografías, si eso es lo que te preocupa. Son bastante personales, después de todo. No importa de todos modos, porque Ian nunca me preguntó por qué quería venir. Hart le echó a Eleonor una mirada que habría hecho que Angelina Palmer perdiera su sonrisa de cortesana dispuesta y se quedara blanca de miedo. Eleonor simplemente se quedó mirándole. Sobre su cabeza llevaba colgado un sombrerito que era como un casquete con un velo un poco absurdo. Se había levantado el velo moteado por encima de sus ojos, pero no completamente, y este colgaba torcido, inclinándose sobre su ceja derecha. Su vestido marrón oscuro tenía una fina capa del polvo que ella había levantado, y también tenía polvo pegado en sus húmedas mejillas. Un mechón de pelo se había escapado de su peinado, era como una serpiente roja bailando sobre su corpiño. Estaba deliciosamente desaliñada y Dios santo, él la deseaba. —Te dije que no te quería en este lugar—, dijo.—Ni ahora. Ni nunca. —Lo sé—. Eleanor se movió, tan calmadamente como pudo, hasta el escritorio que bloqueaba la puerta y se inclinó para abrir el cajón inferior.—No soy tan tonta como para venir a toda prisa aquí por mí misma, si es eso lo que te molesta. Me encontré con mi padre y con Ian en el Museo, envié a mi padre y a Maigdlin a casa en tu landó, e hice a Ian caminar conmigo hasta aquí. He sido vigilada en cada paso del camino. —Lo que me molesta es que te pedí que no vinieras aquí en absoluto y flagrantemente desobedeciste mis deseos—. Su voz resonó a través de la habitación. —¿Desobedecí tus deseos? Querido, oh, querido, Su Alta y Poderosa Gracia. Debería haberte mencionado que siempre he tenido problemas con la obediencia, pero desde luego, ya lo sabías. Si me hubiera sentado tranquilamente y hubiera esperado para obedecer a mi padre, hace tiempo que me hubiera convertido en un seco esqueleto sentado en una silla. Mi padre es muy malo tomando cualquier tipo de pequeña decisión, incluyendo cuánto azúcar quiere en su té. Y nunca puede recordar si le gusta la crema. Aprendí a temprana edad a no esperar el permiso de nadie, sino simplemente hacerlo. —Y ahora trabajas para mí. Ella rebuscó en el cajón, sin mirarlo. —Soy apenas tu sirviente, pero se aplica el mismo principio. Si me quedara esperando tus directrices, estaría en ese pequeño estudio con Wilfred, golpeando mis dedos sobre el escritorio, preguntándome cuándo te dignarías en aparecer. Incluso Wilfred se pregunta acerca de tu ausencia, y eso que él es un hombre de pocas palabras. —¡En ese estudio es exactamente donde quiero que estés! —No veo por qué. Wilfred no necesita realmente que mecanografíe tu correspondencia. Él me la da a mí para que tenga algo que hacer, porque siente lástima de mí. Mi tiempo está mejor empleado tratando de descubrir quién está enviando las fotos y lo que significan para ella. Y tú podrías ayudarme a buscar en lugar de quedarte de pie en la puerta gritándome. Ella hacía que su sangre hirviera. —Eleanor, te quiero fuera de esta casa. Eleanor alegremente lo ignoró para abrir el siguiente cajón. —No hasta que termine de buscar. Hay muchos recovecos y rincones y muchos muebles. Hart se abrió camino alrededor del escritorio, agarrando a Eleanor por los hombros la puso en posición vertical. Ella se acercó rápidamente, un ojo azul estaba ahora completamente tapado por el velo. Antes de que Hart se diera cuenta de lo que hacía, deslizó sus manos bajando por sus brazos hasta sus muñecas y se las colocó detrás de la espalda. Él sabía cómo bloquear las manos de una mujer, y sabía cómo abrazarla teniéndola así. Eleanor elevó la mirada hasta él, sus rojos labios abriéndose. La necesidad le atravesó, el ansia atrapándole con sus afiladas garras. Hart estudió los rojos labios que le estaban llamando, los pechos empujando contra su corpiño bien abotonado, el mechón de pelo caído, oro rojizo contra su mejilla. Se inclinó y tomó el rizo con su boca. Eleanor soltó un suspiro y Hart giró su cabeza y capturado su labio entre sus dientes. Los ojos de Eleonor se veían enormes cuando estaba tan cerca suyo. Atrás quedaba su desafío, su persistente desconocimiento de sus instrucciones. Se centró en Hart y sólo en Hart, mientras él mordía su labio inferior, no brutalmente, pero lo suficiente para atraparla. Su aliento era caliente sobre su mejilla y sus muñecas permanecían quietas bajo sus manos. ¿Domesticada? ¡No! Nunca Eleanor. Si ella estaba tranquila bajo su experto agarre, era su elección. Hart podría fácilmente tomarla, ahora, quizás encima del aparador que había detrás de ella. Sería intenso y rápido, unos pocos empujes, y encontraría su liberación. Incluso ni siquiera tendrían que desnudarse. Eleanor sería suya, otra vez, ineludiblemente. Hart depositó un beso suave donde la habían mordido sus dientes. Sus labios estaban ligeramente salados por la transpiración, suave seda, el sabor de su boca, fuerte y caliente, tan satisfactorio. Él la atacó de nuevo, tirando de su labio con sus dientes, de nuevo suavizando el movimiento besando donde la había mordido. Eleanor movió sus labios para besarlo en respuesta, sus ojos entrecerrados no eran más que dos ranuras mientras su boca suave y rosa encontraba la de él. Hart se inclinó más sobre ella, listo para lamerla por dentro, pero Eleanor se echó hacia atrás. —No—. Su susurro salió apenas sin voz, y él no lo habría escuchado si no hubiera estado tan cerca. Pero no era miedo lo que había en los ojos de Eleonor. Él vio el dolor y la angustia en su lugar.—Esto no es justo. —¿Qué no es justo? —Para mí—. Sus pestañas estaban mojadas. La oscura necesidad se apoderó de él. Agarró fuertemente sus muñecas, pero Eleanor no se estremeció, no se movió. Él era Hart Mackenzie, el Duque de Kilmorgan, uno de los hombres más poderosos de Gran Bretaña y Eleanor Ramsay se había puesto a sí misma bajo su poder. Hart podría hacerle lo que quisiera, aquí, solos en esta habitación. Cualquier cosa. Los ojos de Eleanor, uno detrás del velo moteado, y el otro visible, le miraron fijamente. Hart consiguió soltar el aliento que quemaba como el fuego y se obligó a sí mismo a soltarla. Su cuerpo luchó contra la idea de liberarla, y retrocedió un paso antes de que se apartara y se inclinara sobre un tocador. Presionó sus puños contra la madera, sus pulmones estallándole, la sangre palpitando a través de su cuerpo. —¿Hart, estás bien? Eleanor alzó la vista hasta él con preocupación. Todavía, ella no tenía miedo. Sólo preocupación, por él. —Sí, estoy bien. ¿Por qué diablos no tendría que estarlo? —Porque estas muy rojo y romperás la madera si no tienes cuidado. —¡Estaré mejor en el mismo instante en que tu estés fuera de esta casa! Eleanor metió sus manos en sus guantes de color gris paloma. —Cuando termine de buscar. Hart rugió. Agarró el tocador y lo volcó, la cosa se estrelló contra el suelo. Al mismo tiempo, la entrada se oscureció e Ian entró a zancadas, su ceño típico de los Mackenzie era todo para Hart. Eleanor se volvió hacia Ian, dedicándole una brillante sonrisa. —Aquí estás, Ian. ¿Puedes, por favor, llevarte a Hart abajo? Terminaré mucho más rápido si él no está aquí arriba arrojando los muebles por el aire. Hart fue hacia ella. Ian trató de detenerle, pero Hart le empujó fuera de su camino y embistió a Eleanor. Ella chilló. Hart no se preocupó. La levantó y la colocó sobre su hombro, después empujó a Ian al pasar, quien había decidido retroceder y ver que sucedía, y llevó a Eleanor cargándola escaleras abajo. — ¡Ian, trae mi paquete!— Eleanor gritó hacia atrás sobre su hombro. —Hart, déjame en el suelo. Esto es absurdo. El coche de Hart se encontraba estacionado bajo las lámparas de gas, que pintaban el nebuloso ambiente de un amarillo enfermizo. Hart al menos dejó a Eleanor sobre sus pies antes de guiarla por las escaleras hasta la calle, sujetando su codo, y empujándola dentro del carruaje. En vez de luchar contra él, Eleanor se hundió después de un —En serio, Hart—. Él vio cómo ella echaba un vistazo a los transeúntes y decidió no hacer una escena. Hart la empujó dentro del carruaje que sus lacayos habían abierto a toda prisa. Se subió al lado de ella y dirigió a su cochero a Grosvenor Square, sabiendo de sobra que Eleanor nunca se quedaría en el carruaje si él no la sujetara allí durante todo el camino a casa. **** Las fotos que Eleanor había encontrado en la tienda eran impresionantes. Hart en toda su gloria. Eleanor estaba sentada a solas en la mesa en su habitación esa tarde, las fotografías estaban extendidas ante ella. Estaba vestida solo con su combinación, el nuevo vestido de baile que se pondría esta noche estaba extendido en la cama como una joya de color esmeralda. Ian, bendito fuera, le había traído el paquete envuelto con el papel de embalaje cuando había vuelto a casa de nuevo sin preguntar sobre lo que había en él. Eleanor esperó a que Maigdlin bajara a cenar antes de cortar el bramante y desenvolver la caja, sacando las fotografías una tras otra. Había doce en total, seis tomadas en el mismo cuarto que aquella en la cual había estado mirando por la ventana. Las otras seis se había hecho en un dormitorio más pequeño, la decoración del mismo le recordaba a la casa en High Holborn. Eleanor puso su dedo sobre una fotografía y se la acercó. Ésta era las demás, porque en ella, Hart no estaba desnudo. Enfrentando completamente, llevaba sólo el kilt de los Mackenzie que colgaba caderas. Esta fotografía también era diferente, porque en ella, sonriendo. diferente de a la cámara bajo en sus Hart estaba Su sonrisa encendía sus ojos y suavizaba su cara. Una mano estaba sobre su cinturón y la otra dirigiéndose, con la palma hacia adelante, como si le estuviera diciendo al fotógrafo, o fotógrafa, en este caso, que no tomara la foto. El disparo se había realizado, de todos modos. El resultado mostraba a Hart como realmente era. Corrección, como solía ser, un pícaro diablo con una sonrisa encantadora. El hombre que había gastado bromas a Eleanor y le había hecho guiños, que la había puesto sobre aviso por querer estar en cualquier parte cerca de un célebre Mackenzie. Hart se había reído de ella y había hecho a Eleanor reírse en respuesta. Hart no había tenido miedo de contarle cualquier cosa, sus ambiciones, sus sueños, sus preocupaciones para con sus hermanos, su rabia hacia su padre. Él venía a ella en Glenarden y se tumbaba con la cabeza en su regazo entre las rosas del verano, y desahogaba su corazón. Entonces él la besaba, con los besos de un amante, no con los castos besos de un cortejo. Hasta este día, cuando Eleanor olía las rosas rojas, ella sentía la suave presión de sus labios sobre los suyos, recordando el oscuro sabor de su boca. Los recuerdos la inundaron y sus ojos se llenaron de lágrimas. Hart había sido un diablo, pero lleno de vida y esperanza, risa y energía, y le había amado. El hombre en el que Hart se había convertido ya no tenía esperanza ni risas, aunque todavía tuviera la misma obsesión. Hart se dirigía hacia ella, según ella había leído en los periódicos se iba ganando a los caballeros y a los políticos atrayéndolos a su lado, haciéndolos querer seguirle. Hart nunca había tenido nada bueno que decir sobre Bonnie Prince Charlie, el bastardo arrogante que arruinó a los Highlanders, pero Bonnie Prince Charlie debía haber tenido la misma capacidad para hacer que los escépticos creyeran en él. Pero con el ascenso de Hart al poder, más calor le había abandonado. Eleanor pensó en lo que había visto en sus ojos, cuando estaban ambos en el vestíbulo esta mañana, cuando Hart había bloqueado su salida de la casa, y esta tarde cuando la había encontrado en la casa de High Holborn. Era un hombre duro y solitario, conducido por la cólera y la determinación, sin sonrisas de entusiasmo, sin risas. Eleanor deslizó esa fotografía apartándola y atrajo la siguiente hacia ella. Hart todavía sonreía a la cámara, pero con su experta sonrisa de diablo. El kilt no estaba ahora, se encontraba cayendo al suelo desde su mano. Era un hombre muy, muy hermoso. Eleanor pasó el dedo por su pecho, recordando lo que había sido tocarle. Había conseguido una muestra de ello esta tarde, cuando él había sujetado sus brazos detrás de ella, su fuerza reteniéndola. Había estado a su merced, sabía que ella no sería capaz de alejarse hasta que la soltara. En vez de sentir miedo, Eleanor había sentido una oscura excitación golpeando por sus venas. —¿Eleanor, no estás lista? Eleanor dio un brinco cuando la voz de Isabella sonó fuera de la puerta de su habitación. Eleanor empujó las fotografías devolviéndolas a la caja y estaba colocando la caja en el fondo del cajón del tocador cuando Isabella Mackenzie entró con un susurro de plateado satén y tafetán. Eleanor cerró con llave el cajón y dejó caer la llave en el escote de su corsé. —Lo siento, Izzi—, dijo.—Sólo estaba terminando algo. ¿Me ayudarás a vestirme? **** Hart supo demasiado bien el momento en el que Eleanor se unió a la multitud que llenaba su sala de baile. Eleanor vestía de verde, un vestido oscuro, verde botella con un escote que mostraba la parte superior de sus pechos y exponía sus hombros. Un polisón, más discreto que el gigantesco que llevaban otras señoras, recogía su sobrefalda hacia atrás antes de dejarla caer hasta el suelo en una suave onda de satén. El estilo llamaba la atención hacia su cintura comprimida por un pequeño y apretado corpiño, y este por su parte atraía la atención hacia el escote que enmarcaba sus pechos llenos. Un collar, una simple cadena con una esmeralda en forma de gota, señalada su hendidura. Los pendientes de esmeralda pendían de sus orejas, tan verdes como el vestido. Hart había estado pensando en David Fleming, el diputado que era los ojos y los oídos de Hart en la Cámara de los Comunes, y preguntándose qué estaba consiguiendo. Fleming esta noche usaba su arte de persuasión para atraer al lado de Hart a uno o dos hombres sobre el asunto de presentar o no un voto de censura a Gladstone. Hart sabía que estaba cerca la hora en la que podría obligar a Gladstone a dimitir, y entonces admitir que la coalición de Hart tenía la mayoría o convocar elecciones, que Hart estaba malditamente seguro de que él y su partido ganarían. Consígalos por cualquier medio que sea necesario, Hart le había dicho a Fleming. Fleming, libertino pero encantador y sibilino como una serpiente, le había asegurado a Hart su victoria. Pero una vez que Eleanor entró en la sala, la preocupación sobre Gladstone, los votos y la victoria se disolvió en la nada. Eleanor estaba radiante. Esta noche era la primera vez en la que Hart la veía con otra cosa que no fueran los feos vestidos de algodón o de sarga. Eleanor vestía ropas abrochadas hasta la barbilla. El vestido de baile dejaba ver su brillo. Isabella debía haberle prestado a Eleanor el vestido o habérselo comprado para ella, pero de cualquier forma, el resultado era impresionante. Un poco demasiado impresionante. Hart no podía apartar sus ojos de ella. —Estoy muy cansado de que tomes prestada a mi esposa para hacer de anfitriona en tus aburridas fiestas—, dijo Mac, parándose junto a Hart en un raro momento en el que había espacio vacío alrededor de él.—Entre estos malditos bailes y veladas musicales y la decoración de los mismos, nunca la veo. Hart no apartó su mirada fija de Eleanor mientras tomaba un sorbo de whisky de malta. —Lo que quieres decir es que no tienes la misma cantidad de tiempo para acostarte con ella como te gustaría. —¿Puedes culparme? Mírala. Quiero matar a cualquier hombre que hable demasiado con ella. Hart tuvo dificultades para apartar su mirada de Eleanor, pero le concedió que Isabella, con un vestido en plata y verde que le sentaba como un susurro sobre su figura delgada, lucía bella. Isabella siempre lo hacía. Mac había caído locamente enamorado de esta mujer desde el mismo momento en que puso sus ojos en ella. Pero el idiota de su hermano había necesitado seis años para aprender cómo amarla, pero gracias a Dios, esa tormenta había pasado, su matrimonio ahora estaba anclado en un puerto seguro. Isabella y Mac eran radiantemente felices, con Isabella tan afanosamente ocupada cuidando a Mac, Hart ya no tenía que hacerlo. Mac agitó la mano llamando a un camarero que se paró con el champán, Mac ahora era abstemio después de años de casi matarse con la bebida. —¿Qué ha pasado con tu declaración de que estabas buscando tu propia esposa?—le preguntó a Hart después de que el camarero se hubiera ido. La mirada fija de Hart se deslizó de nuevo a Eleanor, que saludaba a un marqués y a una marquesa como si fueran viejos amigos. Sus ojos brillaban mientras hablaba, sus manos enguantadas moviéndose como ella solía hacerlo para enfatizar sus palabras. Se rió con un sonido como las campanillas, y se dio la vuelta para saludar a otra dama bastante tímida y conducirla hacia un grupo haciendo que a la dama le resultara sencillo. Esto era una característica de Eleanor, ella podría encantar hasta a Atila el Huno. — ¿Me has escuchado?— gruñó Mac. —Realmente te he oído, y ya te dije que lo dejaras en paz. —Tienes a Eleanor justo delante. Por Dios reacciona, bésala hasta dejarla sin sentido y manda a llamar al vicario. Entonces ella podrá ser la anfitriona de tus fiestas e Isabella se podrá quedar en casa conmigo. —Sabes que no será durante mucho más tiempo—, Hart dijo suavemente, todavía mirando a Eleanor.—Isabella y tú os escapareis a Berkshire, donde vosotros dos os podréis quedar en la cama todo el día y toda la noche. —Porque entonces tú harás volver a Ainsley y a Beth como tus anfitrionas. Realmente debes saber que tus hermanos están listos para lincharte ¿verdad? —Tener a una mujer encantadora saludando a mis invitados es parte del plan— dijo Hart. —Isabella lo entiende. Mac no pareció impresionado. —Hart, tú programarías a Cristo la segunda venida y harías a Wilfred enviarle un itinerario. Debes aprender a dejar que las cosas simplemente sucedan. Sin esperar una respuesta, Mac le rodeó y se abrió camino a empujones a través de la muchedumbre, directamente de vuelta a Isabella. Aprende a dejar que las cosas sucedan. Hart tomó un sorbo de whisky para esconder su cínica sonrisa. Lo que Mac no entendía era que Mac, Cam e Ian tenían las vidas que tenían ahora porque Hart se había negado a permanecer apartado y dejar que las cosas pasaran. Si Hart no hubiera orquestado cada detalle de sus vidas, Cam y Mac podrían estar ahora mismo tratando de extraer vida en una selva plagada de malaria o en una Escocia congelada cultivando el resistente suelo. Los caballos de carreras, el arte, las mujeres y el buen whisky serían lujos inalcanzables para ellos. ¿E Ian? Ian podría estar muerto. No, los hermanos de Hart no sabían la extensión de lo que había hecho, y Hart rezó para que nunca lo supieran. La única persona que tenía una ligera noción de ello era la dama del vestido verde botella que sonreía y conversaba con los invitados, cautivándoles con su resplandor. Ella era la única en el ancho mundo que sabía la verdad sobre Hart Mackenzie. **** Eleanor observó a Mac andar a zancadas alejándose de Hart, y los admiradores de Hart aparecieron alrededor de él llenando el espacio. Este baile era sobre todo provechoso para los partidarios leales de Hart y para intentar atraer a más hacia el partido de coalición que él había formado, llevándose a algunos caballeros del lado de Gladstone, por un lado y de los conservadores Tories, por el otro. Las dos damas que se deslizaron a ambos lados de Hart no tenían interés en la política, Eleanor estaba segura de ello. La dama a la izquierda de Hart era Lady Murchison, la esposa de un Vizconde, la que estaba a su derecha, era la esposa de un comandante naval. La esposa del comandante tenía sus dedos firmemente sujetos en el brazo de Hart y Lady Murchison deslizó su mano enguantada subrepticiamente bajando por la espalda de Hart. Quiere acostarse con él. Por supuesto que quería. ¿ Quien podría resistirse a Hart con su levita negra, el kilt de los Mackenzie y calcetines de lana en sus poderosas pantorrillas? Hart continuó hablando con el pequeño grupo reunido en torno a él, como si no notara a las dos damas deslizándose más cerca y más cerca de él. Eleanor se obligó a volverse y a sonreír a los otros invitados. Era buena en esto, juntando a gente que de seguro congeniaría, encontrando con seguridad a cada uno que deseara bailar el compañero adecuado, y evitando que los invitados más mayores fueran sentados contra una pared y olvidados. La asistencia a esta fiesta era una verdadera aglomeración, aunque Eleanor supiera que la lista de invitados se había limitado bastante, tanto que aquellos que no estaban incluidos en ella moverían cielo y tierra para ser incluidos. Todo era parte del juego para hacer a Hart brillar con una luz más brillante. Ian estaba ausente esta noche, pero esto no era extraño. Ian odiaba las muchedumbres. Isabella decía que cuando Beth estaba con él, Ian podría andar sobre el fuego, o para el caso entre una muchedumbre, mientras su esposa estuviera a su lado. No le puedo culpar, Eleanor pensaba mientras se movía, charlando con todos sin excepción. A la gente le gustaba mirar fijamente y señalar a Ian. El loco Mackenzie, le llamaban, un poco injustamente. Se casó con esa pequeña don nadie medio francesa, susurraban. La pobre mujer debía haber estado desesperada por tener un marido. No tan pobre, y no tan desesperada. Beth había heredado una gran fortuna antes de casarse con Ian. Pero Eleanor sabía la forma en que funcionaba el mundo, otros susurraban acerca de la inconveniencia de que Beth no se hubiera casado dentro de su familia, trayéndoles a todos ellos todo ese encantador dinero. Eleanor esta noche realmente estaba disfrutando de la posibilidad de reencontrarse con algunas de sus amigas de la niñez. Estas damas estaban ahora casadas y preocupadas con problemas del tipo de cómo encontrar buenas niñeras o las primeras aventuras de sus hijos en el colegio. Y, por supuesto, como Eleanor todavía era soltera, querían emparejarla. —Debes unirte a nosotros para nuestra excursión en bote, querida Elle— una dama decía con indisimulado fervor.—Mi hermano y su mejor amigo acaban de volver de Egipto. Ellos están muy bronceados, difícilmente se los reconoce. ¡Y qué historias cuentan! Completamente fascinantes. Estoy segura que estarán muy interesados en verte. —Mi padre disfrutaría oyendo sus historias— dijo Eleanor Él ama viajar, tan lejos como sea posible mientras no se requiera que se aleje demasiado de su sillón. La dama se rió, pero sus ojos brillaban con determinación. —Bien entonces, debe traer a su querido padre. Le hemos extrañado a él también. Más ofertas de ese tipo fueron expuestas, todas expresadas como salidas o excursiones que no serían lo mismo sin Eleanor. Y, por supuesto, un hermano soltero, un primo del sexo masculino, y hasta un tío enviudado iban a endulzar la fiesta. Parecía que los conocidos de Eleanor, tenían decidido que su objetivo antes de que la Temporada terminara era conseguir que la pobre Eleanor se casara. A través de todo esto, vio cómo la vizcondesa Murchison se había pegado al lado de Hart. El Sr. Charles Darwin podría afirmar que los seres humanos descienden de los monos, pero los antepasados de Lady Murchison debían haber sido percebes. Mientras Eleanor estaba mirando, la señora Murchison dejó que su mano bajara hasta apoyarla en el trasero cubierto por el kilt de Hart. Hart tenía demasiado sentido común para brincar, pero se giró un poco hacia su izquierda, lo que forzó a la mano de Lady Murchison a deslizarse lejos de él. ¿Pareció la dama decepcionada? En absoluto. Se rió y le envió una alegre miradita, pareciendo tanto más resuelta. Vaca desgraciada. Eleanor se dirigió hacia Hart, haciendo una pausa en cada grupo de invitados para charlar y escuchar, admirando y felicitando, aconsejando y consolando. El suelo de la sala de baile estaba lleno de parejas girando, pero Hart permanecía firmemente al margen, el Duque era famoso por no bailar nunca en sus propios bailes. Las multitudes eran una cosa bastante incómoda, Eleanor pensaba mientras se sujetaba sus faldas para deslizarse entre unas damas demasiado compuestas. La moda este año parecía dictar que la mujer de la especie debería llevar grandes polisones sobre sus traseros y llenarlos con gigantescos abullonados y grandes rosas de terciopelo. Quizás deberíamos añadir lo necesario para preparar el té o una estantería con libros, Eleanor reflexionaba mientras se deslizaba a través de otro grupo más de damas. Ella intentó meterse a presión en el apretado grupo que rodeaba a Hart y la gente se cerró todavía más, impidiéndole acercarse. De alguna manera, logró empujar el brazo de un alto caballero que sostenía una copa llena de rojo vino. Perdió su agarre sobre la copa, que vaciló y bailó en las yemas de sus dedos. Y luego, el desastre. La copa cayó de su mano y quedó flotando durante un tiempo que se hizo largo en su camino hacia el suelo. El líquido como el rubí formó un arco a través del aire y cayó sobre toda la parte delantera del corpiño de satén plateado de Lady Murchison. Lady Murchison chilló. El caballero del vino estaba jadeando y comenzó a balbucear disculpas de manera sobresaltada. Eleanor empujó entonces haciéndose sitio a través del grupo, sus enguantadas manos en sus mejillas —Oh, querida. Pobre, pobrecita. La cara de Lady Murchison estaba de un feo verde mientras se alejaba de Hart, quien había tomado un pañuelo grande de su bolsillo y se lo había ofrecido a ella. El corpiño estaba arruinado, una mancha de un rojo vivo se extendía sobre él, como sangre en una herida. Eleanor agarró la mano de la señora Murchison cuando ella levantaba el pañuelo. —No, no, no lo restriegue, eso sólo extenderá la mancha. Buscaremos una habitación para que se retire y llame a su doncella para que venga con un poco de soda. Mientras hablaba, arrastró a la señora Murchison lejos, el alto caballero todavía pidiendo perdón angustiado. Lady Murchison no tenía otra opción más que ir con Eleanor. Cada persona a cuyo lado pasaban la miraba fijamente, exclamando, y dedicándole murmullos de compasión a Lady Murchison. Es decir, cada persona, excepto Hart. Éste envió a Eleanor una penetrante mirada incluso cuando movía los dedos para llamar a un lacayo para que corriera a por soda. La mirada de Hart le dijo a Eleanor que sabía exactamente lo que Eleanor acababa de hacer y exactamente por qué lo había hecho. Jennifer Ashley La Perfecta Esposa del Duque Highland Pleasures 04 CAPÍTULO 6 —Elle. Eleanor se detuvo al oír la voz de Hart abajo en el descansillo. Había pasado una hora desde el desagradable episodio con la señora Murchison, y Eleanor había ido arriba a buscar un chal, para una señora que se quejaba de frío. El baile y la bebida continuaban en el salón, las alegres notas de un reel escocés llegaban al pasillo. Las lámparas de gas estaban bajas, Hart era una sombra en la oscuridad más profunda. Parecía un Highlander acechando a sus enemigos para derribarlos, sólo le faltaba su claymore. Eleanor había visto una pintura del tatarabuelo de Hart, Malcolm Mackenzie, con su espada y su arrogante cara de desprecio, y decidió que Hart se parecía a él enormemente. Malcolm había sido un loco, las leyendas lo contaban, un guerrero despiadado al que nadie podía derrotar, el único de los cinco hermanos Mackenzie que sobrevivió en la batalla de Culloden. Si el viejo Malcolm hubiera poseído sólo una onza de la misma determinación que Hart, entonces Malcolm en efecto habría sido peligroso. Eleanor sonrió y bajó la escalera hacia él, con el chal entre sus brazos. — ¿Qué haces aquí, Hart? El baile no ha terminado, aún. Hart interceptó su camino cuando trató de pasar por delante de él. —Eres el mismo diablo, Eleanor Ramsay. — ¿Por traer un chal para una señora que tiene frío? Creía que eso era amabilidad. Hart la miró con un rastro de su antiguo fuego en la mirada. —Hice que Wilfred le diera un cheque a la señora Murchison por el vestido. Por supuesto, no había olvidado el pequeño incidente en la sala de baile. —Qué buena idea—, dijo Eleanor. —El vino realmente deja una mancha deplorable. Lástima, realmente, era un vestido encantador. Eleanor trató de esquivarle, pasando a su alrededor otra vez, pero Hart la agarró por el brazo. —Elle. — ¿Qué? No podía leer lo que había en sus ojos, su mirada dorada estaba en calma. Creía que podría soltarle en ese momento un discurso sobre la inconveniencia de arruinar deliberadamente el vestido de la señora Murchison, la señora había admitido la derrota cuando la soda no quitó la mancha y se había ido a casa. Pero Hart no dijo nada sobre eso. En cambio tocó las esmeraldas que colgaban de sus orejas. --Eran de mi madre. La voz de Hart era suave, su dedo acariciaba con la misma suavidad el lóbulo de la oreja de Eleanor. Eso era lo que la señora Murchison había añorado, el toque experto de Hart, el modo en que su voz se recubría de suavidad, calentando el cuerpo de la afortunada señora. —Isabella insistió—, dijo Eleanor rápidamente. —Quise negarme, habiendo pertenecido a tu madre y todo eso, pero ya conoces a Isabella. Se empecina en una cosa, y no atiende a razones. Te lo habría preguntado, pero fue en el último minuto y ya estabas recibiendo invitados. Me las puedo quitar si quieres. —No—. Los dedos de Hart se cerraron sobre el pendiente, pero suavemente, sin tirar. —Isabella tenía razón. Lucen bien en ti. —Aún así, ha sido un gran atrevimiento. —Mi madre habría querido que los llevaras. — Su voz se hizo más suave todavía. —Le habrías gustado, creo. —Realmente la ví, una vez—, dijo Eleanor. —Era sólo una niña, tendría unos ocho años, no mucho después de que mi madre falleciera. Pero congeniamos, me dijo que lamentaba no haber tenido una hija. Eleanor recordó el dulce perfume de la duquesa, la había abrazado de forma impulsiva y no había querido dejarla ir. La madre de Hart, Elspeth, había sido una mujer bella, pero con ojos atormentados. Hart se parecía un poco a ella, aunque Ian y Mac se parecían más. Hart y Cam tenían la mirada de su padre, un enorme hombre que nunca le gustó a Eleanor, pero que nunca la había tratado mal. Hart soltó el pendiente y levantó la mano de Eleanor hasta sus labios. Besó el dorso de sus dedos, el calor de sus labios quemaba su piel a través de los finos guantes. Eleanor se quedó muy quieta, agarrando los pliegues del resbaladizo chal, con el corazón martilleándole. Hart cerró los ojos cuando volvió a besar su guante otra vez, como si tratara de absorber su calidez a través de los labios. Esa misma tarde, Hart la había sujetado en un fuerte abrazo, había inmovilizado sus muñecas detrás de ella en un apretón imposible. Había mordido su labio inferior, pero no había sido burlón o juguetón. Había habido cruda necesidad en sus ojos. Y Eleanor no había tenido miedo. Había sabido que Hart no le haría daño. Podría romperle su corazón, sí; pero dañarla fisicamente, no. Esta noche, sin embargo, era todo suavidad. Hart tocó su labio, en el lugar donde se lo había magullado. Eleanor había cubierto la diminuta contusión con una sutil cantidad de maquillaje, pero Hart sabía exactamente donde la había marcado. — ¿Te hice daño? — susurró, alzando las cejas. Eleanor no pudo detener su lengua que salió como una flecha para tocar su labio. —No. —No me dejes nunca hacerte daño—, dijo. —Si hago algo que no te guste, di, “Para, Hart”, y lo haré. Te lo prometo. Sacudió la cabeza. —Nunca has hecho nada que no me gustara. — Se sonrojó una vez que lo dijo. Hart tocó su labio superior. —Soy un sinvergüenza. Lo sabes. Sabes todos mis secretos. —Realmente no. Sé que te gustan… los juegos. He llegado a comprender eso. Como en las fotografías. Aunque exactamente no se qué clase de juegos, siempre he tenido curiosidad por saberlo. Si creía que se lo contaría, ahí en el hueco de la escalera, iba a decepcionarse. —No, sin juegos—, dijo. —No contigo. Lo que quiero contigo…— Sus ojos brillaron. —Quiero cosas que no debería querer. Ahuecó su mejilla. Vio su pulso palpitante en la garganta, su cara enrojecida. Hart se contenía. Todos los pensamientos que pasaban por su cabeza, todo lo que quería y no podía decir, se reprimía. El movimiento de sus dedos, la rigidez de su cuerpo, el modo en que sus ojos se llenaban de sombras, le decían eso. Se acercó más. Eleanor olió su jabón de afeitar, el whisky que había bebido, y ligeramente detrás de esto, el perfume bastante horrible de la señora Murchison. Más cerca aún. Los ojos de Hart se cerraron cuando tocó su labio en el lugar en el que la había mordido. Sin embargo lo que le dolía era el pecho, Eleanor se mantuvo quieta, sorprendida de cuánto le dolía. Hart acariciaba sus labios, con el pulgar desde la comisura de su boca. Eleanor se alzó hasta él, probando su lengua que se introdujo en su dulce boca. Suavemente, suavemente, Hart todavía se reprimía. Sus labios eran suaves, secos hasta que su boca los mojó. Todavía le resultaba familiar, el gusto salvaje de él todavía le era familiar. Los años desaparecieron, y ellos encajaron, de nuevo. Los dedos de Hart eran fuertes, calientes, pero su boca aún era dura. Eleanor se apretaba contra él, deseaba tanto su cuerpo caliente que sentía hambre. “Di, detente, Hart, y lo haré”. Supuso que se lo debería decir si la encerraba con llave en algún lugar, como había hecho esa tarde, dejándola indefensa frente a él. Estaba indefensa ahora, y no tenía intención de decirle que parara. El chal se deslizó del débil apretón de Eleanor y cayó a sus pies. Hart se acercó más, sus muslos presionando contra su falda, su brazo firme alrededor de su cintura. Eleanor sintió su dureza a través de las capas de tela, su obvio deseo. Recordó la foto en la que vestido sólo con sólo su kilt, sonreía al dejarlo caer. Su cuerpo era hermoso. Quiso que se desnudara para ella otra vez, y sólo para ella, para nadie más. Eleanor sabía exactamente por qué la señora Murchison había dejado a su mano vagar hasta su trasero. Eleanor deslizó sus dedos allí ahora, por debajo de la levita, muy sutilmente, si llevaba algo debajo de la falda debía de ser muy fino. Eleanor colocó sus palmas sobre sus firmes nalgas, un agradable calor la embargó al sentir los fuertes músculos bajo la lana. Hart levantó la cabeza. Su mirada suave desapareció, y fue sustituida por la amplia sonrisa pecaminosa del joven Hart Mackenzie. —Diablesa—, dijo. —Todavía eres bastante atractivo, Hart. —Y tú todavía tienes fuego en tu interior. — Hart pasó la yema de un dedo sobre sus pestañas. —Lo veo. —En absoluto. Hacía bastante frío en Aberdeen. — ¿Y viniste a Londres para calentarte? Muchacha pervertida. Eleanor apretó sus nalgas otra vez, incapaz de detenerse. — ¿Por qué crees que vine a Londres? La incertidumbre centelleó en sus ojos, y sus cejas descendieron. Eleanor recordó el poder embriagador que había sentido devolviendole su broma. Hart no estaba acostumbrado a eso, quería ser el maestro en todas las situaciones. Cuando no sabía lo que Eleanor pensaba, se volvía salvaje. —Por las fotografías, dijiste. Y me dijiste que querías un trabajo. —Podría haber trabajado como mecanógrafa en Aberdeen. No tenía que venir a Londres para eso. Hart apoyó su frente en la suya. —No me hagas eso, Elle. No me tientes con lo que no puedo tener. —No tengo intención de tentarte. ¿Pero te preguntas por qué, verdad? Lo veo cada vez me miras. La mano de Hart acarició su mandíbula otra vez. —Olvidas que estás en peligro. Soy un hombre peligroso. Cuando sé lo que quiero, simplemente lo cojo. — ¿No querías a la señora Murchison? — Los ojos de Eleanor se abrieron asombrados. —Es una arpía. El vino no era necesario. —Me disgustó ver cómo te tocaba. Hart acarició la boca de Eleanor, mientras la fruncía, y la besó entonces. —Me gusta que te disgustara eso. ¿Salvándome para poderme tocar tú? Eleanor apretó su trasero otra vez. —Parece que no te opones. —Por supuesto que no me opongo. Nunca me opuse. — Otro beso suave. — Tienes dedos expertos, Elle. Lo recuerdo. Eleanor quería desmayarse, dejarse caer como el chal alrededor de sus pies. Hart Mackenzie era experto en gastar bromas, pero lo que habían compartido en el pasado le decia que esto era verdadero. ¿Si se lo preguntara, la acompañaría a su cuarto en el piso superior, y pasaría el resto de la noche en su cama, mientras recordaban cómo habían disfrutado ambos aprendiendo a conocer sus cuerpos? Antes de que pudiera hablar, Hart la levantó y la sentó en la barandilla. Eleanor gimió, sintiendo el espacio vacío a su espalda, pero los brazos de Hart la sostenían apartándola del peligro. Apartó sus faldas mientras se colocaba entre sus piernas, el chal olvidado estaba detrás de él en el suelo. —Me haces sentir vivo—, dijo Hart. La voz de Eleanor tembló. — ¿Es eso algo malo? —Sí—. Su mandíbula se apretó. —Tengo éxito porque me concentro. Me fijo en una cosa y hago todo lo posible para obtener esa cosa. Contra viento y marea. Tú… —, la sostuvo con un brazo mientras pasaba un dedo por sus labios. —Me haces perder esa concentración. Lo hiciste antes, y lo vuelves a hacer ahora. Debería devolverte a la sala de baile, fuera de mi vista, pero ahora mismo, todo que quiero hacer es contar tus pecas. Y besarlas. Y lamerlas… Hart depositó un beso en su pómulo, y otro y otro. Estaba haciéndolo, besaba cada una de sus pecas. Eleanor se inclinó un poco hacia atrás en sus brazos, sabiendo que no la dejaría caer. Se sentía caliente, salvaje, como él siempre la hacía sentir. Eleanor la solterona remilgada y correcta, la ayudante de su viudo padre, el modelo de Glenarden, sabía que le dejaría a Hart hacer con ella lo que quisiera, y ya se preocuparía de las consecuencias cuando tuviera tiempo. Sus labios encontraron los de ella otra vez, ahora con fuerza, dominando la caricia a su boca. Eleanor levantó los brazos hasta su cuello, y le devolvió el beso. Sus bocas se encontraron y se volvieron a encontrar, el ruido suave de los besos se desplazaba por el hueco de la escalera. Eleanor pasó una pierna a su alrededor y le acarició con el pie su duro muslo. Retrocedió un poco, en sus ojos brillaba una sonrisa. —Mi muchacha sinvergüenza—, susurró. —Nunca te he olvidado, Elle. Nunca. Eleanor se sentía tan disoluta como él la llamaba. ¿Pero por qué no? ¿Eran lo bastante mayores, verdad? Un viudo y una solterona, estaban por encima de la edad del escándalo. ¿Qué había de malo en un besito en la escalera? Pero esto no era inofensivo, y Eleanor lo sabía. Sus piernas se abrieron para él. Hart sabía dónde colocar su dureza, exactamente en el lugar correcto… — ¿Mackenzie? — Una voz subió a través de la barandilla, con una nota de sorpresa. Eleanor gimió y saltó y se habría caído, si no la hubieran sujetado los brazos de hierro de Hart. El mundo real se arremolinó detrás de ella como un viento frío, pero Hart simplemente levantó su cabeza y miró abajo de la escalera con impaciencia. —Fleming—, dijo. — ¿Qué quiere? —Mis disculpas por la interrupción—, respondió con sorna. —Siento ser tan completamente inoportuno. Eleanor reconoció la voz. Era David Fleming, uno de amigos más antiguos de Hart y camarada en la política. Cuando Hart comenzó a cortejar a Eleanor, David se había declarado enamorado de Eleanor también, abiertamente y sin recato alguno. A su favor se podía decir, que nunca había tratado de interferir en el noviazgo o robarle Eleanor a Hart, pero cuando ella rompió el compromiso, David corrió hasta Glenarden y pidió a Eleanor que se casara con él. Eleanor le había dado una cortés, pero firme, negativa. Le gustaba David, y había mantenido una cierta amistad con él, pero a éste le gustaba demasiado beber y jugar a los dados, hasta un punto depravado. Su afición por del juego político era la única cosa que le impedía seguir con sus vicios hasta el olvido, y Eleanor temía lo que le pasaría cuando el juego político dejara de tener interés para él. —Si pudiera salir usted, Mackenzie—, Fleming arrastraba las palabras —Tengo a Neely en mi carruaje. He hecho tanto como he podido, pero necesito su habilidad para hacerle entrar. ¿Le digo que vuelva en un mejor momento? Eleanor vio como Hart cambiaba desde el joven sinvergüenza del que había estado enamorada al desapasionado político que había llegado a ser. —No—, dijo. —Bajaré. David dio unos pasos hacia adelante, hasta ver las caras iluminadas... —Dios mío, si es usted, Eleanor. Hart bajó a Eleanor de la barandilla, y al ponerla de pie en el rellano, las faldas cayeron colocandose decorosamente. —Ya sé quién soy, Sr. Fleming—, dijo cuando recogió rápidamente el chal caído. David se apoyó contra la pared, sacó una petaca de plata y dio un trago. —¿Quiere que le golpee por usted, Elle? Después de que consigamos a Neely, por supuesto. Necesito a Hart para eso. He tardado un maldito infierno en llegar con esto tan lejos. —No es necesario—, dijo Eleanor. —Está todo bien. Sentía fija en ella la oscura mirada interesada de David, desde la planta baja. —Amo odiarle—, dijo, señalando a Hart con su petaca. —Y odio amarle. Pero le necesito, y él me necesita, y por lo tanto, tendré que esperar antes de matarle. —Eso parece—, contestó Eleanor. Eleanor no miró a Hart cuando bajó la escalera, pero sentía su calor detrás. David guardó su petaca, cogió por el codo a Eleanor cuando llegó al último escalón y la acompañó el resto del descenso. —Francamente, Elle—, dijo. —Si necesita que la proteja de él, sólo tiene que decírmelo. Eleanor bajó la escalera hasta el final y se soltó de su agarre. —No se preocupe por mí, Sr. Fleming—, dijo, dirigiéndole una sonrisa. —Puedo cuidar de mí misma, siempre lo he hecho. —No sé como lo hace. — David soltó un suspiro infeliz y levantó la mano de Eleanor a sus labios. Eleanor le sonrió, se apartó y se apresuró a entrar a la sala de baile con el chal, sin mirar hacia atrás a Hart. Pero sentía que éste la contemplaba, sentía su cólera en su fija mirada y esperaba que no se desatara esa cólera contra el pobre Sr. Fleming. El carruaje de David Fleming era ostentoso, como él mismo. El remilgado Sr. Neely, un soltero de hábitos espartanos, parecía fuera de lugar en él. Se sentaba muy derecho, con el sombrero sobre sus huesudas rodillas. —Disculpe el carruaje—, dijo Fleming sentándose enfrente, cuando vio que el Sr. Neely echaba un vistazo con repugnancia. —Mi padre era avaro y extravagante al mismo tiempo, y es heredado. Hart, por su parte, no podía estabilizar su respiración. Tener a Eleanor caliente en sus brazos, con ella alzando la vista hasta él con absoluta confianza, le había conmocionado y hecho olvidar todo lo demás. Si Fleming no hubiera interrumpido, Hart la habría poseído esa noche. Quizás allí mismo en la escalera, con la posibilidad de que alguno de los invitados alzara la vista y los viera, lo que lo hacía doblemente emocionante. Su duro pene se había desinflado un poco cuando David le había llamado, pero pensar en Eleanor sobre la barandilla, con su pie deslizándose sobre su trasero, hacía que volviera a excitarse. Presta atención. Lanzamos la red a Neely, y lo pescamos con una docena de seguidores leales, apartándoles de Gladstone. Le necesitamos. Fleming tenía razón al ir a buscarme, él es demasiado decadente para el gusto de Neely. El reformado Hart Mackenzie, por otra parte, que raramente tocaba a una mujer en esa época, podría persuadir a un remilgado soltero. Nada como un calavera reformado para provocar a un puritano. Neely miró desaprobadoramente a David, cuando éste encendió un puro, recostándose en el asiento e inhalando el humo con placer. David raramente se molestaba en controlar sus apetitos, pero Hart sabía que David tenía una mente tan aguda como una navaja de afeitar detrás de su aparente depravación. —El Sr. Fleming cree que puede comprar mi lealtad—, dijo Neely. Frunció el gesto con el humo y tosió en un pequeño puño. David tenía bien preparada la presa, observó Hart. —El Sr. Fleming puede ser muy ordinario—, dijo. —Es debido a su educación. Neely miró a Fleming con animosidad. — ¿Qué quiere? —, preguntó a Hart. —Su ayuda—. Hart extendió las manos, las palabras acudían con facilidad a sus labios mientras su cuerpo se recostaba y ansiaba a Eleanor. —Mis reformas, Neely, golpearán directas al corazón de asuntos que le interesan a usted. Odio la corrupción, lamento mirar a otro lado mientras que los seres humanos son explotados en nombre del enriquecimiento de la nación. Detendré tales cosas, pero necesito su ayuda para hacerlo. No puedo trabajar solo. Neely pareció aplacarse ligeramente. Hart sabía que lo mejor para apelar a él, no era ofrecerle la adquisición de poder o riqueza — Neely era rico, un caballero inglés de clase media – alta, con arraigadas ideas acerca de su lugar en la sociedad. Desaprobaba el estilo de vida salvaje de David y la enorme finca de Hart, pero no les condenaba completamente. No era su culpa. Hart era un duque, David el nieto de un par. Pertenecían a las clases aristocráticas y no podían evitar sus excesos. Neely también creía que el deber de las clases altas era mejorar la vida de las clases bajas. Quería que siguieran siendo campesinos, por supuesto, pero felices y bien cuidados campesinos, para mostrar al mundo que al menos en Inglaterra practicaban “la nobleza obliga”. Neely nunca soñaría con beberse una pinta en el bar con un minero o en contratar a un carterista cockney como ayudante de cámara de su hermano. Pero seguramente lucharía por mejores salarios, precios más baratos para el pan y condiciones laborales menos peligrosas. —Sí, bueno—dijo Neely. —Tiene algunas ideas excelentes para la reforma, Su Gracia. — Humedeció sus labios, mirando primero a David, y después a Hart. David detectó la mirada y a su vez miró a Hart con disimulo. — ¿Quizás podamos endulzar el pote, eh? —preguntó David. —Presiento que desea preguntarnos algo. Está en confianza. Las palabras no saldrán de estas paredes. — Acarició el mullido terciopelo al lado de su cabeza. Hart esperaba que Neely pidiera otro impuesto sobre la aristocracia o su ayuda en uno de sus proyectos favoritos, pero los sorprendió diciendo, —Deseo casarme. Hart levantó sus cejas. — ¿Usted? Mis felicitaciones. —No, no. Quiero decir, que deseo casarme, pero no conozco ninguna candidata soltera. ¿Quizás, Su Gracia, con un amplio círculo de amistades, podría presentarme en alguien conveniente? Mientras Hart disimulaba su irritación, David dio una gran calada de su puro, lo apartó y miró a Hart entre el humo. — ¿Quizás lady Eleanor podría ayudarnos? Conoce a cada dama soltera de todo el país. Neely se reanimó con la mención de un título. — ¿Sería esa dama tan amable? David volvió a llevarse el puro a la boca, y Hart le miró irritado. Aunque Eleanor reconocía que muchas mujeres de su clase se casaban para establecer conexiones sociales o financieras, no estaría muy contenta de introducir al mojigato y snob Neely entre sus amigos. —Tengo que advertirle—, dijo Hart a Neely, —que aún cuando lady Eleanor consienta en ayudarle, sería necesario que la joven elegida aceptara su petición de mano. Un matrimonio es una cosa demasiado nebulosa para garantizarla. Neely pensó en eso y movió la cabeza. —Sí, ya veo. Bueno, señores, consideraré las cosas. Hart sintió que el pez se escabullía. Pero no tenía interés en trillar Inglaterra para encontrarle una novia a ese hombre. Tendría que recurrir a las amenazas, y no era exactamente lo que quería hacer esta noche. Antes de que pudiera hablar, David apagó el cigarro y dijo, —Díganos lo que realmente quiere, Neely. Hart echó un vistazo a David sorprendido, entonces se preguntó cómo no había visto las señales. Neely estaba nervioso, mucho más que un hombre que sólo busca conocer a una mujer adecuada. La cabeza de Hart no estaba en ese juego esta noche. Por supuesto que no. Sus pensamientos estaban en el hueco de la escalera con Eleanor, su respuesta inmediata pero inocente, el gusto de su boca, el olor de su piel… —Estaba a punto de pedir algo más, antes de que se decidiera por el tema seguro del matrimonio—, dijo David, logrando atraer la atención de Hart. —Admítalo. Está entre amigos. Mundanos, además. En otras palabras, puede ser honesto con nosotros, porque somos tan malos como cualquier caballero podría serlo. Y posiblemente no nos logrará impresionar. Neely se aclaró la garganta. Comenzó a sonreír, y Hart se relajó. David había encontrado un punto de camaradería con él. Ahora lograría subir el pez al barco. Neely miró a Hart. —Quiero hacer lo que usted hace. Hart frunció el ceño, sin entender. — ¿Qué hago? —Con mujeres. — Los ojos de Neely brillaban con expectación. —Ya sabe. ¡Ah, Dios Mío! —Esto fue en el pasado, Sr. Neely—, dijo Hart con tranquilidad. —Me he reformado. —Sí. Muy admirable. — dijo Neely fríamente. —Pero sabrá dónde puedo encontrar tales cosas. Me gustan las damas. Me gustan muchísimo, pero soy un poco tímido. Y no tengo ni idea de cómo acercarme a ellas para… ciertas cosas. Encontré a un tipo en Francia que me dijo que le puso un cabestro a una y la montó como a un caballo. Me gustaría…, me gustaría muchísimo intentar algo así. Hart se esforzó por esconder su repugnancia. Lo que Neely preguntaba no tenía nada que ver con los placeres exóticos que Hart había aprendido y disfrutado. Neely preguntaba por lo que creía que a Hart le gustaba, usar a las mujeres, quizás haciéndoles daño, para su placer. Lo que Neely quería era una perversidad, y no tenía nada que ver con el arte que Hart practicaba. Lo que Hart hacía se basaba en la confianza, no en el dolor, Hart prometía la alegría más exquisita a la mujer que se rindiera a él por completo. Había aprendido a entender lo que cada mujer quería exactamente y sabía exactamente como dárselo, y como lograr que llegara al orgasmo sana y salva. Una dama nunca tenía nada que temer cuando estaba al cuidado de Hart. Sin embargo, ese arte podría ser peligroso, y un pervertido inexperto como Neely podría hacer realmente daño a alguien. El pensar en que Neely asumía que Hart disfrutaba causando dolor, le enojó. Ese hombre era un idiota. Pero Hart necesitaba los votos que ese hombre le proporcionaría. Se tragó su cólera y dijo, —la Sra. Whitaker. —Ah—. David sonrió e hizo gestos con el puro. —Excelente opción. — ¿Quién es la Sra. Whitaker? —preguntó Neely. —Una mujer que cuidará muy bien de usted—, dijo Hart. La Sra. Whitaker era una prostituta que sabía cómo contener a hombres sobreexcitados como Neely. —David le llevará a su casa. Neely parecía impaciente y temeroso al mismo tiempo. — ¿Quiere decir ahora mismo? —No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy—, dijo Hart. —Le dejaré en manos del Sr. Fleming. Buenas noches, Sr. Neely. Debo volver con mis invitados. —Perfecto—. Neely hizo una reverencia en su asiento, pero no le dio la mano. Nunca pensaría que fuera apropiado estrechar la mano a un duque. —Se lo agradezco, Su Gracia. David y Hart se echaron otra mirada, y Hart abrió la puerta. Salió con alivio del carruaje lleno de humo, y David estiró sus piernas hasta el asiento que Hart había desocupado cruzando sus tobillos, la imagen misma de la decadencia. Un lacayo cerró la puerta y el carruaje se alejó. El aliento de Hart produjo vapor en la frialdad de la noche, pero su casa brillaba con luz y calor. La música, las voces y la risa salían por la puerta principal. Hart regresó dando zancadas mucho más contento de lo que había salido. Quería ver a Eleanor. Tenía que verla. Necesitando sus cálidos ojos azules y su amplia sonrisa, su charla efusiva como una lluvia repentina en un día caluroso y seco. Quería que su belleza anulara la fealdad de Neely, quería volver al placer inocente de besar sus pecas, que sabían como la dulce miel. Allí estaba, con el vestido verde botella que por la razón que fuera resaltaba el azul de sus ojos, los pendientes de esmeralda que habían pertenecido a su madre colgando de sus orejas. Un extraño alivio embargó a Hart cuando la miró, como si el baile, la reunión con Neely y todo, no fuera nada, y sólo Eleanor fuera real. Charlaba animadamente, ya que Eleanor no era nada tímida, con damas y caballeros, y gesticulaba con un abanico que parecía haberse agenciado. O quizás había colgado de su muñeca la noche entera; Hart no podía recordarlo. El abanico cerrado resultaba perfecto colocado en horizontal, cuando quería resaltar un punto. Después se lo llevaba hasta los labios. Hart se puso duro como una piedra. Se agarró al marco de la puerta de la sala de baile para evitar caerse. Queria a Eleanor para todos esos placeres oscuros, por los que había desdeñado a Neely, pero este no los entendía. Quería que se rindiera en sus manos, que confiara completamente en él, mientras cogía el abanico y la tocaba con él. Quería ver su asombro cuando descubriera el profundo placer que un simple toque podía proporcionar, su profundidad y amplitud. La quería ahora. Hart se apartó del marco de la puerta, saludando con pequeñas inclinaciones de cabeza a aquellos que trataban de atraer su atención y se dirigió hacia Eleanor. Jennifer Ashley La Perfecta Esposa del Duque Highland Pleasures 04 CAPÍTULO 7 Eleanor le vio venir por el rabillo del ojo. Hart parecía un toro enfurecido o al menos un Highlander enfurecido con kilt. Su pelo corto estaba despeinado, la luz en sus ojos era dura, y aquellos que intentaban hablar con él se apartaban de su camino. Las cosas con ese Sr. Neely no debían haber ido bien. Hart siguió su camino hacia ella, como si pensara alzarla sobre su hombro, como hizo en la casa High Holborn, y llevársela. La fuerza de él cuando lo hizo la había impresionado al mismo tiempo que la había enfurecido. Hart se detuvo delante de ella, sin hacer nada escandaloso, pero la tensión en su cuerpo se derramaba sobre el suyo. Miró a Eleanor tan fijamente como un águila y levantó su gran mano enguantada. —Baila conmigo, Elle. La orden se escapó de su boca, Eleanor sabía que realmente no quería bailar. Pero estaban en un baile lleno de gente, un lugar donde Hart no podía demostrar lo que realmente quería. Eleanor echó un vistazo a su mano ofertada. —Hart Mackenzie nunca baila. Lo tiene a gala y es conocido por ello. —Estoy preparado para darles a todos una sorpresa. Eleanor no estaba segura de lo que veía en sus ojos, rabia, necesidad, y otra vez que un triste vacío. Algo le hacía daño. Tuvo el presentimiento de que si rechazaba esa simple solicitud, el golpe borraría cada trozo del nuevo entendimiento que habían conseguido. —Muy bien—, dijo, colocando su mano en la suya. —Vamos a sorprender al mundo. Hart sonrió abiertamente, el hombre peligroso quedó atrás. —Tengo tu palabra—. Casi estrujó la mano de Eleanor cuando la empujó al fondo de la sala de baile. —Vamos a bailar un vals, lady Elle. —Es un reel escocés—, dijo. Los violines y los tambores marcaban un ritmo estridente. —No por mucho tiempo. Mac e Isabella dirigían el reel, damas y caballeros rompían y rehacían círculos alrededor ellos. Hart anduvo con Eleanor directamente al director de la orquesta y golpeó con sus dedos al hombre. Los violines trastabillaron en el alto, mientras Hart hablaba con el director en voz baja, entonces el hombre asintió con la cabeza y levantó su batuta otra vez. Los compases iniciales de un vals de Strauss llenaron el cuarto, y los bailarines miraron alrededor confundidos. Hart llevó a Eleanor al centro del salón con su gran mano en su pequeña espalda. La orquesta cobró fuerza, y las damas y los caballeros desconcertados comenzaron a formar a parejas. Hart entró en el vals con el compás del tema principal, tirando de Eleanor fácilmente hacia él. Se giraron cuando pasaron al lado de Mac e Isabella, que seguían en el lugar donde se habían quedado al acabar el reel. — ¿Qué rayos te pasa, Hart? —le preguntó Mac. —Baila con tu esposa—, contestó Hart. —Encantado. — Mac, sonrió abiertamente, abrazó a Isabella y la hizo girar. —Vas a conseguir que todo el mundo hable de nosotros—, dijo Eleanor cuando Hart la movía hacia al centro de la sala de baile. —Tendrán que hacerlo. Deja de mirarme como si tuvieras miedo de que te pisara los pies. ¿Crees que nunca bailo porque he olvidado cómo se hace? —Creo que tú haces siempre lo que quieres por tus propios motivos, Hart Mackenzie. No, Hart no había olvidado cómo bailar. El salón estaba lleno de gente, pero Hart giraba entre los otros bailarines sin peligro impulsándola con fuerza. Su mano la sujetaba con fuerza por la cintura, con la otra firmemente atrapada dentro de su mano enguantada. Su musculoso hombro se movía debajo de la mano de Eleanor y el contacto la electrificó. Hart la llevó al fondo de la sala de baile, haciéndola girar y girar. El enorme y opulento salón giró ante sus ojos, y vio a los borrosos invitados que les miraban asombrados. Hart Mackenzie nunca bailaba, y ahora lo hacía con lady Eleanor Ramsay, la mayor solterona de la reunión, la que le había rechazado unos años antes. ¡Y cómo bailaba! No con educado aburrimiento, sino con energía y fervor. La mirada de Hart decía que le importaba un comino lo que nadie pensaba. Que estaba bailando esa noche con Eleanor y el mundo podía desaparecer. Los pies de Eleanor se movían ligeros y aún más ligero notaba su corazón. Quería echarse hacia atrás en sus brazos y reír y reír. —Bailamos el vals la primera noche que nos encontramos—, dijo alzando la voz sobre la música. — ¿Lo recuerdas? Dimos mucho que hablar en la ciudad, el decadente Lord Hart eligiendo a la joven Eleanor Ramsay. Fue delicioso. La mirada desnuda en los ojos de Hart no desapareció. —Esa no fue la primera vez que nos encontramos. Tenías nueve años y yo tenía dieciséis. Estabas en Kilmorgan, tratando de tocar una melodía en nuestro piano de cola. —Y te sentaste a mi lado para enseñarme cómo tocarla —. Eleanor se rió del recuerdo, el alto Hart, tan guapo con su levita y su kilt, con un aire de arrogante confianza. —Del modo más condescendiente posible, por supuesto. Un joven de Harrow que se dignaba a mirar a un niño. —Eras una mocosa diabólica, Elle. Tú y Mac metisteis ratones en mis bolsillos. Eleanor se rió mientras la sala de baile giraba a su alrededor. —Sí, fue tremendamente divertido, no creo que haya vuelto a correr nunca tan rápido como entonces. Sus ojos eran hermosos cuando se reía, brillantes y azules como un lago escocés iluminado por el sol. Hart había querido castigar él mismo a Mac por los ratones, pero su padre había descubierto la travesura y había tratado de golpear a Mac sin conocimiento. Hart le había detenido y más tarde había recibido una paliza en nombre de su hermano. La sonrisa de Eleanor borró la nube de su memoria. Bendita fuera, siempre lograba hacer eso. —Quería decir que bailamos el vals la primera noche que nos encontramos correctamente—, dijo. —Llevabas el pelo rizado. — Hart la acercó más, el espacio entre sus cuerpos disminuyó. —Te vi sentarte con las matronas, parecías remilgada y respetable, y te desee mucho. Hart sintió la curva flexible de su cintura bajo su mano, su cuerpo caliente mientras un rubor coloreaba su cara. Nada había cambiado. Hart todavía la deseaba. Eleanor sonrió como le había sonreído aquella noche hacía mucho, impertérrita y audaz. —Y luego no hiciste nada malvado en absoluto. Me sentí decepcionada. —Eso es porque sólo soy malvado en privado. Ya lo fui en la terraza, y en el cobertizo para botes, y en la glorieta. Las mejillas de Eleanor estaban deliciosamente rosadas. —Doy gracias al Cielo de tener público aquí. Hart se detuvo. Las parejas casi chocaron con ellos, pero continuaron bailando, sin decir nada. Hart Mackenzie era el excéntrico Duque de Kilmorgan, eran sus invitados y todo lo que hiciera en su propia casa se debía tolerar. Hart condujo a Eleanor rápidamente por la pista. —Tomo esto como un desafío—, dijo cuando alcanzaron una esquina más tranquila. —Búscame en la terraza en diez minutos. Eleanor, siendo Eleanor, abrió su boca para preguntar por qué, pero Hart hizo una formal reverencia y se alejó de ella. Diez insoportables minutos más tarde, Hart anduvo a zancadas a través de un vestíbulo de la parte de atrás de la casa, asustando a un lacayo y a una criada que también robaban un momento privado, y salió a través de una puerta lateral a la terraza. Estaba vacía. Hart se detuvo, su aliento echaba vapor. El frío y la desilusión le golpearon como un puñetazo. — ¿Hart? El susurro vino de las sombras, y luego Eleanor salió de detrás de una columna. —Si querías una reunión secreta, ¿no podías haber elegido un salón? Hace un condenado frío aquí fuera. El alivio que sintió amenazaba con ahogarle. Hart acercó a Eleanor contra él, y le dio un beso rápido, feroz, y luego la llevó rápidamente bajando de la terraza al jardín, rodeando la casa, hasta una puerta que conducía a una escalera. Bajaron por las traseras de la casa y siguieron por un pasillo pintado de blanco. En el pasillo no había criados, todos ocupados en el baile y la cena que Hart había organizado para trescientos invitados. Hart remolcó a Eleanor a través de otra puerta a la lavandería que estaba caliente por el vapor. No había ninguna luz allí, pero mucha luz de los faroles de gas del paseo se derramaba desde las ventanas. Un lavadero enorme estaba en el extremo del cuarto, con grifos para llenarlo con agua caliente de la caldera que estaba al otro lado de la pared. Las tablas de planchar estaban dobladas en una esquina y las planchas esperaban pacientemente en anaqueles, para ser calentadas en la pequeña estufa. En una mesa larga, estaba toda la ropa limpia de lino blanco, planchada y doblada para ser distribuida por los dormitorios de arriba. Hart cerró la puerta, encerrándolos en el húmedo calor. Deslizó sus manos por los hombros desnudos de Eleanor, sin gustarle lo fría que ella estaba. La conversación con Neely le había dejado un mal gusto en la boca. Hart había sido consciente de que la gente creía que era como Neely, un buscador de placeres cuestionables a expensas de los demás. Hart nunca se había preocupado antes de lo que la gente pensaba de él. Por qué el más bien desagradable afán de Neely le había molestado tanto esa noche, no lo sabía. No, sí lo sabía. No quería que Eleanor creyera que era un hombre como Neely. — ¿Sobre qué deseas hablarme tan en privado? —preguntó Eleanor. — ¿Puedo suponer que no persuadiste al Sr. Neely, de ahí tu humor? —No, Neely capituló—, dijo Hart. —David está con él. —Felicitaciones. ¿Siempre te dejan esa cara las victorias? —No—. Hart acarició sus hombros. —No quiero hablar de Neely o de victorias. — ¿Entonces sobre qué deseas hablar? — Le dedicó una de sus miradas tímidamente inocentes. — ¿Los arreglos florales? ¿No fueron suficientes los volovanes en la cena? Como respuesta, Hart enganchó sus dedos en lo alto de su guante largo, los botones saltaron cuando lo fue bajando hasta la muñeca, abajo, abajo, abajo. Besó el interior expuesto de su muñeca, luego lo besó otra vez. Cálida, dulce Eleanor. Quería bañarse en ella y limpiarse de todas las cosas que había hecho y todas las cosas haría en nombre del éxito de llamarse a sí mismo primer ministro. Había comenzado con la cena y el baile del Duque que trata de persuadir a aquellos que le ayudarían a alcanzar el poder. Había concluido como un hombre capaz de hacer un trato con el diablo para conseguir su voto. No quería ser esa persona nunca más. En este momento, quería estar con Eleanor y dejar fuera al resto del mundo. Los ojos de Eleanor se ablandaron cuando la levantó hasta él y besó sus labios abiertos. Algo saltó entre ellos. Chispas. Siempre chispas. Hart la besó en su labio inferior, recreándose en el lugar donde la había mordido. Un retazo de oscuridad bailó en algún sitio en su interior, pero no se dejaría arruinar por eso. No con los suaves labios de Eleanor, su boca caliente y respondiendo. Dulce y sensible, así era Eleanor, y además tenía un corazón de acero. Hart besó su garganta y luego su hombro, su piel sudorosa con su salvaje baile. No era bastante. No era bastante. Hart la levantó en sus brazos y la colocó en la mesa sobre la ropa amontonada de la lavandería. Antes de que Eleanor pudiera protestar, estaba sobre ella apoyado en sus manos y rodillas, con ella tumbada sobre su espalda. —Arrugarás la ropa—, se esforzó en decir. —Costó mucho plancharla. —Pago a mis criados los salarios más altos en Londres. —Por aguantarte a ti. —Para que me dejen violar a mi amor sobre un montón de ropa limpia—. Hart cogió un par de calzones de debajo de su hombro, calzones de señora, hechos de fino lino y adornado con encajes. —Tuyos, creo. Eleanor trató de arrebatárselos. —Hart, por todos los Santos, no puedes agitar mis bragas. Hart los sostuvo fuera de su alcance. — ¿Por qué están tan desgastados? — El lugar que tapaba su trasero estaba casi transparente y el encaje de las aperturas de las piernas había sido remendado muchas veces. Cogió la camisola a juego, también de tela fina, pero remendada con cuidado durante años. —Isabella tiene que equiparte de ropa interior. —Lo puedo hacer yo misma—, dijo Eleanor orgullosa. —Me compraré algo de ropa interior con mi sueldo. —Deberías tener un cuarto lleno de ropa nueva. Tira éstos. —Tendré que hacerlo si los rompes. —No me tientes. — Hart se pasó la camisola por su mejilla. —Éstos son de lino. Quiero verte con seda. —La seda es cara. El lino es más práctico. Y no deberías verme tampoco. Hart levantó los calzones otra vez. —Cuando te los pongas mañana, piensa en mí. — Presionó un beso en la desgastada tela que cubriría sus nalgas. Los ojos de Eleanor se ensancharon. —…culo. — ¿Culo? ¿Es un juego de palabras? —Eres horrible. —Nunca pretendí ser otra cosa. — Hart dejó caer los calzones en el montón y perdió su sonrisa. —Me haces perverso, Elle. Cuando entro en un cuarto y estás en el, todo y todos desaparecen. —Entonces no debería entrar en un cuarto si yo estoy dentro. Tienes mucha responsabilidad ahora. —Y volviste a mi vida cuando estoy preparado para alcanzar mi mayor éxito. ¿Por qué? —Para ayudarte. Te lo dije. Hart se inclinó sobre ella, examinando sus ojos azules. —Creo que Dios juega conmigo. Busca venganza. Eleanor frunció el ceño. —No creo que Dios haga eso. —Lo hace conmigo, siempre he tenido al diablo en mí. Tal vez te enviaron para salvarme. —Lo dudo mucho. Nadie podría salvarte a ti, Hart Mackenzie. —Bueno. No quiero que me salves. No ahora mismo. — ¿Entonces qué quieres? — preguntó. — Quiero que me beses. Los ojos de Eleanor se ablandaron. Pasó sus brazos alrededor de su cuello, y Hart se olvidó de la oscuridad, se olvidó de Neely, se olvidó de todo excepto de Eleanor. Sus bocas se encontraron en el silencio del cuarto, Eleanor acalorada. La ropa resbaló y se cayó cuando Hart la acostó del todo y presionó su rodilla entre sus faldas. Tenía muchas ganas de arrancarle las faldas y el miriñaque que la mantenían separada de él. Desde ahí, sería fácil quitarle sus calzones y estar dentro de ella en un rápido empuje. Y luego podría estar con ella, completamente. Encontrar su calor, haciéndose uno con la mujer que siempre había querido. Ansiado. Durante años. Si se lo preguntara cortésmente, diría que no. Así que, tendría que ser descortés. Hart le quitó el guante del todo y presionó un duro beso en su palma. Envolvió el guante una vez alrededor de su muñeca y luego alrededor de la suya. Eleanor le miró, asustada, insegura de lo que quería decir con ello. Hart no estaba seguro tampoco. Sólo quería acercarla, y que se quedara unida a él. El extraño lazo del guante transmitió calor a través del cuerpo de Eleanor. Notaba el peso de Hart encima de ella, y el guante alrededor de ambas muñecas les ligaba: él a ella, ella a él. Había enseñado a Eleanor a besar hacía mucho tiempo. Le mostró cómo separar sus labios, cómo dejarle entrar en su boca. Había dejado a ese hombre que despacio, muy despacio tomara toda su inocencia. La sedujo, la enseñó a ceder ante su propio deseo y no tener miedo. —Elle—, susurró. Respiraba con esfuerzo. Hart había dicho su nombre así durante el día en la glorieta en Escocia cuando la había acostado y la había besado a la luz del sol. Le había dicho que la deseaba y exactamente cómo la deseaba. Eleanor se había reído, complacida con su poder. Eleanor Ramsay, tenía al gran Hart Mackenzie de rodillas. Tonta Eleanor, tonta. Nunca había tenido poder sobre Hart, y ese mismo día, lo había demostrado. Lo demostraba otra vez. La besó en su escote, su aliento calentaba su piel desnuda, su pelo como la seda áspera. Encontró que su mano subía para acariciarle el pelo, no la había mandado hacer eso. Él la destrozaría. Otra vez. Hart, no. Déjame ir. Las palabras no salieron. Hart besó su garganta, sus labios persistentes, marcándola. Había pasado calor con el baile, mucho frío en su breve estancia en la terraza y ahora ardía por dentro. El cuerpo de Hart apretado contra el suyo. Hart Mackenzie, otra vez en sus brazos, donde pertenecía. Levantó la cabeza, sus ojos dorados oscurecidos. —Te había perdido, Elle. Te había perdido. El haberte perdido me rompió el corazón. Hart la besó otra vez, y Eleanor sabía que se rendiría. Esta noche, le dejaría tenerla, sin que importara el coste. Se asustó de cómo tan fácilmente iba a sucumbir. El guante envuelto alrededor de sus muñecas la hizo temblar. Más aún cuando Hart levantó su mano atada y presionó un beso en el interior de su muñeca. Siguió eso con una lamida y luego un suave mordisco. La mordió otra vez, entonces levantó su cabeza. —Elle, quiero… —Lo sé. —No, no lo sabes. No puedes. — Sacudió su cabeza. —Eres la propia inocencia, y yo soy la encarnación del diablo. Sonrió, su corazón se aceleró. —Eres un poco diabólico, lo admito. —No tienes ni idea de lo que un hombre como yo quiere. —Tengo alguna idea. Recuerdo la glorieta. Y tu dormitorio arriba, y en Kilmorgan. — Tres veces le había hecho el amor Hart Mackenzie; tres veces en su vida creyó que moriría de felicidad. —Entonces eras inocente. Me contenía, porque no quería hacerte daño. Hart se contenía ahora. Eleanor vio algo desesperado en sus ojos que no entendió. Anhelaba alcanzarle pero no podía. —Me digo que eres algo precioso y rompible—, dijo. —Pero tienes un fuego en tu interior que quiero tocar. Quiero enseñarte mis juegos diabólicos y traer ese fuego a la vida, enseñarte lo que ese fuego puede ser. —Eso no suena mal. —Podría serlo, Elle. Puedo ser muy malo. —No tengo miedo—, dijo, todavía sonriendo. La risa de Hart estaba llena de calor. —Eso es porque no me conoces realmente. —Sé más de lo que piensas. —Me tientas cada vez me miras. Tú con ese abanico—. Hart lo recogió de la mesa de la lavandería y lo tiró al otro extremo del cuarto. Eleanor levantó su mano como protesta. — ¡Cielos!, Hart, si has roto ese….Los abanicos son caros. —Te compraré uno nuevo. Te compraré un carro lleno, si me prometes no volver a usarlo nunca como lo hiciste esta noche, diciéndome a mí y a cada hombre en el cuarto que querías que te besaran. Sus ojos se abrieron asombrados. —No hice tal cosa. —Te diste varios toques con esa maldita cosa en los labios y miraste tímidamente sobre él. —No lo hice. —Me hizo desearte tanto como para amarte allí mismo en la sala de baile. Quiero amarte ahora. Te quiero desnuda en esta mesa, y quiero… Comprobó sus palabras, y el pulso de Eleanor se aceleró. — ¿Qué quieres? Hart la miró con ojos que eran como la lava. —Lo quiero todo. Ser tu amante de todos los modos. Quiero ir a tu dormitorio cada noche y enseñarte cosas que te impresionarán. Mejor cierra con llave tu puerta, Elle, porque no sé cuánto tiempo me podré mantener alejado. Su sonrisa era pecaminosa, el hombre que había conocido antes aparecía finalmente. Pero tenía razón; durante todos aquellos años, Hart se había contenido. Eleanor había vislumbrado a veces su hambre intensa cuando la miraba, que enmascaraba rápidamente. —Te lo dije, no tengo miedo—, dijo. —No soy una señorita virginal, buscando refugio y protección. Después de todo, soy la que le dijo a Ainsley que se debería fugar con Cameron. — ¿Tú, zorra? —Vino a pedirme consejo, ya que tenía experiencia con los Mackenzie. Hart alisó el pelo de Eleanor, su toque se hizo tierno. —Te deseo. Eres lo que he deseado cada día desde que te encontré. Siempre has sido tú. Y por eso tienes que levantarte de esta mesa y huir de mí. Ahora —Pero… Hart la apretó contra él para otro beso que obligó a su boca a abrirse para él. Sus dientes mordían sus labios, pero su cuerpo se le acercó más y su boca respondió, enredándose y acariciándole. La soltó de repente, y ella retrocedió en la lavandería, sin aliento, le palpitaba el labio donde se lo había magullado. El hacía que se sintiera relajada, liberada. Acarició su brazo conmovida al sentir sus músculos debajo de su chaqueta. Hart se inclinó para susurrar en su oído. —Te tienes que mantener lejos de mí, Eleanor Ramsay. Dices que no necesitas protección, pero eso es exactamente lo que realmente necesitas. De mí. La besó otra vez, un beso duro, exigente. De repente, sintió que él liberaba su muñeca, el guante cayó sobre su pecho. Hart besó sus labios una vez más mientras se apartaba de ella y se ponía de pie. Eleanor se sentó, agarrando el guante, tratando de contener su respiración. Hart colocó su mano sobre sus rizos, luego inclinó la cabeza para otro beso. El hambre ardía en sus ojos, un hambre tan feroz que Eleanor sabía que debería estar asustada, pero no lo estaba. Hart la deseaba, aún después de todos esos años, y eso hacía que estuviera caliente y excitada. Le vio luchar contra su hambre, le vio someterla bajo su férreo autocontrol. Tocó un pendiente de esmeraldas que colgaba de su oreja y osciló. —Guarda los pendientes—, dijo. —Te favorecen. Entonces Hart se alejó, sin añadir nada, sin adioses. Cerró de golpe la puerta y anduvo a zancadas por el iluminado pasillo, dejando a Eleanor sola y temblando en una mesa llena con la arrugada colada. Hart fue a su comedor privado a la mañana siguiente del baile, y lo encontró lleno de gente. Había tratado de vencer el sueño unos minutos después de que el baile hubiera terminado, pero se había rendido, porque Eleanor había invadido sus sueños. En ellos habían estado bailando y bailando, pero su vestido verde se había deslizado hacia abajo con cada vuelta, revelando sus pechos hermosos y más llenos. Al mismo tiempo, había bailado alejándose, fuera de su alcance. Eleanor se había reído de él, sabiendo su deseo, sabiendo que no la podía tener. Hart miró con irritación alrededor del cuarto mientras iba hacia el aparador, tenía un hambre feroz. — ¿No tenéis ninguno de vosotros casas? Mac levantó la vista desde el extremo de la mesa, donde extendía mermelada en la tostada para Isabella, que estaba a su lado. Isabella no prestó ninguna atención a Hart, siguió garabateando en el pequeño cuaderno que siempre llevaba con ella. Mac había acusado a Hart de organizar cosas hasta muerto, pero Isabella y sus listas podrían derrotar a Hart cada vez. Ian estaba sentado hacia la mitad de la mesa, con un periódico extendido ampliamente delante de él. Ian podría leer extraordinariamente rápido si no se detenía en algo, y pasó dos páginas en el lapso de tiempo en que Hart levantó las tapas de las bandejas y se sirvió en su plato huevos y salchichas. Lord Ramsay estaba sentado frente a Ian también leyendo un periódico, pero mucho más despacio, absorbido en cada página. Eleanor era la única persona que faltaba, y su ausencia puso a Hart más irritable. Lord Ramsay dijo, sin alzar la vista, —Realmente tengo una casa, pero creía que era su invitado. —No me refería a usted, Ramsay. Me refería a mis hermanos, que tienen casas. Isabella miró a Hart despreocupada con sus ojos verdes. —Los decoradores han empezado con los dormitorios. Te lo dije. Sí, Hart lo sabía. Ian, por otra parte, tenía una casa grande en Belgrave Square, que Beth había heredado de la vieja señora quisquillosa a quien había acompañado. Hart sabía que Ian y Beth mantenían la casa en perfecto estado para cuando decidían hacer un viaje imprevisto a la ciudad. Ian, por supuesto, no dijo nada, pasando otra página del periódico. No se explicaría, aun si realmente hubiera escuchado algo de lo dicho. Hart llevó su plato a su lugar en la cabeza de la mesa. — ¿Dónde está Eleanor? —Durmiendo, pobrecita—, dijo Isabella. —Trabajó como una esclava todo el día y toda la noche y despidió a los últimos invitados conmigo hace unas horas. Probablemente también se agotara del modo en que la hiciste girar alrededor de la pista de baile. Sabes que todo Jennifer Ashley La Perfecta Esposa del Duque Highland Pleasures 04 CAPITULO 8 — ¿Hacer?— Hart cogió con el tenedor una gran cantidad de huevo y se lo llevó a la boca. Estaban fríos y secos, pero aún así los masticó y tragó como si fuera una pelota. — ¿Por qué debería hacer algo? —Mi querido Hart, tienes la reputación de no sacar nunca a bailar a una dama en un salón de baile, bajo ninguna circunstancia—, dijo Isabella. —Eso ya lo sé. Hart había aprendido hacía tiempo que sacar a bailar a las jóvenes damas las llevaba a crearse expectativas. Las muchachas y sus madres empezaban a creer que él se declararía, o sus padres usaban lo que creían que indicaba interés para conseguir favores financieros. Hart no tenía tiempo para bailar con todas las damas que acudían a este tipo de acontecimientos, y las familias de las excluidas lo tomarían como un descortesía. Hart había decidido eso al comienzo de su carrera, si quería mantener a la gente de su lado, lo mejor era que pareciera que no favorecía a ninguna joven dama en absoluto. Él había bailado con Eleanor, y había bailado con Sarah, y esto había sido todo. —Sé que lo sabes—, dijo Isabella. —Las madres han aprendido a no empujar a sus hijas poniéndolas delante de ti en las cenas con baile porque es un esfuerzo perdido. Y entonces, anoche, arrastras a Eleanor y bailas el vals con ella con gran fervor. Has roto la tapa del polvorín. Unos especulan que lo hiciste como venganza porque ella te dejó plantado, porque saben que ahora se hablará de ella. Otros especulan que esto significa que estás otra vez en el mercado matrimonial. Hart abandonó los huevos y cortó la salchicha. Parecía grasienta. ¿Qué había pasado con su famosa cocinera? —Es asunto mío con quien bailo o dejo de bailar. Lord Ramsay alzó la vista de su periódico, poniendo su dedo en la columna donde se llegaba. —No cuando eres famoso, Mackenzie. Cuando eres una persona famosa, todo lo que haces es analizado. Debatido. Hablado. Y da lugar a especulación. Hart de hecho lo sabía, habiendo visto su vida y la de sus hermanos expuesta en los periódicos todos los años de sus vidas, pero estaba lejos de ser razonable. — ¿No tiene la gente nada mejor de lo que hablar?— se quejó. —No—, dijo Lord Ramsay. —No lo tienen—. Volvió a su periódico, levantando su dedo de las líneas y continuó leyendo. Isabella apoyó sus brazos en la mesa. Mac continuó extendiendo la mermelada, y sonrió a Hart que parecía desconcertantemente irritado. —Mencioné un polvorín—, dijo Isabella. —Tu baile significa que las madres de Londres y de los alrededores van a asumir que has entrado en el juego. Ellas tratarán de meter a sus hijas entre Eleanor y tu persona, reclamando que son un partido mejor para ti. En este caso, Hart, deberíamos conseguir que te casaras rápidamente y evitar así las batallas por venir. —No—, Hart negó. Mac saltó. —Es tu propia culpa, hermano mío. Tú creaste las expectativas de Isabella en Ascot el año pasado, declarando que estabas pensando en tomar una esposa. Se volvió loca de excitación, pero desde entonces no has hecho nada sobre este tema. En el box en Ascot, Hart había sabido exactamente qué estaba haciendo. Supuso que sus hermanos habían llegado a la romántica idea de que montaría a caballo hasta la finca desvencijada de Eleanor, abriéndose camino a través de las plantas demasiado crecidas de su jardín para encontrarla y llevársela. Sin importar cuánto protestara, y Eleanor protestaría. No, él afrontaría el tema de hacerla su esposa pensándolo a fondo y concienzudamente como si dirigiera una de sus campañas políticas. El cortejo vendría más tarde, pero vendría. Por el momento, tenerla viviendo en su casa y ayudando a Wilfred e Isabella a organizar su vida conseguiría acostumbrarla a las demandas de esta. Había hecho que Isabella lisonjeándola la llevara a una modista de modo que Eleanor se fuera acostumbrando a las cosas bonitas y cada vez encontrara más difícil dejarlas. Él complacería a su padre con todos los libros, museos, y la conversación con expertos que pudiera desear, de modo que Eleanor no tuviera corazón para quitarle todo eso de nuevo. Después de un tiempo, Eleanor se encontraría tan atrincherada en la vida de Hart que no sería capaz de alejarse. El baile de la pasada noche había sido un capricho, no, no un capricho, una voz dijo dentro de él. Una ardiente necesidad. Cualquiera que hubiera sido el razonamiento que Hart hubiera tenido, la verdad es que había utilizado el baile para indicar al mundo que había puesto sus miras de nuevo en Eleanor. El partido de Hart tomaría el país como una tormenta pronto, la Reina le pediría a Hart que formara gobierno, y Hart pondría su victoria a los pies de Eleanor. —Te lo he dicho, Mac—, dijo Hart. –Esto es asunto mío. —Un casamiento rápido también salvaría a Eleanor del escándalo—, dijo Isabella, ignorándolos a ambos. —La atención se concentraría en la nueva novia y el baile improvisado con Eleanor sería olvidado. No, no lo haría. Hart podía estar seguro de que no lo haría. Isabella giró una página en su cuaderno y colocó su lápiz. —Déjame ver. La dama debe ser, en primer lugar, escocesa. Nada de rosas inglesas para Hart Mackenzie. En segundo lugar, de un linaje apropiado. Diría que la hija de un conde y de ahí para arriba, ¿no estás de acuerdo? En tercer lugar, debe de estar más allá de todo reproche. No queremos ningún escándalo unido a su nombre. En cuarto lugar, no una viuda, así evitas a la familia de su ex-marido de repente pidiéndote favores o creándote problemas. Quinto, ella debería ser bien educada, capaz de suavizar y calmar a la gente después de que tú los irrites a muerte. Sexto, una buena anfitriona para las muchas veladas, fiestas y bailes que tendréis que dar. Sabiendo quien no debería sentarse con quien, etcétera. Séptimo, debe ser apreciada por la Reina. La Reina no es aficionada a los Mackenzies y una esposa que a ella le guste te ayudará a suavizar las cosas cuando te elijan primer ministro. Octavo, la dama debería tener el suficiente buen aspecto para causar admiración, pero no tan llamativo como para incitar celos. Isabella levantó su lápiz de la página. — ¿Lo Tengo todo? ¿Mac? —Nueve: Capaz de lidiar con Hart Mackenzie—, dijo Mac. —Ah, sí—. Isabella escribió. —Y añadiré inteligente y resuelta. Esto será el número diez, un buen número redondo. —Isabella, por favor para—, dijo Hart. Isabella, sorprendentemente, dejó de escribir. —He acabado por el momento. Voy a preparar una lista de nombres de jóvenes damas que encajan en los criterios, y entonces puedes comenzar a cortejarlas. —Al diablo si lo hago. Hart sintió algo frío y mojado golpeando su rodilla. Miró hacia abajo para ver a Ben alzando la mirada hacia él, oyó el golpeteo de su cola contra suelo. — ¿Por qué está el perro bajo la mesa? —Siguió a Ian—, dijo Isabella. — ¿Quién siguió a Ian?— La voz de Eleanor la precedió en el cuarto. ¿Y acaso Eleanor parecía agotada después de su larga noche? Después de su baile eufórico con Hart, de que Hart la besara primero en el hueco de la escalera y luego en la lavandería. No, parecía fresca y limpia, y oliendo al jabón de lavanda que tanto le gustaba mientras rodeaba a Hart para dirigirse al aparador. Lavanda, la esencia que siempre asociaba con Eleanor. Eleanor llenó su plato, luego volvió a la mesa, besando la mejilla de su padre, y sentándose entre él y Hart. —El viejo Ben—, dijo Isabella. —Le gusta Ian. Eleanor miró a hurtadillas bajo la mesa. —Ah. Buenos días, Ben. Ella le dice buenos días al perro, pensó Hart con irritación. Ni una palabra para mí. —Eleanor, ¿qué piensas de Constance McDonald? Preguntó Isabella. Eleanor comenzó a comer los huevos fríos y la salchicha grasienta como si fueran la ambrosía más embriagadora. — ¿Lo que pienso de ella? ¿Por qué? —Como una posible esposa para Hart. Estamos haciendo una lista. — ¿Estamos?— Eleanor comía, su mirada fija en Ian y su periódico. —Sí, creo que Constance McDonald sería una buena esposa. Veinticinco años, completamente encantadora, monta bien, sabe cómo manejar a los congestionados ingleses alrededor de su dedo, es buena con la gente. —Su padre es el Viejo John McDonald, recuerda—, dijo Mac. –El jefe del clan McDonald y todo un ogro. Muchas personas tienen miedo de él. Incluyéndome. Casi me quitó la vida cuando era un joven inmaduro. —Eso es porque te emborrachaste y pisoteaste la mitad de uno de sus campos—, añadió Isabella. Mac se encogió de hombros. —Eso es cierto. —No te preocupes por el Viejo John—, dijo Eleanor. —Es muy dulce si se le maneja adecuadamente. —Muy bien—, dijo Isabella. —La señorita McDonald va a la lista. ¿Y qué tal Honoria Butterworth? — ¡Por Dios!— Hart saltó incorporándose en la silla. Cada uno a la mesa se detuvo y le contempló, incluso Ian. — ¿Me tenéis que poner en ridículo en mi propia casa? Mac se inclinó atrás en su silla, sus manos detrás de su cabeza. — ¿Preferirías que te pusiéramos en ridículo en la calle? ¿En Hyde Park, tal vez? ¿En medio de Pall Mall? ¿En el salón de cartas de tu club? —Mac, ¡Cierra la boca! Una débil risita se escapó de la boca de Lord Ramsay, que cubrió con una tos. Hart miró hacia abajo a su plato y notó que la salchicha de la que había tomado un trozo ahora había desaparecido. Y él no se la había comido. El sonido de un masticar entrecortado vino de debajo de la mesa, y Eleanor pareció de repente inocente. Un grito se abrió camino a través de la garganta de Hart y no pudo impedir que saliera de su boca. Su voz hizo temblar los cristales de la lámpara de araña y Ben dejó de masticar. Hart se levantó de golpe de la mesa, su silla cayéndose detrás de él. De alguna manera consiguió salir del cuarto, andando tan rápidamente como pudo por el pasillo y hacia la escalera. Detrás de él, oyó que Eleanor decía, —Señor, ¿Qué es lo que le pasa esta mañana? **** Menos mal que Hart se había ido, pensaba Eleanor, levantando su tenedor con una mano inestable. Se había sentido completamente avergonzada con él esta mañana, después de los besos embriagadores en la lavandería y de él sujetándola sobre el pasamanos de la escalera de la primera planta. Ella llevaba los mismos calzones que habían echado a la pila de lavar la pasada noche, Maigdlin los había traído esta mañana. Maigdlin no había dicho nada sobre los criados que se habrían encontrado la lavandería en un estado lamentable, porque no lo habían hecho. Eleanor se había quedado después y había doblado de nuevo cada pieza de ropa antes de unirse a Isabella para ayudarla con el resto del baile. Cuando Eleanor se había deslizado en los calzones esta mañana, recordaba a Hart presionando un beso sobre la tela y diciéndole que pensara en él. Eleanor lo hacía, y ahora juraría que podía sentir la impresión de sus labios en su trasero. Eleanor cogió la salchicha restante del plato de Hart y alimentó a Ben. — ¿Por qué estás escribiendo el nombre de posibles novias para Hart? Isabella dejó su lápiz. —No lo hago. Esto es todo una cortina de humo, Eleanor. Todos sabemos que tú eres su compañera perfecta; él sólo necesita un empujón para darse cuenta. Eleanor se quedó congelada. —Creo que él tiene razón en una cosa, Izzy. Esto es asunto suyo y mío. —Ahora, no vayáis todos contra mí. Sabes que tengo razón. ¿O no la tengo, Lord Ramsay? Lord Ramsay dobló su periódico y lo puso sobre la mesa, la última página colocada para ser leída. —No sería una mala cosa para ti casarte con él, Elle. Eleanor lo contempló con sorpresa. —Pensé que estabas contento cuando rompí el compromiso. Te resististe a ver a Hart conmigo. —Sí, en efecto, estuve de acuerdo entonces. Hart era arrogante y hasta peligroso, y además no te trataba bien. Pero ahora, las cosas son diferentes. Estoy envejeciendo, querida mía, y cuando muera te dejaré sin un penique. Indigente. Descansaría en paz sabiendo que tú tienes todo esto—. Agitó su mano en torno al magnífico comedor. Eleanor apuñaló los huevos con su tenedor. —Bien, no importa lo que todos vosotros queráis, ni siquiera lo que yo quiera. No depende de nosotros, ¿no es así? Al otro lado de la mesa, Ian había fijado su atención en el cuenco de miel. Como si no se diera cuenta de lo que hacía, lo alcanzó, levantando el dispensador, y dejó que el hilo de oro de la miel al caer volviera al pote. — ¿Qué piensas, Ian?— Eleanor le preguntó. Al menos de Ian, conseguiría honestidad. Honestidad brutal, pero esto era lo que necesitaba. Ian no contestó. Levantó el dispensador de miel otra vez, donde se arremolinaba el líquido pegajoso, observando cómo caía en un dorado montón. —Déjale tranquilo—, dijo Mac. —Está pensando en Beth. — ¿Lo hace? Preguntó Eleanor. — ¿Cómo lo sabes? Mac le guiñó un ojo. —Confía en mí. Has tenido una idea excelente con la miel, Ian. Puedes confiar en mí en esto también. Isabella enrojeció, pero no parecía infeliz. –Creo que fue Cameron el que comenzó con esta tontería. —No es una tontería—. Mac lamió su dedo y se inclinó hacia Isabella. — Riquísimo. Lord Ramsay sonrió y devolvió su atención a su periódico. Eleanor miró a Ian. —La echas de menos—, le dijo. Ian arrastró su mirada de la miel y la fijó en Eleanor, los ojos tan dorados como el líquido con el que jugaba. —Sí. —La verás bastante pronto—, dijo Mac. –Partimos para Berkshire la próxima semana. Ian no contestó, pero Eleanor vio por un breve instante en su mirada que la próxima semana no sería lo suficientemente pronto. Ella dejó su tenedor, retiró su silla, y fue rodeando la mesa hacia él. Mac e Isabella miraron con sorpresa mientras Eleanor ponía sus brazos alrededor de Ian y se inclinaba para besar su mejilla. Ellos se tensaron, esperando a ver lo que Ian haría. A Ian no le gustaba ser tocado por cualquiera, excepto Beth o sus hijos. Pero Ian había parecido tan solo sentado allí que Eleanor se sintió compelida a consolarle. Ian había abandonado a su querida Beth para viajar a Londres para asegurarse de que su hermano mayor no rompiera el corazón de Eleanor. Un gesto noble y generoso. —Estaré bien—, le dijo Eleanor. –Vuelve con ella. Ian todavía permanecía quieto mientras Mac e Isabella contenían el aliento y fingían no hacerlo. Incluso el padre de Eleanor echó un vistazo, preocupado. Ian lentamente levantó su mano y dio a la muñeca de Eleanor un cálido apretón. —Beth ya ha partido hacia Berkshire—, dijo. –Me encontraré con ella allí. — ¿Te irás hoy? Le preguntó Eleanor. —Hoy. Curry hará las maletas por mí. —Bien. Transmítele mi cariño—. Eleanor depositó otro beso sobre su mejilla y se incorporó. Isabella y Mac soltaron el aliento y volvieron a terminar con sus desayunos, con cuidado de no mirar a Ian. Eleanor regresó a su lugar, limpiándose las lágrimas que habían aparecido en sus ojos. **** —Wilfred—, dijo Eleanor varias horas más tarde, alzando la vista de su máquina de escribir Remington. —Esta carta no tiene nada en ella. Ha escrito un nombre y una dirección, y eso es todo. Wilfred se quitó las gafas y la miró por encima de su escritorio. —No es ninguna carta, milady—, dijo. —Sólo ponga el cheque dentro del papel en blanco y escriba la dirección en el sobre. A la atención de la Sra. Whitaker, Eleanor escribió a máquina en el sobre. — ¿Esto es todo? ¿Ninguna nota que diga, Aquí está el pago por… o Por favor acepte esta contribución para sus obras de caridad…? —No, milady—. Contestó Wilfred. — ¿Quién es esta Sra. Whitaker?— preguntó Eleanor mientras escribía a máquina la dirección. — ¿Y por qué Hart le envía…?— Ella le dio la vuelta al cheque que Wilfred había colocado con la cara hacia abajo delante de ella en el escritorio. — ¿Mil guineas? —Su Gracia puede permitirse ser generoso—, dijo Wilfred. Eleanor le contempló, pero Wilfred sólo inclinó su cabeza y siguió escribiendo. Eleanor había aprendido que Wilfred era una pobre fuente de información sobre la familia Mackenzie. El hombre se negaba a cotillear sobre cualquiera de ellos o sobre cualquier cosa. Esta cualidad era la causa probable de por qué Hart le había promovido de ayudante de cámara a secretario privado, pero Eleanor lo encontraba completamente inoportuno. Wilfred era la discreción hecha hombre. Wilfred era un ser humano excepcional, Eleanor lo sabía. Tenía una hija y una nieta en Kent y las idolatraba a ambas. Guardaba sus fotos en un cajón de su escritorio, las compraba bombones y pequeños regalos, y se jactaba de sus logros ante Eleanor, a su modo tranquilo. Sin embargo, Wilfred nunca hablaba sobre su oscuro pasado, cuando había sido un malversador; nunca mencionó a una Sra. Wilfred; y nunca, nunca contaba nada sobre Hart. Si Wilfred no quería que Eleanor supiera por qué Hart enviaba mil guineas a ésta Sra. Whitaker, Wilfred se llevaría el secreto a la tumba. Eleanor se rindió, escribió a máquina la dirección en el sobre —George Street, cerca de Portman Square — y con esmero dobló el cheque colocándolo dentro del papel. Quizás Hart había encontrado la fuente de las fotografías. Quizás estaba pagando a la mujer para destruirlas o para que guardara silencio sobre ellas, o quizás para persuadirla de enviarle a él el resto. O tal vez la Sra. Whitaker podría no tener absolutamente nada que ver con las fotografías. Eleanor metió el cheque en el sobre, lo cerró, y añadió el sobre a su pila de correspondencia terminada. **** La casa cerca de Portman Square donde la Sra. Whitaker vivía era de aspecto bastante corriente. Eleanor la estudió con cuidado mientras paseaba por delante por tercera vez. Eleanor había usado el pretexto de hacer unas compras para acercarse a Portman Square, calculando la salida para que coincidiera con el regreso de Isabella a su propia casa para discutir con los decoradores. A fin de prestarle verosimilitud, Eleanor vagó por las tiendas de la plaza cercana, comprando pequeños regalos para los niños Mackenzie y para sus madres. Maigdlin la seguía, transportando los paquetes. Eleanor no había visto ninguna actividad en absoluto dentro o en los alrededores de la casa de la Sra. Whitaker en la hora más o menos en la que había estado paseando arriba y abajo por George Street. Ninguna doncella limpiando la entrada o lacayos paseando para pasar el tiempo con las doncellas de la puerta de al lado. Las verjas permanecían cerradas, la puerta firmemente clausurada. A fin de entretenerse en la calle un poco más, Eleanor comenzó a ojear los carros de los vendedores callejeros, decidiendo comprar un regalo para Daniel el hijo de Cameron. Daniel tenía ahora dieciocho años y era difícil para Eleanor elegirle un regalo. Había sido un niño salvaje e infeliz cuando Eleanor le había conocido por primera vez, siempre metiéndose en algún problema u otro, ganándose la ira de Cameron. Él se resistió a los intentos de Eleanor de ser maternal, pero le había mostrado a Eleanor su colección de escarabajos vivos, lo que Hart le había dicho era todo un honor. Daniel había resultado ser un buen chico, ella se había dado cuenta, a pesar de crecer en una casa llena de solteros Mackenzie. Ahora estaba matriculado en la Universidad de Edimburgo, y parecía bastante feliz. Eleanor dejó de lado los pensamientos sobre Daniel cuando vio que la puerta de la casa de la Sra. Whitaker se abría. Un lacayo, un muchacho grande y robusto como los lacayos de Hart, salió de ella. Al mismo tiempo un carruaje llegaba, y el lacayo se apresuró a dar unos pocos pasos por la acera para abrir la puerta del mismo. Eleanor anduvo hasta donde estaba un vendedor callejero que vendía pequeños pasteles y observó como una criada que andaba rápidamente surgía de la casa, seguida de una mujer que debía de ser la Sra. Whitaker. La señora no era muy alta, pero era voluptuosa, un rasgo que ella no se molestaba en esconder. Incluso con su abrigo de piel puesto para protegerse del frío, era capaz de lucir su gran busto. Estaba pintada, llevaba las mejillas exageradamente rojas y los labios de color rojo también, y el pelo bajo su sombrero muy a la moda era muy negro. La Sra. Whitaker se ajustó sus guantes de cuero muy ceñidos, le dio al lacayo un suave movimiento de cabeza a modo de gracias, y le permitió tomarle la mano para ayudarla a subir al carruaje. Eleanor se quedó mirando fija y abiertamente mientras el carruaje se marchaba, llevándose a la señora y a la criada. El lacayo, sin mirar ni a derecha ni a izquierda, anduvo a zancadas de vuelta a la casa y cerró la puerta. — ¡Cielos!— Eleanor le dijo al hombre que vendía pasteles. — ¿Quién era? El vendedor echó un vistazo al carruaje que se marchaba. —No la clase de mujer de la que debería hablar con una dama, señorita. — ¿En serio?— Eleanor le deslizó una moneda, y el vendedor puso un caliente y envuelto pastel en su mano. —Ahora realmente me ha picado la curiosidad. No se preocupe, soy una mujer de mundo y no me sobresalto fácilmente. —No es mejor que lo que parece ser, y esta es la verdad, señorita. Y los caballeros entran y salen a todas horas… Algunos de los más encumbrados del país ¿puede creerlo? Sí, Eleanor lo creía. Que la Sra. Whitaker fuera una cortesana no la sorprendió lo más mínimo. Y que era muy exitosa en su profesión lo mostraban sus pieles caras, su elegante carruaje, y los caballos de alto porte. Eleanor escondió su consternación desplegando el papel que protegía el pastel y mordisqueando una esquina. —Es usted muy cortés—, dijo. —Realmente quiero decir los más encumbrados—, dijo el vendedor. —Las cosas que podría contarle. Los príncipes vienen aquí. Y los Duques, como ese escocés, que siempre viste con su kilt. Por qué un hombre quiere llevar una falda, no se lo podría decir. Cualquiera creería que el frío iría directo a sus partes, ¿no le parece? Ah, pido su perdón, señorita. Olvido contener mi lengua. —En absoluto—. Eleanor se rió con él y tomó otro mordisco del pastel. La curiosidad de seguro que mató al gato. La Sra. Whitaker era una cortesana y Hart Mackenzie le había enviado mil guineas. ¿Por las fotografías? ¿O por los motivos habituales por los que un caballero pagaba a una cortesana? Bien, Hart era un hombre, la que había sido su amante por mucho tiempo estaba muerta, y los hombres realmente tenían necesidades fisiológicas. Esto era un hecho científico. Sus esposas suavemente criadas no podían entender estas necesidades ni eran capaces de soportarlas, los científicos continuaban diciendo, porque las damas criadas delicadamente no tenían las mismas necesidades. Una absoluta tontería. Eleanor se mofó de este artículo, y también lo hizo su padre. La verdad era esto; los caballeros visitaban a las cortesanas porque disfrutaban con ello. Las damas se quedaban en casa y soportaban que sus maridos se extraviaran porque no tenían otra opción. Hart nunca había sido un santo, y no estaba dedicado a nadie en este momento. Eleanor no debería condenarle. Y aún así. El corazón de Eleanor estallaba, y durante un momento, la calle se difuminó. Otro transporte venía directo hacia ella mientras permanecía allí de pie incapaz de moverse, era simplemente un cuadrado oscuro en su nublada visión. El carruaje se materializó mientras paraba delante de la casa. —Hablando del diablo—, dijo el vendedor. —Este es su escudo. Del Duque escocés, quiero decir. La visión de Eleanor se despejó. No tenía tiempo para correr y esconderse en alguna parte. Eleanor correteó hacia la farola más cercana y apoyó su hombro contra esta, escondiendo su cara mientras comía otro mordisco del pastel. Primero vio un cuadrado del suelo, después unas pulidas botas parándose delante de ella, también vio el dobladillo de tela escocesa del plaid de los Mackenzie azul y verde por encima de ellas. Su mirada fija se movió del kilt que abrazaba sus caderas a su almidonada camisa bajo su abrigo abierto y de ahí a la cara de Hart dura como el granito, bajo el ala de su sombrero. Hart no dijo una palabra. Sabría perfectamente bien por qué Eleanor estaba al acecho fuera de la casa de una cortesana llamada Sra. Whitaker, no tenía necesidad de preguntar. Eleanor podría alegar la coincidencia de que había decidido comprar un pastel a tres pies de la puerta de la mujer, pero Hart la conocía mejor. Eleanor encontró su fija mirada y rechazó sentir remordimientos. Después de todo, no era ella la que visitaba a una cortesana o le pagaba mil guineas. Podrían haber permanecido así, de pie en la fría calle, contemplándose el uno al otro durante el resto del día, si la puerta de la casa no se hubiera abierto de golpe otra vez. El mismo lacayo robusto surgió, esta vez llevando a un hombre sobre su hombro. Hart apenas le prestó atención al lacayo que fue directamente hacia el carruaje de Hart y puso al hombre dentro. El asombro de Eleanor aumentó ya que David Fleming salió de la casa, mirando hacia el cielo nublado, se puso su sombrero, y se subió en el carruaje de Hart también. Eleanor se balanceó de vuelta hacia Hart, un montón de preguntas en sus labios. Hart señaló el carruaje. —Entra. Eleanor comenzó a hacerlo, y el vendedor de pasteles, que había estado mirándolo todo con un placer evidente, pareció preocupado. –Esto no es necesario—, Eleanor le dijo a Hart. —Encontraré un transporte para mí. He traído a Maigdlin y yo tengo un montón paquetes. —Entra en el coche, Elle, o te ataré con cuerdas en el techo de éste. Eleanor puso sus ojos en blanco y tomó otro mordisco de pastel. Movió la mano llamando a Maigdlin, que estaba en el carro de otro vendedor un poco más abajo en la calle. —Venga, Maigdlin. Nos vamos. La doncella, aparentemente aliviada, trotó de vuelta hacia Eleanor y al coche familiar, colocó debajo los paquetes, y permitió al lacayo de la Sra. Whitaker ayudarla a subir para colocarse al lado del cochero. El vendedor del pastel miraba todo el asunto, habiéndose quedado congelado en el acto de sacar otro pastel de su diminuta estufa de carbón. —Está todo bien—, Eleanor le dijo al vendedor. —Su Gracia no puede evitar ser grosero—. Se dio la vuelta y fue hacia el carruaje. — Hart, dale al hombre una corona por sus molestias, ¿quieres? Jennifer Ashley La Perfecta Esposa del Duque Highland Pleasures 04 CAPÍTULO 9 Dentro del coche, Eleanor se colocó en el asiento frente a los dos caballeros que ya se encontraban allí, David Fleming y un inconsciente y muy pálido inglés. Eleanor nunca le había visto antes. — ¿Quién es?— preguntó. El lacayo comenzó a entregarle sus paquetes, y Eleanor se inclinó para meterlos debajo del asiento de David. —Discúlpeme. ¿Podría simplemente empujarlos debajo? Tenga cuidado, son frágiles. David obedeció, mirando a Eleanor con los ojos enrojecidos. Iba vestido para la noche y olía fuertemente a humo de cigarro, brandy, perfume y algo más que Eleanor tardó un momento para identificar. Había pasado mucho tiempo desde que había notado tal olor, pero pronto se dio cuenta de lo que era, el de un hombre que había estado con una mujer. David supo lo que Eleanor había notado y se puso rojo, cogió su petaca y dio un largo trago. —Hart, no te sientes ahí—, dijo Eleanor cuando Hart entró en el carruaje. —Es para Beth. ¿Podrías, por favor...? Hart gruñó, cogió el paquete y lo empujó al estante encima del asiento. — ¿No podías haberlo puesto detrás? — ¡Cielos, no! Algunas de las cosas son muy frágiles, y no quiero darle a un ladrón la oportunidad de que me los robe. Los ladrones se suben a los portaequipajes y los roban, ¿sabes? —Nadie roba en este coche—, dijo Hart. —Siempre hay una primera vez. Gasté mi salario de una semana en esos regalos. El carruaje dio un tirón hacia adelante, David seguía mirando en estado de estupor. —Mackenzie, ¿qué estás haciendo? Está Eleanor. —El Sr. Fleming está despierto—, dijo Eleanor. —Puede reconocer a damas que conoce desde hace años—. Estudió al otro hombre, que roncaba contra la pared. — ¿Quién es él? David miró fijamente Hart y no contestó. —Es el Sr. Neely—, dijo Hart. —Ah—, dijo Eleanor, comprendiendo. —Ya veo. Se lo envías a la Sra. Whitaker a cambio de lo que te prometió. —Necesito su apoyo y el de sus amigos cuando alcancemos el poder después de Gladstone—, dijo Hart. —Hart—. David estaba angustiado. —No guardo ningún secreto con Eleanor—. ¿No? —Es inútil—, continuó Hart. —Como puedes ver. —Bueno, si hubieras dejado que Wilfred me dijera por qué le enviaste mil guineas, yo no habría tenido que intentar averiguarlo por mí misma—, dijo Eleanor. —Aunque necesitaba hacer las compras. — ¿Mil?— David miró hacia abajo al hombre que dormía. El Sr. Neely parecía inofensivo, un empleado o un banquero, con las manos bien cuidadas. —Sin embargo, tenía muchos problemas. —Supuse que los tendría—, dijo Hart. — ¿Qué hizo?— Preguntó Eleanor curiosa. David lanzó a Hart una mirada preocupada. —La ha traído para hacerme parecer un disipado calavera frente a ella, ¿no? —Ya sé que eres un disipado calavera, Sr. Fleming—, dijo Eleanor. —Nunca lo has mantenido en secreto. Parece muy pequeño y frágil. ¿Qué maldita clase de problemas podría causar él? —Se negaba a marcharse—, dijo Hart. —Según me dijeron. ¿Cómo pudiste finalmente manejarlo?— le preguntó a David. —Con la libre administración de whisky. Sobre la cantidad que él ya había bebido. Siempre que un puritano decide disfrutar es digno de ver. Dudo que recuerde mucho de todo esto. —Bueno—, dijo Hart. —No necesito que un día el arrepentimiento le lleve corriendo a los brazos de mis rivales. ¿Le cuidará? —Sí, sí. Cuando se despeje, disminuiré su agonía diciéndole que disfrutó mucho. Eleanor estudió al aniñado Sr. Neely dormido. —Le sobornó con una prostituta para obtener su voto—, dijo. David pestañeó. —Soborno es una palabra muy dura. —No, ella tiene razón—, dijo Hart. —Fue un soborno, Elle, puro y simple. —Pero le necesito a él y a sus amigos. Mantuvo su mirada sin pestañear. Hart sabía exactamente lo que había hecho y el daño que su acción podía causar. Había sopesado las consecuencias de la misma antes de llevarla a cabo. El balance había resuelto que Neely cayera en sus redes. Hart había sabido jugar con el hombre, y lo había hecho. —Ustedes son terribles—, dijo Eleanor. —Sí. Era despiadado, impulsivo y decidido a ganar sin importar lo que se necesitara. La mirada de sus ojos se lo confirmó. Eleanor miró nuevamente el Sr. Neely. — ¿Supongo que su apoyo es terriblemente importante? —Significan veinte escaños más para mí. —Y necesitas tantos traseros como sea posible, ¿No?— Preguntó Eleanor. David soltó una carcajada. Hart mantuvo su mirada en Eleanor, sin vacilar. Sin pedir su comprensión o perdón. Simplemente estaba mostrándole lo que hacía y lo que era. —Sí—, dijo. Eleanor suspiró. —Bueno, entonces. Esperemos que haya valido la pena gastar las mil guineas. Hart se bajó en Grosvenor Square, y le dijo a David que siguiera con Neely hasta su casa y le metiera en la cama, y resistió el impulso de arrastrar a Eleanor dentro de la casa. Le dijo que quería hablar con ella en su estudio, pero les llevó mucho tiempo que bajara con todos sus paquetes. David la ayudó con una mirada de idiota rendido. El hombre estaba todavía enamorado de ella. Eleanor encargó después a Maigdlin y a Franklin que subieran los paquetes a su habitación, les dijo que partieran la torta de semillas que había comprado y por último se dirigió a las escaleras. Aún con todo eso, Eleanor llegó al estudio de Hart antes que él, porque Wilfred le retuvo para que firmara algunos documentos. Hart entró y se encontró a Eleanor delante del pulido gabinete Reina Ana, con ambas puertas abiertas y mirando la pintura de su interior. Hart se acercó por detrás de ella y cerró las puertas, ocultando el rostro de su padre. Lo había cerrado. —Lo sé. He encontrado la llave en tu escritorio. Hart había cerrado el gabinete, rodeado el escritorio y colocado la llave en su lugar. —Guardo la llave aquí porque no quiero que nadie abra el armario. Ella se encogió de hombros. —Tenía curiosidad. —Estás evitando mi verdadera pregunta. ¿Qué te hizo coger un coche hasta Portman Square y esperar fuera de la casa de la Sra. Whitaker? — ¿Por qué lo guardas? Eleanor se había quitado su sombrero con velo, y él recibió toda la fuerza de sus ojos azules. — ¿Guardo el qué?—, gruñó. —El retrato de tu horrible padre. ¿Por qué no lo quemas? —Édouard Manet lo pintó. Es valioso. —Monsieur Manet fue uno de los maestros de Mac, ¿no? Hart había contado a Eleanor la historia hace mucho tiempo. Cuando el Viejo Duque se había dignado a tener un retrato pintado en París, Mac conoció a Manet y huyó para estudiar con él. —Mac puede pintar algo igualmente valioso para ti—, dijo Eleanor. —Deshazte de eso. A Hart le gustaba la inteligente manera de ver el mundo de Eleanor. Odiaba el retrato de su padre, pero por alguna razón lo guardaba, quizás creyendo que a través de él su padre vería que Hart había crecido más allá del joven asustado que había sido. Hart quería que el Viejo Duque viera que lo había superado, que se había convertido en algo más que un pervertido y un matón. Me golpeaste hasta que yo no podía mantenerme en pie, pero te lo he devuelto, bastardo. Eleanor, por otro lado, simplemente había mirado el cuadro y había dicho, deshazte de eso. —Lo mantengo guardado dentro del gabinete para no tener que mirarlo—, dijo Hart. —Mis bisnietos pueden venderlo para obtener un beneficio. —Odio pensar que está ahí, te atormenta. —No me atormenta. Deja de cambiar de tema y dime por qué fuiste a casa de la Sra. Whitaker. Eleanor fue hasta la mesa, apoyó sus manos y miró por encima de ella a Hart. —Porque pensé que podría tener algo que ver con las fotografías, por supuesto. Pensé que podrías estar pagando un chantaje, mil guineas es una fortuna. Tenía que averiguar el por qué. Hart no vio nada más que curiosidad en los ojos de Eleanor. Sin enojo, sin celos. Pero ya una vez antes, la mayor parte de la ira de Eleanor cuando había hablado con la Sra. Palmer no procedía de los celos. —Envié a Neely a la Sra. Whitaker, porque sabía que ella podía manejar a alguien como él. Su ceja se elevó. — ¿Qué quieres decir con alguien como él? ¿De qué manera es él? —Me refiero a un hombre ingenuo que pretender ser mundano. Son los más indisciplinados cuando finalmente sueltan lastre. —Y al parecer tenía que ser acompañado nuevamente por el Sr. Fleming. ¿A la Sra. Whitaker no le importaba hacerle ese favor? —Le he pagado sus mil guineas. Por supuesto que a ella no le importaba. — ¿Está bien educada la Sra. Whitaker?, quiero decir, ¿Ha estudiado? La paciencia de Hart desapareció. —No tengo ni jodida idea. —Lo pregunto porque las cartas están mal escritas, apuntan más a un sirviente. Sin embargo, si la Sra. Whitaker proviene de un barrio pobre, podría no escribir bien, a pesar de su gran casa y sus pieles. ¿Le has preguntado acerca de ellas? — ¡No! — ¡Santo Cielo!, cómo te gusta gritar. Estoy tratando de resolver tu problema, Hart, pero un poco de ayuda sería bienvenida. La Sra. Whitaker podría haber conocido a la Sra. Palmer, podría haberle dado algunas de las fotografías. ¿Fueron la Sra. Whitaker y la Sra. Palmer amigas? — ¿Amigas? Dios, no. Angelina no tenía amigas. —Parecía solitaria. Debes preguntar a la Sra. Whitaker de todas formas, aunque si realmente no sabe nada de las fotografías, tendrás que preguntar muy discretamente para que no sospeche nada. Es difícil, pero creo que puedes hacerlo. Los ojos de Eleanor se redujeron al concentrarse y llevó su dedo al labio, acariciando el pequeño moretón que Hart le había hecho. Al observarla todo su cuerpo reaccionó calentándose y poniéndose duro. Sería tan fácil rodear la mesa, desabrochar el feo vestido que llevaba, para dejarla sólo con su corsé. Apoyar su nariz en el cuello para estirárselo y darle un mordisco dejando un chupón, mientras bebía de ella. Eleanor contuvo la respiración, sus senos se elevaron bajo su bien abotonado corpiño. —Tal vez si yo... —No—, dijo Hart bruscamente. Los ojos de Eleanor se abrieron. —No sabes lo que estaba a punto de sugerir. —No, no vas a volver a casa de la Sra. Whitaker, ni vas a tratar de hablar con ella. Y no volverás a la casa de High Holborn. Ella le miró exasperada, lo que le confirmó que había adivinado correctamente, al menos la última parte. —Sé razonable, Hart. Nunca pude terminar la búsqueda en la casa, porque, como recordarás, me sacaste por la fuerza. No espero encontrar las fotografías allí, pero podría haber alguna pista sobre dónde pueden estar. Si estás preocupado por mi seguridad, haré que uno de tus boxeadores me acompañe. Su impaciencia se convirtió en auténtica furia. —No. Y no te atrevas a engatusar a Ian para que te lleve allí. Cuando Hart pensaba en Ian en la habitación con la mujer muerta y él mirando fijamente al techo, se quedaba sin aliento. —Le molesta. —Lo sé. Me lo dijo, pero también dijo que deberías ver el lugar una vez más por ti mismo. Para espantar a los fantasmas, por así decirlo. Fantasmas. Toda la casa estaba llena de fantasmas. Hart quería quemarla casa hasta los cimientos. —Ian no puede llevarme de todas formas—, soltó Eleanor. —No está aquí. Se fue esta mañana. Hart se calló. — ¿Ido? ¿A qué te refieres? ¿Dónde diablos se fue? —A Berkshire. Echaba de menos a Beth, y le dije que se fuera con ella. Ella ya estaba camino de Berkshire, para ayudar a Ainsley a prepararlo todo. Ya estará llegando, no les importará que Ian llegue antes. — ¿Cuándo ocurrió eso? No me dijo ni una palabra—. Ni una palabra. No se había despedido. Pero eso no era raro en Ian. Cuando decidía hacer una cosa, nadie podía detenerlo. —Estabas ocupado con tus juegos políticos—, dijo Eleanor. —Ian me dijo adiós, pero no quería esperar hasta que regresaras. ¿Cuando había Hart perdido el control de su propia casa? La última vez que había visto a Ian, su hermano estaba tranquilamente leyendo un libro en el comedor mientras desayunaba. Y por lo que Hart sabía, Ian no tenía entonces intenciones de salir corriendo para Berkshire una hora después. Hart pensó en los huevos fríos y la salchicha grasienta en su plato esa mañana, y apretó los puños. —Eleanor, ¿qué hiciste con mi cocinera? — ¿Hmm?— Levantó las cejas. —Oh, la Sra. Thomas. Le llegó recado de que su hermana estaba enferma, y le dije que debía coger una semana y visitarla. Está en Kent. La hermana, quiero decir, aunque ahora, la Sra. Thomas estará allí también, por supuesto. No hubo tiempo para encontrar una sustituta para esta mañana, pero imagino que estará aquí por la noche. La Sra. Mayhew la ha encontrado. ¿Cuándo había perdió el control? El día en que Eleanor Ramsay le había acechado entre una multitud de periodistas en St. James y Hart había sido tan tonto como para recogerla y llevarla a su casa. Todavía esa mañana pensaba que era muy inteligente por mantenerla cerca, dirigiendo su vida, hasta lograr que ella pensara que el quedarse era su propia idea. Debía estar loco. No sólo Eleanor había dado un giro completo a su casa, si no que seguía teniendo visiones suyas, en las que continuaba con lo que había empezado la noche anterior. La miraba al otro lado de la mesa y la deseaba… ahora. Podía quitarse su pañuelo y usarlo para atar delicadamente sus muñecas, o tal vez para vendar sus ojos y que no supiera donde ni que placer iba a darle hasta que no tocara su piel, besara su cuello, mordiera su hombro... Quería desnudarla del todo, vestido, corsé, enaguas. Subirla a la mesa, tenderla encima y lamerla desde la garganta a la gloria entre sus piernas. Su cabello era rojo dorado allí, recordó. Quería atar sus manos, quizás con un par de suaves medias de seda, sujetándola así mientras él comía sobre ella. Ella se retorcería de placer y él podría preguntarle, Eleanor, ¿confías en mi? Sí, le susurraría ella. Lograría que alcanzara el clímax una y otra vez, y cuando ya estuviera caliente y sonriente, podría colocarse encima y entrar en ella. La tendría en esa habitación y desterraría sus fantasmas. La visión hizo que se pusiera dolorosamente duro. Hart sabía que estaba de pie en el estudio, con el escritorio entre ellos, con Eleanor completamente vestida, la mesa de trabajo entre él y Eleanor, completamente vestida, pero había sentido cada caricia, cada beso, cada respiración. — ¿Hart?— preguntó. — ¿Te encuentras bien? El rastro de preocupación en su voz le devolvió la conciencia. Hart se estiró y retiró los puños del escritorio. Le dolía todo el cuerpo al pensar que tenía que dejarla, mientras Eleanor le miraba con preocupación en sus ojos azules, pero sabía que tenía que salir del estudio. Hart fue hasta la puerta, la abrió y salió, sin detenerse, sin mirar atrás. Siguió por el descansillo, esquivó a Ben, entró en su dormitorio deslizándose por la puerta entreabierta. Marcel, que estaba cepillando una de las chaquetas de Hart, se levantó sorprendido. —Prepárame un baño, Marcel—, gruñó Hart mientras se arrancaba la corbata y la camisa. —Uno bien frío. Hart logró mantenerse alejado de Eleanor durante tres días. Se levantaba y dejaba la casa antes de que se despertara y regresaba cuando estaba seguro de que estaría en la cama. Hart pasaba sus días entre reuniones y debates, discusiones y comités. Intentó sumergirse en los problemas del país y el Imperio, hasta borrar cualquier pensamiento de su vida doméstica. Funcionaba mientras estaba en una pelea a gritos con la oposición, cuando trataba de persuadir a otro congresista a inclinarse hacia su lado, y cuando iba con Fleming a su club o a un maldito casino para continuar la batalla por la dominación política allí. Pero tan pronto como Hart pasaba por la puerta en Grosvenor Square, sabiendo que Eleanor estaba en la habitación, su cuerpo húmedo por el sueño, las visiones sobre ella regresaban y no podía desterrarlas. Pasó más y más tiempo fuera de casa, permaneciendo hasta muy tarde en reuniones y convocando sesiones de las que sabía saldría tarde. Fue después de una de ellas, muy tarde cuando intentaron asesinarle. Jennifer Ashley La Perfecta Esposa del Duque Highland Pleasures 04 CAPÍTULO 10 Estaba oscuro como la tinta al salir Hart de los edificios del Parlamento en la madrugada, todavía discutiendo con David Fleming sobre algún punto. Hart escuchó una fuerte explosión y, a continuación, fragmentos de piedra volaban desde la pared cercana a él. El instinto lo hizo agacharse y tiró a David al suelo con él. Escuchó los gritos de su cochero y los pasos de sus lacayos. David se levantó sobre sus manos y rodillas, los ojos bien abiertos. — ¡Hart! ¿Estás bien? Sintió un pinchazo en la cara debido a la piedra que le había golpeado y probó el sabor de la sangre. —Estoy bien. ¿Quién disparó? ¿Lo detuvieron?— Uno de los ex boxeadores profesionales llegó hasta él. —Salga de la oscuridad, sir. Está sangrando, su gracia. ¿Dónde se lastimó? —No, fue la pared la que recibió el disparo y la piedra se desprendió y me golpeó—, dijo Hart con un humor sombrío. — ¿Estás bien Fleming? Fleming pasó su mano por su cabello y alcanzó su botella. —Bien. Bien. ¿Qué Diablos? Te dije que los fenianos estarían ansiosos por matarte. Hart limpió la sangre con un pañuelo, su corazón martilleaba en reacción y no respondió. Los Fenianos eran irlandeses que emigraron a América, formaron un grupo dedicado a liberar a los irlandeses de los ingleses y enviaba a los miembros a hacer el trabajo sucio. Un periódico había proclamado esta mañana que trataría de desechar el proyecto de ley de autonomía irlandés para presionar a Gladstone, y los fenianos habían reaccionado. La acción de Hart no significaba que estuviera en contra de la independencia irlandesa, de hecho, él quería a Irlanda completamente libre del yugo inglés, porque esto podría allanar el camino para la independencia escocesa. Simplemente pensó que la versión de Gladstone del proyecto de ley era ineficaz. Bajo el proyecto de ley de Gladstone, la independencia de Irlanda sería marginal, les permitiría formar un Parlamento para resolver asuntos irlandeses pero todavía sería responsable ante el Gobierno inglés. Hart sabía que si Gladstone se veía obligado a llamar a una votación sobre el proyecto de ley, el hombre no tendría suficiente apoyo para pasarlo, lo que daría lugar a un voto de no confianza, y a la dimisión de Gladstone. Una vez que Hart estuviera en el poder, él llevaría adelante sus ideas para liberar completamente a Irlanda. Haría todo lo posible para liberarla de las garras inglesas y luego presionaría hacia la independencia escocesa, su verdadero objetivo. Pero los periódicos no lo presentaban de esa manera, y los enojados irlandeses, sin saber lo que estaba en la cabeza de Hart, habían comenzado a hacer amenazas. Hart envió a sus lacayos para revisar el área y apoyar a cualquier policía de paso y, a continuación, se acercó a su carruaje con David, quien sostenía fuertemente su petaca. Cuando llegó a casa después de dejar a David en su alojamiento, les dijo a sus lacayos y cochero que no divulgaran ni a Eleanor ni a su padre lo acontecido. Él había experimentado intentos de asesinato varias veces durante su carrera, con la misma falta de puntería, alguien siempre estaba enojado con él. Los policías intentarían encontrar al tirador y vigilarían la casa, pero la rutina no tenía por qué ser turbada. Sin embargo, si sus huéspedes fueran a cualquier lugar, nunca saldrían sin al menos dos guardaespaldas para protegerlos, y nunca sin el carruaje. Sus hombres estuvieron de acuerdo, todavía sacudidos por los acontecimientos. Los separatistas irlandeses no eran los únicos asesinos posibles. Hart se preguntaba, cuando entraba en su casa tranquilo, si la persona que había enviado a Eleanor las fotografías no tendría alguna conexión con los tiros. Las cartas no parecían amenazantes, y no parecía haber ninguna conexión en absoluto. Sin embargo, tuvo un renovado deseo de mirar las fotografías y cartas que Eleanor había recogido. El pensamiento de buscar pruebas junto a Eleonor, su aliento dulce tocando su piel, hizo bombear su corazón más rápido de lo que lo había hecho cuando la bala lo había rozado. Mejor no arriesgarse. Hart podría exigir que Eleanor le trajera las fotografías así podrían mirarlas ellos dos solos, pero desechó inmediatamente la idea. Eleanor nunca estaría de acuerdo. Era extremadamente posesiva con las fotografías, el porqué de ello Hart no lo podía imaginar. Pero, no importaba; las conseguiría solapadamente. Al día siguiente, Hart esperó hasta que Isabel y Eleanor se instalaron en el salón de la planta baja, para planificar la fastuosa fiesta de Hart, Mac estaba en su estudio y el Conde escribiendo en el otro estudio más pequeño, mientras él tranquilamente subía las escaleras al piso superior y entraba en la habitación de Eleonor. La alcoba de Eleonor estaba vacía, como sabía que estaría, las criadas ya habían terminado allí. Hart se acercó al tocador de Eleonor y empezó a abrir los cajones. Él no encontró las fotografías. Encontró que mantenía el papel de cartas prolijamente apilado en un cajón, sobres en otro, plumas y lápices, independientes entre sí, en otro. Cartas que había recibido de amigos, Eleanor tenía muchos amigos, estaban agrupadas en el cuarto cajón. Hart las revisó rápidamente por encima, pero ninguna contenía las fotografías. ¿Dónde podría haber puesto las malditas cosas? Sabía que tenía sólo unos minutos antes de que Eleanor o Isabella volvieran por alguna cosa. Con su frustración en aumento, Hart buscó en las mesillas a cada lado de la cama, pero no había metido las fotos en ninguna de ellas. Su armario reveló las prendas prolijamente colgadas o plegadas, ordinarios vestidos en colores monótonos y no muchos. El arcón contenía un miriñaque envuelto en tela y eso era todo. La cómoda en el otro lado de la habitación estaba dedicada a la lencería, los cajones superiores contenían medias y ligueros; el siguiente, camisolas y bragas; Luego vino un cajón con un corsé de batista sencilla, bien rematado. Hart hizo un persistente esfuerzo para no imaginársela en ropa interior y concentrarse en la búsqueda. Fue recompensado cuando, bajo el corsé, encontró un libro. El libro era grande y largo, del tipo en el que las señoras pegaban recuerdos de ocasiones especiales o salidas memorables. Este libro particular era grueso, lleno con todo lo que había pensado Eleanor que valía la pena preservar. Hart lo sacó del cajón, lo puso sobre el escritorio y lo abrió. El libro era todo sobre él. Cada página estaba cubierta con una cronología de Hart Mackenzie. Artículos de periódicos y revistas proporcionaban textos y fotografías de Hart el empresario, Hart el político, Hart el hijo de Duque y, a continuación, Hart el Duque. Las páginas de sociedad lo mostraban en reuniones organizadas por el Príncipe de Gales, en los banquetes de caridad, en reuniones de clan donde se proclamaba su lealtad al jefe del clan Mackenzie. Ella había pegado fotografías de periódicos de Hart hablando con la Reina, con varios primeros ministros y con dignatarios de todo el mundo. La historia sobre Hart convirtiéndose en Duque de Kilmorgan y tomando posesión de su escaño en la cámara de los Lores estaba aquí, incluyendo una historia de los Duques de Kilmorgan desde el siglo XIV. Eleanor Ramsay había recogido toda la vida de Hart Mackenzie y la había pegado en un libro de recuerdos. Había traído el libro hasta aquí desde Escocia y lo mantuvo oculto como un tesoro. El anuncio del matrimonio de Hart con Lady Sarah Graham en 1875 había ocupado su propia página. Eleanor había escrito con un lápiz de color al lado de un dibujo del periódico de Hart y Sarah con sus galas de boda: Está hecho. El resto de esa página estaba en blanco, como si Eleanor hubiera pretendido detener el libro allí. Pero volvió la página y encontró más artículos acerca de su incipiente carrera política, sobre las fiestas, su nueva esposa acogida en Londres y en Kilmorgan. El anuncio de la muerte de Sarah y la muerte del bebé Hart Graham Mackenzie fue rodeado por una corona de flores cortada de una tarjeta. Eleanor había escrito junto al mismo: mi corazón está apesadumbrado por él. Los artículos siguientes eran sobre Hart saliendo del luto para seguir su carrera aún más obsesivamente que antes. Quiere ser primer ministro, escribió un periodista. Inglaterra temblará bajo esta invasión escocesa. Tras el último artículo, Hart se topó con sus fotografías. Eleanor había recopilado quince hasta ahora. Había pegado cada una cuidadosamente en el libro y delineadas en lápiz de color: rojo, azul, verde, amarillo, los cuales había elegido arbitrariamente. Una nota aparecía debajo de cada una: recibida en mano 01 de febrero de 1884, encontrada en la tienda de Strand, 18 de febrero de 1884. Había fotos de Hart mirando hacia la cámara, de espaldas a la cámara, de perfil; vestido con sólo un kilt, desnudo, sonriendo, tratando de darle a la cámara la imagen de un arrogante Highlander burlón. En una de Hart con su kilt, riendo, pidiéndole a Angelina que no se acercara tanto la cámara, enmarcado por sus rizos. Eleanor había escrito; La mejor. Hart hojeó las últimas páginas, que estaban en blanco, listas para contener más fotografías. Empezó a cerrar el libro, pero notó que la cubierta posterior estaba desprendida. Investigando, se encontró con que algo se había deslizado detrás de la guarda y la cubierta, la guarda estaba pegada cuidadosamente en su lugar. No hizo falta que rompiera el papel negro, detrás de ella se encontró con las cartas. No eran muchas, tal vez una docena en total, cuando desplegó una, miró fijamente su propia escritura. Eleanor había mantenido cada carta que Hart le había escrito. Hart se hundió en una silla y fijó su atención en ellas. Vio que ella había conservado incluso su primera misiva formal, se la envió el día después de que él hubiera urdido su encuentro inicial con ella: Lord Hart Mackenzie solicita el placer de la compañía de Lady Eleanor Ramsay para una fiesta náutica y posterior picnic el 20 de agosto, en los terrenos del Castillo de Kilmorgan. Por favor responda a mi misiva, pero no le dé una propina al mensajero, porque él ya me ha cobrado un extra por llevarle esta carta a usted, así como ha tenido una excusa para visitar a su madre. Su siervo, Hart Mackenzie Recordaba claramente cada palabra de su respuesta por escrito. A mi simple conocido, Lord Hart Mackenzie: Un caballero no escribe a una dama con quien no está relacionado o prometido. Besarme en el baile es casi lo mismo. Creo que nuestro impactante disfrute de dicho beso no debe repetirse en la orilla del río que pasa por Kilmorgan, no importa cuán idílico sea, además creo que hay una vista bastante pública desde la casa. Añado que un caballero no debería invitar a una dama a una fiesta náutica por sí mismo. Una tía o algo así debería escribir la carta por él y asegurarle a la joven que habrá una carabina para acompañarlos. En su lugar le invito a tomar el té aquí a Glenarden; Sin embargo, por las mismas reglas, no puedo correctamente pedirle a un caballero no relacionado conmigo que venga a tomar el té, así que voy a pedirle a mi padre que le escriba una carta. No se alarme si en esta invitación se decanta por las propiedades medicinales del hongo azul o en lo que sea que haya captado su interés para entonces. Esa es su forma de ser, pero lo guiaré para que vaya al punto. Hart se había reído ruidosamente con la encantadora carta y respondió. Una dama no le escribe a un caballero, atrevida jovencita. Traiga a su padre a navegar, si lo desea, y él podrá arrancar todos los hongos que quiera. Mis hermanos estarán allí, junto con algunos vecinos, que incluyen un paquete de matronas de la sociedad, por lo que su virtud estará bien protegida de mí. Prometo que no tengo ninguna intención de besarla en la orilla del río, la llevaré a lo más profundo del bosque para ello .Su siervo y mucho más que un mero conocido, Hart Mackenzie Hart dobló la carta, recordando la alegría de la fiesta náutica. Eleanor había venido con Lord Ramsay, y lo había vuelto loco por ella al plantarse en medio de las matronas, coqueteando con Mac y Cameron, y un atrevido Hart había intentado todo para acercarse a ella. Ella con cuidado había evitado que la acorralara pero había regresado al cobertizo de los botes a buscar un bastón olvidado por una anciana en una la esquina del mismo. Ser amable había sido su caída, porque Hart la había capturado a solas. Eleanor sonrió ampliamente y dijo —No es justo. Esto no es el bosque— antes de que Hart la besara. El bastón cayó de las manos de Eleonor cuando su cabeza se volvió y sus ojos se cerraron, Hart abrió sus labios. Él había probado cada rincón de su boca, dejó que su mano la recorriera hasta que había ahuecado su pecho a través de la tela gruesa de su corpiño. Cuando ella intentó resistirse una protesta débil pasó de largo, Hart le había dedicado una sonrisa malvada y le dijo que se detendría en el mismo segundo en que ella se lo dijera. O la besaría para siempre, si ella lo deseaba. Eleanor había clavado su mirada en él con sus ojos tan azules y dijo; —Tienes razón, soy una atrevida jovencita— y le bajó la cara para darle otro beso. La había levantado sobre un banco y enganchado un brazo por debajo de su rodilla, mostrándole como debía rodearlo con su pierna. Al cruzar sus miradas ella se dio cuenta de que cualquier relación que mantuviera con Hart Mackenzie no sería convencional. Vio encenderse su deseo, vio su decisión de permitirse disfrutar lo que Hart pretendía mostrarle. El pequeño momento de rendición había hecho que su corazón, y otras partes de él, se hincharan. Hart había pensado, en ese momento, que él la había atrapado, pero había sido un tonto. La siguiente carta estaba llena de bromas a Hart sobre su breve momento en el cobertizo para los botes, con algunas insinuaciones sobre el bastón. Eleanor le había escrito una carta picante, que había calentado la sangre de Hart y lo había vuelto salvaje por verla de nuevo. Encontró la carta que había escrito después de que ella hubiera aceptado su propuesta, formulada en la pérgola en Kilmorgan. ...Verte desnuda bajo el sol, el viento escocés en tu cabello, envió todas mis tácticas para ganarte al diablo. Yo sabía que si te lo pedía entonces, tu respuesta sería definitiva. No habría vuelta atrás. Sabía que debía dejarte sola, pero seguí adelante y te hice la pregunta, de una forma tonta de todas formas. Qué hombre afortunado que soy, me diste la respuesta que yo anhelaba escuchar. Y así, como te lo había prometido, tendrás todo lo que siempre hayas deseado. Joven y arrogante, Hart había pensado que si le ofrecía a Eleanor riquezas en bandeja de plata, ella caería rendida a sus pies y seria suya por siempre. Él no la había conocido. La siguiente carta, estaba escrita después de que la llevara a conocer a Ian cuando vivía en el sanatorio, en la cual se evidenciaba que ella era nada menos que extraordinaria. Te bendigo mil veces más, Eleanor Ramsay. No sé lo que hiciste, pero Ian respondió a ti. A veces no habla en absoluto, por días o semanas. En algunas de mis visitas, fija la mirada en la ventana o trabaja en malditas ecuaciones matemáticas sin mirarme, no importa cuánto trate de hacerle reconocer que estoy allí. Él está bloqueado en ese mundo suyo, en un lugar a donde no puedo ir. Me acerco para abrir la puerta y sacarlo pero no sé cómo .Pero Ian te miró, habló contigo y hoy me preguntó cuándo volvería a verlo, cuando me casaría. Ian dijo que quería que me casara, porque una vez que lo haga estaré seguro contigo, y así podría dejar de preocuparse de mí. Rompió mi corazón. Pretendo ser un hombre fuerte, mi amor, pero cuando estoy con Ian, sé cuán débil soy. Concentrado, Hart hojeó las cartas restantes. No había muchas, porque una vez que su compromiso con Eleanor se había hecho oficial, ella y él habían estado juntos mucho tiempo. Las cartas escritas cuando había estado en Londres o París o Edimburgo sin ella eran alabanzas a su belleza y su cuerpo, su risa y su calidez. Encontró la carta que le había escrito diciéndole con afán que vendría a Glenarden en cuanto terminara sus negocios en Edimburgo, previa a la fatídica visita cuando Eleanor lo había esperado en el jardín y le había devuelto el anillo. Las dos últimas cartas habían sido escritas varios años después de que terminara el compromiso. Hart abrió la primera, sorprendido de que Eleanor la hubiera conservado. La leyó sin orden, la primera donde revelaba el retorno de Ian a la familia tras la muerte de su padre: ...todavía es Ian, y no lo es, a la vez. Se sienta en silencio, no contesta cuando hablamos con él, ni mira a su alrededor cuando lo abordamos. Esta en un lugar interior, atrapado por años de dolor, frustración y tortura. No sé si él está resentido conmigo por no ayudarlo antes, o si al contrario está agradecido por llevarlo a casa, o si tan siquiera sabe que tiene casa. Curry, el ayuda de cámara de Ian, dice que él no se comporta de forma diferente aquí de como lo había hecho en el sanatorio. Ian come, se viste y duerme sin que haya que insistirle y sin ayuda, pero es como si fuera un autómata al que se le enseñaron los movimientos vitales de un ser humano, sin conciencia real de su existencia. Trato de llegar a él, trato de verdad. Y no puedo. He traído a casa un caparazón de mi hermano y eso me está matando. Hart dobló esa carta y abrió la última con los dedos lentamente. Ésta estaba fechada en 1874, un mes más o menos antes de la carta sobre Ian. Las páginas estaban aún crujientes, la tinta negra, conocía cada palabra en su corazón. Mi querida Elle, mi padre está muerto. Usted habrá oído hablar de su muerte ya, pero el resto lo debo confesar o enloqueceré. Usted es la única en quien puedo pensar para contárselo, la única en quien puedo confiar para mantener mis secretos. He enviado esta carta con mi mensajero de más confianza directa a tus manos solamente. La insto a quemarla después de la lectura, si es que su curiosidad inquebrantable la hace abrir una carta del odiado Hart, en vez de echarla directamente al fuego. Le disparé, Elle. Tenía que hacerlo, iba a matar a Ian. Una vez me preguntaste por qué dejaba que Ian viviera en ese sanatorio, donde los médicos lo trataban como a un perro entrenado o lo utilizaban para sus experimentos extraños. Dejaba que se quedara porque, a pesar de todo, era más seguro para él que cualquier otro lugar. Estaba a salvo de mi padre. Lo que hicieron con él en el sanatorio no es nada comparado con lo que podría haberle hecho mi padre. Durante mucho tiempo he sabido que si lograba hablarle a mi padre sobre sacar a Ian, éste sólo terminaría en un lugar peor, quizás totalmente fuera de mi alcance y a merced de mi padre. Gracias a Dios los sirvientes de Kilmorgan son más leales a mí de lo que fueron a mi padre. Nuestro mayordomo se me acercó un día con lo que le había dicho una doncella, ésta había escuchado a mi padre susurrar a un hombre que pagaría a alguien para que se metiera en el sanatorio y matara a Ian, por cualquier método que el hombre eligiera. Al escuchar el informe de mayordomo sobre este horror, me di cuenta de que ya no podía esperar más para actuar. Creía en lo que había escuchado la doncella, porque sabía que mi padre era capaz de tal cosa. No tenía nada que ver con la locura de Ian. Verás, Ian presencio el delito de mi padre. Ian me habló sobre ello a trozos durante años, hasta que finalmente los he unido y deducido la verdad. Él vio a mi padre matando a mi madre. La forma en que Ian describió el incidente, me hace suponer que no quería matarla, pero su violencia sin duda causó su muerte. Agarró a mi madre y la sacudió por el cuello, hasta que ese cuello se rompió. Padre encontró a Ian agazapado detrás del escritorio y sabía que lo había visto todo. Al día siguiente Ian fue trasladado a Londres para presentarse ante una Comisión para determinar su locura. Ian siempre había sido diferente, pero la Comisión fue más allá de eso, y por supuesto, lo declaraban demente. La acción de mi padre era preventiva, si Ian era declarado loco por una Comisión, entonces cualquier historia que dijera sobre la muerte de mi madre probablemente no se le creería. En ese momento, no tenía ni idea de nada de esto, pero luché contra la decisión de mi padre. En vano, Ian fue arrastrado directamente al manicomio, donde mi padre había preparado un lugar para él de antemano al pagarles una cantidad obscena de dinero. Yo no era todavía lo suficientemente mayor y no tenía la experiencia necesaria para saber cómo derrotarla. Simplemente hice todo lo que pude para hacer que Ian estuviera cómodo, al igual que Mac y Cam. Más tarde, por alguna razón, padre había empezado a creer que Ian iba a exponer su secreto. Quizás se estaba haciendo más coherente sobre el incidente, quizás uno de los médicos informó a mi padre que había empezado a hablar sobre la muerte de su madre, nunca lo supe. Al final, supongo que mi padre temía que alguien por fin creyera sus palabras e investigara. Así que puso su plan en marcha. Yo evité ese plan. Lo paré en seco. Encontré a los hombres a sueldo de mi padre y les pagué para que se fueran lejos. Envié a mi propia gente para proteger a Ian y retuve todas las misivas del manicomio a fin de que pasaran por mi mano primero. Mi padre lo descubrió y se enfureció conmigo, pero yo sabía que lo intentaría nuevamente. Y otra vez. Mi padre era un hombre despiadado, como sabes, egoísta al punto de la locura. Empecé los procedimientos para liberar a Ian de la tutela del sanatorio y que esta pasara a mí, pero el proceso era lento y temía que mi padre encontrara una manera de ganarme antes de que Ian estuviera seguro. Sabía que tenía que enfrentar a mi padre, para detenerlo de una vez por todas. Una noche, hace dos semanas, fui a su estudio en Kilmorgan. Padre estaba muy borracho, lo que no era inusual para esa hora del día. Le dije que Ian me había confiado la historia de la muerte de nuestra madre y que yo lo creía. Le dije que estaba perfectamente dispuesto a dar testimonio de la verdad de la misma, y le dije que había puesto en marcha los procedimientos para obtener ante la Comisión la reversión de su declaración de locura. Mi padre escuchaba pasmado, luego intentó atacarme. Pero yo ya no era un aterrorizado niño ni un joven temeroso, él estaba borracho y yo fácilmente lo vencí. Se sorprendió cuando le di puñetazos en la cara. Él me había entrenado para ser su esclavo obediente, para que me dejara pegar cuando él deseara y no derramara una lágrima a pesar del dolor. Dijo que lo había hecho para hacerme fuerte. Me hizo fuerte y ahora entendía cuanto. Al mismo tiempo que empecé los procedimientos para que la Comisión de Ian invirtiese su decisión, hice que mi hombre de confianza preparara los documentos para un fideicomiso, dividiendo la riqueza actual de la familia Mackenzie y el Ducado en cuatro partes iguales, una para cada hijo, Ian incluido. Los documentos también me daban la custodia de Ian, haciendo que el destino de Ian estuviera en mis manos para decidir sobre él. Padre luchó contra mí, por supuesto, pero mi hombre de negocios había hecho un trabajo exhaustivo. Con el trazo de una pluma, mis hermanos serían libres y daría el dinero de mi padre a los hijos que despreciaba. Él me gritó y me dijo que me mataría, me dijo que mataría a mis hermanos y que nos vería en el infierno. Tuve que tratarlo con violencia, no quiero contarte lo que tuve que hacer. Basta con decir que, al final, firmó el documento y me evaluó temeroso. Sería un monstruo, a sus ojos, pero yo soy sólo el monstruo que él creó. Le di los papeles a mi hombre de negocios de confianza, que esperaba fuera. Llevó una copia a Edimburgo y otra copia a Londres, y allí ambas se registraron. Mi padre hacía estragos hasta que cayó en un estupor y se puso a dormir. Al día siguiente, salió con su escopeta, diciendo que iba tras un animal. No confiaba en él, podría ir con la escopeta sobre un caballo y montar a través de todo el país hasta el sanatorio donde todavía residía Ian. Mi padre debió haber sabido que vendría tras él, porque envió por delante a su acompañante de cacería y esperó por mí en un lugar aislado. Poco después, cuando lo encontré ya tenía esa escopeta en mi cara, su dedo en el gatillo. Luché. Fue una lucha loca por el arma allí en el bosque. El cañón parecía apuntarme siempre, yo sabía que si moría este día, mis hermanos no tendrían ni una oportunidad contra él, incluso con los documentos que había firmado. Encontraría una manera de anular el contrato y hacer de su vida una miseria aún mayor que antes. E Ian estaría muerto. Finalmente me hice con la escopeta y lo enfrenté. Puedo mentir y decirme a mí mismo que fue un accidente. Que yo estaba peleando por la escopeta y se disparó sin querer. Pero la tenía en mis manos, Elle. Lo vi en mi retina, en la fracción de segundo justo antes de apretar el gatillo, los años de terror que tendríamos que soportar si él seguía viviendo. Nuestro padre era un hombre taimado y demente, Dios nos ayude, heredamos nuestros momentos de locura de él. Vi que Ian nunca estaría a salvo de él, no importa cuán diligente fuera, si no hacía nada. Terminé con ese infierno en el bosque. Apreté el gatillo y le disparé en la cara. Su acompañante llegó corriendo, por supuesto. Estaba sosteniendo el arma por el cañón, mirándole horrorizado. Se había atascado, le dije. Salió el tiro por la culata. El tipo lo sabía, sé que sí, pero dijo que, “aye, su gracia debería haber comprobado que el cañón estaba limpio antes de haber disparado a un pájaro. Son accidentes que ocurren”. Y así, el XIII Duque de Kilmorgan se había ido. Mis hermanos sospechan la verdad, igual que lo hizo el sirviente, pero no han dicho nada, yo no les dije nada. Prometí en los bosques que nunca tendrían que pagar por lo que yo había hecho. Esta noche, confieso mis pecados ante ti, Eleanor y a ti solamente. Mañana, Ian vuelve a casa. Quizás los Mackenzies podrán encontrar paz, aunque lo dudo, querida, porque somos muy malos para vivir en paz. Gracias por escuchar. Casi puedo oírla decir, de esa manera pragmática que tiene: "Ya lo hiciste. Déjalo estar y que sea el final del asunto." Desearía poder oírla, escuchar su voz calmante, pero no se preocupe. No iré corriendo a Glenarden ni me tiraré a sus pies. Usted merece paz. Que Dios la bendiga. Hart escuchó un sonido. Miró hacia arriba, con lágrimas en los ojos, para ver a Eleanor de pie en la puerta, recatada y apropiada con un vestido abotonado hasta su mentón, sus labios separados mirándole fijamente. Jennifer Ashley La Perfecta Esposa del Duque Highland Pleasures 04 CAPÍTULO 11 —Se suponía que la quemarías—, dijo Hart. No podía levantarse, no podía moverse, descompuesto por lo que acababa de leer. Eleanor cerró la puerta y llegó hasta la mesa plagada de cartas. —No pude, por alguna razón. Notó que ella no preguntó a qué carta se refería. — ¿Por qué no? —No lo sé, realmente. Supongo, que porque, de todas las personas a las que podrías habérselo contado, me lo dijiste a mí. —No había ninguna otra persona—, dijo Hart. —Nadie en el mundo. Lo dicho quedó sobrevolando. Hart cerró el libro y levantó sus pies pesados. Necesitaba tocarla. Ella lo observaba como se acercaba, no dijo ni una palabra mientras él ahuecada su rostro y se inclinaba para besarla. Sabía a sol. Hart no paro para preguntarle por qué ella había venido arriba, si Isabel la esperaba abajo. Sólo que Eleanor estaba aquí, que tenía la calidez de ella bajo sus manos, la mujer que conocía su secreto más sombrío y nunca se lo había dicho a un alma. Se sintió fuerte nuevamente en su abrazo, su dolor desapareciendo bajo la caricia de Eleonor. Esperó a que sus necesidades oscuras lo alcanzaran, para arruinar este momento, pero no lo hicieron. Depositaba besos en su mejilla, trazando las pecas que adoraba. —Elle... —Shh—. Eleanor lo atrajo completamente en sus brazos y descansó su cabeza en su hombro. —No digas nada. No hay nada que decir. Hart presionó un beso en la parte superior de su cabeza, amando la calidez de satén de su cabello. Su corazón estaba adolorido, pero Eleanor lo relajaba y alejaba del dolor. —Pegaste las fotografías en un libro—, dijo. —Un libro acerca de mí. Eleanor levantó su cabeza. Ella clavó su mirada en la suya, su cara tan roja como su pelo. —Bueno, yo... Hart sentía y veía su lucha para idear una explicación. La observó pensar, entonces ella enrojeció todavía más y dijo con voz suave. —Eres muy guapo. Quería reír, expresar su alegría, sintiéndose mejor después de los recuerdos que las cartas habían revivido. Eleanor de repente descubrió su herida en el rostro. — ¿Qué te ha pasado? —Nada importante. No cambies de tema. Sus dedos eran suaves. —Incluso herido, eres un hombre guapo. Lo debes de saber. Muchas mujeres se lo dijeron, pero él nunca se revolcó en sus elogios. Riquezas y posición podrían matizar la perspectiva, cambiando lo desagradable en bello. —No deseo que conserves las fotografías que tomó la Sra. Palmer—, dijo. — Quémalas. —No seas tonto. Están muy bien hechas. Y además, si estoy lo suficientemente enojada contigo, estoy segura de que podría venderlas por mucho dinero. Hart perdió su sonrisa. — ¿Lo harías? Ella fingió considerarlo. —Quizás, si no me dejas buscar o investigar en ciertos lugares para encontrar a la persona que las envió o si me prohíbes algo. Sus bromas lo derritieron. —Tienes razón. Eres una mujer audaz. No has cambiado desde que me atrajiste al cobertizo para los botes. Creo que yo estaba haciendo cosas y allí estabas tú acechándome. —Podríamos discutirlo por horas. Pero no importa—. Le arrebató el libro. —Lo quemaré todo. Eleanor luchaba. —No te atrevas—. Hart oscilo alrededor, se dirigió a la estufa de carbón, a su cálido resplandor pero Eleanor seguía intentando conseguir el libro. Eleanor corrió tras él, agarró el libro y Hart fingió luchar. Ella sabía lo que él estaba pensando, porque él podría haberle arrebatado el libro de sus manos en cualquier momento. Ella apretó su agarre y estiró, la liberó de repente, enviándola unos pasos hacia atrás. Ella no cayó porque la sujetó. Él puso el libro fuera de sus manos, lo ubicó en la mesa de escribir y luego le rodeó la cintura y la levantó con facilidad colocándola en la cama. Eleanor se retorcía contra él mientras se echaba con ella sobre el colchón. Pero ella no luchaba tanto como debería hacerlo, porque Hart se estaba riendo. Hart, quien nunca se reía en estos días, lo estaba haciendo mientras la colocaba debajo de él, su kilt desparramado sobre sus piernas. Sus ojos despiertos con maldad, y se reía. Eleanor se hundió debajo de él con placer pero descubrió un impedimento. —Ay, ay. Las malditas enaguas. Hart bloqueo sus pies alrededor suyo e invirtió sus posiciones en la cama grande. Eleanor aterrizó encima de él, la enagua crujió al igual que él se sentía, como un barco de agua tormentosa. Eleanor miró hacia abajo, su risa, burlándose del Highlander y se enamoró nuevamente. Hart paseaba sus manos a lo largo de su espalda, sentía las palmas calientes incluso a través de su ropa. Ella trató de no sentir un cosquilleo de excitación al sentir su dureza evidente a través de su falda. Ella dobló sus rodillas y agitó sus pies enfundados en sus botas de tacón alto, abotonadas. —Debo levantarme. Mi institutriz me enseñó que nunca debía acostarme sobre una cama con mis zapatos. Su sonrisa se volvió malvada. —Te enseñaré a acostarte sólo con tus zapatos. Calor agradable corría a través de ella. —... Sería muy travieso. —Por supuesto. Ese es el punto. Eleanor tocó la punta de su nariz. —Reconozco que cuando estoy contigo, me siento cada vez más traviesa. —Bien. —Debo ser una mujer muy mala, para permitirte tomarte tales libertades. Sonrió, sus ojos brillaban. —Elle, tu inocencia alcanza los cielos. —No soy tan inocente—. Ella le dedicó un ceño simulado. —Recuerda que crecí con un padre que creía que era normal discutir sobre los hábitos reproductivos de toda criatura viviente — incluyendo los humanos — durante la cena. —Tu madre debe haber sido una mujer paciente. —Mi madre lo amaba son cada pedazo de su corazón—. Eleanor sintió una pizca de tristeza como siempre lo hacía cuando su madre entraba en sus pensamientos, la mujer agonizante, enferma, que murió a sus ocho años de edad. Los ojos de Hart se oscurecieron. —Siempre te envidié. Tu padre y madre realmente se amaron mutuamente. Tuviste una infancia feliz. —Sí, fue feliz—, dijo Eleanor. Y, después, triste. Envolvió sus brazos alrededor de ella. —Lo sé. —Al menos papá y yo nos hemos llevado bien todo este tiempo. Lo que me lleva de nuevo a mi conocimiento sobre los hábitos de apareamiento. Me crees inocente, pero soy bastante mundana, a mi manera. —Lo sé. Conservas fotografías de un hombre desnudo ocultas en un cajón de tu mesilla. —Las cuales has revisado sin mi consentimiento. —Lo que me dio una idea del estado de tu vestuario. No le has pedido a Isabella que te vista como te solicité. Tus vestidos son horribles. —Bueno, muchas gracias. Tocó la almohadilla de su labio inferior. —Corta de raíz tu orgullo, pequeña. Si vas a desfilar con esta familia, necesitarás ropa decente o destacaras como un faro. Isabella te equipará y me enviará la factura. —De hecho, no. Dirán que soy tu amante. Él rió. —Qué expresión. Te estoy dando tu salario. —Por escribir. Quiero un salario honesto por un trabajo honesto. Considéralo un subsidio de ropa. No voy a tener a mis empleados vistiendo de manera tan lamentable. Mi ama de llaves viste mejor que tu. —Un insulto tras otro. —La verdad. Ahora quiero la verdad de ti, — ¿por qué guardas toda esa basura acerca de mí? —Para alimentar tu orgullo, obviamente. Hart se rió nuevamente. Se sentía bien tenerlo agitando bajo ella, ver verdadera alegría en sus ojos, y no la desolación que había visto cuando ella había entrado a la habitación. Como si leer sus cartas hubiera arrancado la venda de una herida, esta había desangrado, y ahora, por la gracia de Dios, él podría sanar. O al menos se encontraba en la cama con ella y le tomaba el pelo como si fueran amigos o amantes ocasionales. Él había sido así cuando la había cortejado, riendo, burlándose, molestándola en un momento, para ser increíblemente candoroso al siguiente. En este momento, él le hacía cosquillas. —Para—. Eleanor batía sus manos sobre el pecho. —No es de extrañar que teman al gran Hart Mackenzie, “vote por mí, o yo le haré cosquillas hasta la muerte." —Lo haría, si funcionara—. Su sonrisa desapareció. —Quema esas fotos, Elle. Son terribles. Por el contrario, eran hermosas. No le gustaba el hecho de que la Sra. Palmer las hubiera tomado, pero ella no pudo encontrar ningún fallo en los resultados. —No, de hecho—, dijo ella. —Me enviaron las fotografías a mí, no a ti, y he pagado una guinea por las demás. No te las daré. Son mías. Hart trató de parecer ceñudo, de sacar el genio Mackenzie, gruñó un poco. Lo cual hubiera sido más eficaz si no hubiera estado extendido debajo suyo, su kilt extendido, su cabello hecho un lío. Como estaba así, Eleanor besó el puente de su nariz. —Voy a deshacerme de ellas si son reemplazadas—, dijo. —Usa mi subsidio de ropa para comprarme un aparato para tomar fotografías y hazte algunas, sólo para mí. Su ceño murió, y sus ojos reflejaron, increíblemente y entre todas las cosas, vergüenza. — ¿Y quién podría tomar estas fotografías? —Yo, por supuesto. Sé cómo funciona el aparato fotográfico. Mi padre contrató a un fotógrafo una vez y todos los productos químicos y máquinas para hacer un cuarto oscuro, para que pudiéramos hacer las placas de la flora local para uno de sus libros. Lo disfruté bastante. Soy bastante buena, si debo decirlo. —Puedes escribir, puedes fotografiar. ¿Qué no puedes hacer? —Bordar—. Eleanor había arrugada la nariz. —Soy muy mala en ello. Y nunca aprendí a tocar el piano. En las actividades manuales, no soy muy buena. Me parece que soy mejor en actividades masculinas. La sonrisa de Hart reapareció. —Yo diría que fuiste excelente en perseguir lo masculino. —Oh, muy gracioso, Su Gracia. ¿Y la cámara? — ¿Verdaderamente deseas tomar fotografías de mí?— Él sonaba... tímido. —Sí, de hecho, si—, dijo. ¿Es tan difícil creer?» —Soy mucho más viejo ahora. Su sonrisa creció. Bajó la mirada a su rostro con su barba recortada, su garganta húmeda detrás de su corbata, su amplio pecho bajo la camisa y chaleco, su abdomen plano. Ella se arrodilló hacia atrás para seguir mirándolo, sus estrechas caderas y sus muslos esbozados por el kilt arrugado. El plaid se había levantado un poco por encima de sus rodillas para mostrar sus musculosas piernas cubiertas por gruesos calcetines de lana. Ella soltó un suspiro un poco satisfecho. —No veo que haya nada mal contigo, Hart Mackenzie. —Porque estoy completamente vestido. Algo atrevido, intenso e incontrolable se había apoderado de ella. Antes de pudiera detenerse a sí misma, agarró el dobladillo de la falda y lo subió hasta descubrir sus muslos. Hart permanecía muy quieto, un brazo detrás de su cabeza, cuando lo miró. —Nada malo allí tampoco—, dijo ella. —Cabalgo todos los días. —Muy loable. Una mente sana en un cuerpo sano. Creo que todo esto se vería bastante bien en una fotografía. Cielo santo, él se ruborizó. — ¿Estás preocupado?— preguntó. —Yo era un hombre joven cuando estaba cortejándote. —Y yo era una mujer muy joven. Aunque tienes algunas arrugas—. Eleanor había tocado unas líneas en los bordes de sus ojos. Le gustaba, porque significaba que sonreía un poco, al menos. —Tú no—, dijo. —Porque soy un poco gordita. Si fuera una mujer esbelta, sería un palo viejo ahora. Hart tocó su rostro con dedos suaves. —Nunca he visto a una mujer más gloriosamente hermosa. Su corazón se aceleró, pero ella se arrodilló antes de que el calor traicionero que él agitaba en ella pudiera hacerla decir algo que lamentaría. Inclinada sobre él con una sonrisa, Eleanor había levantado el kilt hasta por encima de sus caderas. Ella se detuvo. —Oh. Los ojos de Hart se oscurecieron. — ¿Cuál es el asunto, amor? —Pensé que llevarías algo de franela debajo. Hace frío. —No he salido esta mañana, dijo. La timidez de Hart había desaparecido, él giro nuevamente las tornas. Descansó su cabeza sobre sus manos y esperó a ver lo que ella haría. Entre sus muslos ella sentía las esferas apretadas de sus bolas, y por encima, su longitud contra su abdomen, acunado por su kilt. —Me gustaría tener el aparato para fotografiarte ahora—, dijo Eleanor. — ¿Si, traviesa mujer? Oh, sí. Hart haría un retrato embriagador, él tumbado hacia atrás, su kilt arrugado alrededor de sus caderas para revelar su deseo mientras la observaba con ojos cálidos. Ella había aprendido su cuerpo mucho tiempo atrás, familiarizándose con la cicatriz que serpenteaba hasta el interior de su muslo derecho, la forma de su pelo rizado a lo largo de sus piernas, cómo una rodilla no era el espejo perfecto de la otra. Las fotografías no mostraban estos pequeños detalles; eran conocidos sólo por la mujer que tenía el privilegio de contemplarlo de cerca. Hart no dijo nada, no hizo nada. Eleanor tocó la cicatriz, encontró la cresta poco suave y fría. Algo despertó en los ojos de Hart a medida que ella remontaba la cicatriz hacia arriba, pero permaneció quieto. Su piel era más cálida al acercarse a la unión de sus piernas. Su cicatriz terminaba a mitad de camino por el interior de su pierna, pero Eleanor dejó a su dedo continuar a lo largo del camino hasta que encontró el pliegue entre la ingle y el muslo. Ella lo acarició un momento, el último lugar seguro y luego trasladó sus dedos al eje. El cuerpo de él se sacudió. Su mirada fija en ella, a la espera. La sonrisa de Eleonor se ampliaba a la par que delineaba con su dedo la longitud de él hasta su punta. Su piel era aterciopelada, caliente y al mismo tiempo, suave como la seda. Fuerza encerrada en un paquete firme. —Órgano del macho erecto—, dijo ella. —Para que él pueda penetrar la cavidad más suave de la hembra, lo coloque y lo introduzca para su propósito. —Zorra—, Hart dijo, con aspereza en la voz. —Quien le enseñó ese discurso. —Una revista científica. La risa de Hart lo sacudió, pero no lo suficiente para que desapareciera el deslizamiento de los dedos de Eleonor. —Espero que no susurres tales cosas a cualquier otro hombre, especialmente no con esa dulce voz. —Sólo a ti, Hart. Sólo es para ti. Se detuvo. —Eleanor, me estás matando. Ella levantó su mano. — ¿Me detengo? — ¡No!— Hart había atrapado su muñeca, para regresarla a su lugar anterior, luego la soltó, deliberadamente retrajo sus dedos. Había metido su mano detrás de su cabeza nuevamente, pero se le veía agitado. —No quiero que te detengas— , dijo. —Por favor. Fue muy difícil para este hombre decir por favor. Eleonor puso su dedo sobre sus labios, dudando qué hacer. Hart la miraba, con su cuerpo tenso. Eleanor había descansado nuevamente su mano sobre él. Otra vez se agitó, tratando de contener su reacción. Ella deslizaba su palma por toda su longitud, exactamente como se lo había enseñado ese día tanto tiempo atrás en la pérgola. Hart retenía su aliento, su cuerpo rígido. Eleanor frotaba con su palma la punta y luego deslizó su mano hacia abajo. —Oh, Dios, Eleanor... pequeña. El gemido casi la deshizo. Ella lo acarició nuevamente, esta vez un poco más rápido. Hart creció aún más bajo su tacto y ella se calentaba con su poder. —Santo Cristo. Las manos de Hart estaban apretadas en puños, como si se detuviera a sí mismo, con gran esfuerzo, para llegar a ella. En la pérgola y en los cuartos privados, ellos se desnudaban antes de tocarse íntimamente. Eleanor no sabía lo emocionante que esto podía ser estando totalmente vestidos. Qué delicioso descubrimiento. Hart, por su parte, estaba haciendo todo tipo de descubrimientos. Eleanor estaba más hermosa que nunca, y él descubrió que no estaba del todo muerto, que su toque era increíble. A pesar de las afirmaciones de Eleonor, ella era inocente y su sonrisa llamaba a cada parte diabólica de él. La sensación salvaje en su polla se propagaba hacia abajo por su cuerpo y de nuevo a su corazón. Hart iba a morir por esto. Hart el maestro, el Todopoderoso, se rindió al toque de su dama. Dios, era gloriosa. —Eleonor—, dijo sin aliento. —Tú me deshaces. Siempre lo has hecho. — ¿Me detengo? Su mirada era impúdica y desafiante, absolutamente inocente y perversa al mismo tiempo. Él había dejado que se alejara de él, porque había sido estúpido y joven, y demasiado arrogante. Él nunca sería capaz de dejarla alejarse otra vez. Incluso si tenía que encerrarla en esta cámara con él por el resto de sus vidas, él la mantendría con él, siempre. No sería tan mala existencia. Sus siervos podrían hacer un agujero en la puerta para pasarles comida y bebida, tal vez él recordaría comer en algún momento. —Nunca pares—, él se oyó decir. —Nunca. Por favor. Oh, querido Dios. Se incorporó sobre sus codos, incapaz de permanecer tendido contra la almohada. Veía la mano que tanto bien le hacía, con dedos pequeños y femeninos que estaban demostrando ser muy, muy inteligentes. —Llévame todo el camino, Elle. Por favor, o me mataras. Eleanor sabía lo que quería decir. Ella tenía el conocimiento, porque él se lo había enseñado hace mucho tiempo. Ella se ubicó a su lado mientras mantenía la bella fricción y Hart envolvía su brazo alrededor de ella. Su cabeza descansaba sobre su pecho, y mechones de pelo de oro rojo serpenteaba encima de su chaqueta negra. Hart la acariciaba, manteniendo su tacto suave. Rozaba la oscuridad, pero Hart luchaba por mantenerla oculta. Lo quería así, simple, liviano, una mujer complaciendo a un hombre por el solo hecho de desearlo. Tomó el control la necesidad física básica. Su mente en blanco a todo excepto al olor del cabello de Eleonor, la gloriosa sensación de sus dedos, su calidez a su lado. Nada más que ella y él, sensación, deseo. Movía sus caderas. —Eleanor. La bajó hasta sus labios y puso su boca sobre ella, al mismo tiempo que se corría. El calor resbalando por sus muslos, pero la sensación continuaba y continuaba. Él la besó en la boca y ella respondió con creciente codicia. —Pequeña, qué me has hecho. Los ojos de Eleonor estaban semiderruidos, azules encantadores tras las pestañas negras. Las palabras lo abandonaron y él simplemente la besó. Aquí se encontraba en paz. La casa estaba tranquila, juntos él y ella, Hart besando a Eleanor en su cama en una mañana lluviosa de Londres. Ella tocó su rostro mientras se besaban, sin decir nada. Dulces besos. Sin prisa. —Me calmas—, susurró. Sus ojos se enternecieron. –Me alegro. El tiempo fluyó. Hart y Eleanor estaban nariz con nariz, besándose, tocándose, disfrutando del silencio. Yacían juntos disfrutando el uno del otro, hasta que la tos seca de Wilfred en el salón continuo invadió la paz, recordando a Hart que el mundo real estaba esperándolo. Quería decirle al mundo real que se fuera al diablo. Eleanor, con sensatez, cogió una toalla de su lavabo y la llevó hasta la cama. Hart limpió sus manos y su ropa, luego la besó mientras se deslizaba de la cama, los pesados pliegues de su kilt cayendo una vez más para cubrirlo. Cuando se casara con ella, tendrían muchos más días como éste. No importaría lo ocupadas que fueran sus vidas, no importaría cuántas personas compitieran por su atención, Hart haría que el Duque y la Duquesa a menudo se retiraran del ojo público para acostarse juntos en este silencio alegre. Fue todo lo que podía pensar para lograr abandonar la habitación y a ella, con su corazón lleno. Eleanor soltó su aliento al tiempo que Hart cerraba la puerta. Ella fue a su lavabo, lavó sus manos y la cara con agua fría, buscando otra toalla de su armario. Ella todavía temblaba. ¿Qué la había poseído? Pero había sido hermoso. Ella fue a la mesa, donde había dejado el libro y comenzó a recoger las cartas para devolverlas a su escondite. No muchos segundos más tarde, se encontró sentada pasando sus manos a través de las páginas del libro de recuerdos, y se topó con las fotografías. Ella sonrió. Él podría insistir en que su juventud estaba en el pasado, pero él parecía conservarse bastante bien en su cama con su kilt enrollado alrededor de su cadera. Mejor aún, que hace años. Él había alcanzado la promesa que su cuerpo apuntaba, el potencial que había en sus rasgos más jóvenes. Ella suspiró y comenzó a reunir nuevamente las cartas. Desenrolló la carta que encontró Hart y la leyó, su corazón dolía por él nuevamente. Hart tenía razón; ella debería haberla quemado. Pero Eleonor había subestimado la probabilidad de que alguien encontrara la carta que ella ocultaba en durante su viaje a través de la costa escocesa. Los siervos no tocaban sus pertenencias y su padre rara vez iba a su alcoba. Ella no había pensado en que las cartas estaban metidas en el libro cuando había empacado para Londres; ella simplemente no quería dejar el libro atrás. Pero Eleonor entendía el peligro de mantener la carta. El encuentro de Hart con su padre había sido un accidente, de eso estaba segura, habían luchado por la escopeta y él había disparado. Lo que había pasado por su mente durante la fracción de segundo entre que tuvo el arma en sus manos y el disparo saliendo fuera de ella quedaba entre Hart y Dios. Lo que sea que hubiera pasado, la muerte del Duque había traído a Ian a casa con seguridad. Pero si los enemigos de Hart consiguieran la carta, podría significar un desastre para él. Eleanor fue hasta la estufa y abrió sus puertas. Que este sea el final del asunto, se dijo, usando las palabras que Hart predijo que ella usaría, tirando la carta a las llamas. El intento de disparo lo había hecho considerar el viaje a Berkshire. Hart no se habría alojado con Cameron todo el mes de todos modos, como hacía habitualmente, viajaría ida y vuelta a Londres cuando pudiera. Las estaciones de tren eran lugares muy públicos, llenos de oportunidades para asesinos enloquecidos de disparar a la gente. Hart agonizaba sobre la decisión, pero concluyó que Eleanor y su padre bien podrían estar más seguros en público, con Mac para protegerlos, que solos en un carruaje en algunos vacíos tramos de las carretera secundarias. Hart les mantendría seguros por el simple hecho de no viajar con ellos en absoluto. Subió a la parte superior de la casa el día anterior a que fueran a salir, la familia entera y Eleanor estaban tomando té en la habitación que había sido reservada para los niños. Cuando entró, Eleanor levantó la mirada mientras hundía sus dientes en un postre de crema. Hart se detuvo. La visión repentina de él lamiendo la crema de sus labios le hizo sentir mareado por un momento. Cuando pudo ver nuevamente, tomó nota de Mac sentado en una mesa con Eileen, Isabella junto a él, Robert en una silla de bebé. Eleanor atiborrándose junto a ellos en la mesa, mientras que la niñera, Miss Westlock, los supervisaba sentada un banco en el otro lado de la habitación. Aimee se sentaba con Lord Ramsay en un asiento de ventana, el Conde le mostraba fósiles que había traído con él desde Escocia. Hart arrastro su mirada nuevamente desde la crema en los labios de Eleonor y la dirigió a Mac. —Me voy a Berkshire esta mañana. Tengo emisarios a lo largo del camino, así que me quedo con el guardaespaldas. El resto viajareis en tren mañana por la tarde. — ¿Guardaespaldas? Mac dijo. Lamiendo la nata de su pulgar y sacudiendo su cabeza hacia su hija. —Eileen, por favor no pongas mantequilla en el cabello de tu hermano—. Miró a Hart. — ¿No sería mejor que vinieses con nosotros? —Te dije, que tengo asuntos... Eleanor lo taladró con la mirada. —Hart, lo sabemos—. Ella levantó una copia de un periódico de cotilleos de la silla a su lado y se la mostró. “¡Al Duque de Kilmorgan por poco no le quitan la vida! Disparos en el exterior del Parlamento. ¿Encontraron un nuevo objetivo los fenianos?” — ¿Cómo diablos entró esto en la casa?— Hart gruñó. — ¿Mac?— Mac parecía inocente, pero la cara de Eleonor estaba encendida con rabia. —Me mentiste cuando me dijiste cómo te lastimaste. Dijiste que no era importante. ¿Cómo pudiste? Casi moriste. Hart tocó su rostro donde iban desapareciendo los cortes. —No es importante. El hombre me dio un golpe terrible y yo no estaba prestando atención. No te lo dije porque no quiero que te preocupes. — ¿Preocuparme? Hart, esto es peligroso. Esto es algo para decir a la familia. Y a tus amigos. — ¡Que es exactamente por lo que no quiero que ninguno de vosotros esté conmigo!— La voz de Hart sonó como si hubiera perdido la paciencia. —Si el hombre es un tirador tan malo, no quiero que mi familia y amigos se conviertan en víctimas accidentales. Eleanor, tu padre y tú viajareis con Isabel y Mac, yo me iré con mi guardaespaldas y Wilfred. Wilfred solía estar en el ejército. Él sabe cómo manejarse, como pato en el agua. La mirada de Eleonor se volvió gélida. -No trates de hacer un chiste de esto. Supongo que no has hablado con la policía. —Lo hice, de hecho. Solicité unos inspectores para investigarlo, porque si alguien puede asustar a un culpable, son nuestros detectives favoritos de Scotland Yard. Pero no tienen mucho con que trabajar, sólo unos pocos ladrillos astillados. Y el hombre podría no haber querido dispararme a mí en particular, sino a cualquiera que saliera del edificio. Lord Ramsay interrumpió la discusión. —Debe comprender que el pensamiento de usted viajando solo nos hace sentir incómodos, ¿no es así Mackenzie? ¿Usted con un guardaespaldas? ¿En una carretera vacía entre Reading y Hungerford? —No voy a estar solo. Contraté a ex pugilistas como lacayos, de cuerpos grandes y reflejos rápidos. —Que lo hayas hecho no le ayudó a impedir el atentado—, señaló Eleanor. —Porque esa noche no prestaba atención—. Él había estado pensando de Eleanor en corsé, su pelo, sus botas de tacón alto, su tobillo, sus pies. —Ahora he sido advertido—, dijo. —Eso apenas es tranquilizador—. Los ojos de Eleonor irradiaban ira. —Pero supongo que no podremos hacerte cambiar de opinión. Enviarás un telegrama en el momento en que llegues, ¿no? — Elle —, dijo Hart. —No, no importa. Ainsley lo hará. Por favor, asegúrate de informar a Cameron del problema. O Cameron podría considerar enojarse y él es más grande que tú. Hart no se molestó en evitar la irritación en su voz. —Déjalo, Eleanor. Te veré en Berkshire. Ella lo miró ceñuda, pero Hart sólo la veía como en su visión embriagadora con solamente corsé y botas, más erótico con una liberal adición de nata. Se alejó y caminó hacia la puerta. Eleanor siempre había amado Waterbury Grange, la residencia en Berkshire de Cameron, aunque ella no la había visitado en años. Cameron, el segundo hermano de la familia Mackenzie, la había comprado poco después de que su primera esposa hubiera muerto, diciendo que quería algún lugar lejos del sitio en el que había transcurrido su matrimonio infeliz. Campos verdes, se extendían hasta colinas arboladas, el Canal de Avon y Kennet derivaban perezosamente en el borde de la propiedad. La primavera significaba corderos detrás de las madres en el campo y potros que se mantenían cerca de las yeguas que paseaban por los pastos. La tradición familiar de Mackenzie los llevaba a Waterbury cada mes de marzo. Allí, los hermanos y ahora sus esposas e hijos, veían a Cameron entrenar a sus corredores mientras se retiraba de los ojos del mundo. Aquí tenía su oportunidad de estar en privado con la familia por un corto tiempo antes de que Cameron fuera a Newmarket. La casa era antigua, un uniforme montón de ladrillos dorados, pero según lo que Ainsley decía en sus cartas, ella había redecorado intensamente el interior. Eleanor esperaba ver su resultado. Pero cuando Eleonor, su padre, Isabella, Mac, los niños exultantes, su niñera robusta y el viejo Ben bajaron de los carruajes que los trasladaban desde la estación de tren, Hart se reunió con ellos en la puerta de Waterbury Grange para decirles que Ian había desaparecido. Jennifer Ashley La Perfecta Esposa del Duque Highland Pleasures 04 CAPÍTULO 12 —Sabes que Ian hace eso todo el tiempo—, dijo Beth. Miró a Hart preocupada, y Eleanor sintió que Beth estaba más preocupada por Hart que por su marido ausente. Beth estaba de pie en el ventoso porche delantero con un niño en cada brazo —su hijo Jamie y la recién nacida Belle -. Los perros de los Mackenzie, todos, los cinco, vagaban entre los recién llegados, moviendo sus colas. —A Ian le gusta estar solo a veces—, dijo Beth. —No le gustan las muchedumbres. —No somos una muchedumbre—, gritó Hart. —Somos su familia. Me deberías haber dicho inmediatamente que se había ido. Ante el tono en la voz de Hart, Eleanor alzó la vista después de besar a los dos bebés. Hart apretaba en sus manos los guantes, su mandíbula estaba tensa. Tenía razón al preocuparse después de los disparos en el Parlamento, pero parecía alarmado en exceso. —No lo sabía—, dijo Beth. —Ian suele avisarme cuando se va a dar un paseo largo, pero ya no estaba, cuando me desperté esta mañana. —Y no te molestaste en avisarme—, repitió Hart. —Estuviste en Hungerford toda la mañana, enviando telegramas a Londres—, dijo Beth. —Y no creí que fuera asunto tuyo. Hart iba a responder a sus palabras, y su mirada se hizo peligrosa. Beth levantó su barbilla y se enfrentó a su mirada. Eleanor entendía perfectamente bien por qué Beth no había mencionado la ausencia de Ian a Hart. Hart tenía el hábito de entrar en las casas de sus hermanos e intentar dirigir sus vidas. A veces Ian sentía la necesidad de escabullirse del yugo del severo Hart. Cameron y Mac podían gritarle a Hart cuando se enfadaban por su interferencia, pero la defensa de Ian era desaparecer. Ian a veces tenía que estar solo, para descansar de su aplastante familia antes de poder afrontarlos otra vez. Eleanor había oído hablar de la batalla en la que Beth se había enfrentado a Hart, para que dejara a Ian vivir como deseara. Beth habló tranquilamente. —Me he casado con Ian hace casi tres años, y sé lo que hace. Una estancia en Londres siempre le altera, lo sabes. Imagino que salió hoy para disfrutar de no tener gente a su alrededor. Volverá cuando esté preparado. Hart trató de intimidar a Beth con su mirada, pero Jamie se retorció para bajar de los brazos de Beth, y Beth concentró toda su atención en su hijo. La mandíbula de Hart aún se contrajo más al ver como Beth descaradamente no le hacía ningún caso, dio la vuelta y se dirigió con grandes zancadas a la casa. Dos de los perros se separaron del grupo y le siguieron. Eleanor alcanzó a Hart en el paseo. Se deslizó delante de él para lograr que se detuviera, Ruby y Ben daban vueltas a su alrededor, moviendo las colas. —Sé que estás preocupado por los disparos—, dijo. —Pero Ian no es tonto. Tiene más cuidado que tú, en muchas cosas. Telegrafié a Ainsley sobre el incidente por si no se lo contaba nadie, pero Ian ya lo había hecho. Estoy segura de que sólo fue a pescar. Sabes cuánto le gusta pescar. La terrible preocupación no abandonaba los ojos de Hart. —Sí, le gusta. Dice que el agua le calma. — Miró hacia los campos vacíos. —Voy a buscarle. Comenzó a andar, pero Eleanor se puso delante de él otra vez. —Creo que eres tu el que corre más peligro, Hart Mackenzie. A quien le pegaron un tiro fue a ti. —No iré solo. Tengo mis propios hombres, y Cameron emplea a toda una multitud. —Ian se afligirá si una multitud le encuentra—, indicó Eleanor. —Mejor afligido que muerto. Las palabras de Hart eran tranquilas, pero Eleanor leyó el miedo profundo en sus ojos. Sabía que nunca confesaría ese miedo ni aún torturándole, pero Hart sentía un profundo miedo, y Eleanor sabía el por qué. El proteger a Ian había sido la fuerza motora de Hart durante tres décadas. Eleanor había ido con Hart cuando fueron a sacar a Ian del manicomio. Recordó a Hart preguntando e intimidando a los doctores sobre el cuidado de Ian, su rutina, su alojamiento. Todo lo que Hart Mackenzie había hecho durante los pasados treinta años de su vida, bien o mal, lo había hecho por Ian. Eleanor tocó el pecho de Hart, sintiendo como su corazón martilleaba bajo su palma. —Realmente estoy de acuerdo contigo, Hart. Si alguien anda por ahí disparando, entonces tienes que vigilar a Ian. Pero aún así, debemos estar tranquilos. Le encontraremos. Su mirada se dirigió bruscamente hacia ella, y era cualquier cosa excepto calmada. —No nosotros. Tu te vas a quedar aquí. —Puedo ayudar a buscar, lo sabes. Podemos hacerlo juntos. —No—. La palabra estaba cargada de furia. —Encontrar a Ian será bastante difícil. No quiero tener que recorrer los campos y discutir contigo y con todas mis cuñadas a la vez. Si Ian vuelve por sus medios, te necesito aquí para que ayudes a Beth a lograr que se quede en casa. —Supongo que no quieres que te siga. —No quiero. Me distraerías. No me puedo permitir ninguna distracción ahora mismo. —Te distraigo. ¡Qué adulador! Hart se inclinó hacia ella. —Lo que significa es que tengo dificultad para pensar en otra cosa que no seas tú. Es tu culpa. Me seduces como la sirena que eres. Ahora quédate aquí y déjame buscar a mi hermano. Tenía que buscarle, Eleanor lo veía claro. Ian se enojaría con Hart cuando interrumpiera su excursión de pesca, pero Ian sabía cómo poner a Hart en su lugar. Todo el mundo creía que “el lento” Ian, obedecía a Hart, pero la familia sabía la verdad. — ¡Buena suerte!—, dijo Eleanor suavemente. Hart acarició su mejilla y le dio un beso rápido y caliente en los labios. Después se alejó dando grandes zancadas, hacia el prado, donde las figuras enormes de su hermano Cameron y el alto hijo de Cameron, Daniel, le esperaban. Hart sabía que Beth y Eleanor tenían razón — con toda probabilidad, Ian se había marchado a uno de sus paseos para tranquilizarse, antes de que el resto de la familia llegara. Ian tenía la dificultad para responder a la gente, o al menos entender cómo querían que él les respondiera. Ian decía lo que pensaba, no lo que se esperaba o lo que era cortés. Despues de una experiencia brutal, había aprendido a callarse y retirarse cuando había demasiadas personas, pero a veces tenía que volver la espalda al mundo totalmente, hasta que se sentía mejor y capaz de enfrentarse con ello. Hart mantenía su convicción de que Ian estaba bien, pero mientras las horas pasaban, su preocupación se mantuvo y creció. No encontró ningún signo de él, ningún Ian pescando en las orillas del canal, ningún alto hombre con kilt que vagara a través de los campos. Cuando el sol bajaba, Hart se encontró con Cameron, Mac y Daniel en Hungerford, ninguno de los tres había visto a Ian, ni había encontrado a nadie que le hubiera visto. La preocupación de Hart pasó a ser un miedo paralizante. No podía desterrar de su cabeza, la imagen de Ian boca abajo, tirado en el suelo, sangrando, agonizando o ya muerto. Eso o atado y con los ojos tapados, en algún cuarto mugriento, con sus enemigos rechazando soltarle hasta que tuvieran a Hart. Los ojos de Cameron y Mac reflejaban la misma inquietud de Hart. Daniel, que se había mofado al principio de la idea de que Ian como cualquiera, pudiera estar perdido y herido, ahora estaba preocupado también. —Daniel, ve hacia el sur a Comba—, dijo Hart. —Le gusta subir a la colina de la vieja horca y mirar al mundo pasar. Cameron, busca en el canal al este de Newbury. Si Ian ha pasado todo el día estudiando una esclusa, le golpearé. Mac, quiero que vuelvas a casa y te asegures de que las señoras no consideran la idea de salir a buscarle también. Le dije a Eleanor que no, pero ya conoces a las mujeres Mackenzie. Mac frunció el ceño. —Maldita sea, Hart, ¿no puedes encargarme algo más fácil? ¿Enfrentarme a un ejército de asesinos en ropa interior, tal vez? —Impedir que ninguna de ellas vague por el campo será tu objetivo. Mantenlas en casa y protégelas. Mac levantó las manos en señal de rendición, pero Hart sabía que su hermano estaba de acuerdo con él. Mac mantendría a las señoras seguras. —Bueno—, dijo Mac. —Pero me llenaré los oídos de algodón Hart, sus hermanos y su sobrino se separaron, cada uno se llevó unos hombres, y Hart reanudó la búsqueda. Anduvo con su caballo a lo largo del oscuro camino de sirga, hacia el oeste a lo largo del canal. Maldita sea, Ian. ¿Por qué has decidió ahora volver a vagar? Estaba demasiado oscuro para ir muy rápido, y un paso en falso podría enviar a Hart con su caballo y a los hombres detrás de él al canal. Trató de tener cuidado, pero todo en él le impulsaba, apresúrate, apresúrate, apresúrate. Atravesaron Litlle Bedwyn, hasta Great Bedwyn y siguieron hacia Wilton y Crofton. Ningún Ian Mackenzie. Ningún alto escocés que contemplara el agua pasar a través de las esclusas, o que pescara ociosamente o recorriera agitadamente de arriba abajo la orilla. Ian podía estar en cualquier parte. Escondido en un granero para dormir o a a bordo de un tren hacia quien sabía dónde. Ian no seguía ninguna reglas, excepto las suyas propias, y podría no molestarse en comprar un billete de tren, hasta estar subido en él. Le mandaría entonces un telegrama a Beth, para decirle dónde iba, pero podría pasar algún tiempo antes de que lo hiciera. Ian podía saber que todo estaba bien, pero no siempre se acordaba de tranquilizar a los otros o incluso no entendía por qué debía hacerlo. Ian estaba mejor ahora que estaba con Beth, pero todavía a veces le gustaba desaparecer solo. Como un niño, Ian se había escapado de muchedumbres que le asustaban o hasta de la mesa de la cena en Kilmorgan, se marchaba, corriendo para librarse de terrores que no entendía. Hart le seguía, le encontraba y se sentaba con él en silencio hasta que Ian se calmaba. Sólo Hart había sido capaz de controlar las lágrimas de Ian cuando se asustaba, o sus episodios de rabia intensa. Sólo Hart había sido capaz de poner un brazo consolador alrededor de los hombros de Ian, durante el breve momento en que Ian permitía eso, tranquilizándole, diciéndole que no estaba solo. Cuando Ian regresó a casa desde el manicomio, a menudo se alejaba durante días. Hart se había vuelto loco con la preocupación, pero Ian siempre volvía, a su libre albedrío. Hart le gritaba a Ian y le ordenaba que nunca volviera a hacerlo. Ian le escuchaba en silencio, sin mirarle directamente, pero cuando decidía que tenía que estar solo otra vez, simplemente se iba. Ni todos los gritos del mundo podían lograr que cambiara de opinión. Las cosas eran diferentes ahora. Ian tenía Beth, y su necesidad de aislarse había disminuido. A Ian no le gustaba pasar demasiado tiempo lejos de Beth y sus hijos, en cualquier caso, y generalmente se quedaba en casa, buscando la comodidad de ellos. ¿Entonces, por qué se había ido esta vez? Nunca permitiré que te ocurra nada, Ian Mackenzie, juró Hart cuando atravesaba a caballo otro pueblo. Te lo prometí, y mantendré la promesa hasta que muera. Hart se había separado de sus hombres. No estaba seguro de cuando pasó, pero en la oscuridad, con Hart a la cabeza, podrían haberse saltado un puente del canal que no le habían visto pasar a caballo, o bien atravesar uno, suponiendo que Hart lo había cruzado. Hart se planteó regresar, pero decidió que no. No había visto nada hoy que indicara que pudiera haber asesinos al acecho detrás de cada arbusto y nadie de todos con los que habló, había notado forasteros en el área. Sus hombres le alcanzarían cuando pudieran. La ausencia de gente obviamente peligrosa no alivió a Hart de su preocupación por Ian. Siguió buscando. Revolucionó pueblos tranquilos, preguntó en los bares locales, preguntó en granjas si un señor hubiera solicitado pasar la noche allí. La mayor parte de la gente de por allí, conocía a Ian o había oído al menos hablar de él, pero ninguno pudo ayudarle. El reloj de la iglesia dio las cuatro cuando Hart pasaba a caballo sobre otro puente del canal. Estaba agotado, hacía mucho que se había separado de sus hombres, que probablemente habían vuelto a Waterbury ya. Los músculos de Hart estaban doloridos por haberse pasado todo el día sobre la silla, y los párpados se le cerraban a pesar de todos sus esfuerzos por mantenerlos abiertos. Debería detenerse y descansar, y continuarla búsqueda otra vez a la salida de sol. Su preocupación le decía que continuara, pero su razón le dijo que sería mejor, descansar unas horas y esperar la luz del día. Hart no ensilló al caballo, lo llevó por la brida y deslizó el cabestro que había traído sobre la cabeza del caballo. Lo ató a un robusto árbol joven, dejándole suficiente cuerda para que pudiera pastar, después Hart posó su cabeza en la silla, se abrigó ciñéndose su capa estrechamente a su alrededor. Despertó repentinamente con el mismo reloj de la iglesia que daba las ocho, con el sol en sus ojos y el cuerpo de Ian Mackenzie que apareció sobre él. Jennifer Ashley La Perfecta Esposa del Duque Highland Pleasures 04 CAPÍTULO 13 —Maldición, Ian—, dijo Hart. Se sentó frotándose el cuello, rígido por estar acostado contra la silla. El caballo se había soltado y paseaba cerca de ellos, con la cabeza baja, pastando. Ian no dijo nada, no preguntó qué hacia Hart ahí, o porqué había dormido en el suelo en medio de ningún sitio a un lado del canal. En completo silencio, Ian se giró y sujetó al caballo. El caballo frotó la cabeza contra un costado de Ian mientras este le quitaba el bozal y amarraba la brida. A los animales les gustaba Ian, los caballos de Cameron y los perros de los Mackenzie lo seguían con afecto. Hart frotó su mandíbula, sintiendo el roce de su barba mientras se ponía todo dolorido en pie. Levantó la montura que le había servido de almohada y la llevó hacia el caballo. — ¿Qué haces aquí, Ian? Ian cogió la montura de Hart y la puso sobre el lomo del caballo, luego pasó bajo el caballo el cincho, y lo apretó con la pericia de un jinete experto. —Buscándote—. Dijo Ian. —Pensé que yo te estaba buscando a ti. Ian le dirigió una mirada de estás-muy-por-detrás-en-esta conversación. —Dijeron que me andabas buscando. — ¿Quién te lo dijo?— Hart examinó con la mirada la solitaria campiña tras la línea de árboles que bordeaban el canal. ¿Encontraste a mis guardaespaldas? ¿Cómo supiste que estaba aquí? Ian tomó las riendas del caballo, luego se enderezó y miró directamente a los ojos de Hart. —Siempre puedo encontrarte. Estuvieron así por unos momentos, hermano mirando a hermano, hasta que Ian rompió el contacto y se alejó, dirigiendo al caballo hacia el camino. Siempre puedo encontrarte. Las palabras hicieron eco en la cabeza de Hart, mientras veía a su hermano alejarse, su kilt agitándose al viento. Ningún barco se movía al amanecer en el canal y la niebla se esparcía sobre lo alto de los árboles y bajo los puentes. Siempre puedo encontrarte. Conociendo a Ian, simplemente estaba afirmando un hecho y no implicando que tenía una conexión especial con Hart. Pero Hart sentía la conexión con Ian, la atadura que se había estrechado entre él y su hermano desde el momento en que Hart se había dado cuenta de que Ian era diferente, especial, y que Hart tenía que protegerlo. Él había sentido la conexión a través de los años que Ian había pasado en el manicomio y cada año desde que lo soltaron. Hart la sintió más fuerte cuando Ian fue acusado de lastimar a alguien hacía ocho años, había hecho todo lo que estaba en su mano para proteger a Ian de las consecuencias y estaba dispuesto a echarse la culpa. Sin que Ian se molestara en hablar del asunto. Continuó llevando al caballo hacia el oeste por el camino sin esperar a ver si Hart le seguía. Hart le alcanzó. —Mi casa está en la otra dirección. Ian siguió caminando sin mirar a Hart, solamente observaba el canal y apartaba las ramas con las que podía tropezar el caballo. Hart se dio por vencido y le siguió en silencio. El destino de Ian se aclaró cuando, después de una milla, pasó un angosto puente con el caballo y bajó a la orilla donde estaba amarrado un bote. En la proa del bote, había algunos niños, dos cabras, tres perros, un hombre con los pies colgando sobre la quilla fumando una pipa. El gran caballo que tiraba del barco pastoreaba sin ataduras a un lado del canal. Sin palabras, Ian soltó las riendas del caballo y subió a la cubierta del barco, uno de los niños, una niña, descendió al mismo tiempo para sujetar al caballo de Hart. Acarició al caballo y le canturreó y el caballo se veía feliz de permitírselo. Hart subió abordo tras Ian, porque Ian claramente esperaba que lo hiciera. El hombre de la pipa asintió hacia Hart pero no se preocupó por levantarse. Los niños y los perros se les quedaron mirando. A las cabras no les importó nada. Una mujer vieja salió de la cabina, estaba encogida hasta ser de casi el tamaño de los niños, y vestía toda de negro con un pañuelo sobre su cabeza. Sus ojos tan negros como su ropa, eran inteligentes y brillantes. Apuntó hacia la caja de madera apoyada en la barandilla, —Tú—, le dijo a Hart. —Siéntate ahí. La sociedad de Londres se sorprendería mucho al ver a Su Gracia, Duque de Kilmorgan, callado y obediente tomar asiento. Ian tomo asiento detrás de Hart, aún sin pronunciar palabra. La niña en la orilla, sujetó el caballo de Hart por el bozal, le quitó la montura y la brida, las apiló en la cubierta, y caminó remolcando al caballo, que la esperaba pacientemente. Sin apurarse, nadie en el barco acudió en ayuda de la pequeña, que tampoco esperó para que alguien la ayudara. La mujer mayor una vez que vio a Ian y a Hart sentados desapareció abajo. Hart conocía a esos gitanos de antes, aun cuando nunca había estado en su barco. Hacía quince años, había estado en la orilla del canal, cerca de la finca de Cameron. Donde la misma mujer vestida de negro había dicho a Hart en un inglés con un marcado acento, que cómo Cameron había salvado a su hijo Angelo de ser apaleado y asesinado, ellos cuidarían de Cameron. Angelo se había convertido en su sirviente, entrenador, asistente y su más cercano amigo. La muchacha puso el caballo en el remolque atado al barco, chasqueó la lengua al gran caballo y lo llevó del otro lado. El bien entrenado semental de Hart, se mantenía quieto bajo el toque de la niña, y se mostraba contento de seguirla hasta el remolque de los caballos, como un dócil poni. El fumador de pipa regresó a observar el agua por delante de ellos. La madre de Ángelo reapareció con dos tazas desportilladas llenas de café. Hart le dio las gracias y se lo bebió hasta el fondo. El café era fuerte y oscuro, sin leche ni azúcar que disimularan el espeso sabor. El barco se dirigía hacia la salida del sol. Los gitanos eran los únicos que se movían en el canal a esta hora. La espesa niebla flotaba bajo los árboles situados a lo largo del camino, y por detrás de los árboles hacia el campo abierto. Las ovejas seguían a sus madres por la verde pradera. Las ovejas y sus corderos parecían grupos de nubes en la oscuridad. Había silencio y paz allí. Hart cerró sus ojos. Se despertó de repente y se encontró con un brillante día y con Ian inclinado ahora sobre la barandilla. El fumador de pipa se había encargado de dirigir al caballo, mientras la niña y los otros niños se habían ido adentro. Las cabras y los perros permanecían en cubierta. Hart se levantó y se colocó junto a Ian. —Aun no me has dicho porqué saliste allá fuera—. Ian se inclinó a mirar hacia el agua, viendo como la proa del barco rompía el espejo de agua del canal. No era inusual que Ian no contestara a una pregunta, o esperara un día o dos para contestar. Algunas veces sencillamente no contestaba nunca. —Hablé a la gente de Angelo sobre el tiroteo—, dijo Ian. Cerró la boca tras decir esas palabras y Hart sabía que no diría nada más. El llenaría los espacios en blanco. Los gitanos vagaban por los canales y los campos, a pesar de los intentos de los granjeros y de los aldeanos de mantenerlos alejados. Ellos sabrían al instante si alguien fuera de lo ordinario apareciera en el área, y se mantendrían alertas del peligro. Angelo era sumamente querido por su familia, y así, por extensión, sus amigos. Cuando Ian se enteró del intento de asesinato, pensó que era buena idea encontrar e informar a los gitanos. —Muy acertado de tu parte—. Le dijo Hart. —Pero no te molestaste en decirle a Beth o a Curry a dónde ibas. Tenemos a toda la hacienda buscándote. ¿Podrías aprender a dejar una nota? Ian no reaccionó al enojo de Hart. —Beth sabía adónde iba. —Esta vez no, y estoy seguro de ello como que existe el infierno. Ian descansaba su brazo sobre la barandilla y observaba a Hart, pasando su mirada sobre la arrugada chaqueta, el pelo revuelto, la barba sin rasurar. Hart no sabía lo que Ian estaba pensando o sintiendo. Nunca lo sabría. —Ian—, le dijo exasperado. Ian seguía sin responder. Hart suspiró y frotó su barba incipiente. —Bien, que sea a tu manera. Ian volvió a estudiar el agua. Hart pensaba que era la única persona que verdaderamente entendía a Ian, pero había aprendido de manera dolorosa, que a pesar de la conexión que sentía con él, raramente penetraba su coraza. Desde el momento en que Ian conoció a Beth, sin embargo, Ian había respondido a ella, saliendo de su lugar privado de silencio e ira. Ian empezó a conectarse con el mundo a través de Beth. Lo que Hart había intentado, y en lo que había fracasado durante años. Beth, la viuda de un pobre vicario parroquial, lo había conseguido en unos días. Al principio Hart había estado enojado con Beth, envidiando su lazo con Ian, temeroso de que ella lo explotara para sus propios fines. Pero Beth había probado su gran devoción hacia Ian, y ahora Hart la amaba por lo que hacía. Hart se recostó en la barandilla y exhaló un suspiro —¿Cómo lo haces, Ian? ¿Cómo tratas con la locura?— El hablaba en general, pensando en sus propias luchas. No esperaba que Ian le respondiera, pero lo hizo. —Yo tengo a Beth. Yo no tengo a nadie. Las palabras aparecieron de algun lugar de su mente. No eran verdad. Hart tenía a sus hermanos, a sus entrometidas cuñadas, a Daniel, y ahora a sus pequeñas sobrinas y sobrinos, que eran adorables, especialmente cuando querían algo. Tenía a Wilfred y a su escogido personal que le eran leales. Tenía también a David Fleming, que había demostrado ser un amigo contra viento y marea durante muchos años. Pero nadie estaba cerca de Hart Mackenzie el hombre. Hart había renunciado a las amantes después de la muerte de Angelina Palmer, había renunciado aún a encuentros casuales para satisfacerse. Vivía como un monje. No era de extrañar que el mero atisbo de la esencia de Eleanor le pusiera tan lujurioso como un muchacho de 18 años. Eleanor se había reído de él, pero su risa no había hecho que Hart dejara de desear su toque. — ¿Cómo puedo sobrellevar mi locura?— Las palabras de Hart sonaron huecas contra el agua. Esta vez Ian no le miró ni le contestó. —Una vez dijiste que todos estábamos locos—, Dijo Hart después de un rato. — ¿Recuerdas? El día que nos enteramos de lo del inspector Fellows, dijiste que Mac era un genio con la pintura, Cameron con los caballos, yo con el dinero y la política y Fellows resolviendo crímenes. Tenías razón. Y Padre, claro, tenía la misma locura. Creo que veía mucho de él en ti, y eso le aterraba. —Padre está muerto. Y dije que Mac pintaba como un Dios—. Hart le dirigió una sonrisa torcida. —Disculpa, no tengo ese don de memoria precisa. Pero creo que mi locura crece. ¿Qué puedo hacer si no puedo pararla? Ian no le miraba. —Lo harás. —Gracias por tu confianza. —Necesitas enseñarle a Eleonor la casa—, le dijo Ian tras otro silencio. Hart frunció el ceño. — ¿Casa? ¿Qué casa? —La de High Holborn. La casa de la Sra. Palmer. Hart apretó la barandilla del barco. —El demonio me lleve si lo hago. No quiero que Eleonor vuelva allí. Aún estoy enfadado contigo por llevarla. ¿Por qué lo hiciste? —Porque Eleonor necesita saber todo acerca de eso—, dijo Ian. —Demonios, Ian. ¿Por qué? —La casa eres tú. ¿Qué demonios quería decir con eso? —No, Ian. No. La casa podría haber sido gran parte de mi vida alguna vez, pero eso ya pasó. Ian sacudió su cabeza y siguió agitándola. —Necesitas mostrarle a Eleonor la casa. Una vez que le digas todo acerca de ella, lo sabrás. — ¿Lo sabré? —Sí. — ¿Qué sabré?— La exasperación de Hart crecía. — ¿Aun cuando Eleanor se aleje corriendo al doble de velocidad normal para huir de mi de nuevo? ¿Cuándo me patee el trasero antes de irse? —Sí. Hart suspiró de nuevo. No salió mucho vapor de su boca, la mañana se había entibiado. —No puedo llevarla allí. Hay cosas que aún no quiero que sepa. —Tienes que hacerlo. Eleanor necesita entenderte, como Beth me entiende. La mandíbula de Hart se tensó mientras hablaba, sus manos igual de tensas sobre la barandilla. Por lo menos dejo de agitar su cabeza como una mula terca. —Eres un hombre duro, Ian Mackenzie. Ian no contesto. Contarle todo a Eleanor. Angelina Palmer se había encargado de ello, al visitar a Eleanor Ramsey en Escocia unos meses antes de su boda y contarle todo acerca de Hart. Que era dueño de la casa de High Holborn, que mantenía mujeres allí, que las complacía de una manera que una joven de buena cuna no imaginaría. Angelina no le había descrito las cosas en detalle a Eleanor, gracias a Dios; pero la insinuación había sido suficiente. Hart no había visitado la casa ni a Angelina deliberadamente mientras cortejaba a Eleanor, no quería ser de esa clase de mentiroso. Sintiéndose virtuoso por esto, había engatusado a Eleanor para que le entregar su virginidad a él. Pero Eleanor había despertado algo dentro de Hart, una emoción que nunca había sentido antes, ni tampoco después. Quería explotarla tanto como le fuera posible. Los motivos de Angelina, al revelar su existencia, no fueron poner celosa a Eleanor o convencer a Hart para que regresara con ella. No. Angelina supo tan pronto como tomó la decisión, que sus acciones le harían perder a Hart para siempre. Que el matrimonio con Eleanor era importante para Hart, y él no era del tipo que perdonaba. Pero Angelina lo había hecho de todas maneras. Ella no había ido a revelarle a Eleanor las hazañas sexuales de Hart. Había ido a prevenir a Eleanor del peligro, porque Angelina sabía exactamente en qué clase de hombre iba a convertirse Hart. Y Angelina había estado en lo cierto. El rechazo de Eleanor había herido la arrogancia de Hart sin darse cuenta. Sorprendido y furioso, Hart había amenazado a ambos, a Eleanor y a su padre con terribles consecuencias por romper el compromiso, porque ése era el tipo de hombre brutal que estaba aprendiendo a ser. Su padre había grabado esas lecciones en Hart muy bien. Nunca había controlado su ira o ni siquiera hablado con alguien sin decidir inmediatamente cómo manipularle. Hart había odiado a su padre pero se estaba pareciendo cada vez más a él, sin tener otro ejemplo a seguir. Y así, Hart no sabía cómo estar simplemente con una persona ni, como Mac le había señalado, dejar que las cosas simplemente sucedieran. Él pudo haber tenido la oportunidad de aprender eso con Eleanor, pero había desperdiciado esa oportunidad. Un rayo de sol se reflejó en el agua y apuntó a los ojos de Hart. Cuando levantó la cabeza, descubrió que se acercaban a una esclusa, el vigilante salía de su casa hacia las compuertas. —No puedo contarle a Eleanor las cosas que hice, Ian—. Le dijo. Ian le dirigió una mirada impaciente. La esclusa era mucho más interesante que la complicada conversación con Hart. —Tienes dos conjuntos de normas—, le dijo Ian. —Uno para la Sra. Palmer y otro para Eleanor. Piensas que si sigues el conjunto de normas equivocado con Eleanor, eso quiere decir que no la amas. Hart abrió la boca para negarlo acaloradamente, pero las palabras se atoraron en su garganta. Había llegado incluso a pensar, que podría destrozarla con su toque como a un cristal. Ian se movió por la borda, dejando de preocuparse por los problemas de Hart. — ¿Cuántos galones por minuto piensas que llenan la esclusa?— le preguntó. Sin esperar respuesta, Ian se giró y saltó del barco a la orilla. Ian alcanzó al hombre que guiaba al caballo y camino junto a él en silencio, probablemente ocupado calculando la profundidad del estanque y el tiempo que el agua tardaría en llenar la esclusa. Una lluvia de primavera comenzó, aumentando seriamente cuando el barco se detuvo en la orilla. Los gitanos habían continuado después de la última esclusa de Hungerford, hasta llegar al canal que marcaba los límites de la propiedad de Cameron. Hart observó el verde campo que se extendía desde el canal hasta la casa en lo alto y vio que estaba lleno de gente. Molesto, mucha gente con paraguas, la mayoría de ellos Mackenzies. No todos ellos. Un alto escocés que no era un Mackenzie, estaba de pie muy cerca de Eleanor, sosteniendo un paraguas sobre su cabeza. Hart le reconoció, Sinclair McBride, uno de los muchos hermanos de Ainsley, el que era abogado. Hart sintió aumentar su enfado, mientras Sinclair se inclinaba hacia Eleanor para cubrirla con el paraguas, y Eleanor le sonreía tranquilamente. Eleanor observó a Hart de pie en la cubierta como un rey a punto de dirigirse a sus súbditos. Maldito hombre. Había estado aterrada cuando sus guardaespaldas regresaron en medio de la noche, diciendo que le habían perdido a través de los árboles en el canal. Sólo temprano esa mañana, cuando Ángelo había llegado cabalgando para decirles que Ian y Hart estaban a salvo con su familia, había disminuido su miedo. Ahora Eleanor estaba simplemente enojada. Empezó a caminar, pero el hermano de Ainsley, Sinclair, tocó su hombro. —Mejor no. Hay lodo y podrías caerte—. Él era realmente gentil, Sinclair McBride, un viudo, que había llegado con sus dos hijos esa misma mañana para llenar la guardería. Ainsley le había invitado a él y al resto de sus hermanos a quedarse en Waterbury toda la primavera, pero hasta ahora, únicamente Sinclair había podido ir. Ian había bajado del barco. Beth corrió hacia él, a pesar del lodo, e Ian la levantó en un cálido abrazo. Todo mundo les rodeó y comenzaron a hablar al mismo tiempo. Queriendo saber dónde había ido Ian y por qué les había preocupado tanto a todos. Gracias a Dios, Hart le había encontrado. Los gitanos atracaron el barco, y niños, cabras, perros, hombres y mujeres descendieron penosamente en medio del campo lluvioso a instalar las tiendas. Se veía que Cameron no encontraba eso inusual. Se puso a hablar con el hombre de la pipa, y Daniel y Ángelo se les unieron así como el padre de Eleanor. Daniel se puso a ayudar a los gitanos a estirar lonas sobre las tiendas y los niños corrían dentro de ellas. Sinclair le dio el paraguas a Eleanor y fue a ayudar. La ultima en dejar el barco fue una señora mayor vestida de negro, Hart la ayudó a llegar a la orilla, pero no se bajó con ella. ¿Qué estaba haciendo? Hart se recostó hacia atrás, como el rey que Eleanor pensaba que era, o mejor dicho como un general, observando a todos, esperando dirigirlos de ser necesario. Mantuvo sus ojos en sus hermanos, gigantes formidables con sus esposas nunca muy lejos de su lado. Todos se veían felices, Beth, Isabella y Ainsley se reían de sus hombres Mackenzie pero miraban a dichos hombres con un profundo amor. —Él te necesita. Eleanor dió un brinco al oír la voz de Ian en su oído. Estaba detrás de ella, su suave mirada abarcándola, mientras Beth no se encontraba lejos conversando con la anciana gitana. — ¿Quién?— Eleanor le preguntó a Ian. — ¿Hart?— Miró a través de la lluvia hacia el obstinado duque recostado en la barandilla del barco amarrado. —Hart Mackenzie no necesita a nadie. Los ojos color whisky de Ian estaban oscuros a la sombra del paraguas. —Estás equivocada—, le dijo. Se dio la vuelta y caminó a través de la lluvia hacia Beth. Te necesita. Hart se veía muy solo. Observaba a la familia por la que había hecho todo lo posible en el mundo para mantenerla a salvo, pero observándolos. Sin ser parte de ellos. Eleanor levantó su ya enlodado vestido y escogió un camino por la pendiente hacia la orilla, consiente de las palabras de Sinclair acerca de resbalarse. Hart la observaba bajar, podía sentir su mirada en ella todo el camino hacia el barco, pero no bajó para alcanzarla. No hasta que ella llegó al barco. Hart alargó los brazos hasta la orilla, le arrebató el paraguas que amenazaba con voltearse con el viento, lo lanzó a un lado, y tiró de Eleanor a través del pasillo de agua entre ellos. Eleanor aterrizó contra él. Hart estaba empapado, su chaqueta abierta, con mechones de cabellos mojados cayendo sobre su cara, sin rasurar. Detrás de esos mechones, sus ojos eran ámbar, intensos y vivos. — ¿Qué haces? Preguntó Eleanor, aún enojada. — ¿Vas a levar anclas y navegar lejos? —La madre de Ángelo me pidió que cuidara del barco. Vinieron a ver a Cameron y a Ángelo entrenar caballos. —Quiso decir que alguien del personal lo hiciera, seguramente. —No, quiso decir que yo lo hiciera—. Hart miró hacia la lluvia que se fortalecía, que oscurecía las tiendas en la colina. —Duques y recaderos son todos lo mismo para ella. Pero no importa. Aquí se está tranquilo. Quietud era algo que Hart Mackenzie no había tenido en abundancia, y Eleanor sabía que cuando regresara a Londres, tendría menos. — ¿Me voy entonces? ¿Te dejo en paz cuidando tu barco del canal? —No—. La respuesta fue abrupta, repentina. La mano de Hart, fuerte y pesada, aterrizó en la de ella. —Estás mojada. Vamos dentro. Quiero enseñarte el barco. El medio la guió, medio la empujó por las escaleras hasta la puerta de la cabina. Abrió la hinchada puerta de madera, remolcando a Eleanor y cerrándola de nuevo. El ruido de la lluvia se convirtió en un golpeteo sordo en el techo y repiqueteaba en los paneles contra las ventanas. Esto, junto con el suave siseo del carbón en la pequeña estufa en la esquina, era tranquilizador. Eleanor entendía la renuencia de Hart a irse. —Nunca había estado en un barco del canal antes—, dijo, mirando alrededor encantada. Los gitanos eran nómadas, pero su hogar era acogedor. La pequeña estufa daba un buen calor. Ollas y cazuelas colgaban sobre la estufa, brillando de limpias, y en las literas al final estaban apiladas coloridas mantas y colchas. El banco que corría a lo largo de una pared bajo las ventanas tenía cojines bordados que reconoció como un trabajo hecho por Ainsley. —Pensé que te gustaría—, le dijo Hart. — ¿Debo sobreentender que no te encontraste con los asesinos en tu excursión? —No. Solamente esa palabra, cuando había estado tan preocupada. —Estoy hablando ligeramente sobre esto, pero, Hart, estaba aterrada…—Ella se calló, sus manos inquietas. Quería arrojar los brazos alrededor de él y al mismo tiempo, quería golpearle con su puño contra el pecho. Para impedirse hacer ninguna de las dos cosas, cruzó sus brazos en su estómago. Sintió la tibieza de Hart mientras se acercaba, olíó el húmedo lino de su camisa y la empapada lana de su chaqueta. Hart deslizó su capa qquitándosela y la colocó a un lado, luego la cogió por los codos con sus grandes manos y la acercó a él. El beso, cuando llegó, fue hambriento. No probando, ni jugando, ni engatusando. Un beso desesperado de deseo. Él te necesita. Eleanor presionó sus manos contra su camisa mojada, sintiendo su corazón acelerarse bajo su toque. Su piel estaba tan fría, su boca como una llama. Empujó su camisa, los botones se soltaron. —Necesitas quitarte esto, estás buscando tu muerte. Impacientemente arrancó su camisa y la dejó caer al suelo. Estaba desnudo debajo, sin ropa interior que cubriendo su bronceada y tersa piel. La llevó dentro del círculo del calor de la estufa y la acercó a él de nuevo, sus pulgares abrieron su boca. Su siguiente beso fue aún más fiero, más desesperado. Los dedos de Eleanor se curvaron en sus hombros mientras le devolvía el beso. La besó duramente, probando su boca, chupando la lluvia de sus labios. Eleanor corrió sus manos hacia su espalda desnuda, sintiendo su caliente y suave piel. Su cuerpo estaba en llamas. Eleanor besaba sus cálidos labios, persiguiendo su lengua con la propia. Sintió los botones de arriba de su corpiño abrirse, luego las manos de Hart, moviéndose hacia un lado. Sus palmas se deslizaron por su cuello desnudo, fuertes y cálidas, sosteniéndola. Él rompió el beso para desabotonar rápidamente el resto de su corpiño, sus ojos se oscurecieron mientras bajaba sus brazos hacia los lados y los sacaba de la tela. Hart gruño suavemente y de nuevo la besó, ella levantó todo lo que pudo sus manos y las puso en su cintura. Sentía el movimiento dentro y fuera de su respiración, el suave lino de la pretina de su Kilt, la piel caliente del hombre dentro de este. —Eleanor. Elle—. Levantó su cabeza, sus ojos oscuros en sombras tras su pelo mojado. La sonrisa pecaminosa. —Sigo teniendo visiones de ti llevando sólo tu corsé. El corazón de Eleanor latía rápidamente, un estremecimiento la atravesó. —Yo he estado teniendo visiones de ti con nada más que tu Kilt. De hecho, tengo fotografías que puedes estudiar detenidamente, y que lo prueban si es necesario. Su sonrisa se hizo más ancha, y el Hart Mackenzie del que se enamoró hacía algunos años se asomó a través de ella. — ¿Qué voy a hacer contigo, muchacha descarada? —Mi padre envió por un aparato fotográfico para tomar fotos de la flora de Berkshire. Tal vez me permita utilizar la cámara. Hart se detuvo y su gesto retorcido volvió. —Eres de lo peor. Pero únicamente…—. El retiró su corpiño completamente, después deslizó las manos tras su espalda y suavemente desató el cordón que cerraba su corsé. Los lazos se soltaron y se esparcieron bajo sus dedos. — Únicamente si tú haces lo mismo por mí. — ¿Posar para fotografías para ti? Cielos, no. Soy demasiado tímida. Los lazos se desataron, los pequeños tirantes que sujetaban el corsé sobre sus hombros se deslizaron bajo las grandes manos de Hart. El se acercó. —Esas serían fotos privadas. Muy privadas. Solamente tú y yo las veríamos. —Mmm—, dijo. —Pensaré en ello. Hart sonrió contra su boca, seguido de un lametón en sus labios. —Si me quieres ver únicamente con mi kilt, debes aceptar los términos. La cara de Eleanor ardía. —Te dije que pensaría en ello. —Supe en el momento en que te besé en ese cobertizo para botes que eras una chica perversa. Recatada y apropiada para el mundo. Salvajemente apasionada tras las puertas cerradas. La dama perfecta para mí. —Únicamente he sido salvaje contigo, Hart, tú me enseñaste. — ¿Yo lo hice?— Hart reía, las manos en su espalda, no había nada entre ellos más que el delgado lino de su corpiño. —Estabas ansiosa por aprender. —Eras un interesante instructor. Él sonrió, su frente contra la de ella. —Elle, me haces sentir joven de nuevo, tú me haces… Su sonrisa murió con sus palabras. Las manos de Hart fueron a su cintura, sus dedos desabrochando su falda y las enaguas que llevaba debajo. La falda de Eleanor cayó, no se había puesto miriñaque por el ajetreo de la mañana. — ¿Que te hago?— murmuró. Las manos tibias de Hart se deslizaron hacia su trasero, su risa se había ido por completo. Ella vio una lúgubre necesidad en sus ojos, y soledad y miedo. Miedo de muchas cosas, todas complicadas, todas muy reales. —No puedo hacerlo solo—, dijo. —Te necesito, Elle. Ella sabía que no tenía intención de raptarla en un barco de canal mientras los gitanos habían ido corriendo a ver a Cameron trabajar con los caballos. —Te necesito—. Las palabras se desgarraban de él, este hombre cuya voz nunca osaría sonar débil ante nadie. Eleanor deslizó fuera su camisa y enroscó sus brazos alrededor del cuello de Hart. —Estoy aquí—, le dijo. Hart deslizó los pulgares por el labio inferior de Eleanor, maravillado, como siempre, de su suavidad. Era duro, un hombre duro. Y Eleanor era toda tibieza y bienestar. Había sido un tonto cuando la dejó ir. La acercó y se sumergió dentro de otro beso. Ella sabía a lluvia, calor y deseo. Él la había enseñado, si, él la había enseñado. No todo, no durante mucho tiempo, pero él la había enseñado. Eleanor levantó hacia él su tibia mirada azul, su pasión brillando con descaro. Amaba eso de ella, Eleanor nunca había visto nada vergonzoso en su deseo. Sus faldas yacían en el suelo, y ella estaba de pie con nada más que sus calzones. Hart acarició la tela que cubría su trasero, el hilo era tan fino que parecía piel. Ella le había obedecido y se había comprado algunos nuevos. Estaba dolorido por ella, su polla erguida le demandaba que siguiera adelante con esto. Pero no quería ir de prisa, no quería apresurarse. Los gitanos e Ian le habían dado este regalo, el regalo de un tiempo a solas con Eleanor. Más que eso. Eleanor podía considerar esto como tiempo robado, pero Hart no iba a mantener esto como un momento aislado. Él tenía que mantenerla segura del mundo, y ahora también de Sinclair McBride. McBride era un guapo escocés con dos niños pequeños y necesitado de una esposa, y aquí estaba Eleanor totalmente preparada para eso. Él veía que esto era lo que buscaba Ainsley al invitarlo. Hart tenía que moverse rápidamente, sin importar sus planes. No podía esperar más. El desató las cintas que sostenían su ropa interior y deslizó sus manos dentro de ellas. Sus dedos encontraron suavidad, la seda de la piel de Eleanor. Hizo círculos con sus pulgares por su piel mientras la besaba, después movió una mano hacia el calor entre sus piernas. Estaba caliente, mojada, lista, tan necesitada como lo estaba Hart. Movió sus dedos, recompensandola por sus pequeños sonidos de placer mientras su cuerpo se soltaba. Todo pudor y resistencia en ella disolviéndose y flotando lejos. La remilgada joven solterona se desvaneció, y Eleanor la mujer apasionada ocupó su lugar. Sus senos eran suaves, más llenos ahora que cuando había tenido veinte años. Hart se agachó y lamió entre ellos, probando su tibia y salada piel. La cabina era angosta y baja, Hart no tenía espacio para cogerla en sus brazos y llevarla hacia la litera más cercana, pero la guió, besándola y tocándola todo el camino. Le levantó y colocó su trasero en la litera, colocándose él de pie entre sus muslos mientras se los apartaba, y le quitaba el resto de su ropa interior. Eleanor le acarició la cara con sus manos, sus ojos medio cerrados mientras esperaba por lo que estaba por llegar. Hart desabrochó el prendedor que mantenía cerrado su kilt y atrapó los pliegues mientras caían. Cogió la tela y la colocó estirada en la litera detrás de Eleanor. La litera era muy estrecha. No los contendría a ambos. Hart levantó a Eleanor y sus cuerpos se unieron, ambos húmedos por la lluvia y pegajosos por el calor de la estufa. Hart movió las manos por su espalda, por su columna hacia su trasero, suavizando, tranquilizando. La levantó un poco más y luego se deslizó dentro de ella, su resbaladiza profundidad le dio una cálida bienvenida. Estaba entro de ella. Su Eleanor. Hart se quedó quieto, la sensación de ella rodeándolo lo llenaba de júbilo. —Hart—. Su cálido aliento tocó su piel húmeda. Ella le tocaba la cara, sonriendo un poco mientras frotaba sus dedos sobre su áspera barba. El pelo rojo de Eleanor estaba oscurecido por la lluvia, sus bucles suaves bajo sus labios. Había corrido fuera bajo la lluvia sin sombrero. Típico de Eleanor. Impetuosa, impaciente. Su nariz estaba gloriosamente espolvoreada con pecas. Hart besó una, luego otra, luego otra, todas mientras sentía el agudo regocijo de estar dentro de ella. Ser parte de ella. Ella era suya. Hart se sujetaba con su otra mano en la pared de la cabina y empujaba dentro de ella. Era complicado en este espacio, pero lo hizo. Elle. Su voz se iba haciendo más áspera con cada empuje, su cuerpo acogiéndole. El puño de Hart se tensó contra la pared, su cabeza inclinada en su cuello. Eleanor estaba firmemente presionada contra él, su piel en la de él. El agua de su cabeza chorreaba sobre ambos. Más, más. Nunca pares. Nunca. Eleanor dejo que su mano recorriera su espalda, deslizándose abajo hasta su trasero, tocando cada pulgada de él. Ella siempre amó explorar su cuerpo, y Hart de buen grado se lo permitía. El pellizcaba el lóbulo de su oreja donde las esmeraldas habían colgado una vez, chupando la concha de su oído. Su boca se movió a su cuello, cerrando los labios para dejarle un mordisco de amor. Elle, te he extrañado. He muerto un poco cada día sin ti. Eleanor ladeó su cabeza, permitiéndole probarla. Cuando se levantó de nuevo, bajó su boca hacia su cuello, y Hart sintió la pequeña mordida de sus dientes, su boca dejándole su marca. Una ola de necesidad se cernió sobre él, golpeándole y llevándoselo lejos. Sabía que estaba llegando, terminando, pero se mantuvo duro dentro de ella, sus manos sujetándose a la pared para mantenerse en pie. Los pequeños gemidos de Eleanor se convirtieron en gritos de placer mientras alcanzaba su propio orgasmo. —Eleanor—. Hart cerró sus ojos y trato de contenerse. El clímax significaba que se acababa, que tenía que dejarla ir. No. No. Nunca. Hart se sostuvo dentro de ella, sintiendo los últimos coletazos de éste, una mezcla de excitación y lasitud que significaba que había alcanzado un momento perfecto. —No puedo hacerlo sin ti, Elle—. Él abrió sus ojos, oyendo la necesidad en su voz. —Te necesito. —Hart…— —No te alejes de mí de nuevo—. La nota en su voz era de desesperación. —No lo soportaría si te vas de nuevo. Díselo todo, Ian le había exhortado. No puedo. No hasta que sea mía, no hasta que no pueda dejarme. Eleanor le miraba con sus hermosos ojos azules, sus cejas juntas, Eleanor lo evaluaba. —Por favor—. Le dijo. Dios mío casi sollozaba. Pero su corazón le dolía. Se iría de nuevo, y eso sería su final. Eleanor tocó su cara con dedos suaves. Miró dentro de sus ojos como si pensara que podía ver dentro de su alma. Eleanor era la única que podía. —Sí—, le dijo, con una voz tan suave que casi no se oía. —Me quedaré. Hart tragó, soltó el aliento casi como un sollozo. —Gracias—, le susurró. —Gracias. Jennifer Ashley La Perfecta Esposa del Duque Highland Pleasures 04 CAPÍTULO 14 El barco estaba a la deriva. Eleanor salió de la cabina para encontrarse con que estaban flotando en medio del ancho canal. —Hart —, le llamó alarmada. Hart salió, devastadoramente guapo con su camisa y Kilt, su chaqueta permanecía en algún lugar. Una cuerda se estiró a través del agua entre la proa del barco y la orilla. Cuando Hart tiró de ella, se soltó. Eleanor puso las manos en sus caderas. — ¿Supongo que el gran duque de Kilmorgan no pudo recordar amarrar el barco? Hart no se mostraba ni un poco avergonzado. —Mi mente estaba en otras cosas. Su sonrisa era arrogante, pecaminosa de nuevo. El solitario y aterrorizado hombre que le había dicho dentro de la cabina, —No lo lograré si te vas de nuevo, había desaparecido. Hart Mackenzie se había salido con la suya una vez más. Un jinete solitario se acercaba por el camino, el hombre vestía un abrigo enorme que lo protegía del viento y la lluvia. Hart ahuecó las manos en su boca y grito, —Tú, ahí, ¡Agarra la cuerda! El hombre se giró y se bajó del caballo. — ¿Mackenzie? ¿Qué demonios haces en medio del canal? —Cojones, — dijo Hart. —Es Fleming. Eleanor miró a través de la lluvia y agitó la mano. —Por favor arrástrenos, querido Sr. Fleming. —No le mimes—, gruñó Hart. —Necesitamos su ayuda, a menos que quieras flotar todo el camino hasta la esclusa de Hungerford. El guarda esclusas se reirá de nosotros. Fleming alcanzó la cuerda y la sacó del agua, luego empezó a tirar de ellos. Hart levantó un remo que estaba amarrado en la cabina y lo usó para guiar el barco de vuelta a la orilla. El barco chocó con suavidad, el agua del canal estaba tranquila. Hart ató el remo en su lugar mientras Fleming amarraba la cuerda al tocón de un árbol. Fleming acercó su mano para ayudar a Eleanor a bajar a tierra antes de que Hart la pudiera alcanzar. La mirada de Fleming iba de ella a Hart, bajando sus oscuras cejas. — ¿Qué demonios es esto, Mackenzie? Si la has deshonrado, te dispararé como el perro sarnoso que sé que eres. Hart bajó del barco tras Eleanor y deslizó su brazo por su cintura. —Felicítame, Fleming, Eleanor ha aceptado ser mi esposa. La boca de Eleanor se abrió. No era exactamente lo que ella había dicho. Había aceptado quedarse cuando él le dirigió esa mirada que le rompía el corazón y le rogó. En qué condiciones…, eso no lo habían discutido aún. Fleming tampoco lo creía. Su mano fue a su bolsillo, sacando la petaca plateada que parecía tener siempre a mano. Eleanor sabía que David se había dado cuenta perfectamente bien lo que ellos habían estado haciendo en el barco. Eleanor y Hart estaban ahí solos, el barco a la deriva. Eleanor se había vestido con la ayuda de Hart, pero su cuello no estaba todo abotonado, su falda arrugada por estar tirada en el suelo. Hart estaba todo desarreglado. Cuando el aire abrió la camisa de Hart, los pequeños mordiscos de amor que Eleanor le había hecho se veían. Hart no se molestó en cerrar su camisa. — ¿Qué haces en Berkshire, Fleming? Deberías estar atendiendo nuestro negociado en Londres. —Te envié un telegrama—, dijo David. —Pero Wilfred telegrafió de vuelta que habías desaparecido sin dejar rastro, así que pensé que mejor vendría a ayudar a buscarte. La votación es mañana. ¿Estoy en lo correcto en pensar que querrás estar allí? David habló sin ceremonias, pero había una chispa en su mirada. Hart contestó con una sonrisa y en un tono animado que Eleanor no le había oído en mucho tiempo. — ¿Y les tenemos? La sonrisa de David era igual de triunfante, —Oh sí. A menos que la mitad decida al último minuto traicionarnos, les tenemos. — ¿Qué es lo que tienen?— preguntó Eleanor. Siempre le gustó que David no insistiera que ciertas discusiones no eran para damas. Respondió de buena gana. —Vagos en los asientos, mi querida Elle. Vagos en los asientos que votarán a nuestro modo. Suficientes para derrocar el proyecto de ley de Gladstone y echarlo fuera con el voto de confianza. Se acabó. Tendrá que convocar elecciones, nuestro partido ganará la mayoría y Hart Mackenzie será primer ministro de Inglaterra. Dios nos ayude. Eleanor se entusiasmó. —Cielo Santo, Hart. —Hace mucho tiempo que ha estado gobernando—, dijo Hart. El fuego en sus ojos desmentía la calma en su voz. —Pero si el Sr. Gladstone sabe que le ganarás, ¿Porqué te dejará llegar a la votación?— preguntó Eleanor. David respondió antes de que Hart lo hiciera. —Porque cualquier retraso en este punto haría nuestra victoria más certera. Si llama a elecciones mañana, podría tener oportunidad de regresar, aunque no tenemos intención de que eso suceda—. David frotó sus manos. —Hart Mackenzie regresará a los comunes, esta vez para liderarlos. Hay algunos que aún les duele su ingenio como un látigo cuando fue MP. Respiraron aliviados cuando tomó su título y se fue con los Lores. Y ahora regresa. A disfrutar. —Me imagino que será muy entretenido—, dijo Eleanor. Mi padre se asegurará de verlo desde la galería. —David—. Hart dijo la palabra sin inflexión, pero Fleming pareció entender. —Bien, estaré en la casa, calentándome de la lluvia con algo de tu whisky de malta. Intentaré beber grandes cantidades. David agarró su caballo, montó y cabalgó por el camino. —Entonces saldrás para Londres con él— le dijo Eleanor, con voz muy clara. Hart acarició sus hombros, sintiéndola tibia en sus manos a través de su corpiño. —Sí. —Es todo por lo que has trabajado—, le dijo. —Sí—. Hizo círculos con sus pulgares en su clavícula. —Nos casaremos en Kilmorgan. Una gran boda, algo vistoso para satisfacer al público en general. Adecuado al nuevo Primer Ministro. Eleanor encontró difícil mirarle a los ojos. Sus ojos ardían calientes, con determinación, Hart el señor del control de nuevo estaba allí. —Estarás demasiado ocupado para tener algo que ver con bodas de momento—, probó. —Te compraré las joyas de boda más ostentosas que pueda encontrar y dejaremos que los periódicos se vuelvan locos. Pueden hacer de nuestra reconciliación un gran romance si quisiéramos y se lo daremos. —Te refieres a hacer una gran demostración de esto—, Dijo Eleanor de modo tirante. —Te ayudará con la elección. —No me importa eso. Tendrás que casarte conmigo esta vez, Eleanor. David estará diciéndole a la familia como nos encontró, y así no tendremos paz. Ellos saben exactamente lo que estuvimos haciendo aquí fuera en este barco. —Fue culpa de Ian. Me envió a ti cuando supo que estabas solo. —Sí, mi taimado hermano pequeño manipulando las cosas a su satisfacción. Pero estamos atascados con esto. —Así que, ¿debo casarme contigo para salvar mi reputación? — Hart se acercó a ella. —Tú reputación no será dañada. Me aseguraré de que cierto conocimiento no salga de la familia. Pero a pesar de todo quiero que te cases conmigo. Necesito cuidarte. —Necesitas… —Me haré cargo de ti te cases o no conmigo, pero las cosas serían más sencillas si eres mi esposa. Necesitas un marido, Eleanor, tanto como yo necesito una esposa. Cuando tu padre muera, no tendrás nada. Glenarden irá a un primo que apenas conoces, y te quedarás sin nada, ¿Qué harás entonces? —He demostrado ser buena con la máquina de escribir—. Eleanor trató de bromear, pero Hart no se rio. —Terminarás en una pensión barata llena de tristes ancianas—. Le dijo. — Rezando que algún hombre decida que una adorable solterona es un buen negocio. O pasarás de una casa en el campo a otra, viviendo con amigos, pero te conozco- Te sentirás horriblemente apenada y creerías que te estarías aprovechando de ellos. —Cuando lo pones así, las cosas suenan más bien sombrías. —No tienen que ser así, una vez que seas una Mackenzie, nadie puede tocarte. Aun estando desposada conmigo tendrá peso. No tendrás que preocuparte de nuevo, El. Ni tu padre tampoco. Y quien sabe, tal vez te haya dado un hijo hoy. Eleanor negó con la cabeza. —No concebí cuando fuimos amantes antes, y soy mucho más vieja ahora… —Uno nunca sabe El. Hoy fue un impulso, pero tú no debes pagar por esto. Ni tampoco un niño. Quiero que tenga un apellido. Eleanor escuchó el fervor en su voz. Hart quiere un hijo; se dio cuenta sorprendida. Su corazón se entibió. Las manos de Hart eran firmes en sus hombros, calientes en la fría lluvia. —Me haré cargo de ti y del niño- Mi apellido se hará cargo de ti. La boca de Eleanor se secó, los pensamientos surgían y morían en su cabeza. —Cualquier mujer que se case contigo tendrá que convertirse en una gran dama de sociedad, la otra mitad de tu carrera política. —Lo sé, lo sé, Elle. Pero no puedo imaginar a alguien que lo pueda hacer mejor. Una mujer más escéptica pudiera pensar que Hart la sedujo hoy para tener una anfitriona para entretener a las esposas de los caballeros políticos que necesitara atraer a su causa. Pero Eleanor no imaginaba el truco en su voz cuando le dijo, No podría hacerlo si te vas de nuevo, o la chispa en sus ojos cuando hablaron hace unos momentos de la posibilidad de tener un niño. Humedeció sus labios. —Es mucho pedir. —Sí, si lo es—. Hart acunó su cara entre sus manos, sus pulgares alisando su labio inferior. —Haré todo lo que esté en mi poder para asegurarme que no te arrepientas de esto. Eleanor buscó en sus ojos. Leía la certeza de la victoria en las profundidades ámbar, seguro de que ganaría todo lo que quisiera. Y aun así, tras eso, veía el miedo. Hart estaba en una encrucijada- de este día en adelante, su vida podría ir en cualquier dirección. Y estaba temeroso. No estaba solo en su miedo. La garganta de Eleanor se sentía apretada, sus rodillas débiles, sus miembros temblorosos mientras veía como su vida entera era arrasada con unas pocas palabras. —Supongo que Curry perdió sus cuarenta guineas—, dijo ella. —Al diablo las cuarenta guineas—. Hart la acercó a él y la abrazó. Su fuerte abrazo le dijo a Eleanor que nunca se alejaría de él de nuevo, y Eleanor hundiéndose en el maravilloso calor de Hart, estaba insegura de quererse ir. Cuando Eleanor y Hart llegaron a la casa, todo era un caos. Los niños gitanos corrían alrededor del campo, a pesar de la lluvia, persiguiendo o siendo perseguidos por algún niño Mackenzie o McBride. Los perros Mackenzie se unieron a las cabras y perros gitanos retozando, ladrando y balando sin parar. Los niños gritaban con un sonido que podía arrancar la pintura de las paredes. Fleming se acercó a encontrase con Hart y Eleanor, guiando a su caballo, su petaca aún afuera. —Bueno, bueno, esto es una masacre—, dijo, tomando un trago. Hart estuvo de acuerdo con él. Los niños corriendo los vieron y se dirigieron a ellos, Aimee gritando a todo pulmón. — ¡Tío Hart! ¡Tía Eleanor! Venid a ver nuestra tienda. Es una tienda gitana de verdad—. Los niños gitanos se apilaron a su alrededor, algunos entendiendo su inglés, algunos no. Sonrieron a Hart, con sus ojos oscuros bailando. Los adultos llegaron tras los niños- Mac, Daniel, Ian, Ainsley deteniéndose, para levantar y acunar a su hija que iba gateando. Gavina, llamada así por la niña que Ainsley había perdido. El hijo de Ian, James, vio a su padre, caminó balanceándose determinadamente hacía él y alzó sus bracitos alrededor de la pierna de Ian. Los ojos de Ian se suavizaron de su mirada distante usual, para enfocarse en su hijo. Alisó el pelo del niño, luego dejó que el niño colgara de su bota mientras caminaba despacio hacia Hart. James reía, adorando el juego. — ¿Que sucedió?— preguntó Ainsley, escudando a Gavina de la lluvia. —Algo sucedió, Eleanor, dinos. Ian se detuvo detrás de David y levantó a James, para alejarlo de los cascos del caballo de Fleming y permitirle al niño acariciar la nariz de la bestia. —Eleanor se casará con Hart—, dijo Ian. Una enorme sonrisa floreció en la cara de Ainsley mientras la boca de Eleanor cayó abierta. — ¿Cómo diablos lo sabes, Ian Mackenzie?— pregunto Eleanor. Ian no contestó. James siguió acariciando la nariz del caballo con su pequeña mano. — ¿Es verdad?— preguntó Daniel. —Tristemente—, Fleming contestó. —Soy un desafortunado testigo. —El mes próximo—, dijo Hart en tono cortado. —En Kilmorgan—. Estaba pendiente de la mano de Eleanor en la curva de su brazo, su asidero estrechándole mientras hablaba. — ¿El mes que entra?— pregunto Ainsley, con los ojos muy abiertos. —Eso es muy poco tiempo, Isabella estará indignada. Ella querrá una gran boda. Mac se río fuertemente. —Bien por ti, Eleanor. Por fin lo lograste—. —Me debes veinte libras, tío Mac—. Dijo Daniel. —Y a mí, Mac Mackenzie—. Ainsley izo a su hija. —Y le debes veinte a Ian y a Beth. Eso te enseñará a no apostar contra Eleanor. Mac siguió riendo. —Estoy feliz de perder. Pero sinceramente pensé que le darías una patada, Elle. Es un bastardo, después de todo. —Ella no está en el altar todavía—, dijo Fleming. —Doble o nada que recobra la cordura antes de eso. Mac negó con fuerza, aún sonriendo. —Aprende mi lección. Nunca apuestes contra nada que dependa de Hart Mackenzie. Es taimado y solapado y siempre obtiene lo que quiere. —Yo digo que no—, Dijo Fleming en su lento acento. Daniel le señaló. —Hecho. Yo tomo esa apuesta. Yo digo que Eleanor le llevará al altar. Hart los ignoró a todos. Volteó a Eleanor hacia él y le dio un leve beso en los labios. Marcándola frente a la familia, amigos y rivales. Ian se quedo callado. Pero la mirada que dirigió a Hart- una de determinada satisfacción- le puso un poco nervioso. Ian Mackenzie era un hombre que siempre obtenía lo que quería, y algunas veces Hart no estaba completamente seguro que era lo que Ian quería. Pero sabía que se enteraría, y que Ian ganaría, cualquier cosa que fuera. Gladstone perdió el control del gobierno. En una sonora derrota, la coalición de Hart, liderada por David Fleming en los comunes, venció de todo corazón la débilmente apoyada propuesta de ley de Gladstone. Frunciendo su formidable entrecejo, no dijo nada por eso sino que disolvió el parlamento y convocó elecciones. Esa misma noche, un ladrillo se estrelló en la ventana de la habitación de enfrente de Hart en su casa de Grosvenor Square. El ladrillo tenía una nota envuelta a su alrededor, que proclamaba que el duque de Kilmorgan era un hombre marcado para los fenianos. Hart arrojó el papel al cajón de su escritorio y ordenó a su mayordomo que repararan la ventana. Sin embargo, no era tan imprudente como para desestimar la amenaza. Redobló la guardia cuando salía a algún lugar en Londres y envió a buscar al inspector Fellows. Eleanor por lo menos estaba segura en Berkshire. —Siéntate—, dijo Hart irritado cuando llegó Fellows al estudio de Hart en respuesta a su llamamiento. —No te quedes ahí de pie como si tuvieras un bastón de policía empujándote por atrás. Me pones nervioso. —Bien—. Dijo Lloyd Fellows. Tomó la silla pero se sentó con la espalda recta, sin querer ser obediente. Mientras Cameron, Mac e Ian había aceptado a Fellows como uno de ellos sin mucho escándalo, Hart y Fellows aún seguían dando vueltas uno alrededor del otro con recelo. Eran casi de la misma edad, con cierto parecido, y ambos habían trabajado muy duro para llegar donde estaban cada uno en su mundo. —Entiendo que deberé felicitaciones próximamente—, le dijo Fellows. El periódico lo ha mencionado aún cuando el anuncio oficial no ha aparecido todavía. El duque de K- se casará con la hija del par académico y tomará Inglaterra al mismo tiempo. Publicó un periódico. Otro dijo, el duque escocés se casará con su primera novia después de esperar más de una década. Para asegurarse, uno nunca diría que se casan apresurados, arrepentidos o por aburrimiento. Y otras tonterías así... —Lo que significa que estoy muy ocupado para tratar con esta clase de amenazas—. Hart le pasó a Fellows el papel que había llegado por la ventana la noche anterior. Fellows lo tomó cautelosamente y lo leyó, elevó sus cejas. —No hay mucho que hacer. No se han hecho progresos en lo del tirador tampoco, lamento decírtelo. —No importa. Son los irlandeses enojados con el escocés, y sé que encontrarlos es un gran reto. Lo que quiero es que los alejes de mí y de ninguna manera permitirles a ellos, ni a nadie más, tocar a mi familia. —Una tarea difícil. Quieres decir que quieres un guardaespaldas. —Tengo guardaespaldas. Dejé a tres para que cuidaran a Eleanor, y ella está con mis hermanos, quienes la cuidaran por ahora. Pero necesito ocuparme de mis negocios sin impedimentos. Eres astuto Fellows e ingenioso. Lo harás. —Tienes en alta consideración mis habilidades—, dijo Fellows secamente. —Nos perseguiste a Ian y a mí durante cinco años con una crueldad que habría enorgullecido a nuestro padre. —Pero estaba equivocado—. Fellows indicó. —También yo en ese caso. En eso nos parecemos, cuando estamos lúcidos, nada puede pararnos. Cuando permitimos que las emociones nos superen, no vemos nada. Estaba ciego de preocupación por Ian y no podía ver la verdad—. Hart se detuvo. —Aún lo estoy. Fellows estudió el papel de nuevo. —Voy a ocuparme de tu problema. Veré lo que puedo hacer. Hart se recostó en su silla, entrelazando sus manos tras su cabeza. —Estás invitado a la boda, por cierto. Isabella te enviará una invitación formal. Fellows escondió la nota en su bolsillo. — ¿Estás seguro de que me quieres allí? —No importa lo que yo quiera, o lo que tú quieras. Si no vienes, Beth, Isabella, Ainsley y Eleanor estarán muy disgustadas. Me lo dirán. Repetidamente. Fellows se relajó lo suficiente para reírse. —El gran duque nervioso por sus cuñadas y su prometida. —Ya las conocerás, Únicamente hombres muy fuertes pueden aguantar el vivir con las Mackenzie, y así cuando uno de nosotros encuentra una…—. Fingió estremecerse. —Tus hermanos se ven satisfechos de sí mismos—. Dijo Fellows. —Y tú vas a casarte con tu anterior prometida. Has de ser el hombre más feliz de la tierra. —Lo soy—. Hart ignoró la opresión en su pecho mientras lo decía. Había coaccionado a Eleanor para aceptar de la misma manera que había arrinconado a Gladstone a pelear antes de que el hombre estuviera listo. —Fíjate—, Fellows dijo sin inflexión. —Seré el único que queda soltero. Ninguna esposa que me reciba cuando regreso a casa, sin hijos que sigan mis pasos cuando esté viejo. —Eso depende de ti. Me imagino que alguna de mis cuñadas podría encontrarte pareja si se lo propusieran. Fellows levantó la mano. —No, no. —Ten cuidado, Esas mujeres son muy perseverantes. Fellows asintió, entonces ambos quedaron en silencio, sin estar seguros de como terminar la conversación. Alguna vez fueron enemigos, aún no se habían hecho amigos, y aún no se sentían cómodos entre ellos. —Sabes Fellows…— inició Hart. —No—. Fellows se puso de pie y Hart también se levantó con él. —Sé lo que dirás. No me ofrezcas un puesto en el gran imperio Mackenzie. Estoy contento con el empleo que tengo. Hart no le pregunto cómo sabía lo que le iba a proponer, que Fellows trabajara personalmente para Hart, para estar a cargo de mantener a la familia Mackenzie a salvo. Los dos hombres pensaban muy parecido. —Te ayudaré por el bien de lady Eleanor—, Fellows siguió. —Pero entiende estohe trabajado mucho para convertirme en inspector, disfruto ser policía, y no voy a dejar mi carrera por tu solicitud. Hart levantó las manos. —Bien y bueno. Pero, si lo reconsideras, la oferta permanece. —Gracias—. Fellows asintió y se giró para irse. —Espera, Fellows, necesito preguntarte algo. Fellows se volvió, inquieto en su postura. Quería estar en otra parte, decía con su postura, pero esperó cortésmente. — ¿Como rastrearías una carta?— preguntó Hart. —Me refiero a ¿Cómo sabrías quien te la envió? Fellows parpadeó por la pregunta, luego la consideró. —Tendría que ver el sobre. Encontrar al cartero que la envió, rastrear la carta siguiendo sus pasos hacia atrás. ¿Por qué? ¿Has estado recibiendo cartas amenazantes por correo? —No—, dijo Hart rápidamente. Los ojos de Fellows se estrecharon, oliendo la media mentira. —Supón que sé de qué ciudad salió la carta. Digamos Edimburgo. —Has preguntas a la oficina postal ahí. Estaciónate fuera de digamos la oficina postal y observa para ver si la persona regresa para enviar otra. —Suena tedioso. —La mayoría del trabajo policial es tedioso, su Gracia. Trabajos tediosos y pesados. —Así parece. Gracias por tu ayuda, Fellows- Y cuando recibas la invitación de Isabella para mi boda, Por el amor de Dios, responde que asistirás. Fellows le dirigió una triste sonrisa. Me gustaría decir que no, para ver los fuegos artificiales a tu alrededor. —Irán a tu alrededor también. No creas que no. Las damas estarán molestas, y no oirás el final de esto. —Entonces responderé correctamente. —Espero que sí. Fellows asintió de nuevo, y se fue. La casa High Holborn estaba tranquila y polvorienta como había estado hace unas semanas cuando Hart había encontrado a Eleanor ahí. Concedía que Eleanor había estado en lo correcto acerca de que la casa contendría alguna pista de quien estaría enviando las fotografías. Eso no quería decir, sin embargo, que la dejara regresar allí. Hart robó algunas horas lejos de la histeria de las elecciones, algunos días después de su reunión con Fellows para tomar su carruaje a High Holborn y entrar a la casa solo. Ian quería Que Hart le dijera a Eleanor acerca de su vida ahí. Hart se dio cuenta que por eso Ian le había permitido venir en primer lugar. Ella debería saber todo acerca de Hart, Ian había dado a entender, hasta el fondo de su mugrienta alma. Hart estuvo en la habitación llena de muebles revueltos, donde Eleanor había buscado. Recordaba su cabello dorado rojizo bajo su sombrero sin ala, el velo que caía sobre sus ojos, su enloquecedora pero tibia sonrisa. —No puedo hacerlo, Ian—, dijo en voz alta. Hart no estaba avergonzado de sus tendencias, o de lo que había hecho en los juegos de placer. Pero pensó en como Eleanor lo había mirado en el barco, con deseo en su mirada y confianza y lánguido placer. No necesitaba más, pensó. ¿Porque eso no podría ser suficiente, Ian Mackenzie? Debes mostrar a Eleanor la casa. Una vez que le digas todo acerca de ella, lo sabrás. No. Ian estaba equivocado, algunas cosas estaban mejor enterradas. Hizo su búsqueda rápidamente, sin descubrir nada, dejó la casa por la calle Bond, y compró a Eleanor el collar de diamantes más grande que pudo encontrar. El día de la boda de Eleanor amaneció limpio y claro, una suave mañana escocesa de abril, las únicas nubes estaban muy lejos en las colinas que rodeaban la propiedad de Kilmorgan. Eleanor permaneció en su cuarto mientras Isabella, Beth, y Ainsley la vestían con las mejores galas de bodas. Camisola y ropa interior de seda, un corsé nuevo con pequeños moños rosas por el frente, un gran miriñaque, para sostener las muchas yardas de satén de boda, un corpiño de seda que abrazaba sus hombros, bien abotonado por detrás. Un semillero de perlas y encajes adornaban el corpiño, y yardas y yardas de volantes en cascada y lazos caían por el frente de la falda. La falda atrapada en un ligero frunce bajo el miriñaque, con rosas, de seda y reales, adornándolo. Desde ahí que la tela caía flotando hasta el piso terminando en tres pies de cola cubierta con perlas y encajes. Maiglin sonreía mientras le ponía otra horquilla al cabello rojo brillante de Eleanor. —Eres hermosa como una pintura, muchacha- milady. Preciosa como una pintura. —Absolutamente hermosa—, Isabela se hizo para atrás, las manos unidas y admirando su trabajo. —Quisiera abrazarte y comerte, pero pasé dos horas haciéndote lucir así, El. Así que me refrenaré. —Los abrazos después—, dijo animadamente Ainsley. Se sentó en la cama, haciendo una costura de último momento en el velo de Eleanor. —El pastel de boda es hermoso, sabroso con muchas pasas de Corinto y naranja dulce. En el día más feliz de tu vida. Debes disfrutar tu pastel. El día más feliz de su vida, La garganta de Eleanor estaba seca y un dolor frio se formó en su estómago. Escasamente había visto a Hart desde la descorazonadora mañana en el barco en el canal, y la feliz celebración con la familia y los gitanos después. Hart había regresado de inmediato a Londres con David para derrocar el parlamento mientras Isabella había arrastrado a Eleanor, Beth e Ainsley en la más apresurada, intensa y agitada planeación que Eleanor había encontrado en su vida. Sin escatimar en gastos, nada demasiado extravagante- de buen gusto, todo debía de ser perfectamente de buen gusto. Nada ostentoso o vulgar para la nueva duquesa de Kilmorgan. Eleanor había visto a Hart a solas únicamente una vez desde entonces, cuando regresó a Berkshire por un día para darle el anillo. Eleanor lo giraba ahora en su dedo, los diamantes y zafiros atrapando la luz, el mismo anillo que le había dado la primera vez. Se lo había tirado en los jardines de Glenarden el día que Eleanor le había rechazado. —Pensé que se lo habías dado a Sarah—, le dijo ella mientras Hart deslizaba la fría banda en su dedo. La voz de Hart se había silenciado, su tibia mano le acariciaba las suyas. —Únicamente te lo he dado a ti. Le compré uno nuevo a Sarah. Este anillo pertenecía a mi madre. —Como los pendientes—. Esos reposaban en el joyero de Eleanor, envueltos cuidadosamente en papel. —Exacto, estaría encantada contigo. Eleanor pensó en la amable mujer quien se habría sentido perdida y sola en la familia de jóvenes y hombres revoltosos. Por lo menos la duquesa no se habría sentido apenada de sus hijos, habría vivido para verlos crecer. —Estoy feliz de usarlo por ella—, dijo Eleanor. —Úsalo para mi, demonios—. Hart giró su mano y besó la punta de sus dedos. — Trata de lucir feliz porque por fin nos casamos. —Estoy feliz—, y lo estaba. Pero... Hart se había distanciado. Estaba ocupado y preocupado, verdad, por todo lo que había pasado en Londres. Pero ella pensó, esa mañana lluviosa e la orilla del canal, que por fin había alcanzado al Hart real enterrado bajo capas de dolor y le dio pena. Lo había encontrado, lo sabía. Pero se había ido de nuevo. Eleanor había visto sobre sus manos unidas y su brilloso anillo. Directo a sus ojos. No seré tu perfecta esposa, Hart Mackenzie, obedeciéndote porque es mi deber. Buscaré hasta encontrarte, y haré que te quedes esta vez. Lo juro. La boda se llevó a cabo en el salón de baile. Isabella no quiso arriesgarse con el clima tan cambiante para tener la ceremonia en el jardín, y la capilla familiar era muy chica. Pero mientras el clima había estado misericordioso, ordenó que abrieran todas las puertas, y la brisa de los famosos jardines Kilmorgan flotaba dentro de la casa. El ministro escocés espero al final del salón, y el resto del salón desbordado de invitados. Isabella, feliz que por lo menos uno de los hermanos Mackenzie tuviera una boda apropiada. Había invitado a todo el mundo. Los pares del reino, embajadores, realeza menor y aristócratas de cada país europeo, laird de las tierras altas y cabezas de clanes y los Mackenzies con sus esposas, hijos, hijas y nietos. Gente local y amigos de la familia llenaban el resto: David Fleming, los hermanos de Ainsley, la hermana de Isabella y su mama, Lloyd Fellows. Amigos y colegas de Lord Ramsey. Los niños Mackenzie y los dos los McBride les habían permitido venir supervisados por miss Westlock y las nanas escocesas atrás. La esquina de enfrente del salón había sido separado con sillas y pasamanos de terciopelo. Tras esa barricada se sentaba la mismísima Reina de Inglaterra. Vestía de negro, como siempre, pero llevaba una cinta de tartán prendida con alfileres en su velo, y su hija Beatrice de cuadros escoceses. En deferencia a la Reina, todos estaban de pie. Todas las personas en la habitación, incluyendo la reina, voltearon a mirar a Eleanor entrar del brazo de su padre. Eleanor se detuvo por un momento, todos esos ojos observándola la ponían nerviosa. Se había especulado- ¿porque había Eleanor Ramsey cambiado de parecer después de tantos años y aceptado casarse con Hart Mackenzie? ¿Y porque él había decidido que una solterona de treinta años, hija de un empobrecido y distraído conde, era mejor pareja que la gran cantidad de damas elegibles en Bretaña? Un matrimonio de conveniencia- tenía que ser. —Lo mejor es ignorarles—, murmuro el conde Ramsay a Eleanor. —dejémosle pensar lo que quieran y no les prestemos atención. Lo he hecho durante años. Eleanor se disolvió en risas y besó al duque en la mejilla. —Querido padre. Que haría sin ti. —Arreglártelas, espero. Ahora vamos a casarte así me puedo ir en paz a casa. Pensando en que su padre regresaría solo a Glenarden- sin Eleanor ahí para tomar el té con el, para oírlo leer del periódico, discutir tópicos extraños y esotéricos con él. Hizo que se le llenaran los ojos de lágrimas. Aun cuando se recordó que su matrimonio aseguraba que su padre pudiera seguir escribiendo sus obscuros libros y comiendo bollos con té en su casa bien reparada, decirle adiós le dolería. Eleanor levantó su barbilla, siguiendo el consejo de su padre acerca de ignorar a todo mundo, y ella y su padre siguieron caminando. Eleanor crujía por delante de ellos en su glorioso vestido, siguiendo a Aimee, que tiraba pétalos de rosas por el pasillo. No había música, Isabella declaró que no era de buen gusto. La orquesta tocaría después. Isabella, Beth y Ainsley en la primera fila cerca de la reina, todas ellas radiantes y sonriendo a Eleanor. Por el otro lado del pasillo, reflejándolas, estaban Mac, Cameron, y Daniel, altos y formidables en kilt y chaquetas negras, el tartán de su familia sobre sus hombros. Estaban orgullosos y guapos, con ojos en varios tonos de ámbar- Daniel y Cameron de la misma altura ahora, lucían desgarradoramente parecidos. Mac alcanzó alrededor del conde y apretó el hombro de Eleanor, regocijo y fuerza vertiéndose sobre su toque. Justo enfrente de la habitación, a un lado del ministro, estaba Ian Mackenzie, el hermano de Hart, también vestido en Kilt y tartán. Ian miró una vez hacia Eleanor antes de que su mirada regresara a lo que a él le gustaba más mirar: su esposa. Enseguida de Ian, Hart. La mirada de Hart cayó en Eleanor y el mundo se evaporó. El vestía su Kilt y tartán, su banda de duque de Kilmorgan le cruzaba el pecho. Había cepillado hacia atrás su cabello rojizo oscuro, que resaltaba su fuerte y hermosa cara, pulida con el tiempo y las brutales decisiones que tuvo que tomar. Ian al lado de Hart estaba tan guapo como su hermano, pero Hart lideraba la habitación. Hart lo había conseguido, todo. El ducado, la nación, su esposa. Eleanor hizo una reverencia a la reina y su padre se inclinó, después el conde cedió a Eleanor a Hart, parecía contento. Ella murmuró a Hart mientras tomaba su mano, —No luzcas tan malditamente satisfecho contigo mismo. La respuesta de Hart fue una sonrisa malvada y rápida. La ceremonia comenzó, Hart de pie como una roca al lado de Eleanor mientras el ministro ofició el servicio con un gran acento escocés. La habitación estaba tibia por el calor de los cuerpos apretujados, y gotas de sudor corrían por debajo del velo y por su mejilla. Cuando el ministro preguntó a todos que si había alguna razón por la que Eleanor y Hart no pudieran casarse, Hart se giró y fulminó con la mirada tan intensamente que Daniel y Mac se rieron entre dientes. Nadie contestó. La ceremonia fue muy corta. Eleanor se encontró diciendo sus votos, prometiendo darse a Hart y dejarle adorar su cuerpo, en la salud y enfermedad, en los buenos y malos tiempos, a través de la felicidad y la tristeza, para siempre, amen. La sonrisa de Hart cuando cogió su cara en sus manos para besarla era triunfante. Eleanor Ramsey estaba casada, y ahora era la duquesa de Kilmorgan. La orquesta tocó, y sobre ella, Eleanor escuchó el grito de Daniel — Fleming, me debes cuarenta guineas. David se volvió, sin verse nada preocupado, y sacó un puñado de billetes. Bastante dinero parecía estar cambiando de manos. Los tres hombres Mackenzie eran los peores, pero aún Patrick McBride, el hermano mayor de Ainsley, estaba recogiendo billetes, y también la cara dura de Ainsley. Daniel parecía ser el que mas apuestas había hecho, seguido por Mac, que había cambiado de bando y había apostado que vería a Eleanor bien casada. —Si hubiera apostado—, dijo Eleanor a Hart. —Hubiera ganado un fajo. Antes de que Hart girara a Eleanor y desfilaran por el pasillo, Ian se colocó cerca y tocó el codo de Eleanor. —Gracias—, murmuró, y después se fue, de regreso con Beth y sus hijos. Hart dirigió a Eleanor apartando a la multitud, su brazo alrededor de ella como si nunca la fuera a dejar ir. Su paso rápido, sus ojos brillantes. Mientras se despejaba la multitud de la parte de atrás del salón, un joven se lanzó dentro a través de las ventanas francesas. Eleanor lo vio todo a cámara lenta, mientras el muchacho, tal vez de veinte o así y vistiendo algo que parecía que le quedaba grande, se quedó mirando a Hart con coraje y luego con absoluto terror. El chico metió una mano dentro de su chaqueta, sacó un revólver y disparó directo hacia Hart. Jennifer Ashley La Perfecta Esposa del Duque Highland Pleasures 04 CAPITULO 15 Eleanor gritó y empujó a Hart fuera del camino, lo suficientemente fuerte para hacer que la soltara. Escuchó el estruendo de la pistola, olió el acre olor de la pólvora, sintió como caía, escuchó a Hart maldiciendo. Su voz fue lo último que recordó mientras se rendía al dolor, al entumecimiento. Cuando regresó a la conciencia, se encontró en el suelo, Hart encima de ella, Daniel y Cameron encima de él. Había gritos, llanto y maldiciones. Hart acunó la cara de Eleanor entre sus manos, su mirada perdida, los ojos llenos de miedo. —El. Estoy perfectamente bien, trató de decirle Eleanor. No tenía energía para formar palabras. Se giró para ver su hermoso vestido de novia y vio que estaba colorado con sangre. Oh, la querida Isabella iba a molestarse mucho. —Eleanor, quédate quieta—. La voz de Hart sonaba dura. Cam y Daniel se levantaron. Cameron bramaba órdenes a todo pulmón, el sonido lastimaba su cabeza, y Daniel se evaporó. Eleanor tocó el pecho de Hart- todo, sin sangre. Gracias a Dios. —Pensé que te había dado—. Las palabras de Eleanor salieron mal articuladas. Trató de empujar a Hart, pero sus manos estaban muy débiles. —No te muevas—. Hart la levantó y la acunó contra su pecho. —Elle, lo siento mucho. Pero Hart no había tenido el revólver. Aquel chico disparó. Tan joven, tan joven… pobre chico. Lord Ramsey se arrojó sobre sus rodillas al otro lado de ella, su cara arrugada con terrible preocupación. —Eleanor. Mi pequeña dulce Eleanor. Hart miró hacia arriba al anillo de caras que lo rodeaban, fijándose en Cameron, quien parecía ser que había regresado. —Dime que le tienes. Dime que agarraste al bastardo—. Cameron asintió sombríamente. —Fellows está con él. Él y el alguacil le llevarán a la cárcel de la aldea. —No, le quiero aquí—. La voz de Hart cortó a través del ruido. —Ponedle en mi estudio y retenedle ahí. Cameron no discutió. Asintió y se alejó, su gran cuerpo apartando a la multitud. — ¿Cómo pudo pasar por delante de ustedes?— Hart estaba bramando a sus hombres, y realmente, Eleanor tenía dolor de cabeza. Era solamente un niño. ¿Quien nota a un chico enviado a cuidar de los caballos? Eleanor les escuchó contestarle a Hart, pero el mareo hizo girar la habitación, y tuvo que cerrar sus ojos. La siguiente vez que los abrió, Isabella, Beth y Ainsley se cernían sobre ella. —Déjanos encargarnos de ella, Hart—, Beth le decía. —Necesita que la vean. No quería dejar a Eleanor. La tenía en su regazo, contra su pecho, con furia en su cara. Sus ojos húmedos brillaban con luz dorada. Eleanor trato de alcanzarle, consolarle, pero su brazo cayó. No te preocupes Hart, Solamente necesitan ayudarme a componer mi vestido. Estaré bien. Sus palabras salieron balbuceadas, lo que la preocupó. Beth empujó un vaso bajo su nariz. —Tómate esto. Eleanor obedeció porque de repente estaba muy sedienta. El agua sabia raro, pero tomó. Bajo por su garganta, y sus miembros se aflojaron. Ahora debemos ir a saludar a nuestros invitados, trató de decir. Isabella planificó todo cuidadosamente… Cuando Eleanor despertó de nuevo, estaba acostada sobre su espalda en la cama, su brazo izquierdo rígido y caliente. Su fino vestido de novia se había ido, estaba en camisón. Por la forma que la luz se inclinaba por las ventanas, era bien entrada la tarde. Retiró las mantas asustada. Hoy era el día de su boda. ¿Por qué no la habían despertado Maigdlin o Isabella? Había soñado con la boda- la multitud. La Reina, Hart hermoso en su tartán, sus ojos triunfantes. Eleanor se sentó, pero su cabeza giraba tanto que se cayó sobre la almohada. Después de coger aire varias veces, levantó su cabeza de nuevo, cuidadosamente esta vez. Descubrió que su brazo izquierdo estaba vendado. De la muñeca al hombro, en un apretado vendaje. Eleanor lo miró sorprendida. No era de extrañar, se sentía extraña. El dolor del brazo levantó la neblina del sueño, y Eleanor recordó. Iba caminando de regreso por el pasillo con Hart, una dama casada, cuando un muchacho vestido de paje se había lanzado por la ventana, con Hart como objetivo de su pistola y disparó. Con pánico apartó a Hart a un lado. La bala debió darle, ella y Hart cayeron al suelo. Levantó su brazo, y el dolor la recorrió como fuego. Su grito atrajo a Maigdlin con pasos acelerados. — ¿Está usted bien mi lady? ¿Necesita más láudano? Lo traeré. —No—. Eleanor se recostó de nuevo, teniendo cuidado de no moverse muy rápido. —No quiero dormir. ¿Dónde esta Hart? ¿Está bien? —Su Gracia está en su estudio, milady. Quiero decir su Gracia. Ha estado gritando ferozmente. El alguacil se llevó al chico con la pistola, aun cuando su Gracia le dijo que no, y ahora amenaza con despedirle, si no regresa con el muchacho para acá. Pero el alguacil dice que el responde al magistrado, y ahora su Gracia quiere al magistrado también aquí. Y los invitados no saben que hacercasi la mitad se han ido, pero los otros pasarán la noche aquí, y es un completo lío. Maigdlin disfrutaba relatando la historia. —su Gracia está destrozado porque la bala le dio a usted. Esta fuera de sí. —Rozó mi brazo, ahora lo recuerdo. Los ojos de Maigdling se redondearon. —No su Gracia, la atravesó. El doctor dijo que por fortuna no se alojó en el hueso, ni abrió ningún vaso. Entró limpiamente y salió por el otro lado. Dice que si no la hubiera esquivado bien, hubiera ido directa hacia su corazón. —Oh—, Eleanor giró la cabeza hacia su brazo de nuevo. El revolver era muy pesado para las delgadas manos del muchacho. No debió haber podido apuntarla bien. — ¿Y mi vestido?— se mordía su labio. Pensaba en toda esa espuma de encaje y rosas, y sintió angustia por la pérdida. Había sido hermoso, y ella y Hart no habían posado para el fotógrafo de la boda. —Su Señorías están trabajando en el. Lady Cameron dice que usted querrá el traje, pero sigue llorando sobre él. También las otras dos. —Dile a sus señorías que estaré perfectamente bien, y que ellas deben salvar el vestido. Ahora, ayúdame a ponerme mi traje de vestir. Bajaré para hablar con mi esposo. Mi esposo. Que fácilmente las palabras llegan a su lengua. —Su Gracia dice que no salga de la cama. Por ninguna razón. —Su Gracia está muy seguro que obedeceré sus órdenes. Ahora ayúdame. La cara preocupada de Maigdlin se arrugó con una sonrisa radiante. —Sí, su Gracia. El magistrado finalmente se derrumbó bajo las órdenes de Hart. Los guardaespaldas y el alguacil arrastraron al joven de regreso a Kilmorgan, con Fellows acompañándoles, y llevaron al delincuente al estudio de Hart. El alguacil dejo caer al chico en una silla frente al escritorio de Hart. Era una suave y cómoda silla, reservada para los importantes invitados de Hart. Los ancestros Mackenzie le fulminaban con la mirada desde las paredes en la enorme habitación, los muertos Mackenzie todos envueltos en el mismo tartán azul oscuro y verde como Hart. Sus miradas parecían fijarse en el pobre joven frente a ellos. Hart se apoyó en su escritorio y le miró fijamente también. Estaba aún rígido por la furia, sentía el sabor amargo de su enojo en la boca. Cuando vio la sangre, y a Eleanor cayendo experimentó una horrible impotencia que no le gustaría volver a sentir nunca más, el conocimiento de que sin importar cuánto hubiera luchado por llegar a ese momento, la perdería. Como había perdido a Sarah, como había perdido a Graham. El asesino era un niño. No podía tener más de trece años, catorce a lo sumo. Tenía una cara limpia y clara, su piel casi trasparente, el color de las tribus celtas del norte de Irlanda o de las Hébridas. Tenía el corto pelo negro, mal recortado, ojos como vidrio azul, mejillas sonrosadas, y expresión de odio y terror. Hart no dijo nada, Había descubierto tiempo atrás que el silencio era una buena arma. Forzando a alguien a esperar y preguntarse en qué estaba pensando Hart le daba la mano más alta desde el inicio. El joven le devolvía la mirada, su desafío y valor evaporándose bajo la mirada de Hart. — ¿Cuál es tu nombre?— preguntó Hart. — No se lo dirá—, el alguacil dijo desde el lejano fondo de la habitación. —Ni aunque le golpeemos. Hart le ignoró. — ¿Cuál es tu nombre, chico? —Darragh—, su voz era débil, chirriante, pero con una cadencia inconfundible. — ¿Eres irlandés? —Erin go bragh. Hart dejó el escritorio y se movió hacia una silla que estaba contra la ventana, el asiento más sencillo de la habitación. Cargó la silla de regreso al escritorio, la soltó, y se sentó en ella, apoyándose hacia adelante, los brazos en los muslos. —No hay Fenianos en esta habitación—, dijo. —Ninguno de tus compañeros, ni los chicos con los que creciste, ni el hombre que te metió en esto y te dio la pistola—. Una nueva, un revólver Smith and Wesson, hecha en América, que debió costar algunos centavos. —En este momento, lo único entre al alguacil y mis hombres, quienes te garantizo tienen muchas ganas de golpearte hasta el olvido, soy yo. Algo de la valentonada de Darragh regresó. —No les tengo miedo. —Yo se lo tendría. Mis hombres eran boxeadores premiados, algunos de los mejores que Bretaña ha producido. La mayoría peleaban sin guantes y sin preocuparse de seguir reglas. Sus peleas no siempre fueron legales. Darragh se veía más inseguro, pero levantaba la barbilla. —Mereces morir. Hart asintió, —Mucha gente lo piensa. Algunas personas me quieren muerto porque odian a mi familia desde hace tanto tiempo que ya es tradición, pero admito que tengo más enemigos que amigos. ¿Por qué crees que merezco morir? —Todos los apestosos ingleses merecen morir hasta que Irlanda sea libre. —No soy inglés, y sucede que estoy de acuerdo. —No, no lo estás, echaste al único hombre que nos ayudaba, hiciste pedazos la Ley de Autonomía de Irlanda. — ¿Seguro chico?—, dime ¿qué dice el proyecto de ley autonomía irlandesa? El muchacho mojó sus labios y bajó la vista. —Palabras inglesas. Ahora no significan nada. — ¿Nadie se molestó en explicártelo, verdad? Te dieron una pistola y te dijeron que deberías luchar por la gloria de Irlanda. La esencia de autonomía ha estado en todos los periódicos todos lo días por las últimas cinco semanas. Todo lo que necesitas saber acerca de ella ha estado ahí—. Hart esperó hasta que la mirada de Darragh regresara a él de nuevo. —Pero no sabes leer. ¿Verdad? —Mereces morir—, repitió Darragh. —Tus amigos te enviaron con un encargo equivocado. Ellos sabían que te apresarían, aún cuando tuvieras éxito en dispararme o no, y probablemente me mataras. Aquí tienes otra palabra inglesa. —Prescindible. —No me enviaron, fui honrado en venir. — ¿Sabías que la reina de Inglaterra estaría aquí? Agitó silenciosamente la cabeza. —Tus amigos debían de haberlo sabido. Nunca hubieras podido huir de la aldea vivo, Darragh. Aún podrías no hacerlo. La gente es muy quisquillosa acerca de aquellos que ponen a la reina en peligro. Yo solamente soy un político y un verdadero bastardo. Nadie me extrañaría. Pero aunque la reina debe ser el diablo para ti, muchos en Inglaterra y aún en Escocia, la aman y son muy protectores con ella. Si ellos hubieran pensado en algún momento que viniste aquí a disparar a la Reina, te hubieran destrozado en ese mismo instante. Nunca hubieras llegado a juicio, mucho menos a la horca. —Hubiera muerto con honor—. Era un murmullo. —No, hubieras muerto con terror y humillación. Estás acabado. Tus amigos encontrarán al siguiente joven ansioso listo para hacer su oferta y comprar otra pistola para él. Tu sacrificio hubiera sido para nada. —Eso no es verdad. No les conoce. —Puedo no saber sus nombres, pero conozco a los hombres como ellos. Yo era igual. Creía que los escoceses podían levantarse en armas conmigo para liderarlos y luchar contra los ingleses por Escocia. Después me di cuenta que el poder de las palabras era más fuerte. Puse a un lado mi espada y aquí estoy. —Eres un bastardo mentiroso, te uniste a ellos. —No, no lo hice. Únicamente piensan que lo hice—. Hart se permitió una sonrisa después borró su sonrisa y se echó hacia delante de nuevo. —El problema es que puedo perdonarte por dispararme a mi, Darragh. Ambas veces. ¿Fuiste tú en Londres, verdad?—. Darragh asintió y tragó. —Entiendo porqué lo hiciste, hace algún tiempo, pude haber tratado de hacer lo mismo. Pero lo que no puedo perdonarte es disparar a mi esposa. Con el cambio de tono en la voz de Hart, la mirada de miedo de Darragh volvió. Hart vio que entendía que la furia era personal. —Eso no debería haber pasado. —Dime quiénes son tus amigos, Darragh. Ellos son a los que hay que culpar por mi esposa tirada en el suelo en un pozo de sangre, con su vestido de novia, nada menos. —Nunca te lo diré. Las palabras del chico fueron interrumpidas por una conmoción fuera del estudio en la puerta trasera. El estudio tenía una gran entrada para intimidar a los invitados y también una puerta más pequeña tras el escritorio, que llevaba a una antesala y al pasillo de atrás. Alguien discutía con los guardias que Hart había apostado en la puerta trasera, Una mujer, con una voz muy determinada. —Discúlpame—, Dijo Hart y se levantó. Darragh permaneció en su asiento, cruzando sus brazos, mientras Hart caminaba hacia la puerta. —Pues claro que me dejará entrar—, decía la voz de Eleanor. —Es mi esposo, y está ahí con un matón. Hágase a un lado ahora mismo. Eleanor de pie a un paso de distancia, transfirió su mirada a Hart. Vestía un grueso vestido de brocado, su brazo en un cabestrillo, con su pelo colgando en una gruesa trenza dorada rojiza sobre su hombro. Aunque su cara estaba blanca por el dolor, trató de pasar caminando por un lado de Hart dentro del estudio. El puso su brazo a través de la puerta. —Eleanor, regresa a la cama. —En realidad, No, Hart Mackenzie. Quiero saber que sucede ahí. —Tengo el asunto controlado en mis manos—. Le dirigió una severa mirada. Pero su corazón latía rápidamente preocupado. Eleanor estaba enrojecida, sus ojos brillaban. Se había recuperado de la herida, pero aún podía perderla por la fiebre, así como había perdido a Sarah y a su hijo. —Ve arriba. Te lo contaré todo más tarde. Eleanor continuó mirándole fijamente unos segundos más, entonces con una velocidad que una mujer herida no debería de tener, Eleanor se agachó bajo su brazo y se apresuró dentro del estudio. Hart ahogó una maldición y fue tras ella. —Cielo santo—, Eleanor miró sorprendida a Darragh. ¿Cuántos años tienes chico? —Este es Darragh—, dijo Hart colocándose a un lado de ella. —Me estaba diciendo que no tenía la intención de dispararte. Eleanor le ignoró. — ¿Darragh qué? Seguro que tienes apellido. Darragh la miró desafiante, pero bajo la fija mirada de Eleanor se marchitó, —Fitzgerald, Señora. — ¿De dónde eres? —De Ballymartin cerca de Cork. —Claramente estas muy lejos de casa. —Si señora. —¿Sabe tu madre acerca de los Fenianos? ¿Y del revólver? —Mi madre está muerta. Eleanor se hundió en la silla que Hart había dejado vacía. Él la había escogido porque era un poco más alta que la suave silla en la que Darragh estaba sentado. Encontraba el arreglo perfecto para mantenerse un poco por arriba de la persona a la que interrogaba, Perfecto para implicar que la comodidad personal no era importante para él. Podría interrogar a quien sea que necesitara toda la noche, decía la dura silla. A Eleanor no le importaba nada de eso, simplemente vio una silla y se sentó en ella. —Lo siento, chico—. Le dijo. ¿No tienes más familiares? —Mi hermana. Se casó y se fue a América. —¿Porqué no te fuiste a América con ella?— sonaba interesada. —No teníamos suficiente dinero, señora. —Ya veo. Entiendo lo que sucede, Darragh. Estabas tratando de disparar a Hart, y me distes por error. Me imagino que te fue difícil apuntar en toda esa confusión, y yo traté de empujar lejos a Hart. No te culpo por querer dispararle, porque puede ser demoníacamente irritante, pero estoy un poco molesta porque arruinaste mi boda, sin mencionar mi traje de novia. Mis cuñadas se destrozaron los dedos para hacer que todo luciera perfecto, y están bastante angustiadas. La ira de Darragh regresó. —¿Piensa que eso importa? —Importa, chico—. Le dijo Eleanor, rozando sus dedos sobre su vendaje. —Todo importa. Todo lo que haces toca de alguna manera a alguien, aun cuando no lo entiendas hasta después. Levantaste una pistola, pero aun antes de dispararla, cambiaste la vida de todas las personas en la habitación. Las introdujiste en el miedo a lo incierto, en el hecho de que en el lugar que se sentían seguros, había surgido el peligro. Había niños en la habitación, bebés. Por cierto, debes estar agradecido que a Ian Mackenzie le contuvieran sus hermanos, porque estaba listo para arrancarte la cabeza por poner en peligro a su niña y niño pequeños. Deberías desear que no saliera de su habitación. Darragh tragó. —Ian Mackenzie. ¿Es el loco? —Todos deberían querer estar tan locos como Ian. Pero aun Ian verá – si deja de tratar de matarte lo suficiente para notar que tu mismo eres un niño. —No soy un niño, Maldita inglesa. —Cuida tu boca, muchacho—, gruñó Hart. —Si eres un niño—, Dijo Eleanor, sin perturbarse por la interrupción. —Y por cierto, no soy para nada Inglesa. Soy completamente escocesa de las tierras altas—. Fluyó en un más amplio acento de tierras altas del que Hart había oído. En mi familia nadie tiene sangre inglesa. —Es una mentirosa entonces—. Los ojos de Darragh brillaban. —Me contaron todo acerca de usted. Su bisabuela se hizo puta con un inglés para obtener un título. Por eso que su padre es un Conde. Eres tan inglesa como ellos. Para sorpresa de Darragh – y de Hart también - Eleanor rompió a reír. —Oh, esa historia aún circula? La gente se cree todo, ¿no? Déjame decirte la verdadera historia, chiquillo—. Se inclinó hacia adelante, atrayendo y manteniendo la atención de Darragh, su roja trenza balanceándose. —Primero era mi tatarabuela. Su marido, sus hermanos, su padre, y los hermanos de su esposo salieron a pelear en la carnicería en Culloden. Ahí, toda su familia murió, hasta el último hombre. El acento escocés se desvaneció, aunque un deje de él se quedó. —Todo lo que quedó fue mi tatarabuela, Finella, sola en esa gran casa. Bien, el inglés vio la tierra y la finca de Glenarden y reclamó porque como todos los hombres estaban muertos, estaba desocupada. Mi tatarabuela dijo que no estaba totalmente vacía- la tierra escocesa puede pasar a las mujeres, y como su esposo había sido un laird, ella era laird ahora, y la tierra era de ella. —Al inglés no le gusto eso, te diré. Los habitantes de las tierras altas de Escocia eran gente conquistada y debían reverencia. Y aquí estaba esta chica más joven de lo que yo soy ahora desafiando al inglés diciendo que la tierra le pertenecía a ella y sus herederos. Bien, dijo el coronel inglés, “Cásate conmigo, y yo viviré aquí, tú puedes quedarte, y nuestros niños heredarán la tierra”. Mi tatarabuela, se lo pensó, después dijo: Está bien, y el hombre se instaló. Los ingleses estaban contentos con el coronel por hacer que Finella hiciera lo que querían y le hicieron Conde, llamándolo Conde Ramsey, que había sido el apellido de Finella por parte de padre. Pero muy pronto después de la boda, el hombre murió, y mi tatarabuela tuvo un bebé, un hijo, y ese hijo se convirtió en Conde. Darragh abrió la boca, pero Eleanor levantó su mano, Todos los hombres en la habitación, incluyendo al inspector Fellows, colgaban de las palabras de Eleanor, incluso Hart, esperando el final de la historia. —Lo que Finella no dijo – un secreto que se llevo a la tumba, contándoselo únicamente a su hijo cuando fue lo suficientemente mayor para entenderlo- era que estaba embarazada antes de que su esposo se fuera a la guerra. Él era el hijo de su marido escocés, y Finella encontró la forma de salvarle casándose con el inglés. Engañó a los ingleses haciéndoles pensar que el hijo era del coronel inglés, y así según la ley inglesa heredaría Glenarden. Los ingleses nunca supieron que su hijo no era en realidad hijo del inglés. Pero no, era un puro Highlander, del clan Ramsey por parte de su madre, del clan McCain por parte de su padre. Mi padre es descendiente directo de esa valiente mujer y de su pequeño niño, y yo también. Así que no me compares con esos malditos sajones, Darragh Fitzgerald. Hart no había escuchado esa versión de la historia, pero si la tatarabuela de Eleanor había sido como Eleanor, Hart la creía. Hart podía imaginar a la mujercon su cabello rojizo dorado y falda de tartán ondulando en el viento – diciéndoles a los bastardos ingleses que la tierra le pertenecía y eso era todo. Pero si, puedes persuadirme de hacer las cosas a tu manera si quieres, le había dicho. Parpadeando esos florecientes ojos azules a ellos, y luego proceder y hacer lo que le parecía mejor. —Dime—, Dijo Hart a Eleanor. —¿Cómo fue que el coronel inglés murió tan pronto? —Oh, mi tatarabuela le empujó desde el tejado—, dijo Eleanor. —De la esquina justamente sobre mi dormitorio, fue una mala caída. El simplemente fue horrible con ella. De acuerdo a la historia, así que no la puedo culpar. Jennifer Ashley La Perfecta Esposa del Duque Highland Pleasures 04 CAPITULO 16 Hart observaba a Darragh, que escuchaba boquiabierto. —Recuérdame Darragh no ir al tejado con mi esposa. —Mejor que no—, Eleanor coincidió, —Puedes ser muy molesto—. Le sonrió a Darragh. —Así que ves, chico, no le tengo más cariño a los ingleses que tú. Ese inglés se abrió paso en su casa y en su vida, que es por lo que no la culpo ni una pizca por lo del tejado. A mí personalmente me gustaría ver que Escocia se separe de Inglaterra y siga su camino, y excepto por dos de mis cuñadas que son sajonas, y las quiero a pesar de eso. Junto con los amigos gitanos de Lord Cameron. Y la señora Mayhew y Franklin y todos los sirvientes de la casa de Hart en Londres. Sin mencionar a mis amigos, y los colegas de papá de todas esas universidades y del museo británico—. Hizo un gesto impotente con su mano sana. —Como ves no es algo fácil, ¿verdad? Decidir que la gente etiquetada de una manera, debe vivir y la etiquetada de otra debe morir. Si fuera todo claro y ordenado, no tendrías ni que pensar en ello. Pero ¡ay de mi! el mundo es mucho más complicado que eso. Darragh claramente no se daba por enterado. Buscó a Hart con la mirada, buscando apoyo. —Ella quiere que pienses en lo que hiciste, chico—. Dijo Hart. —Que uses tu intelecto, no tus emociones. —Yo creo que no le han dicho que tiene intelecto—, dijo Eleanor tristemente. —Mi padre dice que ese es el problema con muchos. Les dicen que no tienen mucho, y se lo creen, y así se hace cierto. Pero la mente humana es bastante intrincada, no importa el cuerpo en el que haya nacido—. Gentilmente Eleanor golpeaba ligeramente Darragh sobre su oreja izquierda. —Hay muchos pensamientos ahí, todos con gran potencial. Simplemente necesitan ser trabajados. Allí estaba Eleanor sonriendo al chico, la punta de sus dedos suaves en su cabello. Darragh miraba dentro de sus ojos azules y se veía herido. Eleanor acariciaba el cabello de Darragh, con gesto maternal. — ¿Que quieres hacer con él, Hart? —Enviarlo a América con su hermana—, dijo Hart. Fellows se puso alerta en el otro lado de la habitación. —No, no lo harás. Te disparó e hirió a tu esposa. Debe ser arrestado y llevado a juicio. —Sus colegas no lo dejarán vivir tanto tiempo. Dijo Hart. —Se quedará conmigo, yo lo protegeré, y él me dirá hasta el último detalle sobre sus amigos y cómo encontrarlos. —No los traicionaré—, dijo Darragh rápidamente. Hart le dirigió una severa mirada. —Lo harás. A cambio irás a América y te olvidarás de las organizaciones secretas. Obtendrás un trabajo honrado y vivirás una vida larga y saludable. Fellows caminó hacia ellos. —Mackenzie la ley no es para que tú la tomes en tus manos. Necesito saber de esos contactos. No puedo ir con mi inspector en jefe y decirle que dejaste ir a un criminal violento a América con un manotazo. —Sabes que una vez que nos diga lo que necesitamos saber, su vida no valdrá nada—, dijo Hart. —Si sus colegas no vienen por él, irá a Newgate, y será colgado o fusilado por traición. —Recompensarlo con enviarlo a América para que viva con su hermana no lo reformará, ¿no es así? Eleanor se metió antes de que Hart pudiera responder. —Tampoco lo hará colgarlo, Señor Fellows. Solamente es un muchacho. No es nada más que un objeto, como una extensión de la pistola. Yo estoy dispuesta a darle una oportunidad, si él ayuda a encontrar a los que quieren a Hart muerto. Darragh permanecía sentado en silencio durante el intercambio. El temor creciendo en sus ojos. Estaba empezando a ver la claridad dentro de él, de cómo fue usado. Hart se dio cuenta de ello. —No soy un objeto, dijo en voz baja. Eleanor acarició de nuevo su cabello. —Mejor mantén la vista hacia abajo y la boca cerrada, chico. Porque si no el inspector te llevará en un carruaje con barrotes. Tu única oportunidad es hacer lo que Su Gracia te dice. Darragh parpadeaba sus lágrimas regresando. —Pero no puedo decir… —Mackenzie—, le dijo Fellows tenso. —Entiendo tus tácticas. Incluso te admiro por ellas, pero me costarán mi trabajo. —Hart nunca dejará que se llegue a eso—. Eleanor sonrió dulcemente a Fellows, luego a Hart. — ¿Lo harás? —No—, dijo Hart, —El ministerio del interior responderá ante mi muy pronto, Fellows. Conservarás tu trabajo. Especialmente si tienes un papel decisivo en la erradicación de un grupo de fenianos. —Entonces está arreglado—, dijo Eleanor. —Tal vez debáis darle un té a Darragh antes de empezar con las preguntas. Parece enfermo. Hart puso su mano bajo el brazo de Eleanor y la levantó de la silla. —Tú eres la que está enferma. El muchacho estará bien. Tú regresarás a la cama. —Estoy más bien cansada—, se hundió contra él, y Hart deslizo el brazo por su cintura. —Tienes que darme tu palabra que no lo lastimarás—, le pidió. —Estará intacto, Fellows mantén al chico aquí mientras llevo a Eleanor arriba. Fellows lo fulminó con la mirada. Se parecía mucho a su padre cuando lo hacía. Las rodillas de Eleanor se doblaron, y Hart la levantó en sus brazos y la cargó fuera. La antecámara y pasillos estaban vacíos. Isabella tuvo el sentido de llevar a los invitados que quedaban al jardín para cenar al aire libre. Cargó a Eleanor a través del vestíbulo principal aún decorado con las guirnaldas de la boda hacia las escaleras. La gigantesca base que siempre se ponía en la mesa del vestíbulo estaba llena con rosas y lilas del valle. Eleanor sonrió a Hart mientras la llevaba hacia arriba, sus azules ojos adormilados. Tocó su pecho, el diamante y zafiro del anillo de compromiso brillando junto con el simple aro de oro del anillo de matrimonio. Eleanor Ramsey. Su esposa. —No tardes mucho—. Ella murmuró. —Es nuestra noche de bodas, recuérdalo. Eleanor descanso la cabeza en el hombro de Hart y se quedó dulcemente dormida. Hart Mackenzie era un arrogante hijo de perra que nunca cambiaria. Lloyd Fellows salió como un vendaval del estudio de Hart algunas horas después. Hart había llevado en brazos a su esposa a su recamara, como un tierno marido, y regresó para interrogar a Darragh. Hart era experto en sacar la información de cualquiera, y la había sacado de Darragh. No le había ni tocado. Darragh dio los nombres de los líderes y donde se reunían en Londres y en Liverpool. Fellows dudaba que aún estuvieran ahí. Ellos habrían escuchado de alguno de los suyos que el intento de asesinato había fallado y que Darragh había sido detenido. Sin embargo, aún estarían en el área y ahora Fellows sabía sus nombres. No pasaría mucho tiempo antes de que los encontrara. Admiraba a Hart al mismo tiempo quería estrangularlo. Hart Mackenzie había crecido con privilegios, mientras que Lloyd Fellows había salido adelante por él mismo. Fellows había trabajado duro toda su vida para hacerse cargo de su madre en las calles de los barrios bajos de Londres mientras que Hart había dormido entre sabanas de lino y había comido cosas preparadas por chefs célebres. Ahora Mackenzie, en lugar de quedarse al lado de la cama de su herida esposa, se había sentado en su opulento estudio y había hecho el trabajo de Fellows. Mejor, probablemente, de lo que Fellows lo hubiera hecho. Eso dolía. Sin importar que Hart le hubiera dado a Fellows la suficiente información con que regresar a Londres y empezar a rastrear a aquellos locos que tenían la idea de disparar al gentío y volar líneas de tren. Fellows les echaría el guante y obtendría toda la gloria. Hart le dejaría. Eso le amargaba la vida también. Para aliviar ese sentimiento, Fellows se apresuró a entrar en una habitación al final del pasillo, sin saber a dónde iba en esa gran casa. —OH—; dijo una voz femenina. Fellows se detuvo, su mano en el pomo de la puerta, y vio a una joven dama que vacilaba, parada en una escalera, sus manos llenas de guirnaldas. Estaba definitivamente tambaleándose, las guirnaldas hacían que fuera incapaz de sostenerse. Fellows se apresuró a evitar que cayera poniendo sus fuertes manos en sus caderas. —Gracias—, le dijo ella. –Me sorprendiste. Era Lady Louisa Scranton, la hermana menor de Isabella Mackenzie. El vestido bajo las manos de Fellows era de seda azul oscuro, las caderas bajo él, suaves y redondeadas. Fellows se había encontrado con Lady Louisa en algunas ocasiones, en las reuniones de los Mackenzie, pero no habían más que intercambiado amables cumplidos. Louisa se parecía a su hermana, Isabella, con su brillante pelo rojo, ojos verdes, curvilínea figura, y una sonrisa de labios rojos. Fellows quería dejar allí sus manos. Olía a rosas, y su piel bajo la tela parecía tan suave. Quito reticentemente su manos. — ¿Te encuentras bien? Ella se ruborizó. —Sí, sí. Estaba quitando estas guirnaldas y me descuidé. Me imaginé que con estas nuevas circunstancias, deberían de ser retiradas. Los invitados no usaran esta habitación. Era el cuarto de dibujo, uno en el que su techo era tan sólo de quince pies de alto a diferencia de lo usual en los otros cuartos de la casa, que eran de veinte o treinta pies. —Tienen sirvientes que hacen eso. Su falda hacia un susurro seductor mientras alcanzaba más guirnaldas, poniéndose de puntillas sobre sus esbeltos botines tobilleros. —Sí, pero a decir verdad, me siento mejor bajo techo y quiero ser útil. Isabella puede ponerse bastante agitada cuando está enojada, más bien mandona, pobre cordero. A Fellows no se le ocurrió que decir. Él era un policía. Las maneras refinadas estaban más allá de él. —Lady Eleanor se recuperará, creo—. Dijo rígidamente. —Lo sé. Fui a verla no hace mucho tiempo. Está durmiendo como un bebe—. Los ojos verdes de Louisa lo analizaron, y Fellows sintió que un calor de repente le inundaba. —Eres muy alto. ¿Me ayudarías a alcanzar eso?— Louisa apuntó a la guirnalda fijada a una escultura en el friso fuera de su alcance. —Claro. Fellows pensó que bajaría, y detuvo su mano para ayudarla, pero ella sacudió su cabeza. —Necesitas subir aquí, bobo. Ambos debemos agarrarla o sino toda esa cosa se arruinará. Bobo, ninguna mujer en la vida de Lloyd Fellows se había atrevido a decir que era un bobo. Puso su pie en el último peldaño de la escalera de tijera. Otros dos peldaños, y él estaba al mismo nivel que ella. Encontraba difícil respirar. Así de cerca con ella, estaba muy consciente de su olor, de la curva de su mejilla, de cómo su pelo rojo se oscurecía en la sien. —Aquí estamos—, dijo Louisa dulcemente, y entonces lo besó. Fue un ligero toque, un beso virginal, pero el suave roce de sus rojos labios encendió el fuego por su cuerpo. Fellows deslizó su mano a la nuca sujetándola del cuello y la atrajo hacia él. No le abrió los labios, pero los froto una y otra vez, probando su tibia suavidad. Terminó con un beso en la esquina de su boca, que saboreó durante un rato. —No debí haber hecho eso—, murmuro ella, respirando suavemente sobre la piel de él. —Pero, he estado esperando mucho tiempo para besarte. — ¿Por qué?— su garganta estaba seca. Los labios de ella se curvaron en una sonrisa. —Porque eres un caballero muy guapo, y me gustas. Además alguna vez salvaste la vida de Mac. — ¿Y esto es por gratitud? Su sonrisa se amplió. —No, esto es por mí siendo terriblemente inapropiada. No te culparía ni una pizca por estar disgustado. ¿Disgustado? ¿Estar enojado? —Debiste decírmelo—. Su voz aún no funcionaba. —Esto no es algo que salga fácilmente en una conversación—. Louisa alcanzó la guirnalda. —De cualquier manera, ya te lo acabo de decir ahora. Y realmente necesito ayuda con esta guirnalda. Fellows puso firme el brazo a su alrededor y la alcanzo por un lado de ella. No estaba seguro de qué es lo que había cambiado en su vida, pero el mundo parecía diferente, y él se aseguraría que él y Louisa continuaran explorando lo que había empezado en esa habitación. Eleanor durmió. Soñó oscuros sueños que se escapaban cuando pasaba de la vigilia al dolor. Luego estaba inquieta, la herida no le permitía dormirse de nuevo. Cuando Beth le ofreció más Láudano con agua, Eleonor tenía tanto dolor que lo tomó. Durmió durante toda su noche de bodas, todo el día siguiente y hasta bien entrada la siguiente noche. Se despertó hambrienta, capaz de comer el pan y la mantequilla que Maigdlin le trajo. Eleanor se sintió mejor después de eso, y decidió levantarse, únicamente para encontrarse en el suelo, sus amigas levantándola de nuevo a la cama. La fiebre llegó, y vio las caras de Beth, Ainsley e Isabella ir y venir. Y a Hart. Ella quería pegarse a él y hacerle mil preguntas; — ¿Que había sucedido con Darragh? ¿Había más asesinos al acecho? ¿Había arrestado a los amigos de Darragh el inspector Fellows? Pero no tenía fuerzas para hablar. Después de lo que parecía mucho tiempo, Eleanor despertó de nuevo, en una tranquila oscuridad. Su brazo dolorido, pero lo peor del dolor había retrocedido, gracias al cielo. Eleanor se estiró y bostezó. Su cuerpo estaba húmedo de sudor, pero se sentía descansada, aliviada. No estaba sola, descubrió a Maigdlin recostada en una silla, roncando, una lámpara de aceite ardía al lado de ella. Sintiéndose horrible despertó a Maigdlin y pidió a la sorprendida criada que le preparara un baño. Maigdlin protestó, temiendo que la fiebre de Eleanor regresara, pero Eleanor quería encontrar a Hart, y no quería ir a su marido después de sudar en la cama… quien sabía por cuánto tiempo. Maigdlin le ayudó a bañarse, siendo cuidadosa con los vendajes. Tres días había estado durmiendo, le dijo Maigdlin, tan enferma que temieron perderla. Disparates. Eleanor siempre se curaba de las fiebres. Ella era fuerte como un buey. Sintiéndose mejor después del baño, Eleanor se envolvió en una gruesa bata, se puso pantuflas tibias, y se dirigió a las habitaciones de Hart, a tres puertas de la de ella. El pasillo estaba en silencio, el resto de la casa dormía. Las puertas entre su cámara y la de él daban a la biblioteca privada de Hart y a su estudio. Eleanor supuso que debía estar agradecida de que solamente tuviera que caminar veinte pies para llegar a sus habitaciones. Cuando se quedaba en Kilmorgan como su prometida, hace mucho, la ponían en el ala de invitados, que estaba al otro lado de la casa. Eleanor no se molesto en tocar en las inmensas dobles puertas. Llegó preparada con una llave, la que se procuró el día que llegó a Kilmorgan. Pero no tuvo necesidad de ella, porque la puerta estaba sin seguro, y cuando entro a la enorme recamara. Hart no estaba ahí. La cama de Hart, vacía y pulcramente hecha, era enorme, con brocado colgando hacia ella desde un dosel ovalado diez pies por encima. El resto de la habitación estaba amueblada con mesas formales y sillas, una librería, un banco acolchado, una consola con brandy y un cenicero. A pesar del elegante mobiliario, era una habitación fría, aún con el fuego de carbón que ardía en la chimenea. Eleanor se estremeció. Las ventana de Hart daban al frente de la casa y al área éste de los jardines. Las cortinas no habían sido cerradas, y Eleanor camino a la ventana del este y se asomó. —Salió para ir al mausoleo, Su Gracia. Eleanor ahogó un grito, se dio la vuelta y se encontró al ayuda de cámara francés de Hart en la puerta. Marcel, tieso como un palo, sin verse para nada cansado. El sirviente perfecto, levantado y alerta para servir a su señor, aún a las tres de la mañana. Pobre Maigdlin, ella había sucumbido al sueño. — ¿Al mausoleo?—. Eleanor preguntó cuando recuperó el aliento. — ¿En medio de la noche? —Su gracia a veces va allí cuando no puede dormir—, dijo Marcel. — ¿Le puedo traer algo, Su Gracia? —No, no. Está bien, gracias. Marcel se hizo a un lado para permitir a Eleanor dejar el cuarto, luego se apresuró por el pasillo para abrir la puerta de su habitación. Eleanor se lo agradeció cortésmente y le ordenó irse a la cama. Hart estaría bien sin él, le dijo, y Marcel necesitaba dormir. Marcel se veía perplejo, pero se fue. Eleanor ordeno a Maigdlin, quien estaba cambiando las sábanas, que la ayudara a vestirse y a poner su brazo en el cabestrillo. Maigdlin no quería, claro, pero Eleanor fue firme. Entonces envió a Maigdlin arriba a su cama, se apresuró a bajar, y salió de la casa por la puerta trasera. Se apresuró a través de la hierba húmeda hacia el edificio bajo y oscuro a una orilla de los jardines, estaba sin aliento cuando vio dentro el parpadeo de una linterna. El mausoleo de la familia Mackenzie estaba siembre frío. Hart respiró la niebla, aun cuando las noches de abril eran fragantes. Su abuelo había construido ese lugar en los 1840, de estilo como un templo griego con mucho mármol y granito. Los abuelos de Hart reposaban ahí, así como el padre y la madre. La primera esposa de Cameron no, porque el padre de Hart no podía oír hablar sobre ella. Era una puta, y la desgracia de Cameron, decía el Duque. Tampoco hubiera podido ser enterrada en el jardín de la iglesia, me sorprendería que el vicario lo permitiera. La esposa de Hart, Sarah tenía una tumba ahí, así como su hijo, Graham. El mármol de la tumba Sarah era gris y negro, frío al tacto. La placa al frente de la tumba estaba llena de frases floreadas que Hart no recordaba haber pedido. La placa más pequeña al lado de la de Sarah decía, —Lord Hart Graham Mackenzie, Amado hijo, Junio 7, 1876. Hart trazó las letras del nombre de su hijo con la yema de los dedos enguantados. Graham habría cumplido ocho años este año. —Lo siento—, murmuraba. —Lo siento mucho. Silencio y oscuridad llenaron el lugar. Pero Hart sentía consuelo en el frío mármol, sentía la presencia del niño que había tenido en sus brazos solo una vez. Si Hart hubiera hecho todo bien en su vida, él y Eleanor se hubieran casado hace mucho tiempo, y para este momento, Kilmorgan estaría invadido de niños. Los cuerpos de Sarah y Graham no estarían en este frío lugar, con nada más que marcas de cincel en el mármol dejadas en su honor. Pero Hart lo había hecho todo mal. Esta vez, por lo menos, había llevado a Eleanor al altar. Y después ella lo había empujado fuera de la trayectoria de la pistola, tratando de salvarlo. Los últimos tres días, mientras Eleanor estaba tendida en un estado febril, habían sido absolutamente un infierno. Esta noche el doctor había anunciado que la fiebre había cedido, que Eleanor descansaba. Hart aliviado no había sabido qué hacer. Hart se había librado de las ofertas bien intencionadas de todos los whiskys que se pudiera tomar y se retiró ahí. ¿Que debía hacer para asegurarse de que Eleanor no estuviera de repente aquí, fría y sola? No lo sabía. Todo lo que sabía es que había hecho un lío de su vida, y aún lo hacía. Hart, el arrogante, el Mackenzie seguro de sí mismo, no podía hacer nada bien, y esas tumbas eran una evidencia tangible. Siempre había pensado en el cortejo y compromiso con Eleanor como en una farsa en tres actos. Acto I, Escenas: su primer baile juntos, seguido de un beso en los jardines que había despertado la necesidad en su cuerpo. Seguido del cobertizo para botes abajo en el río en Kilmorgan, donde había desabotonado el modesto vestido de Eleanor y besado su piel, descubriendo que había una pasión en ella que no escondía, por lo menos no de él. Acto II, Escenas: La casa de verano. Hart recordaba a Eleanor montando a su lado con su remilgado vestido y sombrero de montar, sonriendo y charlando como siempre. La casa de verano, la locura del viejo Duque, se alzada sobre un promontorio, un desfiladero que caía a un rio abajo. De ahí, uno podía ver la vasta extensión de tierras de los Mackenzie hasta el mar. —Cuando Hart dejo entrar a Eleanor, su reacción había sido pura Eleanor. —Hart, es hermoso—. La disparatada casa de verano había estado a la moda de los antiguos templos griegos, completada con una cubierta de piedra en ruinas, una estructura muy anti escocesa. Pero la vista era magnifica, y la casa muy privada. Eleanor dio vueltas en círculo, con los brazos abiertos. —A mi padre le encantaría. Tan falso y al mismo tiempo tan real. Hart se había parado en la barandilla de piedra y admirado las vistas que no fallaban en sacudir su corazón. Los Mackenzie habían regresado de la pobreza e impotencia después de Culloden para convertirse en la familia más rica en Escocia, y esta panorámica de sus tierras impactaba directamente a todos los ingleses que subían ahí. — ¿Estas orgulloso de esto, no?— dijo Eleanor, llegando a apoyarse junto a él. — A pesar de burlarte de que es una ridícula pretensión inglesa la que tu padre construyó, te gusta. No me hubieras traído para acá de otra manera. —Te traje por las vistas—. Hart levantó el sombrero de montar de Eleanor de su cabeza y la puso contra el viento. —Y por esto—. Deslizó su brazo alrededor de su cintura por la espalda. Eleanor cerró sus ojos mientras él besaba su cuello, mechones de rojos y sedosos rizos bajo sus labios. Hart dejó sus dedos a la deriva yendo hacia los botones que cerraban su vestido por delante. Eleanor únicamente suspiro mientras él la desabotonaba, su cabeza descansando contra su mejilla, Hart apartó la tela y mordisqueó su cuello desnudo. — ¿Qué me haces, Elle?— murmuró en su oído. —Creo que me estas amansando. —Difícilmente—, murmuró ella. —Hart Mackenzie es demasiado perverso para poder domarle. —Pero me gustaría dejarte probar. La giró. Su mirada recorría su pelo revuelto, sus labios rojos entreabiertos, su corpiño abierto mostrando su cuello desnudo, Era la cosa más bella que él hubiera visto. Se suponía que no debería hacerlo, planeaba llevarla a Londres, a la elegante casa en Grosvenor Square, sacar las viejas y valiosas joyas de la familia, y dárselas si aceptaba ser su esposa. Haciéndolo formalmente, en el cuarto de dibujo, con su mano en el corazón, deslumbrándola con diamantes para que no dijera que no. Las mujeres harían cualquier cosa por diamantes. Aquí arriba en la casa de verano, con las joyas guardadas lejos en la bóveda en Edimburgo, Hart no tenía nada que ofrecer. Únicamente la vista, ¡qué malditamente romántico y estúpido! Pero tenía la sensación de que si no hablaba ahora, si no la aseguraba ahora, su oportunidad se le escaparía. Eleanor tenía veinte años. Era la hija de un conde, y encantadora. Si no la encerraba en un compromiso, seria campo abierto para otro solitario caballero. Su pobreza no importaría al que quisiera echarle el guante queriendo mejorar sus conexiones a través de su familia. Ella tenía encanto y gracia que iban con su linaje. Era la esposa perfecta para Hart Mackenzie. Hart Mackenzie debía tenerla. Era muy pronto. El debería usar la hermosa vista como parte de la tentación de una cadena de seducción en este cortejo, así que cuando finalmente pidiera su mano, Eleanor no tendría razones para decir que no. Hart habría tejido su telaraña tan apretada que no querría liberarse. Si él le preguntaba aquí y ahora, Eleanor podría rechazarlo, y él no tendría más oportunidades para convencerla. Pero Hart sintió cómo se abría su boca, oyó las palabras salir apuradas. —Cásate conmigo, Eleanor. Los ojos de Eleanor se abrieron, y dio un paso atrás. — ¿Qué? ¿Por qué? La pregunta agitó su ira. Hart se apoderó de su mano y forzó una sonrisa. — ¿Porqué un hombre desea casarse con una mujer? ¿Tiene que haber una razón lógica? Eleanor parpadeo con esos grandes ojos azules mirándole. —No me preocupa porqué cualquier hombre desea casarse con alguna mujer, en general. Me imagino que hay docenas de teorías, si alguien quiere debatir sobre ello. Lo que me gustaría saber es porqué tu quieres casarte conmigo. Hart controlaba su creciente impaciencia. —Así podría besarte—, dijo, con su voz ligera. —Planeo besar cada pulgada de ti, Eleanor, y si lo hago, deberíamos mejor casarnos. El vio un brillo de placer en sus ojos, pero Eleanor no se ablandó. Por Dios, era terca. — ¿Pero a lo que me refiero es por qué yo? No soy tan vana para creer que ninguna otra joven dama en Escocia es lo bastante buena para las atenciones de Hart Mackenzie, para besarse u otras cosas. Yo tengo linaje, pero otras también, y mi familia está un poco abajo en la nobleza. Podrías tener a cualquier dama que quisieras con el chasquido de tus dedos—. Eleanor chasqueó los dedos demostrándoselo, Aún cuando Hart aún la sostenía de la cintura. —No quiero a ninguna otra dama en Escocia. Te quiero a ti. —Me halagas. Por Dios mujer, gritó, —No te estoy pidiendo que te cases conmigo para halagarte—. Las palabras de Hart hacían eco en las colinas alrededor de ellos. —Te lo pido porque no puedo hacer esto sin ti, no puedo enfrentarme a mi padre, o al mundo. Cuando estoy contigo, todo eso no importa. Te necesito, Elle. ¿Cómo diablos puedo hacerte entender eso? Eleanor lo miraba, con los labios entreabiertos. En cualquier momento se reiría de él, se burlaría de él por ser tan sentimental. Sonaba como un tonto enfermo de amor, que Dios lo ayudara. —Eso es todo lo que quería saber—, dijo suavemente. —Si te casas conmigo, Eleanor Ramsey, prometo darte todo lo que alguna vez quisiste. Eleanor sonrió de repente, lo miró a los ojos, y dijo, —SI—. El corazón de Hart latía tan fuerte que dolía. La abrazó, tratando de recordar cómo respirar. Ella era como una roca en un río furioso, y él se aferraría a ella como si fuera la única cosa entre él y ahogarse. Su primer beso abrió sus labios, Hart probando a la mujer que había conquistado. Era embriagador, jubiloso. Había hecho que su ayuda de cámara empacara una manta para la excursión. Hart ahora extendió la manta sobre las piedras tibias y empezó a desvestirla. Eleanor no dijo una palabra, no protestó. Sonrió mientras su vestido se abría, se estremeció mientras Hart desataba los lazos de su corpiño. Sus ojos se suavizaron cuando abrió y retiro la camisola, la ayudó a salir fuera de su falda, y la acostó en la manta al sol. Hart la observó, desnuda pero con sus medias y botas de montar, una hermosa mujer a la que hacía un momento había hecho una apuesta triunfal. Hart se quito su chaqueta y chaleco, camisa y botas, y ropa interior, dejando el kilt para el final. Le gustaba como lo miraba Eleanor, sin vergüenza, queriendo verlo tanto como él quería verla. Hart desató el Kilt y dejo que cayera, mostrándole lo duro que estaba por ella. Ella era virgen, Hart se lo recordaba a sí mismo. No conocía el toque de un hombre, no hasta que llegó el de él, y sabía que debía ser paciente con ella. Él estaba preparado para serlo, lo esperaba con interés. Eleanor se ruborizó mientras Hart se acostaba con ella. El sentir su cuerpo a un lado de él disparó su pulso. Él podría tomarla en ese momento, rápidamente, hacerla entender a quien pertenecía. Esto podría ser rápido, satisfactorio. Pero Hart había aprendido como dar a una mujer, a cualquier mujer, placer. No necesitaba técnicas exóticas ni artefactos, la clave era el placer. —No te lastimaré—. Le dijo. Eleanor sacudió su cabeza, sonriendo con una pequeña sonrisa. —Lo sé. La confianza en sus ojos punzó en su corazón, Hart la besó, y gentilmente la tocó, abriéndola a él despacio. Fue muy cuidadoso, enseñándole acerca de excitación, haciéndola mojarse lo suficiente para tomarlo sin lastimarla. Su cuerpo temblaba con el esfuerzo de contenerse, pero era muy importante que no la apresurara. Su cuerpo rodeó el suyo con un ardor que amenazaba con romper su control. Él quería empujar y empujar en ella, satisfacerse y olvidarse de no apresurarse. No. Tenía que tomarse su tiempo. Enseñarle. Más tarde, cuando Eleanor se acostumbrara a él, podría mostrarle cosas más interesantes, pero ahora, esto era sobre el primer placer para Eleanor. Eleanor estaba tan caliente y lista que él se deslizo en su interior unos centímetros sin impedimento. Hart se quedo ahí un rato, besándola, mimándola, dejándola acostumbrarse a él. Otro centímetro, y otra vez, parándose, burlándose, pellizcando, enseñándole lo que se sentía al tener a un hombre dentro de ella. Después llego la barrera, la cual sabía que dolería. Hart se lo tomó despacio, una fracción de centímetro cada vez. Era la primera vez para él también, nunca había estado con una virgen. Temía romperla, estropearla de alguna manera irrecuperable. Después empujó otra vez, Eleanor era resistente. Ella levantó su cuerpo para encontrar el de él, tocó su cara, y asintió cuando estuvo lista. Y luego Hart estaba dentro de ella, ella lo apretaba, un sentimiento de gloria y calor, caliente alegría. —Elle—,le dijo.—Estás muy apretada. Te sientes maravillosamente. El cuerpo de Eleanor se mecía contra el de él, sus brazos rodeándolo, su boca encontrando la de él. Queriéndole, aceptándole, amándole. La asombrosa sensación de ella alrededor de él lo hizo soltar su semilla antes de estar listo. Hart gimió ante eso, asombrándolo, luego rió. Las mujeres de Hart usualmente utilizaban cualquier truco que podían para conseguir esto, para hacerle perder el control, y nunca tenían éxito. Eleanor lo había conquistado estando simplemente ahí acostada, estando tibia y hermosa. Hart la besó, sabiendo que algo exquisito había sucedido y sin saber qué hacer. El resto del acto II había sido embriagador. Las noticias de los esponsales de Lord Hart Mackenzie y Lady Eleanor Ramsey se extendieron por cada rincón del país, llenando cada periódico y revista. Fueron días gloriosos. Los días más felices de su vida, Hart se daba cuenta ahora. En ese tiempo, el estúpido, egoísta joven había probado el triunfo de obtener a la mujer que quería. Eleanor brindaría notoriedad a la familia Mackenzie una medida de respeto, que necesitaban mucho. El horroroso padre de Hart había enlodado la reputación de Mackenzie. Había supuesto la locura para Ian. Mac escapándose para vivir rodeado de artistas depravados en París, y el muy mal matrimonio de Cameron. Pero nadie podía decir nada malo de Eleanor. Ella navegaba sobre todo el escándalo, su locuaz encanto ablandando a cada uno y a todos. Eleanor era amable, generosa, fuerte y muy querida. Ella conduciría a Hart a la gloria. Hart le había dicho que la amaba, y no era una mentira. Pero nunca se dio del todo a ella. Nunca sintió que necesitara hacerlo. Mirando hacia atrás, Hart se dio cuenta de que él se mantenía alejado de ella por miedo. Y ese había sido su gran error. Tan estúpido había sido que no entendía lo que tenía que perder, hasta el acto III. Escena: El destartalado hogar de Eleanor Ramsey en otoño, los árboles que los rodeaban habían transformado su color en rojo brillante y dorado. Su radiante gloria salpicaba contra los otros más oscuros de hojas perennes que recorrían las montañas, silenciosos recordatorios de que el invierno por llegar sería frío y brutal. Hart había sido tan boyante como el clima fresco, esperando visitar a su dama con el cabello del color de las hojas del otoño. El Conde Ramsey recibió a Hart en la casa y le dijo, en un extraño tono reservado, que Eleanor paseaba por los jardines y que ahí le vería. Hart había dado las gracias al Conde, confiado, y había ido a buscar a Eleanor. Los jardines de los Ramsey hacia mucho que se habían vuelto descuidados y salvajes, a pesar de los valientes esfuerzos de su único jardinero y sus tijeras de podar. Eleanor siempre se reía de su rebelde pedazo de tierra, pero a Hart le gustaba, un jardín que se mezclaba con la campiña escocesa en lugar de estar estructurado, demasiado limpio, y cerrando el paso a la verdadera naturaleza. Eleanor paseaba por los caminos con un vestido muy ligero para el clima, el chal era muy pequeño para impedir entrar el frío, el viento intentando arrancárselo. Cuando Eleanor vio a Hart acercarse, se giró y se alejó. Hart la alcanzó, apoderándose de su brazo, y volviéndola para que lo enfrentara. Su mirada lo había hecho soltar su agarre. Los ojos de Eleanor estaban rojos, en una cara muy blanca, pero su mirada era feroz, reflejaba un intenso coraje que nunca había visto en ella. — ¿Elle?— la miró alarmado. — ¿Qué sucede? Eleanor no dijo nada. Cuando Hart la alcanzo de nuevo, se soltó de su agarre. Apretando los dientes, Eleanor se sacó de un tirón el anillo y se lo tiró encima. El anillo golpeó contra el pecho de Hart y cayó al suelo empedrado. Hart no se agachó por el anillo. Esto era más que esos raros destellos de genio, su frecuente exasperación con él, o sus peleas burlonas acerca de cosas ridículas. — ¿Qué es?— repitió, su voz tranquila. — La Sra. Palmer vino a verme hoy—. Dijo Eleanor. Dedos fríos serpentearon por su cuerpo. Esas palabras no debían salir de los labios de Eleanor. No la Señora Palmer. No con Eleanor. Eran dos seres separados, de mundos separados, partes separadas de Hart. Nunca se debían encontrar. —Sé que sabes lo que quiero decir—, Dijo Eleanor. —Sí. Malditamente sé a quién te refieres—, soltó Hart. —Ella no debió haber venido aquí. Eleanor espero un latido, esperando que Hart dijera algo así como —mi amor, te lo puedo explicar. Hart podía explicarlo, si él así lo eligiera. Angelina Palmer había sido su amante durante siete años. Había dejado de ir con ella una vez que empezó a cortejar a Eleanor. Esa había sido decisión de Hart, y así lo hizo. Pero Angelina, parecía, que en sus celos, había corrido hasta aquí para contarle a Eleanor los pequeños oscuros secretos de Hart. —Sentía lastima por mi—, dijo Eleanor, respondiendo al silencio de Hart. —Me dijo que me había seguido cuando estaba en Londres la ultima vez, y me observó. Se enteró de todo sobre mi, notable, ya que yo no sabía nada sobre ella. Me vio siendo gentil con una miserable anciana en el parque, dijo. Recuerdo que le di una moneda y la ayude a llegar al albergue. La señora Palmer decidió que eso me hacía una joven amable, una que debía evitar vivir contigo—. Los ojos de Eleanor estaban llenos de coraje, pero no hacia Angelina Palmer. Hacia él. —Admito que la Señora Palmer fue alguna vez mi amante—, Hart dijo rígidamente. —Mereces saberlo. Ella dejo de serlo el día que te conocí. La mirada de Eleanor se tornó desaprobadora. —Una agradable media verdad, del tipo en que Hart Mackenzie destaca. Te he visto decir ese tipo de cosas a otros; nunca soñé con que me lo harías a mí—. Su color subió. —La Sra. Palmer me habló de tus mujeres, acerca de tu casa y me dio a entender acerca de las cosas que hacías ahí. Oh Dios, oh, maldito, maldito, maldito, maldito. Hart vio su mundo caer, la invención de que podía ser otra cosa que un bastardo canalla se desmoronó convirtiéndose en polvo. —Todo eso quedó en el pasado—, dijo Hart con voz firme. —No he tocado a ninguna mujer desde que te conocí. No soy un monstruo. Lo dejé todo, Eleanor. Por ti. Angelina es una mujer celosa y de corazón frío. Ella dirá lo que sea para evitar que me case contigo. Si Hart había pensado que el discurso haría reír a Eleanor y perdonarle, estaba equivocado, oh, muy equivocado. —Por Dios Santo, ten piedad de mi—, dijo ella. —Crees que esconder la verdad no es lo mismo que mentir, pero lo es. Has mentido y mentido, y aún mientes. Planeaste mi seducción cuidadosamente. La Sra. Palmer me dijo cómo se decidieron por mí, cómo conseguiste invitación a cada reunión a la que fui, algunas veces con su ayuda. Me cazaste como un hombre rastrea a un zorro, jugaste con mi vanidad y me hiciste creer que yo atraje tu mirada. Y fui lo suficientemente estúpida para permitírtelo. — ¿Eso importa?— Hart la interrumpió. — ¿Importa cómo te quise, o cómo nos conocimos? Nada después de eso fue una mentira. Te necesito, Elle. Te lo dije en la casa de verano. No mentí acerca de eso. Mis tratos con la Sra. Palmer se terminaron. No necesitas preocuparte por ella de nuevo. Eleanor lo miró con fría rabia. —Si crees que los celos me han hecho enojarme, estás muy equivocado. No me sorprendió saber que tenías una amante, muchos caballero las tienen y tu eres muy apasionado, Hart. Puedo perdonar a una pasada amante a la que no has visitado desde que empezaste a cortejarme, y aún algunos de los juegos de riesgo a los que jugabas, los que decidió que no debía describir en detalle a una dama. —Es malditamente evidente que no puedes perdonarme, ya que me tiraste el maldito anillo. — ¿Ese es el meollo del asunto, verdad? Todo es acerca de ti. El mundo entero gira alrededor de Lord Hart Mackenzie. Debo hacer lo que deseas, porque me ajusto en cierto modo en tu esquema, y también la Sra. Palmer. Nos tratas como iguales, cada una de nosotras ocupando ciertos nichos en tu vida compartimentada. —Eleanor… Eleanor levantó su mano, su naturaleza voluble tomando el control. —Lo que me enfurece son las otras cosas que me dijo. Acerca de tu carácter y tú rabia. Como pasas del caliente al frío, cómo la Sra. Palmer nunca está segura de lo que quieres de ella de un día para otro, o cuál será tu estado de ánimo. Me dijo que empezó a traer otras damas a la casa, porque su señoría estaba aburriéndose. Ella sabía que tenía que aliviar tu tedio de cualquier manera en que pudiera hacerlo así no la dejarías. Haces uso de ella, y ella se revuelve para complacerte. Y al final, la abandonaste porque ya no la necesitabas. Eleanor paró, su cara roja, su respiración rápida. — ¿Cómo puedes ser tan cruel con otro ser humano? Hart se echó para atrás. — ¿Te entiendo bien? ¿Quieres romper nuestro compromiso porque he sido grosero con una cortesana? El aspecto preocupado con líneas alrededor de su boca le dijo a Hart que era lo más incorrecto que podía decir. —Más que grosero. Jugaste con ella, así como lo haces con todos, así como juegas conmigo. No lo hace diferente el hecho de que alguien sea una cortesana o una chica de la calle o la hija de un Conde. Cada palabra era un soplo, porque cada palabra era verdad. Lo cortaron, y Hart devolvió el golpe. —Tal vez no soy tan igualitario como tú. Eleanor se encogió, y Hart supo que la perdía. —Crueldad es crueldad Hart—. Le dijo. — ¿Y cuando he tenido la oportunidad de no ser cruel?— Hart gritó. —Si lo soy es porque es todo lo que he aprendido a ser. Es como he sobrevivido. Has conocido a mi padre; sabes con quién crecí. Sabes lo que les hizo a mis hermanos y a mí, en lo que nos convirtió. —Ciertamente, culpa a tu padre todo lo que quieras, se lo horrible que es. Lo he experimentado de primera mano. Y lo siento por ti, créeme. Pero has tenido opciones. Las decisiones que tomas son tuyas, no las de tu padre—. Sus ojos se redujeron, —Y no te atrevas a castigar a la Sra. Palmer por lo que me dijo. Está aterrada de ti, ¿lo sabías? Sabe que nunca la perdonarás por esto, que te ha perdido para siempre. Aún así encontró el coraje de venir a hablar conmigo. Aún entonces, en su increíble locura, Hart se convenció de que aún podría ganar. —Si, para alejarte de mí—, dijo ligeramente. —Obviamente está teniendo éxito. Ha de haber venido contigo como una pobre alma, pero te aseguro que Angelina Palmer es una perra manipuladora que hará todo lo necesario para obtener lo que quiere. Los ojos de Eleanor se ampliaron. —Te agradezco que creas que conozco mi mente. Claro que la Sra. Palmer es fría y manipuladora, ella ha tenido que ser así, una mujer en su posición, sola en el mundo, contigo como su único apoyo. Pero no la viste. Sabía que al decírmelo, todo lo que tenía contigo terminaría. Estaba resignada. Piensas que yo soy una chica poco mundana, criada por un ingenuo caballero, pero sé mucho de la gente. Lo suficiente para saber que la rompiste. Ella se consagro a ti, haría cualquier cosa en el mundo por ti, y tú la rompiste. ¿Por qué no debería de pensar que harás lo mismo conmigo? Hart no podía respirar. Eleonor estaba ahí parada como un ángel vengador, haciendo a Hart enfrentarse a todo lo que era, en todo lo que se había convertido. Por propia decisión. Recorrió con una mano temblorosa su cara, encontrándola mojada de sudor. La rompiste. A lo mejor si. Angelina había absorbido sus necesidades, sus temores, su temperamento y sus frustraciones como una esponja. Había tomado todo lo que le había tirado. Eso no lo hacía una santa – había estado lejos de serlo – pero había aguantado a Hart y su vida. Pero Hart no podía inclinarse, disculparse, o retroceder por el bien de otro. Nunca había aprendido a controlar su ira o sus deseos egoístas, ni siquiera tenía idea que debiera controlarlos. Su padre había desahogado su ira aterrorizándole, y Hart nunca había aprendido que podría haber otra manera. Todo lo que Hart quería, lo tomaba. Aquellos que se ponían en su camino pagaban el precio. Miraba a Eleanor con su tranquila fuerza. No importaba lo que él hubiera hecho o cuán fuerte lo hubiera intentado, nunca había ganado verdaderamente a Eleanor. Y eso lo ponía muy furioso. —Puedo arruinar a tu padre—, le dijo. —No pienses que no puedo arruinarlo, arruinarte… fácilmente. Eleanor le dirigió un gesto sombrío. —Estoy segura de que puedes. Eres rico y poderoso, y todos dirán lo tonta que soy al dejarte. —No estoy bromeando, Elle. Lo puedo destruir. ¿Es eso lo que quieres? Hart esperó por el miedo de Eleanor, necesitaba que dijera algo, que hiciera algo, para hacerle retirar la amenaza. Esperó con desesperación que regresara a él, a Hart, a sus risas y chistes perversos, a suavizarlo, a hacer lo que él quisiera. Todo lo que Angelina había hecho. Eleanor lo miró largamente, las sombras del descuidado jardín jugando sobre su cara. Nunca demostró miedo. Únicamente tristeza. —Por favor vete, Hart. Hart gruñó. —Aceptaste casarte conmigo. Tenemos un contrato. Es muy tarde para echarte atrás. Eleanor sacudió la cabeza. —No, por favor vete. Asió fuertemente su brazo. Ella lo miraba asombrada, y él suavizó su agarre pero no la soltó. — ¿Qué harás sin mí, Eleanor? No tienes a nadie a quien acudir, y no tienes nada. Puedo darte todo en el mundo. Te lo dije, ¿recuerdas? —Si, pero ¿qué precio pagaría por eso? Hart perdió su temple. Lo sabía, aún entonces y a través de los años. Fue por su carácter que lo había perdido todo. Había sido muy joven y muy seguro de si mismo y no entendía que no todo el mundo podía ser intimidado, especialmente no Eleanor Ramsey. —No eres nada—. Las palabras salieron en un gruñido. —Eres la hija de un conde empobrecido que es tan irresponsable que no sabe de dónde viene su cena. ¿Es eso lo que quieres por el resto de tu vida? ¿Pobreza e idiotez? Si me voy, estás acabada. Arruinada. Nadie querrá las sobras de Hart Mackenzie. Eleanor lo abofeteó. Hart casi ni sintió la picadura, pero agarró la muñeca de Eleanor nuevamente, ella lo fulminó con la mirada, sus ojos ardientes. No dijo nada, no tenía que hacerlo. Se soltó de su agarre, se le quedó mirando por otro rato, se dio la vuelta y se fue. Su cabeza alta, su chal y su ligero vestido ondulando con el viento, Eleanor Ramsey salió de la vida de Hart. Hart se sintió caer, caer, caer, en un abismo que él había excavado. –Elle— la llamó, su voz agrietada, patética. Eleanor no se paró y no se volvió. Siguió caminando sin mirarlo hasta que se perdió en las sombras del jardín. Hart había puesto las manos en su cabeza y la vio irse, su corazón le dolía hasta que pensó que explotaría. No lo dejó así, por supuesto. Hart trató durante las siguientes semanas de hacer cambiar de parecer a Eleanor. Trato de reclutar a Lord Ramsey, únicamente para encontrarse con que Eleanor le había contado todo… cada embarazoso detalle. —Lo siento Mackenzie—, Lord Ramsey le dijo pesaroso cuando Hart se acercó a él. —Me temo que debo apoyar a mi hija. Jugaste un mal juego. Aun con el alegato de Hart de que había tomado la virginidad de Eleanor no consiguió nada. —No tendré un hijo—, Eleanor le había dicho cuando argumentó eso. Ni se había ruborizado cuando Hart había dejado caer el hecho de que la había arruinado ante su padre. —Conozco las señales. De todas maneras no me casaré con otro hombre, así que no importa, ¿verdad? Eleanor y su padre, el par de ellos con su testarudez, su firmeza, su inflexible impasibilidad escocesa, lo habían vencido. Final del acto III: Hart, el villano, se marcha. Nunca regresará. Acto IV: tenía que ser la vida de Hart desde que le dejara Eleanor, la muerte de su padre, su matrimonio con Sarah, perderla en un día y a su hijo al siguiente. Hart que nunca lloraba, se había tirado en el piso de su recámara y había llorado después de dejar a Sarah y a Graham descansando en el mausoleo de los Mackenzie. Este era el acto V. La heroína regresa para volver loco al villano. — ¿Hart? Eleanor vio a Hart parpadeando por la luz que le daba en su cara de la linterna que ella llevaba. Sus manos estaban en las letras cinceladas del nombre de su hijo, y él se sostenía de ellas como si le fuera su vida en ello. Jennifer Ashley La Perfecta Esposa del Duque Highland Pleasures 04 CAPÍTULO 17 La mirada de Hart no se enfocó, sus dorados ojos brillaban húmedos. —No deberías estar aquí fuera—, dijo. —Hay demasiada humedad. Volverás a caer enferma. Eleanor anduvo hasta él. Hart mantuvo sus manos en la lápida, como si aborreciera dejar de tocar las letras con sus dedos. — ¿Qué haces aquí? —preguntó Eleanor. —Tienes un fantástico fuego en tu dormitorio. Lo sé. Hart volvió su cara hacia la tumba. —Tenía miedo. — ¿De qué? — Hacía mucho frío, lo que hacía que su brazo le doliera, pero Eleanor no quería dejarle allí. —Dime. —De perderte. — Hart se volvió a mirarla con ojos angustiados. —Te recordaba tirándome el anillo y diciéndome que me fuera, ¡qué arrogante era! Eleanor tembló, pensando en ese terrible día y en lo enfadados que habían estado y lo orgullosos que ambos habían sido. —Eso fue hace tiempo. —No, todavía soy jodidamente arrogante. Debí haberte enviado a casa cuando viniste a pedirme un trabajo. Pero, no, me impuse para que te quedaras conmigo, y casi mueres por ello. —No todo lo que pasa en el mundo es culpa tuya, Hart—, dijo Eleanor. —Sí, lo es. Manipulo el mundo, y luego sufro las consecuencias. Y otros tanto como yo. La mirada de Eleanor fue a la encantadora tumba, donde yacían la tímida Sarah, junto con su diminuto hijo, Lord Hart Graham Mackenzie, de un día. —Te culpas de sus muertes también—, dijo suavemente. —Por supuesto que lo hago. —Sarah habría muerto pariendo al hijo de otro—, dijo Eleanor. —Parece cruel decirlo, pero no era lo bastante fuerte para tener un bebé. Algunas mujeres no lo son. —No quería tener ningún bebé. Lamentó quedarse embarazada. Lo hizo porque eso era para lo que la habían educado. Era cierto. Quizás si Sarah y su hijo hubieran vivido, Sarah habría cambiado de opinión sobre el deseo de tener un bebé. Quizás habría comprobado cuánto podía amar a su hijo, y haber proporcionado a Hart un atisbo de felicidad. Hart acarició las letras del nombre del bebé: Graham. —A Mac le gusta decir, que somos Mackenzies. Destrozamos lo que tocamos. Pero este pequeño Mackenzie… me destrozó. El corazón de Eleanor se contrajo. Cuando había recibido la tarjeta ribeteada de negro de Hart con las formales palabras, Su Gracia, el Duque de Kilmorgan, lamenta anunciar… había gritado. Gritado por Hart y por Sarah, y por el niño que nunca crecería. Había gritado por ella, por lo que no había sido y que nunca podría ser. Hart finalmente dejó de acariciar las letras... —Le sostuve en mis manos—, dijo, mostrándole sus amplias palmas. —Graham era tan diminuto, y cabía de sobra en ellas. Le sostuve, y le amé. —Sé que lo hiciste. Hart la miró, sus ojos todavía oscuros a la luz deslumbrante de la lámpara. —No sabía que yo podía amar así. No lo supe hasta ese día cuando ese sentimiento apareció. Pero mirándole, tan pequeño, tan… perfecto. Supe, en ese momento, que nunca me parecería completamente a mi padre. Lo había temido y había luchado en contra de parecerme a él toda mi vida, pero cuando miré a Graham, supe que estaba seguro de eso. Nunca podría hacer daño a ese pequeño niño. Eleanor tocó su brazo, que se sentía como el acero bajo su chaqueta. —No. —Era tan frágil. Habría dado todo lo que tengo en el mundo para mantenerle seguro. Todo. Pero no pude—. El dolor en sus ojos la mataba. —No pude salvarle, Elle. Debería haber sido capaz. Soy un hombre fuerte, el más fuerte que conozco. Y no pude salvarle. Eleanor presionó su frente en su hombro. —Lo sé, Hart. Lo siento tanto. Se rió un poco, con amargura. — ¿Sabes, la gente trató de decirme que la muerte de Graham era la parte del plan de Dios y que había ido a un lugar mejor? Casi golpeé a alguien por decirme eso. Un lugar mejor. Mentira podrida. Le necesitaba aquí. —Sí. —Cuando miré a Graham, vi en lo que me había convertido. Tú me mostraste parte de la verdad cuando me abandonaste, pero este pequeño niño me hizo verme. La parte más negra, más mortífera de mí. Se calló, pero Hart se quedó contemplando sus manos, con la cabeza inclinada. Eleanor se colocó delante y puso su mano ilesa entre sus palmas. —Vamos a casa—, dijo. —Hace demasiado frío aquí fuera. Tienes que entrar en calor. Eleanor llevaba las vendas, pero el herido era él, pensó Hart mientras retiraba la colcha de la cama recién hecha de Eleanor. Bajo el pesado abrigo de Eleanor, llevaba uno de los viejos vestidos de sarga que había traído con ella de Glenarden. Vio su ceño fruncido cuando se quitó el abrigo y sacudió la cabeza. — ¿Crees que iba a ir por el césped húmedo vestida de satén? Ese es el problema de los vestidos de las damas, no son adecuados para vagabundear por la noche. — ¿Por qué diablos tenías que vagabundear en medio de la noche? — Hart le ayudó a sacar su brazo de la manga. — ¿Querías volver a enfermar? —Estoy perfectamente bien, muchas gracias, y te buscaba. —Me encontraste—. Con el corazón enfermo, agitado. Se había dado la vuelta para irse. Díselo todo, le había aconsejado Ian. Lo lamento, Ian. He tenido bastante sufrimiento para una noche. —No quiero hacerte daño—, dijo Hart. Eleanor se levantó de puntillas y besó sus labios. —No me lo harás. ¿Lo decía porque confiaba en él, o porque estaba muy segura de sí misma? —Te dejaré dormir. Eleanor presionó otro beso en sus labios. —No, ven. Duerme conmigo. Le dejó para caminar hasta la cama. Cerca del calor del fuego, se desabotonó el vestido y lo dejó caer, luego se quitó lo poco que llevaba debajo. No se había molestado en ponerse el corsé ni las enaguas para el paseo. Su redondo trasero se elevó cuando se agachó para recoger el vestido del suelo. Le sonrió sobre su hombro al levantarse. Dios me ayude. Hart se quitó su chaqueta y sus enfangados zapatos al mismo tiempo, casi rasgando la chaqueta con las prisas. Se quitó el chaleco, la camisa, la camiseta y los calcetines mientras Eleanor levantaba las mantas y se metía en la cama. Se recostó sobre las almohadas con el brazo vendado sobre el edredón, y miró a Hart quitarse el kilt y dejarlo caer. Su sonrisa se agrandó con su mirada desvergonzadamente fija en su desnuda excitación. Levantó las mantas. —Acuéstate y entra en calor. Hart se deslizó a su lado, a su derecha, por tanto no tocaría sus vendas. Acarició con sus dedos su suave hombro y besó su piel. Hacer el amor con ella de forma convencional podría hacer que le doliera su herida, pero Hart no se oponía a ser poco convencional. Deslizó su pierna a través de las suyas, colocándola entre sus rodillas con facilidad. Besó los labios de Eleanor, besos lentos, ligeros, disfrutando de su suavidad. Sabía deliciosa. El fuego iluminaba su piel y su calor debajo de las mantas le calentaba hasta los huesos. —Siéntate—, dijo. Eleanor parpadeó. — ¿Por qué? —Preguntas. Siempre preguntas—. Hart besó el puente de su nariz. —Porque yo lo quiero. Eleanor le miró exasperada, pero retiró las mantas y se levantó con cuidado para recostarse contra el cabecero. Sus pechos llenos, sobresalían por encima de las mantas. Hart dirigió su dedo sobre una areola, disfrutando al ver cómo se contraía. Con una agilidad que Hart no sabía que todavía poseía, se colocó de rodillas delante de ella. Le colocó las piernas a su alrededor, luego deslizó las manos bajo su espalda y la atrajo hacia él. Eleanor dio un ahogado grito asustado cuando cayó sobre él. —Apoya tu mano en mi hombro—, dijo Hart. —No te dolerá el brazo. Eleanor puso la muñeca vendada en su gran hombro. Hart movió sus piernas bajo sus muslos hasta que quedó sentada contra él, pecho contra pecho. — ¿Cómoda? —preguntó Hart. —Mucho—. Eleanor pasó su brazo bueno alrededor y le dio un cálido abrazo. Hart metió sus manos bajo sus nalgas, levantándolas levemente, de modo que su necesitada excitación encontrara la hendidura de ella. —Estás muy mojada para mí—, dijo. Se rió, lo que provocó un movimiento contra él de lo más agradable. —Estoy sentada a horcajadas sobre el más glorioso Highlander desnudo. Hart lamió sus labios mientras la bajaba, su rígida polla entrando directa en su calidez. La mordió en el cuello, luego la lamió para aliviar la mordedura. Quería chupar cada parte de ella, había imaginado el gusto de sus calientes pechos, la piel de su garganta, el calor entre sus muslos. Quería probarla y beber de ella, sin parar. Suavemente. Ella está herida. Hart sabía cómo ser suave. Los juegos rudos tenían su sitio, pero había momentos en que el amor suave era el mejor. Quizás un día podrían… Díselo todo. Eleanor tocó su cara, relajada con el placer, deslizando sus dedos a lo largo de su mandíbula sin afeitar. Olió su jabón de lavanda, y su propia esencia que emanaba de su interior. Hart empujó en su calor, sintiendo próximo su final, abrazándola con fuerza. ¡Dios, sí! Los ojos de Eleanor se cerraron, su cabeza se inclinó hacia atrás mientras agarraba su hombro con su mano ilesa. Las uñas arañaron su piel, un pequeño gemido de placer salió de su garganta. Hart y Eleanor estaban firmemente encajados el uno en el otro. La piel de Hart hormigueaba y el pequeño suspiro de Eleanor le avisó de lo que sentía. Se podría quedar ahí para siempre… El pequeño movimiento de balanceo era un punto caliente alrededor del cual Eleanor existía. Era una sensación exquisita, Hart dentro de ella, sus cuerpos apretados juntos, las caderas encajadas. Sus ojos eran oscuros en la débil luz, sus pupilas dilatadas cuando la pasión le desbordaba. Su cara relajada perdió su dura máscara habitual, sus labios se separaron para soltar un ah de satisfacción. Hart la abrazaba con todo su cuerpo, gotas de sudor recorrían su piel. Sus músculos eran firmes, era un placer sentirlos. Exudaba poder, pero sus ojos se habían llenado de lágrimas al acariciar el nombre del hijo que había perdido. Me destrozas, Hart Mackenzie. En este momento, la miraba atentamente. Como si quisiera advertirla de que estaba siendo amable ahora, pero que se contenía. Podría volverse salvaje en cualquier momento. El pensamiento la excitó. —Te siento bien—, susurró. —Te siento como el fuego, mi perversa esposa. — Hart lamió su cuello. —Quiero amarte el resto de la noche y toda la mañana. Sí. Le quería dentro de ella, quería abrazarle y que la abrazara, donde todo era seguro y caliente. Se levantó un poco, empujando más dentro. —No me dejes hacerte daño—, susurró. Nunca le había hecho daño. Eleanor le desplazó su mano buena por la espalda, arañándole ligeramente. Hart hizo un pequeño ruido en su garganta, y cuando la miró, todo rastro de su pena había desaparecido. —Me haces un pecador feliz, Eleanor Ramsay. Eleanor no podía contestar. Su brazo le dolía, pero apenas lo notaba, agarrada a Hart, su marido. No tenía ninguna conciencia de donde estaba, no veía nada, no sentía nada, excepto a él. Iba a gritar, pero se quedó ronca cuando Hart se rió y la llamó su dulce muchacha. —Eleanor, me deshaces. — Las palabras de Hart se perdieron en un gemido cuando empujó en su interior, la abrazó y dejó ir su semilla. El sentimiento no acabó. Continuó, Eleanor le exprimía. Hart se balanceaba en su interior, abrazándola para impedir que se cayera. Encajados en un sólo cuerpo, uno. Hart se quedó dentro de ella, mientras se iba calmando poco a poco, su cara por fin relajada, la tensión expulsada de su cuerpo. Eleanor sabía que era una de las pocas personas, que le había visto así, el Gran Duque escocés relajado. Hart la besó, con el beso caliente de los amantes con el que se dan todo el uno al otro. La sostuvo en sus brazos, lamiendo el rastro de pecas que bajaban por su cuello, y sintió el rasguño de sus dientes. Cuando por fin la recostó en las almohadas, Eleanor estaba medio dormida. Se retiró, el roce de él saliendo era casi tan embriagador como había sido al entrar. Acomodó a Eleanor a su lado y subió las mantas suavemente alrededor de ella, Hart le calentaba la espalda. Su muslo se colocó entre sus piernas, una fuerza sólida, que tanto la excitaba como la consolaba. Rodeada por esa comodidad, Eleanor se zambulló en un profundo sueño. Hart saltó despertándose con un ruido, un golpe, un suspiro de exasperación y un murmullo de, —¡Ah, mierda! Se esforzó para abrir los ojos. La luz del sol entraba por las ventanas, e iluminaba la caliente huella que el cuerpo de Eleanor había dejado en el colchón. Las almohadas guardaban su olor a lavanda, pero ella no estaba. Hart levantó la cabeza, sofocando un gemido cuando sus músculos protestaron. Encontró a Eleanor al pie de la cama en bata, intentando colocando con una sola mano algo que parecía un soporte para la cocina. Hart se frotó la cara, que raspaba con la barba de un día. — ¿Qué demonios haces? Eleanor tenía una mirada traviesa. —Montando la cámara de fotografíar. Es un poco difícil con una mano. ¿Podrías ayudarme? Hart se sentó. Eleanor sonrió y volvió a su tarea, como si fuera absolutamente razonable para ella luchar con una cámara por la mañana después de hacer el amor con su marido. — ¿Quieres hacer fotografías ahora? — preguntó. —La verdad, quería hacerte una de lado en la cama, destapado, tal como estabas. La luz del sol te iluminaba y estabas muy guapo. Pero se me cayó el trípode y te desperté. — ¿Ibas a fotografiarme mientras dormía? Parpadeó, como si pensara decir ¿Por qué no? —No te preocupes. No se las enseñaré a nadie. Son para mí para mirarlas mientras estés lejos, en Londres, ganando tus elecciónes o luchando en el Parlamento todo el día. Sé que no te quedarás aquí mucho más tiempo y tengo que aprovechar todas las oportunidades que tenga. Hart salió de la cama. Eleanor, sin preocuparse, siguió moviendo el trípode, hasta que Hart se lo quitó de las manos. —Creí que te habías olvidado de eso. —No, por supuesto que no. Tengo miedo de ser esa clase de esposa que impide que su marido se vaya con una amante. Si ves que soy bastante atrevida para hacerte fotografías desnudo, quizás no tengas que volver con una prostituta como tu Sra. Whitaker. Hart abrió el trípode con un tirón y lo puso en el suelo. —Te lo he dicho, no estoy interesado en la Sra. Whitaker. —Estarás lejos en Londres a menudo, y eres un hombre muy apasionado. —Controlo muy bien mis pasiones—. Excepto cuando estoy contigo. —No pienses eso de mí, no soy un joven arrastrado por sus deseos. Y no tengo la intención de dejarte aquí mientras estoy en Londres. Viajarás conmigo dondequiera que vaya. —Ah—. Pareció sorprendida. — ¿Si? —Sí. Por eso me casé contigo. — Para mantenerte a mi lado, pase lo que pase. —Entiendo. Supongo que parecerás un estable hombre casado si tu esposa siempre va cogida de tu brazo. —Esa no es la razón que tenía en mente, pero piensa lo que quieras. Puedes colocar en su sitio la cámara. Eleanor abrió la caja de caoba y sacó la cámara. —Encuentro las cámaras portátiles perfectas para usar en los bosques, como cuando la usábamos mi padre y yo, pero cuando hago un retrato prefiero un trípode, así no muevo la imagen por accidente. ¿No estás de acuerdo? —Elle—. La mano de Hart agarró su muñeca sana. —Te dije mis condiciones. Sólo si yo te hago fotografías a ti. —No puedes hacerme fotografías mientras mi brazo está en un cabestrillo. Sería ridículo. Ahora, la luz es muy buena, y debemos aprovecharla. —Eleanor—. — ¿De qué tienes miedo, Hart? Eres un hombre guapo con un cuerpo hermoso, y deseo fotografiarte. Es lo mismo que cuando mi padre encuentra un espécimen perfecto de una seta. No tiene importancia pero debe registrarla para la posteridad. O al menos para su propio placer. Además, a menudo se come la seta. Por favor, vuelve a la cama. He cargado la primera placa y estoy preparada. Nunca supo cómo diablos le convenció. Se encontró en la cama con las manos detrás de la cabeza, mientras Eleanor probaba la luz, miraba detenidamente por la cámara y probaba la luz otra vez. Le estudió un momento, con los labios fruncidos, entonces recogió su falda escocesa del suelo y le cubrió con ella las caderas. Volvió a mirar detenidamente por la cámara. —Excelente. Por favor, no te muevas. Hart contuvo la respiración, sabía que un solo movimiento causaría un efecto borroso, cuando se abrió la cortinilla para dejar pasar la luz. El obturador se cerró otra vez. Eleanor sacó la placa, la dejó a un lado y puso otra. —Fuera de la cama ahora, creo. Hart sonrió. —Mi esposa, en bata, fotografiándome en su dormitorio. Decadente. —Creo que me gustaría una imagen de tu espalda—, dijo, sin hacerle caso. Hart tiró el kilt y fue hasta la ventana. No era tan amplia como las ventanas de su dormitorio, pero prefería estar aquí, en la habitación de Eleanor. Era más acogedora que la magnífica habitación en la que él dormía. Tal vez él se trasladaría allí, en vez de llevarla a ella a su cuarto. Puso sus manos a ambos lados del marco de la ventana, dándole la espalda. Por favor Dios, no dejes que nadie salga a dar un paseo tan temprano por la mañana. —Encantador—, dijo Eleanor. —Quédate ahí. Oyó el chasquido del obturador y el suspiro de Eleanor de placer. — Otra, creo. — Más movimientos al cambiar la placa. Eleanor miró la lente de la cámara y casi se atragantó. Hart estaba de pie en un rayo de sol, que hacía que todo su cuerpo desnudo resplandeciera. Era toda una demostración de fuerza. Los músculos bien definidos de sus hombros, se suavizaban en la espalda hasta formar un agradable triángulo en sus caderas. Sus nalgas eran apretadas y delgadas, un complemento perfecto para sus fuertes muslos y pantorrillas. Incluso le gustaban sus talones. Hart se giró sobre su hombro, los brazos se juntaron con el movimiento, sus ojos parecían más dorados a la luz del sol. —Date prisa, dispara. Creo que el guardabosque baja a dar un paseo. —Perfecto. No te muevas, por favor. Eleanor contuvo el aliento mientras quitaba la cortinilla. Hart era un Dios dorado, un Highlander de los antiguos, que venía para llevársela. El viejo Malcolm Mackenzie debía haber sido más o menos igual, un aguerrido luchador, guapo, que tenía veinticinco años en la batalla de Culloden. Se había fugado con su amante antes de la batalla, con la señora Mary Lennox, raptándola debajo de la nariz de su familia inglesa. Como todos los Mackenzie, decidían lo que querían y lo cogían, incluso en medio de una guerra. Por las historias que Eleanor había oído, el suyo había sido un matrimonio salvaje y apasionado. Eleanor sacó la placa ya expuesta de la cámara y cogió la siguiente. Hart se alejó de la ventana con prisas. —Está abajo el guardabosque. Hagamos las otras lejos de la ventana, por favor. Eleanor quiso reírse. Parecía nervioso, y recordó cómo había expresado su preocupación porque su cuerpo ya no la complaciera. Pobre Hart. —Muy bien, entonces. Decide dónde. Hart se quedó de pie indeciso, con la ceja levantada, inclinó un poco la cabeza mientras pensaba, su perfecto cuerpo relucía con el sudor. Eleanor disparó de nuevo. Hart alzó la vista rápidamente. —No estaba preparado. —No importa. Era una imagen encantadora. Hart comenzó a reírse. Ah, allí estaba, la sonrisa, el hombre pecador de las fotografías antiguas, el hombre con el que se había acostado en la glorieta y que la había enseñado a no temer la pasión. —Bien, descarada. ¿Y así? Hart se sentó en el banco que había a los pies de su cama, dobló sus brazos y extendió las piernas. —Ah, sí. Las primeras fotos que había tomado tendrían un toque artístico, un hombre desnudo a la luz del sol. Ésta sin embargo sería descaradamente erótica. Hart Mackenzie estaba desvergonzadamente desnudo, su excitación era obvia, su sonrisa desafiante. Intentaba provocarla, que se ruborizara, y que al estar nerviosa no fuera capaz de disparar. Eleanor estudió detenidamente la longitud de su polla tiesa y quitó el obturador. —Otra así—, dijo, ya caliente. —Quizás apoyándote contra la pared. Hart se levantó y se paseó a través del cuarto. Se inclinó en un espacio en blanco de la pared cerca de la puerta, dobló sus brazos otra vez. Su polla sobresalía erecta. —Quédate ahí. — Eleanor acercó la cámara, la colocó y cogió una placa. —Debo hacer más. Hart se rió. Eleanor le captó así con el siguiente disparo, riéndose con auténtica alegría, su cuerpo expuesto para su deleite. —Excelente. Ahora una con la falda escocesa. Hart le dejó que hiciera tres fotografías más. En dos estuvo de pie desnudo sin la falda, para la tercera, Hart recogía los pliegues del kilt sobre su abdomen mientras que Eleanor le fotografiaba de perfil. —Ahora otra—, dijo Eleanor. Hart gruñó. Dejó caer la falda escocesa, fue hacia ella, enganchó su brazo alrededor de su cintura y la apartó de la cámara. —Ya no más. —Pero tengo siete placas más. —Guárdalas. Hart la levantó del suelo, desató rápidamente las cintas que mantenían su bata cerrada. La puso en la cama y le quitó la bata, teniendo cuidado con su brazo dañado. Cuando la tuvo debajo de él desnuda, sonrió y la dejó sin respiración. Hart se alzó sobre Eleanor, acariciando con la nariz la línea del nacimiento de su pelo, y luego bajando por todo su cuerpo. Ella esperaba que separara sus piernas y entrara en ella, pero en lugar de eso, la probó. Lamió entre sus pechos, después agarró con los labios uno de sus pezones. El fuego surgió en el punto en que él chupaba. Hart le dedicó al otro pecho la misma atención, después fue besando toda su piel bajando por el abdomen, lamió su ombligo y siguió bajando por sus muslos. Los separó, besó la piel suave por dentro de una y otra pierna, luego colocó su boca sobre su pequeña baya apretada. Nunca había hecho esto antes. Eleanor jadeó con el placer salvaje que le daba. La vista de Hart chupándola, con los ojos cerrados, despeinado, hizo que se volviera loca de pasión. Su caliente lengua, la volvía loca. Tenía que detenerse, pero Hart no se detenía. Apoyó sus manos en su cadera, la abrió para él y bebió de ella. —Hart… Más palabras salieron de su boca, pero todas eran incoherencias. Se meció en el colchón, mientras su lengua seguía torturándola. Eleanor trató de alejarse, pero él la sostenía con fuerza. Se mantuvo chupando, lamiendo, haciendo que se volviera loca de placer. Justo cuando Eleanor creyó que moriría del deseo, Hart apartó su hermosa boca, se deslizó sobre su cuerpo y entró en ella. La llenaba ahora, su guapo Highlander desnudo. Se reía de ella al mismo tiempo que le demostraba cómo de bueno podía ser el placer. Sus golpes eran fuertes, su mano en su hombro la dominaba, pero con suavidad, asegurándose de no hacerle ningún daño, incluso cuando se aproximaba a su clímax. La combinación de él siendo rudo y cuidadoso al mismo tiempo provocó en Eleanor una nueva espiral de placer. El éxtasis que se inició donde estaban encajados, se extendió por todo su cuerpo. Gritó al sentirlo y Hart se unió a su grito. —Elle, mi Elle—, canturreó cuando se pararon. —Dios Mío, me conviertes en un salvaje. Tú me haces entender el amor, pensó Eleanor, entonces el mundo entero desapareció excepto su marido que yacía con ella a la luz del sol. Hart y Eleanor revelaron las fotografías juntos, en un cuarto oscuro que Mac había construido cuando había experimentado con el arte de la fotografía. Mac había decidido que, aunque la fotografía tenía sus méritos, prefería dar pinceladas en un lienzo y había vuelto a eso. Hart llevó a Eleanor y su pila de placas al cuarto oscuro, cerró con llave la puerta y la miró mientras revelaba competentemente las imágenes de las placas secas. Una tras otra, las fotografías de Hart surgieron, su cuerpo en plena luz del sol o tímidamente escondido detrás del kilt. Parecía un perfecto idiota, y le hizo reírse. Eleanor no le hizo caso y siguió revelando. Terminó con la última placa, miró a Hart que sostenía firmemente su falda delante y se mostró satisfecha con el resultado. —Bien—, dijo Hart. —Ahora que tienes nuevas fotografías para tu diario, destruirás las viejas. Eleanor se limpió las manos. —Mmm, quizás. Todavía no las he encontrado todas. Seguiré mi búsqueda. Hart se colocó delante de ella. —No. — ¿Por qué no? Fueron los Fenianos los que quisieron matarte, no tuvo nada que ver con las fotografías. Supongo que el Sr. Fellows está ya en Londres, persiguiéndoles. A los Fenianos, quiero decir, no a las fotografías. Las fotografías no son peligrosas y estoy decidida a encontrarlas. Por toda respuesta, Hart apretó sus brazos a su alrededor y le mostró que las mesas del cuarto oscuro se podían usar algo más que para trabajar con la cámara. El mundo real, lamentablemente, se interpuso en la recién descubierta la felicidad matrimonial de Eleanor, y Hart volvió a su estudio y a su búsqueda para atraer a cada político del otro bando. Eleanor estaba muy ocupada. Ahora que era la Duquesa de Kilmorgan, su correspondencia se había multiplicado hasta ser como una montaña, amontonándose más y más, mientras había estado enferma. Hizo que Maigdlin y un lacayo llevaran todas sus cartas a la pequeña sala de su dormitorio, y se sentó en el escritorio, para clasificarlas en montones, tratando de olvidarse del sordo dolor que la curación de su brazo le producía. Recibió muchas cartas de felicitación por su boda, junto con deseos de que se repusiera pronto, y por supuesto, una pila creciente de invitaciones. En medio del montón, Eleanor encontró un sobre bastante grueso del papel de escribir, que ahora le resultaba familiar. Su corazón se aceleró cuando rasgó el sobre y desplegó el papel de dentro. Dentro había un pequeño bulto envuelto en tela y atado con una cinta blanca. Eleanor rápidamente deshizo la cinta y desdobló el papel, cinco fotografías de Hart Mackenzie desnudo cayeron en su mano. Jennifer Ashley La Perfecta Esposa del Duque Highland Pleasures 04 CAPÍTULO 18 Eleanor extendió las fotografías sobre su escritorio. La carta que iba doblada con ellas, era puntualmente corta, y estaba mal escrita. Muchas feliciones por su boa de alguien que la quiere bien. Había querido escribir felicitaciones. Otra indicación de que estaba poco pulida y tenía sólo una educación básica. Eleanor tenía ahora las veinte fotografías. Otra vez llegaron sin amenazas, sin demandas de dinero, nada. Envolvió de nuevo las fotografías con la carta, volvió a su dormitorio para guardar el paquete dentro de su diario, y fue en busca de Ian. Le encontró en la magnífica terraza que se extendía a través de la fachada trasera de la casa. Ian estaba sentado con las piernas cruzadas en medio del suelo de mármol, jugando a la guerra con su hijo. Es decir Ian colocaba las figuras de los soldados de madera tallada, y Jamie los derribaba alegremente. —Pienso que la Batalla de Waterloo hubiera terminado rápidamente si Jamie hubiera estado allí—, dijo Eleanor. Jamie cogió a un general francés, se metió la mitad en la boca y anduvo como un pato hasta Eleanor. Ian le detuvo con suavidad y le sacó el mojado soldado de la boca. Eleanor se sentó en el banco de mármol más cercano. —Ian, necesito que me digas el nombre de todas las señoras que vivieron en la casa de High Holborn de Hart. Ian secó al soldado en su falda escocesa mientras Jamie trepaba hasta sentarse al lado de Eleanor. Ian puso su gran mano en la espalda del niño, para evitar que se cayera. —Sally Tate, Lily Martin, Joanna Brown, Cassie Bingham, Helena Ferguson, Marion Phillips … —Espera—. Eleanor cogió el cuaderno que llevaba y comenzó a escribir con su lápiz. —Déjame que los escriba. Jamie tirando del lápiz dificultó la escritura, pero Eleanor logró comenzar la lista de nombres. —Continúa. Ian siguió, nombrando a cada una. Eleanor preguntaba y anotaba lo que hacían en la casa, algunas eran prostitutas, otras criadas, otra era la cocinera. Todos habían vivido con Angelina Palmer en algún momento, algunas se quedaron sólo unos días. — ¿No sabrás dónde están ahora cada una de ellas, verdad?— preguntó, tomando notas. Ian, siendo Ian, lo sabía. Jamie cansado de tirar del lápiz de Eleanor se bajó del banco. Ian le sostuvo, luego le vigiló mientras con pasos inestables en la terraza, iba recogiendo los soldados caídos. Varias de las mujeres habían muerto, dijo. La mayoría todavía vivían en Londres, aunque una se había casado y emigrado a América. Muchas se habían casado, por lo visto. Por otra parte, tres vivían en Edimburgo. Una todavía era una cortesana que vivía con su protector, otra era una criada en una casa grande, y otra se había casado con un ex-protector. Eleanor apuntó todo, sin preguntar a Ian cómo sabía todo eso. No tenía ninguna duda de que todo lo que le dijo era exacto. Las cartas habían sido enviadas con toda probabilidad desde Edimburgo, y a Edimburgo iría. —Gracias—, dijo. Ian, viendo que Eleanor había terminado con las preguntas, se concentró totalmente en su hijo. Eleanor los miró, jugando felices a la luz del sol de abril, Ian y Jamie volvían a jugar con los soldados otra vez, Ian tirado sobre su estómago mientras Jamie caminaba alrededor de su gran padre. Cuando Jamie se cansó, Ian se sentó y dejó a Jamie subirse en su regazo cubierto con el kilt. Ian abrazó a su hijo, y Jamie se durmió, Ian miraba fijamente hacia abajo con un amor tan intenso que Eleanor silenciosamente se levantó y los dejó en paz. Eleanor encontró muy fácil conseguir que ella y Hart, unos pocos días más tarde, fueran invitados a la casa de Edimburgo donde trabajaba ahora una de las antiguas criadas de High Holborn. Una mujer llamada Lady McGuire había contratado a la criada. Eleanor supo que ella y Hart, eran la pareja más solicitada de toda Escocia, y habían sido invitados a la siguiente gran velada de Lady McGuire. Eleanor había coincidido con Lady McGuire muchas veces. Era la esposa de El McGuire, el laird del clan McGuire, aunque Lady McGuire había comenzado siendo la hija de un vizconde inglés, criada en la alta sociedad en Londres. Por lo que todos decían Lady McGuire adoraba a su marido highlander, y sus fiestas en Edimburgo se habían hecho famosas. Era una mujer de buen corazón, una buena amiga de la difunta madre de Eleanor. A Eleanor le gustaba bastante. El por qué de que Lady McGuire hubiera contratado a una criada de un burdel estaba por ver. Hart y Eleanor bajaron ante la casa de Lady McGuire en Edimburgo, pisando la alfombra que un lacayo había extendido desde el carruaje hasta la entrada. La calle entera se detuvo para observar el elegante carruaje, los espléndidos caballos, y al hombre más famoso de Escocia y a su nueva esposa, que hacían su primera salida juntos. Lady McGuire estaba ocupada arriba con sus invitados, y una criada rechoncha con el pelo muy negro cogió el abrigo de Eleanor en el tranquilo pasillo de abajo. Cuando la criada pasó por delante de Hart, este se detuvo, le sonrió y le hizo un guiño desvergonzado. La criada se sonrojó, pero le sonrió cálidamente y se giró para marcharse. Eleanor abrió la boca para preguntar sobre qué iba todo eso, pero Hart ya se había dado vuelta para saludar a algunos de sus amigos, y subía con ellos. Maigdlin la había arrastrado hasta un cuarto donde podían componer cualquier desperfecto que hubiera causado en el pelo o en el vestido, el corto viaje desde la casa de Isabella en Edimburgo. Antes de que Eleanor pudiera decidir cómo se sentía ante el evidente intercambio entre Hart y la criada, la propia criada entró en el apartado cuarto, fue directamente a Eleanor, e hizo la reverencia de una perfecta criada. — Su Gracia. Maigdlin la fulminó con la mirada como una osa preparada para defender a su pequeño. — Descarada. No puedes hablar a una duquesa sin su permiso, eres una ignorante. ¿Qué quieres? — Está bien, Maigdlin—, dijo Eleanor rápidamente. — ¿Eres Joanna Brown, verdad? — De la casa de High Holborn. La criada hizo otra reverencia. —Sí, Su Gracia—. Tenía acento inglés, de algún sitio de los barrios bajos de Londres, pensó Eleanor. — ¿Sé que es tremendamente atrevido, pero podría hablar con usted? ¿En privado? Maigdlin miró a Joanna con enorme desdén, pero Eleanor levantó su mano para tranquilizarla. —Por supuesto. ¿Maigdlin, podrías esperar fuera de modo que no seamos molestadas? Maigdlin se sentía obviamente ultrajada, pero recogió velas, hizo una rígida reverencia, y se encaminó hacia la puerta, decidida a demostrar a Joanna que al menos una de las dos, tenía modales. En efecto, si Eleanor hubiera sido una persona quisquillosa con las reglas, podría hacer despedir a Joanna por dignarse acercarse a ella, sin mencionar hablarle. Pero a Eleanor nunca le habían importado demasiado las reglas, sobre todo si se interponían en su camino. —Lo siento, Su Gracia—, dijo Joanna tan pronto como estuvieron solas. —Pero sé que usted vio el guiño, y quería explicárselo, antes de que sacara conclusiones incorrectas. Eleanor la miró. Joanna tenía el pelo negro y los ojos azules y no era demasiado mayor, unos treinta años como mucho. Tenía una sonrisa encantadora, y sus ojos centelleaban cuando sonreía. —Bien—, dijo Eleanor. —Pero antes, debo preguntarle. ¿Qué sabe usted sobre unas fotografías? La sonrisa de la criada se hizo más ancha. —Muchas cosas, Su Gracia. ¿Usted las recibió, entonces? Eleanor se quedó congelada. —¿Usted ha estado enviándome las fotografías?— Pensó en las cartas mal escritas, siempre con la despedida: De alguien que la quiere bien. Esas palabras procedían de la cálida mujer que ahora estaba delante de ella. — ¡Dios mío!—, dijo Eleanor. —Realmente me condujo a una divertida persecución. ¿Por qué me las envió? Joanna hizo una reverencia otra vez, como si no pudiera concentrarse. —Porque yo sabía que ellas la llevarían hasta él. Y mire, ahora que se han casado, él parece estar mucho mejor, ¿verdad? Ahora sobre aquel guiño, Su Gracia, eso no significa nada. Hace eso porque es un hombre de buen corazón. Es una especie de clave, una broma entre nosotros, de verdad. —Una broma—. Era la primera vez que Eleanor recordara, que alguien se refería a Hart como un hombre de buen corazón. — ¿Qué tiene que ver con las fotografías? ¿Había dicho Hart a Joanna que se las enviara? Podría haberlo hecho, para confundirla, gastarle una broma y al mismo tiempo fingir que no tenía nada que ver con ellas. Hart Mackenzie tendría que dar una buena explicación. —No, no—, dijo Joanna. —Son dos cosas separadas. Si me escucha, Su Gracia, se lo explicaré. Eleanor asintió con la cabeza, conteniendo su impaciencia. —Sí, en efecto. Por favor hágalo. —Culpe mi atrevimiento a mi educación, Su Gracia. Crecí en Londres, en la parte este, cerca de los muelles de Santa Katherine. Mi padre era un gamberro y un holgazán y a mi madre no le importaba nada, éramos pobres como las ratas. Decidí que yo limpiaría y aprendería modales y sería una criada en una casa de Mayfair, tal vez hasta la criada de una señora. Bien, no tenía formación, ni referencias, estaba verde. Pero hacía todo lo posible, y fui y contesté un anuncio para un trabajo. El nombre de la señora que me contrató era Sra. Palmer. —Ah, querida—. Eleanor se imaginó lo que seguía. — ¿Usted no sabía que ella era una proxeneta? —Naw. ¡Dónde yo vivía, las chicas malas eran evidentes, se contoneaban exageradamente por las calles y eso, y hablaban muy mal y daban voces! Pero la Sra. Palmer hablaba suavemente y bien, su casa era muy grande y tenía muchas cosas muy raras. Yo no sabía entonces que las prostitutas podían ser ricas, y el pensar en colocarme me impidió pensar bien. Pero sólo hasta que me llevó a un dormitorio, estaba allí otra señora y lo que me dijeron que querían que yo hiciera, le haría desmayarse, Su Gracia. Podía haber crecido en la calle, pero me enseñaron a diferenciar al menos el bien del mal. Entonces dije que no lo haría, sin importarme lo que me pegaran, y luego Madame Palmer me agarró y me cerró con llave en un cuarto. Las manos de Eleanor se apretaron en puños, la compasión que había sentido por la Sra. Palmer, había disminuido con lo que la mujer le había hecho a Beth, y seguía disminuyendo. —Lo siento. Continúe. —Bien, Madame Palmer me soltó más tarde esa noche. Dijo que tenía que prepararme, porque venía el señor de la casa. Yo creía que quería decir su marido, y no podía imaginar qué clase de hombre se casaría con alguien como ella. Así que me lavé, me peiné y me puse un vestido nuevo con cofia, dijo que tenía que llevar las cosas de té al salón. Bueno, no pareció tan malo, y tal vez la Sra. Palmer se comportaría delante de su marido. La cocinera preparó la bandeja, me aseguré que estuviera todo bonito y la llevé en el salón. Y él estaba allí. Eleanor no tuvo que preguntar a quién se extraordinariamente guapo, arrogante, irresistible. refería. Hart Mackenzie, —Él era el señor más guapo que había visto nunca, y obviamente muy rico. Me quedé allí de pie en la puerta, que estaba abierta, mirándole como una tonta. Él me miró, como si pudiera verme por dentro y por fuera, y se supone que la gente como él ni siquiera nota a los criados. Yo debería ser invisible, pero él me miró un buen rato. Entonces se sentó en el sofá, y la Sra. Palmer se puso a su lado, revoloteando y gorjeando como una colegiala locamente enamorada. Ella me dijo que pusiera la bandeja en la mesa que estaba delante de ellos, pero estaba muy nerviosa. Estaba segura de que dejaría caer toda la vajilla, y que luego me reñirían. —Madame Palmer se rió y le dijo: Mira lo que te he traído. Al principio, creía que ella se refería al té, entonces me di cuenta que hablaba de mí. Eleanor recordó la confesión de la Sra. Palmer, con angustia en su bonito rostro, de que ella había contratado a otras mujeres para Hart, cuando temió que él se hubiera cansado de ella. Pero Joanna no era una prostituta, sólo una joven ingenua que intentaba mejorar su vida. La compasión de Eleanor por la fallecida Sra. Palmer disminuyó todavía más. —Puedo decirle a usted, Su Gracia, que casi dejé caer todas las cosas del té—, dijo Joanna. —Sentí como un golpe cuando me di cuenta de que la Sra. Palmer me había contratado para ser una puta para su marido. Yo todavía creía que él era su marido, sabe usted. Quise gritar, o salir corriendo de la casa, o hasta ir a la policía. Pero Madame Palmer me sujetó y susurró en mi oído: Es un Duque. Haz lo que te dice, o puede hacer que las cosas se pongan muy feas para ti. —Estaba aterrorizada. La creí, porque los aristócratas, hacen todo lo que desean, ¿verdad? Conocía a un chaval que era el lacayo de uno, y se ganaba una paliza cada vez que el señor se enfadaba, sin importar, que el enojo no fuera con el lacayo en absoluto. Estaba segura de que la Sra. Palmer decía la verdad, y puedo decirle que estaba temblando. —Y luego Su Gracia, me miró otra vez y le dijo a la Sra. Palmer que saliera del cuarto. Se fue, enfadada, pero pude darme cuenta de que cuando ese señor chasqueaba los dedos, Madame Palmer saltaba. —De todos modos, salió y cerró la puerta. Y ahí estaba Su Gracia, sentado en el sofá, mirándome. Usted sabe como lo hace. Fijamente, como si lo supiera todo sobre una, cada secreto que alguna vez tuviera, y sobre los cuales uno no tenía noticia hasta entonces. Eleanor realmente lo sabía. La penetrante mirada dorada, la calma, la convicción de Hart de que dominaba a cada uno que se pusiera delante. —En efecto. —Así que, allí estaba yo. Bueno, Joanna, no puedes escapar de esto, pensaba. Vas a ser una muchacha de mala reputación y nunca conseguirás un buen puesto otra vez. Iba a ser una puta el resto de mi vida, y ese sería mi final. —Su Gracia sólo me miró, y luego me preguntó mi nombre. Se lo dije, no estaba acostumbrada a mentir. Entonces me preguntó de dónde venía, y si ese era mi primer trabajo, y por qué había aceptado un trabajo con la Sra. Palmer. Le dije que no había oído hablar sobre Madame Palmer hasta que llegué a la casa. Pareció enojado, muy enojado, pero de alguna manera sabía que no estaba enojado conmigo. Su Gracia, me dijo que esperara, fue al escritorio y sacó una hoja, se sentó y escribió algo. Yo estaba allí con las manos vacías sin tener ni idea de lo que iba a hacer. —Terminó y se acercó, me dio la carta doblada. Toma esto es para una señora que conozco en South Audley Street, dijo. He escrito la direccion en el frente. Sal de esta casa, busca un coche de punto y que te lleve allí. Dile al ama de llaves de la casa en South Audley Street que le de la carta a la señora, y no dejes que te haga volver aquí. Me dio unos chelines, no quería cogerlos pero me dijo que eran para el coche. Me dijo que no subiera a buscar mis cosas, que me las enviarían. —Estaba un poco preocupada de a dónde, un hombre como él, me enviaba, pero me miró severamente y dijo, Es una señora, Lady McGuire, una verdadera señora con un corazón sensible. Ella cuidará de ti. —Comencé a llorar y a darle las gracias por haber sido tan amable. Él puso un dedo en sus labios y se rió de mí. Usted ha visto la sonrisa de Su Gracia. Parece la luz del sol después de un día mojado. Y dijo, nunca olvidaré sus palabras exactas, No le digas nunca a nadie que soy amable. Eso arruinaría mi reputación. Sólo lo puedo saber yo, y ahora tú. Será nuestro secreto. Entonces me guiñó un ojo, como lo hizo cuando entró esta noche. —No estaba segura, ni siquiera entonces, porque nunca había oído hablar de esa Lady McGuire. Podría ser todo un juego extraño que él jugaba conmigo. Pero hice lo que me dijo. Hasta vino conmigo por el pasillo y hasta la puerta principal. Debería haber salido por la puerta trasera, siendo una criada, pero me dijo que no quería que pasara por la cocina. —La Sra. Palmer salió mientras bajábamos la escalera. Él me dio un pequeño empujón hasta la puerta principal, y entonces se volvió. Estaba muy enfadado. Le gritó a Madame Palmer cosas terribles, le preguntó que qué pasaba con ella, que si le creía tan depravado como para desvirgar a una inocente. La Sra. Palmer gritaba y gritaba detrás de él, y le decía que yo no era inocente, que era mentira, porque me lo había preguntado. Salí corriendo de aquella casa y dejé que la puerta se cerrara con un golpe detrás de mí, entonces ya no escuché más. —Entonces, pude haber cogido los chelines y haber ido a cualquier parte que hubiera querido, pero decidí coger el coche hasta South Audley Street y entregarle la carta a Lady McGuire por si acaso—. Joanna extendió sus manos. — Y aquí estoy. La historia sonaba a Hart. Tenía una sensibilidad asombrosa sobre la gente, que parecía necesitar que le echaran una mano y que tenía que ser vigilada. Así era cómo él había logrado llegar tan lejos, pensaba, desde que era un chaval al que su padre golpeaba, hasta ser un hombre que sabía cuándo y con quién ser amable. —Todavía no le he contado todo—, dijo Joanna. —La siguiente vez que vi a Su Gracia, él respondía a una llamada de Lady McGuire, que es una buena señora, como me dijo. Cuando cogí su abrigo, fui a decirle algo, pero volvió a ponerse un dedo en los labios y me hizo un guiño. Le devolví el guiño cuando se marchaba. Se ha convertido en nuestro código, para mí como si le diera las gracias, para él por guardar en secreto su buena acción. Hasta ahora nadie vio la señal, excepto usted, esta noche. Supuse lo que iba a pensar siendo su esposa. Quise explicárselo todo para que no pensara mal. Estoy casada ahora—, terminó Joanna orgullosamente, — y tengo un niño de cinco años, que me trae por la calle de la amargura. Eleanor se quedó quieta después de que Joanna terminara, repasando la historia detenidamente. —No me has explicado nada de las fotografías. ¿Cómo las conseguiste? ¿Te las dio el propio señor Hart? — ¿Su Gracia? No. No sabe nada sobre ellas. Me llegaron hace aproximadamente cuatro meses, alrededor de la Navidad. — ¿Cómo te llegaron? —Por correo. Un pequeño paquete lleno de ellas, y le debo decir, que me sonrojé cuando lo abrí. Venía con una nota que me pedía que se las reenviara a usted. Los ojos de Eleanor se estrecharon. — ¿Una nota de quien? —Nunca lo supe. Pero me decía que se las enviara una o dos cada vez, comenzando en febrero. Sabía quién era usted, todo el mundo lo sabe, y creía que no haría ningún daño. Su Gracia siempre parece tan triste, y pensé que tal vez usted iría a verle y le mostraría las fotos y le haría sonreír. ¿Y ve? Se casó con él. — ¿Pero y las otras? —dijo Eleanor, sin poder controlar su curiosidad. — ¿Por qué las vendiste a una tienda en el Strand? Joanna parpadeó. — ¿Otras? No sé nada de ninguna otra. Me enviaron ocho, las que le he reenviado a usted. —Ya veo. — Eleanor pensó en la secuencia de acontecimientos. Hart había proclamado su intención de tomar una esposa a su familia en Ascot el año pasado en junio. Enviaron a Joanna las fotografías en Navidades, para que comenzara a enviárselas a Eleanor en febrero. Eleanor corrió a Londres para ver a Hart, Hart comenzó su juego de seducción, y Eleanor ahora era su esposa. ¿Planeado por Hart desde el principio hasta el final? Él era lo bastante retorcido como para hacerlo. — ¿Cómo sabe usted que Su Gracia no le envió las fotografías? Joanna se encogió de hombros. —La letra era diferente. Había visto la carta que le escribió a Lady McGuire. Hart podría ser bastante astuto para recordar la nota, quizás consiguiera que alguien le escribiera la carta, sin decirle a esa persona sobre qué iba todo. Eleanor debería interrogar a Wilfred. — ¿Cómo supiste que yo había ido a Londres?— preguntó. —La segunda fotografía me llegó allí, estando en su casa. —Por Lady McGuire—, dijo Joanna. —Ella conoce a todo el mundo. Sus amigos en Londres le escribieron contándole que usted estaba en Londres, usted y su padre, eran invitados de Su Gracia en Grosvenor Square. Yo servía el té una tarde cuando Lady McGuire, le leyó la carta en voz alta a su marido. Quienquiera que hubiese enviado las fotografías a Joanna, permanecía siendo un misterio, aunque quizás no fuera tal misterio. Hart podría ser absolutamente inocente, pero amaba tanto dirigir una situación para que acabara como él quería, que Eleanor no podía por menos de sospechar de él. El hombre que la volvía loca. Pero Hart se caracterizaba por volver loca a la gente. —Gracias, Joanna—. Eleanor se puso de pie, tomó las manos de Joanna, y besó la mejilla de la asustada mujer. Metió la mano en su bolso y sacó unas monedas de oro. Joanna levantó las manos. —No, Su Gracia, usted no tiene que darme nada. Yo lo hice por él. Y por usted. Él necesita a alguien que le cuide. ¿Verdad? —No seas tonta. Ahora tienes un pequeño—. Eleanor cogió la mano de la criada y puso las monedas en ella, entonces la besó en la mejilla otra vez. —Dios te bendiga. Salió rápidamente del cuarto, dejando allí tanto a Maigdlin como a Joanna cuando se fue en busca de su marido. Hart se apartó de un grupo de hombres que hablaban en contra de la Ley para la Autonomía de Irlanda, decían que los irlandeses eran demasiado estúpidos para tomar decisiones por ellos mismos, y se dirigió hacia el salón de juegos. Su tensión aumentó. Las cartas, con sus juegos de números y probabilidades le calmarían. Entendió por qué a Ian le gustaba sumergirse en combinaciones matemáticas, había una pureza en los números que aliviaba la mente. Él oyó los suaves pasos de Eleanor detrás, y escuchó su voz clara. —Eres un fraude, Hart Mackenzie. Hart se dio vuelta. Eleanor y él estaban solos en el pequeño pasillo. Las risas, las voces masculinas, y el humo flotaban a la deriva desde el salón de juegos del fondo. — ¿Fraude? ¿De qué has estado hablando todo este tiempo, desvergonzada? Eleanor fue hacia él, con pasos lentos, sus caderas que se balanceaban bajo su vestido con el movimiento. Estaba ruborizada y sus ojos centelleaban. —Un fraude completo. Hart frunció el ceño, pero su cálida sonrisa y el modo en que ella se acercaba, estimularon su excitación. ¿Excitado? Nunca dejaba de estarlo. —Sé cómo Joanna vino a trabajar a esta casa—, dijo Eleanor. —Ella me lo contó todo. Hart recordó a la criada, hacía muchos años ahora, cuando estuvo de pie delante de Hart, temblando, aterrorizada, incoherente por el miedo. Angelina había estado tratando de tentar su apetito, como de costumbre, pero había calculado mal con Joanna. Hart se encogió de hombros. —No debía estar allí, era muy inocente, y no podía dejarla tirada en la calle. ¿Por qué me hace eso ser un fraude? —El Duque de Kilmorgan de duro corazón. Todos deberían temblar en su presencia. — ¿Cuánto jerez has bebido, Elle?— Quería deslizar el dedo por sus labios, bajar por su garganta hasta el expuesto pecho por encima del traje de noche. —Haces algo bondadoso y le pides que no se lo cuente a nadie, para que la gente no descubra que sí tienes corazón. —Estás yendo un poco lejos. Le dije a Joanna que se callara para proteger su reputación. El mundo es muy duro con las jóvenes corrompidas por los nobles, aunque se hayan visto forzadas a ello sin ningún interés propio. Una vez que se cruza la línea no hay vuelta atrás--. Lady McGuire tenía buen corazón, había aceptado la palabra de Hart, sin hacer preguntas. Varios hombres comenzaron a salir del salón de juegos. Hart cogió el brazo de Eleanor y la llevó rápidamente hacia arriba a la siguiente planta. Los caballeros no los vieron, y continuaron hacia la sala de baile, saludando a las damas que estaban allí. Hart abrió la puerta más cercana al descansillo de la escalera y arrastró a Eleanor dentro. Era una pequeña habitación, iluminada por una lámpara de gas, los sirvientes de Lady McGuire guardaban, por lo visto, los abrigos de los invitados allí. —No digas nada sobre Joanna—, dijo Hart. —Por su propio bien. Eleanor se soltó de su agarre. —No tenía ninguna intención de decir nada. No tenías ninguna necesidad de arrastrarme aquí para decirme eso. Podrías haberlo susurrado en mi oído. —Realmente lo necesitaba. — ¿Huyendo de los engolados caballeros ya?— preguntó, sonriendo. —No hace ni media hora que hemos llegado. El evitar conversaciones aburridas justificaba sólo una parte de su acción. Hart había tenido el impulso repentino y aplastante de estar a solas con Eleanor, y la casa de Mac, donde se quedarían por la noche, estaba demasiado lejos. —Ahora que realmente estamos solos—, dijo Eleanor, —Te diré que fue Joanna la que me envió las fotografías. — ¿Por qué? ¿Qué ibas a hacer tú? Hart agarró su mano antes de que pudiera retroceder y la acercó de un tirón hacia él. —Fue muy peligroso para ti, reírte de mí así abajo--. Como si ella le amara. Como si le deseara. Él tocó sus labios. Eleanor se separó un poco. — ¿Y si alguien entra? Hart sonrió excitado. — ¿Y qué si alguien lo hace? —Ah—. Él vio como aumentaba su deseo. —Ya veo. —Date la vuelta—, dijo él. Hart rápidamente encontró los broches que sujetaban la blusa y la falda y los soltó. Levantó la falda y las enaguas y desató las cintas que las sujetaban. Debajo llevaba unos finos pololos, muy diferentes de los raídos que usaba antes. También se los quitó rápidamente. Él se sentó en el sillón, alejó un poco a Eleanor mientras se enrollaba su kilt en la cintura y sentó a Eleanor en su regazo. Eleanor gimió sorprendida, pero estaba tan resbaladiza que Hart se deslizó directamente dentro de ella. Sí. Hart le inclinó la cabeza a un lado, exponiendo su cuello y su hombro, todavía llevaba la blusa, de satén azul del tono de la espuela del caballero, tan parecida a sus ojos. ´sacó sus pechos por encima del escote y los chupó, probó su piel y aspiró la fragancia que se había puesto. Eleanor se movió, aparentemente feliz de la forma en que se había introducido en ella. La dejó jugar mientras acariciaba sus rizos y besaba su cuello. Había colocado el sillón de forma que se reflejaran en el espejo de la pared. Eleanor cerró los ojos, pero Hart se recreó en la vista de sus piernas desnudas envueltas alrededor de las suyas más morenas, su cabeza apoyada en su pecho, con algunos rizos serpenteando alrededor de su pecho, y el lugar por donde estaban unidos. Podía mirar cómo le daba placer, ver cada oscilación de su pecho y cada gesto de su boca, los aleteos de sus manos cuando se empujaba contra sus muslos. Era una vista hermosa, muy hermosa. No aguantaría mucho más, y no quería acabar, antes de que Eleanor encontrara su placer más profundo. Hart buscó en la unión de sus piernas y suavemente la acarició allí. Los ojos de Eleanor se abrieron más, y gritó satisfecha. El grito de Hart se unió al suyo, las sílabas de su nombre se deslizaron por sus labios. Eleanor se dejó caer sobre su pecho con un suspiro, y Hart la abrazó y sostuvo su final. Nunca la dejaría irse. Era demasiado preciosa para él. Tocó la venda de su brazo, más pequeña ahora, gracias a Dios, y juró que nunca permitiría que nada le hiciera daño otra vez. Los primeros días paradisíacos del matrimonio de Eleanor se terminaron cuando Hart tuvo que volver a Londres. Un telegrama de David Fleming llegó a Kilmorgan, y Hart se fue. Había llegado el momento de trabajar, y Eleanor sabía que de ahí en adelante, le vería muy poco. Fiel a su palabra, Hart ordenó a Wilfred que hiciera los preparativos para trasladar a Eleanor a la ciudad cuanto antes. El largo beso de Hart prometió que habría mucho más cuando volviera a la casa de Grosvenor Square, y luego se fue. Eleanor tenía demasiado que hacer para regodearse en su ausencia, y los días que transcurrieron entre su partida y la suya pasaron velozmente. Estaba excitada por ver de nuevo a Hart y por redecorar la casa. Desde que vivía su padre en Grosvenor Square no se habían hecho arreglos, y ella pretendía darle nueva vida. Tendría que organizar bailes, veladas y recepciones al aire libre, la reforma comenzaría inmediatamente. Eleanor viajó a Londres con Ian y Beth y sus dos niños, además de Ainsley y su bebé, Gavina. Mac e Isabella se habían ido ya, con sus tres niños, para retomar la vida social en Londres de Isabella. Cameron había vuelto al sur con sus caballos, y Daniel se quedó en Edimburgo en la universidad. Hart tenía un coche privado que fue enganchado a la cola del tren en Edimburgo, Hart, por supuesto, siempre viajaba con todo el lujo. El salón del coche ayudó a mantener a los tres niños tranquilos, al menos. Eleanor ayudó disfrutando de la tarea. Los miró con una esperanza secreta en su corazón. Tenía un retraso, podía significar que esperaba un niño o no significar nada. Eleanor no había concebido cuando había sido la amante de Hart hacía unos años, y era mucho más vieja ahora. La estación de Euston en Londres estaba atestada cuando llegaron, había muchas personas recorriendo el país de norte a sur. El tren se deslizó en el andén vacío, el coche de Hart era el último de la fila. Eleanor estaba contenta de bajarse, la comodidad sobre amortiguada comenzaba a cansarla. Quizás debería redecorar el coche también. Hart debía venir a la estación para recogerla, y su corazón latió más rápido cuando bajó al andén. La levantaría para besarla, sin importarle que todo Londres los viera. Le diría cuando pudiera susurrárselo al oído que su brazo estaba mucho mejor. Beth y Ainsley tardaban mucho con las niñeras para organizarlas. Ian estaba protectoramente con ellas. Eleanor no podía esperar. Se disculpó, impaciente por encontrarse con Hart e irse a casa. Eleanor cogió su pequeña maleta y comenzó a bajar al andén sin hacer caso de los mozos y lacayos del Duque, que parecieron impresionados de que llevara su maleta sola. Divisó la gran figura de Mac entre la muchedumbre en el andén principal de la estación, con Aimee sobre sus hombros e Isabella a su lado. Los otros dos niños debían haberse quedado al cuidado de su niñera, Miss Westlock en casa. Aimee habría insistido en venir. Pero ni rastro de Hart. Eleanor trató de no dejar que su corazón se entristeciera. Su marido tenía muchas cosas que hacer ahora, y alguna crisis le habría impedido probablemente salir de Whitehall. Habría encargado a Mac que fuera en su lugar. Eleanor saludó a través de los andenes y la muchedumbre a Isabella, e Isabella y Aimee la saludaron a ella. Empezó a caminar con rapidez hacia el andén principal. Podía casi sentir el abrazo y el beso de Isabella, y oír el saludo de Mac, con su voz de barítono. Era fantástico ser parte de tal familia, una familia grande, imprevisible con su marido a la cabeza. Eleanor anduvo más rápido, ligera de pies. Cuando se acercaba a ellos, Eleanor vio, en el extremo más alejado del andén, entrando en la estación, la silueta inequívoca de Hart Mackenzie. Con él iba David Fleming, él y Hart discutían algo como de costumbre. Los guardaespaldas caminaban detrás de ellos. Eleanor resistió al impulso de correr directamente hacia Hart y se paró para abrazar a Isabella y a Mac. —Ahí está Ian—, dijo Mac, mirando a través de los andenes. Entrecerró los ojos. ¿Qué está haciendo? Ian estaba de pie en el borde del andén dos, donde su tren había parado. Su mirada estaba fija en algo cercano a la sala de espera, pero Eleanor, echando un vistazo, no pudo discernir lo que había llamado su atención. Su mirada volvió a Hart, e Isabella se rió. —Vamos. Necesita a alguien que se alegre de verle. Mac le quitó la maleta a Eleanor de la mano, y Eleanor se lo agradeció, y comenzó a empujar por entre muchedumbre hacia Hart. Tantas personas, tantas gorras y altos sombreros, tanto ajetreo y sombrillas y paraguas cerrados. ¿Tenían que estar aquí todos hoy? Hart surgió de entre la muchedumbre, Fleming se había quedado detrás. A través del espacio entre ellos, la mirada de Hart encontró la de Eleanor. Ella se sintió feliz y contenta. Vio a Hart detenerse, darse la vuelta, fruncir el ceño, y luego haciendo bocina con las manos gritar el nombre de Ian. Eleanor siguió su mirada, y su boca se abrió aún más al ver a Ian correr por el andén, saltar a las vías, seguir corriendo hacia ellos, subir al siguiente andén y volver a saltar a las vías, sin hacer caso de la gigantesca máquina de vapor que resoplaba en la estación dirigiéndose hacia él. Beth le vio, y gritó. Hart siguió gritando. Ian salió de las vías y saltó al andén, sin perder un segundo, su kilt volaba mientras que corría hacia Hart. Un fuerte ruido sonó a la izquierda de Eleanor, casi ahogado por los gemidos del tren que se aproximaba. Eleanor volvió la cabeza, y oyó un ¡bumm!, entonces vio una nube gigantesca de humo, escombros, y cristales elevarse y caer, enterrando todo el andén y a toda la gente que estaba en él. Eleanor sintió como su cuerpo se desplazaba hacia atrás. Cayó contra un hombre con una chaqueta de lana larga, y después cayó sobre sus manos en el andén. Rodó hacia el borde y vio como el motor de hierro se desplazaba hacia ella, escuchó el silbido horrible del vapor y el chirriar del metal sobre el metal, al intentar frenar el tren. Jennifer Ashley La Perfecta Esposa del Duque Highland Pleasures 04 CAPÍTULO 19 En el último momento, Eleanor detuvo su incontrolable balanceo y se lanzó lejos del borde del andén. La locomotora se deslizó un tramo y se detuvo, Eleanor estaba boca abajo, tratando de aguantar la respiración. Oía gritos y olía el humo, vio ladrillos, piedras, y cristales que caían como balas sobre la muchedumbre. Oyó débilmente a Mac jurar, y a Isabella llamarla frenéticamente por su nombre. Eleanor se levantó dolorida, parpadeando, pues los ojos llenos de arena le escocían. A su alrededor había gente llorando, gimiendo y tratando de levantarse como ella. Miró fijamente al humeante punto en el que había estado Hart antes de la explosión, y no le vio. El tren estaba intacto excepto por las ventanas rotas y los asustados pasajeros que miraban hacia fuera por ellas. A través del espeso humo del andén vislumbró a Beth y a Ainsley que corrían hacia ella, las niñeras asustadas se quedaron con los bebés. Eleanor se dirigió hacia adelante, sin hacer caso de Mac e Isabella, su corazón se estremecía mientras buscaba cualquier rastro de su marido. — ¡Hart!— gritó. Hizo bocina con sus manos, las lágrimas y el humo escocían sus ojos. — ¡Hart!— Siguió adelantándose, recobrando sus fuerzas hasta correr. — ¡Hart!— Oyó la voz de Beth chillando detrás de ella, — ¡Ian!— porque Ian había desaparecido también. Eleanor vio a los guardaespaldas de Hart que frenéticamente empujaban a la muchedumbre. Ellos le buscaban, dando vueltas en todas direcciones, sin encontrarle. Eleanor se quedó helada por el miedo. — ¿Dónde está? ¿Dónde está?— le gritó al guardaespaldas más cercano. El hombre sacudió la cabeza. —Estaba ahí mismo. Estaba ahí mismo—. Señaló con su grueso dedo un resto del destrozado andén. La pared de la estación también se había derrumbado, se veían los restos de los carros de los vendedores entre los escombros. Eleanor corrió hacia allí y comenzó a separar piedras. Sus manos eran demasiado pequeñas, sus guantes demasiado finos. El cuero se rasgó, y sus manos sangraban. El guardaespaldas comenzó a ayudarla, y otros llegaron y fueron levantando las piedras. Una mano apareció, tanteando con vida. Eleanor la agarró. El guardaespaldas movió una piedra, luego la levantó y sacó a una persona. Era una mujer, la más anciana de todas las vendedoras. Ella se agarró a Eleanor, y Eleanor la sostuvo, acariciando su espalda. Mac llegó hasta ella, gritando entre el humo y polvo. — ¿Dónde está Hart? ¿Dónde está Ian? Eleanor sólo podría mover su cabeza. Las lágrimas rodaban calientes por su cara, y ella se agarró a la mujer que estaba a su lado, inconsolable. Mac comenzó a apartar escombros. Gritó órdenes con voz áspera, y la gente se dio prisa por obedecer. Isabella apareció de repente al lado de Eleanor, y luego Beth. Beth gritaba e intentaba no llorar. —Vio algo que no estaba bien—, dijo Beth. —Corrió para advertir a Hart. Corrió para ayudarle. Ainsley llegó hasta ellos, su brazo útil alrededor de la cintura de Beth. —Elle, Beth, deberíais alejaros. El peligro no ha pasado. Eleanor movió su cabeza. —Se suponía que el inspector Fellows los había detenido, a todos ellos. Se suponía que él los encontraría. —Él lo hizo—, dijo Isabella. —Los periódicos lo publicaron. Pero siempre hay más—. Sus ojos contenían lágrimas de rabia. —No puedo irme—, dijo Eleanor. —No puedo correr a refugiarme mientras hacen daño a la gente. Tengo que ayudarles. Lleva a casa a Beth y a los niños—. Tenía que quedarse. Tenía que saber que Hart estaba bien. Siguió esperando que saliera de entre las cenizas, gritando órdenes y buscando venganza. E Ian con él, Ian que era el hombre más resistente que conocía. Pero… nada. La gente venía, mujeres con delantales blancos, hombres con ropa oscura, corriendo a ayudar. Eleanor le entregó la mujer a la que había ayudado a rescatar a una enfermera y se fue con otros desafortunados que seguían entre los escombros. Mac y los guardaespaldas seguían levantando piedras, ayudados por los trabajadores de la estación y otros voluntarios. Ainsley por fin persuadió a Beth de marcharse con ella y las niñeras que habían mantenido a los niños alejados del peligro al final de la estación. Isabella se llevó a Aimee, siguiendo a las otras dos que caminaban abrazadas. Eleanor, fue dejada en paz, ayudó a levantar piedras, a las enfermeras sosteniendo a la gente, consolándolas o vendándolas. En cierta ocasión vio a un hombre correr que se parecía tanto a Hart, que casi se le detuvo el corazón, pero no era él; el hombre era el inspector Fellows. Mac se apartó con él y ambos contemplaron el lío y a la muchedumbre. Eleanor siguió trabajando, ayudando, tratando de calmar a la gente y tranquilizarlos. La estación se despejaba, se llevaban a los heridos, otros llegaban y buscaban entre los escombros. Encontraron a más personas sepultadas dentro, todavía todos respiraban cuando les sacaron, gracias a Dios. Pero no Hart, no Ian. Cuando la estación se oscurecía con el anochecer, en el andén ya limpio apareció un gran agujero. Un olor asqueroso salía de él, estaba medio lleno de escombros. Mac, con el inspector Fellows hizo que los hombres trajeran sus equipos y escavaran allí en el agujero hacia las alcantarillas. Pero no encontraron a Hart o a Ian, ni rastro de ellos. Hart no podía respirar. Se ahogaba, hundiéndose, y alguien le pegaba, le daba golpes aplastantes en su espalda y costillas. No grites. No le dejes saber lo que esto te duele. Era muy importante que Hart nunca dejara que su padre le viera quejarse, nunca dejaría que su padre ganara. El Duque quiso que Hart fuera su esclavo, obedeciera cada uno de sus deseos, sin que importara cómo de trivial o vicioso fuera. Nunca. Aunque me pegue hasta matarme, nunca le perteneceré. El viejo Duque nunca había tratado de ahogar a Hart antes, sin embargo. Sólo le golpeaba, por lo general con una caña de abedul o una correa de piel, o si estaban en el campo con cualquier rama que le pareciera lo suficientemente resistente. Entre el dolor y la niebla de su mente, Hart sabía que había algo, algo bueno, que tenía que recordar. Algo en lo que podía apoyarse, que le cuidaba. Algo que hacía que su corazón se mantuviera caliente en esa fría humedad que le envolvía. Hart abrió los ojos. O creyó que lo hacía. Sólo veía una oscuridad con manchas. El redoble continuó. Débilmente Hart se acordó de mirar bajando el cañón de la escopeta, la cara morada y enfurecida de su padre, entonces la explosión del sonido del disparo desapareció. Pero resonaba en los oídos de Hart todavía. ¿Estaba muerto su padre? No podía recordar. Algo se agitó en su estómago y Hart se incorporó sobre sus manos y rodillas para vomitarlo. Permaneció allí jadeando y con nauseas, pero al menos su padre había dejado de pegarle. El rugido en sus oídos no cesaba. Hart no recordaba cómo había acabado en ese lugar oscuro, pero estaba seguro de que su padre tenía algo que ver con ello. Te enterraré vivo, muchacho. Tal vez así aprendas a ser respetuosos. Él olió algo fuerte bajo su nariz, sintió el contacto frío de algo de borde liso en los labios, y luego un líquido ardiente en su boca. Hart tosió y tragó. El líquido chamuscó su garganta y se deslizó hasta su estómago, y se sintió algo mejor. El gusto le era familiar. —Whisky Mackenzie—, graznó. La mano que lo sostenía no podía pertenecer al padre de Hart. El anciano nunca habría dado a Hart un trago curativo de whisky y menos de uno bueno. Ese era de la reserva que sólo bebían los Mackenzies. — ¿Dónde infiernos estoy? —Bajo tierra—, una voz de barítono habló a su lado. —En uno de los interceptores de nivel medio. — ¿Uno de qué? —Interceptor de nivel medio… —Te oí la primera vez, Ian—. Hart sabía que su hermano más joven estaba con él allí en la oscuridad. Ningún otro hombre explicaría su posición precisa con tal paciencia, preparado para repetirlo hasta que Hart lo entendiera. Hart frotó su dolorida cabeza, encontrando algo mojado, que, juzgando por el dolor, debía ser sangre. — ¿Las alcantarillas, eh? Dos escoceses fueron a morir en medio de la suciedad inglesa. Trabajé en mis primeros años como diputado en varios comités de aguas residuales. Los Comités de Estiércol, los llamaba. Silencio. Ian no tenía ni idea de qué hablaba Hart, tampoco él se preocuparía. —Tenemos que salir de aquí—. Hart extendió la mano en la oscuridad, encontró la cálida solidez del brazo de su hermano. —Antes de que padre nos encuentre. Más silencio. Ian tocó la mano de Hart. —Padre está muerto. En un relámpago, Hart vio la escopeta otra vez, oyó su rugido, y vio a su padre caer al suelo. Le pegué un tiro. Le maté. El alivio llegó. —Gracias a Dios—, dijo. —Gracias a Dios. Más recuerdos vinieron a él, sobre todo los buenos, los que calentaban su corazón y le animaban a seguir su camino. Pero al recordar vino el miedo. —Eleanor. ¿Estará bien ella? ¿La viste? ¿Ian, estará bien ella? —No lo sé—. Hart oyó la angustia en la habitualmente monótona voz de Ian. —Vi al hombre soltar la bomba. Traté de alcanzarte para quitarte del camino, entonces apareció un agujero, y caímos y caímos. Beth estaba demasiado lejos del centro de la explosión, ni tampoco Ainsley y Mac e Isabella. Me pareció ver también a Eleanor. — ¿Crees que era ella? —Tú estabas más cerca, tenía que alcanzarte. Hart oyó su pánico. Ian podría entrar en lo que él llamaba desórdenes, donde él repartía golpes a diestro y siniestro, o comenzaba a hacer una cosa repetidas veces, incapaz de pararse. Ahora mismo, Hart sentía como Ian se mecía de acá para allá mientras él trataba de calmar su angustia. Hart se estiró todo lo que pudo y colocó su mano sobre el hombro de Ian. —Ian, está bien. Estoy vivo. Estás vivo. Tienes razón. Si dices que Eleanor estaba demasiado lejos, ella probablemente lo estaba—. Se rió. —Apuesto a que podrías calcular la trayectoria exacta y la extensión de la explosión. Tendría que saber el peso y el tipo de explosivo —. Ian todavía se mecía pero redujo la frecuencia. —Por el olor, dinamita, unos pocos cartuchos. El paquete que llevaba era pequeño. —Tenemos que volver y detener al bastardo—, dijo Hart. —Por si tiene más. —Él murió—, dijo Ian. —No se alejó de la bomba. La encendió y se quedó allí. — ¡Santo Dios, líbranos de los locos!—. Hart se apoyó de nuevo sobre sus manos y rodillas y trató de levantarse de nuevo, tragándose una maldición cuando su cabeza chocó con el techo de piedra. Se cayó, la cabeza le daba vueltas, no paraba de girar. Ian apartó a Hart hacia atrás. —Un metro y medio de espacio libre hasta que lleguemos a la plataforma. — ¿Cómo diablos sabes eso?— preguntó Hart. —Aprendí el sistema de los túneles bajo Londres. Cañerías, desagües, ríos, líneas de gas,… el subsuelo de Londres —Sí, sí, por supuesto que lo hiciste. La pregunta es por qué. Hubo un largo silencio mientras Ian lo pensaba. —Para pasar el tiempo. Quería decir el tiempo antes de que encontrara a Beth, cuando la vida de Ian era aburrida. —Me pondré en tus manos, Ian. ¿Dónde está esa plataforma? Ian tomó de la mano a Hart y la levantó para indicarle la dirección. —Ahí. Hart se frotó la cabeza donde le habían golpeado los ladrillos. Todavía podía hacer eso en ese mundo oscuro que no paraba de girar. —Bien. Condúceme. Tuvieron que avanzar lentamente. Tan pronto como Hart comenzó a moverse, la bilis subió hasta su garganta, y el mareo amenazó con tumbarle. Por suerte, después de aproximadamente diez metros más o menos, el techo del túnel se elevó un poco, y pudieron estar de pie. Hart e Ian todavía tenían que doblar sus espaldas, el techo redondo era bajo para ellos, pero no tenían que continuar con rodillas y manos. Ian condujo a Hart hacia adelante, Hart se agarró de la chaqueta de Ian cuando llegaron al agua helada. Las manos de Hart estaban heladas y sangraban y su cabeza le latía con furia. La única cosa que mantenía a Hart era la imagen de Eleanor que desaparecía detrás de una nube de escombros y polvo. Tenía que encontrarla, asegurarse de que ella estaba bien. Aquella ardiente necesidad le propulsaba hacia adelante. Ian se enderezó a su altura y un paso más tarde, Hart también pudo hacerlo. Los ecos aumentaron, lo que significaba que el techo había volado y el aire olía casi fresco. Una luz, tan débil que apenas lo parecía vino desde la derecha de Hart, en la completa oscuridad del túnel resultaba brillante. —Desagüe—, dijo Ian, haciendo gestos a la luz. —Por ahí se vacía al río. El río Veloz había sido cubierto, en parte o completamente, a lo largo de los siglos. Era una alcantarilla ahora, que desembocaba en el Támesis después de lluvias torrenciales vía desagües como ése. — ¿Cómo salimos?— preguntó Hart. —No pienso ponerme a flotar en esta maldita mierda y atascarme en alguna rejilla. —Los ejes suben hasta las calles—, dijo Ian. —Pero no aquí. Por supuesto que no. — ¿Dónde, entonces? —Por los túneles—, dijo Ian. —Un kilómetro y medio, tal vez más. Hart tragó en seco. La cara de Ian era una mancha pálida en la oscuridad, pero Hart podía ver poco más. —Dame la petaca otra vez. Callado Ian puso la petaca en la mano de Hart, y éste vertió un poco en su boca. Era ambrosía, aunque prefiriera un vaso de agua clara. Hart devolvió la petaca a Ian que la guardó vacía en el bolsillo. Por ahí, le dijo. Hart dio dos pasos detrás de él y sus piernas se doblaron. Se encontró en el suelo con nauseas. Su cabeza giraba sin parar. Ian estaba a su lado. —En la explosión, algo te golpeó en la cabeza—, dijo Ian. Hart jadeó. —Muy perspicaz, Ian. Ian se quedó callado, pero Hart sabía que los pensamientos se movían por la cabeza de Ian con la velocidad del relámpago mientras trataba de decidir qué hacer. —Si vamos despacio, puedo conseguirlo—, dijo Hart. —Si vamos demasiado lentos, no podremos superar el agua. O los gases. —No veo que tengamos otra maldita opción — Hart se colgó de Ian, cuando su hermano menor le ayudó a levantarse. El mareo hizo que todo se pusiera más negro durante un momento. —Espera. Hart sintió que sus pies se elevaban cuando Ian se lo colocó a su espalda. Sin una palabra, comenzaron a moverse, despacio, Hart colgado de la espalda de Ian. Sabía que nunca convencería a Ian de dejarle e ir por ayuda. Cuando Ian se fijaba un camino, ni todo el razonamiento del mundo podría desviarle del mismo. Menos mal. Hart no quería quedarse ahí abajo solo, en cualquier caso. El rugido repentino era su única advertencia. Las lluvias al norte de la ciudad habían elevado el nivel del agua, y ahora esta llegaba a los drenajes que se levantaban sobre las presas y a través de los desagües llegaba a los ríos. Ian gritó, sus palabras eran incoherentes, entonces levantó a Hart y le empujó hacia una alta losa de piedra al lado de la presa. Las rocas estaban resbaladizas, y Hart trepó intentando agarrarse y mantenerse despierto al mismo tiempo. El agua manó por el túnel. La tenue luz, pronto fue engullida por el agua, Hart vio como su hermano era arrastrado por las aguas alejándolo de él. — ¡Ian!— gritó Hart. — ¡Ian! Sus palabras se perdieron en el agua. Durante un largo rato las aguas se arremolinaron debajo de él. Ian había sido arrastrado por los túneles en una oleada, pero los túneles estaban llenos hasta el techo. — ¡Ian!— gritó Hart. Después de un angustioso largo tiempo, las aguas retrocedieron. Cuando se habían reducido a unos 30 centímetros que fluían por el suelo. Hart se dejó caer de su repisa. La cabeza le latió y cayó en el agua helada. Él moriría allí. Ian podría haber muerto ya. La luz desapareció. Hart no tenía ningún modo de saber si los escombros en el agua habían bloqueado el desagüe o si el sol disminuía fuera. O tal vez eran sus ojos cerrándose. La siguiente cosa que Hart supo, fue que alguien le dio un puntapié. —Este es mi cacho—, dijo un hombre. — ¿Qué está usted haciendo en él? Hart desconcertado abrió mucho sus ojos. Una linterna se balanceaba delante de su cara, cegándole, y la palpitación en su cabeza se elevó a niveles insoportables. — ¿Usted sabe la salida?— preguntó Hart. Su voz salió en un susurro apenas audible. — ¿Perdido, verdad? Eso es lo que ustedes consiguen por venir a mi trozo. ¿Por dónde vino? —Muéstreme la salida. Le pagaré. El hombre metió la mano en la chaqueta de Hart y la sacó otra vez, vacía. —Parece que usted no tiene nada. Entre la explosión, la caída, el lento avance desesperado, y la inundación, Hart estaba sorprendido de que su ropa no hubiera resultado triturada. Su bolsa de dinero debía haberse caído en algún sitio a lo largo del camino. —Cuando usted me saque, le pagaré. —De acuerdo—, dijo el hombre. Hart vio como su bota retrocedía, intentó agarrarle, pero su mareo le hacía torpe. La bota golpeó a Hart en la cara, y luego todo estaba oscuro otra vez. Eleanor volvió a la casa de Grosvenor Square con el resto de la familia cuando la oscuridad cayó. El Sr. Fellows y toda la policía de Londres les habían buscado, pero no habían encontrado ninguna señal de Hart o de Ian. Cameron estaba allí, había llegado desde Berkshire con un telegrama, y Daniel telegrafió para decir que estaba en camino. Mac y Cameron estuvieron a punto de destrozar la ciudad. Eleanor caminaba por los salones incapaces de sentarse. Beth se sentaba en el borde de una silla, tan nerviosa como Eleanor. —Tenemos que hacer algo—, decía Beth. Eleanor no podía contestar. Quería correr por las calles, removiendo cada piedra hasta que encontrar a Hart. El inspector Fellows y sus hombres habían explorado los túneles bajo la estación de Euston, pero no había encontrado nada. Fellows estaba allí ahora, en el comedor con Cam y Mac. Eleanor echó un vistazo por la ventana, pero no se podía ver mucho en la espesa niebla, apenas un cuadrado de luz que despejaban las farolas. Se sentía asquerosamente entumecida. No podía ser verdad. Esto no está pasando. Él vendrá en cualquier momento dando grandes zancadas, riéndose de todos nosotros por la preocupación. Beth la acompañó hasta la ventana, colocó su brazo alrededor de la cintura de Eleanor. Dos mujeres, mirando y esperando a sus queridos maridos que podrían no volver a casa nunca más. Beth se puso rígida de repente, un pequeño grito ahogado salió de su boca. Miraba fijamente directamente en la niebla, intensa y consciente. Eleanor trató de ver lo que ella, pero la niebla permaneció densa. — ¿Qué pasa? Beth no contestó. Se separó de Eleanor y salió corriendo del cuarto, y bajó la escalera. Beth abrió la puerta principal y corrió directamente hacia la noche, Eleanor detrás de ella, Ainsley e Isabella y los hombres detrás para ver qué pasaba. Con un grito de alegría, Beth se arrojó en los brazos de un hombre gigante que se materializó de la niebla y abrió sus brazos para arrastrarla en ellos. — ¡Ian!— Eleanor gritó. — ¡Es Ian!—, llamó a los demás. Ian estaba espantoso. Cubierto de pies a cabeza de barro y lodo, su cara cubierta también, pero sus ojos brillaban con un fuego dorado. Beth se agarró a él, las lágrimas rodaban por su cara. Eleanor los alcanzó. —Gracias a Dios, Ian—, dijo jadeante. — ¿Qué te ha pasado? ¿Dónde está Hart? Ian mantuvo sus brazos alrededor de Beth, pero miró a Eleanor. —Ven conmigo—, dijo. —Ven conmigo. Él comenzó a andar, Beth a su lado. Eleanor no se molestó en hacer preguntas. Se apresuró detrás de él, diciéndoles a los demás que vinieran. Fellows y Mac les alcanzaron cuando llegaron a Grosvenor Street. — ¿Ian, qué haces?— exigió Mac. —Nos lleva hasta Hart—, dijo Eleanor. Ian no había dicho eso, pero ella lo sabía. — ¿Dónde, Ian? Ian señaló, vagamente norte y este. —Al menos espera a un carruaje—, dijo Mac. —Cameron lo trae. Ian realmente les dejó esperar el coche. Ellos se amontonaron en el, Ian sostenía a Beth en su regazo, a ella no le importaba que su marido estuviera asqueroso y apestara a cieno. Llegaron a la estación de Eusten y continuaron más allá hasta Chalton Street. Ian saltó del carruaje en cuanto se detuvo, abrió una alcantarilla y dijo. Está aquí cerca de la presa. Se lo mostraré. Los policías de Fellows y los hombres de Hart que todavía buscaban en la zona, junto con la cuadrilla que había estado ayudándoles, bajaron a los túneles. Ian les mostraba el camino. Eleanor esperó arriba en la calle, negándose a volver al coche. Caminaba de un lado al otro como en el salón de su casa, pero ahora que la esperanza había vuelto, había regresado con el miedo como venganza. Una hora más tarde, sus esperanzas todavía estaban allí, esperaba en cualquier momento oír un grito de que ellos le habían encontrado, seguido del gruñido de Hart que querría que le sacaran de ese agujero de mierda. Podía imaginarlo con tanta claridad que estaba totalmente segura de que pasaría. Después de una hora y cuarto, los policías de Fellows y los hombres comenzaron a subir, sucios y derrotados. Fellows habló con el jefe de la cuadrilla y se giró hacia Eleanor, seguido de Ian. Las cejas de Fellows estaban alzadas. Mientras Ian apretaba la mandíbula con determinación. —Él no está allí, señora—, dijo Fellows. —Ian nos condujo derecho hasta el lugar, pero está inundado allí abajo, y él no está—. Miró a Eleanor con unos ojos muy parecidos a los de Hart. —Van a volver a mirar cuando el agua retroceda, pero temen que haya sido arrastrado por uno de los ríos hacia el Támesis—. La voz de Fellows se suavizó. —Nadie sobrevive a ese viaje, Su Gracia. Ian, todavía sucio, movió su cabeza. —Le encontraré—. Miró a Eleanor, sosteniendo fija su mirada por una vez, sus ojos eran incluso más parecidos a los de Hart que los de Fellows. —Siempre puedo encontrarle. Jennifer Ashley La Perfecta Esposa del Duque Highland Pleasures 04 CAPÍTULO 20 Eleanor. Hart flotaba en un ligero sopor. Abrió los ojos, la cabeza le seguía martilleando impidiéndole dormir profundamente. Miró fijamente durante un momento el techo de tablones que estaba sólo unos centímetros por encima de sus ojos, antes de darse cuenta de que estaba tumbado en un jergón y que le cubría un edredón. Un edredón viejo, sucio, pero un edredón al fin y al cabo. El espacio en el que estaba el jergón era estrecho, y estaba abarrotado de cosas, remos, cuerdas y una red enredada. Un reducido espacio en el que habían decidido meterle a él también. Hart se llevó la mano a la cara y notó el roce de una barba crecida. ¿Cuánto tiempo llevaba metido ahí? ¿Un día? ¿Dos? Eleanor. Ian. Trató de sentarse y con las prisas se golpeó la cabeza con la viga que tenía encima. Cayó hacia atrás sobre la delgada almohada con la cabeza dándole vueltas de nuevo. Hart decidió quedarse inmóvil. Tenía que averiguar donde estaba, lo que había pasado, cuánto tiempo había transcurrido, y que podía hacer. Y sobre todo, tenía que deshacerse de ese condenado dolor de cabeza. Evaluando su situación, Hart notó que no llevaba chaqueta, ni tampoco camisa ni chaleco. Sentía los calientes pliegues de su kilt alrededor de las piernas, pero solo notaba en su pecho la delgada camisa de lino que llevaba debajo de su ropa. Movió los dedos de los pies y notó que tampoco tenía ya las botas ni los calcetines de lana. Quienquiera que le hubiera robado era tonto, la lana de la falda escocesa era más valiosa que la chaqueta de cachemira y la camisa de linón juntas. Los tartanes, al menos los de su rama del clan de Mackenzie, estaban tejidos en las montañas cerca de Kilmorgan por una familia que no permitía que nadie tuviera esa lana, nadie que no fuera un Mackenzie. Un verdadero tartán Mackenzie era una cosa rara y valiosa. En ese momento, sin embargo, si el viejo gruñón Teasag Mackenzie hubiera llegado hasta él, regañándole por vestir un kilt sucio, Hart le habría besado. Él con cuidado salió del jergón y se arrastró lentamente hasta el pequeño cuadrado de luz que veía en el extremo más amplio del espacio. Miró hacia fuera, vio que llovía y vio un barco meciéndose, y el rio Támesis. La luz era gris, brumosa, como una película sobre una ventana. Por ella logró ver la cúpula de la Catedral de San Pablo, la línea de edificios a su derecha que era la ciudad, y a su izquierda, The Strand y The Temples. El río rodeaba al barco, y la zona sur quedaba cubierta por un banco de niebla. Eleanor estaba ahí en aquella ciudad en algún sitio. ¿Segura en la casa de Grosvenor Square? ¿O herida, o muerta? Tenía que saberlo. Tenía que marcharse. Tenía que encontrarla. Un niño estaba sentado en la borda del barco, mirando lo que había pescado con una red. Sin que le viera se fijó en las cosas que sacaba. Las devolvía al río o las ponía detrás de él en el barco después de estudiarlas. Hart se movió, y se levantó. Su cabeza todavía le dolía con furia, y no pudo evitar un gemido. El chaval le vio, dejó la red y corrió a la parte delantera del barco, a la cabina. Volvió enseguida con un hombre que llevaba una chaqueta larga y botas, con la cara oscurecida por una barba de dos días. El hombre como por causalidad, abrió la chaqueta y le enseñó a Hart un largo cuchillo que llevaba envainado en el cinturón. El chaval volvió a su red, indiferente. — ¿Está usted despierto? Hart recordó su voz en su tumba subterránea. —Usted me dio un jodido puntapié—, dijo Hart. —Bastardo. El hombre se encogió de hombros. —Era más fácil moverle así para sacarle de allí. El agua volvía. —Eso, y que le ofrecí dinero. Otro encogimiento. —No demasiado para usted. Pude ver que usted era rico aunque no llevaba ningún dinero con usted. Mi esposa cree que debe tener mucho en su casa. Casa. Tengo que volver a casa. —¿Usted cree que le pagaré después de que me quitó y vendió mi ropa?— preguntó Hart en un tono informal. —La ropa estaba andrajosa. Conseguí un par de chelines del trapero. Eso paga su paseo en el barco, por salvar su vida pediré un poco más. Hart logró salir por el agujero. El esfuerzo requirió toda la fuerza que le quedaba y se dejó caer apoyándose en la pared externa de la cabina. —Usted tiene una capacidad de compasión asombrosa—. Hart se frotó las sienes. —¿Tiene agua? ¿O mejor todavía café? —Mi esposa lo está haciendo ahora. Debe dejar que le eche un vistazo a esa cabeza suya, entonces nos podrá decir quién es usted y donde quiere que le dejemos. Casa. Casa. Eleanor. Pero la precaución detuvo su lengua. La bomba en la estación de Euston había sido colocada por alguien que sabía que él estaría allí recogiendo a su esposa. Ian le había dicho que el hombre que había puesto la bomba había muerto con ella, pero podía haber otros. La siguiente tentativa después del fracaso de Darragh en Kilmorgan podría significar que algunos Fenianos lograron escapar del inspector Fellows, o que otro grupo de decididos Fenianos habían tenido una buena idea. Si quienquiera que fuese descubría que no había logrado matar a Hart, ellos volverían a intentarlo otra vez, o quizás fueran detrás de su familia para obligarle a salir de su escondite. Eso no podía pasar. Él no lo permitiría. La orilla del Támesis estaba seductoramente cerca. Hart se frotó su barbuda cara otra vez mientras la miraba. No tenía muchas posibilidades de alcanzarla a nado, sobre todo por el golpe en la cabeza. Además no podía estar seguro que los habitantes de la ribera que recogían objetos flotantes, no le clavaran directamente un cuchillo entre las costillas, antes de que pudiera recuperarse del esfuerzo. Su salvador podría estar dispuesto a pegarle también, para los hombres que vivían de recorrer el río de arriba abajo y de peinar los túneles del subsuelo de Londres, tenían a gala mantenerse firmes frente a aquellos que se interpusieran entre ellos y su sustento. Hart tenía que esperar, mirar, planear. Una mirada a la cara indiferente del hombre cuando desapareció en la cabina delantera, le dijo a Hart que su salvador no tenía ni idea de quién era él, un hombre acaudalado, eso era todo lo que debía saber. Hart tendría que asegurarse de que él nunca lo averiguara. Hart miró al niño un poco fijamente, entonces él metió la mano debajo de la red y sacó una moneda de cobre de la fina cuerda y la tiró sobre el creciente montón del chico. —Perdiste esto. El muchacho agarró rápidamente el penique, lo miró detenidamente, inclinó la cabeza, y lo dejó caer. Él había recogido monedas, eslabones de cadenas, una caja de estaño, un collar de conchas, y un soldado de estaño. Hart cogió el soldado. —Del regimiento Highlander —, dijo, volviendo a soltarlo. Continuó mirando en la red, el chaval no se opuso. —¿Usted es escocés?— preguntó el muchacho. —Obviamente, chaval—. Hart reforzó su acento. —¿Quién más estaría perdido en las alcantarillas con un tartán? —Papá dice que ellos no deberían venir aquí si no conocen las calles de Londres. —Estoy de acuerdo con ustedes. Para cuando el padre volvió con una taza de café con un pañuelo impermeable tapándole la cabeza, para no mojarse con la lluvia, Hart había añadido otra concha, un trozo de un penique y un pendiente roto al montón del muchacho. La esposa salió con él, una mujer robusta con un suéter abultado y el pelo negro recogido bajo una gorra de pescador. Se sentó con una palangana con agua y una tela y comenzó a frotar ligeramente la cabeza de Hart. Eso le dolía, pero su cráneo palpitaba menos ahora que cuando estaba en el subsuelo. Hart apretó los dientes y aguantó como pudo. —Bueno, entonces—, dijo el hombre. —¿Quién es usted? Hart había decidido no decirles nada a ellos. Al menos por el momento. Exageró un estremecimiento cuando la esposa estudiaba la herida de la base de su cráneo. —Ese es el problema—, dijo con voz cuidadosa. —No lo recuerdo. Los ojos del hombre se estrecharon. —¿No recuerda nada? Hart se encogió de hombros. —Estoy en blanco. Quizás me robaron, me golpearon en la cabeza, y me tiraron por la alcantarilla. Usted dijo que no tenía dinero encima. —Podría ser verdad. —Entonces eso sería probablemente lo que pasó—. Hart fijó su mirada en el hombre, diciéndole sin palabras que sería mejor no poner la historia en duda. El hombre le miró durante mucho tiempo, con la mano en el puño de su cuchillo. Finalmente movió la cabeza. —Sí—, dijo el hombre. —Eso es lo que pasó. La esposa dejó de frotar ligeramente. —¿Pero si no recuerda quién es, cómo va a pagarnos? —Él lo recordará, tarde o temprano—. El hombre cogió una pipa de su chaqueta y se la puso en la boca, mostrando la falta de algunos dientes.—Y cuánto más tiempo pase, más pagará—. —Pero no tenemos habitación—, dijo la esposa preocupada. —Nos apañaremos—. El hombre se quitó la pipa de la boca y señaló con ella a Hart. —Usted se queda, pero trabajará para ganar su sustento. No me importa si es un Lord. O un Laird, creo que los escoceses les llaman así. —No es la misma cosa—, dijo Hart . —A un Lord le ha dado su título un monarca. Un laird es un terrateniente. Un señor de su gente. —¿Eso es así?— El hombre sacó una bolsa de tabaco y se colocó bajo el alero de la cabina para llenar la pipa sin que el agua mojara el tabaco. —¿Cómo es que recuerda usted eso, pero no su nombre? Hart se encogió de hombros otra vez. —Eso lo recordé. Tal vez recuerde mi nombre también. El hombre llenó despacio la pipa, luego se la puso en la boca, rascó un fósforo contra la pared de la cabina, lo acercó a la cazoleta. Chupó y sopló, chupó y sopló, hasta que logró que el humo saliera por la pipa, un olor acre en el río. —Consiguió otra pipa en algún sitio—, dijo el hombre, viendo la mirada fija de Hart . —El café es suficiente por el momento—. Hart bebió un sorbo. Muy amargo, pero lo bastante fuerte como para apartar la neblina de su cabeza. El hombre sacó una petaca abollada, puso una gota de brandy en su taza de café, y añadió otras pocas al de Hart. —Mi nombre es Reeve. El chaval se llama Lewis. Hart tomó otro sorbo del café, reforzado ahora con el brandy. —Tengo algo que puede hacer—, dijo la Sra Reeve a Hart. Señaló la cabina. — Hay que vaciar dos cubos de excrementos. Hart soltó la red. —Excrementos. —Sí—. Los ojos azules oscuros de la Sra. Reeve le miraron desafiantes. Lewis no cambió su expresión. Reeve solamente miró divertido. Ganarse el sustento. Hart soltó el aliento y se puso de pie. Rodeó la cabina, cogió los baldes de la parte trasera, y volvió con ellos. Mientras Reeve miraba con obvio placer, el Duque de Kilmorgan, uno de los hombres más ricos y más poderosos del Imperio, caminó con dificultad por la cubierta del barco para vaciar dos baldes llenos de mierda inglesa. La búsqueda de Hart Mackenzie, el Duque de Kilmorgan, continuó durante mucho tiempo, pero la policía, y los periodistas con ellos, concluyeron que estaba muerto. Le habían abandonado abajo en los túneles, la lluvia le habría arrastrado. Tarde o temprano su cuerpo aparecería flotando en el Támesis. Únicamente Ian Mackenzie no se rindió. Salía cada mañana al rayar el alba, regresando a menudo a altas horas de la noche. Comía en silencio, con Beth que le miraba preocupada, dormía unas horas, y luego salía otra vez. Cuando le preguntaban sobre su progreso, Ian repetía su mantra que él encontraría a Hart, y nada más. David Fleming, el segundo en el partido detrás de Hart, intervino para dirigir al partido de coalición. Las campañas electorales continuaron, y hasta sin Hart, la coalición se mantenía fuerte. El Sr. Fleming estaba seguro de alcanzar la mayoría, los periódicos lo decían. Desafortunadamente el Duque se perdería la victoria para la que llevaba años preparándose, pero así era la vida. Los periódicos también relataban que la esposa del Duque lealmente rechazó vestirse de negro hasta que no tuviera pruebas de la muerte de su marido. Valiente y hermosa mujer. Eleanor también rechazó quedarse en casa retorciéndose las manos. Cada día caminaba hasta el parque en el centro de Grosvenor Square, con la llave de la puerta en su bolsillo. Llegaba hasta el árbol más cercano al centro, donde los paseos para los peatones convergían. Su corazón se paraba cada tarde cuando no encontraba ninguna flor esperándola en el punto designado. Su sentido común le decía que si Hart hubiera sido capaz de ir al pequeño parque y dejar la señal de que él estaba bien, habría ido simplemente a casa. Pero Eleanor miraba cada mañana. Cada tarde, se ponía guantes y sombrero, y volvía en el landó de Hart a Hyde Park. Bajaba y paseaba por uno de los caminos hasta llegar al punto en el que se cruzaban en el medio, pero volvía a no encontrar nada, ningún signo de que Hart hubiera estado allí. Ella no encontraría nada, lo sabía. Hart podría haberse olvidado por completo de la tonta señal, en cualquier caso. Pero ella se adaptó cómodamente al ritual, con la esperanza de que la próxima vez que fuera a alguno de los sitios convenidos encontraría la señal de que Hart estaba bien. Se agarraba a la esperanza. Lo necesitaba. Mientras tanto, la trágica muerte del Duque y la pena de su familia se fueron relegando a las últimas páginas de los periódicos, mientras las funestas noticias sobre el general Gordon y el Sudán ocupaban las portadas. Los periodistas no se habían preocupado por Hart, pensaba Eleanor con repugnancia, sólo buscaban una historia jugosa. El resto de la familia decidió volver a Kilmorgan, y pidieron a Eleanor que fuera con ellos. Cameron estaba especialmente serio. —Mi padre podría tener que ser el Duque ahora—, susurró Daniel a Eleanor cuando sostuvieron una conferencia de familia en el salón de Hart. —Él no quiere serlo. —Él no va a serlo—, dijo Eleanor. —Voy a tener un bebé. El cuarto se quedó en silencio. Los Mackenzies dejaron de farfullar entre ellos y giraron los ojos hacia ella, verdes, azul oscuro, y dorados. Estaban todos allí: Cam y Ainsley, Mac e Isabella, Daniel y Beth. Sólo Ian estaba ausente, continuaba con la búsqueda de Hart. —Por Dios, dime que es un niño—, dijo Cameron. —Hart no sería tan cruel de desaparecer y no dejar un heredero. —Déjala en paz—, dijo Ainsley. —¿Cómo puede saberlo? —Estoy segura de que es un niño—, dijo Eleanor. —Lo siento asi. Mi padre diría que es ridículo, por supuesto, pero … Ella vaciló. Eleanor había mantenido resueltamente que Hart había sobrevivido, él era tan fuerte, ¿cómo podría no sobrevivir? Lo había mantenido sabiendo que no le había dicho nada sobre el niño. No estaba segura todavía cuando estaba en Kilmorgan, pero cada día que pasaba aumentaba su certeza, junto con sus molestias por las mañanas y por las tardes. Eleanor nunca había estado enferma. Había deseado contárselo. Imaginaba la alegría de Hart, su esperanza. Haría que Wilfred enviara un anuncio formal a los periódicos, y Eleanor y Hart podrían celebrarlo en privado… No me rendiré. No abandonaré la esperanza. Si me rindo, entonces eso significaría que él realmente se ha ido. Daniel, al lado de Eleanor en el sofá, se levantó y la encerró en un cálido abrazo. —Ian le encontrará, y también el tenaz Fellows. Ya lo verás. Eleanor aguantó sus lágrimas. Si una lágrima se escapaba, entonces habría una inundación. Beth dijo, —Es doblemente importante que te vengas con nosotros a Escocia, Elle. Mantendremos al bebé de Hart seguro en Kilmorgan. —No—. Eleanor negó también con la cabeza. —Si le encuentran, quiero estar aquí, ir con él enseguida, me necesitará. Y si le encuentran moribundo nunca me perdonaría no haber estado allí para decirle adiós. Cam y Mac la miraron, ellos se parecían tanto a Hart, y a la vez eran tan diferentes. También el sobrino de Hart era a la vez parecido y diferente. Él había abandonado la universidad en Edimburgo, para ir con ellos y ayudarles. Sus esposas, sus amigas íntimas, sabían lo que era ese sentimiento de tener a un Mackenzie perdido. El corazón de Eleanor se llenó con el amor de esta familia. Por otra parte, ella no les dejaría que la condujeran dócilmente a Escocia y la aislaran allí. Deberían conocerla mejor. Por fin, dejaron de intentar convencerla, hasta Beth vio que era inútil. Más tarde, después de que la familia se fuera, Eleanor se retiró a su dormitorio, sacó su diario y miró las fotografías de Hart. Había pegado las que había hecho en Kilmorgan en las páginas que seguían a las antiguas. Eleanor las estudió todas, primero las del joven y diabólico Hart, miró su hermoso cuerpo. En la foto con su kilt, él se reía y alzaba la mano para parar al fotógrafo. Pasó la página y miró la que ella había hecho de él con el kilt en Kilmorgan. Recordó como había sostenido la falda tapándole un poco. La siguiente era la de él, apoyado contra la pared, completamente desnudo, riéndose. El destello de un recuerdo le llegó vió a Hart sobre ella en la oscuridad, su cuerpo apretado contra el suyo, susurrando: Te necesito, Elle. Te necesito. La resolución de Eleanor se rompió, y recostándose sobre el libro sollozó. Eleanor le amaba. Había perdido a Hart , y le amaba tanto. Recordó como había encontrado Hart en la tumba de su hijo, recorriendo con los dedos las letras del nombre del niño. Recordó cómo inclinó su cabeza, con la mano sobre el frío mármol. El orgulloso Hart, atormentado por no haber sido lo bastante fuerte para salvar a pequeño Graham. Eleanor puso su mano en su abdomen, donde la vida había comenzado a crecer. Su niño. El hijo de Hart. Las lágrimas cayeron más rápidas. Oyó que alguien entraba en el cuarto, pero no podía levantar la cabeza. Maigdlin, pensó, pero los pasos no correspondían con ella, ni tampoco el olor a puros y a lana. La silla a su lado crujió y luego una amplia mano tocó su brazo. Eleanor levantó los ojos y vio a Ian a su lado, sin mover su mano. Ian, que raramente tocaba a nadie, excepto a Beth. Eleanor se sentó y cogió rápidamente su pañuelo. Ian olía a aire libre, a humo de carbón y a lluvia. —Lo siento, Ian. No es que haya perdido la esperanza—. Dejó escapar un largo suspiro. —Sólo me estaba compadeciendo un poco de mí misma. Ian no contestó. Contemplaba el diario, todavía abierto por la fotografía de Hart desnudo, con el kilt en el suelo. Enrojeciendo, Eleanor cerró el libro. —Son… —Las fotografías que la Sra. Palmer hizo de Hart. Bueno. Ella te las dio a ti. Eleanor volvió a sentarse con la boca abierta. Joanna le había dicho que un desconocido le había enviado las fotografías a ella, con instrucciones de que ella se las enviara a Eleanor a intervalos. No Hart. Ian. —Ian Mackenzie—, dijo. Ian la miró a los ojos durante un breve momento, luego estudió los dibujos de la tapa del diario. —Tú enviaste las fotografías a Joanna, la criada—, dijo Eleanor. —Lo hiciste, ¿verdad? —Sí. —¡Cielos!, Ian. ¿Por qué? Ian recorría las florituras doradas que daban vueltas, se superponían y enroscaban en toda la tapa del diario. Él dijo, sin mirar, —la Sra Palmer tenía otras. No podía encontrarlas. Tenía miedo de que acabaran publicadas en un periódico. Cuando la Sra. Palmer murió, registré toda la casa. Pero alguien había llegado antes que yo, y sólo encontré ocho, escondidas detrás de un ladrillo en una chimenea. Las guardé un tiempo, luego decidí enviárselas a Joanna. —¿Y le dijiste que me las reenviara a mí? —Sí. Él volvió al trazado de la portada. Repetidas veces, mirándolo sin un parpadeo, todo su cuerpo inmóvil excepto el dedo del trazado. —¿Por qué?— preguntó Eleanor, un poco más bruscamente de lo que pretendía. Ian se encogió de hombros. —Porque entonces tú vendrías con Hart. —¿Quiero decir, por qué ahora? ¿Por qué no cuándo encontraste los retratos después de la muerte de la Sra. Palmer? ¿Y por qué usaste a Joanna como intermediaria? —A Joanna le gusta Hart. Querría ayudarle. —Sé lo que quieres decir, Ian—, dijo. --Hart tiene grandes ideas y no percibe los problemas más pequeños de la gente sencilla. No hasta que es demasiado tarde, de todos modos. Como no percibió a los Fenianos, hasta que trataron de matarle. Y luego tuvo el descaro de mostrarse sorprendido. <<N. de T: Feniano (en inglés Fenian) es un término utilizado desde 1850 para referirse a los nacionalistas irlandeses, que se oponían al dominio británico sobre Irlanda. Aún se utiliza este término en Escocia e Irlanda del Norte, ahora en términos despectivos.>> Ian siguió mirándola fijamente, sin parpadear, como si estuviera hipnotizado por sus ojos. Eleanor agitó su mano delante de su cara. —Ian. Ian saltó y miró a lo lejos. Eleanor apartó el libro. —Pareces muy seguro de que encontrarás a Hart. Casi como si ya le hubieras encontrado. ¿Sabes dónde está? Ian se quedó silencioso otra vez, su mirada se desplazó desde ella hasta la ventana y la niebla que se iba cerrando más allá. Pasó tanto tiempo mirando a través de la ventana que Eleanor comenzó a creer que él realmente lo sabía y trataba de decidir si decírselo o no. Entonces Ian se levantó. —No—, dijo y salió del cuarto. Jennifer Ashley La Perfecta Esposa del Duque Highland Pleasures 04 CAPÍTULO 21 Reeve, que seguía fumando su pipa, alquiló un pequeño cobertizo para botes cerca del puente Blackfriars en la orilla sur del Támesis, pero él, su esposa e hijo pasaban mucho más tiempo en el río o en el barco que en tierra firme. Reeve vagaba buscando un tesoro, a lo ancho y largo de las alcantarillas, el río, los túneles de agua y de gas, bajo los puentes, y dentro de los túneles del ferrocarril. Afirmaba que había algo enterrado en el río Veloz, sus compañeros le increpaban de vez en cuando, de ahí el cuchillo. La Sra. Reeve proveía a su familia de agua dulce cada día, de una bomba pública de los nuevos pozos que sabía mucho mejor que el agua del río. Traía suficiente para todos, incluso para que Hart pudiera limpiarse los dientes y lavarse. Nunca antes había valorado la simple alegría de lavarse los dientes con el blanco polvo, que hacía que Lewis, el chaval, le comprara para él a un químico. Reeve no averiguó quien era Hart, pero tampoco parecía que les preocupara. Hart resultó bien dispuesto a ayudar, Reeve y él arrastraban el barco arriba y abajo, Hart sabía cómo echar una red, y ayudaba a Lewis con lo capturado cada noche. La única cosa que Reeve impidió a Hart hacer era ir con él a los túneles, eso necesitaba una destreza especial, dijo Reeve, y no quería tener que volver a rescatar a Hart. Él estaba de acuerdo, no quería volver a las jodidas alcantarillas otra vez. Hart sabía que Reeve no quería que Hart desapareciera y con él, el dinero de la recompensa. En cuanto a Hart, todavía no estaba listo para marcharse. Deseaba cada vez más regresar a Eleanor, soñaba con ella cada noche. Pero una vez que supo por los periódicos desechados, que Reeve traía al barco, que ella estaba viva y bien, y que también lo estaba Ian, pudo resistirse al frenético impulso de correr hacia ella. Scotland Yard y los otros, todavía buscaban a los que habían tratado de matar a Hart, y él debía intentar proteger a Eleanor y a su familia, la mejor manera era escondiéndose. Sin embargo tenía que enviar un mensaje a Eleanor, para tranquilizarla, para que supiera que estaba bien. Para eso, tendría que reclutar ayuda. Hart miró a los Reeve, valorando si después de haber trabajado para ganarse su confianza, se decidiría a confiar en ellos o no. Hart nunca intentó gobernar el barco de Reeve o decirle lo que hacer. Hacía solicitudes de cambios razonables, de improviso. Botas que le cupieran para ayudar mejor en las tareas del barco en tierra. Un suéter de pescador para ponerse sobre su delgada camisa y no tener que coger prestada la chaqueta de repuesto de Reeve. Había hecho que la Sra. Reeve le consiguiera unos pantalones antes de que acabara el primer día, convirtiendo su falda escocesa en una manta para su jergón. También se dejó crecer la barba, áspera y roja, como el rastrojo. Desde cierta distancia, y quizás desde cerca también, parecía un simple pescador. Hart comenzó a sugerir después donde podían atracar y echar las redes para conseguir mejor botín. Comenzó a hacer guardias para que Reeve y el muchacho pudieran dormir más. Gradualmente Reeve comenzó a pedir la opinión de Hart, y luego, cuando las ideas de Hart les permitieron encontrar valiosos restos flotantes y hundidos, Reeve empezó a esperar que Hart le dijera qué hacer. Hart era un líder nato, y aunque Reeve no era un seguidor imbécil, reconocía las naturales dotes de mando de Hart. Él decidió que no debería usar a Reeve como su mensajero para Eleanor, sin embargo. Reeve haría cualquier cosa por dinero, y él podría decidir que la venta de la información sobre un forastero rico que dejaba un mensaje en un lugar raro, le aportaría quizás mayores beneficios que lo que Hart iba a pagarle. La Sra. Reeve era tremendamente leal con su marido, aunque dejaba oír claramente su opinión cuando discrepaba con él. Y en voz muy alta. El chaval, tendría que ser entonces. Hart se había ganado el respeto de Lewis ayudándole con las redes y dejando que Lewis le instruyera en lo que había que buscar. Hart aprendió mucho sobre qué partes de la basura podían ser convertidas en dinero y qué otras no tenían valor. Lewis era leal con su padre pero sabía lo que quería para él mismo, aún siendo muy joven. Los chavales crecían muy rápido en el río. —Lewis—, le dijo Hart cuando pensó que estaba preparado. —Necesito que hagas una diligencia por mí. Lewis levantó la vista para mirarle, ni interesado, ni indiferente. Hart se frotó la cara, sintiendo que su barba se había ablandado de duras cerdas a pelo fuerte. —Necesito que vayas a Mayfair por mí—, dijo Hart. —Y que no se lo digas a tu padre. Es una tarea simple, nada peligrosa, y te prometo que no trato de engañar a tu padre con lo que le debo. — ¿Cuánto?— preguntó Lewis. De tal palo, tal astilla. — ¿Cuánto quieres? Lewis reflexionó. —Veinte chelines. Diez por hacerlo, diez por no decírselo a mi padre. El muchacho era un tiburón. —Hecho—. Hart levantó su mano, y Lewis la sacudió en un firme apretón. — ¿Ahora, bueno, chaval, qué tal eres saltando cercas altas? Eleanor abrió la puerta de Grosvenor Square y anduvo por el pequeño parque. Era temprano para los estándares de Mayfair, a eso de las once de la mañana. Las niñeras vestidas de gris con blancos delantales almidonados empujaban cochecitos de niño o llevaban de la mano a niños pequeños, o se sentaban en los bancos mientras sus pupilos jugaban en la hierba. Ellas miraron a Eleanor, acostumbradas a ver a la esposa del famoso Duque dar su paseo de las mañanas. Una valiente mujer, tratando de resistir. Eleanor caminó adelantándolas como de costumbre, pero manteniendo un paso reposado. No tenía ningún sentido correr hasta la mitad de los jardines, prefería no llamar la atención. Fue paseando con su sombrilla para protegerse del sol. Ayer, había sido un paraguas contra la lluvia. Ella venía cada día, así lloviera o luciera el sol. Eleanor contaba sus pasos, como un mantra que la mantenía en paz. Quizás hoy. Quizás hoy… cuarenta y dos, cuarenta y tres, cuarenta y cuatro… Cuando llegó al centro del jardín, siguió andando, entre la senda y la hierba. Diecisiete pasos más. Alrededor de la base del árbol de grueso tronco… Eleanor se detuvo. Una pequeña violeta, de la clase que los hombres compraban a las floristas para ponerlas en su solapa, estaba en la base del árbol. No una rosa de invernadero sino la clase de flor que un hombre, que se ocultaba para salvar su vida, sería capaz de conseguir y dejarla allí para ella. Cerró los ojos. Alguien debía haber dejado caer una flor allí. Deseaba tanto que hubiera sido Hart el que la hubiera dejado que se imaginaba cosas. Eleanor abrió los ojos. La flor permanecía allí, el sitio exacto en el que Hart había dejado las otras para ella años antes. La flor significará que no puedo estar contigo como te había prometido, pero que iré cuando pueda, le había dicho él cuando se le ocurrió la idea. Y que estás en mis pensamientos. Había faltado un día a un paseo con ella, y se había enojado, Hart inventó esa treta para que se le pasara su mal humor. Y había funcionado. Eleanor recogió la violeta y la llevó a su nariz. Hart estaba vivo. Esto tenía que significar que Hart estaba vivo. Bajó la flor a su pecho, a su corazón, y soltó un suspiro intentando detener las lágrimas. Maigdlin llegó hasta el árbol. — ¿Está bien, Su Gracia? Eleanor limpió sus ojos y guardó la violeta en su bolsillo. —Sí, sí. Estoy bien. Vamos. Quiero sentarme un momento. Maigdlin miró detenidamente a Eleanor con recelo en sus ojos, luego movió la cabeza. —Sí, Su Gracia—, dijo, y se colocó discretamente lejos. Estás en mis pensamientos. — ¿Pero dónde estás tú, Hart Mackenzie?— susurró Eleanor. Nadie conocía la señal, sólo ellos dos. ¿Por qué había decidido Hart dejarla, pero sin ir a casa o escribir una nota? ¿Se creía él todavía en peligro? ¿O era esta alguna de sus nuevas maquinaciones? Eleanor dudó que hubiera dejado la flor él mismo. ¿Pero a quién había enviado? Ella habría sospechado de Wilfred en el pasado, pero Wilfred llevaba un brazalete negro y no salía de casa en esos días. Si Hart quisiera mantenerlo completamente secreto, necesitaría a alguien del que no se pudiera sospechar que estuviera relacionado con él. Para entrar se necesitaba la llave de los jardines. Eleanor dudaba que Hart hubiera llevado su llave con él. Entonces volvió a estar completamente confundida, Hart no podía haber dejado la flor allí. Su primer pensamiento había sido correcto. A alguien se le había caído la flor allí. Bien, no se quedaría allí sentada mirando al infinito y llorando. Se levantó, se sacudió la falda y empezó a preguntar por los alrededores y en los jardines, eso sí muy discretamente, si habían visto a alguien extraño en los jardines de Grosvenor Square. La tarde después de que Hart enviara a Lewis para dejar la señal a Eleanor, Reeve, estaba abajo en tierra, apoyado contra el casco del barco y encendió su pipa. Hart estaba sentado encima de él en la cubierta, comiendo pan mojado en la sopa que la Sra. Reeve había dejado para él. La Sra. Reeve y Lewis se habían ido, cansados, a sus camas, Lewis se había ganado la alabanza de Hart y la promesa de los chelines, por un trabajo bien hecho. Reeve había estado en los túneles todo el día, la Sra. Reeve había aprovechado la oportunidad para ir a visitar a su hermana, Lewis había tenido mucho tiempo para buscar y comprar la flor, colocarla en su lugar y esperar a ver como Eleanor la encontraba. Hart escuchó ávidamente la descripción de Lewis, de cómo se llevó la flor a la nariz con la cara enrojecida de felicidad, como había presionado la violeta sobre su corazón. Después se alarmó cuando Lewis le dijo como ella se había estado preguntando a la gente en el paseo. Por supuesto, era Eleanor, ella no recogería simplemente la flor y silenciosamente se volvería a casa La extrañaba tanto que le dolía. Cada noche Hart soñaba con el pelo encendido de Eleanor, sus ojos azules, los sonidos dulces que hacía cuando él estaba muy dentro de ella. Sus fantasías más oscuras volvieron, y en sus sueños, Eleanor se rendía a cada una de ellas. Se despertaba duro y sudado, con todo el cuerpo dolorido. Hart salió de sus frustrantes ensoñaciones cuando las palabras de Reeve llamaron su atención. —Oí decir en el bar que el Duque que todos pensaban que iba a ser el primer ministro no lo será ahora—, dijo Reeve. —Viendo que ellos no pueden encontrarle. Lo dijo demasiado fácilmente, demasiado ligeramente. Hart siguió masticando el pan, sin permitir que en su cara se mostrara nada. — ¿Qué piensa usted de todo eso?— preguntó Reeve. Hart terminó su pan. —No soy inglés. No estoy interesado. —Este Duque, dicen, era un escocés—, continuó Reeve como si él no hubiera hablado. —Lo que usted podría llamar un excéntrico. Siempre llevaba una de esas faldas escocesas, como la que usted tenía cuando le encontré. —Un kilt—, dijo Hart. —Él desapareció cuando la bomba hizo explosión en la estación de Euston. Unos creían que podría haber caído a los túneles, otros que había sido arrastrado, muerto hasta el Támesis—. Reeve se detuvo para apisonar el tabaco en su pipa y encenderla. —Me parece que yo le encontré, tengo al hombre que había quedado atrapado en las alcantarillas. Hart no dijo nada. Reeve le estudió con sus ojos oscuros penetrantes mientras apisonaba su pipa otra vez. —La gente desaparece todo el tiempo—, dijo Hart. —A veces para no ser encontrada nunca. Reeve se encogió de hombros. —Pasa que algunos hombres tienen sus propios motivos para desaparecer. —Ellos lo hacen. Aparecen cuando están listos para ser encontrados. —Este hombre es más rico que nadie, al decir de todos. Yo creería que querría irse a su palacio, dormir en una cama blanca, y comer en platos de plata. Hart se frotó su barbilla, notando su extraña barba. Se había vislumbrado hoy algo borroso en un espejo pequeño, en la cabina, y había retrocedido casi, creyendo que había visto al fantasma de su padre. Un hombre barbudo con ojos brillantes le miraba, un hombre arrogante de ardiente temperamento que creía demasiado en sí mismo. ¿O lo tenía? Quizás el padre de Hart se había odiado con el mismo auto aborrecimiento que a veces Hart sentía, el hombre que repartía golpes a diestro y siniestro en vez de girar su cólera hacia dentro. El viejo Duque estaba muerto ahora, y Hart nunca lo sabría. Reeve chupó de su pipa. — ¿Podría merecer la pena que ese duque no sea encontrado, eh? Hart sostuvo la mirada fija en la Reeve. —Podría ser. Si, él es rico, y puede hacer lo que le gusta. Como otro hombre que alimenta a su familia escogiendo entre la basura que otros tiran en vez de trabajar en una fábrica. Reeve resopló. —Fábricas. Un trabajo agotador todas las horas del día y la noche, encerrado y sin ver crecer a tu muchacho. La libertad, es mejor que comer en platos de plata y vivir en un palacio. —Estoy de acuerdo. Volvieron a mirarse. — ¿Entonces estamos de acuerdo, verdad?— preguntó Reeve. —Eso creo. Reeve se encogió de hombros otra vez, se inclinó hacia atrás, y chupó pesadamente de su pipa. —Bien, espero que ellos encuentren al polluelo. Los túneles debajo de Londres pueden ser mortales. —Eso tengo entendido. Reeve volvió a fumar silenciosamente, y Hart miró fijamente a través del río, haciendo sus proyectos. Al cabo de un momento, Reeve se movió. — ¿Bar? Hart dio una cabezada silenciosa, y los dos hombres dejaron el barco para atravesar las piedras y subir hasta la calle por las escaleras. Los parroquianos del bar se habían acostumbrado a ver a Hart entrar con Reeve, aceptando la historia de Reeve de que Hart era un trabajador itinerante, con poca suerte, que ayudaba a Reeve a cambio de cama y comida. Reeve se fue con sus amigos, y todos ellos hicieron caso omiso de Hart, que aceptó una pinta del propietario y mantuvo la cabeza baja mientras leía rápidamente el periódico de cabo a rabo. David Fleming había asumido la coalición, vio. Bueno. David sabría qué hacer. La coalición era popular, porque Gladstone, pecaba para la mayoría de radical y revolucionario, los conservadores (Tories), favorecían a los grandes terratenientes. En algún punto intermedio entre ambos estaba la coalición de Hart, era algo para todos y cada uno. Hart lo había planeado así. Las elecciones, decían los periódicos, serían ganadas por la coalición y Fleming, como su nueva cabeza, encabezaría al gobierno. La reina no estaba demasiado contenta con Fleming o Hart, por este tema, pero le gustaba Gladstone todavía menos. Los periódicos hablaban más de Khartoum, Gordon y los alemanes que iban apoderándose de África del sur, que del desaparecido Duque de Kilmorgan. Una pequeña nota en el periódico relataba que el cuerpo de Hart no había sido encontrado, pero que el Támesis era profundo y no se detenía nunca. Un final triste para un hombre tan orgulloso como Hart Mackenzie. Escocia estaba de luto por él, pero Inglaterra no lo estaba. ¡De buena nos hemos librado!, el periódico inglés no lo decía, pero podría haber sido así. Encontró una reseña en las últimas páginas de que la familia Mackenzie dejaba la ciudad para retirarse a Escocia. Bueno, pensó Hart. Eleanor estará bien cuidada allí. Eleanor se parecía al brezo escocés salvaje, feliz creciendo libre en las colinas escocesas, constreñido cuando lo cortaban y lo colocaban en un florero. La misma reseña decía que Lord Cameron Mackenzie asumiría el ducado una vez que su hermano mayor fuera proclamado oficialmente muerto. Hart tocó el nombre de Cameron y sofocó su risa. Cameron debía hervir de rabia. El mayor miedo de su hermano en la vida había consistido en que Hart moriría y le dejaría el ducado a él. Hart imaginó los coloridos epítetos que Cameron le estaría dedicando. Pero sabía que Cameron cuidaría de todos muy bien, lo mejor de Cam era su capacidad de proteger a aquellos a los que amaba. Volvió la página y se quedó helado. Sus ojos cayeron en la historia, casi oculta, que habían descubierto la identidad del feniano que había puesto la bomba en la estación de Euston, su casa había sido asaltada por la policía, encabezada por el inspector Fellows. Muchas detenciones habían sido hechas, y la gente se alegraba de que las calles volvieran a ser seguras. Esa era la edición de la mañana del periódico, y el acontecimiento había ocurrido la noche antes. Una cosa tan importante, y Hart no lo había sabido nada hasta que lo leyó. La vida del río borraba el resto del mundo. El mundo había continuado girando. Sin él. Y no le preocupaba. Hart examinó ese sentimiento, lo estudió. Su vida entera estaba presidida por su frenética necesidad de controlar el mundo alrededor suyo, para dirigirlo, junto a las personas, hacia donde él deseaba. Él había aprendido a base de errores, la mayoría de ellos con Eleanor, que no podía dirigir a la gente que realmente le importaba. Pero demasiadas personas le habían dejado, dejándole la ilusión de que él podría. El muchacho que se había esforzado tanto por hacer un mundo totalmente diferente al de su padre, lo había logrado, había tenido éxito pero a un alto precio. Jodidamente alto, quizás. Había conseguido que todos se doblegaran a su voluntad. Se había felicitado por no ser físicamente cruel como su padre, pero lo había sido con sus palabras y sus hechos. Eleanor había tenido razón sobre cómo había tratado a la Sra. Palmer, razón al temer que le hiciera lo mismo a ella. Podría haber sido así, si ella no le hubiera echado un jarro de agua fría y le hubiera devuelto el sentido. Y ahora el mundo que él se había esforzado por controlar continuaba su alegre camino, suponiendo que Hart flotaba boca abajo en el Támesis. Era sólo otro cuerpo en la tierra, otro hombre, como Reeve, tratando de sobrevivir y encontrar la felicidad como pudiera. Hart había encontrado la felicidad. Con Eleanor. Pero había decidido continuar con su obsesiva ambición, poniéndola a un lado, y suponiendo que tendría mucho tiempo para ella cuando terminara. Tonto. Reeve tenía razón. Trabajar agotadoramente todas las horas del día y noche, encerrado y sin ver crecer a su muchacho. La libertad, es mejor que comer en platos de plata y vivir en un palacio. Una fábrica o el Parlamento, era todo lo mismo. Tenía que ver a Eleanor. Tenía que sepultarse en su calidez y suplicar su perdón. Sabía muy bien que le había enviado la flor por otros motivos, temiendo que si le creía muerto, se volviera hacia otro, hacia David Fleming, quizás, por comodidad. Eleanor era hermosa, joven, y ahora una viuda muy rica. Los depredadores saldrían a campo abierto. Era el momento de volver a casa. Hart alzó la vista del periódico, su mundo había cambiado. Los parroquianos del bar continuaban hablando y riéndose con sus amigos, unos silenciosamente, otros en voz alta. El Duque de Kilmorgan, el más noble de entre toda la nobleza británica, era una nulidad allí. Por primera vez en su vida, Hart no tenía ningún poder en absoluto. Gracias a Dios. Hart permaneció en el bar con Reeve, sentado silenciosamente mientras su mente giraba en cómo organizar su resurrección, Kilmorgan sería el mejor lugar para anunciar su regreso a casa. Hasta que el tabernero cerró por la noche, Reeve no se despidió de sus camaradas y él y Hart, volvieron en la oscuridad hacia el puente de Blackfriars. Reeve iba un poco inestable. Una mano salió de un pasaje oscuro y aterrizó en el hombro de Hart, que giró con el puño levantado como un boxeador para lanzar un gancho perfecto. El puño fue agarrado con una agilidad parecida y por una mano que era casi tan grande como la suya. A la débil luz de la linterna de Reeve, pudo ver los ojos de color de malta de los Mackenzie. Hart miró a Ian Mackenzie, vio su cara con líneas marcadas de cansancio y agotamiento. Ian puso ambas manos sobre los hombros de Hart, sus dedos agarraban con fuerza su chaqueta. —Te encontré—, dijo Ian, su voz baja y feroz. —Te encontré—. Él puso sus brazos alrededor de Hart, y Hart durante un momento se hundió en la fuerza de su hermano más joven. —Siempre puedo encontrarte—, susurró Ian. —Ven conmigo. Eleanor alzó la vista del escritorio en el estudio principal de la casa de Grosvenor Square, la casa estaba tranquila, ya que el resto de la familia, excepto ella, Ian, y Beth, se habían marchado a Escocia. Era muy tarde, y Beth y sus niños estaban dormidos. — ¡Cielos!—, dijo. — ¿Estás todavía despierto, Ian? Ian, siendo Ian, no se molestó en contestar a la pregunta. Cogió su mano. —Ven conmigo. Él respiraba con fuerza, sus ojos brillaban. Ian no sonreía, pero Eleanor sentía su entusiasmo, hasta su alegría, detrás de su cara seria. — ¿Dónde está?— preguntó Eleanor, levantándose. —Ven conmigo. Fue suficiente para Eleanor. Cogió rápidamente su chal, agarró la mano de Ian, y le dejó conducirla. Hart esperaba en la oscuridad del asqueroso cobertizo para botes de Reeve, escuchando el Támesis, dar lengüetadas a la ribera no demasiado lejos de allí. Había demasiadas personas cerca del barco de Reeve abajo en el muelle, algunos eran colegas de Reeve habían ido a visitarle a pesar de lo avanzada de la noche, pero el cobertizo para botes estaba desierto. Sólo ratas y ladrones, podían encontrarse en la orilla del Támesis esa noche y Hart. Hart les vio venir. Rápida y silenciosamente, el bulto de su hermano andando por el sucio muelle, junto con una mujer que llevaba un chal oscuro. —Podemos ir sólo una pizca más despacio—, la voz de Eleanor llegó hasta él. — Estas rocas son resbaladizas, y estoy segura de que estoy pisando algo repugnante. Entiendo que no podamos traer un farol, pero, ¡por el amor de Dios!, ¿no podemos intentar ir con un poco más de cuidado? Ian no respondió ni la miró siquiera. Siguió empujándola hacia adelante, y Hart salió de la sombra del cobertizo para botes. Eleanor soltó la mano de Ian. Se detuvo, una esbelta figura recortada contra la luz reflejada en el río. Entonces comenzó a correr hacia él con las faldas arremolinadas. Hart sabía que debía quedarse escondido, pero no podía estarse quieto y comenzó a dar pasos cuatro, cinco, seis, siete. Entonces ella llegó delante de él. Hart la cogió la levantó y la hizo girar con él. Sepultó su cara en su cuello, inhalando su calidez, sintiéndola caliente contra él. Seguro. Estoy seguro. El cuerpo de Hart se estremeció una vez con un sollozo grande, desgarrador. Eleanor gritaba, sus manos le acariciaban la cara, tocaba su barba, mirándole maravillada. — ¿Qué pasó, Hart? ¿Qué te pasó? ¡Dios Mío!, estás horrible. El corazón de Eleanor se desbordaba con la felicidad. Él estaba ahí, entero, con ella. La flor le había dicho que estaba bien, pero tenía que tocarle para creerlo. Ella estrujaba su cara y la barba extraña, Hart parecía diferente pero era el mismo. Sus ojos todavía ardían como el fuego dorado, aunque su ropa era áspera, y olía a río. Puso sus brazos alrededor de él y se apretó, tan feliz que no podía hablar. —Elle —, susurró. —Mi Elle. Él le levantó la cara y la besó. El gusto de él, era tan familiar, tan parte de ella, que se le rompió el corazón. Se retorció en sus brazos y golpeó con los puños en su pecho. — ¿Por qué diablos no enviaste ni una palabra? Estaba enferma con la preocupación, esperando y esperando… Tuvo la sangre fría de mostrarse sorprendido. —Envié una señal. Sé que la viste. — ¿Ah, sí? ¿Me estabas mirando? —Tenía a alguien mirándote—, le dijo. —Por supuesto. ¿Entonces por qué no me dejaste devolver un mensaje? Recorrí todo el parque buscando cualquier señal del que había dejado la flor, pero nadie había notado nada. ¡Inútiles!. —También me contaron eso. No quise que le encontraras a él, o a mí, porque era peligroso. —Bien, sí, entiendo por qué no quisiste que nadie te siguiera a tu escondrijo. Pero podrías haber confiado en mí para encubrirte. — ¡Quiero decir, que era peligroso para ti!— El tono habitual de Hart cuando estaba enfadado salió. — ¿Qué habría pasado si un enemigo supiera que todavía estaba vivo y que te comunicabas conmigo? Podría haber tratado de usarte para hacerme salir de mi escondrijo, podría haber tratado de hacerte daño para que le dijeras donde estaba. —Yo nunca lo diría—, dijo Eleanor. —Ni bajo tortura. — ¡Maldita sea, no quería que te torturaran! Eleanor acarició su mejilla. —Ah. Eso es dulce. Ian venía caminando pesadamente hacia ellos, sus botas chirriaban en la grava. —Hacéis demasiado ruido. Hart agarró la mano de Eleanor apretándola. —Tienes razón, Ian. Como de costumbre. Ven conmigo, Elle. Quiero mostrarte algo. — ¿Puedes mostrármelo en casa? Hace mucho frío aquí fuera. Ya está todo arreglado, ¿sabes? El inspector Fellows encontró a todos los asesinos. Por fin. Tengo que decirte que creo que le gusta la hermana de Isabella. Tendremos que asegurarnos de invitarles a ambos a Kilmorgan para el verano… Encontró sus dedos tapando sus labios, sus manos ahora eran ásperas y callosas. —Eleanor, por favor deja de hablar durante un breve instante, y ven conmigo. Estarás caliente; te lo prometo. Eleanor besó sus dedos. — ¿Qué vas a mostrarme? Él le dio una mirada familiar, exasperada. — ¿Puedes venir sin hacer preguntas? —Hmm, puedo ver que la vida al raso no ha disminuido tu arrogancia. Bien, entonces. Enséñamelo. Y luego, nos vamos a casa. La expresión de Hart cambió a la triunfante. Ah, querido. Hart comenzó a acercarse a la orilla, su brazo alrededor de Eleanor. Le gustaba sentirse tan caliente, en el círculo protector de su brazo. Ella balbuceaba porque su miedo la tenía enferma, pero su corazón cantaba. —Ian—, dijo Hart cuando comenzaron a caminar. —Acércate al barco de allí, y dile a Reeve que le conseguirás su dinero mañana por la mañana. El tabernero del puente alquila cuartos y pasaré la noche allí. Después envía una nota a Kilmorgan, discretamente, diciéndoles que estaré pronto allí. Ian saludó con la cabeza. Hundió sus dedos en el hombro de Hart, luego se alejó rápidamente hacia el barco de Reeve, desapareciendo en la oscuridad. Ian lo haría, y no los engañaría. El tabernero y su esposa se habían acostado ya, pero Eleanor puso varias coronas en la mano del tabernero. El hombre y su esposa abrieron un cuarto y prendieron un fuego en la estufa, luego cambiaron las sábanas mientras Eleanor se apoyaba en la ventana cerrada, fuera de su camino. Hart pidió un baño. La esposa del tabernero le miró mal, pero otra corona, logró que trajeran un barreño no muy grande, toallas y que lo llenaran con agua caliente. El tabernero no hizo ninguna pregunta, pero tanto él como su esposa dedicaron a Hart y Eleanor una mirada curiosa, antes de dejarles en paz. —Ellos creen que soy una prostituta—, dijo Eleanor. — ¡Qué divertido! Hart se quitó la ropa sucia. — ¿Te preocupa lo qué ellos piensen? —No realmente—, dijo Eleanor. —Pero aunque estoy feliz de estar a resguardo del viento frío, he de decirte que tu casa de Londres es más caliente, y tu bañera más grande. Y tienes agua corriente. Hart cogió un periódico doblado del bolsillo de su chaqueta y lo abrió en la cama. —Por eso. Eleanor no echó ni un vistazo al papel. En cambio, miró a Hart quitarse el pantalón y los calzones de franela que llevaba debajo, y luego caminar, desnudo, al baño. Hart se sentó en el agua caliente, soltando un suspiro de satisfacción. La mirada de Eleanor estaba fija en su gran y guapo marido, ahora empapado, con la piel brillante por el agua. —Lee el periódico, Elle —, dijo Hart. Recogió la pastilla de jabón y se lo restregó por todo el cuerpo. Eleanor echó un vistazo a la cama. —Lo he leído. Las noticias sobre las elecciones. —Lo sé—. Soltó un suspiro al chocar con el final de la pequeña tina. Tuvo que levantar las rodillas para caber dentro. —Es lo que quiero mostrarte, Elle. La coalición, las elecciones, el gobierno… el mundo. Ellos han seguido moviéndose—. Él extendió sus brazos, dejando un goteo de agua en el suelo. —Y yo todavía estoy aquí. —Es verdad—, dijo Eleanor, con su mirada fija en Hart. —Algunos de tus colegas no se han detenido ni un momento para afligirse. Es bastante asqueroso. —No es eso lo que quiero decir. Mientras he estado viviendo en el barco, Elle, el mundo ha pasado de mí. Yo siempre creía que, sin mí, esto no funcionaría. Todo se derrumbaría y se caería, incapaz de avanzar sin que yo lo dirigiera. Pero estaba equivocado... Ella le miró preocupada. — ¿Y eso te complace? —Sí—. Hart frotó enérgicamente su pelo, volaron gotitas. —Porque, amor, mirar el mundo desde lejos me ha devuelto mi hogar. No tengo que dirigirlo. He puesto las cosas en movimiento y he dado a Fleming un empujón. Y ahora, yo puedo detenerme. Dio un suspiro y se metió debajo del agua para aclararse, las burbujas se cerraron sobre él como una manta. Eleanor nunca le había visto así. Estaba relajado en la ridículamente pequeña tina, despreocupado, su sonrisa estaba llena de verdadera alegría. Se reía de sí mismo. Aunque Hart la hubiera embromado y se hubiera reído cuando él la había cortejado hacía mucho, él había estado siempre dirigiéndose, hacia un objetivo. Siempre, Hart Mackenzie tenía un motivo subyacente para lo que mostraba en su superficie, sólo que lo que ahora mostraba en su superficie, era… él mismo. — ¿Estás seguro de que te sientes completamente bien?— preguntó Eleanor. — Ian me dijo que te habías dado un golpe en la cabeza con la explosión. Hart se rió con fuerza. Estaba delicioso todo mojado, con su pelo alisado por el agua, sus grandes miembros colgaban fuera de la tina. Y la barba. Eso había asustado a Eleanor cuando le vio por fin a la luz, pero su tacto en sus labios no había sido desagradable en absoluto. —He estado loco toda mi vida—, dijo Hart. —Dirigiéndolo todo. Primero cuidando de mis hermanos, asegurándome de que sobreviviéramos, después cuidando de la nación, del mundo si pudiera. He vivido aterrorizado pensando que si me detenía, si algo me ocurría, todo se iría al infierno. ¿Pero eso no ha pasado, verdad? Es maravilloso. Y estoy tan jodidamente cansado. — ¿Pero y las elecciones? Tu partido ganará. Todo el mundo piensa que… —Fleming puede conducirlos. Está preparado para ello, y no es un aristócrata metido a politico al que nadie escuchará. Él le dará a Gladstone su merecido. —Pero si vuelves, puedes ganar. Estoy segura. —No. He terminado. Su risa acabó en un suspiro aliviado. El punto de luz de locura que estaba permanentemente en los ojos de Hart había desaparecido. En ese momento, era un hombre normal que disfrutaba del placer simple de un baño. — ¿Pero y Escocia?— preguntó Eleanor. — ¿Devolverán la Piedra del Destino1? —Un sueño estúpido. La Reina adora Escocia, y nunca la dejará escapar. Los días de las Highlands y Bonnie Prince Charlie2 han terminado, gracias a Dios. La fuerza de Escocia volverá un día, pero eso llevará tiempo. Quise forzarlo, pero podría haber sido peor. Mira el lío en Irlanda—. Hart vertió más agua sobre su cuerpo y se movió en la tina, salpicando agua por todos lados. —La Piedra del Destino volverá a Escocia un día. Lo siento en mis huesos—. Sonrió abiertamente. —Pero no hoy. 1 La Piedra del Destino, o Piedra Scone o de la coronación, es una pieza rectangular de arenisca, que se utilizó en las coronaciones de todos los reyes escoceses, en el S XIII, fue capturada por el rey Eduardo I y llevada a Londres a la Abadía de Westminster, donde se ha usado para la coronación de los reyes británicos. En 1996 la Piedra Scone volvió a Escocia, se puede ver en el Palacio de Edimburgo, pero con la condición de que la vuelvan a prestar en futuras coronaciones. N del T. 2 Carlos Eduardo Estuardo, Bonnie Prince Charlie o el joven pretendiente, fue el último heredero de la casa jacobita que reclamó el trono para los estuardos. La mayoría de los jacobitas eran escoceses de las Highlands. En la batalla de Culloden (16 de abril de 1746) fueron masacrados por el ejército británico que defendía a la casa de Hannover. N del T Jennifer Ashley La Perfecta Esposa del Duque Highland Pleasures 04 CAPÍTULO 22 A Eleanor no le preocupaban nada en ese momento las elecciones, la Piedra de Destino, ni el orgullo escocés. Ella sólo veía a Hart, alto, mojado y desnudo, saliendo de su baño. El agua oscurecía el pelo de su cabeza y de sus piernas, y el que había entre sus muslos. Él estaba duro por el deseo, su sonrisa le decía que él sabía que a ella le gustaba lo que veía. Hart podría haber decidido que el mundo podía continuar sin él, pero su vanidad no había disminuido ni un ápice. Los días de preocupación, miedo, esperanza, y temor pasaron por Eleanor como una ola. Su bravuconería la abandonó. Se apretó la boca con una mano y se lanzó hacia Hart abrazándole. Hart la levantó en un húmedo abrazo. Su vestido quedó empapado, pero no se preocupó. —Pensé que estabas muerto—, sollozó ella. —No quería que estuvieras muerto. —Sufrí cada minuto que estuve lejos de ti, Elle. Cada jodido minuto. Hart la llevó a la cama, acostándose con ella. Le quitó la ropa, arrancando botones y quitando ganchos. Eleanor le ayudaba quitándose el resto, necesitaba sentirse desnuda contra él. Hart entró en ella con un ahogado grito de desesperación, y luego se tranquilizó. Estaban juntos en una cama muy alta, cara a cara, los sollozos de Eleanor fueron calmándose. —Eleanor—, susurró. —Te amo tanto. —Te amo también—. Eleanor acarició su pelo. —Voy a tener un bebé. Hart la miró fijamente. — ¿Qué? —Un niño. Un chico, estoy bastante segura. Tu hijo. — ¿Un bebé? Eleanor movió la cabeza. —Espero que no te importe. — ¿Importarme?— Gritó la palabra, y al mismo tiempo, los ojos de oro de Hart Mackenzie se inundaron de lágrimas. — ¿Por qué demonios debería oponerme? Te amo, Elle, Te amo. Él sonreía al decirlo, entonces entró en ella. Eleanor puso sus brazos alrededor, riéndose con él cuando comenzó a hacerle el amor frenéticamente. Cuando Eleanor se despertó, unas horas más tarde, Hart estaba boca abajo dormido a su lado, abrazado a una almohada, felizmente calmado. A ella le gustaba estar ahí, en el tranquilo cuarto, con el ruido del fuego en la estufa, ella y su marido en un pequeño nido separados del resto del mundo. Sólo Ian Mackenzie sabía donde estaban, e Ian nunca lo contaría. ¿Duraría esto? se preguntó Eleanor. Cuando Hart volviera a casa, a Kilmorgan, cuando el mundo supiera que todavía estaba vivo, ¿recordaría Hart la declaración que había hecho esa noche? ¿O iban el mundo y su ambición a tragárselo otra vez? Ella no lo permitiría. La ambición estaba muy bien, pero ahora Hart tenía una familia. Ella se aseguraría de que nunca lo olvidara. Un toque caliente en su abdomen la hizo saltar. Eleanor miró abajo para ver la mano de Hart en su vientre, y a él mirándola. Su pierna estaba entrelazada con la suya, una buena posición. —¿En qué piensas, Elle? Eleanor reajustó su expresión. —Yo me preguntaba… — ¿Sí, zorrita? ¿Qué te estabas preguntando? —Lo que hicimos en la habitación de arriba de Lady McGuire. ¿Lo recuerdas? La sonrisa creciente de Hart le dijo que lo recordaba bien. —Está grabado en mi memoria. Podía verte en el espejo. Era como estar en el cielo. Eleanor se ruborizó. — ¿Esa es la clase de cosas que hacías en la casa High Holborn? Él perdió su sonrisa. —No. — ¿Bueno, entonces, qué hacías? Hart se puso de espaldas y se tapó la cara con la mano. —Elle, no quiero hablar de la casa y de lo que hice allí. Sobre todo no ahora. —Ahora es tan buen momento como cualquier otro. —Era mucho más joven entonces. La primera vez que viví allí, no te conocía; la segunda vez, intentaba consolarme por la pérdida. Era un hombre diferente. —No me has entendido. No tengo ningún interés en lo que hiciste con otras mujeres. Ninguno en absoluto. Pero quiero saber lo que hacías. ¿Cuáles son esas oscuras inclinaciones de las que todo el mundo habla, incluído tú? Quiero conocerlas, explícitamente. Cuando la miró, vio sorprendida que lo que había en los ojos de Hart, era miedo. —No quiero contártelo—, dijo. —Pero es parte de ti. Eres un hombre poco convencional, y yo no soy exactamente una mujer convencional. Ermitaña, sí; convencional, no. No quiero vivir contigo sabiendo que reprimes tus deseos o que los controlas por mí, o todo lo que tú creas que debas hacer. Desecha esa idea, Hart. No tengo miedo. —No quiero que tú me tengas miedo. Esa es la razón. —Entonces dímelo. Si no lo haces, imaginaré todo tipo de cosas extrañas, las juntaré con los susurros y risas tontas y miraré en libros eróticos. —Eleanor. — ¿Tiene algo que ver con fustas? ¿O esposas? Hay muchas bromas sobre las esposas. Aunque no sea capaz de imaginarme la razón por la que la gente quiere encadenarse unos con otros, no me lo puedo imaginar. — ¿Eleanor, de qué estás hablando? — ¿Estoy equivocada?— Que bien que bromees de nuevo, quizás así decidas explicármelo todo exactamente y dejar de preocuparte por mi inocencia. —Eleanor Ramsay, todo hombre que crea que tu eres inocente es un completo idiota. Hart colocó su mano en torno a su muñeca, la presión era suave, pero los dedos eran fuertes. —No tiene nada que ver con dolor o grilletes—, dijo él. —Es sobre confianza. Confianza absoluta. Sumisión completa. No podía liberarse de su apretón. — ¿Sumisión? Sus ojos estaban oscuros. —Para ponerte en mis manos, confiar en mí, en que conozco tus deseos y te llevaré a experimentarlos. Permitirme hacer lo que deseo, sin preguntas, confiando en que sé lo que hago. La recompensa por tu confianza es el placer más exquisito. —Ah—, dijo. —Sin preguntas—. Hart besó el interior de su muñeca. —Confiarías en que nunca te haría daño, en que mi único objetivo es tu placer. El corazón de Eleanor se aceleró. Placer exquisito. —Parece… interesante. Hart se levantó colocándose sobre ella apoyado en sus manos y rodillas, en un movimiento tan repetido que lo hizo sin esfuerzo. — ¿Podrías hacerlo? ¿Podrías ponerte en mis manos y no hacer ni una maldita pregunta? — ¿Ni una sola pregunta? No estoy segura… —Haré que sea fácil para ti al principio. Eres Eleanor Ramsay. Tú no puedes, pero yo te haré preguntas para ayudarte. —Podría intentarlo. —Hmm. No te creo, pero no importa. Hart se bajó de la cama, en un movimiento que parecía de nuevo no costarle esfuerzo alguno. Revolvió en la ropa que había dejado en el suelo y cogió su corbata. Era una corbata improvisada, una pieza larga y estrecha de lino, que se envolvía alrededor de su garganta para protegerse del frío viento del Támesis. Cogió los extremos en sus manos y volvió a la cama. Eleanor se arrodilló allí, esperándole, excitada y preocupada al mismo tiempo. Hart se subió en la cama, su cabeza casi rozaba las vigas, cuando se arrodilló detrás de ella. —Dame tus manos. La boca de Eleanor formó el “Po...” de por qué, y Hart le dio un pequeño toque en su mejilla. —Sin preguntas. Dame tus manos. Eleanor las levantó. Rápidamente Hart ató la tira de lino alrededor de su torso, bajo sus pechos, cruzándolo en un complicado nudo y atando al final sus muñecas juntas. Levantó sus manos hacia arriba en un movimiento suave pero firme. —Comenzaremos con esto—. Hart acarició con la boca su oreja. —No te haré daño. ¿Me crees? —Yo… Otro pellizco, esta vez en su hombro. — ¿Dije, me crees? —Sí—, susurró. Sumisión. Eso era lo que Hart Mackenzie siempre había deseado, comprendió. Que otros se sometieran a él, que le dejaran ser su maestro. No porque quisiera castigarlos, o cambiarlos, sino por su propio bien, porque quería cuidar de ellos. Aquellos que no lograban entenderlo le causaban un gran dolor. —Sí—, repitió. No estaba en la naturaleza de Eleanor someterse a nada, pero con el cuerpo fuerte de Hart detrás y sus manos sosteniendo las suyas, ella abrió su corazón, abrió su cuerpo, y se entregó a él. —Sí—, dijo por tercera vez. Todavía de rodillas detrás de ella, y otra vez con la facilidad, la acercó a su regazo, de modo que quedó arrodillada, con las rodillas separadas, sus muslos entre los suyos. Esto la abría para él, comprendió, sentir su cuerpo a su alrededor hizo que se relajara y excitara. Hart pasó un brazo alrededor suyo, mientras que con el otro sujetaba la atadura de sus muñecas. Era completamente vulnerable. Su fuerte cuerpo estaba detrás suyo. La única manera de escapar sería avanzar lentamente a través de la cama, pero él mantenía sus muñecas atadas. Debería sentir pánico, debería luchar contra él… y aún así, sabía que no le haría daño. Si un extraño le hubiera hecho eso, entonces, sí, estaría aterrorizada. Pero ella conocía Hart, había compartido la cama con él, había despertado en sus brazos, pegada a su costado. Había visto como su cara se suavizaba con el sueño, le había visto llorar por su hijo. Pasión y placer. Eso era lo que Hart Mackenzie quería darle, no miedo y dolor. Sumisión. Eleanor suspiró, relajándose contra él, y su duro miembro se deslizó directamente en su interior. Puro placer surgió cuando se unieron. Ninguna estrechez, ningún dolor, sólo Hart deslizándose dentro. Ella gimió. —Sí, eso es—, susurró Hart. — ¿Lo ves? —Hart. —Shhh. Hart acarició su pelo, y ella sintió sus labios, el atractivo roce del pelo de su nueva barba. No hizo nada con sus manos atadas, sólo sostenía el extremo de la tela. Las muñecas de Eleanor estaban presionadas contra su pecho, Hart estaba detrás y rodeándola. Otro grito salió de sus labios. Hart respondió con un gemido, no era inmune a lo que él hacía. —Mi dulce Elle. ¿Cómo te sientes? —Hermoso. Es hermoso. ¡Ah, Hart, no creo que pueda soportarlo! —Sí, puedes—. Hart lamió su oído, su barba le hacía cosquillas. —Puedes soportarlo, mi hermosa muchacha escocesa. Eres fuerte, como tu antepasada que empujó al soldado sajón del tejado. Eleanor se rió, y el movimiento le causó un dulce placer. Incluso las bromas de Hart estaban calculadas para afinar los sentimientos. Pasión y placer, cuerpos calientes donde se fusionaban. Hart la sostuvo así mucho tiempo, moviéndose muy poco. Simplemente la llenaba, dándole la felicidad de sentirle dentro, de ser uno con él. Hart susurró. — ¿Quieres más? —Sí. Sí, por favor, Hart. Eleanor oyó como su súplica salía imparable de su boca. Hart se rió entre dientes, su maravilloso cuerpo vibraba. Eleanor se encontró meciéndose entre sus manos y rodillas, Hart nunca salía de ella. Rodeó sus brazos y piernas, soltando el pañuelo lo suficiente para que se pudiera agarrarse a la cama. Pero siempre sosteniéndola, sin dejarla caer, sin dejarla ir. Sus cuerpos se pusieron resbaladizos con el sudor, gotitas que desde los pechos de Eleanor empapaban la corbata. Donde Hart se unía con ella solamente había fuego. —Mi Elle—, gimió. —No me abandones otra vez. ¿Me oyes? Te necesito. Eleanor asintió con la cabeza. —No. Me quedaré. Para siempre, Hart. —No te dejaré ir. Ni los Fenianos, ni mi estúpido orgullo, ni mi pasado se interpondrán entre nosotros. He acabado con eso. No estaba exactamente segura de qué hablaba, pero le gustaba cómo retumbaban sus palabras sobre ella. —Bien. Bien. —Tú y yo, Elle. Estábamos destinados a estar juntos. Y el resto del mundo puede irse al infierno. —Sí, Hart. Sí. —Elle, muchacha, eres tan hermosa--. Su acento escocés borró cada pedazo de su estudiada entonación inglesa. —Quédate conmigo para siempre. —Sí. Oh, Hart, te amo. Sin notar que se movía, se encontró estirada sobre su vientre, con las manos estiradas por delante. Hart estaba encima, con todo el peso y la longitud de su cuerpo, todavía dentro de ella. No podía seguir, y al mismo tiempo quería más. Hart tenía que detenerse, no, no tenía que detenerse nunca. Sus palabras derivaron en gemidos. Sus movimientos hacían que se rozara contra la colcha sacando lo salvaje de su naturaleza. Estaba atrapada debajo de él, y además, el fuego que sentía en su interior, hacía que se sintiera poderosa. Ella podía hacer cualquier cosa, cualquier cosa, porque Hart compartía con ella su fuerza. Continuaron haciendo el amor, hasta que Hart finalmente se dejó ir. Él se estremeció, tenía la piel húmeda y su aliento la calentaba. —Mi Elle —, dijo y la besó y besó. —Mi dulce muchacha sinvergüenza. Se deslizó fuera de ella y la giró, estirándose encima y soltando sus manos. — ¿Estás bien? Eleanor movió la cabeza, sin aliento. —Absolutamente bien, Absolutamente bien. mi querido Hart. Fue…— Sonrió abiertamente. — Hart desató la tira de lino y la cubrió con la colcha. Apoyó su cabeza en la almohada junto a la suya. —Gracias. ¿Él le había proporcionado todo ese placer, y se lo agradecía? — ¿Por qué? —Por el regalo de tu confianza. Ella se encogió de hombros, fingiendo indiferencia. —No eres tan malo. Una mirada traviesa volvió a sus ojos. — ¿Ah, no? Tendré que convencerte de otra manera. Eleanor tocó la tira de lino. — ¿Esta es la clase de cosas que te gusta hacer? —Una parte de ellas. — ¿Hay más? Su amplia sonrisa la hizo temblar de deseo. —Mucho más, Elle. Mucho, mucho más. — ¿Y tú me lo enseñarás todo? Los ojos de Hart vacilaron mientras pensaba. Puso un caliente beso en sus labios. —Sí. Otro temblor, profundamente excitada dijo. —Lo esperaré ilusionada. Él dejó de sonreír, frunció las cejas. —Cuando creí que te había perdido… Cuando todo que podía ver era el humo de la explosión y que desaparecías detrás…— Temblaba. Eleanor acarició su cara, pasando el pulgar por la barba que empezaba a gustarle. —No pienses en ello. Ya ha pasado. Estamos los dos seguros. Gracias a Ian. —A Ian, sí. Él ha sobrevivido a cosas terribles, y se merece… tanto. —No te preocupes. Es feliz ahora. Tiene a Beth y sus niños. Nunca le he visto tan feliz. —Lo sé. Le doy gracias a Dios por Beth—. Hart agarró su muñeca, la besó. —Y gracias a Dios por ti. Te amo, Elle. Nunca podré decirte cuánto te amo. Su corazón hablaba por su boca. Su tono era ronco, sólo se le oía así cuando estaba muy emocionado. Eso pasaba tan raramente que Eleanor lo atesoró. —Te amo también, Hart. Para siempre. Hart asintió con la cabeza. —Para siempre, Elle—. Suspiró, su cuerpo se estremeció cuando se relajó a su lado. Estiró el arrugado edredón sobre los dos, y Eleanor se acurrucó junto a él en el confortable nido. El cuarto estaba tranquilo, en paz. —Espero que seas feliz, Ian—, refunfuñó Hart. — ¿Qué?— Eleanor parpadeó y abrió los ojos. Cuando Hart no respondió, le empujó. — ¿Qué dijiste? Hart se rió entre dientes, hombre exasperante. —Nada. Duérmete. Eleanor le besó otra vez, y lo hizo. Hart estaba en el tranquilo cuarto, mirando a Eleanor dormir, su mente rebosaba con lo que acababa de pasar. Eleanor se había sometido dulcemente a él, y él había experimentado algo más allá del placer. Los dos se habían fundido en uno, por entero, completamente. Hart nunca había sentido eso con ninguna otra persona en su vida. Hart siempre había estado solo, procurando controlar que su soledad no fuera usada en su contra. Eleanor se había reído con él esa noche, agradablemente sorprendida, completamente confiada. No buscando únicamente su propio placer sino creyendo que él la dirigiría y protegería a través de su viaje juntos. Mirándola ahora, su cara relajada, un rizo que serpenteaba a través de su mejilla, Hart sabía que él había encontrado la paz. Se había dejado llevar por sus oscuras necesidades, sin control y sin miedo. Porque Eleanor estaba ahí para dirigirle. Con su ayuda, lograría que sus necesidades les proporcionaran a ambos todo el placer que se merecían. No era ya el Hart que desesperadamente buscaba la insensibilidad en el placer, o el Hart que tomaba las riendas para recordarles a todos, incluido a sí mismo que era el amo. Hart había hecho el amor a una mujer, mostrándole como de divertido podía ser. Había hecho el amor a Eleanor. Había pasado de los infernales túneles al calvario del barco, donde se había enfrentado cara a cara con lo que era la cosa más importante en su vida. Sin poder, sin dinero, ni fuerza, sin poder controlarlo todo a su alrededor. Eleanor. Él recordó cómo se había sostenido en los túneles pensando cálidamente en ella, aunque sus pensamientos entonces no estuvieran muy claros. Sus primeros pensamientos cuando había despertado otra vez, fuera de las tinieblas, habían sido para ella también. Todo lo que le importaba era Eleanor, y el niño que ahora llevaba dentro. Hart extendió su mano sobre su abdomen caliente. No se movió, continuó durmiendo. Hart se relajó, y cayó en un sueño profundo, abrazado en su calor. El regreso de Hart Mackenzie fue recibido con consternación por algunos y alivio en otros. Inglaterra leyó acerca de la supervivencia de Hart en sus periódicos de la mañana, se sacudieron cabezas, y se dijo: Esa familia está completamente desequilibrada. Reeve consiguió su dinero, más del que había soñado. Tanto que Reeve decidido dejar Londres y llevar a su familia a vivir en una casita de campo de la costa del sur. En Kilmorgan, Hart se reincorporó a su familia entre grandes alegrías, y también regañinas. Las mujeres fueron las peores. Hart apenas escapó de ellas, se refugió en la pesca con Ian. David Fleming fue a Kilmorgan, impaciente por hacer que Hart tomara las riendas del poder otra vez. No podían perder, dijo David. Hart tenía a la nación comiendo en la palma de su mano, podía hacer lo que deseara. Todo lo que él siempre había querido —Depende de ti, viejo—, dijo David, relajadamente recostado en una silla, con un puro cortado por ambos extremos en una mano y una petaca en la otra. —No me opongo a apartarme. Lo preferiría. ¿Qué quieres hacer? Hart alzó la vista a los antepasados Mackenzie que colgaban a lo largo de las paredes de su enorme estudio, desde el Viejo Malcolm Mackenzie, con la cara de desprecio que había provocado el terror de Dios en los ingleses, a su propio padre, que fulminaba con la mirada a cualquiera que cruzara el umbral. Hart examinó los ojos de su padre por encima de la barba, con el brillo que el pintor había logrado capturar. Detrás de aquellos ojos había un hombre que había conspirado para matar a su propio hijo. Salvo que esta vez cuando Hart miró el cuadro, vio que los ojos eran sólo eso, pintura. El viejo Duque se había ido. Hart apoyó sus manos abiertas con fuerza sobre el escritorio y cerró los ojos. Te he derrotado. Ya no tengo que demostrarte que no soy débil. Arriba, en su dormitorio, Eleanor tejía patucos. Él abrió sus ojos. —No—, dijo. David se detuvo, la petaca a mitad de camino a su boca. — ¿Qué dijiste? —Dije que no. Dimito. Tu llevarás al partido a la victoria. David palideció. —Pero te necesito. Te necesitamos. —No, no es así. Fuiste tu quien mantuvo la coalición unida cuando se suponía que yo estaba muerto. No podrías haber hecho eso si yo fuera lo único que mantiene al partido unido. Pienso con mucha ilusión en muchas noches compartiendo un whisky contigo y escuchando tus historias de tus días como primer ministro. Seguiré apoyando al partido y aconsejándote si es necesario. Pero ya no quiero el puesto de primer ministro. David le contempló. —Bromeas. Hart se recostó, respirando un soplo del fresco aire escocés que se colaba por las ventanas abiertas. —Los peces pican el anzuelo en el río que baja desde la colina. La destilería Mackenzie necesita mi ayuda. Ian hace un buen trabajo allí, pero su corazón no está en la preparación del mejor whisky de malta que haya conocido el hombre. Voy a asumir esa tarea, mientras él se divierte con las cuentas. Voy a dejar de tratar de dirigir el mundo y comenzar a tratar de dirigir mi vida. La he descuidado. —Seguro, te vas a convertir en un típico Laird escocés, y pasearás por tu finca con botas altas y un bastón. Te conozco, Mackenzie. Te aburrirás bastante pronto de esto. —Lo dudo. Mi esposa está embarazada de mi hijo, y tengo la intención de no perderme un momento de su vida. — ¿Eleanor embarazada?— se extrañó David. — ¡Dios mío! ¿Se ha vuelto loca? —Todavía no—. Hart miró tranquilamente el cuarto que había dejado de intimidarle. Tal vez debería dejar a Eleanor quitar todos esos jodidos cuadros y redecorar la habitación. David se rió un poco, y sacudió su cabeza. —Ah, bueno. Podríamos haber sido muy grandes juntos, Mackenzie. Felicita a Eleanor de mi parte. —Lo haré. Ahora vete. Quiero estar a solas con mi esposa. David se rió entre dientes. Tomó un trago de su petaca y se la guardó en el bolsillo. —No te culpo, viejo. No te culpo ni una pizca—. David estrechó la mano de Hart, luego le dio una palmada en el hombro y finalmente, se marchó. Hart se levantó. Se colocó delante del retrato de su padre, una copia del que colgaba en el gran hueco de la escalera abajo en el pasillo. La tradición marcaba que el retrato del Duque actual colgara en el primer rellano, el ex-Duque en el segundo, y así hasta el final de la escalera. Cuando Beth se había mudado al principio allí con Ian, sugirió que todos ellos, incluido el de Hart fueran llevados al desván. Hart había pensado que Beth había sido demasiado petulante entonces, pero ahora, estaba de acuerdo con ella. Los cambios serían hechos en Kilmorgan inmediatamente. Hart miró fijamente a su odiado padre, Su Gracia de Kilmorgan, Daniel Fergus Mackenzie. Y se detuvo. Las nubes fuera se habían abierto, y un rayo de sol incidió en el retrato para mostrar a Hart algo que no había sido capaz de ver desde su escritorio. Hart lo contempló durante un rato. Entonces comenzó a reírse. Todavía riéndose, tiró de la campanilla, y cuando un lacayo acudió, le envió a buscar a Eleanor. Eleanor encontró a Hart sentado en su escritorio, con la silla sobre dos patas y las botas cruzadas apoyadas sobre el mismo. Su falda escocesa se había deslizado revelando sus fuertes muslos, y tenía una sonrisa de placer en su cara. —Eleanor—, dijo señalando. — ¿Hiciste tu esto? Eleanor dio vuelta para mirar lo que él señalaba. —Sí—, dijo. —Lo hice. —Es una pintura valiosa. —Tienes otro del mismo artista colgado en el pasillo. Sin mencionar al Manet de Londres. —Dime por qué. Eleanor echó un vistazo al viejo Duque. Ella había entrado allí con Hart cuando regresaron a Kilmorgan hacía unos días, y había visto a Hart estremecerse bajo el escrutinio de aquellos ojos. Más tarde, Eleanor había subido, cogido un lápiz de dibujo, había vuelto a bajar y subida en una silla, en un ataque de resentimiento, lo había garabateado. Ahora el duque lucía cuernos de diablo y gafas redondas. La sonrisa de Hart calentó su cara. —Sé sincera, Elle. Dímelo. Eleanor estrujó sus manos. —Estaba muy enojada con él. Tú siempre has temido que te hubiera hecho como él, él te hizo temerle. Tenías tanto miedo de parecerte a él que estabas asustado. Pero no te pareces a él en absoluto. Tienes mucho carácter, sí, pero eres generoso, fuerte y protector. Muy protector. Tu padre no era nada de eso. Estaba cansada de cómo te perturbaba—. Ella miró a Hart, que tenía las manos detrás de su cabeza. Se había afeitado la barba, ahora era su bien afeitado caradura otra vez, pero podría tratar de persuadirle de que se dejara crecer la barba otra vez. Le gustaba la sensación de sentirla en cualquier parte que la besara. Ella continuó. —Siempre he pensado que te pareces mucho más a tu tatarabuelo, el viejo Malcolm. Debió ser terrorífico, y aún así su mujer le amó. Le describió muy bien en sus diarios, los he leído. Las cosas que ella dice de él me recuerdan a ti. Hart pareció pensativo. — ¿El viejo Malcolm? Creía que era un despiadado bastardo. — ¿Puedes culparle? ¿Sus cuatro hermanos y su padre muertos en Culloden? Pobre hombre. Al menos encontró a Mary y se fugó con ella. Muy romántico. —Los Mackenzies eran románticos en aquel tiempo. —Los Mackenzies todavía lo son. Hart se levantó con la misma precisión controlada con la que hacía todo. — ¿Lo somos, ahora, muchacha? —Así lo creo—. Eleanor pensó en las cosas emocionantes que Hart le había enseñado en la cama los días anteriores, cosas que hicieron que se ruborizara, pero que le hacían temblar de deseo al pensar en ellas. Hart seguramente sabía cosas exóticas, pero era paciente, sin apresurarla nunca, siempre haciendo que ella se sintiera segura antes de continuar. Era un sinvergüenza escandaloso, pero con un corazón muy grande que ahora le pertenecía por entero. Puso su mano en la suya y la apretó. —Por supuesto que eres romántico. Sólo tienes que ver lo contento que estás de que todos tus hermanos estén felizmente casados. —Lo estoy—. Hart soltó un gruñido exasperado. —Pero ahora tengo un maldito montón de ellos aquí. No hay ninguna intimidad en esta casa. —Se han ido a pescar—, dijo Eleanor. —Con los niños. No volverán en un buen rato. Quizás podemos tener ahora la oportunidad de que me enseñes alguna de tus… poco convencionales pasiones. —Mmm—. Hart bajó las manos por sus brazos acariciando con los pulgares el interior de sus muñecas. —Tengo unos juguetes nuevos para probar. Los conseguí sólo para ti. Su corazón se aceleró. — ¿Si? —Nunca más amarres improvisados. Los tengo de verdad ahora. — ¿De verdad? Espléndido. Estoy deseando verte con ellos. Hart se estremeció y abrió mucho los ojos. — ¿Qué? Eleanor quiso reírse. —Sí, en efecto. Mi hermoso y bravo escocés, quizás sólo con tu kilt, con las muñecas atadas juntas, esperándome. Hart la contempló durante un largo momento, entonces apareció una pícara sonrisa en su cara. — ¡Zorra atrevida! Has aprendido muy bien tus lecciones. —Creo que esa sería una buena fotografía, ¿no? Hart abrió la boca para contestar. La cerró. Y luego refunfuñó. Su hermoso y bravo escocés la atrajo hacia él, y su beso la dejó sin respiración. —Mi Eleanor—, dijo. —Te amo. —Yo también te amo, Hart Mackenzie. Su sonrisa volvió. —Deberías saber que es mejor no desafiarme. Contestaré con un desafío propio. —Bien, lo estaré esperando—, dijo Eleanor. Hart gruñó otra vez, entonces él la levantó en sus brazos, dio un puntapié a la puerta abierta, y salió corriendo con ella del cuarto. Jennifer Ashley La Perfecta Esposa del Duque Highland Pleasures 04 EPÍLOGO JUNIO DE 1885 Hart no tenía ningún interés en tener más retratos oficiales suyos, pero Eleanor insistió. —No sólo tuyo—, había dicho ella. —De toda la familia. Y así, un buen día en el que Hart habría preferido ir a pescar con Ian, él estaba de pie en la terraza con sus hermanos y sus familias para hacerse unas fotografías. El fotógrafo que había venido de Edinburgo estaba preparando la cámara, el trípode y su colección de placas de cristal. La primera en ser fotografiada fue la familia de Cameron Mackenzie, sólo porque Cameron colocó más rápido a sus tropas. Cameron se sentó en una silla, y Ainsley se colocó de pie a su derecha, con su mano sobre su hombro. Daniel estaba a su izquierda, y Gavina, que casi tenía dos años ahora, estaba sentada en el regazo de Cameron. Algo goteó de la boca de Gavina, y Cameron rápidamente la limpió con su pañuelo, antes de que la cámara disparara. Después fueron Ian y Beth. Ian se sentó en la silla, su falda escocesa cubría sus rodillas. Beth estaba regiamente de pie a su lado con un vestido de la tela escocesa Mackenzie. Sostenía a Belle en sus brazos, mientras que Jamie de tres años estaba en el regazo de Ian. La cámara inmortalizó a Ian que miraba, no a la lente, sino a su esposa, con cara de felicidad. Beth le miraba a él hacia abajo, sus dedos estaban entrelazados. Un hermoso retrato. Ian y Beth dejaron a los niños en el césped para que jugaran mientras Mac por fin lograba colocar a toda su nidada en el lugar. Mac ocupó su lugar en la silla, con Aimee de seis años a su izquierda, e Isabella de pie junto a su hombro derecho. Eileen, que tenía tres ahora, apoyaba su espalda contra su madre que la sostenía de la mano. Robert con dos años, vestido con kilt, se sentaba en el regazo de su padre. La cámara los pilló entre risas. El sol brillaba en el pelo rojo de Isabella, que sonreía, pero Mac se reía. —Papá—, dijo Aimee. —Lo vas a estropear. Se hicieron otra fotografía algo más solemnes esta vez, pero con la sonrisa en todas las bocas. Eleanor cogió al bebé Hart Alec Graham Mackenzie en sus brazos, y Hart dijo, —Ya está bien. Vamos a acabar con esto. Mac se llevó a sus tres hijos lejos, Eileen corría gritando detrás de su primo Jamie. Aimee que se había designado a sí misma como guardiana de la impetuosa Eileen, los seguía de cerca. Hart se sentó en la silla y cogió a Alec. Alec todavía vestía faldones, pero Eleanor le había colocado una pieza de tela escocesa Mackenzie alrededor de su redonda cintura. Eleanor estaba de pie a la derecha de Hart, y Lord Ramsay, que ahora se llamaba Abuelo Alec, se colocó al otro lado de Hart. Hart levantó la cabeza y contempló la cámara. Imaginó cómo resultaría la foto: él en el medio, seguro y arrogante; lord Ramsay que parecía casi cómicamente regio; Eleanor, hermosa, con su cara suavizada por la alegría y el bebé, Alec, que se sentaba en el regazo de Hart, con las manos de Hart a su alrededor. Alec. El milagroso niño que Eleanor le había presentado a Hart una tarde fría de diciembre, una de las noches más largas de la vida de Hart. Ian le había intentado tranquilizar con la bebida, pero Hart había estado caminando y sudando, aterrorizado de volver a vivir la noche en la que Sarah había muerto y el día después en el que murió Graham. Pero Eleanor, resistente, había superado todo y el pequeño Alec había saludado a Hart con un fuerte llanto. Hart había levantado a su hijo, que parecía muy pequeño en sus grandes manos acunándole, su corazón se desbordaba con tanta alegría y alivio que lloró. Hart pensó en esa noche ahora, mientras miraba hacia abajo a Alec. Alec miró hacia arriba a su padre, su mirada perfectamente fija. Con seis meses de edad, Alec había perfeccionado la deslumbrante mirada Mackenzie. —Vigila tus modales, ahora - Le dijo Hart. A Alec le gustaba la retumbante voz de Hart. Incluso entonces, suavizó su mirada. Sonrió a su padre y levantó su manita hasta su cara. La cámara les atrapó así, padre e hijo, compartiendo una mirada y Hart sonriéndole a su hijo que tenía su mano en la mandíbula de Hart. Hart hizo que el fotógrafo hiciera una segunda fotografía, está más rígidamente digna, como debían ser los retratos. Pero siempre atesoró Eleanor la primera, que enmarcó y colocó en lugar preferente en la salita privada de la familia. La tarde de fotografías no había terminado aún. Eleanor insistió en que hicieran una de toda la familia: Hart, Cameron, Mac e Ian y su familia colectiva, y, Dios les ayudara: todos los perros. Estaban en una fila, los cuatro Mackenzies, con Ainsley y Daniel, Eleanor y Lord Ramsay, Beth e Isabella, siete hijos, y los cinco perros agrupados en torno a ellos. El retrato fue difícil de lograr, cuando estaba hecha la composición. Robert, que estaba sentado al frente decidió que prefería seguir a una mariposa que se había posado en la balaustrada. Ruby y McNab decidieron ir tras él. Ben, elegante animal, puso su gran cabeza entre las patas y se durmió a la luz del sol, sus ronquidos sonaban por encima de los gritos de los niños. Aimee perseguía a Robert, Jamie fue a averiguar la causa del alboroto, y Gavina exigía que la dejaran caminar sola, o al menos jugar con los perros. Daniel lo resolvió y levantó tanto a Jamie como a Robert en sus grandes brazos, llevándoselos de regreso a la terraza, protestando. Los perros los siguieron. Muchas discusiones y halagos siguieron. En medio de todo, Hart le dio a Eleanor un apretón y se inclinó hacia ella. —Te compré un regalo. Los ojos de Eleanor brillaron. —Adoro los regalos. ¿Qué es? —Una sorpresa, descarada. Tendrás que esperar. Es tu castigo por someterme a la tortura de hacernos un retrato. Eleanor le dio a Alec, se volvió rápidamente, y comenzó rápidamente a organizarles, logrando colocar a todos en posición, como sólo Eleanor podía hacerlo. Finalmente se colocaron, y el fotógrafo dijo, —Quietos. Y… disparo. El retrato de la familia Mackenzie entera, diecisiete de ellos, con cinco perros, se imprimió en un gran cartón, se enmarcó y se colgó en el vestíbulo del castillo Kilmorgan. Pero eso estaba por venir. Hoy, los niños, liberados de la restricción de estarse quietos, corrían por el jardín, gritando y volviendo a gritar, en un juego de corre que te pillo que parecía no tener reglas. Mac y Daniel se escabulleron detrás de ellos para asegurarse de que no se hicieran daño. Las señoras sirvieron el té y hablaron. Y hablaron y hablaron.... Cameron, Ian y Hart intercambiaron una mirada, fueron dentro para quitarse sus galas y sacaron sus cañas de pescar. Tal y como estaban las cosas, Hart no tenía la más mínima posibilidad de dar a Eleanor su regalo hasta última hora de esa noche, cuando estuvieran los dos solos. Eleanor, con su bata de seda, miró con curiosidad a Hart cuando abrió las envolturas de la caja cuadrada que le dio. Estaban en el dormitorio de Eleanor, el que se le había asignado cuando se convirtió en la esposa de Hart, que Hart había adoptado como su propio dormitorio. Ya no pensaba dormir en ese mausoleo de cuarto cuando podía enroscarse acogedoramente en este con Eleanor. —Ah, Hart, es encantadora. Era una pequeña cámara, tan pequeña que cabía en la mano de Eleanor. La giró, examinando la lente, la funda de piel y los accesorios de cobre que permitirían colocar detrás las placas de cristal. —Dijiste que te gustaban las cámaras portátiles. —Pero ésta es diminuta—. Eleanor se rió. —Muy inteligente. La puedo llevar en mi bolsillo. —Hay una caja de placas en el cajón de la mesa detrás de ti. Eleanor fue y sacó la caja. Cogió una placa y rápidamente calculó cómo deslizarla detrás de su pequeña cámara. —Ahora—, dijo. — ¿De qué demonios podría hacer un retrato? Ella sonrió a Hart, con sus ojos brillantes. Hart desató su bata y la dejó caer. —Déjame pensar. Eleanor se rió. —Quédate quieto. Hart se irguió y posó con su deslumbrante sonrisa para el retrato, toda la dignidad Mackenzie, excepto porque iba totalmente desnudo. Eleanor hizo foto tras foto, hasta que Hart cogió la cámara. —Tu turno. No había cumplido su parte aún. Eleanor se había escabullido de cualquier foto mientras estaba embarazada de Alec, aunque Hart sostuviera que nunca la había visto tan hermosa. Sólo le había dedicado esa mirada que las mujeres reservan para los hombres que creen desesperados. Después de esto, habían estado ocupados, de Alec, de la finca, con el trabajo de Hart, con Ian en la destilería, con las fiestas y bailes que Hart todavía organizaba como duque y por su partido. No importaba que el partido hubiera fracasado, y Gladstone hubiera vuelto una vez más al cuadrilátero. David Fleming juró continuar. —No estoy segura de que pueda—, dijo Eleanor. —Soy bastante tímida, ¿sabes? Hart dejó la cámara, fue hasta Eleanor y le quitó la bata. Ella le detuvo y fue desabrochándose los botones ella misma, hasta que dejó caer el camisón al suelo. Hart se mantuvo un paso alejado hasta que Eleanor entró en su campo de visión, sus caderas estaban más redondeadas después de tener a Alec, y sus pechos más llenos. Su glorioso pelo caía como una cascada de oro rojo, sus ojos eran dulcemente azules. Las pecas se extendían por su cara y su frente, bajando por su torso, hasta sumergirse entre sus pechos. Hermosa. La primera foto que le hizo Hart fue de cintura para arriba, con su espeso cabellos cayendo por encima de uno de sus pechos. En la siguiente estaba recostada en la cama, de lado, ocultándose tímidamente con uno de sus muslos, y un brazo sobre los pechos desnudos. Desnuda, pero no muy reveladora, más hermosa aún que si estuviera completamente expuesta a él. Hart se inclinó para besarla, fue depositando besos en todo su lado desnudo, luego se olvidó de la cámara. Fue recostando su espalda en el colchón suavemente y se echó después sobre ella, todo su cuerpo pegado al suyo. Los recuerdos de su pasado, su cólera, su ira y sus miserias se habían marchado. Hart miró a los ojos a Eleanor, sintió sus brazos a su alrededor y supo que estaba en casa. FIN Jennifer Ashley La Perfecta Esposa del Duque Highland Pleasures 04 NOTA DE LA AUTORA Uno de los debates más conflictivos en Inglaterra en la década de 1880 fueron los proyectos de ley para la autonomía de Irlanda. Guillermo Gladstone, primer ministro durante el tiempo en el cual la serie de Mackenzies está basada, fue uno de los que quiso dar a Irlanda un poco de independencia de Inglaterra. En 1885, Gladstone comenzó a hacer una campaña a favor de la Liga de la autonomía, que permitiría que Irlanda estableciera un parlamento independiente en Dublín para legislar los asuntos irlandeses, aunque todavía dependiera del gobierno inglés. La cuestión era delicada, y Gladstone tenía muchos opositores, incluida la reina. Gladstone volvió al poder en 1886 después de un fracaso temporal y logró que el proyecto de ley para la autonomía de Irlanda se aprobara en la cámara de los comunes en 1886 y 1893, pero fue rechazado por la cámara de los Lores, en ambos casos. Tomé prestadas las luchas de Gladstone con el Gobierno por la independencia de Irlanda, para esta historia, moviéndolas algunos años hacia adelante. Hart, nada partidario de los ingleses, quiso que saliera el proyecto de independencia, pero no el de Gladstone, sino su versión. La idea de Hart era dar a Irlanda la independencia completa de Inglaterra, y tras esa victoria, proponer lo mismo para Escocia. El esquema de Hart era atraer a seguidores tanto Liberales de Gladstone como del Partido Conservador, hizo fracasar a Gladstone, promoviendo un voto de censura y comenzó a liderar una coalición. Gladstone fue primer ministro cuatro veces, dimitiendo del cargo por última vez en 1894.