¡UN VERDADERO SER HUMANO! De pronto sintió pasos por sobre su cabeza, que se apresuraban sobre las cerámicas del piso, sumadas a la ausencia total de voces que se esperaría de una situación normal, pues en efecto esto era una “situación especial”. El silencio precedente, los latidos de su propio corazón inundando por completo la atmosfera, no eran más que la calma ante la tempestad. El sigilo y premura de los no invitados sólo podría tener una explicación: había sido descubierta. “Pero cómo pudieron…” se preguntó en silencio Teresa, sin dejar de balancear la bolsa fría que tenía entre sus guantes esterilizados, ya casi vacía de aquella sustancia tan controversial y tabú para las autoridades. Desde el extremo de la bolsa se desprende una angosta manguerilla que comparte tonalidad con su abastecedora, y desemboca en el brazo de una adolescente pálida, cuya melena reposa sobre una toalla blanca, en un mesón de orfebrería cubierto por nylon. Se trata de Valeria, quien vivía con el anciano cartero desde su infancia, pues sus padres no eran más que fotos de jóvenes llenos de vitalidad, un recorte añejo de diario con un trágico invierno en la autopista, con un sedán convertido en chatarra contra la barrera de contención. Desde pequeña había visitado con frecuencia a Teresa en su taller, curiosa con las herramientas y metales extraños que ésta manipulaba. No era una exageración decir que su vínculo se asemejaba más al de una madre y su hija, que a una simple vecina. Teresa era orfebre por hobby pero médico de profesión. Aprobó con distinción su colegiatura y obtuvo un puesto de planta en el hospital regional, donde había trabajado desde hace ya nueve años. En sus años de servicio había visto de todo: heridos de accidentes en urgencias, pacientes terminales luchando contra enfermedades que más parecen plagas bíblicas que dolencias, niños con sus cabezas calvas por los tratamientos…en fin, de todo. Con el tiempo dicen “te operas de los nervios”, por lo que a esas alturas ya se había acostumbrado a su trabajo, y no perdía el apetito luego de las jornadas más impactantes. Era ya una profesional. Tenía a su haber un diplomado en ética médica, el cual la facultaba para impartir cátedras dentro de los recintos hospitalarios, respecto de qué corresponde a las obligaciones de un médico y qué no. Las autoridades desde hace ya muchos años habían hecho hincapié en que, para ser una gran nación es necesario adaptarnos a ambientes mucho más competitivos, por lo que debemos disminuir nuestros riesgos al máximo y fomentar que cada quien, con sus propias fuerzas, logre vencer los obstáculos que se presenten en su vida. Era mal visto ayudar a cruzar la calle a un anciano, “el nivel de vida de la tercera edad no es tan paupérrimo como para que un anciano no realice sus actividades con normalidad”, rezaba el ministro de salud en sus apariciones públicas, ya desde hace muchos años, “y en base a este razonamiento fundamentado en nuestra meta colectiva de supremacía nacional, queda terminantemente prohibido, bajo decreto ley, actividades de coexistencia biológica consentida, esto es, implante de órganos, tejidos, fluidos ya sea sangre, plasma, líquido medular, etcétera, pues atenta contra nuestros objetivos gubernamentales. No se tolerará ningún acto de contrabando, sea cual sea la circunstancia”. Dichos comunicados eran repetidos y proclamados todo el tiempo, pues las autoridades estaban enfocadas en el desarrollo individualista de la especie. Teresa lo tenía claro, incluso fue materia obligatoria en sus cátedras a colegas y demás funcionarios. Era lo mejor para todos, pensó al terminar sus lecciones, “pero entonces, ¿qué es aquello que me incomoda tanto cuando trato el tema de la solidaridad biológica con mis pares?...trataré de no pensar mucho en eso”, se repetía cada vez. Hasta que Vale llegó tocando a su puerta. Su rostro pálido evidenciaba que no estaba bien, y para ir a su casa en su día de descanso claramente algo estaba fuera de lugar. Al preguntarle sobre lo sucedido la chica enseño su antebrazo izquierdo, mostrando una visible cortada de unos 10 cm, la cual sangraba profusamente dejando ver un surco profundo en sus carnes. Su esfuerzo por explicar la hizo tambalear, cayendo de frente sobre el pecho de Teresa, quien la sostuvo en sus brazos, evitando su caída. “No tuvo oportunidad de contarme los detalles, pero esto claramente es serio. Debo prestarle primeros auxilios”, pensó en una décima de segundo la doctora. Poco importaba su nueva creación en proceso, donde mezcló seis diferentes metales y piedras pulidas, que se encontraba en el taller del subterráneo. Como no tenía lugar donde atenderla la llevó allí, acomodó el mesón con todo lo necesario y comenzó con el examen inicial. Sus signos vitales eran débiles, su color pálido y a ratos mortecino le indicaban que las cosas podían empeorar. Lo peor era por supuesto la gran pérdida de sangre. Luego se daría cuenta que desde el sembrado del viejo Rigo, donde usualmente juega Vale hasta su casa había decorado una senda carmesí de proporciones. “Si todo sigue así presentará una arritmia, entrará en paro cardiorrespiratorio o peor aún, podría morir aquí”. No daba crédito a sus ojos, la cándida niña que alegraba sus tardes desde hacía años estaba frente a ella, a punto de vivir los últimos minutos de su frágil vida arrebatados por un corte misterioso. “… ¡Qué puedo hacer, qué puedo hacer!...” repetía y repetía, pues en su corazón tenía una certeza: No la dejaría morir. Revisó su baúl de insumos médicos y encontró un kit de prueba de sangre, confiscado hace años y que ahora era material didáctico para “nunca usen esto” en sus clases de ética. Sin demorar más hizo punción en su dedo índice y en el de Vale, siguió las instrucciones provistas en el kit, hasta que determinó sus tipos de sangre, que eran B-RH+. Sus dedos temblaron ante la idea que invadió su mente hasta incomodarla… “debo darle mi sangre a Vale, de lo contrario morirá”. Y así lo hizo. Utilizó su preparación como médico de emergencias para improvisar un método de extracción de sangre, y luego su transfusión a Vale, quien con cada minuto que pasaba parecía perder colores y fuerza al respirar. Si bien la herida estaba suturada con puntos esterilizados, quedaba lo más difícil: su sangre debía aclimatarse al cuerpo de Vale. A medida que pasaba el tiempo el color de Vale comenzaba a retornar, cuando de pronto Teresa sintió el estruendo apagado de la intrusión a su hogar. Si bien se asustó no se sorprendió del todo, pues sabía que el gobierno reacciona ante cualquier anormalidad, pero mientras Vale se recuperase todo lo demás podría ser explicado y remediado. Con un mazo de diez libras rompieron la entrada al subterráneo, amenazando a la doctora con rifles de asalto, indicándole interrumpir su acto criminal. Al responder con súplicas en favor de la salud de Vale, fue derribada de un culatazo a la altura del estómago, provocando que la manguera de transfusión se desprendiera de la bolsa, dando pie a que la sangre de Vale fuese drenada sobre el frío piso del taller. Teresa desconcertada intentó ponerse de pie y levantar la manguera, pero fue reducida al piso violentamente, mientras observaba como el color mortecino de Vale se iba apoderando de su frágil piel. Sus gritos de agonía fueron ahogados entre manos enguantadas y mensajes de radio de “la amenaza ha sido neutralizada, repito…” que intercambiaban los miembros del escuadrón. Semanas más tarde, Teresa, acusada de perpetrar crímenes contra la supervivencia humana y la autoridad médica, enfrentaba un duro juicio en su contra, además televisado a todo el país. Sabía que no libraría fácil de ésta, pero ya nada le importaba. Vale no había resistido. Había muerto. Al ser acusada vehementemente por el abogado de la fiscalía sobre su poca decencia y moral respondió con sus ojos llenos de convicción: “¿Así que ayudar a una niña es indecente e inmoral? ¿Todos aquí presentes se preocupan por nuestra humanidad, no? Pues déjenme decirles algo: mientras tenga algo que entregar por el bien de los demás, no me importarán sus conceptos de decencia y falsa moralidad, este es un privilegio que no me pueden arrebatar, es lo que me define como persona. Si tengo que dar mi esfuerzo por otro lo daré, si tengo que sudar por otro lo haré, si tengo que entregar parte de mis tejidos para restaurar a otro lo haré; si tengo que dar mi sangre para salvar a otro no tengan ninguna duda que lo haré, pues es mi derecho, la prueba inequívoca de mi humanidad. Les pregunto a cada uno de ustedes, ¿son realmente humanos? ¡¡Les estoy demostrando qué es un verdadero ser humano!!