Su Señoría tiene miedo - Biblioteca Virtual Universal

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José María Rivarola Matto
Su Señoría tiene miedo
Comedia en tres actos
2003 - Reservados todos los derechos
Permitido el uso sin fines comerciales
José María Rivarola Matto
Su Señoría tiene miedo
Comedia en tres actos
PERSONAJES
ALEN, mediana edad.
SARA, su esposa, más joven.
RAFA, hijo un poco menor que Marta.
JUANA, muchacha de servicio.
BARNI, abogado.
BÁEZ, juez, colega de Alen.
AYALA, secretario del Juzgado.
NAPOLEÓN GUERRERO, secretario privado del Ministro.
LEÓNIDAS VALIENTE, pariente del Ministro.
Profesionales, guardias, músicos, público.
Acto I
Casa del JUEZ ALEN; habitación pobremente amueblada, con un recibidor antiguo y
barato, una mesa de comer, sillas desparejas, estantería con algunos libros y expedientes.
Retrato de su padre y un espejo en la pared. Es mediodía.
ALEN.- (Regresa de sus tareas de la mañana en el Tribunal, con algunos expedientes
bajo el brazo, modestamente vestido.) ¡Puff! ¡Qué calor! (Arroja los expedientes sobre una
silla, se quita el saco.) ¿No hay nadie en esta casa?
SARA.- (Entra precipitadamente.) ¿Cómo te va, mi amor? No te había oído entrar.
¿Estás muy cansado?
ALEN.- ¡No es que esté cansado, sino que hace tanto calor!... ¿Dónde llevaron el
ventilador?
SARA.- Habrá sido Rafa; lo habrá llevado para estudiar, y después no lo trajo. ¡Juana!
ALEN.- (Se ha quitado la corbata y remangado la camisa.) Decile que traiga también
algo fresco.
SARA.- ¿Una limonada?
ALEN.- Lo que sea, pero abundante. Me estoy licuando.
SARA.- ¿Debiste salir a la calle?
JUANA.- (Chica de servicio.) ¿Qué quiere la señora?
SARA.- Andá a decirle a Rafa, si está, que traiga enseguida el ventilador, y preparále
una limonada al señor, en la jarra.
JUANA.- Sí, señora. (Sale.)
ALEN.- Ya sabés, en el ómnibus a esta hora se viaja tan mal...
SARA.- Es muy mala hora. Ya pronto vas a tener que comprarte el auto; ¿no podrías
empezar con una moto?
ALEN.- No, no me atrevo; un juez debe ser discreto; no puede montar una máquina
escandalosa alborotando perros a su paso.
SARA.- Si tuvieses un poco de coraje, ya tendrías el auto pagándolo por cuotas.
ALEN.- No, mi vida, no me cargonees más con ésas; estamos saliendo apenas de las
apreturas anteriores. Quiero respirar un poco de aire fresco. Necesito tranquilidad, por un
tiempo.
SARA.- Si pensás así, no tendrás nunca ni auto, ni nada.
ALEN.- No exageres, y yo tampoco seré exagerado. Un auto usado, una deuda pequeña,
que no hipoteque el sueño. Desconfiá de las cuotas; mirá, en el Juzgado tengo montañas de
expedientes de prójimos que sucumbieron a la tentación de las cuotas.
SARA.- Pero es la única forma en que un pobre puede tener algo.
ALEN.- Claro, y es la única forma en que los pobres mueren del corazón, igual que los
ricos. Hoy, mediante las cómodas y largas cuotas, la enfermedad se ha popularizado. Hasta
los pelagatos tienen infartos.
SARA.- Eso, los que abusan.
ALEN.- ¿Quién no abusa ahora? Hay una organización mundial que te obliga a abusar.
Los periódicos, la radio, la televisión son formas supereficientes de esa lerda y mansa
serpiente del Paraíso.
RAFA.- (Entra con el ventilador en una mano, y en la otra una radio portátil que se pega
al oído.) ¡Hola!, aquí está el ventilador, lo llevé por un rato. (Busca un enchufe.)
ALEN.- ¿Es tan importante eso que escuchás?
RAFA.- Sí, (Riendo.) es sobre un lío que pasó en la cancha. Una discusión a trompadas
y patadas.
ALEN.- ¿Y cómo podés hablar conmigo, enchufar el ventilador y todavía seguir con los
argumentos, las trompadas y patadas?
RAFA.- Es fácil: se conecta y se «des»; cuando me hablás, me «des», de aquí, sobre
todo si no dice nada «inte».
ALEN.- ¿Y si dice algo interesante?
RAFA.- Oigo los dos; hay una técnica para todo eso. Estos hablan mucho y se repiten.
Dicen que no hay que ser fan, pero ellos forman fan, porque de eso viven, ¡je!
ALEN.- ¿Por qué decís que viven de los fanáticos?
RAFA.- Claro, cuanto más fan, más hinchada, más revistas, más fútbol, más negocio, y
de vuelta, más grescas y patadas, y juego sucio.
ALEN.- Así es el mundo, contradictorio.
RAFA.- Hipócrita.
ALEN.- El hombre, en general, es un animal agresivo, conquistador del planeta; a duras
penas contiene las patadas y trompadas.
RAFA.- O la bomba atómica. (Sale.)
ALEN.- ¿Querés que te diga una cosa, Sara?
SARA.- Sí, ya sé, que Rafa tiene talento.
ALEN.- ¡Y lo tiene! Ojalá también tenga carácter.
JUANA.- (Entra con una jarra y vaso para la limonada.) Aquí tiene, señor, la limonada.
¿Dónde la pongo?
ALEN.- Arrimame aquí una silla.
JUANA.- (Lo hace.) ¿No quiere otra cosa?
ALEN.- No gracias.
SARA.- Poné la mesa, Juana.
JUANA.- Sí, señora. (Empieza a poner la mesa, pobre, para cuatro personas.)
SARA.- ¿Cómo te fue hoy en tu despacho?
ALEN.- Bien, lo de siempre: firmar papeles, papeles y papeles. Alguien te cuenta
historias absurdas, tristes, deformadas, con la mayor convicción; otros que confunden los
hechos con ingenuidad, y otros que se vienen tortuosos, resbaladizos, entrando y saliendo
del agua, como esas víboras de los pantanos.
SARA.- ¿Algunas mujeres, también?
ALEN.- También algunas.
SARA.- Reconocés, ¿eh?
ALEN.- Claro; algunas viejas maniáticas, y otras, hasta oliendo mal... pero a todos hay
que escuchar atentamente. Un juez es una especie de campo de batalla, y muchas veces se
siente pena, y miedo por lo que allí está pasando.
SARA.- ¿Miedo de qué?
ALEN.- De estar demasiado cerca de la pelea. Estás obligado a tomar parte, porque
tenés que decidir. Hable, firme, juzgue, te apuran, te aprietan, y uno vacila, espera,
retrocede, se retuerce, teme errar, piensa lo que dirán las partes, no se quiere tomar partido.
Decidir no es nada fácil.
SARA.- ¿Qué hacés entonces?
ALEN.- Te tomás tiempo, todo el tiempo que puedas, te engañás decidiendo cuestiones
simples.
SARA.- ¿Vienen también mujeres lindas?
ALEN.- Sí, una que otra, pero ninguna como vos.
SARA.- ¿Te escapás por la tangente, no?
ALEN.- Ni pienso; me casé con una hermosa y sólida verdad.
SARA.- Abogado había de ser.
ALEN.- Tu admirador. ¿Me permitís que vaya a cambiarme esta ropa para sentarme
contigo a la mesa? (Sale.)
SARA.- No será cierto, pero la deja a una bailando una galopa por dentro. (Llama.)
¡Juana!
JUANA.- (Que está poniendo la mesa.) ¿Señora?
SARA.- ¿Ya vino Marta?
JUANA.- Sí, pero se fue un momento a casa de la señorita Alicia.
SARA.- Andá a llamarla. Decile que vamos a comer.
MARTA.- (Entrando.) Hola, aquí estoy.
SARA.- Ya te iba a hacer llamar.
MARTA.- Ya oí. ¿Por qué tanto apuro?
SARA.- Ya sabés que a tu padre le gusta que todos estén a la hora de comer.
MARTA.- Ya sé; iba a venir, pero estaba hablando con Manuel. Me estaba pidiendo una
cosa importante.
SARA.- ¿Se puede saber?
MARTA.- Me preguntó si podía conseguirle una entrevista con papá.
SARA.- ¿Qué? ¿Para qué? ¿Se quiere comprometer?
MARTA.- (Con fastidio.) No mamá; quiere venir a hablarle de un asunto del Tribunal.
SARA.- Menos mal, ya creí que venían a pedirla a mi chiquita.
MARTA.- Jesús, mamá; ya sabés que eso no se hace más.
SARA.- ¿No?
MARTA.- Claro que no.
SARA.- ¿Cómo se hace entonces?
MARTA.- No seas tonta; todo se entiende y se da por sabido.
SARA.- ¿Sí?, ¡lo que se perdieron, hija! No hay nada más delicioso que obligar a un
muchacho a que te lo diga. Que se hinque y te lo diga.
MARTA.- ¡Jesús, mamá, ni digas esas cosas! Si Manuel creyera que soy yo la de la
idea, me abandona, me difama; organiza contra mí una pública carcajada, y todos se
divierten a mi costa.
SARA.- Bueno, ya sé; es un decir... Ya sé que está de moda la línea recta hasta en lo
sentimental. Pero sonaba tan lindo... me hubiera gustado que lo probaras.
MARTA.- ¿Lo probaste vos?
SARA.- La verdad, no. Pero las mujeres de mi tiempo todavía lo soñaban. Es por eso
que lo quisiera para mi nenita.
MARTA.- Gracias, pero ahora todo se ha mecanizado; las cosas se dicen sencillamente,
hasta con la bocina. Un toque, dos toques... si una sale, quiere decir que está de acuerdo.
SARA.- ¡Qué poco romántico!
MARTA.- ¿Por qué? ¡Hay coches que son un sueño!
SARA.- ¿Y si no se tiene auto?
MARTA.- ¡Que se alquile, que se preste!; un muchacho sin auto, está mutilado.
SARA.- Bueno, nosotros hasta ahora no lo tenemos.
MARTA.- Pero lo vamos a tener, ¿verdad? Por ahora yo no tengo necesidad de hacer
ninguna declaración de amor, pero hay que ver las cosas que le hacen a Manuel.
SARA.- ¡Ah!, ¿las chicas también?
MARTA.- ¿No manejan acaso? ¡En esta generación se acabó la diferencia entre hombre
y mujer! Mamá, tenemos que convencerlo a papá.
SARA.- (Suspira.) No quiere comprometerse. Tiene miedo. Dice que él vino a buscar a
este puesto seguridad y tranquilidad, no quiere meterse en deudas. Dice que tendremos de
todo cuando pueda.
MARTA.- ¿Y podrá?
SARA.- Va aflojando, hay que buscarle la vuelta.
MARTA.- ¿Se la vas a buscar?
SARA.- Sí, un poco cada día; hay que ensanchar.
MARTA.- ¿El sueldo?
SARA.- La mentalidad, el sentido práctico.
MARTA.- ¿Prometido?
SARA.- Sí.
MARTA.- Mamá, ¿y lo que te dije?
SARA.- ¿Qué?
MARTA.- De la entrevista de Manuel con papá.
SARA.- Lo he estado pensando. No te metas con tu padre en los asuntos de su juzgado.
MARTA.- Pero mamá, es sólo para conseguirle una entrevista.
SARA.- Sí, ya sé, pero en casa quiere estar tranquilo. Tenemos que ayudarlo en eso.
MARTA.- ¿No se puede hacer un favor?
SARA.- El mejor que le harías a tu padre sería no meterte.
MARTA.- Pero él me dijo que era una cosa sencilla; una cosa de nada.
SARA.- Si tanto te importa, hacé lo que quieras, pero a lo menos sé oportuna.
(Suena el timbre de la puerta. Entra ALEN con ropa de entrecasa. Va a mirarse atentamente
al espejo.)
SARA.- Andá a ver quién es, Marta.
MARTA.- (Saliendo.) Ya.
SARA.- (Va como para sentarse a la mesa.) ¡Juana!, andá a llamarlo a Rafa, decile que
venga a comer. (A Alen.) Ya podemos comer, ¿verdad?
ALEN.- Sí, ya podemos comer.
MARTA.- (Entrando.) Papá, el doctor Barni quiere verte.
ALEN.- ¿Le dijiste que estaba?
MARTA.- Sí, le dije.
ALEN.- ¡Esa costumbre paraguaya de venirse justo a esta hora!
SARA.- ¿Lo vas a recibir?
ALEN.- ¡Maldito sea!, ¿qué puedo hacer? ¡Ese individuo tiene una puntería para
fastidiar!
SARA.- ¡Nuestra mesa está tan raída!
ALEN.- No lo vamos a invitar a comer.
MARTA.- Sí, papá, pero está tan pobre, hay que ver el cochazo que tiene.
ALEN.- Así ha de ser; es de los que usan el portafolio como metralleta; para asaltar.
SARA.- ¿Entonces?
ALEN.- Voy a ver si puedo atenderlo en la puerta. (Sale.)
SARA.- Marta, vamos a sacar otra vez la mesa, rápido; estoy segura de que lo traerá
aquí. ¡Juana!
JUANA.- (Entrando.) ¿Señora?
SARA.- Llevate esa jarra y esas cosas; levantamos la mesa... ¡que fastidio!
MARTA.- Ya lo está haciendo entrar... Vamos. (Salen con SARA. Queda JUANA para
los últimos arreglos.)
ALEN.- (En el vano.) Pase, pase, doctor.
BARNI.- (Mediana edad, bien vestido, portafolios.) Gracias.
ALEN.- Tome asiento, doctor.
BARNI.- Gracias, señor Juez... Disculpe que lo moleste a esta hora, pero me dijeron que
Su Señoría por la tarde tiene cátedras y que es difícil encontrarlo.
ALEN.- Así es, me gusta enseñar.
BARNI.- ¿Ah sí, por qué?
ALEN.- Porque allí las cosas son seguras. No hay contienda.
BARNI.- Es un descanso para Su Señoría...
ALEN.- Y un refuerzo al presupuesto.
BARNI.- Claro, el sueldo de juez es muy bajo.
ALEN.- Es reducido, pero viviendo con modestia... No le ofrezco nada, porque en
realidad no tengo nada en casa, pero si quiere puedo pedir que le traigan una limonada.
BARNI.- ¡No, no!, no se moleste; sólo venía un momento. Vengo enviado; recibí el
encargo de hablarle de parte del doctor Mauricio Recio, gran dirigente político de
Tembetary; tiene entre otras muchas empresas un importante reñidero de gallos.
ALEN.- ¿Ah, sí?
BARNI.- Él quería ir a su despacho, o venir aquí personalmente, pero yo le pedí que no
lo hiciera por temor a que fuera mal interpretada su visita.
ALEN.- ¿Ah, sí? ¿Y accedió?
BARNI.- Claro, yo debí insistir...
ALEN.- Muy considerado, se lo agradezco, doctor.
BARNI.- Gracias. Su Señoría lo conoce, ¿verdad?
ALEN.- Personalmente no, pero vi su fotografía publicada.
BARNI.- Bueno, Su Señoría conoce los importantes cargos que ocupa. Una palabra
suya, es decisiva.
ALEN.- Así ha de ser, ¿y qué desea de mí ese señor?
BARNI.- Yo le cuento la verdad, Señoría, para que pueda sacar conclusiones claras.
Mire, su amiga, es prima de la mujer de mi defendido.
ALEN.- Ya... parentesco por concubinato.
BARNI.- (Ríe.) Bueno... más o menos así; pero Su Señoría sabe que esas relaciones son
las más fuertes, mientras duran.
ALEN.- ¿Y desde cuándo duran ésas, cuáles son las perspectivas?
BARNI.- No lo tome a risa, Su Señoría; el doctor Mauricio Recio está metido allí hasta
el copete.
ALEN.- ¡Menuda zanja!
BARNI.- ¡Je, je, pero Su Señoría tiene un humor!
ALEN.- ¿Qué quiere de mí esa influyente familia?
BARNI.- Su Señoría lo sabe; una resolución favorable en la cuestión pendiente. Mi
defendido está injustamente detenido, queremos que cuando menos salga en libertad
mientras sigue el proceso.
ALEN.- Muy bien, lo estudiaré muy atentamente.
BARNI.- Eso, desde luego lo esperamos de Su Señoría; pero quisiera agregar más, si me
lo permite.
ALEN.- Diga, doctor, para escucharlo estoy.
BARNI.- Me encargó además el doctor Recio, y en el caso cumplo su especial encargo,
que en caso de que salga enseguida una resolución favorable, habría una demostración de
gratitud para Su Señoría.
ALEN.- ¿Ah, sí? ¿Y usted qué dice a eso, doctor?
BARNI.- Bueno, yo digo que a Su Señoría, y a cualquiera, le conviene tener un amigo
tan importante, que efectivamente se muestre agradecido.
ALEN.- Muy atinado, muy juicioso, doctor.
BARNI.- ¿Le digo entonces que acepta Su Señoría la propuesta?
ALEN.- Bueno, doctor, le he escuchado a usted atentamente, porque ésa es mi
obligación, tanto más cuando el mensaje viene de una persona tan importante como su
cliente.
BARNI.- Muchas gracias, señor Juez.
ALEN.- En realidad, doctor, nuestras costumbres están últimamente tan relajadas que un
hombre se siente débil, y hasta ridículo cuando quiere cumplir con su deber. En este caso,
por ejemplo, me siento confundido, no sé qué decirle, aunque sepa muy bien que debería
hacerlo arrestar.
BARNI.- ¡No, no!, no me interprete mal. (Se incorpora visiblemente alarmado.)
ALEN.- Por favor, déjeme terminar... si hiciese una cosa de ésas, la gente se reiría de
mí, diría que soy un tonto, o que ya me vendí a la otra parte por un precio mayor. Por todo
eso, ya no se tiene el rigor de antes.
BARNI.- ¡Es un malentendido, Su Señoría!
ALEN.- Perfectamente entendido, doctor. Usted, en este caso es un hombre que está en
la corriente, en la onda, como se dice. Usted está sintonizado. Yo todavía no compré esa
radio, y mi pobre aparato anticuado, aunque quisiera, no me da la sintonía.
BARNI.- Bueno, hablando en confianza, yo podría ayudarlo...
ALEN.- Gracias, doctor, pero sabe, yo soy un hombre tímido, déjeme seguir el camino
que me es claro, sin matorrales, déjeme cumplir mi simple deber.
BARNI.- Yo no le pido que no cumpla con su deber...
ALEN.- Hablo del deber visible, despejado, del que está escrito en la ley; de ése que se
puede leer, que ayuda a pensar, a juzgar, a vivir a los hombres comunes, como yo.
BARNI.- ¿Por qué no me permite que le explique?
ALEN.- Por favor, no me traiga usted conflictos; demos lo hablado, por un dicho, no
escuchado, subrayado, no vale.
BARNI.- Si Su Señoría lo quiere así... pero conste que no quise molestarlo.
ALEN.- No me molestó, sólo me tanteó. Son los tiempos, mi querido doctor. Soy como
una mujer mojigata que va de visita a una casa de mala vida. ¿Podría enojarse si alguien le
diese una sobada?
BARNI.- Su Señoría me confunde, y me preocupa.
ALEN.- No se confunda, ni se preocupe; quedamos amigos. Son los tiempos... ¿Quiere
usted darme la mano?
BARNI.- (Levantándose, se la pasa.) Le diré al doctor...
ALEN.- Dígale al doctor que no se inquiete, que haré la mejor justicia que esté a mi
alcance, con toda buena voluntad.
BARNI.- No se burla Su Señoría.
ALEN.- No me burlo, ya le dije. ¿Quiere usted quedarse a compartir mi humilde
mesa?... Así me tranquiliza a mí también.
BARNI.- No, muchas gracias, aprecio su invitación. No sé qué le diré al doctor don
Mauricio...
ALEN.- Dígale que por favor me comprenda, así como yo le comprendo a él.
BARNI.- (Saliendo.) De todos modos, quedaremos muy preocupados.
ALEN.- (Lo sigue.) Que no se preocupe... (Se pierde la voz.)
SARA.- (Entra apenas salen.) ¡Cuándo aprenderá!
MARTA.- (Entrando.) ¡Por fin se fue el cataplasma ése! ¿Qué quería?
SARA.- Darnos la plata para el auto.
MARTA.- ¡Jesús!, y ¿qué le dijo papá?
SARA.- Con toda cortesía le dijo que no.
MARTA.- ¡Mi Dios!
ALEN.- (Entra.) Quién sabe lo que irá a hacer el individuo éste con el susto que se lleva.
SARA.- ¿Por qué decís?
ALEN.- Porque cree que me ha predispuesto contra él, y además le han fallado dos
cartas formidables en el truco: el as de bastos y el siete de oros.
SARA.- ¿No puede hacerte nada?
ALEN.- Es posible que quiera separarme de la causa; puede que busque algún motivo.
SARA.- ¿Y si lo encuentra?
ALEN.- Me separo; ¡qué más da!
SARA.- ¿No te importa tener la decisión en un asunto importante?
ALEN.- Menos preocupación, menos inquietud. ¿No es así, amigo espejo? (Se mira.)
MARTA.- Papá... ¿no vas a enojarte si te digo una cosa?
ALEN.- ¿Por qué me enojaría? Ya me han dicho de todo, y yo tan campante.
MARTA.- Papá, Manuel me pidió que te pregunte...
SARA.- Marta, no es el momento.
MARTA.- ¿Pero acaso no se puede hacer un favor?
ALEN.- ¿De qué están hablando? A ver si me enteran de una vez.
SARA.- ¡Juana! (Llama afuera.) Arreglá otra vez la mesa, a ver si al fin comemos.
MARTA.- Papá, Manuel me pidió que te pregunte a qué hora podrías recibirlo a él y al
doctor Cantero, que quieren venir a verte.
ALEN.- ¿El doctor Cantero? (Breve carcajada.) Pero si es la parte contraria a la del que
se fue. Vendrá por lo mismo de parte de algún comité ejecutivo con más poderes que
Satanás. Vendrá a decirme: «¡vocé no sabe con quien está falando!».
MARTA.- Eso no sé; me pidió que te pregunte sólo eso.
ALEN.- ¿Pero será posible?... ¿será posible que un juez haya perdido tanto respeto como
para que hagan intervenir hasta a su joven hija para un asunto de estos?
MARTA.- ¡Papá, me prometiste que no te enojarías!
ALEN.- No me enojo, mi hija; sólo quedo admirado de los recursos que usan. Un
abogado que sin más preámbulos se presenta a mi casa, me propone soborno; otro que
recurre a mi propia hija para buscar aproximación. Pero ¿dónde estamos?
SARA.- En un mundo corrompido. Vos sos el único que no lo entiende.
ALEN.- También hay otros, no lo creas. Aún queda una calidad espiritual que no
naufraga, que tira las cargas no vitales por la borda, para salvar del naufragio la dignidad.
Hay otros mucho más valerosos que yo.
MARTA.- ¿Te enojaste, papá?
ALEN.- Ya te dije que no; decile a Manuel que venga con el doctor Cantero; que lo
traiga cuando quiera. Si todo el día me paso oyendo historias contrapuestas entre rechinar
de armas, hipócritas sonrisas y promesas ambiguas, con el puñal bajo el poncho. No lo
hubiera querido en casa, pero tampoco lo puedo sacar sin incurrir en grosería, ¿no es
verdad? Además debo ser amable.
SARA.- Bueno, vengan a comer.
ALEN.- Esperá, voy a lavarme la mano después de tocar al tipo ese.
MARTA.- ¿Viste?, no se enojó.
SARA.- A esta hora hay que dejarlo en paz; no acosarlo de nuevo con esos asuntos.
MARTA.- No exageres, mamá; pedirle una entrevista no es acosarlo.
SARA.- Yo sé lo que te digo; se pone nervioso, después no puede dormir la siesta.
ALEN.- (Vuelve secándose las manos.) ¡Vivir en paz, dormir en paz!, eso sí que sería un
gran salario.
MARTA.- ¿Recibieron la invitación para el casamiento de la Martínez?
SARA.- Sí, la recibí. Me preocupa el regalo.
ALEN.- Ya sabés, un telegrama.
SARA.- ¡Son tan amigos!
ALEN.- Un telegrama común; saben que somos pobres; no presumamos cuando no
podemos.
SARA.- Apenas has probado bocado.
ALEN.- El día está pesado para comer.
SARA.- ¿Te pusiste nervioso?
ALEN.- Claro, ya no tengo hambre.
SARA.- ¿No querés que te prepare otra cosa?
ALEN.- Agua, mares de agua fresca.
SARA.- ¿Y vos, Marta?
MARTA.- Tengo que bajar dos kilos para recuperar estilo.
SARA.- Pero se levantan de la mesa y se ponen a rebuscar por todas partes.
ALEN.- ¿Y Rafa?
SARA.- Juana, ¿lo llamaste a Rafa?
JUANA.- Sí, pero dice que va a terminar la partida.
SARA.- Decile que su papá le hace llamar ahora.
JUANA.- Sí, señora. (Sale.)
(Suena el teléfono, lo atiende rápido MARTA, como si estuviese esperando una llamada.)
MARTA.- Hola... Sí, está; ¿de parte de quién?... Papá, el doctor Báez quiere hablarte.
ALEN.- (Con fastidio.) Distinguido colega, ¿en qué puedo servirte?... pero sí, cuando
quieras... Ya terminamos de comer... Vamos a postergar la siesta, hace mucho calor...
Bueno, te espero. (Vuelve a la mesa.) Va a venir Báez, ¡más visitas al mediodía!
SARA.- ¿Por qué no le dijiste que tenías que dormir?
ALEN.- ¡Cómo le voy a decir eso a un juez que quiere venir a visitarme! Seguro que
quiere consultarme algo. Yo también suelo pedirle libros... Es muy ambicioso; eso tiene sus
peligros.
SARA.- A ver; ayudame Marta a levantar la mesa. ¿Preparo café?
ALEN.- Sí, para cuando llegue.
RAFA.- (Entrando.) ¿Ya terminaron?
ALEN.- ¿Querías que te esperáramos?
RAFA.- Pero yo dije que venía enseguida.
ALEN.- ¿Enseguida de qué? ¿de terminar de comer?
RAFA.- Es que tenía el mate listo cuando me llamaron.
ALEN.- ¿Sí, a quién le ganaste?
RAFA.- A Bobby Fisher.
ALEN.- ¡Salute! ¿Y cómo?
RAFA.- Él iba con las blancas, y yo con las negras. Metió la pata en una jugada, y lo
acorralé.
SARA.- Bueno, ahora te voy a servir la comida en el corredor, que viene gente. ¿Te
lavaste las manos después de jugar con Bobby?
RAFA.- No me pasó la mano después de perder. No tiene espíritu deportivo... ¿Qué hay
para comer? (Sale con SARA. Golpean la puerta de calle.)
ALEN.- Marta, si es Báez, hacelo pasar.
BÁEZ.- (Entra vestido de sport.) ¿Qué tal, distinguido colega? ¿soy inoportuno?
ALEN.- ¡Dejate de embromar, hombre! Sentate, ponete cómodo. ¿Vamos a tomar café?
BÁEZ.- Magnífico, colega. Vamos a tomar café, mientras hablamos de nuestro tema
fácil.
ALEN.- ¿Del Tribunal?
BÁEZ.- No, del fútbol, drama sencillo; hablemos de las cosas comprensibles.
ALEN.- ¿Comprensibles?, cada día lo es menos.
BÁEZ.- Las cosas son complicadas... pero hay algunas que son más complicadas. Las
incógnitas del fútbol te llevan el domingo a la cancha, donde las cuestiones se resuelven a
hora fija, y podés seguir hablando de pelotas por unos días.
ALEN.- ¿Quién gana el domingo, Cerro u Olimpia?
BÁEZ.- ¡Cerro!; ya ves, eso se verá el domingo. En cambio, ¿quién ganará el pleito ese
que tenés entre manos, el doctor Cantero, o el simpático Barni?; ¿cuándo se sabrá eso?;
¿quién entiende las razones que se alegan?; ¿quién sabe por qué una prueba te convenció y
otra no?
ALEN.- Claro... es mucho más oscuro.
BÁEZ.- Parece peleadísimo; ¿ya lo estás estudiando para resolver?
ALEN.- Está listo para resolver un incidente.
BÁEZ.- ¿Ya lo tenés escrito?
ALEN.- Tengo un proyecto limpio... pero me han surgido ciertas dudas, quisiera
estudiarlo más.
BÁEZ.- ¿No se puede saber?
ALEN.- Disculpame, Báez, no quiero que te molestes, pero en este caso me quiero
reservar.
BÁEZ.- Entonces, dejame que te diga una cosa.
ALEN.- Lo que quieras.
BÁEZ.- Vino a verme...
ALEN.- ¡No me lo digas! Podés decirme lo que quieras con respecto al caso, pero no
quiero saber una palabra más sobre las personas que se interesan por él.
BÁEZ.- Te conviene saberlo, hombre.
ALEN.- Pero no quiero, porque todos esos lo que buscan es presionarme, cargarme con
el peso de sus investiduras, de sus influencias, de su riqueza, de su poder; amenazarme con
sonrisas, acariciarme haciéndome sentir las garras; ¡quieren darme más miedo del que
tengo! Queremos cosas diferentes: ellos quieren ganar, ganar el pleito a todo trance, sin
importarles los medios; yo debo querer hacer justicia. Ellos usan la ley como garrote, para
pelear; yo debo verla como una bandera, un ideal para servir y un refugio seguro, para vivir
protegido por ella.
SARA.- (Entrando.) Permiso, buenos días, doctor; aquí les traigo café.
BÁEZ.- ¿Cómo está usted, señora? Muchas gracias, ¿no lo va a tomar con nosotros?
SARA.- Lo tomaría con ustedes, pero veo que están hablando de cosas muy importantes.
ALEN.- Quedate Sara; también te interesa lo que decimos.
(Golpean la puerta.)
SARA.- Llaman... ¿estás o no estás?
ALEN.- Según para quien sea; si es un desconocido, no estoy.
(Sale SARA.)
BÁEZ.- Mi estimado amigo, no lo tomes tan a pecho, no exageres la nota. Tu oficio es
administrar la mejor justicia posible en tu país, en tu tiempo; no ir a la cruz por una pelea
privada que ni te importa.
ALEN.- ¿Que no me importa? Vaya si me importa; si todo el día me aprietan con ella,
me soban, me pesan, para torcerme, para romperme. Ya estoy en la cruz, hombre, bien
clavado.
BÁEZ.- Digo que no te importan sus consecuencias.
ALEN.- ¿No son sus consecuencias que cualquier individuo por el hecho de tener dinero
o influencia, se crea que puede venir a intimidarme? ¿Creés que no me importa que
cualquier abogadillo pistolero venga a insultarme ofreciéndome una propina por mi
conciencia y mi honor? ¡No me importa que ni siquiera me anime a enojarme por eso, sino
que deba tragarme el insulto y pasarle la mano! ¿Por qué? Porque la sociedad corrompida
me deja solo. Nunca como aquí he comprendido qué pesado es cargar con una decisión
honrada.
SARA.- (Entra con AYALA.) Pase, pase, Ayala.
AYALA.- (Modestamente vestido, trae algunos expedientes.) Permiso... (A BÁEZ.)
Buenos días, doctor. (A ALEN.) Aquí le traigo esos expedientes que me había pedido,
señor Juez.
ALEN.- ¿Qué tal, señor Secretario? Siéntese, ¿no quiere un café?
AYALA.- Gracias, venía muy de paso, señor Juez. Quería avisarle que a última hora lo
hicieron llamar de arriba.
ALEN.- ¿Para qué será?
BÁEZ.- ¿No lo adivinás? ¡Por el mismo asunto, viejo! ¡Ja, ja, ja! También están
apretando de lo alto, ¡qué creés!
ALEN.- ¡No digas eso!... al contrario, les contaré todas las presiones que se ejercen
sobre mí para que me garanticen la libertad de decidir.
(BÁEZ suelta la carcajada y se encoge de hombros.)
BÁEZ.- ¡Pobre ingenuo, pobre iluso! No sabés en qué mundo vivís, ni con quienes
estás.
(Suena el teléfono, lo atiende SARA.)
SARA.- Hola... Sí, un momento. (A ALEN.) Es para vos.
ALEN.- (Atendiendo.) ¿Hola?, sí... Mire, puede irse al infierno con sus amenazas,
¿entiende, miserable? No me harán correr con la vaina, ¡cobardes, matones telefónicos,
bravos por correspondencia, machotes desde lejos! (Cuelga bruscamente y queda
visiblemente agitado.)
SARA.- ¿Qué pasó?
ALEN.- El mismo asunto. Una amenaza... Esto es alarmante, insufrible, me siento
acosado por todos lados. (Hablando a personas ausentes.) ¡Por favor, señores, déjenme en
paz! Sara, yo no soy hombre para estar peleando a toda hora, con todos y por todo.
BÁEZ.- ¿Por quién hablaba éste?
ALEN.- Por los inocentes bandidos... ¡pero qué importa! Uno presiona después de otro,
o todos al mismo tiempo, y ya no puedo aguantar... (Vacila un rato.) Esto hay que cortar
por lo sano. (Va y se mira al espejo, luego va a la biblioteca y escoge un grueso
expediente.) Mi pluma.
BÁEZ.- Esperá, no te precipites. Ésa es una forma de correr también. ¡Dejame hablar
primero!
(Entran MARTA y RAFA atraídos por las voces altas.)
MARTA.- ¿Qué pasa, qué pasa?
SARA.- Nada, váyanse, son cosas de papá... (A ALEN.) Por Dios, escuchá lo que te
quiere decir, es un buen amigo, escuchá lo que te quiere decir.
MARTA.- Papá... no te pongas nervioso. ¿Es por esa famosa cuestión?
ALEN.- Sí, la quiero liquidar ahora mismo, ¡no aguanto más!
MARTA.- ¿No me dijiste que ibas a recibir al doctor Cantero con Manuel?
ALEN.- Vos también querés que espere. ¿Y usted qué dice, Secretario?; usted, que tiene
tanta experiencia.
AYALA.- Yo no digo nada, señor Juez; pero si le hicieron llamar de arriba, mejor me
parece que...
ALEN.- Que vaya a saber lo que quieren, ¿verdad? ¿Y vos qué decís, Rafa, hijo?
RAFA.- Yo digo que si todo está listo, hay que dar el mate.
ALEN.- ¡Gracias, hijo, gracias! (Lo abraza efusivamente, casi con sollozos.) Para vos
lucho por mi honor. ¡Vos sos la esperanza!
(Va, se sienta, toma la pluma para firmar.)
TODOS.- (Menos RAFA.) ¡No, no!
ALEN.- (Mira a todos con la pluma en la mano.) Bien, por todos ustedes que tan
decididamente lo piden, firmaré mañana... Rafa, no podemos contra todos; ¡qué pesada es
la lucha! ¡Aquí hay que ser un héroe sólo para mantenerse honrado!
Acto II
Al levantarse el telón, hay tres bancos largos, sin respaldo, en escena, adornados con cintas
y oropeles; el del medio tiene a un costado una cobertura tricolor, que oculta la plaqueta
que habrá de descubrirse.
BÁEZ y ALEN se pasean y conversan.
BÁEZ.- ¿Cuál es tu experiencia, después de estos años?
ALEN.- Lo que miro, lo que veo, no es halagador.
BÁEZ.- ¿Por qué decís?
ALEN.- Es una ruda lucha, cuesta mantenerse fiel. Primero te frenan; no tanta prisa,
¡cuidado! No se hace justicia sin profunda reflexión. Pero a medida que te quedás te asaltan
las dudas propias, y las urgencias ajenas. Vos sos el único, el último socorro de los débiles,
de los que tienen hambre y sed de justicia; lo curioso es que también los fuertes te necesitan
para enmascarar su rudeza. Y vos estás solo, condenadamente solo porque nadie te ayuda a
buscar una decisión justa; y además, nadie cree en vos. Otros ya dilapidaron tu nombre y tu
prestigio. Vacilás, podés tomarte tiempo hasta que los minutos, las horas, los días te acosan
como harpías. Todos te emplazan, te requieren justicia, su justicia, que pongas la fuerza de
la ley a su servicio. Te cansás; todo el cuerpo está empapado del sudor de la fatiga.
Adelante no está una meta, no está el descanso, sino una lucha interminable.
BÁEZ.- Te situás a un nivel demasiado alto. No vas a poder mantenerte mucho tiempo
en esa posición. ¿Por qué extremar las cosas? ¿Qué es para vos la justicia?
ALEN.- La justicia es la forma en que Dios hace el bien... Me figuro que Dios no puede
ser simplemente bueno, o misericordioso sin contemplar las razones de los otros. Su
bondad para uno tendrá que tener en cuenta los efectos que produce en los demás. Su
voluntad de hacer el bien, sólo puede expresarse haciendo justicia. Si Dios es bondad, Dios
es justicia.
BÁEZ.- ¿Y esa justicia es la que querés realizar?
ALEN.- Es la que debiera querer realizar; pero se está tan lejos... Nosotros
representamos al Estado, y al Estado no le interesa la justicia. Le interesa el orden social,
aunque para conseguirlo salgan cantidad de machucados, o lisiados, o muertos. Para eso se
ha inventado la guerra silenciosa del expediente; allí pueden disparar cañones sin
estampido; dar puñaladas que arden y matan, pero sin sangre. Todo se ahoga en mares de
tinta y tiempo. En cada uno de esos expedientes hay gritos, traición, chantaje, odio,
delitos... montón de sufrimientos apaciguados en arenales de paciencia, enterrados en el
polvo acumulado por el tiempo.
BÁEZ.- No creas, he visto buena justicia y magistrados excelentes.
ALEN.- De oro y acero, pero discretamente aislados. La gran justicia es lujo de
exquisitos que se degrada pronto en manos ineptas, o temblorosas, o roídas por la codicia.
Pero aquello excelente sirve de vidriera; es el espejismo que mantiene viva una esperanza;
y la paciencia. Al fin, ni las partes quieren ya justicia, quieren ganar como sea. Cuando la
victoria llega, está vieja, reumática, temblorosa, sin agresividad. El cansancio y el tiempo
toman el ropaje de la justicia; se ha disipado el ánima constituida por el ideal.
(Entra por lateral derecha un conjunto de arpas y guitarras, seguido de custodia policial. A
una orden de ésta, empieza a ejecutar alegres polcas. Los músicos llevan traje de presidio.)
(Van entrando por ambos lados profesionales del Foro, hombres y mujeres con portafolios
o expedientes en la mano; alguna gente de pueblo. Se reúnen y conversan ponderando los
bancos que señalan y examinan.)
BÁEZ.- (A ALEN.) Va a empezar el acto.
(Entra un personaje vestido de oscuro que, subiéndose sobre uno de los bancos, anuncia:
«Señoras y señores, el acto de inauguración va a comenzar». Cesa la música, se hace
silencio, y habla.)
«Excelentísimo señor presidente del Tribunal; excelentísimos señores dignatarios,
representantes de naciones extranjeras y de este propio país; señores magistrados y
abnegados miembros del Foro; señores empleados de menor cuantía, ujieres, dactilógrafos,
pasantes, ordenanzas, custodios y materia prima de procesados, condenados, prófugos y
otros disimulados delincuentes; distinguidas damas y caballeros: es para mí un altísimo
honor dirigir la palabra a tan calificada concurrencia con motivo de la inauguración de estas
comodidades que hoy se habilitan para uso del público concurrente a nuestra Casa de
Astrea.
»Esta obra se ha llevado a cabo por iniciativa de la superioridad que, sensible, ha podido
constatar el cansancio de los concurrentes a nuestras oficinas, por esperar de pie, con
explicable nerviosismo, las tramitaciones judiciales. De hoy en más, podrán esperarlas
sentados.»
PUBLICO.- ¡Muy bien! (Aplausos.)
BÁEZ.- »Además, esta obra tiene profunda derivación social. Estando sentados, los
lustrabotas podrán realizar sus servicios, y llevar a sus hogares la asistencia económica que
les es tan necesaria; los vendedores de diarios tendrán mayor oportunidad de colocar sus
ejemplares; las chiperas y pasteleras mercarán más fácilmente pues es obvio que el ocio
confortable es proclive a ser distraído con alguna leve disipación.
PUBLICO.- ¡Cierto!
BÁEZ.- »Por otra parte, estos recios bancos que aquí veis, resistentes al sol, al mal trato
y a la intemperie, son apenas el comienzo de las obras de buena política y sanas
realizaciones que con la ayuda de las naciones amigas y hermanas, se han de hacer y llevar
adelante.
PÚBLICO.- ¡Muy bien! (Aplausos.)
BÁEZ.- »Cumpliendo expresas instrucciones de mis principales, me place anunciar que
todas las oficinas de un ala de este edificio, serán trasladadas y reorganizadas en la otra,
mediante un adecuado aprovechamiento de los espacios, de acuerdo a los adelantos de la
técnica, y a un más científico embolsamiento y estiba de expedientes y papeles. El amplio
lugar así ganado se usará para brindar funcionales comodidades a los señores miembros del
Foro.
UNO DEL PÚBLICO.- ¡Tre hurra a los señores miembros del Foro!... ¡Hip, hip, hip...
hurra; hip, hip, hip... hurra!...
BÁEZ.- »En primer término, se habilitará una peluquería y barbería, de manera tal que
mientras se realizan tramitaciones, se pueda ocupar el entretiempo en atender la higiene
personal y mejor apariencia. Este servicio tendrá una sección manicuría y otra de pedicuría,
además de una subsección de masajes, de modo que el gremio luzca optimista, sin lacras de
ardorosos callos, juanetes u ojos de gallo, reduciendo, en lo posible, las malsanas
adiposidades. Por otro lado, a los testigos campesinos que concurran descalzos, se les podrá
brindar recortes y tratamientos de durezas como el pyta-jeká, el pysa-tronco y el pysa-jo-á,
sin olvidar el pulido y pintura uni o bicolor de las uñas pediculares. Así, estos honestos
ciudadanos tendrán ocasión de mirar otra cosa más divertida que el mero piso mientras
hagan sus laboriosas deposiciones.
PÚBLICO.- Tre hurra tre por tre a las laboriosas deposiciones... ¡Hip, hip, hip, ra, ra,
ra... hip, hip, hip, ra, ra, ra...!
BÁEZ.- »Otro sí, se montará asimismo una surtida biblioteca que incluirá no más de un
código penal y otro de procedimientos; habrá, sí, lo anuncio y lo veréis cumplido, surtidas
colecciones de revistas de historietas, novelas policiales, fotonovelas, diarios, crucigramas,
y otros ítems adecuados para matar el tiempo sin preocupaciones.
»Otro sí más: se pondrán también, en sala separada, varios juegos de damas, ajedrez,
ludo, dominó, ta-te-tí, bingo, dados; quedarán incentivados el rummy y la canasta, por ser
juegos de amical divertimiento. El truco, por ruidoso, quedará excluido; aquellos de envite,
como el poker, el monte, el siete y medio, etcétera, también se prohibirán por provocar
tensiones.
PÚBLICO.- ¡Muy bien! (Aplausos.)
BÁEZ.- »Otro sí aún más: se habilitará un amplio dormitorio, que para su óptimo
aprovechamiento se dotará de hamacas superpuestas, donde los interesados podrán pasar a
esperar entregándose al pacífico sueño, a la par que sus asuntos. Para quienes quieran
hamacarse, se asegurará un piolín con equidistantes nudos a una pared lateral, de manera
que usando indiferentemente la mano o los entrededos del pie, los somnolientos, sin
turbarse, puedan arrullarse rítmicamente, con un plácido y fresco vaivén. En este salón se
guardará un estricto silencio; a las personas que emitan ronquidos, tengan inquietas
pesadillas, o expelan ruidosas expansiones gaseosas, sin distinción de sexos, religión o
partido, se les aplicará la Acordada Institucional N.º 5, cancelándoseles la matrícula.
»Otro sí, todavía agrego: se pondrá a disposición de los abogados una sala de tejer para
hacer calcetas, tricotas, fajas, ponchos, manteles y diversas artesanías en crochet, punto
cruz y otros, por ser este entretenimiento una milenaria y comprobada forma de apaciguar
la espera. Lo probó la fiel Penélope cuando esperaba a su esposo Ulises por más de veinte
años. Se habilitarán diversos modelos para los profesionales todavía inexpertos, y se les
ofrecerá asesoramiento por antiguas pupilas del Buen Pastor, de habilidad reconocida, para
asegurar primorosas confecciones.
PÚBLICO.- ¡Muy bien!, a las pupilas del Buen Pastor, asesoras laborales de los
abogados, tre hurra tre por tre, ¡hip, hip, hip... ra, ra, ra...!
BÁEZ.- »Con estos cambios, la justicia espera calmar la impaciencia del gremio forense
que suele quejarse de la lentitud, pobreza e infuncionalidad de nuestras modernas
instalaciones. La idea es aprovechar el clima de sopor y aburrimiento orientándolo por la
buena senda, y no irritarlo por falta de comodidades. Para terminar, debo decir que éste es
un plan piloto que se extenderá a otras dependencias, según la evaluación que se haga de su
comportamiento socio-político-económico-bio-jurídico. He dicho.»
(Después de terminar, luego de un fuerte aplauso, se procede a descubrir la placa, que dice:
«Bancos levantados para practicar la espera...» -lo que viene después es confuso y no se
puede leer.)
(El conjunto vuelve a ejecutar con brío, podría hacerse sonar uno o dos petardos; entran
mozos con traje de penados que portan bandejas con guampas y jarras. Sirven tereré.)
(Algunas parejas se ponen a bailar, luego se generaliza el baile animadamente, con algunos
¡puipu!)
Acto III
Cuadro I
Una sala de escritorio confortable. Algunos libros, juego de living, el mismo espejo del acto
I en una pared.
Los personajes siguen el diálogo en curso, y también dicen sus pensamientos en voz alta.
JUANA.- (Entrando.) Señor, desea verle el doctor Franco.
ALEN.- Hacelo pasar, Juana. (Sale JUANA y entra FRANCO, muy afable.)
FRANCO.- Buenos días, Su Señoría, ¿cómo está?
ALEN.- (Expresa con el ademán y el gesto gran cortesía.) Este tipo es un gelatina; vaya
uno a imaginar qué cosas se trae entre manos.
FRANCO.- (Agradece con el ademán la silla.) Progresaste, sinvergüencita, ¿eh? Se te ve
la vitamina en el colorcito de la cara, y en el nuevo mobiliario. No vengas a decirme que
esto es el fruto de la dieta y las privaciones.
ALEN.- (Como si empezase la conversación.) Largá el rollo, ave negra. Vamos a
examinar tu mercancía, porque lo que es a vos, de la justicia sólo te interesa la venda que le
ponen en los ojos.
FRANCO.- Ayer estuve en su magnífica conferencia, doctor. ¡Qué cantidad de lugares
comunes te largaste, pedantón! Sobre el esqueleto de la enciclopedia te mandaste una olla
podrida de latinazos y frasesotas que vienen repitiendo las ratas de los tribunales desde que
descubrieron la forma de hacer un cucharón con el papel sellado.
ALEN.- ¡Mirá por dónde empieza! Me quiere agarrar por la parte imbécil. ¡Vamos!,
como dijo Zenón, a otro con ese melón.
FRANCO.- La verdad es que esa cantidad de opiniones son tu artillería de pirata;
cuando te conviene la descargás por babor, y cuando te conviene por estribor. Esta clase de
Señoría, es una buena porquería.
ALEN.- Bueno, ¿y después? No me vengas a decir que venís sólo para deslumbrarme
con tus alabanzas; aliviate, largá el rollo, ya tengo la cadena en la mano.
FRANCO.- Me atrevo a molestarlo, Señoría, para encarecerle despacho en esa causa.
Pronto contra Speratti; y si me das una manito, te paso lleno el baldecito.
ALEN.- ¿Sí?, ya la tengo apartada, no se preocupe, doctor, voy a resolverla cuanto
antes. ¿Y para decirme eso te venís hasta mi casa? Por lo visto no te animás. ¡Yo te creía
más avivado! Bueno, embromate; si no encontrás el caminito, te pasarás la noche a la
intemperie, con los mosquitos y las ranas.
FRANCO.- Señoría, sabe, un cliente acaba de regalarme dos cajas de whiskies de los
caros. ¿Me permitiría compartir el placer de libar con Su Señoría esa alegría embotellada?
ALEN.- ¡Ah, pero cuánta amabilidad, doctor! Viniendo de sus manos, llenas de
suciedad, ¡lo acepto encantado! ¿Y vos creés que con eso ya me tenés arreglado? Estás
loco, cuervo, si me querés embaucar con alpistes de jilguero. Pero hay que abrir la puerta...
Cuando quiera, lo invito a venir a brindar conmigo con su delicado obsequio.
FRANCO.- Gracias. «¿No tenés quien me ayude a bajar la caja, infame? ¿Todavía tengo
que hacer de peón para satisfacer tus crapulosos vicios?»
ALEN.- ¡Juana!, ayudale aquí al doctor. Ya enseguida, distinguido jurisconsulto.
Muchas gracias; con éste es el cuarto cajón que ya entró en el bolsón. Si la cosa sigue, abro
el renglón del contrabando.
FRANCO.- Hasta otro momento, Señoría. He tenido un gran placer... (Se dan la mano y
después los dos se la limpian en el fondillo del pantalón.)
ALEN.- (Al ir saliendo FRANCO.) Su inesperada visita me ha llenado de licor,
leguleyo. Y con esto no hacemos sino abrir la canillita para pasar a más amplias suciedades.
SARA.- (Entra.) Te veo muy sonriente. ¿Buenas noticias?
ALEN.- Sólo un principio. Allí están entrando las primicias, pero será mucho mejor la
cosecha. Ya verás, ¡je, je!
SARA.- ¿Te propuso algún negocio?
ALEN.- Sólo una exploración táctica, pero ya se largará con tanques, flota y fuerza
aérea.
SARA.- No vendrá a pedir sólo favores, ¿verdad?
ALEN.- ¡No, mi vida! A la única que hago favores es a mi madrecita que está en su
tumba, bajo tierra, si es que me hace llegar su pedido por escrito.
SARA.- Es que sos un tonto; cualquiera de éstos que te cuentan algo conmovedor, te
impresiona.
ALEN.- Eso era en la época romántica de mi adolescencia, en la admiración. Hoy ya
estoy en el áureo nivel de los expertos. Atrás quedaron las angustias, ya he llegado a la
dulce playa exclusiva de la corrupción. Ya conozco sus fugaces guiños de complicidad, sus
sonrisas sensuales, sus caricias sabiamente prohibidas a la inocencia y a la ignorancia,
como todo lo que hay que hurtar del árbol del Paraíso.
SARA.- Sí, pero te vienen con la ley, y qué sé yo, mientras ellos muy bien que se
guardan la plata.
ALEN.- ¡Otros tiempos!... ahora los buenos funcionarios tienen estancias, ganaderías, y
lo que hay que tener.
SARA.- ¿Ah, sí?, ¿y dónde está la tuya? Tenés para disparates, pero no sé siquiera cómo
vamos a pagar la cuota de mi auto y la del terreno de la quinta que vence este mes. ¿Lo
sabés vos?
ALEN.- Ya lo arreglaremos; hay varios entripados jurídicos que se están friendo. Tengo
unas cuantas buenas barajas en la mano, otras en la manga, y medio mazo debajo de la
mesa.
SARA.- Ya me dijiste eso varias veces, pero nunca podemos salir verdaderamente
adelante.
ALEN.- Pero mujer, no te quejes. Hemos estado dando saltos. No te olvides de que
tenemos que cambiar la antigua imagen. Lo que me arruina hasta ahora es la fama. ¡La
cantidad de tonterías que solía decir! ¡Horrores!... Intimidar a los mejores abogados, a esos
que con sus buenas relaciones se reparten con delectación los restos de los muertos que
quedan a los vivos. En realidad, soy un magistrado con menor desarrollo relativo.
SARA.- ¿Pero no habías acudido a tu viejo amigo Moreno para que te buscara esas
buenas relaciones?
ALEN.- Sí, pero no es fácil. Es gente desconfiada; sólo quieren pagar contra entrega,
toma-daca, taca-taca, y como no se pueden firmar contratos... hay que operar de buena fe,
confiar en la palabra, trato de caballeros. Tengo que hacerme nombrar otro periodo. En
realidad, el bienestar no se puede consolidar en los cinco cortos años que fija la
constitución. Se necesitan diez, o más.
SARA.- ¿Creés que te confirmarán?
ALEN.- ¡Estoy haciendo mi campaña! Como te dije, estoy reparando disparates
anteriores. Finjo, palmoteo, prometo, alabo, sonrío, descubro parentescos todos cercanos,
invento ahijadazgos, total, ¡de dónde esos viejos carcamales del partido se van a acordar de
todos los ahijados que tienen!... bombeo a la oposición; que se queje de mí, eso es lo que
busco, ¡esos bandidos!
SARA.- (Con suspiro.) ¡Que Dios nos ayude! Mirá, yo no sé qué hacer con todas esas
invitaciones. Estoy entrando en el alto círculo de las canasteras, allí donde concurren
únicamente las señoras que no tienen absolutamente nada que hacer. ¡La vida social me
tiene tan ocupada!
ALEN.- Bueno, con que la esquives un poco...
SARA.- Es por Marta, lo sabés muy bien; si queremos que la chica encuentre un buen
candidato, hay que vincularse. La vida social es una ocupación que requiere dedicación.
ALEN.- ¿Creés que nos conviene?
SARA.- Claro, para ayudarte.
ALEN.- No te quejes, entonces. Si queremos ascender en la escala social, hay que
trepar, halagar, cepillar, arrastrarse para succionar las debidas calcetas.
SARA.- No me quejo, sólo te lo cuento, para que no digas nada por lo que tengo que
gastar en ropas, peluquería, masajes, uñas, baños, depilaciones, zapatos, regalos,
telegramas, flores, trapos y tantas otras cosas que son un presupuesto.
ALEN.- Ahora lo podemos pagar, ¿no es así, socia?
JUANA.- (Entra con una tarjeta de visita que pasa a ALEN.) Señor, viene un señor
Guerrero que quiere hablar con usted.
ALEN.- ¿Guerrero? ¡Ah... Napoleón Guerrero!... Es el secretario privado de más alto
nivel político, el hombre de confianza del Ministerio. ¡Sara!, andá a traerme rápido la
máquina de escribir y algunos expedientes.
SARA.- ¿Qué expedientes?
ALEN.- ¡Cualquiera!, para dar la impresión de que estaba trabajando. Juana, sacudime
esa silla, tirá los puchos, que nadie me moleste, preparame café, traéme mi saco.
JUANA.- ¿Qué cosa primero?
ALEN.- ¡Cualquiera!... ¡el saco, el sacooo!, traélo volando y hacelo pasar.
SARA.- (Entra con una máquina y expedientes que pone sobre la mesa.) Aquí están.
ALEN.- ¡Un expediente gordo!, ¿por qué me traés los chinchulines?
SARA.- ¡Jesús, qué apuro!, ¿te preparo alguna bebida?
ALEN.- Todas las bebidas alcohólicas importadas. ¡El saco! (Entra JUANA con el saco
que ALEN se pone de prisa.) Hacelo pasar... ¡Sara, ligero, el gordo! (Salen JUANA y
SARA. ALEN pone un papel en la máquina, y con estudiada preocupación lee el mayor
expediente.)
GUERRERO.- (Entrando.) ¿Cómo te va doctorcito?, te encuentro trabajando, como
siempre, en tus cositas sucias. ¿Creés acaso que me vas a engañar, cerdito cebado?
ALEN.- Es un gran honor tenerlo en casa, don Napoleón. Ojalá pueda impresionarte
bien; vos sos el que selecciona los chismes para Su Excelencia, ¡alcahuete, manya orejas!
¿Qué querés? Decime que te obedezco; soy todo buena voluntad, papito del corazón.
GUERRERO.- ¡Cómo ha cambiado este zoquete!... ¿Te acordás, cerdo, la porquería que
me hiciste cuando te negaste a nombrarme tutor de la menor aquella para viajar a Buenos
Aires? ¡Desgraciado!, me hiciste perder un programa, no de la Metro, sino de la Kilómetro
Goldwin Mayer.
ALEN.- ¿Le puedo ofrecer una bebida, estimado doctor?... Lo que quiera... un traguito
para alegrar el espíritu y predisponer a la confraternización... pero no te quedés serio,
Napoleoncito, que me hacés sudar.
GUERRERO.- Le voy a aceptar un refresco, doctor... Nada de confianza; te voy a
mantener lejos, para hacerte trotar; nada de revolcarme contigo, ni che rato, ni
promiscuidades en guaraní.
ALEN.- Le hago hacer una naranjada enseguida. ¿No quiere que le agregue unos
traguitos de vodka? Tengo un vodka ruso auténtico que es magnífico.
GUERRERO.- ¿Ruso auténtico? ¿De dónde lo sacó? A ver si te agarro también por el
lado de las vinculaciones prohibidas.
ALEN.- ¡No, no, no piense mal! ¡Ay, miserable, voy a meter la lengua en el molinillo de
picar carne, infeliz! ¡Ahora le dirá al Ministro que tengo vinculaciones con Fidel Castro,
con Polonia y con Moscú, porque me alcé con unas inocentes botellitas de vodka!...
¡Doctor... doctor! Le dije vodka ruso para darme un poco de corte, en realidad es vodka
fabricado por un ruso que vive aquí cerca desde la guerra del Chaco. ¿No quiere que le
muestre la botella?
GUERRERO.- Menos mal, porque usted sabe que el gobierno no se traga nada que sea
comunista, aunque venga purificado por el contrabando.
ALEN.- Claro, don Napoleón, ¡faltaría más!, porque la jurisprudencia ha distinguido el
contrabando político del contrabando simplemente lucrativo, y en una botella de vodka
quien sabe lo que podría venir, así como en un par de huevos de caviar, con la técnica
moderna se podría introducir un fajo de panfletos subversivos microcopiados, o una
máquina infernal... Pido para usted la naranjada, distinguido doctor... (Sale y desde la
puerta grita.) Una rica naranjada tri-súper especial para el doctor Napoleón Guerrero,
rápido. (Vuelve.)
GUERRERO.- El motivo de mi visita, doctor, es el interés que tiene el señor Ministro en
el caso Batracios and Company, contra Lembú Limited, que se encuentra en su despacho.
ALEN.- Así es, doctor, ¿y qué dispone Su Excelencia? Lo que quiera, lo que quiera.
Estamos para servirle.
GUERRERO.- El caso es, señor Juez, que el Ministro está interesado -por ahora- en que
no se resuelva el asunto, en ningún sentido; quiere que Su Señoría lo guarde y lo retenga,
hasta que él le avise.
ALEN.- ¿Eso nomás? Dígale a Su Excelencia que mañana mismo lo traeré aquí a mi
casa como para estudiarlo y le haré dormir el sueño de los justos. ¡Qué maniobra estarán
haciendo estos culebras! ¡Les estarán chupando el jugo a sus parientes los sapos, o a los
cornudos coleópteros! Menos mal que lo que piden coincide con el alma de la magistratura:
no hacer nada. Bueno, si se trata de eso sólo, nos sacrificaremos alegremente.
GUERRERO.- (Se sirve la naranjada que le ha traído JUANA.) Muchas gracias, señor
Juez. Informaré a Su Excelencia que está Su Señoría muy dispuesto a servirle para que lo
tenga presente. Pero tenemos que hacerte rendir aún más, garrapata; se ve que te gusta estar
prendido.
ALEN.- A sus completas órdenes, doctor Napoleón Guerrero; exprese a Su Excelencia
mis respetuosos, incondicionales y admirativos saludos. ¡Ah, qué gran hombre es Su
Excelencia!
Un verdadero prócer de la Patria y del Partido. ¡Flor de bandolero! A sus gratísimas
órdenes, ¡mi apreciado doctor!
(GUERRERO se va. ALEN se sienta en una silla leyendo divertido un expediente.)
JUANA.- (Entrando.) Señor, ha parado un auto oficial, negro, de diez metros, frente a la
puerta, y un señor que dice llamarse don Leónidas Valiente, pregunta por usted.
ALEN.- ¿Valiente, Valiente?, ¿quién será? Dijiste que vino en un auto con chapa de
bronce, amarillo, o comunacho nomás.
JUANA.- Un auto enorme y lujoso.
ALEN.- ¡Hacelo pasar, hacelo pasar! ¿Quién será? Valiente, Valiente... no me acuerdo
de ninguno importante. (Mientras sale JUANA, se corre a un lado y llama.) ¡Sara!...
tenemos más visitas de primera; teneme listo algo para beber. (Se sienta apresuradamente,
abre varios libros y escoge el mayor expediente a mano.)
JUANA.- Pase, señor.
VALIENTE.- Buenos días, doctor.
ALEN.- ¡Ah!, pase usted, doctor Valiente; encantado de tenerlo en casa. ¡Madona! Qué
apuro debe tener Su Excelencia para enviar uno detrás de otro a dos emisarios. Nunca me
hubiera imaginado que era éste. El pariente preferido, el consanguíneo preferencial; ¡hay
que ver cómo entra y sale del despacho!
VALIENTE.- Ya decía yo que no hay mejor presentación que venirse con el coche del
primito. Es una formidable tarjeta de visita para estos pelagatos. ¡Se pegan un julepe!
Cuando me vaya de aquí, este tipo se va corriendo al retrete... Mire, doctor, me manda
usted ya sabe quien porque él no quiso hacerlo llamar para que no se le vea haciendo
antesala en su despacho, comprometiendo la independencia del Poder Judicial.
ALEN.- Agradezco mucho la consideración de Su Excelencia, pero yo tengo un gran
placer en cumplir sus mínimos deseos. Si me quiere llamar, que lo haga, soy su servidor
más dispuesto y leal. ¡Sobre todo ahora que van a discutir la confirmación! Hay que aguzar
el ingenio para demostrarle afecto, lealtad, incondicionalidad, inconstitucionalidad... ¡El
perfume de tu media me deleita! Aun en mi intimidad festejo todos tus cumpleaños.
VALIENTE.- Días pasados oí hablar a Su Excelencia de usted en términos muy
elogiosos... Ni se acuerda de esta clase de pirañita, pero como político, debo hacerle
cosquillita. ¡Miralo, se le hinchan las agallas, ya se le eriza el mongongo!
ALEN.- ¡Muchas gracias! Dígale usted a mi venerado jefe que sus recuerdos me honran
y me llenan de fervor y estímulo. ¿Qué querrá esta víbora para venirse con esos recursos de
cacique analfabeto? ¿Acaso cree que creo que porque está más cerca de la olla es mejor que
yo? ¿Me querés poner nervioso, hermana parásito, hermano anquilostoma? ¿Acaso no sé
que vos vivís de la misma vitamina?
VALIENTE.- Estimado señor Juez, he venido aquí enviado por nuestro jefe común, por
el gran interés que tiene en el juicio Batracios and Company contra Lembú Limited, que
está en su juzgado. Se te abren los ojos, ¿eh? Ya sabés ahora de qué se trata y que allí no
podés meter la cuchara. Ese asunto no está en tus manos, chupa expedientes, vampiro de la
jurisprudencia, garrapata del papel sellado.
ALEN.- ¿Sí?, estoy a sus completas órdenes. ¡Cuidado, Su Señoría, cuidado, no abrir la
boca! ¿Sabrá éste que ya vino el otro? ¡Clausura de pico, emergencia, estado de sitio!
VALIENTE.- Mire, doctor, Su Excelencia me ha pedido que lo visite personalmente y
de su parte, para decirle que quiere que este juicio se resuelva antes de fin de mes, y
favorablemente a Batracios. Nada de negocios privados. Tendrás que esperar un hueso más
chico si lo querés para vos, referí de picapleitos.
ALEN.- ¿No me podría dar un poco más de tiempo Su Excelencia? Apenas tenemos
unos veinte días, y es un expediente complicado, de varios tomos... Sobre todo que tengo
que averiguar aquí, quién está diciendo la verdad. Uno me pide en nombre de Su
Excelencia que no resuelva, mientras hace su arreglo, y el otro que ya quiere la sentencia
porque ya concretó la tragada. ¿Y yo, y yo? Entre la espada y la cochina vía.
VALIENTE.- Mire, Su Excelencia manifestó la máxima urgencia, y así se lo vengo a
decir yo. ¡Qué te pasa, cerdo viejo, a quién le vas a venir con el cuento del estudio! Eso era
antes, cuando no tenías cochazo, ni vida social; cuando te levantabas y te acostabas
raquítico con la justicia y la dignidad. Pero ahora que hasta tenés amiguitas bronceadas con
Pepsi y refrescadas con jabón de rosas y jazmín, ya no tenés nada que estudiar.
ALEN.- Es por la solidez del fallo; no olvide que arriba están otros jueces; es
conveniente llegar con buenos argumentos. Tendré que apurarme para desenredar este
chinchulín trenzado. Plazo, tiempo; la justicia moderna no está para obrar a ciegas, debe
saber quiénes son los interesados. Iré a ver a Su Excelencia personalmente.
VALIENTE.- ¿Le digo a Su Excelencia que usted encuentra dificultades?
ALEN.- ¡No, no, don Leónidas, no le diga eso! Pero ¡qué esperanza! ¡Dificultades yo a
un Superior! ¿Dónde se ha visto que un correligionario probado y reprobado ponga
dificultades? Yo doy mi opinión como buen colaborador y leal servidor. Pero si los
intereses del Superior Eminentísimo, por razones que no está a mi alcance considerar, dicen
otra cosa... me hago una milanesa del polvoriento código y me lo como con sus polillas y
cucarachas; y me depongo una sentencia brillante, lavada, lustrada y lubrificada. ¿Está
claro?
VALIENTE.- Así se habla, señor Juez; ojalá hubiese unos cuantos como usted.
ALEN.- Los hay, los hay en cantidad, ¡carajo!, eso es lo que nos revienta a todos.
¡Existe una despiadada competencia por el menú de medias, camisetas y calzoncillos!
Estoy a sus completas órdenes, apreciado don Leónidas. Le cepillo desde el altivo cogote
hasta el ruin zapato.
VALIENTE.- Muy bien, doctor, así se lo diré a Su Excelencia.
ALEN.- Dígame, doctor Valiente, por si tengo alguna duda, ¿podré ver al señor
Ministro?... Tendré que verlo para saber quién de estos dos traidores me quiere llevar al
matadero.
VALIENTE.- ¡Pero qué inconveniente va a haber, doctor! Llámeme usted por teléfono y
yo le consigo la audiencia en dos minutos, siempre que no haya, naturalmente, algún
compromiso anterior.
ALEN.- Muchas gracias, don Leónidas; le ruego que exprese a Su Excelencia mis más
leales, respetuosos e incondicionales saludos. Estos cornudos ni siquiera dejan que el
saludo o la hipócrita sonrisa sea neutral ahora; hay que saludar tirándose para abajo
pantalones y taparrabos.
VALIENTE.- Tenga la seguridad de que así se hará. Hasta otro momento, doctor, y ya
sabe usted, personalmente a sus órdenes, y listo para ayudarle en firme cuando se pase a
estudiar la confirmación.
ALEN.- Gracias, gracias, don Leónidas. Usted sabe también que puede contar conmigo
incondicionalmente, con las posaderas en tierra o en paisaje. Lo acompaño hasta la puerta.
¡Faltaría más! Me olvidé de ofrecerle alguna cosa, distinguido correligionario. ¡Judas,
asesino, mal ladrón; qué desatención la mía! (Salen.)
(SARA entra para llevarse los ceniceros, etcétera.)
ALEN.- (Volviéndose a gritos.) ¡Sara, Sara!
SARA.- Por Dios, aquí estoy.
ALEN.- Perdón, no te había visto. ¡Sara, estamos en un apuro!
SARA.- No me asustes, ¿qué pasa?
ALEN.- ¿Viste el delincuente que acaba de salir?
SARA.- No, pero me dijo Juana que vino en auto de diez metros y que entró en la calle
de contramano.
ALEN.- ¡En el auto del propio Ministro!
SARA.- ¿Y qué?
ALEN.- Pues ese sujeto que vino en el auto del Ministro y que es uno de los individuos
más allegados al propio Ministro, vino a pedirme en nombre del mismo Ministro una cosa
totalmente opuesta a la que me pidió Napoleón Guerrero, que estuvo poco antes, en nombre
del mismo Ministro, también.
SARA.- ¡Dios mío! ¿Y no se puede complacer a los dos?
ALEN.- ¡Cómo!, si lo que piden es completamente opuesto.
SARA.- ¿Lo uno o lo otro?
ALEN.- Lo uno o lo otro, ceca o meca.
SARA.- ¿Quién de los dos tiene más influencia?
ALEN.- Los dos tienen poder; los dos me pueden fundir, tirar y hacer correr con el agua.
SARA.- Pero podrías averiguar quién de los dos puede más; quién está más cerca del
poder, quién tiene más porvenir político. Si tenés que elegir a todo trance, tendrás que
inclinarte del lado más fuerte.
ALEN.- Claro que puedo averiguar todo eso, pero qué me importa a mí si resulta
vencedor Leónidas o Napoleón, si yo quedo en el campo de batalla despanzurrado y
muerto, hecho abono. ¿Qué tengo que ver yo con las disputas de las grandes potencias para
que me aprieten y me hagan chillar, sin que lo coma ni beba? ¡Sara, estamos al borde del
abismo!
SARA.- ¡Por Dios, no me aterrorices!
ALEN.- ¡Pero si yo lo estoy! Tengo un miedo pánico. Estoy en la garra de una trampa
mortal. Si obedezco a uno, me echo encima al otro, y cualquiera de ellos me puede aplastar
como una cucaracha.
SARA.- ¿Por qué no vas a hablar con el Ministro?
ALEN.- Bueno, ¿y qué? ¿Qué le voy a decir?... Excelencia, sabe que don Napoleón
Guerrero, su hombre de confianza, que conoce todos sus chanchullos, vino a pedirme una
cosa en su nombre; y don Leónidas Valiente, su pariente más querido y testaferro, que
recibe en nombre de Su Excelencia sus comisiones y tragadas, también vino a pedirme en
su nombre lo contrario.
SARA.- Bueno, y él como dirigente escrupuloso va a saber que están abusando de su
nombre.
ALEN.- ¿Y vos creés que él no sabe que esos tipos usan de su nombre y de su
influencia? ¿Vos creés que eso no forma parte del salario del poder? Cualquiera de éstos
conoce todas las trampas del otro, pero se callan y toleran porque ése es el juego. ¿Creés
que ellos disputarían en serio por nosotros, o por Batracios o por Lembú? ¡Pero qué
esperanza! Ellos se arreglan, ellos transan, y tienen montones de cosas para transar.
SARA.- Pero no puedo creer que a Su Excelencia no le interese saber quién de éstos
abusa de su nombre.
ALEN.- Puede que le interese, pero no en el sentido que te imaginás. Hasta puede que
los dos hayan sido enviados por el propio Ministro. Puede que él mismo esté jugando a dos
cartas por medio de dos líneas separadas de influencia. Y aun puede que a tres...
SARA.- ¡Qué horror! No lo puedo entender...
ALEN.- Puede que la tercera carta seamos nosotros. Puede querer una razón para
liquidarme, o aún existe la posibilidad de que existan otras cartas a favor o en contra, o a
favor y también en contra de otros. Ésa es la ventaja del que está en el medio de la tela de
araña; maneja los hilos sentado, desde el centro, sin preocuparse por la suerte de un
modesto ciudadano de tercera en ascenso, como yo.
SARA.- ¡Me dejás temblando! Adiós auto nuevo, vida social, canastas, el futuro de
Marta. Y ese Rafa, Dios mío, mi dolor; ¿sabés que de nuevo anoche no vino a dormir?
ALEN.- ¿Tampoco vino anoche? Y siempre en compañía de esos vagos, pandilleros. Le
he hablado en todos los tonos, como amigo, como padre, le he suplicado... pero dejemos
esa llaga ahora. Se trata de salvarnos todos, o ir todos juntos al agro, a plantar mandioca.
SARA.- ¿Qué pensás hacer?
ALEN.- No sé, no se me ocurre nada, y apenas tenemos veinte días para encontrar la
salida a este feroz embrollo.
SARA.- ¿No podrías consultar con alguien?
ALEN.- Estoy pensando en eso; tendré que hacerlo, pero cómo confiar a nadie estas
situaciones tan comprometidas, en que cualquier indiscreción puede resultarnos fatal. Estos
son los tragos que no se pueden compartir.
SARA.- Ya sé con quién.
ALEN.- ¿Con quién?
SARA.- Con un adivino.
ALEN.- (Perplejo.) ¿Por qué no? Tal vez pueda darme un buen consejo. Por algo será
que andan muy de moda. Sara, estoy aterrado: ¡vamos a ver a ese adivino!; pero esperá,
primero voy al baño, me he descompuesto con tantas emociones.
SARA.- (Queda sola en escena.) Dios mío, ayúdanos. Virgencita de Caacupé, Cruz
milagrosa, por favor, no nos abandones. Ahora que empezábamos humildemente a vivir
bien, que estábamos comprando por cuotas un status en la sociedad. Virgencita, vos que
conocés las dificultades de la canasta familiar, el precio de la rabadilla y el lomito,
comprenderás nuestra angustia. Vos que desde el cielo has de ver mejor que nadie las
facturas recargadas de la luz, las de Corposana, las licitaciones y cloacas; las maderas para
encofrados para financiar los regalitos y mordidas. Virgencita, amparame de los piratas
solapados, los aparatosos fariseos, de los hipócritas sin vergüenza, y haceme ver el modo de
pasarme a sus filas sin mucha agachada, con algún disimulo, para gozar de las
bienaventuranzas del arribismo, para poder vivir a costa del ignorante y del tonto que ni
siquiera se dan cuenta de lo que se les hace y tienen la suerte de ser felices sin camisa.
(Suena el teléfono; atiende SARA con un suspiro.)
SARA.- Hola, ¿quien?... Un momento, ¿quien dijo?... Su Excelencia... Sí, Su
Excelencia, ya lo llamo. (Gritando.) ¡Alen, Alen! Llama Su Excelencia personalmente,
¡vení enseguida, apurate!
(ALEN entra corriendo, atajándose los pantalones, pues se supone que estaba en el baño.)
ALEN.- ¿Su Excelencia dijiste?
SARA.- Su Excelencia, dicen.
ALEN.- (Al teléfono.) ¡Hola!... Sí, Su Excelencia... (Largo discurso del otro lado,
mientras ALEN empieza a sentir urgencias del vientre.) Sí, Su Excelencia... (Sigue el
discurso; ALEN siente cada vez más apremios.) Sí, Su Excelencia... (Empieza a retorcerse;
sus urgencias son insoportables.) Sí, Su Excelencia... (Demuestra estados de angustia, suda,
se dobla y suspira profundamente.) Sí, Su Excelencia... (Hay enloquecida mímica.) Como
usted ordene, Su Excelencia... (Sara sale corriendo al comprender la situación, y vuelve con
un bacín.) Sí, Su Excelencia... (ALEN indica que lo ponga allí cerca y hace como si fuera a
bajarse el pantalón.) Sí, Su Excelencia... (Hay una angustia mortal en ambos personajes;
SARA lo sopla con un expediente y un diario; lo ataja ante un aparente desmayo.) Sí, Su
Excelencia... (ALEN cuelga cuidadosamente el tubo, y sale corriendo hacia el baño tirando
a su paso sillas y otros objetos.)
Cuadro II
Mismo decorado.
MARTA.- Papá, ¿conocés a una familia Gallardo?
ALEN.- ¿Gallardo?... no me suena, hijita. ¿Por qué?
MARTA.- Me hicieron llegar una invitación muy amable para asistir a una fiesta de
cumpleaños... y yo no los conozco.
ALEN.- ¿Gallardo?, a ver, dejame pensar. Sí, creo que tengo un juicio contra un
Gallardo. Esa familia debe ser. Querrán relacionarse contigo para venir a pedirme algo.
MARTA.- ¿No querés que vaya?
ALEN.- ¡Pero qué esperanza! Andá hijita, divertite, mientras alcance la cuerda, porque
apenas tenemos tal vez para unos días.
MARTA.- ¿No pudiste aclarar esa cuestión del Ministerio?
ALEN.- No me hables de eso, hijita; hace como quince días que no puedo dormir.
MARTA.- Ya verás que todo va a salir bien; yo le mandé una promesa a la Virgen de
Caacupé; voy a ir a pie desde Ypacaraí, si todo sale bien.
ALEN.- ¡Ay, mi hijita! Ya mandé yo la misma promesa, pero a medida que se
aproximaba el plazo me parecía insuficiente el sacrificio para inclinar a la Virgen a nuestro
favor. Entonces, le ofrecí ir a pie al Santuario desde Asunción, y hace dos o tres días le dije
que vendría caminando desde Formosa, 250 kilómetros.
MARTA.- ¡Jesús!, ¿y lo harás?
ALEN.- Si esta angustia se prolonga un poco más, ya veo que será de Resistencia, 400
kilómetros, o acaso Buenos Aires, 1500.
MARTA.- No te preocupes tanto, papito, total, pase lo que pase tenés la conciencia
tranquila.
ALEN.- Gracias, Martita. Te agradezco tanto que digas eso. Hemos llegado a la edad en
que los hijos nos juzgan. Pero mirá, mi hijita, no creas que soy mejor ni peor que esta
sociedad en que vivimos. Si uno es peor, y lo descubren lo meten en la cárcel; si uno es
mejor, y no se calla, lo crucifican como a Cristo. Los hombres no quieren seres diferentes,
sean negros, judíos, indios o hasta inocentes animales. No admiten un juez ideal importado
del mundo de los libros. Enseguida buscan la forma de corromperlo.
MARTA.- Pero vos has luchado siempre contra todo eso.
ALEN.- Sí, luché, hasta que vi mis armas inútiles. Y entonces me dije también: ¡para
qué luchar tanto, para qué tanto quijotismo si yo no voy a arreglar el mundo!; ni Stalin,
Churchill y Roosvelt, los tres juntos, después de ganar la guerra, pudieron hacer nada, ¿y yo
sólo voy a reformarlo?... ¡qué tontería!
MARTA.- Nunca te había oído decir esas cosas, papá.
ALEN.- Es que estoy deprimido. No sé cómo saldré de ésta; me han puesto en un rincón
en el cual yo no puedo elegir. Por eso estoy tan afectado, porque sólo puedo obrar a ciegas,
y esperar. Pero no te aflijas, Martita; andá a tu fiesta. Mirá, tanto cuesta ser pesimista como
ser optimista, sobre todo en este caso. Y a lo mejor acierta la pruebera, y la fortuna cambia
para bien.
MARTA.- ¿La pruebera? ¿También fuiste a ver a una pruebera?
ALEN.- Te confieso, sí.
MARTA.- ¿Pero a cuántos adivinos y adivinas consultaste?
ALEN.- (No responde de palabra, pero levanta siete dedos.) Y además a dos espiritistas.
Hablé con varios muertos.
MARTA.- ¿Con muertos?
ALEN.- Con cuatro.
MARTA.- ¿Cómo?
ALEN.- Llamé a cuatro.
MARTA.- ¡Jesús!, ¿qué te dijeron?
ALEN.- ¡De todo!, que juegue a la lotería, que iba a heredar una estancia, que iba a
viajar, y lo de siempre, que una rubia, que una morena, y contradicciones; que me cuide de
un morocho, un trigueño, pero aquí los de esos pelos son al barrer... que uno alto, otro bajo;
anduve por la calle tirando y encogiendo el cuello para interpretar la regla... pero ni los
adivinos ni los muertos entienden de derecho, nadie pudo decirme quién mentía: si
Napoleón o Leónidas, ya que ni los podía identificar con claridad para que no les fueran
con el cuento. Estos adivinos y muertos están vinculados con los que mandan, ¿sabés?...
Pero dejemos eso, que ya no está en nuestras manos. ¿Qué sabés de Rafa?
MARTA.- Lo de siempre; que no estudia, que sale con muchachos de plata buscando
farras y líos. ¿Sabés que estuvo preso?
ALEN.- Sí, ya supe.
MARTA.- ¿Y que lo soltaron porque los compañeros eran todos hijos de papá?
ALEN.- También lo supe. Pero qué le habrá pasado a este muchacho. Un buen día salió
de sus carriles, cuando era toda una esperanza, cuando era mi orgullo. ¿Te acordás?
MARTA.- Mamá dice que es la edad.
ALEN.- ¿La edad? ¡Ojalá lo fuera! Dios quiera que no sea un desengaño.
MARTA.- ¿Desengaño amoroso?
ALEN.- Mi querida Martita, dichosa vos que sólo pensás en desengaños de amor.
MARTA.- ¿Pudo tener otros?
ALEN.- Podría, tal vez... Pero andá a tu fiesta a divertirte. De paso la llamás a tu mamá.
MARTA.- Adiós, papá, ya verás que todo saldrá bien, y si hay que venir caminando
desde Buenos Aires, yo vendré contigo.
ALEN.- Gracias, mi hijita, vendremos juntos; yo con tus zapatos de plataforma. (La besa
y MARTA sale.) ...Si Napoleón Guerrero sabe que dicté sentencia, en cualquier momento
me llama para mandarme al infierno: pero no creo que esté tan atento. Como le prometí no
hacer nada, y ésa es la promesa que mejor se cumple, puede que esté dormido. ¡Debe haber
una tragada en éste!... Y yo a patadas, de aquí para allá, jugando el partido, de pelota.
SARA.- (Entrando.) ¿Todavía no sabés nada?
ALEN.- A ciegas: jugué a la taba, vamos a ver si cayó la cara que sonríe o la otra
fruncida.
SARA.- Hasta ahora no puedo comprender que no hayas podido hablar con el Ministro.
ALEN.- A mí me fue imposible, ¡no me mortifiques más! Primero porque se fue al
exterior, después porque se fue de gira al interior, o porque recibía únicamente a militares,
únicamente a curas, únicamente a los citados, a los funcionarios, ¡qué sé yo!... A mí me fue
imposible; si soy un inútil, un imbécil, decilo, sacate el gusto, divorciate, abandoname,
¡¡pero no me mor-ti-fi-ques más!!
SARA.- Pero un intermediario...
ALEN.- ¿Buscar otro traidor que se organice su negocio propio a favor de Lembú
Limited, contra los gallos de Leónidas Valiente para despedazarme aún más a mí? ¡Por
Dios!... Pero a pesar de todo, también estuve tentando ese terreno, sin éxito, en todos estos
mortales días.
SARA.- Yo le hubiera dicho a Leónidas Valiente, lo que vino a exigir Napoleón.
ALEN.- Eso quise hacer la otra vez, cuando pude hablar unas palabras a solas con él,
pero descartó ásperamente lo que le decía como si fuera una excusa. Y me intimidó, ¡me
intimidó, mujer! Quedé casi tartamudo. Tuve que taparme la boca con el pañuelo para
disimular mi lividez y el castañeteo de los dientes. Me dio un miedo aterrador, pánico,
irracional.
SARA.- ¿Ya conocerán la sentencia?
ALEN.- Ya la di a conocer. Alguien de Secretaría debe haber ido a decirle.
SARA.- ¿Como te la pidió Valiente?
ALEN.- ¡Claro, claro!; he trabajado como un enano para tratar de darle forma; me he
violentado, me he violado, me he llamado cobarde, miserable, pero he seguido escribiendo,
como una fatalidad. Tengo miedo, Sara, tengo miedo de perder todo lo que hemos
conseguido con tanto sacrificio... ¡Y justo ahora que hasta las cátedras había dejado!
SARA.- ¡Eso sería terrible, y quién te lo reconocería! Nadie, jamás.
(Golpean a la puerta.)
SARA.- Si preguntan por vos, ¿digo que estás?
ALEN.- No estoy para nadie.
(SARA sale.)
ALEN.- No todos podemos ser héroes, ¡y todavía, serlo cada día! Hay algunos, lo
reconozco... también están esos malabaristas, magos que saben transar con los tiempos y
los hombres, y logran taparse la vergüenza no sólo con hojas de parra, sino hasta con
minúsculas estampillas.
SARA.- (Que vuelve.) Mi amor, perdoname, pero es el secretario Ayala; dice que es
importante.
ALEN.- Ah, ¿es Ayala? Decile que pase.
(SARA sale.)
ALEN.- Donde el dinero es todo, cada día vale menos la moral. Durante el día y la
noche te están diciendo: compre esto compre aquello, haga feliz a su familia, asegure su
provenir. Si usted no compra es un miserable, un pobre infeliz, responsable de la desgracia
de los suyos. Así uno se mete en cincuenta compromisos que lo llevan, si no al infarto, a la
triste y resignada impotencia sexual de un buey.
SARA.- (Entra seguida por AYALA.) Pase, Ayala, aquí está.
AYALA.- Permiso, señor Juez.
ALEN.- Adelante, Ayala, tome asiento.
AYALA.- Gracias, señor Juez. Quería avisarle que estuvo en Secretaría a ver el
expediente Batracios el enviado del doctor Valiente y también el doctor Napoleón
Guerrero.
ALEN.- ¿El mismo Napoleón?
AYALA.- Personalmente, acompañado de un ayudante.
ALEN.- ¡Madona!, qué pronto se enteraron.
AYALA.- Por lo visto.
ALEN.- ¿Y qué dijo?
AYALA.- Dijo una cantidad de cosas de Su Señoría.
ALEN.- ¿Pero qué cosas?
AYALA.- Dijo que Su Señoría era un miserable, un hijo de puta y de muchos padres; Su
Señoría se imagina. No lo repito todo porque está aquí la señora... que se había vendido,
que era seguro que por plata lo traicionó.
ALEN.- ¿Eso dijo? Mirá, Sara, cree que me vendí; ¡pero qué desgracia! Me estrujan, me
descuartizan como a un mártir, y ni siquiera me reconocen la santidad. ¡Pero qué sarcasmo!
¡Qué grosera infamia, Ayala! Usted todavía va a creer también que me llené de oro, y que
ni me acuerdo de usted; pero ¡nada, nada!, le juro por los huesos de mis padres muertos, ni
un níquel. Le pongo por testigo a Sara.
AYALA.- ¿Y por qué entonces tanto apuro?
ALEN.- Porque Leónidas Valiente, con el peso que tiene, me volvió loco, me apretó, me
quitó el aliento, y me hizo pasar por el agujero a rugidos y espantazos. Pero no largó un
centavo, ese cornudo, invertido, hijo de whisquería; cuando preñaron a su madre, no había
un espermatozoide legal a una legua a la redonda. ¡Miserable! ¡Pero veo que ni usted me
cree! ¡Qué injusticia!
AYALA.- Yo quiero que se acuerde con algo nomás de mí.
ALEN.- Pero aquí no hubo un peso, ni un hediondo guaraní, ¿entiende?
AYALA.- Entonces, ¿por la cortesía nomás?
ALEN.- Por los garrotazos que me estaban dando, le juro, Ayala.
SARA.- Cierto; yo no le voy a mentir.
AYALA.- Bueno, dígale eso a don Napoleón, que dijo que iba a venir personalmente a
cantarle las cuarenta.
ALEN.- ¿Dijo eso, ese bandido?
AYALA.- Dijo; y discúlpeme, yo me tengo que ir.
ALEN.- ¿No dijo cuándo iba a venir?
AYALA.- Dijo que enseguida, por eso vine a avisarle... yo me voy, Su Señoría; me está
esperando mi señora en la tienda de la esquina.
ALEN.- ¡Pero no me deje solo, Ayala! Si se me viene encima ese gorila, que por lo
menos haya un testigo. Es capaz de matarme.
SARA.- Por Dios, vamos a llamar a la policía.
AYALA.- ¿La policía? Si ése viene con la policía.
SARA.- ¡Mi Dios!, ¿y qué hacemos?
AYALA.- Yo me voy. (Va saliendo.)
ALEN.- ¿Entonces me deja usted en las malas?
AYALA.- ¿Y cómo le voy a ayudar? ¿Recibiendo la mitad de los palos y patadas que a
Su Señoría le esperan?... No se olvide que esta carrera usted se la corrió solo; yo no voy ni
medio.
ALEN.- ¿Todavía cree que me comí solo?
AYALA.- Por algo salió la sentencia, plata o no plata; pero si no estoy en lo bueno, ¿por
qué voy a estar en los palos?
SARA.- Socorro, Dios mío, voy a llamar a los vecinos.
ALEN.- ¡No!, callate; ¿para que esto se comente mañana por todas partes y todavía la
gente se ría de mí?... (Casi llorando.) No te olvides de mi dignidad de magistrado.
AYALA.- Me voy, Señoría. Buena suerte... por las dudas, voy a tener una ambulancia a
mano... Hasta luego. (Sale.)
ALEN.- Adiós, desagradecido, mal compañero, roedor de comisiones.
SARA.- Ayala, le voy a hacer pagar cuando pase esto.
ALEN.- Cerrá y trancá la puerta. ¿Dónde está mi revólver? Siquiera en mi casa no me
atropellarán. (Con voz aflautada.) El derecho me protege.
SARA.- Por Dios, mi amor, mirá lo que vas a hacer.
ALEN.- Tengo que defenderme. No es que quiera, pero mi casa es mi último refugio.
Dame el revólver, debe estar en el ropero o en la cómoda.
SARA.- ¿No está siempre en la mesita de noche?
ALEN.- Sí, por allí ha de estar.
(SARA sale. En ese momento, se oyen unos golpes formidables en la puerta de calle.)
ALEN.- ¡Sara!, llegó Napoleón... Ese revólver, ¡por favor!
SARA.- (Entra con el revólver.) Aquí está, Dios mío, escondelo por ahora.
ALEN.- (Atolondrado, lo sopla, trata de desatascarlo apresuradamente, vacila donde
ponerlo, hasta que se decide por meterlo en el bolsillo.) Preguntá quién es... ¿es Napoleón?
SARA.- (Sale, y desde afuera.) ¿Quién es?
VOZ.- (A gritos, terrible.) Yo, Napoleón Guerrero.
SARA.- (A gritos.) ¿Qué quiere?... mi marido no está.
VOZ.- Eso lo vamos a ver enseguida.
SARA.- No entre... no entre; ya le dije que no está.
ALEN.- Dejalo entrar, Sara... el distinguido funcionario no querrá hacer un escándalo...
(Va como para llamar por teléfono, disca y pregunta.) ¿Doctor Leónidas Valiente?...
¿Podría hablar con el doctor Leónidas?... ¡Leónidas, Leónidas!
(Pasos atronadores se acercan. ALEN deja caer el tubo.)
GUERRERO.- (Aparece en el vano.) ¡Ja, ja!, con que no estabas, ¿eh?
ALEN.- Pase, eminente correligionario, prócer de la nación, ejemplo de educación,
comportamiento y discreción, ¿no quiere tomar asiento?
GUERRERO.- ¿Asiento? Sobre tu pescuezo, cerdo miserable.
ALEN.- Pero doctor, un universitario, un hombre eminente como usted, no debe perder
la calma, déjeme explicarle...
GUERRERO.- Qué explicación, si acabo de leer la sentencia. Qué me importa lo que
digas, si la porquería, puerco, ya está hecha. Pero quería verte la cara, traidor, para dejarte
mi huella.
ALEN.- Pero doctor, yo sólo hice lo que me ordenó nuestro luminoso guía común, Su
Excelencia, el señor Ministro.
GUERRERO.- ¿El Ministro? ¡No invoques a Su Excelencia en estos momentos,
cucaracha! Cuando le diga unas cosas de vos, mandará hacer chatasca de tu repulsiva cara.
ALEN.- Pero si el correligionario Leónidas Valiente vino a decirme que Su Excelencia...
GUERRERO.- ¡Callate, te dije, cerdo! (Le coge del cuello y de un empujón lo arroja a
un sillón.) No me vengas con más cuentos o te deshago y te pulverizo.
SARA.- Por favor, doctor, déjele que le explique. Si hablando se entiende la gente.
ALEN.- Señor Napoleón, déjeme hablar...
GUERRERO.- (Se le acerca, lo abofetea y zarandea.) Me da asco Su Señoría.
ALEN.- Conténgase, ilustre Napoleón, no me maltrate más... que estoy en mi casa y
puedo defenderme (Saca el revólver y apunta tembloroso.) La ley me protege.
GUERRERO.- Defendete, pues, entonces.
ALEN.- No... no se me acerque; usted será responsable de lo que pase... (Retrocede.)
cuidado, que voy a disparar... que le disparo... ¡cuidado! (NAPOLEÓN sigue adelante y
ALEN tiembla visiblemente, trata en vano de apretar el gatillo, pero no puede.)
GUERRERO.- (Suelta una sarcástica carcajada.) Imbécil, no te saldrán los tiros, porque
yo soy inmortal para tipejos como vos. (Le arrebata el arma.) A mí no podrás herirme con
un arma cargada con pusilanimidad y cobardía. Con esa carga se matan pelagatos. Si querés
dispararme a mí tendrás que conseguirte una espoleta que no tenés: ¡valor, valor! ¡Oíste,
gusano, aborto de laucha, bosta de pulga!
ALEN.- ¡Sara, Sara!, ¡llamá a los vecinos! ¡Socorro! (SARA sale apresuradamente.)
GUERRERO.- (Coge a ALEN por el cuello y lo aporrea. ALEN cae.) Tomá, tomá, te
doy tu canallicida... (Mira a todas partes.) ¿Dónde estará la tranca de la puerta?... (La
encuentra, la levanta, pero ALEN está completamente inerte.)
SARA.- (Ha vuelto con una cacerola en la mano.) ¿Qué hizo? ¡Socorro!, ¡lo mató!
(Aplica a NAPOLEÓN varios cacerolazos en la cabeza y en el cuerpo.) ¡Lo mató!
(NAPOLEÓN examina rápidamente al caído, y al ver que no reacciona, se atemoriza y sale
rápidamente.) ¡Asesino! (Va como para socorrer a ALEN, quien al advertir la ida de
NAPOLEÓN, se incorpora de su fingido desmayo.)
ALEN.- ¿Se fue?
SARA.- ¿Qué te hizo, mi amor!..., voy a llamar a la policía.
ALEN.- No... dejá.
SARA.- Llamo a un médico.
ALEN.- (Examinándose.) No... esperate un poco, dejame respirar... Me ha molido, me
ha faltado a mis fueros sobándome, atropellando mi casa... No llames a nadie; que nadie
sepa esto, se van a reír de mí; lo único que me queda todavía es un resto de vergüenza...
esperá... esperá, voy a llamar al doctor Leónidas Valiente, para que vea el esfuerzo titánico
que me ha costado servirle... ¿Cómo tengo el ojo, Sarita? ¿Cómo tengo la cara? Abusar así
de un inferior sólo porque tiene un puesto más alto, más influencia... Pero me consuela
pensar que le fundí la tragada. A él le duele eso.
SARA.- ¿No te perjudicará para la confirmación?
ALEN.- ¿Cómo puedo saberlo? Si él es quien hace el guiso, y puede más que Leónidas,
me liquida. Con la rabia que lleva... Pero llamalo a Leónidas... le voy a contar el peligro
terrible que pasé por serle fiel. Estuve a punto de ser asesinado. Ojalá lo pueda valorar y
agradecerme.
SARA.- (Al teléfono.) ¿Está el doctor Leónidas Valiente?... Dígale que el Juez Alen
tiene urgente necesidad de hablar con él... ¿Doctor Valiente?... por favor, doctor, mi marido
quiere hablar con urgencia con usted. (Le pasa el tubo.)
ALEN.- ¿Doctor Valiente?, ¿ya se enteró de la sentencia?... Hice todo lo que me pidió
para servirle a usted y a Su Excelencia... Me puse a su completa disposición... Sí, doctor...
pero servirle me ha costado caro... Le voy a explicar, hace un minuto estuvo aquí en casa
Napoleón Guerrero, hecho una bestia... Me dijo de todo, doctor, no le puedo repetir porque
me repugna y me avergüenza que un eminente correligionario, un conductor nacional como
Napoleón diga eso... y también me agredió de hecho, estoy todo molido, estoy lesionado de
gravedad... No, no, no le estoy contando un cuento... ¿por qué se ríe, doctor?... ¿Por qué se
ríe?... ¿Porque se jodió Napoleón?... ¿No ve usted que yo también estoy bien jodido?...
Pero, escuche doctor... usted no entiende, su risa me afecta...
SARA.- ¡No, no, no!, ¡no le digas eso!, seguile la corriente...
ALEN.- (Tapando el tubo.) Se ríe porque no le dieron a él...
SARA.- No te enojes con él. Que te quede por lo menos un amigo. Seguile la corriente.
¡Reíte, reíte!
ALEN.- Ah, sí, claro... al fin resulta gracioso, ¡ji, ji, ji!, porque Napoleón no se salió con
la suya. ¡Sí, sí! (Sigue con la risa.) ¡Pero qué divertido! ¡ji, ji, ji!, verdaderamente ha
quedado en ridículo.... ¿Una noticia para mi consuelo?... ¿que he sido confirmado?... ¿que
he sido confirmado?... ¿completamente seguro?... Desde ayer está todo firmado, se publica
mañana, pero mire usted, ¡qué felicidad!, ¡ji, ji, ji!... Estupendo, yo confirmado, y Napoleón
burlado. ¡Ja, ja, ja!... Gracias, gracias doctor, hasta pronto.
SARA.- ¡Bueno, mi amor!, olvidate de ese prepotente Napoleón, miserable...
¡Felicidades!... Tenemos otros cinco años de vida tranquila y seguridad.
ALEN.- Sí, pero con esta falta de garantías, qué tranquilidad va a haber... Andá a
traerme un bife de carne cruda para ponerme sobre este ojo antes de que termine de
hincharse. ¡Todos se darán cuenta!
SARA.- Traeré también unas curitas... Pero al fin ganamos nosotros, mi amor. (Sale.)
ALEN.- El uno me aporrea y el otro se ríe a carcajadas. Y lo peor es que los dos me
corrieron con la vaina, porque desde anteayer ya estaba confirmado, ¡dos días antes de que
firmara la maldita sentencia! Por eso se apuraba Leónidas, ese canalla. Esto es una cloaca,
no se ve ni se entiende nada, sino que la porquería arrastra... Y todavía tengo que reírme.
¡Ji, ji, ji!... para que no se enoje el último padrino que me queda, ¡ja, ja, ja!... Pero, digo,
¿qué hubiera hecho él en mi lugar? ¿Qué hubieran hecho estos tipos que se ríen? ¡Qué
hubiera hecho usted!... ¿qué hubiera hecho usted! ¿Optar por el sufrimiento y la miseria?
SARA.- (Vuelve con la carne cruda.) Tomá, ponétela sobre el ojo que se te empieza a
hinchar... Te voy a poner también unas curitas...
ALEN.- (Se mira al espejo, poniéndose la carne sobre el ojo.) No estoy para nadie; ¡que
nadie me vea! Esto es la derrota. (Al espejo.) No tengo ni por qué indignarme; quiero llorar,
pero no tengo ni por qué llorar... No pude disparar mi arma. Estoy vacío... Me veo desnudo,
nada digno me cubre, nada me absuelve. ¿No es verdad? (Gritando.) ¿no es verdad?... (De
pronto arranca el espejo y lo arroja al suelo.) Todavía tengo vergüenza... me tengo lástima.
Perdón, Rafa, no me juzgues, Rafa, ¡perdoname! (Solloza, ocultándose la cara.)
SARA.- Pero mi amor, no te pongas así; ya ha pasado todo. (Le pone el brazo sobre los
hombros y lo palmotea cariñosamente.) Pobre, te han tratado mal... sos el débil. (Con
ternura.) Pero ya te irás acostumbrando... No todos son valientes; no todos pueden seguir
una bandera. Están los que tienen miedo. Pero ya te irás acostumbrando... ya te irás
acostumbrando.
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