El juego o movimiento de escenas de la orgía feudal, de la orgía de

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El juego o movimiento de escenas de la orgía feudal,
de la orgía de dolor y de la sangre, prosigue repartido en
forma triangular. El ámbito donde se desarrollan los hechos criminales de la explotación del caucho, aparentemente difiere de región, pero el espacio pampino y selvático, abarca un mismo territorio continental. Son llanuras
inmensas y bosques gigantescos, surcados por ríos caudalosos, con pastales naturales, con riachuelos y lagunas,
donde el ganado vacuno se multiplica abundante y prósperamente.
Aquí están. Miguel Pedraza, alias Ministro de Ganadería, José Cortez, Pablo Carranza, Viador Postigo y Hugo Estrada; y tres obreros más, han terminado de construir el corralón y los atajaderos, con maderas de vigorosa fibra, que evitarán el avance de ganado vacuno, hacia
el poniente y hacia el noroeste.
El toro y las vacas domesticados, en número de 50,
adquiridos poco a poco por Rómulo, fueron traídos desde La Loma, por el mismo sendero. Estas 50 cabezas servirán de madrinas o señuelos para la domesticación del
ganado cerril.
—Abran las tranqueras —dice Miguel Pedraza que cabalga en el caballo más hermoso del grupo; más hermoso
por su estampa y el más valioso por la sangre que corre
entre sus venas. "No es blanco, pero es más imponente
que el caballo histórico de Napoleón" — así lo ve el Ministro de Ganadería. Pedraza se siente orgulloso al cabalgar en él.
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EN LAS TIERRAS Dli ENIN
—¿Abran las tranqueras? —¿Y por que no las abre
usted? — observa Hugo Estrada.
—¡Abran las tranqueras, he dicho! — Pcdraza gira hacia la derecha y su caballo da la grupa al conjunto de
los vaqueros.
—¡Donde manda capitán no manda marinero! ¡A obedecer se dijo! — Pcdraza siente que está encarnando su
papel de Secretario de Estado. Se ríe en sus adentros.
Comprueba —psicológicamente— que las ideas se convierten en realidad actuante. ..
—Soy Ministro de Ganadería. Soy la autoridad, quieran o no quieran—. Pedraza afirma los pies sobre los estribos; levanta las posaderas y gira el cuello —con su cabezota enorme— siempre hacia la derecha, con tic nervioso; mira a sus compañeros de trabajo con gesto autoritario. Pedraza es neurótico; goza con su aburrimiento demostrado ante las personas extrañas a su intimidad. De
igual a igual, con sus amigos, es un hombre sencillo y muy
emotivo, hasta tocar el diapasón de la sinceridad y de la ternura. La guitarra de la amistad vibra —sonoramente—
cuando alguien le da su estimativa. Tiene desarrollado al
máximo el sentido del orden y de la limpieza esmerada.
Sobre su simpática "negrura" se destaca el sello de la pulcritud que le dice: "Negro, báñate todos los días". Al mirarse en el espejo las canas de su cabeza dan realce a su
tristeza. Se sabe poeta y lo es, porque en su diario vivir
forja imágenes y comparaciones con giros elegantes. Es
poeta por dentro, sin haber escrito un solo poema, tal como acontece con todos los hombres jóvenes y maduros,
de mediana o cultivada cultura, que existen en su tierra
natal.
—¡Vamos! — grita entusiasta, acicateando a los arreadores de las 50 cabezas de ganado.
Sus compañeros de trabajo, responden a la incitativa
repitiendo la palabra de mando y Pablo Carranza se aproxima a él, deseoso de hacerle una observación.
—Vamos, pero con calma. No hay que alborotar al
ganado — le dice amistosamente.
—Está bien. — Pedraza acepta la recomendación.
Al mirarse, Pablo Carranza observa la palidez rostral
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LUCIANO DIJHAN BOGER
de Pedraza y ve en sus ojos un mundo de ensoñación, un
cansado ritmo de hombre insatisfecho. . .
El ganado, recién traído de La Loma, ingresa al corralón. Los vaqueros desensillan sus caballos; preparan comida frugal; comen y después descansan.
*
Refulge el lucero de la mañana; su verde y azulado resplandor, ilumina las pupilas ansiosas de los espacios inconmensurables y de horizontes redondeados hacia el infinito cósmico. La suave y dulce humedad del rocío de la
madrugada, sube desde los pies hasta las rodillas de los
hombres que cabalgan sus caballos.
—¡Adelante muchachos! — Humberto Claore reparte
su animación espiritual mañanera, pero en esos instantes,
mentalmente se transporta al epicéntrico de una ciudad
altísima, áspera y montañosa, con castillos agujereados y
llenos de telarañas de olvidados siglos. Constantemente
experimenta semejantes estados de ensoñación. Despierta de su alucinamiento y recobra el marco de la realidad
que lo circunda.
—¡Adelante! ¡Vamos! ¡Toro! ¡Vamos! ¡Vacas! ¡Vamos! El ganado sale trotando del corral en apretada masa —atrepellándose—, raspando los troncos costaneros de
la tranquera, de izquierda y de derecha. Sale trotando,
con sus costillares vibrantes con carnes gordas.
—¿Y éste tiene derecho de ordenarnos, como si fuera
dueño de las vacas de La Loma? — argumenta José Cortez, con tono despectivo.
—No olvides que es Ministro de Ganadería del Estado sin leyes donde impera don Rómulo. Tienes que obedecerle y respetarlo, aunque te ardan las nalgas sobre e!
apero duro y viejo que te ha tocado en la repartición que
nos hicieron en La Loma. La verdad es que somos subalternos de él — afirma Pablo Carranza.
Y José Cortez, sigue hablando, pero ya nadie lo escucha, porque se dispersan en línea de media luna, arreando,
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cuidadosamente, la tropilla de las vacas. El toro, levanta
la testuz y eleva las patas delanteras; las deja caer sobre
las ancas de las hembras aue caminan de prisa.
—¡Toro! — José Cortez, arrea el bruto que, con sus
impulsos de macho acometedor, alborota a las vacas.
Cortez se aproxima a Humberto Claore. Con observación aguda contempla a su adversario gratuito; sin enojos, ve en aquella cara un resplandor verdcazulado, diluyéndose —tenuemente— con un tinte pálido de rostro
agónico que se mueve y respira. ¿"Por qué no vale nada
el sentimiento fraternal más o menos humanizado?" —
piensa así, pero no comprende que todo anhelo de posesión inalcanzable, por ejemplo: el de ser dueño de una
casa, es la causa de la presencia de esa señorita huesuda
que se viste con harapos. . . (¿La Pobreza o la Envidia?).
Por otro lado, Pablo Carranza está apesadumbrado.
Abre sus ojos redondos, semejantes a los de un buey
muerto. Tartamudea unas palabras incomprensibles para
sus compañeros de viaje.
—¿Qué será no?
—¡Vamos! ¡Toro! ¡Vacas! ¡Vamos!
—No grites. ¿No ves que nos aproximamos al ganado
cerril? ¡Deténganse!
Se ve a lo lejos una cantidad enorme de ganado que
se mueve lentamente. La sabana verde extendida —anchurosamente— de noreste a poniente, con visión alucinante,
está moteada de puntos pequeños, con colores variados:
rojizos, blancos y negros. Estos puntos cambian de lugar.
Se entrecruzan, trasladados de aquí y para allá, como si
se movieran mediante resortes automáticos.
La tropilla de ganado domesticado, husmea y huele a
sus congéneres. Con actitud recelosa, el toro negro de la
manada, toma la delantera, sin antes haber acariciado con
sus filudos cuernos a varias hembras que le obstruyen el
paso.
—¡Cuidado que allí va! ¡Atájalo! ¡Fíjate! ¡Tiene malas
intenciones! ¡No conviene que se salga de la tropa! ¡Nos
va a dar mucho que hacer! ¡Crúzale el paso! ¡Adelántate
hombre! — advierte y ordena con énfasis el jefe de los vaqueros.
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LUCIANO DIJHAN BOGER
El peón, dócil y obediente, sin hablar, talonea su caballo; afloja un poco la rienda, tuerce a la derecha para
ganarle la delantera. La fiera de musculatura vigorosa,
mira al jinete y baja la testuz en actitud de acometer. Resueltamente emprende el trote y raspa el costillar derecho
del caballo que ha sido manejado —rápidamente— para
escapar de la embestida.
—Por poco me ensarta. ¿Y ahora qué hacemos? —habla el caballerizo que deja escuchar su voz por primera
vez.
—Hay que dejarlo, porque de lo contrario vamos a
espantar el ganado cerril. Es mejor que esperemos. Que
las vacas lo sigan hasta mezclarse con las cerriles — dice
el "Ministro de Ganadería".
—Si así no sucede estamos fritos — responde Hugo
Estrada.
—Es peligroso y me temo que el toro negro esté yendo en busca de camorra. Se las va a ver muy negras. 0
logra imponer su autoridad a los cerriles o si no le van a
quitar hasta las ganas de comer. Vamos a tener en qué
entretenernos — expresa Pablo Carranza.
—Lástima que la pelea la vamos a ver desde muy lejos — dice Viador Postigo.
—¿A quién apuesta usted mi distinguidísimo señor
Ministro? — Lo que soy yo me inclino y deposito mi fe al
negro que se parece a usted, por eso de la negrura que hay
en su cara y por la tristeza negra de sus penas. ¿Qué apostamos? — José Cortez lanza su provocación con el firme
propósito de desmoralizar a Pedraza.
—¡Silencio! ¡No olvides que tienes que respetarme
porque soy. . . — iba a dccir :"tu jefe", pero prefiere callar para no despertar motivos de animadversión.
Sigue avanzando el toro negro. A pasos lentos, va
meneando la cabezota, de izquierda a derecha. Exhibe una
frente muy ancha; ojos entornados que no miran hacia
arriba; el cuello sujeto a las quijadas —fuertemente—
atirantado. Bufa y respira; expele, con los agujeros nervudos de sus narices, un aire pesado y tibio. Sopla y, apenas, eleva el hocico, huele a sus congéneres y siente el
olorcillo peculiar, propio de la manada de vacunos dis— 146 —
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persos. Sabe que los puñales curvados y íiludos de sus
cuernos, cuando embisten, penetran hasta el tronco y
cualcsquier carne, sea humana o la de los otros animales,
es desgarrada brutalmente.
Los toros salvajes, conlinelas celosos de la gran manada de vacas, se percatan de la intrusa presencia del toro
negro. Levantan las testuces y frunciendo las narices olfatean y perciben el olor masculino del toro domesticado.
Se produce un alboroto entre las hembras que agitan sus
colas. El toro castaño, respetado y temido por los otros,
toma la delantera y se enfrenta al toro negro que disminuye el impulso de sus pasos; los acorta hasta detenerse.
A diez metros, más o menos, de éste, se planta en seco.
Gira —lentamente—; ofrece el flanco izquierdo a su adversario transeúnte. Toro negro, hace lo propio con la
frente en línea opuesta a la de castaño. Cabeza contra
grupa, grupa contra cabeza. Se aproximan más y más, caminando de costado. Los cuadrúpedos —sigilosamente—
van aproximándose en círculo, alrededor de los contendientes. Entre ellos, existe una gran expectativa. Se abre
la tumba del silencio. La espera adquiere un nerviosismo
tenso entre la muchedumbre vacuna. Castaño toma la iniciativa combativa. Rápidamente da media vuelta y acomete ciegamente. Toro castaño, trompea a toro negro; le encaja sus armas filudas debajo del cuello. Toro negro no
espera el segundo impacto de la arremetida y rompe a
correr siguiendo el mismo rumbo hacia el corralón. El
toro castaño detiene el impulso de su bravura combatiente; mira al suelo; bufa y escarba con las pezuñas de sus
patas delanteras. Toro negro se da cuenta de lo que ocurre; se detiene y gira nerviosamente; se enfrenta al perseguidor y lo incita con movimientos de cabeza. Se opera
la misma actitud entre las bestias peleadoras. Y así, toro
negro con táctica bien urdida, va conduciendo a su contendor —engañosamente— rumbo a las tranqueras del corralón que están abiertas. Penetra al ámbito cercado por
horcones y listones de madera verde, olorosa aún a resinas frescas que se cristalizarán con la acción de los rayos
caniculares a la intemperie. El toro castaño, furioso y cegado por la fiereza de su sangre salvaje, penetra al cua— 147 —
LUCIANO DURAN BOGER
drilátero, persiguiendo a toro negro que se ha colocado
en posición alerta, apoyándose sobre los listones que forman ángulo al extremo con los correspondientes a la línea longitudinal del atajo. Los vaqueros, se aproximan
—rápidamente— a las tranqueras. Cierran y aseguran con
lazos los extremos de sus palos colocados en sentido horizontal.
Suena el primer choque de los huesos frontales de
las bestias. Ambos miden su fuerza de contención y se
quedan quietos unos segundos. El toro castaño flamea su
destreza y vuelve a herir a toro negro, esta vez sobre la
paletilla. Toro negro dolorido y sangrante, afloja la fijeza
de sus nervios y sus músculos; con violenta rapidez recula y velozmente gira hacia la derecha. El castaño, precipítase en el vacío hasta estrellarse sobre los listones, magullando su cabeza y estropeando sus filudos cuernos.
—¡Miren lo que viene por allá —dice Pablo Carranza.
Sale de su escondite y sin perdida de tiempo se dirige a
las tranqueras del corral, corta las amarraduras; y las
abre. Vuelve corriendo al lugar de su refugio, mimetizado
entre los matorrales más próximos.
—¡Qué has hecho bárbaro! — replica el "Ministro de
Ganadería".
—¡Qué sabe usted! — responde Pablo Carranza.
—¿No ve que el ganado cerril mezclado con las vacas
y torillos de nuestro corral, viene trotando hacia acá?
¡Ocúltense bien y no hablen!
Toro negro, después del lance táctico se planta firme
y espera a su enemigo. Ocurre que los puñales de castaño
se han incrustado entre los palos. Violentamente se libra
del obstáculo. Sus ojos centellean. Se lanza sobre la mancha oscura que proyecta el cuerpo enorme de toro negro.
Cuernos contra cuernos. Cabeza contra cabeza.
—Toqui. Taxxx. Toqui. Taxxx.
—¡Los toros salvajes se nos vienen encima! — exclama José Cortez. Le tiemblan las pantorrillas.
—¡Pongan bala en boca! ¡Hay que matarlos!
—¡Estúpido! ¡Cállate! — interviene el Ministro de
Ganadería, muy oportunamente.
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Todos los vaqueros están alertas. Sus miradas se proyectan —indistintamente— observando el movimiento de
la tropa de ganado y el duelo a muerte de los toros.
Toro negro recibe la tercera cuchillada que rompe
cuero y carne; sangra y le tiemblan las patas; se le nubla
la vista; puja fuertemente; su cola se pone tiesa como un
palo; sus testículos se inflan y desinflan igual que la bolsa medidora de la respiración de un paciente que ha sido
sometido a una operación quirúrgica; la gran vena de su
bajo vientre se pone tensa; aumenta el temblor de sus
patas. El toro castaño permanece inamovible, con el cuerno metido hasta el tronco. Toro negro, recula precipitadamente, pero no logra deshacerse de su adversario. Todo el peso de su enorme cuerpo aplasta sus patas traseras. La polvareda del suelo reseco lo envuelve íntegramente. El toro castaño vuelve a lanzarse sobi"e su enemigo y embiste de abajo hacia arriba. En vez de herir a
toro negro ha clavado sus cuernos sobre la tierra y siente un dolor agudo en su ojo derecho que estremece todo
su sistema nervudo. Levanta la cabeza y acomete furioso;
persigue a toro negro que se ha dado a la fuga, con dirección a las tranqueras abiertas; tuerce a la izquierda y vuelve al mismo lugar donde arrinconó a su adversario que le
aventaja en acometividad con heridas mortales. Como
una danza loca, vuelven a embestirse cegados por la bravura desenfrenada. Toro negro hace un relance rápido y
le encaja su lanzaso en la panza debajo del costillar de su
enemigo y con supremo esfuerzo lo levanta, empellonea
hasta que el cuerpo sangrante se estrella contra la palizada. Toro negro sigue empujando, puja con esfuerzo brutal y, con el enorme gancho de la asta enterrada entre la
carne viva, sangrante y olorosa, desgarra brutalmente la
masa voluminosa de los intestinos. Las piernas traseras
de toro castaño, se doblan angulosamente y se desdoblan
en línea recta, rígidas y temblorosas. Toro negro contrae
—vigorosamente— todo su sistema nervioso y estalla —interiormente— con vibración que trasmite al cuerpo una
corriente de circuito eléctrico. El dolor en el cuerpo del
toro castaño produce una violenta reacción; recobra valor, bravura, empuje, fiereza y, con impulso decisivo de
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vida y muerte, se lanza hacia adelante. El puñal redondeado, enterrado hasta la "cacha", desgarra y abre más y
más, en la panza de tero castaño y el boquete vomita sangre espumante. Toro negro desarrolla el mismo impulso
de su contendor. El castaño, trota, tambaleante, rumbo a
las tranqueras del corral que en esos instantes ha sido rebasado por la avalancha del ganado cerril y domesticado,
al incursionar —totalmente— al espacio del corral.
Toro negro, mueve —vigorosamente— la cabeza y el
cuerno metido bien hondo, desgarra las tripas de su adversario que rueda de bruces y se inclina como un navio que
se hunde en plena tempestad marítima, y el cuerpo de toro castaño, herido mortalmente, rueda —bruscamente—
sobre el suelo. Y, toro negro recula y arranca el cuerno
sangrante. Levanta la testuz y con gesto altanero mira a
la multitud abigarrada de sus congéneres que lo rodean,
balando y resoplando a los cuatro vientos.
El equipo de los vaqueros, sonrientes, contentos por
dentro y por fuera, como movidos por un resorte, sin perder tiempo, aseguran las tranqueras con lazos y huascas,
fuertemente, con nudos ciegos.
—Y ahora, ¿qué hacemos? — pregunta, animosamente, Viador Postigo.
—¡A banquetearse cambas con el toro destripado! —
responde Pablo Carranza.
—Hemos logrado encorralar a justos y pecadores, a
diablos y querubines, delante de Dios. — Pedraza mira al
sol que está en el cénit. Conjuga lo serio con lo humorístico. Todos sus compañeros de trabajo se ríen a carcajada batiente, sin advertir que los otros toros cerriles de la
manada, han comenzado a rodear a toro negro, con actitud amenazante.
—Estamos frente a un peligro muy serio. La danza de
los toros salvajes no ha terminado — argumenta el Ministro de Ganadería, con su pose señorial de feudal por
dentro y burgués por fuera. . .
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SANTA CRUZ
Entre la arena y el viento que alborota todo: vestidos,
cabelleras y deseos, con sus manos nerviosas irreverentes,
la gente humilde del pueblo de Santa Cruz, sin actividad
de producción desarrollada, tieso — igual que santo de yeso, fetiche católico — sin vida activa social, sin cultura,
sin arte, está sobrecogida. El desenfreno de los traficantes, dueños de la orgía, de la sangre y del oro, ha sacudido el alma de esa colectividad.
Sin ningún decoro, sin respeto a la personalidad humana, los agentes del crimen que llegan con los bolsillos
repletos de libras esterlinas, han convertido al pueblo cruceño en una abigarrada comparsa de carnaval permanente. Las bandas de música, los conjuntos de orquestas —
guitarras, mandolinas, flautas, violines y tambores — suenan de día y de noche. Están de fiesta las familias empobrecidas con niños hambrientos, semidesnudos que ostentan sus hinchados y cristalinos vientres; con dentadura
putrefacta.
Hay bullicio atronador, con bombos y platillos, en las
casas con piso de ladrillo —algunas— y en las otras de
suelo limpio, donde una sola habitación es sala de recibo,
dormitorio y comedor — a un mismo tiempo y a diferentes horas. El corazón de las mujeres, baila dichosamente.
—¡A bailar se dijo! ¡Ustedes viven muriendo! ¡Dejen
ya de sufrir! ¡Con las libras esterlinas, no hay hamore y
no hay tristeza! — El apuesto caballero, recién llegado de
las pampas, de los ríos y de la selva, pertenecientes al inmenso territorio del Beni, con su copa de cristal, brinda
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LUCIANO DURAN BOGER
—uno tras otro— tragos de alcohol de 40 grados, mezclado con agua.
—Aquí tiene doña Estefanía. Compre usted un puerquito. Prepárelo y al horno se dijo — extrae de su bolsillo
varias monedas de oro. Agarra la mano de la mujer que
es madre de tres muchachas simpáticas, que lucen sus 14,
16 y 17 años de edad primaveral — respectivamente.
—Pero esto es mucho, señor. Para qué me da tanto —
dice la dueña de casa, pagando, con mucho disimulo la
generosidad del traficante de sangre y carne humana, con
las sonrisas complacientes de sus encantadoras hijas.
—¡Oooooh! doña Estefanía. Esto es nada — levanta
el brazo y abre la mano, como arrojando monedas al aire
— ¡Agarre usted, que para eso la bolsa está llena! ¡A comer, a bailar y a quererse, se dijo. ¿No es así, señoritas?
— se dirige a las muchachas, con gesto de "puédelo todo",
de rufián, de mujeriego, de comprador y vendedor de
vidas.
—¡Qué generoso es usted, señor! ¡Que Dios le pague
a manos llenas! ¡Que Dios lo bendiga! A ver, tú Carmencita, anda a buscar el chanchito. Dile a mi comadre Paulina que te venda uno de los gorditos que tiene encerrado
en su chiquero. Y tú Rosita, anda donde don Salustio Casanova y dile que venga trayendo su banda que aquí el
caballero le va a pagar por hora. ¿Cuánto? — pregunta al
"marchante".
—Dos libras esterlinas o algo más, según cómo se
porte —responde el aludido.
—¿No le parece bien? — se dirige a doña Estefanía
Claros, agarrándola de la cintura ascendente de sus caderas con graciosas curvas.
—¡Está bien, caballero! — Y tú Juanita — se acerca
y le dice a la sordina — agarra a la pescuezo pelao y estíraselo. ¡Prepara un caldo de leche con sus huevos largao!
¡Rápido hijita! ¡No pierdas tiempo! — cariñosamente le
da una palmadita sobre la mejilla izquierda.
—¿Le gusta a usted el caldo de gallina?
—Sí señora. Me gusta mucho, muchísimo, la carne de
gallina. Y mejor si es de polla, porque mientras más po-
EN LAS TIERRAS Dli ENIN
lias o jovencilas son las mujeres, más rico y sabroso es el
almuerzo a media noche. . .
—¡Jesús que es usted, caballero! Pero me gusta lo que
habla.
Las tres gracias, no corren, vuelan entusiasmadas, con
la ingenuidad de la mujer de aquellas épocas, donde el
amor es más puro y desinteresado, más fresco y saludable que un vaso de agua para un caminante sediento.
Han transcurrido pocos minutos y Rosita vuelve acompañada. Salustio Casanova llega agarrando del brazo a la
muchacha.
—Aquí está la banda, caballero — anuncia la jovencita y regala una sonrisa al repartidor de libras esterlinas.
El viento ondulante, travieso, con sus manos invisibles, en las esquinas de las calles tortuosas, coloca en situaciones muy difíciles a las muchachas callejeras. Es el
viento galante del noroeste. Las rubias y negras cabelleLAS
WEPMANA!
CLAROS
ras se levantan serpenteantes. Los muslos rosados y morenos sienten la caricia de la brisa que se transforma en
ruda corriente de aire inquieto, tenaz y persistente, como
mano de hombre vigoroso que sabe acariciar sobre la nuca. Durante los meses de julio, agosto y septiembre, los
duendes del ventarrón, desparraman y riegan la arena pegajosa, sobre los ojos y la boca de los transeúntes que
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LUCIANO DIJHAN BOGER
tienen que dar media vuelta —rápidamente— y presentar
las espaldas, a fin de escudarse trente a aquella incomodidad que se convierte en fastidio de diez y media a doce
horas del día.
Carmen, con caminar apresurado, en busca de doña
Paulina Gutiérrez, propietaria de los chanchos, al doblar
una esquina, se choca con el viento que la empuja y levanta sus vestidos livianos. Con agilidad, la joven apuesta,
bella como ninguna, da muchas vueltas y eleva los brazos
y las manos para cubrirse la cara. Parece una bailarina
clásica que se desliza suave y armoniosamente, con los pies
de punta. Camina de prisa, casi semiahogada. Aspira profundamente. Se detiene sobre el espacio de una puerta cerrada. Lleva sus manos sobre su negra cabellera, para suavizarla. Emprende nuevamente su caminata. Avanza en línea recta, tuerce hacia la derecha. Sube y baja por los corredores accidentados. Después de un recorrido de ocho
cuadras, llega a la casa de la dueña de los chanchos. La
puerta está cerrada. Carmen la golpea y llama.
—¡Señora Paulina! ¡Señora Paulina! ¡Señora Paulina!
¡Qué pena! Se ve que no hay nadie — habla Carmen, y se
dirige a la casa vecina. Allí la atiende una mujer anciana.
Le informa que doña Paulina salió temprano acompañada
por un muchachón que llevaba sobre sus hombros un
chancho. Le expresa que ha debido ir a venderlo.
—Vaya, búsquela. Ella es muy conocida. Cualquier
persona le va a dar razón. Vaya señorita, no pierda su
tiempo. Vaya usted a la casa del Dr. Lucas Velasco, seguro que la va a encontrar allí porque hoy festeja su cumpleaños — enciende su cigarro y se echa en su hamaca.
Carmcncita Claros, le agradece. Apura el paso y siguiendo la indicación, camina y camina, peleando con el viento.
Al fin llega a la casa del Dr. Lucas. Encuentra allí a doña
Paulina Gutiérrez que dialoga con el hombre de leyes.
—¡Hola Carmcncita! ¿Qué vientos te traen por acá? —
interroga el abogado. Se aproxima a ella, muy sonriente.
—Buenos días, doctor. Necesito hablar con la señora
Paulina — Carmen se siente cohibida y agacha la cabeza.
—Aquí estoy. ¿Qué necesitas? — se despiden del doctor y se alejan de la casa. Dialogan. El muchachón sigue
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EN LAS TIERRAS Dli ENIN
llevando el chancho que 110 quiso comprar Lucas Vclasco.
Carmen entrega a Paulina cinco libras esterlinas a trueque del porcino. Y se va, peleando con el viento, con el
muchachón y el chancho.
—¿Cómo te llamas? — Carmencita pregunta el nombre del muchacho que hace vida familiarizada con los
chanchos de Paulina Corrales.
—Panchito Gutiérrez — responde sonriente y acaricia las orejas del porcino que carga sobre sus espaldas.
—¿Chanchito? ¿Así te llamas? — ríe la muchacha y
le llena el alma de dulzura con la belleza de sus ojos: enormes diamantes negros.
—Ha escuchado mal, señorita. Panchito le he dicho
— y se acerca tímidamente al lado de la joven esbelta que
deja caer su cabellera negra sobre sus hombros. El muchacho se inclina y coloca al puerco junto a sus pies descalzos. El viento, celoso e implacable, sigue castigando el
rostro divino de Carmen. . .
—¿Panchito?
—Señorita — levanta los ojos. La mira y la contempla sumiso, y tiembla de emoción.
—¿Sabes el nombre de esta moneda? — se acerca y le
enseña una de las dos redondas y áureas monedas que se
exhiben en su mano (de piel morena clara) bellísima como una magnolia. . .
—No sé señorita — responde Pancho, mirando con
sus ojos tristes las monedas destelleantes.
—Es una libra esterlina. Tengo dos. Te regalo una —
estira la mano.
—¡Señorita! ¡Vamos donde don Juan Mateo, para que
le haga un hermoso brazalete! ¡Es aquí a la vuelta, señorita! ¡Vamos! ¡Vamos, señorita! — alza el chancho y lo coloca sobre sus hombros.
—¡Por aquí, señorita! — camina rápidamente, guiando a Carmen por el camino más recto, rumbo a la casa del
joyero. Se pone a reir con el cosquilleo que le produce la
lengua del porcino que le lame la nuca.
—¿De qué te ríes?
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LUCIANO DIJHAN BOGER
—¡No me río de usted, señorita! Es que este chancho
me está lamiendo el pescuezo.
Carmen y Pancho, se ríen con armoniosa voz.
—¿Por qué no me has recibido la libra que te he regalado? — pregunta con tono melifluo y se aproxima al
muchacho.
—Porque esa moneda de oro debe usarla usted y no
yo, señorita — responde Pancho, admirando la belleza inefable de la joven.
—¡Aquí es! ¡Ya llegamos! — Pancho, hace esfuerzo
y sube las tres gradas — pujando bajo el peso del porcino — hasta pisar firmemente sobre el corredor de ladrillos.
—Espere un ratito, señorita — baja al puerco y lo
arrima contra la pared.
—No me digas señorita, llámame de mi nombre —
suenan las campanitas de oro de su sonrisa, bien adentro
del corazón del muchacho.
—Carmen... Carmen... Carmen... — con voz suave, lenta, silenciosa, imperceptible con el mismo acento
de la voz límpida del céfiro, caminando como un sueño
de poeta en las tardes orientales, sobre la llanura verde,
Pancho pronuncia su nombre. Después de contemplarla,
penetra a la habitación de Juan Mateo, de puntillas, sin
hacer ruido.
—Don Juanito — pone su mano derecha sobre el hombro del joyero.
—Me has asustado hijo — Juan Mateo, revolviendo
hacia la izquierda y mirando sobre su hombro, reconoce
a su amigo.
—Pase. . . Pase. . . éste. . . — mira a Carmen y baja la
vista, como cuando algunos hombres (de espíritu) —silenciosamente — en plena soledad, miran a una estrella.
—¡Carmen! — ya te he dicho. Carmen se aproxima
al muchacho y le habla con dulzura.
—Este. . . mire don Juanito — el joyero se sorprende al ver a Carmen.
—¡Carmen! ¡Qué milagro es éste! ¡La muchacha más
bonita de mi pueblo! ¡Ven acá! — el joyero, deja caer el
valioso anillo que engasta la piedra grande y fina.
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EN LAS TIERRAS Dli ENIN
—Aquí está don Juanito. No se asuste — rápidamente el muchacho, después de agacharse y recoger la joya,
se la entrega.
—La verdad es que estoy asustado. Estoy sintiendo
miedo. ¡No sé qué me pasa! ¡Perdóname! ¡Yo no soy supersticioso! ¡Pero... perdóname Carmencita! — limpia el
anillo, con una pequeña escobilla, sopla y vuelve a soplar
a la joya.
—Don Juanito. E s t e . . . éste.. . — el muchacho mira
a Carmen, deseoso de escucharla. La muchacha, ha comprendido el requerimiento y rápidamente, da dos pasos
y le entrega las dos libras esterlinas.
—Habla muchacho. ¡Al grano se dijo! ¡Qué es lo que
quieres! — el joyero mira las libras esterlinas que han sido colocadas delante de él, sobre la pequeña mesa chispeante, donde lucen briznas de metal amarillento.
—Un brazalete de oro p a r a . . . — el muchacho enmudece. No puede llamarla de su nombre.
—Para mí, don Juan — afirma, con soltura y decisión.
—¡Para vos Carmen! ¡Para vos! ¡Más bonita que la
virgen de Cotoca! — Juan Mateo, se pone de pie. Agarra
las dos libras esterlinas. Se aproxima a la muchacha. Con
una trenza de seda roja (porque éste es el color predilecto
del joyero) le mide el cuello perfecto de la muchacha, tan
perfecto como el cuello de la Venus de Milo.
—¡Ya está! ¡No será un brazalete! ¡Será la joya más
bella que haga yo en mi vida! ¡Después, aunque yo me
muera!
—¡Gracias don Juanito! — responde con profunda
emoción. Y ¿cuándo debe venir a recogerla?, éste. . . se
sobrecoge. Y sale —rápidamente— en busca del porcino.
—¡Carmen, de una vez! ¡Qué tanto miedo! — replica
la muchacha. Sale tras él, pero no lo encuentra (como si
se lo hubiera tragado el viento).
—¡Elay! ¡Eso faltaba, no máj, puej! ¡Elay! — Carmen
se queda plantada en la esquina.
El viento ha declinado. Y no la molesta más. . .
— 157 —
LUCIANO DIJHAN BOGER
La banda de Salustio Casanova, marca el compás de
un taquirari jacarandoso. Estefanía Claros, baila -—dichosamente— con el entusiasmo de su sangre de mujer cruceña. Con el calor de su sangre tropical. Con sus 30 años
de mujer fecunda, hermosa y madura. Está bailando con
el jefe de los negreros recién llegado de las tierras feraces, de las tierras benianas, de las tierras del gran imperio de Enin.. Estefanía Claros, bajo el hipnotismo del alcohol de caña, ha reclinado su rostro sobre el pecho peludo, sobre el pecho-gorila del gran criminal. Y, entre
sueño y sueño... recuerda su primer amor, cuando tenía 12 años. Abre los ojos, luminosamente hermosos (como dos incendios que queman los pajonales de las pampas mojeñas, en agosto y septiembre, en plena oscuridad
nocturna). Y en esas horas negras de la orgía, Estefanía
Claros, llora. Compungidamente siente que le duele hasta
los huesos.
—¡Dame un beso!
—¡No! — responde enérgicamente. Se desprende de
los brazos del rufián y corre al inmenso patio de su casa. Se limpia los ojos y la boca, con su pañuelo negro y
de seda que viene usándolo desde cuando cumplió catorce
años. Estefanía Claros, todo lo ve claro... Disimula el
llanto. Se toca el pecho y lo siente más duro que una roca.
Suspira. Ve que viene —no muy lejos— su hija Carmen.
Se mira en ella. Corre (Carmen) como si la persiguiera el
viento que ulula entre sus piernas. Vuelve a mirarla y se
ve retratada en ella (de cuerpo entero. . .).
—¿Qué ha pasado, mi hija? — se aproxima a Carmen y le besa la frente.
—¡Nada! ¿Por que me preguntas? — Carmen mira a
su madre. Ve que está llorando. Se estrecha contra su
cuerpo, hasta confundirse con ella. Estefanía Claros, vuelve a besar la frente de su hija. Rosa y Juanita, contemplan
la escena, atónitas.
—¡Mamá! — grita Rosa.
—¡Mamá! — exclama Juanita.
Despavoridamente, corren las dos muchachas y se su— 158 —
EN LAS TIERRAS Dli ENIN
man al cuadro dramático, cuando la angustia anuda un
sollozo en la garganta de Estefanía.
—¿Qué pasa mamá? — interroga Rosa.
—¡Nada, hi ja! ¡Son cosas de la vida! — Estefanía Claros camina lentamente hacia la cocina. Tras ella, siguen
sus hijas.
—Comadre, ya está lista el agua hervida para pelar
el chancho — habla Paulina Corrales.
Carmen se limpia los ojos. A pocos pasos de la cocina, observa —detenidamente— que el muchacho (que
desapareció de la casa del joyero) está destripando al chancho. Se aproxima. Sonrientes, se miran las caras.
—¿Qué has hecho? — pregunta la muchacha.
—¡Nada! — responde el desollador del puerco.
—¿Cómo, nada? — Carmen se aproxima a Francisco
Gutiérrez, alias Panchito...
— N a d a . . . N a d a . . . P o r q u e . . . E s t e . . . E s t e . . . — se
pone de pie y suelta la carcajada. Pero se calla al ver que
su camisa se encuentra ensangrentada.
—¡El chancho ha cambiado de color! ¡Nada más!
—¡Vas a ver, bribón! ¡Me las vas a pagar!
Carmen y Panchito se miran las caras y ríen y ríen.
—¡Carmencita! — Estefanía Claros, llama a su hija.
—¡Mamá!
—¡Ven! ¡El caballero te reclama! ¡Quiere bailar contigo!
—¡No mamá! — Carmen se queda quieta, fría.
—¿Qué cosa? — ¡Ven acá! ¡Yo te ordeno! — Estefanía Claros, clava los puñales de sus ojos en los ojos de
su hija.
—¡Te lo ruego, mamita! ¡Que vaya Rosa! ¡Le tengo
miedo a ese hombre!
—¡Ven acá! ¡Obedece! — Estefanía Claros, ebria y
llorosa se dirige al lugar donde se encuentra su hija.
—¡Por favor mamita! ¡Te lo ruego! ¡No me exijas! —
la muchacha, como una paloma herida y que quiere ocultarse a ras del suelo, camina de prisa hacia la ramazón
tupida de la arboleda más próxima. Y desaparece como
si la tierra se la hubiese tragado.
— 159 —
LUCIANO DIJHAN BOGER
—¡Déjala mamá! ¡Iré yo en vez de ella! — Rosa se
interpone rápidamente entre su madre y Carmen.
Madre e hija, caminan juntas. Entran a la sala y se
enfrentan con el jefe de los negreros.
—¿Dónde está Carmcncita? — interroga el rufián.
—¡Baile usted con Rosita, caballero! — levanta el
brazo y la mano de su hija, entregándosela.
—¡No! ¡Voy a bailar con usted! — responde energúmeno; aparta a la muchacha; aprieta —fuertemente— la
cintura de la madre y la estrecha contra su pecho.
En el instante en que Francisco Gutiérrez clava su
cuchillo en el cuerpo del chancho destripado y lo arranca
ensangrentado, con la firme decisión de ir en busca de
Carmen, escucha la voz de una mujer que le habla.
—Panchito, aquí está el agua hirviendo — Paulina
Corrales, asienta al suelo una olla grande, humeante. Sin
estar invitada, ha venido a la casa de su comadre, para
participar en la fiesta, comedidamente.
—¿Qué ha pasado, Francisco? ¡Ese no es el chancho
que le he vendido a Carmencita! — descubre la estratagema. Disgustada se enfrenta a Francisco Gutiérrez que
sin pérdida de tiempo, estira el brazo y empuñando el cuchillo le apunta hacia la cara, con gesto diabólico, pelándole los ojos. Coloca el índice de su mano izquierda sobre
sus labios, imponiéndole silencio. Paulina Corrales, retrocede atemorizada y regresa a la cocina rápidamente. Como si nada hubiese sucedido, Francisco Gutiérrez, evade
el compromiso airosamente. El chancho que colocó amarrado sobre el corredor de la casa del joyero, alguien cargó con él. Entonces, regresó corriendo al chiquero y hurtó otro en reemplazo de aquel. Así solucionó el problema, quedando bien ante Carmen.
-—¡Fuerza maestro! ¡Bailen todos! ¡Nadie se queda
sentado! — el rcscatador de obreros para el trabajo de
la siringa, incita mayor animación al dueño de la banda
y a la concurrencia. En momentos en que no baila, sale
al corredor y desde lugar visible, llama a los hombres
que pasan por allí y, con palabras salameras, los hace
entrar a la habitación para que participen en la liesta.
Va aumentando el número de las personas concurrentes
— 160 —
EN LAS TIERRAS Dli ENIN
al jolgorio. Oportunamente, con oratoria grandilocuente
se dirige a ellos. Les reparte vasos conteniendo licor.
—¡Amigos: Los he llamado a esta fiesta, como invitados de honor. Quiero que sepan que la fortuna les sonríe a todos ustedes. Mejor perspectiva de trabajo no tendrán de aquí a mucho tiempo. He venido para llevarlos
a todos ustedes a cosechar libras esterlinas, allí, en las
hermosas tierras mojeñas. Aquí tienen ustedes, convénzanse.. El arbolito de oro, da sus frutos a manos llenas.
No se necesita mucho esfuerzo. Con rayar sobre el tronco del árbol de la goma, ustedes cosecharán las monedas de oro que en poco tiempo, los convertirá en millonarios. Vean ustedes. Esto es una verdadera maravilla. Las
condiciones de trabajo son muy ventajosas y muy humanas. No desperdicien la oportunidad. No olviden que
la fortuna no tiene más que un solo pelo. Hay que saberlo agarrar. Vean ustedes — vuelve a repetir la frase y
con agilidad de prestidigitador, muestra muchas libras,
destelleantes, sobre su mano.
—¡Bravo! ¡Habla muy bien el caballero! ¡Vámonos
con él al Beni! — vitorea y grita uno de los concurrentes
adiestrados en el truco de la propaganda organizada y
bien dirigida.
—¡Bravo! ¡Está muy bien! ¡Nos vamos todos con él!
— responde otro de los colaboradores del caballero de
las libras esterlinas. Se produce un apiñamiento alrededor del mago que comienza a repartirles de a una libra
esterlina. Seguidamente habla a cada uno de ellos, estableciendo las condiciones básicas del contrato inflado
como un globo.
—Está bien, señor. Yo me voy con usted — y como
éste todos se comprometen a viajar al Beni, como siringueros.
—¡Fuerza maestro! ¡A beber y bailar! ¡Trago no falta! — ordena el caballero de las libras esterlinas a los
comedidos que desempeñan el papel de sirvientes alegres
y entusiastas. Sobre un pliego de papel, va anotando los
nombres y la edad de los aspirantes a siringueros. Sin pérdida de tiempo y sin ningún comprobante o recibo, les
adelanta de a diez libras esterlinas. La alegría y el con— 161 —
LUCIANO DIJHAN BOGER
tentamiento florece en los ojos de aquella gente humilde
que se ha dejado alucinar con los destellos del arbolito
de oro.
—¿Y de dónde sale tanto oro, señor? — pregunta uno
de los circunstantes.
—¡Ya les he dicho! ¡Es cuestión de rayar el tronco
de la siringa y el oro comienza a chorrear, como chorrea
la leche de las tetas de una vaca! ¡Es algo maravilloso,
maravilloso y parece un sueño de las mil y una noches!
¡Ya van a ver ustedes! ¡Fuerza maestro! ¡A beber y a bailar se dijo!
—¡Bravo! ¡Todos al Beni!
—¡Bravo! — responde la multitud harapienta y desnutrida.
—¿Qué ha dicho? ¡De las... de l a s . . . — interroga
el elemento más joven del grupo.
—¡De las mil y una noches! ¡Aprende pues, analfabeto! — replica el que está a su lado.
—¡No me insulte cojudo! ¡Pregunto porque me da
la gana! ¡No es porque yo no sepa!
—¡Aaaaaa! ¡Bueno hombre, ya está! ¡Por esta pequeñez no vamos a pelear!
—¡Salud! — brinda el que plantea la reconciliación.
—¡Salud! ¡Todo! — responde el agraciado.
—¡Todo! — lleva el vaso a la boca y traga, rápidamente.
—¡Que viva la siringa!
—¡Que viva!
—¡Que vivan las libras esterlinas!
—¡Que vivan!
—¡Que vivan los nuevos millonarios!
—¡Que vivan!
La mesa larga está tendida sobre tablas y cajones,
cubierta con blancos manteles, añadidos unos tras otros.
Fuentes, platos, cubiertos, pequeños jarrones con flores.
Todas las mujeres maduras y jóvenes de la vecindad, amigas y conocidas de Estefanía Claros, se han dado cita, con
sus maridos, con sus novios y enamorados, con sus hijos
menores. Hasta los monos y los perros están presentes.
El espíritu fraternal domina entre todos. Todos se esti— 162 —
EN LAS TIERRAS Dli ENIN
man, todos se quieren y departen amistosamente. El patio bien barrido, con naranjos floridos, está atestado de
gente.
El sol va declinando. Se siente el olor apetitoso del
chancho que, bien rellenado con uvas pasas, aceitunas,
huevos y otros menjunjes, fue metido al horno. La testera
de la mesa larga, es ocupada por el repartidor de libras
esterlinas. La dueña de casa y sus tres hijas, colaboradas
por sus tres comadres, entre ellas Paulina Corrales, reparten los retazos del porcino, entremezclados con montoncillos de lechuga, con yuca y plátanos, con pequeñas
porciones de arroz, cocidos.
—Sírvanse, antes de que se enfríe — se mueve de
aquí y va hacia allá, ágil y con el reparto de su sonrisa
y de su afecto, atiende y sirve a todos, esmeradamente.
Jarras de cristal con chicha de maíz y el buen vino tinto,
van de mano en mano, llenando los vasos que son libados
con ansiedad y sed. Todos comen hasta decir: basta.
Animosamente charlan los hombres que están ya comprometidos para viajar como siringueros, a las cálidas y
misteriosas regiones del Beni. La habitación que es dormitorio y sala de recibo, está rebasando con aquellos,
hombres que ignoran los contornos dramáticos de la explotación del caucho. Son seres humildes, silenciosos y
tienen un sentido profundo de resignación para sobrellevar el yugo de la pobreza dominante del medio feudal.
Hasta el más joven de ellos, es padre de familia. Algunos
son propietarios de una choza, con un catre rústico, una
hamaca, un cuero seco y lustroso de ganado vacuno, donde
duermen padres e hijos, sin almohadas, con una frazada
de reserva para los días en que los vientos fríos flagelan
la carne y los huesos, semidesnudos, de viejos, adultos y
niños.
Los futuros siringueros, beben animosamente el resacado o alcohol de 40 grados, mezclado con agua. Están
esperando su turno, para aproximarse a la mesa larga que
se encuentra repleta con más de 35 personas, entre hombres y mujeres.
—¿Será conveniente que llevemos a nuestras mujeres y a nuestros hijos? — Sebastián Pérez, consulta a su
— 163 —
LUCIANO DIJHAN BOGER
amigo Carmelo Sevilla. Ambos se encuentran ebrios, ai
igual que los otros concurrentes a la orgía.
—Depende pues de lo que resuelva el patrón de las
libras esterlinas.
—Yo no sé qué vamos a hacer con tanto oro. En qué
lo vamos a gastar. Imagínese la alegría de nuestras mujeres cuando les entreguemos estas monedas — Carmelo
Sevilla mete la mano al bolsillo y extrae el anticipo de las
libras. Las contempla, les da movimiento y escucha el tintineo sonoro. Se sonríe jubilosamente.
Varios de los concurrentes rodean a los dialogantes.
Zenón Algarañá, está informado por personas que lograron regresar a Santa Cruz, como remeros de las embarcaciones venidas de los centros de mayor actividad del
caucho, encostadas en el Puerto de Cuatro Ojos del Río
Grande, que las condiciones de vida y de trabajo son dramáticas y crueles. Pero Zenón Algarañá prefiere callar lo
que sabe. Le conviene recibir una mayor cantidad de libras esterlinas y después ocultarse.
—¿Será cierto que nos ha llegado la hora para dejar
de ser pobres y volvernos ricos? Ya me veo yo vestido
de lino blanco, con zapatos negros de charol; oloroso a
perfume, de esos que usan los hermanos que tienen cabeza de algodón — Camilo Oyóla, se refiere a los hermanos Gutiérrez que nacieron con cabellos blancos (característica familiar).
—De vez en cuando, querido Camilo, es bueno soñar.
A nosotros los pobres, nadie nos puede quitar ese derecho.
Yo no anhelo mucho. Yo no quisiera ir al Beni. Porque
me han dicho que los que van allí, no vuelven nunca. Mueren vomitando negro, con espundias, comidos por un caimán, flechados por los bárbaros, flagelados a calzón quitado, o liquidados por un plomo, bajo la ley del 44 (se
refiere al winchester, calibre 44) que es la única ley imperante con que se hace justicia el dueño o señor de vidas. Las libras esterlinas, son bonitas ¿no? — remacha
irónicamente, Pablo Tcrmishaki, con advertencia realística sobre la tragedia de los siringueros que, además de perder la libertad, pierden el derecho a vivir y morir como
seres humanos, y viven y mueren como esclavos.
— 164 —
EN LAS TIERRAS Dli ENIN
La banda del creador de melodías alegres (carnavalitos) escucha la tertulia de aquellos hombres que están
camino a perder la tranquilidad hogareña, en que viven
adormecidos, durmiendo, apaciblemente, sobre la luna
nueva de la hamaca sicstera, lodos los días, desde Enero
hasta Diciembre.
—¡Muchachos! ¡Vayan al Beni hombre! ¡No sean cobardes! ¡Aquí, allí, más allá de los mares, la sangre tiene
su precio! ¡En cualquier parte la Muerte está espiando!
¡Aquí, allí, en todas partes, los que compran y venden la
sangre de los hombres, la sangre de los pueblos explotados, son los mismos, son los mismos negreros que manejan las libras esterlinas! ¡A bailar muchachos! ¡Despídanse de su pueblo con la alegría de mis carnavalitos! — Salustio Casanova, agarra su pistón, como un niño agai-ra
su mamadera, y toca la introducción de una alegre melodía. El bombo y el tambor, acompasan —movidamente—
y tras ellos, irrumpen cadenciosamente: el bajo, el clarinete, el contrabajo, el trombón, la flauta y los platillos.
—¡A ver esos hombres, vengan por acá! ¡A comer"~se"
dijo que el chanchito está muy rico! — el dueño de las
libras esterlinas; el que reparte, pródigamente, las monedas áureas, como expresión de compra y venta del trabajo colectivo de los siringueros, llama a los que, apesar de
la borrachera, están hambrientos. Salen de la habitación,
donde Salustio Casanova, expande armoniosamente sus
sentimientos de poeta y de músico, célebre entre la gente
humilde y encopetada del animoso, del arrogante y generoso pueblo cruceño, donde Carmencita Claros, es una estrella luminosa, bella, bellísima, hasta no poder decir
más; muchacha de belleza permanente que alumbra a plena luz del día. La gente que la conoce, sabe lo que vale.
Los invitados caminan —ceremoniosamente— tambaleando un poco, y se colocan detrás de las sillas, esperando la presencia de Estefanía Claros, la dueña y señora de
la casa.
—Tomen asiento, queridos amigos. En una bandeja
de madera, repleta con huesos y carne gorda de porcino,
Carmencita trae la ración apetitosa que comienza a repartir, en parles proporcionales a los campesinos y obreros,
— 165 —
LUCIANO DIJHAN BOGER
reunidos en esos instantes. Se dirige con atención singular al maestro y compositor, dueño de la banda.
—¡Carmcncita! ¡Amalaya! ¡Capullito de rosa! — el
músico y poeta le lanza aquel madrigal de urgencia y siente que se le va el alma.
—Le agradezco por las serenatas que me trae de vez
en cuando — le expresa su gratitud.
—Quisiera enviudar, Carmcncita.
—¿Y para qué?
—Para ser tu dueño.
—Eso pues, depende de la dependidura — Carmen,
por sobre la profunda tristeza que ocultan sus hermosos
ojos, sonríe afablemente al artista, con la innegable estimativa de su espíritu sensible por todo lo que es música,
poesía y belleza.
—¡Te quiero mucho Carmencita!
—¿Su verdacinga? ¿Cómo será no? — su espíritu de
muchacha inquieta, delante de sus admiradores, juega
continuamente con el pedernal de la fina ironía. Hace lance a las situaciones más difíciles y lanza la saeta de su coquetería. Se defiende. Y hiere con ternura, con la punta
de oro de la aguja de su sencillez.
—Esta presa, la más rica del chanchito, es para ti
— se aproxima a Francisco Gutiérrez que, con pleno derecho, se encuentra cómodamente sentado al extremo final de la mesa. Se apega a él, como si nada. Entonces, Panchito le agarra la mano.
—¿Me esperas esta noche?
—¿Dónde?
—Donde tú sabes.
El enorme tronco del algarrobo florido, no está muy
lejos de la casa. Muchos arbustos frondosos, forman una
cortina verde entre la casa y el árbol. Más allá, haciéndole la competencia se destaca con mayor elevación, el árbol que produce flores enrojecidas, conocidas con el nombre de gallitos. Cuando está llorido, los picaflores o colibríes, los maticos y los tordos, vienen desde muy lejos
y se asientan sobre sus ramas. En coro, con las voces más
dulces y armoniosas, cantan al amor y a la vida. Carmen,
— 166 —
EN LAS TIERRAS Dli ENIN
oculta entre el matorral más próximo, se deleita escuchando aquellas melodías.
Sólo quiero
para mí
nada más
que lo que el Sol
me ofrece.
No quiero
que la tristeza
anide en mi corazón.
Quiero ser
la flor humilde
que florece.
Tiene un corazón muy triste. (Ella lo sabe). Adora la
sencillez del alma de las cosas. Sonríe. Huye del viento.
Le tiene miedo. Ama a las rosas, más que a las otras flores. Y llora, cuando está sola, sin saber por qué.
—Señora. Usted tiene que ayudarme en mi plan de
trabajo — dice el traficante.
—¿En qué puedo servirlo? Diga usted — responde
Estefanía Claros; se aproxima a su acompañante, deseosa de serle útil, satisfaciendo los propósitos y los deseos
de aquel hombre que llegó a su casa, inesperadamente.
Se conocieron en la mañana de ese mismo día y el fulano
ha depositado en ella toda su confianza. Por orden de él,
uno de sus ayudantes le ha entregado tres pesadas cajas,
aseguradas con cinchos de acero. Se le hizo saber que contienen libras esterlinas.
—Escúcheme. Quiero que desde mañana, prepare usted desayunos, almuerzos y comidas para esta gente que
está comiendo y para un mayor número. El personal que
— 167 —
LUCIANO DIJHAN BOGER
yo necesito debe ser, más o menos, de 80 a 90 hombres.
Hasta que yo me vaya con ellos, le ruego a usted que los
atienda, proporcionándoles alimento. Es la mejor forma
de comprometerlos y lograr el cumplimiento del contrato
verbal. A fines de este mes, debo partir de acá, rumbo a
Cuatro Ojos. Aquí tiene usted todo lo necesario para sus
gastos — le entrega una talega conteniendo monedas de
oro.
—Muy bien — Estefanía, cree que está soñando. Agarra el depósito de lonilla vigorosa. La aprieta con ambas
manos y la coloca sobre sus pechos.
Antes de que los comilones se levanten de sus asientos, el fulano se dirige a la mesa larga. Les habla con tono paternal informándoles que ha dispuesto proporcionarles desayuno, almuerzo y comida, todos los días, hasta
que emprendan el viaje. Les recomienda conseguir a otras
personas, a fin de completar el número que necesita para
el trabajo de la explotación cauchera.
—Pueden irse tranquilos a sus casas. Regresen mañana a las ocho.
La mayoría de los invitados que ha recibido ya un
anticipo en monedas de oro, manifiesta su conformidad
con ademanes y palabras de regocijo íntimo. Los hombres que están comprometidos en la aventura de penetración al vientre de la selva, en condición de siringueros, se ponen de pie, y abrazando al traficante, se despiden de él con muestras de gratitud, prometiendo lealtad
y cumplimiento al contrato verbal estipulado. Se despiden de Estefanía Claros, agradeciéndole por la atención
que han recibido al participar en el rico asado de chancho
con la buena chicha y el buen vino.
—Ya saben. Vuelvan mañana a las ocho a servirse
el desayuno con un café batido. ¡Cuidado con faltar! —
recomienda Estefanía Claros, repartiendo su sonrisa cariñosa para todos por igual.
El fulano de las libras esterlinas, cuyo nombre y apellido sigue ocultándolos, porque así le conviene, se acerca al maestro de música y dueño de la banda. Le indica
que él no debe irse. Le transmite esta determinación, ha— 168 —
EN LAS TIERRAS Dli ENIN
blándolc al oído, a fin do que no escuchen los campesinos
y obreros que comienzan a salirse.
—Así será señor. Ya sabe usted que mis instrumentos soplan allí donde se me paga bien — responde Salustio Casanova. Se limpia la boca con la orilla colgante del
mantel blanco, limpio y oloroso a nada más que agua.
Permanece sentado. Mira y busca en diferentes direcciones a Carmencita Claros, pero no la encuentra. En esc
preciso instante se hace presente doña Estefanía, rozagante y guapa, con andar de tigresa solitaria, como reina
felina de la selva, independiente y libre, sin amantes, rodeada por todos los silencios. El poeta y músico — a la
vez — la contempla y ve en ella toda la hermosura y arrogancia de las mujeres de su pueblo romántico y sensual.
—¡Que hermosa está usted, señora! — Salustio Casanova la estrecha con un medio abrazo y la besa en la mejilla.
—¡Gracias mi querido maestro! — responde Estefanía Claros, experimentando —gratamente— un golpe de
sangre que enrojece su rostro lozano de morena clara. Se
deshace del artista. Levanta la cabeza buscando a sus tres
hijas. No aparece ninguna. Sobrecogida por la extrañeza
se dirige a la cocina. Allí se encuentra con su comadre
la propietaria de los chanchos. Dialoga con ella y vuelve
rápidamente al lado de Salustio Casanova.
—Mi querido Casanova, le ruego que nos haga escuchar el carnavalito más fogoso y alegre que usted sepa. Esta noche voy a matar todas mis penas — Estefanía Claros, levanta la cabeza con gesto de gallardía — una, dos
y tres veces, repetidamente — con movimiento de onda
de mar bravia.
—¡Y cómo se llama el afortunado? — pregunta en forma directa y sin dobleces.
—¿Cómo se llama? ¿A quién se refiere? ¡El afortunado es mi corazón y nadie más! — responde Estefanía
Claros, con el dominio de su personalidad. Estefanía Claros, no es una mujer culta, ni siquiera medianamente intelectualizada, es como el común denominador de las mujeres de su pueblo que apenas saben leer y escribir. Pero
la fortaleza de su espíritu, reside en el sexto sentido con
— 169 —
LUCIANO DIJHAN BOGER
que siempre, la mujer de cualquier parte del mundo, supera y aventaja al hombre. . .
—Me refería al señor de las libras esterlinas — Salustio Casanova conoce el drama íntimo de su amiga. Sabe
que se casó en primeras nupcias, a los trece años de edad,
siendo entonces ya una muchacha guapísima y bien desarrollada. Y que después del primer matrimonio, vino el
segundo; y a poco tiempo: el tercero, no por culpa de
ella, sino por la inconstancia de sus maridos, característica del hombre cruceño, heredero de las costumbres de
los españoles con mezcla de la poligamia turca.
—Yo sé que usted sabe — como lo sabe la gente del
pueblo — que he querido a tres hombres. ¿Hay algo de
malo en ésto? ¿Tengo yo la culpa de ser engañada? — Estefanía Claros, llorosa y con rabia muerde el pañuelo negro de seda que no larga nunca.
—¡Perdóneme usted! ¡No he intentado escarbar las
cenizas de su pasado! levanta la copa y brinda por ella
y por sus tres hijas que en ese instante aparecen, una tras
otra.
—Carmencita, ¿dónde estabas hija mía? ¿Y ustedes,
dónde se pierden? — Estefanía Claros, interroga a las tres,
con notoria pesadumbre.
Madre e hijas se encaminan hacia la sala. Salustio
Casanova, avergonzado de su intervención, agarra —fuertemente— su pistón y melancólicamente entona la canción intitulada: "Flores negras" y sus acompañantes se
ponen a tono con la sensibilidad de su espíritu romántico.
—¡Muy bien! ¡Lo felicito! ¡Usted ha adivinado lo que
yo quería escuchar! — Estefanía Claros, le grita al músico desde el límite del corredor de su casa. Con acento tristón, tarareando, dice el primer verso de la primera estrofa: "Oye bajo las ruinas de mis pasiones", y tras ese verso, los otros. Y termina llorando.
—¡Basta ya de cosas tristes! ¡Toque usted un carnavalito! — Estefanía Claros, le grita al músico y estruja
su pañuelo negro.
-—¡Muy bien, patrona! — Salustio Casanova, responde entusiastamente y sin pérdida de tiempo, irrumpe con
— 170 —
EN LAS TIERRAS DE ENIN
su pistón y con el sus acompañantes, ejecutando una agitada y cálida melodía popular, que trasunta el carácter
eufórico de la gente cruccña.
Se entreteje la red de las parejas bailarinas. Carmencita Claros baila con el propietario de las libras esterlinas. Se encuentra asediada con los requiebros del que ha
depositado toda su confianza en la autora de sus días. Ella
escucha y sonríe. El traficante está pagado de su suerte.
Carmencita Claros es una excelente bailarina. Desarrolla
un ritmo cadencioso pleno de gracia, con soltura de caderas, suma agilidad en las piernas y ligereza volátil en sus
pies. El fulano la atrae sobre su caja toráxica, le ajusta
su cintura. Carmencita Claros, no ofrece resistencia.
—¡Carmencita, eres la muchacha más bella de nuestro pueblo! — la afloja y le lanza el elogio.
—Se ve que usted es miope. Conviene que use anteojos — le responde serenamente.
—No te burles. Te estoy diciendo nada más que la
verdad — replica el sujeto que sigue ocultando su nombre.
—Yo también le respondo con la misma verdad con
que Cristo hablaba a sus discípulos — Carmencita Claros
se defiende sin perder los estribos de la serenidad.
Son las tres de la madrugada, más o menos. Estefanía Claros, siente cansancio. Durante todo el día ha caminado mucho. El sueño se adueña de sus hermosos ojos.
Pero se sobrepone al aflojamiento de sus nervios y sus
músculos, con voluntad férrea. La gente va despabilándose, poco a poco, hasta que la dueña de casa se queda sola
con el personaje a quien le ha otorgado el derecho de dormir en su vivienda como un alojado. Carmencita, Rosa y
Juanita Claros, se han acostado en sus respectivas camas,
sin hacer reparo alguno.
—Hablemos claro. ¿Qué es lo que desea usted? — interroga Estefanía Claros, sentada al borde de la cama que
ella ha alistado para su huésped.
—Escúchame Estefanía -—comienza tuteándola—. Me
interesa tu destino que es el destino mío y el de tus hijas.
Pero antes, debo agradecerte por la generosidad con que
me has acogido en tu casa. El plan que tengo, como ya te
— 171 -
LUCIANO DURAN BOGER
he manifestado, es de gran alcance. La riqueza que poseo,
es base segura para asegurar tu bienestar y felicidad personal al lado de tus tres hijas. Desde hoy, no tienes necesidad de sacrificarte. Te irás conmigo al Beni, con plena
confianza de que en mis dominios serás más que una señora, serás la "reina" ante mis peones y sirvientes. Tus hijas tendrán el sitial que se merecen. Es todo lo que te
ofrezco, entregándote las llaves de mi casa — el traficante argumenta con el tono más convincente, utilizando todos los ángulos agudos del convencimiento. Le alcanza un
llavero que pende de una maciza cadena de oro.
—¡Gracias, por todo! ¡Pero le ruego que no moleste
en nada, a mis hijas! — Estefanía Claros, recibe el llavero con mano temblorosa. Se le aguan los ojos y termina
limpiándolos con su pañuelo negro de seda.
—¡Lógico! ¡Tus hijas serán mis hijas! ¡Llevarán mi
apellido! — afirma con elocuencia.
—;Y cuál es su nombre? Hasta este momento no me
ha dicho usted ni su nombre ni su apellido. ¿Por qué me
los oculta? — Estefanía Claros, plantea el problema con
suma extrañeza.
—Mañana te los diré. No tiene importancia. Llámame
como quieras — resnonde aviesamente.
—Lo llamaré entonces Juan Pérez — responde entre
broma y serio.
—Como tú quieras — da su asentimiento, pasándose
la mano sobre su mejilla derecha.
Se apaga la candela y las tinieblas encubren el secreto más íntimo. Y las tres puñaladas del cántico del gallo
que duerme en la cocina, desgarran la zaraza del silencio.
Amanece. Enmudece el acero del serrucho del grillo
del rincón. Una araña negra, después de un prolongado
movimiento, se queda quieta, con la quietud de un profundo deseo satisfecho.
- 172 -
EN LAS TIERRAS Dli ENIN
"Parece que la vida fuera, nada más que (res instintos: Comer, dormir y amar. Todo lo demás: sueño y más
sueño en la hondura del pozo sin fondo del subconsciente.
Pero la materia no duerme nunca. Nunca está quieta. En
las órbitas infinitas del Universo, la vida es constante movimiento. Elemo movimiento".
Tales elucubraciones, fueron hechas por el poeta y
músico: Salustio Casanova, que se retiró de la orgía, cavilando sobre el destino que le espera a su amiga Estefanía
Claros y a sus tres encantadoras hijas, tan semejantes por
su hermosura a las Tres Gracias, pintadas por Rcgnault.
—¡Amalaya! — dijo Salustino Casanova, al pensar en
ellas. Se limpió la boca, con sabor a cobre de su pistón
enverdecido por la acción del tiempo y su saliva.
—El deseo insatisfecho, se vuelve saliva amarga—
escupe y lleva a la boca la del instrumento musical. Sopla y desgarra, con sonidos agudos, la ansiedad de su corazón. Tiene la edad de Cristo, pero sigue soltero. Cuando el insomnio crucifica sus sienes, golpea fuertemente
el bombo y así llama a sus sumisos y leales acompañantes. Poco a poco, se hacen presentes en el umbral de su
casa. Adentro en el canchón, hay cinco hamacas atirantadas, de horcón a horcón. En ellas duermen cuando quieren, la siesta tropical.
—¡Vamos a dar serenata! — Salustio Casanova, da
el anuncio que, más que anuncio, es una orden. Le obedecen ciegamente. Todo lo que le paga la gente acomodada,
en fiestas, cumpleaños y jaranas, durante todo el año,
de Enero a Diciembre, les reparte proporcionalmente. Salustio Casanova vive con los almuerzos y las comidas que
le proporciona su generosa clientela. Se viste con los cortes que le regalan los enamorados, dadores de serenatas.
Es el hombre más querido y solicitado por la gente de
su pueblo, por pobres y ricos.
—¿A dónde vamos? — Pablito Munguía Seríate, tocador del trombón, pregunta con dejo de aburrimiento
concentrado.
—Donde Carmcncita Claros. Tenemos que tocar allí,
de día y de noche, todo el tiempo que permanezca en
Santa Cruz, el señor de las libras esterlinas. ¡A soplar se
— 173 —
LUCIANO DIJHAN BOGER
dijo! ¡Así es la vida, querido. Unos soplan, para que otros
bailen! —Salustio Casanova escupe la saliva amarga, con
ella arroja lejos, muy lejos, la angustia filosófica con que
analiza el dolor de la vida de los hombres y el alma de
las cosas . . .
Húmeda, la arena de las calles, siente las pisadas
del músico y poeta Salustio Casanova y las de sus acompañantes. Se dirigen por una ancha avenida que comienza en un ángulo y bocacalle de la plaza principal. Quieto
el aire. Las viejas beatas como fantasmas trasnochados,
cubiertas con mantones de seda negra, atraviesan las calles tortuosas, bajan de un corredor suben a otro, pujando y quejándose de sus achaques reumáticos. Mujeres tristes, momias arrugadas. Nada tienen que contar. Son igual
que las rosas marchitas de un florero, donde el agua se
pudre. Los perros hambrientos corren de aquí para allá,
enloquecidos, olfateando la miseria. Las campanas repican. Son las cuatro de la mañana. Al pie de la ventana
de la casa de Estefanía Claros, Salustio Casanova da comienzo a la serenata. Los músicos ejecutan una marcha
alegre.
La gente humilde del barrio, despierta y la sangre
tropical en las venas bulle y corre precipitadamente como
los ríos turbulentos del Beni. Se abren las puertas de las
chozas y la brisa mañanera, acaricia los rostros de las
muchachas que, al escuchar los aires melodiosos de la
banda de Salustio Casanova, se sienten alegres y optimistas.
—¡Estefanía! ¡Estefanía! ¡Estefanía! ¡Despierte! ¡Le
estoy trayendo la mamona que me encargó ayer!— el vaquero Clemente Santistevan, montado en su brioso tordillo, sujetando el lazo que tiene aprisionada a una vaquilla overocolorada, después de dar una vuelta al tronco del árbol, hala y hala hasta que la cabeza de la res
topctca contra el robusto algarrobo, que se yergue tranquilo y sereno, próximo a la casa de Estefanía Claros.
Carnaviltos, marchas, polcas paraguayas y marchinas brasileñas, continúan escuchándose. La fiesta agita
los pañuelos blancos de la alegría innata en el corazón de
— 174 —
EN LAS TIERRAS Dli ENIN
los crúcenos. Carmencita Claros, es la primera en levantarse. Atiende al vaquero con el saludo de su sonrisa.
Sus ojeras, delatan haber pasado una noche intranquila.
Pero ella, sin pérdida de tiempo, extrae agua de la noria
hasta llenar un enorme balde de calamina. Alza la vasija
y la lleva a la caseta de largas astillas de palmeras. Se
desviste y se baña rápidamente. Sale del recinto sacudiendo su hermosa cabellera negra, larga y ondulada,
olorosa a jaboncillo y chorreando el agua fresca. Carmencita Claros, adquiere su lozanía de rosa mañanera, limpia y perfumada.
—Comenzó la fiesta. Vamos al desayuno. Hoy se sirve chocolate en leche con biscochuelo — invita y anuncia
Crisanto Carvajal, uno de los que han caído en la trampa del reenganche de gente, para la explotación de la
siringa.
Comienzan a desfilar por los caminillos arenosos,
hombres, vestidos en su mayoría con pantalones y camisa blancos. Llegan a la casa de Estefanía Claros y, después del saludo de rigor, penetran al canchón y se sientan en la mesa larga —pero esta vez pelada, sin mantel—
esperando con buen apetito, el desayuno que comienza a
ser servido por tres mujeres, compañeras de tres hombres, cuyos nombres figuran en la nómina de los campesinos y obreros contratados —con adelanto de libras esterlinas— por el traficante que ha sido bautizado, por Estefanía Claros, con el nombre de Juán Pérez.
—A ver, ustedes dos, a derribar y descuartizar la mamona. Me olvidaba. Antes de nada, vamos a correr lista
— el fulano que pasó la noche más feliz de su vida, en
la casa de Estefanía Claros, nombra uno por uno, a los
futuros siringueros que suman cuarenta y siete.
—Esta bien. Necesito más gente. Ustedes, vayan inmediatamente casa por casa, a reclutar a los hombres más
jóvenes, fuertes y voluntariosos. Invítenlos a almorzar.
Díganles que hay almuerzo de mamona, con chicha, vino
y aguardiente. Y que traigan a sus enamoradas, a sus mujeres, a sus hijas jóvenes. Que hay banda para bailar de
noche y de día. Rápido muchachos. Y ustedes tres —indica con el índice— me preparan el desayuno con un cos— 175 —
LUCJANO DURAN BOGLR
tillar asado — con los brazos en jarro, reparte órdenes
que son obedecidas al pie de la letra.
—Mi querido Casanova, por lo pronto nos serviremos
un cafecilo. El desayuno con carne, pero con flor de carne gorda y tierna, viene en seguida. Los riñoncitos están
reservados para usted — Estefanía Claros habla al maestro de la banda, con la estimación que se merece.
Esta vez, Estefanía Claros se pone los guantes blancos . . . de mando y dirección de ama de casa. Todo lo
dirige; con voz y palabras afectuosas manda a sus comadres y a las mujeres de los campesinos y obreros que van
sumándose uno tras otro, al conjunto de los reenganchados. Cargan el horno, lo encienden y una vez que está
caldeado, lo barren; meten a su espacio redondeado, latas alargadas, repletas de piezas de carne bien aderezada,
con cebolla, especias, vinagre y vino.
Noche de domingo. Un desfile de muchachas bonitas,
rubias y morenas, exhiben sus cuerpos vestidos con telas
de colores suaves, dando vuelta a la plaza, desde las ocho
a diez. En aquella feria juvenil, nocturna, destácase el espíritu tranquilo y confiado de las generaciones mozas. La
mujer en Santa Cruz es la parte más visible en el todo sociológico del potencial humano. La siembra de caña, de arroz,
la producción de alcohol, de azúcar, la ganadería incipiente, la artesanía, todo gira alrededor de una bella mujer.
Y ésta, consciente de su misión, trabaja empeñosamente
más que el hombre. La poligamia sin registro oficial, es
terrón de azúcar, común y corriente en el medio social
feudal. Y el hombre se ufana de esta costumbre, aunque
su capacidad de trabajo o falta de trabajo, no le permita subvenir a las necesidades ante dos, tres o cuatro mujeres, con quienes mantiene relaciones. La siesta prolongada, el uso de la hamaca y la pasividad patriarcal, tipifican la holganza dominante de la época, en que el sistema
— 176 —
UN LAS TIERRAS DE ENIN
de producción es lento, primitivo y sin prisa, como es
lento el carretón tirado por la yunta de bueyes cansinos.
—¿Qué le parece? Estefanía Claros, ya tiene un nuevo marchante. Es el cuarto y esta vez sí que le ha tocado
un morrocotudo ricachón que reparte libras esterlinas
como si fueran granos de maíz — habla uno de los contertulios del grupo de vejestorios, que a medio día, en los
atardeceres y en las noches, se reúnen para tijeretear con
maledicencia la tela transparente de la vida ajena .. .
—Eso es lo de menos, hombre. Lo importante del
caso es que el fulano va a cargar con madre e hijas— el
que habla a continuación, se ríe burlonamcntc.
—Y dizque se va con él al Beni. Pobrecita, no sabe
lo que le espera — argumenta el tercero.
—¡Fíjense! ¡Ahí va Carmencita Claros con sus otras
dos hermanas, luciendo vestidos de seda! ¿No les dije?
— observa el que habló primero.
Los vejestorios, ostentan bigotes largos a la usanza
de aquellos tiempos. Prosiguen empleando la tertulia criticona. Todos los antecedentes y las características personales de lo que fue y de lo que es Estafanía Claros, de
la vida de sus ex-maridos, fueron colgados como trapitos
al sol, sobre la cuerda tensa de la sátira. No le dejan
hueso sano. Ella y sus tres bellas hijas, son los personajes del día. El nombre de Estefanía Claros va de boca
en boca.
Pero, como la hermosa mujer del pañuelo negro de
seda, conocc_a fondo la psicología de su pueblo, se sonríe
del qué dirán y con dominio de escena, recorre las calles
retorcidas de su ciudadela natal, con la frente altiva. No
saluda a nadie, menosprecia a viejos y a jóvenes, por
igual.
—Allí va la orgullosa. Ahora no mira a nadie porque
tiene libras esterlinas como jachi (peluza de maíz molido).
Mírenla pues. Y qué andar el que se gasta. Parece que
fuera la Reina de Saba! ¡Ni que fuera Clcopatra! ¡Pero
¡mírenla! Y ¡cómo menea las caderas! ¡Ejta vej sí que
noj ha eclipsao! —el mocetón alto y apuesto (que habla
tragando las eses, como habla la mayoría de crúcenos y
benianos) critica —nerviosamente— a Estefanía Claros
— 177 —
LUCIANO DIJHAN BOGER
que, en ese momento, atraviesa la calle axenosa de una
vereda a otra, luciendo una hermosa falda, verde como
la llanura inmensa, donde campean las palmeras arrogantes, burlándose del viento . ..
—¡Cállate hombre! ¿No ves que es la mujer más hermosa que tenemos, pues, ahora, en Santa Cruz? ¡Hablas
de pura envidia, porque tu mujer no le llega ni a los
talones! — el amigo que replica, aprieta los puños, por
sí las moscas . . .
—Es la pura verdad. No hay nada que hacer. Al César
lo del César. ¡Y a la Reina de Saba lo que es de la reina!
Porque las zapatillas que calza una gringa yanqui de patas de oro, jamás se pondrá la hermosa y guapa Estefanía
Claros. ¡Porque Estefanía Claros es tan linda y bella como
Cleopatra!
—¡Pa que hablaj tanto hombre! ¿Acaso puej la conocijte voj a la egipcia? —socarronamente — interviene —
el humorístico gordiflón que rompe la armonía estatuaria
del conjunto, debido a la chatura de su arquitectura ósea.
—¡Olé tu gracia morena! —grita — desaforadamente
— el más joven del corrillo, que se destaca por su elegancia y apostura varonil.
Vibra la luz de la mañana clara, aproximándose al
mediodía, bella epifanía como el dulce rostro de Estefanía Claros que pasó por delante de los hombres ociosos,
sonriendo a la vida . . .
Animosamente se sirvió el almuerzo con abundancia
de alimentos. La mamona o vaquilla derribada ofreció sus
carnes blandas y gordas. La casa de Estefanía Claros, rebasó júbilo colectivo y contentamiento amistoso, como
la espuma de un vaso de cerveza. Las parejas bailaron
hasta el amanecer. Los campesinos y obreros reclutados,
en apretados grupos, en la sala, en los corredores y en el
amplio espacio del canchón, bebieron todo lo que quisieron. Oportunamente, el propietario de las libras esterlinas
— 178 —
EN LAS TIERRAS Dli ENIN
registró los nombres de los nuevos reenganchados, hasta
el crecido número de 145. Continuó la repartición de libras, como anticipo y señuelo de bonanza.
—Es necesario que sepan que ya están listos los carretones en que debemos llevar los víveres — Estefanía Claros, da sus instrucciones y reparte órdenes a los reenganchados. Ven en su mirada sonriente un aliento de seguridad
y de confianza. Cuando la oyen hablar reconfortan las aspiraciones que han depositado en la aventura del viaje
al Beni, en pos del "arbolito de oro".
—Que me ^conseja, señora ¿Llevaré a mi mujer? —
pregunta uno de los reenganchados.
—¿Cuántos hijos tienes?—
—Ni uno, señora.
—Llévala. No olvides que un hombre sin mujer, es
lo mismo que un tejón solitario. Tanto se engorda que
termina perdiendo su agilidad . . . Y debe ser muy triste
la realidad del hombre, en plena selva, sin una compañera. Llévala. Ella como yo, será una de las muchas .mujeres que abandonan la vida tranquila de nuestro pueblo,
para acompañar a un hombre que mañana puede dejarnos botada en la orilla de un río.
—¿Por qué habla así, señora? A usted ningún hombre
puede abandonarla. Siendo tan linda y tan buena, los hombres se pelean por usted — argumenta, con elocuencia sincera, el obrero interlocutor. Ignora el pasado de Estefanía
Claros.
La mujer del traficante —porque ya lo es— deja plantado al musculado futuro siringuero, dando la espalda
al diálogo que acaba de provocar en su espíritu una verdad filosófica y, además, la duda de un futuro incierto.
Estefanía Claros, extrae de su seno el pañuelo negro de
seda y se limpia el sudor copioso de su rostro, en aquel
mediodía. Muerde su corazón una profunda tristeza. Tiene ganas de llorar. Traga el torrente del llanto. Sus ojos,
redondos y negros, se humedecen.
—;Qué te parece mamá! — Carmencita Claros, enseña (a la hermosa autora de sus días) la cadena de oro
v la libra esterlina que pende en su centro, que lucen
— 179 —
LUCIANO DIJHAN BOGER
sobre el istmo sonrosado de su pecho que separa sus senos que apuntan como palomas en actitud de vuelo.
—¡Muy bien mi hija. Se ve que has sabido aprovechar
las libras que te regaló... —iba a decir Juan Pérez, pero
se abstiene y permanece muda, con un temblor de labios.
—¡Qué te pasa mamá! ¡Te has puesto pálida! ¿Te duele la cabeza? — expresa Carmen y se siente conmovida y
aguijoneada por los alfileres de la duda.
—¡La cabeza, no! ¡El corazón, si! ¡Y basta de preguntas, hija mía! ¡Llama a tus hermanas, que quiero habí ar
con las tres! — imparte la orden, reforzando, en su
interior, la decisión inapelable que ha tomado. Ha resuelto viajar al Beni, con sus tres hijas, pase lo que pase. Las
tres gracias.. concebidas en su entraña, producto del
amor con tres hombres diferentes, tendrán que seguirla,
porque adoran a su madre y le obedecen ciegamente.
*
Día Lunes. Sol fulgurante. La casa de Estefanía Claros, en todos sus contornos y a la redonda, presenta un
cuadro de actividad inusitada. Hombres y mujeres, se mueven de aquí, para allá, con nerviosismo controlado por
el equilibrio temperamental anímico, propio del carácter
de la gente cruceña que, hasta en los momentos más dolorosos de la vida, es sereno, como las aguas tranquilas
de un arroyo. Sin embargo, se ve en los ojos de la gente,
una tristeza profunda, sin llanto. En sus rostros compungidos, se hace presente el ademán con que la gente se despide de un muerto . . .
Está todo listo. Estefanía Claros, entrega las llaves
de la puerta de su casa, a su comadre Pascuala Taborga,
recomendándole el cuidado de la habitación, donde nacieron sus tres hijas.
El alboroto de los viajeros, ha conmovido la pasividad de la vida del pueblo cruceño. Las autoridades políticas y las eclesiásticas, están preocupadas. Pero no han
tomado ninguna medida que precautele la seguridad y el
— 180 —
I:N LAS TIERRAS DE ENIN
destino de la gente reenganchada por el dueño de las libras esterlinas.
—¡Vamos ya!— el fulano, cabalga en un hermoso tordillo. Ayuda a subir a la grupa, a Estefanía Claros que
reparte sonrisas a los reenganchados. Carmen, Rosa v Juanita Claros, suben una tras una, a un carretón entoldado.
—¡Adiós! — dice Carmen Claros.
—¡Adiós! — responde Francisco Gutiérrez.
Suena la banda de Salustio Casanova detrás de la
compacta caravana de hombres y de las contadas mujeres
que marchan tras ellos, unas que son madres y otras compañeras.
El éxodo en columna, tras el camino arenoso, rumbo
a Cuatro Ujo.-., parece una larga nube blanca, viajando
al infinito
— 181 —
—¿Qué noticias tiene usted de sus hijos? —interroga
Napoleón Lcigue, al "patriarca" que, como tronco de árbol viejo, está quieto, sentado sobre el sillón destartalado,
con las extremidades superiores e inferiores retorcidas
igual que lianas secas, inmóviles y, a ratos, crujientes y
temblorosas cuando se mueve el cuerpo semientumecido
por la decrepitud.
—¿De... qué. .. hijos m e . . . h a . . .habla... usted, señor? — responde haciendo un supremo esfuerzo para sobreponerse al hondo vacío mental de su cerebro. Seguramente, mejor para él, porque así el dolor de su sistema
nervioso gastado y retorcido por los años, frente a la ingratitud filial, no muerde su corazón. Napoleón Leigue,
advierte que la negativa está muy lejos de ser una expresión del despecho provocado por la ausencia de sus nueve hijos que lo han abandonado, para siempre. Napoleón
Leigue, le da unas palmaditas sobre sus hombros huesudos y se aleja de él, pensando en su proyecto de viaje hacia el país donde se extrae el oro negro. Camina mirando al suelo. Va atrepellando la esponjosa arena que se introduce a sus zapatos, produciéndole una sensación desagradable. Llega a su casa y, después de informar a su
mujer el resultado de su entrevista, insiste en que ella
debe vender sus joyas, para obtener el dinero necesario,
para emprender su viaje de aventura, en pos de Eldorado
apasionante. La mujer ofrece resistencia y, con los ojos
llorosos, al final, le da su asentimiento. Napoleón Leigue
la abraza y besa su mano derecha, donde lucen varios
anillos con brillantes y zafiros, destelleantes.
— 182 —
EN LAS TIERRAS Dli ENIN
—No me importa que estas joyas no vuelvan nunca
más a mis manos, pero lo que me hace sufrir es tu terquedad, tu empeño de viajar a donde han ido muchos
hombres para no volver — argumenta Sebastiana de Leigue.
—¡No seas pesimista, hija! La fortuna exige sacrificio. Conmigo no sucederá lo mismo. El esfuerzo y el sacrificio nos producirán grandes utilidades — dice Napoleón Leigue.
Vendieron las joyas. Napoleón Leigue contrató peones, adquirió víveres y fletó dos carretones tirados por
bueyes. Después de una despedida con banda de música,
emprende la ruta terrestre hasta llegar a Cuatro Ojos,
puerto fluvial a orillas del Río Grande. Allí, alquila una
embarcación a remo, construida por carpinteros que tíabajan en La Loma.
Bajo los rayos furiosos de un sol canicular, Napoleón
Leigue, parte aguas abajo. Los remeros en número de
ocho, con las espaldas bronceadas, con bíceps tensos y
vibrantes, comienzan a impulsar la pesada embarcación.
No hablan ni ríen. Están agobiados por la inclemencia
y la intemperie tropical. Es el tercer viaje que realizan.
Vinieron reenganchados desde sus pagos ribereños, incrustados en el corazón de la selva. Este coro de hombres vigorosos, es un testimonio vivo de la pujanza del nativo
beniano. Estos remeros, como heraldos negros de la Muerte, van y vienen, alquilados. Vienen desde La Loma y
vuelven hacia ella, porque son animales de trabajo, de propiedad exclusiva del sátrapa Rómulo Salvatierra. Van y
vienen sin saber en qué instante fatal brindarán su vida
como holocausto propiciatorio de la ambición explotadora del caucho.
—¡Remen más fuerte! — grita Napoleón Leigue. Y el
capataz que los conduce y los controla, armado hasta los
dientes, hace silbar su chicotillo sobre la espalda del remero postergado que rompe la unidad del esfuerzo colectivo.
—¡Más fuerte! — refuerza el mandato violento y vuelve a silbar el chicotillo, negro y fino como lengua de víbora.
— 183 —
LUCIANO DURAN BOGLR
El río de aguas turbias, desmayado al comienzo, va
adquiriendo un cauce más profundo. Se angosta y sus riberas elévanse con barrancas de greda deleznable. Deslizase la embarcación presurosamente. Los remos de los
hombres curtidos por el sol y los vientos, roncan; brillan
sus paletas espejeantes y chorrean gotas cristalinas. Y el
silencio de los remeros es desolador. La maniobra del
piloto experto, endereza la proa de la embarcación hacia
una curva costanera. Cae la noche. Nubarrones plúmbeos
anuncian una tempestad. La selva costanera adquiere un
tinte espeso de penumbra impenetrable.
—¡Remen más fuerte! ¡Más fuerte! — vuelve a gritar
Napoleón Leigue.
Los remeros, sudorosos, cejijuntos, con movimientos
rítmicos parejos, reman y reman uniformemente, sin decir "esta boca es mía"; meten y sacan los remos, al agua
y del agua, con sus puños y brazos brillantes. Escrutan
el horizonte con sus ojos: mezcla de agua y sol; se clavan inmóviles atrapados por las enormes distancias de la
llanura verde.
—¡Remen más fuerte! — el estribillo de la voluntad
dictatorial de Napoleón Leigue, se repite hasta el cansancio y nadie lo escucha. Los remeros están sordos y, si reman, reman como engranajes acerados e insensibles de
una misma máquina.
—¡Remen más fuerte! ¡Más fuerte! ¡Remen más fuerte! — Napoleón Leigue grita como si estuviera loco. El piloto maniobra hacia la derecha y la nave clava su puntiaguda trompa sobre la orilla amarillenta y arenosa. Los
remeros respiran hondo y el aire de sus pulmones fortalecidos por el aire puro y oxigenado del río, pugnando contra el trabajo forzado y continuo de muchas horas, sale
por entre sus labios, como un solo suspiro, desesperado
y largo.
El oleaje es brutal y persistente.
Cruje el batelón al frotar el maderamen de su casco
sobre un tronco enorme v la palizada orilleante. El corazón de los remeros sangra por dentro. Pero los remeros
no lloran y soportan el dolor de ser esclavos, con profundo silencio. Bajan los remeros y, con sus machetes, dan
EN LAS TIERRAS Dli ENIN
comienzo al rozamiento de gajos, lianas y ramas espinudas. Ascencio Ñoco, frunce la nariz y olfatea un olorci11o imperceptible para sus compañeros. Levanta la cabeza y deja de machetear.
—Ño te vayas a dormir — Asccnsio Ñoco se aproxima a Gregorio Temo. Corta la frase oportunamente al verse observado por Napoleón Leigue.
—Mucho cuidado, porque esta noche pueden asaltarnos los bárbaros — le susurra al oído.
—No le digas nada. . . Quédate calladingo. No le digas nada al
patrón — le dice y piensa en sus
adentros, sin dejar de sentir miedo, que, mejor sería escapar utilizando una de las pequeñas canoas que están
atadas en el puerto. Observa y le parece extraño que no
estén presentes los pobladores de aquel pequeñísimo rancherío.
—¡Bajen las ollas y prendan fuego! ¡Preparen algo que
comer! — ordena Napoleón Leigue. Empuña su fusil y
pone bala en boca. Mira desafiante a sus peones. Toma
posesión de una de las chozas y hace barrer el suelo. Luego, indica a Ascensio Ñoco, la conveniencia de que le arregle de inmediato su cama cubierta por largo y ancho mosquitero de tul blanco.
—Señor, éste... — Gregorio Temo, está nervioso.
Pero ha preferido tragar su confidencia sobre la posibilidad del asalto traicionero.
—¿Qué ibas a decir? ¡Habla! ¿Por qué te callas? —
interviene Napoleón Leigue, con indisimulable inquietud
de temor.
—Nada, señor — expresa el peón, concentrando en
apretado silencio todo el aborrecimiento que quisiera
echárselo a la cara como un vómito de perro que no sabe
limpiarse la boca y que arroja aquel contenido pútrido
después de haber masticado hierbas verdes.
—Acomoden aquí sus camas. — Napoleón Leigue
manda airosamente, buscando en aquel ámbito de serpientes y de tarántulas emboscadas, la compañía aborrecible
por la diferencia de clase social entre él y ellos, pero deseable, para no sentirse solo, frente a aquella oscuridad,
densa e impenetrable del enmarañado bosque. Posible— 185 —
LUCIANO DIJHAN BOGER
mente lo estén acechando los salvajes —así lo supone—
para hundir en su carne, entre sus nervios, rompiendo la
sutileza de sus venas y de sus arterias, las filas y puntiagudas flechas, fabricadas con grietosas tacuaras, más ponzoñosas que las uñas de los tigres.
—Está bien, señor. — Ascensio Ñoco, mira sus porrudos dedos, encogidos por las miserias de los pies sin zapatos, que pudieron ser cobertura acogedora, generosa de
sus tarsos y metatarsos curtidos y aporreados por el tiempo y la inclemencia, dentro y fuera del agua, bajo el achicharronamiento canicular, con su enorme brasa sin fogón,
porque es ascua del horno universal; y al mirarlos así, deformes y con objetividad antiestética, cumple la orden.
Pero, satisfactoriamente, observa que sus compañeros de
infortunio, que sus acompañantes explotados, uniformadamente como él, no se preocupan por lo indicado, desobedientes a la requisitoria del explotador, hacen lo que
quieren, en ese instante.
En esos momentos de aquel anochecer, se va despejando el espacio visible —como retazo de papel blanco—
entre la oscuridad, hecho añicos por mano invisible de
mujer que es pensamiento melancólico en el cerebro de
Napoleón Leigue. Su mosquitero limpio y blanco, huele —
para él — a cuerpo de hembra de su especie pensante.
El céfiro se transforma en viento silbador. El viento
que viene del Norte queda superpuesto —bruscamente—
por la corriente de otro, tibio primero, y más frío a medida que pasan veloces los minutos. La transición es brusca; de 31 grados, la temperatura baja —verticalmente— a
14 grados.
—¡Qué buena suerte! ¡Nos hemos salvado de que los
bárbaros nos cocinen a flechazos — afirma Ascensio Ñoco, dirigiéndose a Gregorio Temo que pone atención a las
palabras de su amigo. Esta afirmación no la ha escucha^
do Napoleón Leigue, que tiembla, no porque el viento frío
lo determine así, sino por el miedo que siente ante un posible ataque de los bárbaros. Los bárbaros huyen —despavoridamente— cuando sienten que el frío invade sus
cuerpos al descubierto, porque los resfriados y las pulmonías son sus peores enemigos. Napoleón Leigue, ignora es— 186 —
EN LAS TIERRAS Dli ENIN
ta experiencia. — Los bárbaros —dice amedrentado—. Repite la frase y siente un estremecimiento en su cuerpo.
La carne de sus músculos se pone como carne de gallina.
Empuña su revólver. Mira hacia el fondo impenetrable
de las tinieblas y el brillo de las luciérnagas que aparecen
con visual fantasmagórica, le hacen ver una visión sobrecogida de ojillos acechantes, como si los rostros de los
bárbaros se presentasen con dirección al refugio donde
están él y los peones, acampados.
Los remeros, soportan el cansancio. Sudorosos y extenuados por el largo viaje, tienen en sus ojos la presencia
inmovilizada de las aguas turbulentas del anchuroso río
como una imborrable pesadilla incrustada en sus retinas.
Napoleón Leigue añora —en aquella dudosa permanencia
entre selva y río— la seguridad del estar vegetativo y de
la apacible convivencia de su hogar, donde su mujer, al
despedirlo, gimió y se ahogó en un mar de lágrimas, logándole que no la abandonase. "No vayas, es mejor que
estés a mi lado. ¿No tienes miedo a los bárbaros? Te pueden matar. Aquí en tu casa no te pasará nada" — así le
dijo y Napoleón Leigue, llama a Ascensio Ñoco, a Gregorio Temo y a los otros tripulantes. Su voz medrosa lo delata y los obreros se sonríen irónicamente. Miguel Antonio Oliveira Carranza do Cruceiro —sujeto silencioso y de
mirada fuerte, aguda y torva, ojos relampagueantes que
vislumbran a su interlocutor— lo escucha, urdiendo en
sus adentros un plan que anhela realizarlo, cueste lo que
cueste. Desempeña el papel de piloto de la embarcación
que ha sido alquilada por Napoleón Leigue. Miguel Antonio Oliveira Carranza do Cruceiro, es uno de los capataces instruidos y pagados por Rómulo Salvatierra.
—Vengan acá. Acomoden sus camas aquí. Vamos a
charlar hasta que nos tome el sueño. Van a hacer turno
de vigilancia, cada dos horas. Tú —se dirige al brasileño
emboscado en su mutismo— enciende fuego y prepara
café para que tomemos todos. El susodicho, con dos enormes cicatrices en la cara, se levanta de mala gana y con
ayuda de Ascensio Ñoco —rápidamente— con gajos y ramas secas— arma la cocina rústica.
— 187 —
LUCIANO DURAN BOGER
—Espere un poco señor que esla noche. . . — Miguel
Anlonio Oliveira Carranza do Cruceiro se calla bruscamente. Prende candel y silba un aire carioca.
—¿Qué cosa? — interroga Napoleón Leigue, aprisionando en su interior el hielo de la impresión micdolenta.
Atiranta su hamaca. Se sienta en ella. Se levanta y camina de aquí y va allá en el estrecho límite cubierto por la
techumbre de paja de la choza donde está tendida su cama cubierta por el mosquitero. El brebaje es servido —
a la brevedad posible, después de una espera que ha permitido la cocción del agua— es servido a discreción en vasos enlozados que circulan, produciendo en los espíritus
de los viajeros un cálido aliento de satisfacción y de esperanza, como si en el fondo oscuro de aquellos recipientes, se ocultase la ilusión del retorno a la ansiedad del
amanecer de un nuevo día. Napoleón Leigue traga el líquido caliente y se quema la lengua, pero aguanta y no
prorrumpe en queja, evitando así que se burlen de él. No
puede explicarse si los lagrimones que brotan de sus ojos
temblorosos son producidos por la dura realidad del medio selvático o por la sensación ardiente. Coloca el vaso
sobre su pecho y vuelve a añorar. Con la amargura del
arrepentimiento, lleva a su boca el vaso. Tiembla su mano. Bebe el café sin poder sentir el gusto de la aromática
bebida. Los tripulantes duermen uno tras uno, menos Miguel Antonio Oliveira Carranza do Cruceiro.
Extínguense los destellos de la fogata, como la respiración de niños moribundos. La oscuridad envuelve a
todos. Napoleón Leigue y los aporreados —duramente—
por el remar de largas horas consecutivas, acompasan un
coro monótono de ronquidos desgarradores. Entremezclado al volumen ruidoso de las gargantas, se escucha a lo
lejos el cántico lúgubre de un ave nocturna que tiene su
leyenda cantada por los poetas de aquellas regiones ubérrimas, de árboles, de ríos, de riquísima fauna silvestre,
de peces multicolores, grandes, medianos y chicos. Miguel
Antonio Oliveira Carranza do Cruceiro, escucha al ave nocturna, pero no se conmueve. Apenas siente correr un hili11o de melancolía dentro de sus venas. Lo conoce porque
llegó a identificarlo, después de una búsqueda sigilosa.
188
EN LAS TIERRAS Dli ENIN
Recuerda que el pajarraco dormía —entonces— bajo un
sol caldeante. Tenía los ojos cerrados. Sus párpados cenicientos armonizaban con el color plomizo de su plumaje sedeño de garza nocturna. "Sigue llorando. Tú eres el
único que puedes saber q u e . . . " — Miguel Antonio Oliveira Carranza do Cruceiro, se dice a sí mismo, sentenciosamente y a la sordina, hurgando el estercolero de sus secretos. Siente un escozor en la yema de su dedo índice
y la sangre se agolpa en su cara. Se pone de pie cuidadosamente, sin hacer ruido. Camina de puntillas y se dirige a
la embarcación. Llega hasta ella y a tientas arranca una
flecha con la cual mata y atrapa peces. Regresa cautelosamente, lo mismo que un gato, avanza elásticamente, listo para saltar sobre el ratón que ignora su agresividad felina. Clava la flecha sobre materia blanda.
—¡Los bárbaros! — grita Miguel Antonio Oliveira Carranza do Cruceiro y corre de un lado para otro, brincotea, grita y grita como si hubiese enloquecido. Exclama
la misma frase de advertencia. Los tripulantes se levantan
despavoridos. Miguel Antonio Oliveira do Cruceiro, deja
de gritar. Nadie lo ve. Ha desaparecido arrastrando un
bulto pesado. Se lo traga la boca negra del lobo de las
tinieblas, abierta desmesuradamente.
—¿Dónde están los bárbaros? ¡Yo no los veo! — pregunta y afirma alguien.
Nadie responde a la interrogante entretejida por el miedo y un poco de coraje que nace, en esos momentos, con
temblor de hoja seca barrida por el viento. Se hace el silencio. Ascensio Ñoco recobra plena serenidad. Atiza los
leños de la fogata. Se iluminan los rostros de sus compañeros de viaje. Todos se acuclillan a la redonda, junto
a la lumbre, en actitud defensiva, armados con sus machetes. Se miran las caras y nadie habla. Parecen estatuas
agachadas que duermen en un museo. Gregorio Temo,
busca la (jila que contiene el resto del brebaje negro y
la coloca sobre el centro de la fogata.
—Tomemos un poco de café para espantar el miedo
•— expresa Gregorio Temo, enciende el pucho del cigarrillo que dejó de fumar antes de acostarse, sobre el cuero
seco de vacuno que es el único bien que posee y la 1ra— 189 —
LUCIANO DIJHAN BOGER
zada vieja que heredó de sus padres, asesinados en La
Loma.
—Está bien — expresa Ascensio Ñoco que tirita de
frío. No tiene con qué cubrir su desamparado cuerpo.
—¡Escúchenlo! ¡Qué saber roncar! — habla Julio Cirio. Ha escuchado unos ronquidos que son lanzados desde
dentro del mosquitero de la cama de Napoleón Leigue.
Encienden sus cigarros y charlan con frases entrecortadas. En ese momento se presenta sorpresivamente el brasileño. Todos ellos se asustan y se ponen de pie con actitud alertadora, listos para defenderse.
—¡Nos ha asustado, hombre! — dice Camilo Salinas,
que recién abre la boca.
—¿De dónde viene usted? — pregunta Celso Paloco.
Mira fijamente a la cara de Miguel Antonio Oliveira Carranza do Cruceiro que le clava su mirada penetrante y
no responde. Miguel Antonio Oliveira Carranza do Cruceiro, está tranquilo, impávido, con pasos lentos se aproxima a ellos y se suma al ruedo. Pide un cigarro a Camilo
Salinas. Lo recibe y lo enciende. Fuma con deleite y arroja el humo levantando la cara y descubre la belleza de
Venus, titilante, sereno con la expresión eterna del infinito universal, impenetrable, inconmovible. Está amaneciendo y los pájaros reparten su melodiosa alabanza al
amor y a la vida, en aquel tumultuoso laberinto vegetal.
Nadie dice nada, todos callan, porque son seres, mentalmente, más limitados que los pájaros. Los remeros, están
friolentos, entumecidos, hambrientos y respiran con aliento amargo, con desaliento: mezcla de tristeza y de ansiedad. La ausencia de Napoleón Leigue no les interesa en lo
más mínimo, porque se imaginan que está durmiendo.
—Y bueno, vamonos. Ya es hora — expresa Miguel
Antonio Oliveira Carranza do Cruceiro, con gesto displicente y con firme acento autoritario.
—¡Apúrense que no hay tiempo que perder! — agrega y levanta el brazo derecho. Señala con su índice, fijando el rumbo preciso hacia donde se encuentra el batelón.
Con la otra mano empuña el revólver, cañón, puntería y
gatillo preparados, listo para disparar. Mira a todos con
intrépida energía.
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EN LAS TIERRAS Dli ENIN
—¡Ya! ¡Vamos! ¿Que esperan? ¡Vamos! — manda resueltamente.
—¿Y dónde esta el señor Leigue? — dice Ascensio
Ñoco. Mira en dirección de la hamaca y se aproxima a
la cama. Levanta el mosquitero y observa que no hay nadie adentro.
—Seguro que lo han matado los bárbaros y se han
llevado su cadáver para comérselo. — Miguel Antonio Oliveira do Cruceiro responde a media voz y transparenta la
evidencia, negando la verdad de los hechos perpetrados
bajo el manto encubridor de las tinieblas.
—¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Lo mataron los bárbaros! ¡Avemaria purísima! — Julián Cirio ríe a mandíbula batiente
y subraya incrédulamente.
—¡Silencio! ¡Recoja ese mosquitero, la cama y la hamaca! ¡Rápido! ¡Todos a la embarcación! — Miguel Antonio Oliveira do Cruceiro, ordena enérgicamente. Y agrega: ¡Vamos! ¡Los bárbaros están aquí cerca! — empuja a
Julián Cirio que lleva sobre sus hombros el montón de los
enseres pertenecientes al desaparecido Napoleón Leigue.
En columna de a uno, los remeros apuran el paso y se encaminan hacia el barranco. Bajan, ladeándose hacia un
costado para afirmar sus pies sobre la greda deleznable.
Descienden, paso a paso, cautelosamente, para evitar un
deslizamiento que los precipite al abismo de las aguas
frías sobre la superficie, y tibias por dentro. Saltan —cuidadosamente— sobre el pequeño entablado triangular de
la proa del batelón y se sientan al extremo de los angostos tablones que sirven de simétrica y justa ubicación, para el trabajo de meter el remo a las aguas y sacarlo de
ellas, acompasada y rítmicamente. Miguel Antonio Oliveira Carranza do Cruceiro, desata las amarras del batelón
y sin dejar de empuñar su revólver, se dirige a la popa.
Agarra —fuertemente— el travesaño del timón. Con firmeza y dirección de viejo navegante, bate de izquierda a
derecha.
—¡Remen todos!
La embarcación se desliza siguiendo la corriente. Se
desliza veloz bajo el impulso impetuoso de las aguas y del
empuje vigoroso de los remos. Julián Cirio, deja de rc— 191 —
LUCIANO DURAN BOGLR
mar, estornuda bruscamente, mueve el cuello hacia el lado de su corazón. Sus retinas transfiguran la visión corpórea de Miguel Antonio Oliveira Carranza do Cruceiro,
en algo que no es ni él ni otra persona conocida por el
remero. Experimenta un escalofrío que sobrecoge sus nervios y penetra hasta la médula. Tiembla y castañetean sus
dientes. Se encoge de hombros y el frío lo conmueve y lo
cuchillea desde la coronilla hasta la punta de los dedos
de sus pies. Pela los ojos y como si alguien se los arrancase de sus órbitas, los clava rabiosamente sobre los ojos
de Miguel Antonio Oliveira Carranza do Cruceiro.
—¡Qué me miras! — interviene el flamante propietario de la nave repleta de mercaderías y víveres que pertenecieron al malogrado Napoleón Leigue.
—¡Yoooooo! — Julián Cirio vuelve a estornudar chisporroteante, con saliva verde, porque estaba masticando
retoños de hojas de palmeras enanas, gordiflonas y petacudas como mujeres preñadas, que hubo arrancado, de
paso, al venir desde la choza hasta la orilla del río. Y dijo;
"Toma, prueba el sabor de la vida amarga, ya que no puedo destriparte y saborearte al revés, devorando tus esperanzas, porque la carne humana pertenece a los gusanos
engendrados por Dios. Toma y saborea lo que he mordido yo, mi miseria mordida". La saliva dejó de ser verde
y pintó manchitas negras, con el desprecio amarillo de su
hígado lamido por perros, sobre el rostro rosado de Miguel Antonio Oliveira Carranza do Cruceiro.
—Ahora no miro. Abro mi boca para mostrarle mis
dientes y mis muelas carcomidas. — Julián Cirio es analfabeto pero tiene un cerebro que funciona a las mil maravillas, cuando el escalofrío le hace crujir los huesos salvajemente. Y entonces las ideas bellas y absurdas cosquillean en sus costillas. Vuelve a escupir el líquido nasal que
al salir del subterráneo de sus órganos, humedece sus bigotes hirsutos y puntiagudos. Iba a repetir el yoooooo, sin
personalidad distinguida, pero siente sobre sus espaldas
un latigazo que le quema hasta el alma. Julián Cirio, beodo
sin haber bebido ni un trago de licor, siente que los cuchillos de hielo del viento hieren su sangre y que en menos de un segundo de transición violenta, hierve la gra— 192 —
EN LAS TIERRAS Dli ENIN
sa de su carne, igual que el tocino de un cerdo vivo metido a un horno caldcado. Levanta los hombros y tiembla
no de rabia contenida, sino de impotencia varonil que muere, resucita y se transforma violentamente, torciendo —
infinitesimalmente— las fibras de sus células y como caña exprimida, machacada por el trapiche, se distienden y
se hinchan de coraje. Aprieta el remo con toda la fuerza
de sus nervios calcinados después de la hiclificación y,
cuando está a punto de convertirse en héroe para lanzar
el remo, certeramente, sobre la cabeza del agresor prepotente, escucha que pasa silbando, por encima de su oreja, el proyectil quemante que hace impacto, hiere, rompe
y hunde —brutalmente— las aguas movedizas, a una distancia de cien metros — más o menos — que en vez de
huir, retroceden, se aproximan al flanco derecho del batelón. Julián Cirio afloja la presión de sus manos y traga su
saliva y siente que su corazón revienta. Se ahoga con ella.
—¡Remen más fuerte!
Tras una detonación siguen las otras: dos, tres, cuatro y cinco. El esqueleto de Julián Cirio, recobra serenidad y acompasa el ritmo de su remo con el coro de los
remos de sus "hermanos" que miran hacia abajo, con
sus cuellos quemados por la furia del aire quemante, del
reflejo vidrioso del agua: fuego blanco, con el yugo ardiente de la explotación con sangre, de la fatalidad palúdica, del vómito negro de la angustia, de la parálisis general del alma con hinchazón edematosa. Todo ésto y todo aquello. . . dolor y sangre de la tragedia del Beni.
—Ahora sí que vamos bien. Las nubes nos ayudan a
remar. Fíjense bien.
—Las nubes son también rameras —quiso decir remeras, pero la a le ganó el camino a la e y asomó a la
puerta de la boca la palabra desnuda, sin escrúpulos, exigiendo su valor conceptual antes de ofrendar su horizontalidad, entre los sonidos que duran breves instantes y
después se pierden. Sí. Todos van (perfectamente) sentados cómodamente. Así lo ve Miguel Antonio Oliveira Carranza do Cruceiro y para él las nubes sin manos y sin
reinos, son también sus obreras. Y también se le ocurre
pensar, sin razón o con ella: Los que tienen bienes por
— 193 —
LUCIANO DURAN BOGER
más que estén muriéndose atacados con todas las enfermedades del mundo, se sienten sanos como un pollito recién salido del cascarón — recto el timón. Es el único que
viaja verticalmcntc, puesto firme sobre sus pies, mirando
lejos, con todo su poderío — ya no de capataz sino de propietario de bienes — gravitando sobre las espaldas curvadas de los remeros. ..
—¡Remen más fuerte! — quiso decir algo original, exjresar por ejemplo, ésto que dijo alguien: "Las vidas son
Íos ríos que van a dar a la mar" — pero le salió otra cosa. . . con el:
—¡Remen más fuerte! ¡Tenemos que llegar a La Loma! ¡Más fuerte! ¡Más.. .! — Miguel Antonio Oliveira Carranza do Cruceiro se atora con el hueso de la frase trunca. Observa que Julián Cirio ha dejado de remar. Y que,
en su lugar, rema la Muerte...
Por el mismo camino con agua, que se lleva todo y
no deja nada, por donde van las nubes sin remar, van
pasando los días y con ellos: hechos, cosas y seres muy
tristes. Lejos de allí, "algún día deberá estallar la guerra
mundial. Y a mí qué me importa" — piensa el fulano de
las libras esterlinas. Tampoco le interesa el color blanco de las nubes, más blanco que el blanco del óleo, de la
acuarela, del almidón y del yeso de los "sepulcros blanqueados" de los ricos... Le preocupa —únicamente— la
inmigración de los futuros siringueros, del éxodo forzado
donde marchan algunos hombres con pantalones blancos
y él — convertido en un Moisés — como guía con todos
los atributos de su poderío, del engaño, de la mentira sonora de las libras, de la elocuente verdad de sus revólveres.
—Ya estamos cerca de Tres Cruces. Pero vamos a pasar directamente — piensa en aquel lugar de tristes recuerdos, donde los hermanos Salvatierra, después de emborracharse y dormir a la intemperie, fugaron —madrugadoramente— dejando detrás de sus espaldas el cadáver
del comisario, tío y padre putativo de Lucila. Así fue. Pasaron sin detenerse, hasta llegar a Cuatro Ojos.
—¿Por qué hay lugares que tienen nombres tan feos?
Desagradan al pronunciarlos. Todos los sitios donde viven los hombres deberían tener nombres de pájaros, de
llores y de estrellas — Estefanía Claros, no quiso mirar
atrás — en aquella oportunidad — ¿seguramente por no
convertirse en estatua de sal? ¡Quién sabe! En cambio,
siempre pronunció gustativamente el apasionante nombre
de Lucila. Conoce algunos datos biográficos de este per— 195 —
LUCIANO DIJHAN BOGER
sonaje femenino, célebremente popularizado entre los hombres y mujeres de Santa Cruz.
—No hay nada feo sobre la tierra y los nombres tienen algo de la belleza de los hombres. Ya ves cómo me
gusta el nombre con que me has rebautizado. ¡Juan Pérez! No me desagrada que me llames así, pero me causa
risa, pero no una risa que alargada puede transformarse
en carcajada — argumenta con voz timbrada, muy simpática para Estefanía Claros.
Primero llegó el carretón con las "tres gracias": Rosa, Carmen y Juanita (las tres Claros). Y también — una
hora después — Estefanía Claros: "Mi Cleopatra" — llamada así por Juan Pérez, muy bien sentada con la retaguardia de sus nalgas y de sus espaldas con suavísimos
bellos sedeños; y su cabellera negra en cascada fulgurante, hacia el naciente; con la vanguardia de sus redondos
senos mirando a los picachos de los Andes, como un desafío del fuego frente a la nieve. Retaguardia y vanguardia,
corporalmente asentadas sobre la grupa sudorosa del caballo, dirigido por el fulano de las libras esterlinas. Los
otros — la mayoría — llegaron después; los futuros siringueros, caminando a pie, jadeantes, con los pies descalzos hundiéndose en la arena más caliente que una nlancha
sobre ropa húmeda. Parecía que los futuros siringueros
lloraban no por los ojos, sino por los poros de los pies,
toda la alegría de los carnavalitos que habían bailado
en la orgía de la casa de Estefanía Claros. Sus intestinos
gruñían con la hiena del hambre. Los mares secos de la
inmensa esponja de la sed, se tragaban sus lenguas más
ásperas que puntiagudas piedras. Los chanchos y las mamonas o vaquillas, cocidas en los hornos y en las parrillas, se ríen de todos ellos, danzando locamente en sus retinas. Las bocas de las jarras con chicha, vino y aguardiente, les mostraban los dientes de la ansiedad insatisfecha.
Así, las escenas anteriores a esta dura realidad en el marco del espejismo del hambre y de la sed, tenían ahora, para todos ellos, el suave y femenino color de un sueño
rosado.
-—¡A bailar se dijo, que la vida no es más que una!
¡A comer mamonas, antes que los gusanos nos coman a
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EN LAS TIERRAS Dli ENIN
nosotros! — el primero del éxodo pronunció estas verdades de peso y como regueros de pólvora encendida, corrieron hasta el último de la caravana.
—Es muy fácil tragarse la vela, lo difícil es echar el
pabilo — dijo el último, respondiendo al primero —burlonamcntc— igual que doblar de campanas en una entrada de carnaval.
—Están ustedes invitados a almorzar donde doña Estefanía Claros. ¡Vamos hombres! ¡Vamos! ¡La banda va
a sonar noche y día! ¡Vamos! — gritó el tercero que caminaba cojeando, porque las glándulas de los ángulos
de donde nacen las piernas, con la caminata a sol y viento, estaban duras igual que bolas de cristal.
—¡Silencio! — gritó el capataz más fornido. Disparó
al aire (ante el alboroto inusitado de la caravana) un cartucho de su revólver calibre 38. La detonación hirió los
tímpanos tensos de los futuros siringueros que movían sus
caras famélicas. Escupían secamente y tragaban aire. La
falta de la satisfacción de las dos principales necesidades
vitales, los había unido con una sola voluntad, con un
solo deseo, con una sola ansiedad. Todos quisieron desertar, pero no pudieron, porque el éxodo estaba bien respaldado y bien conducido.
—¡Caminen más rápido! ¡Ya vamos a llegar a Cuatro
Ojos! ¡Detrás de aquel bosque desparramado, está el río!
— habló uno de los que sin ser policía al servicio del Estado, funcionan como tales; éstos, pelaron sus revólveres;
con amenazas y gritos, comenzaron a empujar a la masa humana compacta de la hambrienta y sedienta caravana, cejijunta, larga y amarilla; amarilla por fuera, roja por dentro, poraue la sangre se había infiltrado hasta
los subterráneos de los huesos, lo mismo que corrientes
de aguas, ocultas —profundamente— muy abajo de un
desierto.
— ¡No me empuje, porque si no me lo como vivo
es porque. . . — le encaja un puñetazo en la boca del estómago. El genízaro, lanza un ¡ay! desgarrado; se frunce
como pelota desinflada; larga el arma y cae boca al sucio.
Relampaguean los ojos de la multitud. Ha sonado el instante del motín. La rompiente del odio colectivo con ma— 197 —
LUCIANO DURAN BOGER
rea de sangre, levanta su coraje hacia adelante y el oleaje espumeante del dolor, avanza sin norte, nin ningún objetivo. "Sí. Así —infelizmente— actúa esta masa humana,
sin fusiles y sin dirección de vanguardia organizada... De
nada sirve el flujo y reflujo de un mar tormentoso, de un
mar desbocado. En cambio, el cauce de un río — que no
retrocede (.avanza y avanza) penetra hasta el mar" —
piensa el bachiller Miguel Zapata que cayó en la trampa
del reenganche.
—¡Alto ahí! — grita un gendarme, parapetado detrás
de un árbol. Se escuchan varios disparos. Caen heridos
(mortalmente) varios hombres de la multitud. Cunde la
confusión.
—¡Nadie se mueve! — es escuchan más disparos y
se desploman varios muertos.
Los sobrevivientes del éxodo sin armas, llegan a la
orilla del río, con las manos amarradas detrás de las espaldas. Como una imprecación salida del corazón de la
tierra, se escucha la siguiente advertencia:
—¡A todo le llega su hora!
Aquí están Nicolás y Renato Calvimonte, alias el "Poeta", entre un gris y brumoso despertar, frente al incendio de rubíes del sol sobre la cabeza inmensa de la selva.
—¡Pero qué diablos! —dice éste—. Estoy con los ojos
cerrados y, sin embargo, estos seres que se mueven con
vida en mis retinas, son luz y sombra de todo lo que fueron delante de mí. Vea usted. Yo también estoy cerca,
muy junto a ellos y a la orilla del río, de este río que baja tranquilo, indiferente, callado, como si no existiera.
¡Mírelo! ¿Pasan sus aguas? No pasan. Están ahí como la
sangre de nuestras venas que no la sentimos correr. ¡Nuestras venas son ríos de sangre! ¡Transportan (calladamente) el dolor de vivir! ¡Mire usted don Nicolás! — el poeta habla como si estuviera con los ojos abiertos.
—¡Despierte hombre! — Nicolás Salvatierra, grita
asustado porque la cara de su amigo está pálida. Pero una
sonrisa leve, breve, brevísima como la de un niño de pecho, brota, inesperadamente, redondeando el semblante de
Renato Calvimonte que permanece recostado sobre el rústico camastro, duro, firme, fuerte, angosto y largo.
—¡Qué expresión de sencillez! -— Nicolás, con esta
frase logra valorar la realidad sustentadora del cuerpo
magro y ágil de su acompañante.
—¡Levántese hombre! ¡Abra los ojos y no ame tanto
la profundidad del sueño! ¡Levántese que está amaneciendo! -— Nicolás levanta la cabeza y ve (entre las ramas
de la copa de un árbol) el punto negro del cuerpo de una
pava campanilla. Hierve su sangre porque siente deseo
de matarla.
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LUCIANO DIJHAN BOGER
Los siringueros marchan tras los culebreantes caminos de la estrada. Van clavando las tichelas como puñaladas sobre el cuerpo de un hombre, atado a un palo. Sangran los árboles. Chorrea la sangre, gota a gota.
—¡Levántese hombre! ¡Hace rato que los siringueros
se marcharon a sangrar los árboles! En cambio, usted y
yo permanecemos aquí sin hacer nada. Es verdad que yo
no tengo necesidad de trabajar porque soy dueño de lo
necesario para comprar no solamente el producto del trabajo de los siringueros, si no a todos ellos y a usted también. — Nicolás expresa esta declaración sincera, con la
seguridad que le inspira la posesión de las libras esterlinas que robó del cadáver del cura pisoteado por el potro (Lucero), allí en el puerto de Cuatro Ojos.
—¡A mí nadie me compra, porque el rato que a mí
me dé la gana, monto sobre un árbol y me voy aguas
abajo! — Renato Calvimonte, responde airosamente, abofeteando con un gesto agrio la cara amarillenta de Nicolás.
—¡Y usted, con lo que dice tener, se queda aquí para enriquecerse chupando la sangre de estos esclavizados
pobres hombres! — Renato Calvimonte, replica —despreciativamente— al ladrón, vulgar y corriente, de las libras
esterlinas y, con asco, con fastidio directo, de frente, escupe a los pies de Nicolás. Se levanta de su camastro —
duro pero limpio— y se dirige al barranco del río. Aspira
profundamente y la calidad humana de todo su ser se
identifica con la profunda grandeza de las aguas que corren, tras el cauce incontenible.
Pasa el río —suavemente— transportando inmensos
árboles, secos y verdes, recién desarraigados de sus orillas gredosas; desarraigados por la acción lenta del agua
que sube y sube con el volumen pujante de miles y miles
de toneladas. Pasa el río —sonriente— llevando sobre las
palmas de sus manos móviles, lianas, hojas y flores silvestres.
Nicolás se ha quedado solo sin saber qué hacer.
La neblina se eleva lentamente desde la superficie
acuática. Igual que un velo de novia, de arriba hacia abajo, con su manto vaporoso, cubre la negra cabellera del
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EN LAS TIERRAS Dli ENIN
boscaje ribereño. El canto de la vida se patentiza —armoniosamente —en el buche canoro de los pájaros. El miedo a las tinieblas y a la acechanza de las fieras, cual un
fantasma derrotado por el aletazo viril de un gallo, ha
desaparecido del corazón de los hombres que recorren las
estradas, en pos de los árboles que atesoran la resina codiciada por los traficantes colonialistas del imperialismo
inglés. Con aferrado mutismo, marchan con la mirada alerta, fijándola a salto de mata, inquieta y acuciosa, de izquierda a derecha, atenta al más leve movimiento de ramas y de hojas que delaten la presencia del peligro dentellante que, en actitud de asalto, puede amenazar la existencia de cada uno de ellos. El silencio y la soledad, los
identifica —uniformemente— como a hijos agrupados entre los brazos de una madre que no hace diferencias, porque ama a todos por igual. El silencio y la soledad, borran
—de un solo brochazo— la individualidad del carácter de
esos hombres, la unidad espiritual (complejo de funciones cerebrales) de su propio mundo, tejiendo (con sus
sentimientos de coraje, de incertidumbre, de tristeza, de
pena y angustia, concentrados) una finísima red (igual
que la de un pescador de pececillos multicolores), donde
sus nervios anúdanse en un todo indefinible que se traga
la selva. Todos, en instantes diferentes, de tiempo y espacio, rodean los árboles, con pequeñísimas hachas (machadiños) de mano, los hieren —con inclinación oblicua de
15 centímetros con línea recta, de arriba hacia abajo —
suavemente — sobre la corteza a fin de no destruir las fibras del tronco amarillento. Debajo del extremo inferior
de las heridas que chorrean sangre espesa, clavan el punzó de la tichela que recibe la sangría, gota a gota. Dejan
ese árbol. Caminan hasta colocarse al pie de otro. Y, con
automatismo especializado, repiten la misma operación,
hasta que no queda ni uno solo, sin que haya sufrido el
sacrificio de la explotación.
Transcurren los minutos y se suceden las horas entre
la pasmosa solemnidad de las bóvedas del templo inconmensurable del imperio de los árboles. La mente rústica
de aquellos hombres sencillos y humildes, se encuentra
encasillada en la más mínima expresión de personalidad
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LUCIANO DIJHAN BOGER
humana, que no puede explicarse el ¿por qué? de aquel
silencio y de aquella soledad que, en abrazo nupcial, se
convierte en ámbito absorvente de absoluta resignación
al medio selvático aplastante, como si sobre ellos hubiese
caído el peso de los siglos sangrientos de la Historia (lucha de clases) bajo el talón de hierro del Tiempo inexorable. En cada gota de la sangre blanca que mana de las
heridas de los árboles —bellamente verdes por lucra y
tristemente pálidos por dentro— ven y sienten que, en
cada una de ellas, sus esperanzas y también sus sueños,
se acumulan —gota a gota— en el pequeño recipiente de
hojalata, enmohecido por la acción corrosiva de la humedad del aire saturado de aroma denso, pictórico y sensual. Cada uno experimenta la ansiedad de estar juntos,
aunque sea para mirarse las caras sin decir una sola palabra, alrededor del tronco medianamente grueso o robusto, vertical y hermoso del árbol de la goma, sin heridas.
Entonces, advierten que la individualidad en cada uno de
ellos, es antisocial e ilógica. Y los senderos que transitan,
penetran a sus retinas, como culebras fantasmagóricas.
Y el ordenamiento de la faena que realizan, acicatea en
sus espíritus el automatismo del cumplimiento del deber
esclavizado. Vuelven al campamento —después de cinco
a seis horas de trabajo fatigoso— con la angustia de la
sed y del hambre, sudorosos, cabizbajos, entristecidos y
con una ansiedad de luz y de horizontes, destruidos por
dentro bajo el límite de la oscura densidad del bosque,
que bordea el arabesco entretejido de las líneas curvas
de las orillas arenosas del río que pasa tranquilo c indiferente. Así, retornan, unos tras uno. Llegan al campamento. Depositan con desgano —como si la carga de sus
hombros, lucra la carga pesada de la Muerte— primero:
la escopeta; luego: el morral que contiene el inachadiño,
el resto de las tichelas, unas veces los cocos recogidos de
las palmeras y también los racimos violáceos de las palmas que se distinguen entre el laberinto incontable de
los árboles.
—¿Cómo te ha ido? — Nicolás pregunta al obrero
que llegó primero al campamento, prescindiendo en absoluto de! capataz o contratista de quien depende la cua— 202 —
EN LAS TIERRAS Dli ENIN
drilla de los siringueros que se encuentran trabajando
en esa zona.
—¡Y a usted que le importa! Sería mejor que usted
también trabaje. ¿No ve que el que nos ha traído está
trabajando igual que nosotros? — Juan Durán, le responde duramente, con rabia concentrada, como si hubiese
disparado un certero escopetazo a la cara amarillenta del
bigotudo Nicolás.
—Dices bien, h i j o . . . — Nicolás es interrumpido —
bruscamente.
—¡Qué es eso de hijo! ¡Sepa usted que mi padre fue
hombre de verdad! — enérgicamente replica Juan Durán.
—Está bien — Nicolás habla con tono mesurado —
Pero debes saber que yo no tengo necesidad de trabajar.
Tu "patrón" ese que de patrón nada tiene, tiene necesidad de trabajar igual que ustedes. En cambio yo no, porque . . . — calla repentinamente. Oculta la idea de su plan
de compra del producto de la explotación cauchera que
se está efectuando allí, donde él y alias el Poeta, permanecen inactivos.
Ambos se miran cara a cara. Se ha producido un duelo de miradas. Juan Durán se dirige a la cocinilla que arde
muy próxima a la choza con horcones, travesaños y tijeras de maderas verdes, con techo de hojas de palmeras,
sin puertas, sin ventanas, con entrada amplia, parecida
a un escenario de teatro sin telón de fondo. Fue construida por Juan Durán, con entusiasmo placentero y suma habilidad. La choza es muy semejante a las otras que
fueron edificadas por sus compañeros de trabajo. Juan
Durán, coloca sobre las brasas de leños encendidos, retazos de carne extraídos del roedor que cazó en la noche
del día anterior. Baja la pendiente del barranco del río
y —rápidamente— llena con agua la vasija metálica; sorbe unos tragos y sacia la sed que le devora las entrañas;
luego, vuelve a llenarla; sube —velozmente— las gradas
arenosas del barranco, se aproxima a la cocinilla y, después de atizar los leños de un lado, coloca el recipiente.
—¡Qué valiente es usted! — Nicolás elogia a Juan
Durán que, apesar del cansancio, desarrolla actividad inusitada.
— 203 —
LUCIANO DIJHAN BOGER
—¡Y usted, un gran holgazán! — le responde a quemarropa.
—No me insulte, por favor — Nicolás se sienta sobre un tronco, próximo al fogón, descoso de alentar el
contentamiento del siringuero que lo repudia.
—No lo insulto. Le digo la verdad. Usted tiene hambre, como la tengo yo. El hambre y la sed divide a los
hombres. Cuando todos los hombres no sientan hambre
y no sientan sed, cuando nadie se alimente con el sudor
y la sangre de los hombres, recién habrá paz y amor sobre la tierra — Juan Durán, se pone de pie, está ebrio de
dolor humano como si hubiese bebido champán en la
copa del corazón ..., llora sangre por dentro.
Sin embargo, Juan Durán cambia de talante. Sonríe
a su interlocutor como anticipación de su generosidad,
característica de los campesinos y obreros benianos.
—Espere un momento. Porque donde come un Durán, comen todos o no come nadie. Ya va a estar el asado,
Comeremos todos y después tomaremos un café caliente.
—¿Qué le parece?
Atónito, despatarrado, sin aliento para nada, Nicolás
Salvatierra, ha recibido la lección, la enseñanza más sabia que no ¡e enseñaron sus padres, que no le enseñaron
sus maestros en la escuela. Agacha la cabeza y como perro
con la cola entre las piernas, recibe el pedazo de carne
que le entxega Juan Durán. Rápidamente —éste— ha penetrado a la hondura del lodo humano de Nicolás. Y, como si no existiese diferenciación de clases sociales, el anfitrión del mísero banquete, tolera la ingrata presencia
de Nicolás.
Mientras el cambio de csccna se opera en aquel ambiente de miseria, van llegando los otros siringueros, uno
tras otro; repiten los mismos actos ejecutados por Juan
Durán, frente a Nicolás.
En esos instantes, Renato Calvimonte, se hace presente con entusiasmo jubiloso, cargando sobre sus hombros dos enormes pescados que atrapó, con sus anzuelos,
en una laguna próxima al campamento. Todos los siringueros, el capataz y Nicolás, como muñecos movidos por
un mecanismo unitario, levantan las cabezas y abren los
— 204 —
liN LAS TIERRAS DE ENIN
ojos —alegremente— al ver llegar al Poeta con el bolín
de su feliz iniciativa.
—Ya tenemos lo necesario para matar el hambre—
arguye entusiastamenle; deposita los pescados sobre un
montón de hojas frondosas de palmeras, cortadas (con
rapidez) de una planta en crecimiento, de estatura baja,
próxima a la choza de Juan Durán que no descuidó el
asado, repartiendo a todos por igual. Camilo Soria y Pascual Tovar, venciendo el cansancio, se comiden con suma
agilidad, desenvainan sus cuchillos y proceden a destripar
los hermosos ejemplares que lucen una gama pictórica,
donde el color plateado, con estrías de colores verdes,
amarillas y dorado brillante, contrastan con las manchas
de un rojo vivo que conjuncionan el esmalte carmesí de
las agallas ensangrentadas.
—Apurémonos que las tichelas deben estar ya casi
llenas — Julián Sosa, advierte a sus compañeros de trabajo.
—No te apures hombre, que hay tiempo para todo,
hasta para morirse — responde Camilo Soria. Al espantar
a un tábano impertinente, se da tamaña palmada sobre
la oreja derecha; menea la cabeza y escucha un silbido
agudo de su cráneo. Julián Sosa que está a su lado lanza una risotada y levanta las manos con las tripas del
pescado; el retazo de collar intestinal, va directamente a
la cara del bigotudo Nicolás Salvatierra.
—Disculpe, señor. La culpa la tiene el tábano.
—¡Mucho cuidado! ¡Costillas guardan costillas! — Nicolás Salvatierra, advierte con indignación y se limpia los
bigotes.
—Por eso yo no me dejo crecer los bigotes, porque
además de ser un estorbo parecen escobas de las brujas
— dice Julián Sosa. Mira su cuchillo y comienza a quitar las escamas del pescado. Vuelve a reir a carcajadas.
Se calla porque siente, otra vez, la molestia del tábano.
—Además, no son nada democráticos cuando se vive
en la Selva — corrobora Camilo Soria, mirando de un
lado y agachadamente la cara de Nicolás Salvatierra.
—¡Silencio! ¡Apurarse se dijo! ¡Nada de chistes entre
nosotros! ¡El fuego quema! ¡Y por último: este señor me— 205 —
LUCIANO DURAN BOGER
rcce respeto! — el capataz Saturnino Roca, interviene y
deja sentir su autoridad; lleva la mano a la culata de su
revólver. Se aproxima a Nicolás y le cuchichea.
Los otros obreros, cortan gajos secos. Y, con la brevedad de un suspiro, arman una pira y la encienden; levantan sobre las brasas una parrilla con ramas verdes;
colocan sobre ellas los dos cuerpos de los pescados frescos, bien untados con sal. Renato Calvimonte, Nicolás,
Saturnino Roca, Juan Durán y los otros siringueros forman un conjunto de hombres que se miran recelosos; forman un todo de seres humanos, donde la envidia, la avaricia, el sentido angurriento y mezquino que produce la
utilidad del robo, de la explotación del hombre por el
hombre, se hace presente como un hato de lobos derrotados —esta vez— por la unión que impone el instinto de
conservación . . . ante la adversidad, en un páramo inhóspito. ..
—¿Por qué vamos a pelear? Debemos estar unidos.
Somos cuatro gatos en esta tupición — reflexiona Saturnino Roca, tratando de convencer por las buenas, a sus
esclavos.
—El hombre es bueno — dice Renato Calvimonte —
No estoy de acuerdo con las bellas mentiras — algunas
no todas — campeantes en la Biblia, con las cuales se
afirma que el ser humano nace malo y egoísta. El hombre
nace bueno y si se vuelve lobo, es por culpa de eso que
se nombra con la palabra: "mío" — clava sus miradas a
Nicolás y a Saturnino Roca. Pero estos dos "señores",
se sonríen burlándose del predicador.
—¡Imbéciles! ¡Cretinos! ¡No se van a burlar de mí!
Porque con la carne de estos pescados, ustedes — los señala con el índice — mis amigos los obreros y yo, comeremos y ¿después de matar el hambre, quedaremos todos
contentos y satisfechos, sintiendo la dicha de esta falsa
igualdad que nos proporciona la abundancia? ¡La abundancia que no es de usted — señala a Nicolás Salvatierra
— ni de usted tampoco — apunta a Saturnino Roca —
ni de éstos — empuña los dedos de su mano — involucrando a los obreros — ni mía — y se toca el pecho después de pronunciar el vocablo con énfasis — Renato Cal— 206
--
liN LAS TIERRAS DE ENIN
vimontc (alias el Poeta) se pone rojo porque un golpe
de sangre ha inundado las células de su rostro. Da la espalda al conjunto de los circunstantes y, abandonándolos,
se dirige hacia el barranco y reprime entre sus labios un
grito furibundo.
—¿Por qué vamos a pelear? Debemos estar unidos.
Somos cuatro gatos en esta tupición — Juan Durán, repite las frases pronunciadas por Saturnino Roca y se ríe
sarcásticamente. Se pone de pie y agrega:
—Los gatos y los perros por más que se hayan criado
juntos, nunca serán amigos — Juan Durán — con su mirada altiva — pone puntos suspensivos y busca el horizonte y sus ojos se topan con la cara radiante del Poeta.
Allí está Renato Calvimonte. Sin saber en qué instante
han brotado de sus ojos unas gotas salobres, se siente
débil e indefenso como un niño recién nacido. En actitud contemplativa, ve correr el caudal presuroso de la
gran arteria. Una hora después, al sentir el olor apetitoso
de los pescados asados, retorna al lado del fogón.
—¿Ya le pasó el mal humor, amigo? — Nicolás pregunta á Renato Calvimonte.
—¡Usted es un cretino! — Calvimonte responde con
firmeza. Sus manos se mezclan con las manos de todos los
que comen —apetitosamente— los pescados asados. Renato
Calvimonte, Saturnino Roca, Nicolás Manos, Juan Durán,
Julián Sosa, Camilo Soria y Pascual Tovar, menean las
cabezas como perros hambrientos y comen los últimos bocados silenciosamente.
La sede de los dominios de explotación de Rómulo,
cimentada sobre el espacio de La Loma v de sus contornos geográficos abarcando cientos de leguas a la redonda,
apasiona y cautiva a la mayoría de los navegantes que
vienen v van por los caminos que andan . . . Quieren llegar a ella, ansiosos de penetrar a sus ámbitos donde campea con voluntad omnímoda aquel dueño y señor de vidas y de bienes.
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LUCIANO DURAN BOGER
liN LAS TIERRAS DE ENIN
Los "fenicios" de selva adentro se aproximan a la
orilla de La Loma, miran hacia arriba descosos de descubrir al personaje que ha adquirido contornos de leyenda.
Pero toda tentativa de observación directa, todo propósito de obtener informes detallados de las condiciones
de vida que se lleva en aquel ámbito, es inútil. Desde la
orilla del río, sus ojos ávidos de curiosidad apenas alcanzan a columbrar, como la visión de un sueño, el extremo
final del puente que parece estar remachado a la pared
delantera de la casa, exhibiendo vanidosamente la techumbre rojiza del altillo cimentado con horcones lustrosos
de fina madera. Los matices pictóricos del conjunto global de la casa de hacienda, resaltan armoniosamente hacia
un primer plano, sobrepuestos al fondo verdeoscuro de
la fronda ribereña del arroyuelo.
—Quiero visitar al dueño de La Loma — manifiesta
el propietario de la embarcación a remo que está repleta
con un cargamento de caucho.
—Es imposible señor, porque el dueño del establecimiento no recibe visitas de nadie. Deme usted por escrito los artículos que trae y el valor total de su carga. El
verá si conviene comprarlo o no. — Canciller examina la
calidad del cargamento. Conoce los gustos de Rómulo y
también sus caprichos de comerciante a quien nadie le
discute ni regatea los precios que fija a su arbitrio.
—Si es así me voy. Yo no ruego a nadie — exclama
con voz desafiante y ordena a la tripulación que suelten
las amarras del barco.
—Es mejor que no diga nada. Tarde o temprano necesitará usted la ayuda del dueño de La Loma. Le doy
este consejo que me lo agradecerá toda su vida.
—¿Y por qué no se deja ver? ¿Acaso tiene la nariz
comida por la espundia o mira solamente con un ojo porque
el otro se lo comieron los gusanos? — el comerciante emplea la sátira emplazando a Canciller al duelo de las palabras que pueden revelar los secretos de la vida del todopoderoso de La Loma.
—Nada de lo que usted supone. Pero todo lo que
quiere indagar lógrelo por boca del viento que de la mía
y de las bocas de los habitantes de esta "República Uni— 209 —
LUCIANO DURAN BOGER
taria" no sabrá ni siquiera a qué hora desayuna en su territorio sin países limítrofes — Canciller emplea con salida picaresca la respuesta que deja perplejo a su contertulio. Y agrega con gesto sardónico:
—Para eso estoy yo, señor comerciante. No necesita
verle la cara al Excmo. Sr. Presidente de La Loma. Además sus ojos, su nariz, su boca y sus orejas, se parecen
a los nuestros.
—Así debe ser. Me lo imagino muy hermoso como
fue Nerón. Preséntele mis saludos respetuosos al Excmo.
Sr. Presidente de La Loma. Que se conserve bien. Hasta
mi vuelta.
—No se vaya, hombre. ¿Dígame cuánto vale su carga?
—No vale nada — burlonamente dice la siguiente cuarteta vulgar:
Olas vienen,
olas van,
¡hola Rómulo!
¡hola qué tal!
—Haga favor señor Ministro de Relaciones del Gobierno de La Loma, de entregar este sobre cerrado a su
Excmo. Sr. Presidente — abre un maletín de madera y
extrae un paquete con fotos, saca de él dos de diferentes
personas, la suya y la de Nicolás con quien mantiene relaciones amistosas; las deposita en un sobre y lo cierra;
le alcanza a Canciller, después de frotarlo repetidas veces
hasta tener plena seguridad de que se encuentra debidamente pegado.
—¡Vamos muchachos! ¡Remen fuerte! — la embarcación se desprende de la orilla, deslizase suavemente hasta
perderse en la curva culebreante cubierta por el volumen
aplastante de la vegetación impenetrable con tintes de un
verde opaco sin vibración de vida.
Canciller, por primera vez, experimenta un agravio y
sin encontrar argumento para disculparse ante Rómulo,
por la fuga inesperada del comerciante de marras, da la
espalda al río. Paso a paso enfila sobre el entablado del
puente que cruje, como si e! maderamen tuviese espíritu
— 210
--
liN LAS TIERRAS DE ENIN
y boca para rcirsc de la broma del viajero que desaparece menospreciando el poderío del sátrapa imperante en
los dominios del promontorio gredoso, cubierto de vegetación primaveral.
—¡Qué te pasa! — grita Rótnulo.
—Se fue V no quiso saber nada de nada. Dijo que
volverá algún día trayendo novedades. — La excusa de
Canciller, no satisface la ansiedad de Rómulo.
—Es increíble que haya alguien que se atreva a pasar
de largo sin dejar utilidad alguna en mis dominios. Esta
conducta debe tener una explicación — palmotea sobre
la mesa de su escritorio.
—Me dijo que le entregara este sobre cerrado — le
alcanza sin disimular su curiosidad. Rómulo rompe la envoltura de papel y se encuentra con dos fotografías; una
enmarca la fisonomía de un personaje retratado en blanco y negro, tiene las características morfológicas de un
sujeto de raza blanca, ojos claros, nariz aguileña, frente
amplia. Se trata de un hombre de mucho carácter, de voluntad emprendedora, audaz y de mucha empresa. El retrato luce con clara caligrafía la siguiente dedicatoria:
"Para el Excmo. Sr. Presidente de la Nación de la República Unitaria, Democrática e Independiente de La Loma,
con mi mayor respeto y admiración. Muy atte. su seguro
servidor — Antenor Toro Diez (Desde mi embarcación y
a orillas del río, fecha — mes y año).
—¡Con que esas tenemos! ¡Algún día vas a volver por
acá. Ya nos vamos a ver las caras! ¡Si te conozco! — Rómulo, arguye desafiante no porque la dedicatoria hubiese
producido un impacto al acentuado cuito de la personalidad arraigada en él, sino porque sabe que el fotografiado
constituye un verdadero y peligroso adversario. Detiene
—seguidamente— su mirada en el otro retrato que es la
de su hermano Nicolás. Coloca los dos cartones en el sobre y los arroja al suelo, pero, acto seguido, Rómulo recapacita, forjando en su mente la idea más brillante para
ejercitar su venganza. Se inclina, recoge el sobre y, después de soplar —fuertemente-— limpia el polvo que ha
ensuciado los rasgos impresos de aquel presente insólito;
termina arrojándolo sobre su escritorio.
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LUCIANO DURAN BOGER
—¡Ya te llegará la hora! ¡Espera poco! — expresa Rómulo con agudeza, retiene un bostezo, sube, peldaño tras
peldaño, la escalera que une el amplio espacio de su dormitorio con el del altillo que le sirve de atalaya, desde
donde contempla, con mirada acuciosa, la corriente cristalina del arroyo. La ve bajar con lenta suavidad hasta
confundirse con el inmenso caudal, turbio y turbulento
de las aguas que corren arrastrando a su paso un sinnúmero de ramas, árboles y plantas acuáticas. Con gran sorpresa —en ese instante— observa que un ejército de hormigas rojizas, sube —rápidamente— por los horcones que
cimentan la estabilidad del puente. La gravedad del caso
está en el avance incontenible de los insectos que se encaminan hacia el altillo — así considera Rómulo y, sin pérdida de tiempo, llama a Canciller, quien sube y alarmado
ve que las hormigas se aproximan más y más. Bajan ambos —precipitadamente— hasta el corredor con perspectiva frontal al espacio verde. Antes de esto, Rómulo empuñó su carabina. Dispara al aire tres cartuchos cuya detonación resuena en los ámbitos de La Loma. Es el llamado urgente para que se reúnan los pobladores. Es la
hora de la siesta, del descanso obligado por la modorra
tropical. Salen —despavoridos— de sus chozas y se aproximan a la casona de Rómulo Salvatierra, temerosos de
la iracundia con que suele actuar imponiendo su terquedad impulsiva, hasta llegar al sitial del crimen, impunemente.
—¡Todos acá! — ordena Rómulo, y después de una
pausa, agrega:
—¡Hay que quemarlas!
-—No ganamos nada con intentar quemarlas, a no ser
que el fuego incendie todo, hasta su casa, el altillo y el
puente. Es mejor ponerle una batea con miel — alguien
del montón, pronuncia aquellas frases, señalando la mejor forma de repeler la marcha de los insectos.
—No seas tonto! ¡No están impulsadas por el hambre,
sino por la luria. La única forma de detenerlas es quemándolas — replica Rómulo. La mayoría de la gente, corre en busca de las hojas secas extraídas de plantas de
maíz y, también, en pos de gajos secos. Prenden candela
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y varios elementos jóvenes se precipitan con los hachones ardientes, sobre el maderamen extremo del puente que
colinda con las paredes del altillo. Las hormigas 110 retroceden y atolondradamente caen achicharradas entre la
voracidad de las llamas. Los listones del puente producen un calor humeante.
—¡Cuidado! — grita Canciller, advirtiendo a un 1110cetón que corajudamente y sin medir el peligro, se lanza
sobre la madera que ha comenzado a arder.
—¡Hay que apagar el fuego o de lo contrario el puente se quema! — dice otro con voz angustiada, de entre el
tumulto que permanece inmóvil y nerviosamente sin saber qué hacer.
—¡Que se queme! — grita Rómulo. Le importa un comino la conservación del puente, con tal de liberarse del
avance de los insectos. Y piensa además:
—Para eso tengo esclavos que pueden reconstruirlo
en un cerrar y abrir de ojos.
El puente continúa ardiendo hasta horas avanzadas
de la noche. Las estrellas parpadean en el infinito. La mayoría de los pobladores de La Loma no pudo agarrar el
sueño. Otros sufrieron pesadillas bajo la horripilante impresión del incendio.
—¡Qué bestia es este hombre! — expresa uno de los
obreros, dialogando con el silencio.
—¡Qué bestia es este hombre! — responde el eco del
bosque ribereño, devolviendo las voces del obrero que
anatematiza, con la sabiduría del pueblo, la bestialidad de
Rómulo. Y, a renglón seguido, dice:
—Hemos podido detener el avance de las hormigas,
si le hacía caso a Manuel Nocopuyero. Manuel Nocopuycro, es padre . . . del niño más silencioso y triste de la población infantil de La Loma. Manuel Nocopuyero — hombre de 79 años de edad — regresa a su choza. Camina mirando al suelo como si hubiese perdido la niña de sus
ojos. Se detiene junio al tronco de un árbol frondoso;
en él, duermen los pájaros que vienen desde lejos. Levanta la cabeza v mira al espacio universal. El cielo es un
inmenso poblado de tinieblas donde no se refleja el rostro de la tristeza. Manuel Nocopuyero, atesora en su co— 213 —
LUCIANO DURAN BOGER
razón la tradición más vieja de su pueblo, fiero por dentro y callado como una estatua rígida. No llora porque
la esponja del dolor colectivo le ha secado el alma. Aprieta los dedos huesudos de sus manos y empuña el grito
de las injusticias de todos los siglos que no puede estallar en su garganta. Sin querer, golpea el tronco del árbol
y espanta las aves que vuelan —ciegamente— hasta chocar con las ramas de otros árboles. Camina —lentamente— y penetra a su choza. Casi tropieza con la orilla tiesa
del cuero de vacuno, donde duermen su mujer, sus dos
hijas y el niño Valentín. Aspira hondo y contempla el
cuadro dramático que presentan aquellos seres de su afecto y de su sangre. Se le ha quitado el sueño. No tiene ganas de acostarse. El ámbito de su choza, es un sepulcro
gris y húmedo, donde ambulan las cucarachas, los escorpiones, los grillos y el viento silba un estribillo monótono al filtrarse por entre las paredes de caña hueca de la
mísera habitación.
—¿No tiene sueño, papá? — Valentín, despertó con el
ruido del ladrido de los perros que rondaban la choza,
cuando Manuel Nocopuyero se aproximaba a ella. Al observar que su padre se ha sentado sobre un pequeño tronco de madera, se levanta de la cama rústica y va a sentarse a su lado.
—Se me ha quitado el sueño, hijo — dice Manuel Nocopuyero y abraza al niño acogiéndolo sobre su pecho.
—¿Por qué no me enseña a leer? Siento envidia al
ver a don Rómulo que lee los libros que hay en su mesa
— habla Valentín con viva ansiedad.
—Hijo, yo tampoco sé leer.
—¿Como? ¡Pero si usted es un hombre viejo como
don Rómulo!
—No depende de eso, hijo. A don Rómulo le enseñaron a leer cuando tenía tu edad. Yo no tuve la suerte
de que alguien me enseñe. Porque en este lugar, jamás
hubo una escuela.
-—¿Y cómo puedo saber lo que sabe don Rómulo?
—Hijo, todo lo que yo sé le voy a enseñar a viva
voz. Y vas aprender muchas cosas que no sabe don Rómulo. Por ejemplo: No matar a nadie. No ser un crimi— 214
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liN LAS TIERRAS DE ENIN
nal ni ser un ladrón. No ultrajar a nadie ni con el pensamiento. No explotar a nadie. No hacerse rico con el
sudor y el esfuerzo de otros hombres. No esclavizar a
nadie porque todos los hombres tienen derecho a ser libres. No . . . — un grito agudo interrumpe la plática de
Manuel Nocopuyero. Su mujer estaba soñando, en ese
instante, que el caimán del arroyo, devoraba a don Rómulo. La pesadilla, la despertó y el grito angustioso que
lanzó, despertó a sus hijas. Todos se miraron las caras.
El mechero de cebo se apaga.
Se escucha otro grito.
De una choza a otra, media el límite estrecho de poquísimos pasos. Cada una de ellas es un punto insignificante bajo la inmensidad del cielo: gota gris de llanto
sin un pañuelo que la enjugue. En las noches sin luna,
parecen bultos acechantes de asaltantes de caminos por
donde la vida humana, se hace presente en ellas con el vislumbre de lucecillas (luciérnagas) que alumbran las caras
de los trabajadores esclavizados. El cuadrilátero del suelo
sin ladrillos, sin enlozamiento, sin machihembrado, protege con sabor de tierra húmeda a los seres que allí duermen en promiscuidad, que ríen de vez en cuando, que
aman —los padres— en presencia de los hijos, sin el menor reparo de todo lo que debe ser revestido por la intimidad pudibunda, civilizada. De una choza a otra, se escucha un llamado que es convivencia del amor con la
muerte. No debió suicidarse porque su fortaleza de hombre maduro no solamente nutría esperanzas. Pero las quemaduras que sufrió en el incendio del puente había comprometido definitivamente la fecundidad de su sexo. Todo está destruido y el órgano de su virilidad presenta lo
más doloroso e inaceptable para los instintos de la supervivencia optimista de haber nacido y estar vivo.
De la choza que recibió el gemido uo qu.cn acababa
de clavarse un puñal de selva, se escucha un quejumbro— 215 —
LUCIANO DURAN BOGER
so grito. Es la voz piadosa de una mujer que da a luz: carne, hueso y sangre de su cuerpo achicharrado por las lenguas ígneas desparramadas a lo largo y a lo ancho de la
construcción de madera que unía las paredes del caserón
con el borde de las aguas del río. En aquella otra choza
se mueven siete personas entre padres, hermanos c hijos,
igual que un montón de gusanos moviendo y removiéndose de un lado a otro, entre quejidos y lamentos.
—¡Las quemaduras! ¡Las quemaduras! ¡Ay! ¡ay! ¡ayayai!
Esta, la otra, aquella, todas las chozas son un sumando de heridos que no disponen de vendas, de pomadas,
de algo que pueda aliviar el dolor de la mayoría de hombres y mujeres, víctimas de la tragedia horrenda.
En la noche de la invasión de las hormigas, Rómulo
Salvatierra, con el winchester entre sus manos, les obligó
a saltar sobre las llamas —como en noche de San Juan—
so pretexto de detener el avance de las hormigas alborotadas con los preparativos del temporal.
Rómulo Salvatierra sintió un goce indescriptible al
percibir el olor de la carne chamuscada, como si estuviese delante de una parrillada.
Manuel Nocopuyero habla así:
—Valentín, tú tienes 7 años de edad. Desde mañana
y en la hora en que la cara del Sol se hincha y se vuelve
grande, tendrás que irte con todo a vivir al lado de don
Rómulo. Es su orden. Ni tu madre ni yo podemos evitarlo.
¿Has oído?
El niño no dice ni sí, ni no. Acércase a su madre y
acuéstase a su lado buscando un pedazo de cariño, como
si las manos de su progenitora fueran dos panes de trigo.
Está hambriento y ante la falta de alimento, busca el calor
del cuerpo de la mujer que sin haberlo parido, lo crió sin
saber para qué. Valentín no sabe la verdad de su naci— 216
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liN LAS TIERRAS DE ENIN
miento que constituye un secreto de familia, impuesto por
la criminalidad de Rómulo.
—¿Voy a vivir al lado de don Rómulo? ¿Con todo?
¡Pero si yo no tengo nada! — pregunta el niño de los 7
años.
—He querido decirte — responde Manuel Nocopuyero — que te irás de nuestro lado para siempre y que, si
él quiere o no quiere, no podrás vernos nunca más.
Las chozas se funden en la oscuridad, densa y pesada,
igual que una plancha de acero carcomida por la humedad y el olvido de los hombres. Son tumbas de seres vivos que mueren cada día. Tienen los huesos machacados
por las manos de la inseguridad, ante el peligro constante
de ser víctimas propiciatorias del hombre y del crimen
que ronda sus míseras existencias. Las chozas que habitan son para ellos jaulas que aprisionan sus espíritus,
temerosos de ver, el rato menos pensado, la cara odiosa
de la perversidad humana encarnada en el propietario de
La Loma. Todos aquellos hombres y mujeres, en su mayoría analfabetos, no sienten cariño hacia el ámbito de sus
cubiles húmedos, frágiles, inestables y sin calor de hogar,
donde un viento huracanado puede fácilmente arrancar
de cuajo la techumbre y sus paredes de caña hueca. Aquella arquitectura primitiva, rústica y sencilla, no dispone
ni siquiera de una puerta de madera para detener la furia
de los vientos fríos sureños que se hacen presentes en los
meses de mayo, junio y julio. La lujuria del viento, todo
lo toca, todo lo junta. Apretuja a los padres, hermanos,
hijos y parientes en una promiscuidad de perros en celos.
Entra por todas partes. Manosea los muslos, aprieta los
nervios y encoje las venas . . .
En la choza de Samuel Pedraza sucede algo raro. La
vaca overa colorada de la manada, que tiene el vicio de
masticar y comer los trapos viejos o nuevos que encuentra a su paso, ha penetrado a ella y ha sembrado la confusión y el pánico. Gritan los niños desesperada y angustiosamente. Uno de ellos ha sido atropellado brutalmente
y herido por las pezuñas del animal vacuno. Samuel arrea
y espanta a la vaca que se precipita —con tan mala suerte para los que habitan en la choza— contra la pared de
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LUCIANO DURAN BOGER
cañas huccas; sus cuernos se atoran entre éstas. Empuja
y recula, forcejea insistentemente hasta que al fin puede
escapar de su atascamiento y enfila hacia campo libre,
escapando precipitadamente. La criatura —gravemente herida en el estómago, la cara y la cabeza— está agonizando.
—¡Se está muriendo la peladinga! —grita y gime la
madre, ahogándose en un sollozo prolongado.
Los chillidos, las lágrimas, el dolor, la desesperación
y la angustia, se mezcla todo en un remolino de locura y
confusión. Samuel Pedraza, enciende el mechero de cebo
y contempla aquel cuadro horripilante que lo deja atónito y sin saber qué hacer. La mujer se ha desmayado. Dos
de sus hijos están sobre ella, apretujados con las cabezas
hundidas entre su regazo. Samuel, acude (desesperadamente) hacia la niña moribunda. La alza y la lleva al camastro
donde su mujer y sus otros hijos, son un enorme bollo
de carne temblorosa.
—¡Candelaria! ¡Candelaria! ¡Despierta! ¡Atiende a tus
hijos! — grita en vano. Ve que su hijo —el séptimo—
porque son nueve — se dirige a él. Se levanta y pisotea el
cuerpo de su madre y de sus hermanos. Estira sus brazos
en busca de protección. La niña atropellada por la vaca,
muere. Samuel Pedraza, lanza un grito y exclama:
—¡Maldita sea mi suerte! — pronuncia muchos adjetivos de industria pesada, atropelladamente como un camión embarrancado. Quiere atrepellar el dolor de la tragedia que se ensaña implacable con su sangre y su carne,
doloridos. Los vecinos no lo auxilian, porque ellos están
anonadados. Ante aquellas circunstancias, el espíritu de
solidaridad humana ha desaparecido.
Parece que en los cerebros de aquella gente humilde
el sálvese quien pueda, se ha generalizado y nadie piensa
en el sufrimiento de los demás. Samuel Pedraza, instantáneamente recuerda las enseñanzas del viejo Manuel Nocopuyero que un día les decía:
—Ese que ha dicho: "Si algo te sucede. ¿Qué quieres
que haga?" Ese no es un hombre. Porque el amor del hombre por los hombres, es lo único que vale sobre la tierra.
Todos deberíamos unirnos para ser fuertes. Entonces nues— 218
--
liN LAS TIERRAS DE ENIN
tras manos caerían sobre las bestias, hasta aplastarlas y
ahogarlas y hacerles morder el polvo de su derrota. . .
El puente sigue ardiendo. Es una columna de fuego
que toma cuerpo en dirección que le señala el viento, hacia la orilla del río iluminado. En sus aguas que parecen
espejos diabólicos, se retratan —fugazmente— nubarrones plúmbeos y pesados y el aleteo de los vampiros que
van y vienen (como si los "demonios" se burlaran de
"Dios" indiferente ante la desgracia humana) transfigurados en seres pequeñísimos, es una danza jubilosa por
el triunfo de sus designios infernales . . .
*
El amanecer es radiante y jubiloso en el escenario de
la selva. Los árboles, las ramas, las hojas y los nidos, reciben el aliento benéfico de la luz universal que se expande sin límite y, abriéndose paso a través de todas las latitudes del continente, hace hervir la sangre en las venas de
mujeres morenas, de hembras de pechos turgentes y caderas abiertas como las barrancas de los ríos. Este hemisferio de inmensas costas azules, tiene —es verdad— grandes desiertos arenosos, tuscales atormentados, arbustos
espinudos, donde la falta del líquido vital es un desafío
al poder de la sangre. Pero frente a este duro y crispado
dramatismo en erocción y mezquindad geológica, la naturaleza fecunda y generosa, con sus llanuras, sus ríos, sus
lagunas, riachuelos cantarines, cascadas sonoras, le dice
al hombre:
¡Tómame! ¡Poséeme y te daré todo lo que quieras!
¡Soy tu hembra y hazme parir! ¡Trabájame y extraerás
de mis entrañas todo lo que necesitas para ser feliz, fuerte y dominante, hasta transformar la vida en un poema
de belleza incomparable, en un himno de paz, en una canción de amor!
Desde La Loma, el río Ibare baja y baja culebreando
entre las alas abiertas del boscaje umbrío. Se precipita.
— 219 —
LUCIANO DURAN BOGER
Atleta juvenil que corre —suavemente— sin saltos sobre
obstáculos pétreos. Afluye y desemboca remolineante mezclándose con el denso volumen enloquecido y desbordante del río Mamoré. Se abre el horizonte de su invencible
poderío, tragándose al Ibare, igual que un hombre fuerte
que brinda y bebe de un solo golpe la copa de vino, para
saciar su sed. De allí, hasta el lugar donde se encuentran
los siringueros, van sumándose unas tras otras las playas
que se expanden en tiempo seco y las barrancas que se
derrumban y desaparecen, en tiempo de lluvias. Todo aquello y todo ésto, Renato Calvimonte alias el Poeta, ha contemplado y ha valorado, dando a la realidad contrapuesta,
la expresión inefable que le proporciona el todo magnifícente de aquellas latitudes inconmensurables y despobladas, donde pueden tener cabida y calor de hogar, muchos
millones de hombres. Después de desprenderse de Nicolás
y de los siringueros, acicateado por el relato que hiciera
un comerciante que vino desde Santa Cruz, sobre las fechorías de Rómulo, embarca en una pequeña piragua que
construyó su amigo Juan Durán en los días domingos, y
echa rumbo hacia La Loma. Al segundo día de navegación
—aguas arriba— Renato Calvimonte, rema que rema, hambriento y trasnochado, se encuentra —por su buena suerte— con Antenor Toro Diez.
—¡Buenos días! — saluda Calvimonte. Rema rápidamente y con las pocas energías que le quedan, apega su
liviana embarcación a la del viajero que regaló los dos
retratos al hermano de Nicolás.
—Buenos días — responde Toro Diez. Ordena a uno
de los tripulantes se dé inmediata colaboración al navegante solitario.
— ;A dónde va usted? — pregunta Antenor, con cierta
desconfianza creyéndolo uno de los muchos que íugan de
los centros caucheros. Rápidamente, mira a los ojos de su
contertulio y descubre en él, un hombre sin culpa y sin
deudas.
—Estoy yendo a La Loma. Quiero saber lo que hay
y lo que pasa allá. Tengo deseos de conocer a Satanás en
cuerpo y alma — responde y, sin pérdida de tiempo, de
puntilla, equilibrándose, tras el borde del camarote, se
f
— 220 --
EN LAS TIERRAS DE ENIN
coloca muy próximo a Toro Diez. Le da la mano con fuerza expresiva.
—¡Usted está loco! El canto de las sirenas de La Loma, cautiva a jóvenes y viejos. No hay nada que hacer.
Desista de tal intento, porque es más fácil dormir con
las encantadoras de las rocas escarpadas mitad mujeres y
mitad peces, que ver a Rómulo, porque este monstruo es
invisible. Yo mismo he fracasado en mi propósito de verlo.
Mejor es que dé media vuelta. Conmigo podrá vivir usted, unos cuantos años más. A mi lado no le faltará trabajo — expresa con generosidad y convence al viajero solitario.
Prosigue el diálogo y ambos se sienten contentos. Han
simpatizado. Armonizan a través de la plática. Se impone
un equilibrio cimentado por el grado de nivel cultural
conciliatorio entre el comerciante y el otro totalmente
desposeído.
—Ahora ¿dígame qué es lo que tengo que hacer, para pagar mi pasaje en este viaje que yo mismo no sé a
dónde me llevará? — Calvimonte, pregunta a Toro Diez
que le responde con una sonrisa complaciente.
—Usted es un hombre joven, inteligente. Será mi secretario y contador por todo el tiempo que usted quiera.
Me gustan y no me gustan las cosas que usted me ha dicho. Exige muy poco de la vida. No me convencen sus
ideas pero me entusiasman como cuando estoy delante de
una mujer hermosa. Es verdad que no tienen sentido practicista pero me gustan porque tienen la misma redondez
del ombligo femenino. No le gusta el dinero y ésto se explica porque entre nosotros la justicia — a la que se ha
referido con deleite como si ella fuese una mujer desnuda — no es femenina, es lo contrario y sólo tiene un ojo
qüe no está vendado, porque es la boca del cañón del Winchester. Fíjese bien — Antcnor, mira al fusil flamante
que duerme en actitud serena, tranquilo como un niño.
Busca la cara de su contertulio y observa que éste no ha
prestado atención a sus palabras y que se encuentra contemplando a su canoa que va remolcada. Calvimonte o
el Poeta configura en ella el símbolo de la libertad que
ama por sobre todas las cosas. Permanece mudo sin atir— 221 —
LUCIANO DURAN BOGER
mar ni negar. Considera que el ofrecimiento del comerciante Toro Diez, es promisor. Pero, ser empleado de un
hombre que puede más que él, por los bienes que posee,
no le alucina y está a punto de agradecer la oferta y proseguir el sendero incierto de su propio destino.
—¡Hable hombre! ¡No sueñe tanto! — incita Toro
Diez.
—Cuando se tiene hambre no hay ganas para conversar, por eso le he dicho que las estrellas son más felices
que nosotros los gusanos en dos pies. Yo no creo en lo
que usted me dice. De nada sirve que usted hubiera estudiado Derecho y hubiese leído tantos libros, cuando es un
vulgar comerciante, un cretino como Nicolás, es decir un
pobre diablo y nada más. Usted se cree un hombre culto
porque ha estudiado en una universidad y tiene información revisteril. ¡Pedantería! Se olvida usted que la Cultura — así con mayúscula — es un pozo sin fondo donde
usted se cae de cabeza y antes de caerse ya tiene el cráneo roto.
El río y el tiempo caminan desapercibidamente, para
los tertuliadores enfrascados en temas culturales y filosóficos. Pasan como dos amigos que caminan — a lo largo —
por una avenida desierta, sin transeúntes, de una ciudad
que ha sido abandonada por los hombres, ante el temor
de una invasión de ejército poderoso.
La embarcación se detiene bruscamente encallada en
un banco de arena, produciendo alarma entre el propietario y los tripulantes. En esos instantes el río Mamoré es
una aorta negra, invisible, impalpable, sin longitud ni anchura, abstracto, sin hondura, igual que el sentido filosófico con que el Poeta ha comparado a la Cultura.
Han transcurrido las horas de aquella tarde y parte de
la noche, sin presagios intuibles. Entonces, el Poeta, sin
medir el riesgo de las tinieblas que rodean a todos, es el
primero en lanzarse al agua para contribuir al desencallamiento de la embarcación.
—¡No haga eso hombre! — grita Antenor.
—¡Suba rápido que el caimán se lo va a comer! —
alumbró con su lampión y observó que la fiera voraz venía veloz — como una flecha — en dirección al Poeta.
liNLAS TIERRAS DE ENIN
—¡Suba rápido! — vuelvo a gritar.
El Poeta queda paralizado por el miedo intempestivo
que sacude su sistema nervioso. Ve venir al saurio con
su enorme cabeza y cierra los ojos. Los segundos pasan
fugazmente. Los tripulantes gritan en coro ansiosos de
evitar el desenlace trágico que se cierne sobre el Poeta.
Y sucede lo imprevisto. Antenor, sin perder la serenidad,
entrega el lampión a un tripulante y empuña el Winchester apunta a la cabeza del animalón y dispara certeramente en un ojo. La bestia da un barquinazo y voltea su
cuerpo panza arriba y queda flotando a un metro —más
o menos— de distancia del Poeta.
—¡Suba rápido, hombre! — vuelve a exclamar.
El Poeta, como si hubiese despertado de una pesadilla, trepa a la embarcación y resbala sobre el entablado
húmedo y cae de espaldas. El golpe que sufre en el occipital le hace perder el conocimiento. Antenor y los tripulantes lo rodean. Pide un balde con agua y vacía violentamente el líquido sobre la cara del Poeta que i"ecobra el dominio de sus sentidos.
—¡Levántese amigo y dése por feliz!
Le traen ropa para que se cambie. Se hace el silencio. Ninguno de los tripulantes se atreve a lanzarse al
agua para movilizar a la embarcación. El dueño de ella,
tampoco los incita a realizar esa tarea arriesgada, frente
al peligro inminente de la voracidad de las fieras.
—Aquí pasamos la noche porque estamos rodeados
de caimanes. — El cañuelar fangoso, de donde emergió
el ejemplar que ya está muerto, se mueve revuelto por una
gran cantidad de animales voraces y peligrosos, entre
ellos: palometas, anguilas eléctricas y rayas.
—De modo que la felicidad depende del hilo de un
instante en que la Muerte da media vuelta y se detiene para mirar la cara del miedo que nos convierte en autómatas del poderoso instinto que nos hace amar la vida. La
felicidad. Qué bonita palabra. No existe, como no existe
el amor, porque ambos son abstracciones absolutas, como
la idea del tiempo, como la idea de "Dios", que escapan
del límite de la satisfacción de las necesidades del hom— 223 —
LUCIANO DURAN BOGER
bre. Felicidad, amor, justicia, libertad, paz, belleza y totus
in illis (pensando en no se qué tonterías que absorben todo mi pensamiento) — el Poeta irrumpe en carcajadas y
su voz rompe el silencio de tumba dominante en el ámbito
de la embarcación. Antenor lo mira y se sobrecoge, sintiendo la pequeñez de su ser.
—Es así, señor. Solamente existe el hambre, la sed,
el placer de los sexos, el dolor, la avaricia de los ricos y
la mueca de la Muerte que se ríe en nuestros huesos —
el Poeta vuelve a lanzar su risotada que conmueve a la
embarcación y el eco de su voz vibra en los confines rodeado de tinieblas.
—¡A ver muchachos! ¡Vengan todos acá! No ha sucedido nada. Peor es casarse. Canta Pastor que esta noche te vas a ganar un trago y vas a matar la sed de la
que nos ha hablado el Poeta. Vengan todos acá — Antenor
se siente triste.
—¡Gracias señor! — Pastor Zubieta, afina y templa
las cuerdas de su guitarra. Preludia unos sones que van
penetrando al corazón del Poeta. Luego el guitarrista se
aproxima a él. Se aleja del recuerdo de la escena dramática que conmovió a todos. Entona una canción amorosa.
Antenor ordena a Rosendo Talavera que reparta aguardiente a sus compañeros de trabajo. Abre su portabalayo
o caja de madera y extrae una botella de ginebra de fabricación francesa; descorcha y vacía en dos copas; entrega una al Poeta; le brinda y bebe. El Poeta permanece
completamente callado. Beben y beben hasta dar fin con
el contenido de la botella.
—¡Hable hombre! ¡Hable hombre que una vez se vive y una vez se muere! — Usted lo sabe muy bien. Sería
mejor que en vez de hablar de la tristeza que siento en
estos instantes, hablemos de los negocios, de las libras
esterlinas, de Londres y París. Si usted conociera aquello
cambiaría su manera de pensar. Me comprometo llevarlo.
-—Los negocios, las libras esterlinas, qué bonito tintineo. — Antenor vuelve a brindarle al Poeta. Pero éste
permanece en silencio. Con gesto displicente y mirada inconcreta, difusa, entristecida, levanta la cara y mira de
— 224
--
liN LAS TIERRAS DE ENIN
izquierda a derecha; fija sus ojos en los de su contertulio
y levanta la copa, brinda ceremoniosamente, bebe saboreando el exquisito licor; menea la cabeza, mira la copa,
la acaricia como cuando se estrecha el cuello de la mujer
querida. Vuelve a beber esta vez brindándose a sí mismo
y no dice nada. Prescinde de la presencia de Antenor que
lo contempla admirativamente. Son dos personalidades
inconfundibles. Antenor, hombre de unos 35 años de edad,
es generoso y noble, su sentido filosófico aflora un hondo
humanismo. No discrimina ni categorías raciales, respeta
el fuero conciencial de los hombres. Ve en el poeta un
hombre lleno de porvenir. Piensa que, con la colaboración
eficiente de él, podrá alcanzar la ejecución de sus planes
de hábil comerciante. En el diálogo de estilo platónico que
entablaron, pudo medir la capacidad intelectual, la brillante facultad imaginativa que posee, su visión intuitiva
para adelantarse a los hechos circundantes a su propia
existencia y a la de los demás.
—A usted le falta poco para ser adivino. Hay un brillo de penetración a largas distancias en sus ojos de águila. Usted ve el acontecer histórico, presente y lejano de
la vida y el destino de los pueblos. Váyase lejos de aquí,
lejos de estas latitudes donde la cara de la civilización no
ha asomado aún. Usted nació para mandar. La cultura de
usted — como la mía — como bien lo ha dicho — es pobrísima. Pero la capacidad creadora de su talento es extraordinaria. Las líneas angulosas de su calavera monda,
con apretadas sienes y las cuencas de sus pequeños ojos,
tan profundas que da miedo mirarlas, revelan los misteriosos signos que hay en su mundo espiritual.
El poeta interrumpe a su amigo con una carcajada
mefistofélica y le dice a boca de jarro, haciéndole sentir
el aliento de su boca:
—¡Cállese hombre! ¡Ha hablado más de lo necesario!
Soy enemigo del panegírico. La sencillez no me permite
que la vanidad anide en mi corazón — el Poeta sabe lo que
vale. Es orgulloso con los potentados v humilde con los
desposeídos.
— 225 —
LUCIANO DURAN BOGER
El Poeta cierra los ojos.
—Esta noche...
—¿Qué pasará? — interroga Toro Diez, con un sobresalto que estremece todo su ser.
— N a d a . . . — el Poeta se traga las palabras, apesadumbradamente. Oculta un presagio que se hizo presente
entre sus retinas.
Antenor Toro Diez y el Poeta están ebrios. Los tripulantes u obreros, duermen a pierna suelta, apaleados por
el duro remar. Unos roncan, abiertamente; otros, respiran
fatigosamente; se vuelcan de un lado a otro, fastidiados
por las picaduras de los insectos dípteros.
—Tengo sueño, amigo mío — expresa Antenor. Camina hacia su camarote empotrado en el espacio medio de
la embarcación.
—Usted puede dormir en mi hamaca — invita el Poeta, señalando la cama-columpio, cubierta por una colgadura con entretejido de hilos sutilísimos, blanca como copo de nieve, limpia y olorosa a jabón.
—¡Hasta mañana Poeta! — Antenor se despide sin obtener respuesta.
Cuando el primer canto de la alondra, picotea sobre
las ventanillas ocultas de la audacia y del coraje del Poeta, éste desaparece de la embarcación.
En las horas de aquella madrugada, los caimanes, las
palometas y otros peces, se disputaron, rabiosa y vorazmente, la sangre del animalón que por pocas no saboreó
la carne y la sangre del Poeta. Fueron horas de festín y
de pelea. Los colmillos blancos, agudos y penetrantes, hincaron y repartieron dentelladas mortíferas. La lucha por
la vida se hizo presente. El más fuerte pudo más sobre el
— 226
--
liNLAS TIERRAS DE ENIN
más débil. El más grande se devoró al pequeño. La pugna
de siempre, entre la vida y la muerte.
*
Antes que amaneciera, empezó a crecer el caudal y el
nivel de las aguas del río. Los caimanes y los peces, huyen
de los alrededores de los bancos de arena que habían aprisionado —de babor a estribor — el vientre abultado de la
embarcación de Antenor. El batelón comienza a flotar
—tranquilamente— y se desliza impulsado por la corriente. Avanza. El cañuelar atrapado por la palizada del banco de arena, se distingue muy apenas, allá, a la distancia.
—¡Levantarse muchachos! — ordena Antenor. Observa que el Poeta no está en su hamaca. Sobre el mosquitero se exhibe, asegurado con una aguja, un pedazo de
papel escrito con clara y firme caligrafía que dice: "¡Gracias por todo! ¡Feliz viaje!"
—Buena me la hizo. Yo que había puesto todas mis
esperanzas en él. Se va sin decirme a dónde. Está obsesionado por La Loma. Quiere conocer a Rómulo aunque
le cueste la vida. Piensa escribir una novela sobre la vida
de él y la de su hermano Nicolás. Cada loco con su tema
— dice Antenor, dirigiéndose al piloto de su embarcación.
—Así es señor. Su amigo es un hombre raro. Ayer, lo
observé detenidamente. Me parece que sueña en despierto. Cuando mira está ausente de sí mismo. ¿No se lijó usted cuando le hablaba? — interroga Pedro Miguel Alvarez, como si estuviera viendo al Poeta.
—Tienes razón, hijo. Este hombre llegará muy lejos.
¿Pero qué rumbo habrá tomado? Por último, allá él con
su estrella en el tiempo. — Antenor, disgustado por la
conducta de su protegido, hace un gesto de simulado desprecio, pero en el fondo de su recuerdo, está el retrato
del Poeta, enredado entre las fibras afectuosas de su co— 227 —
LUCIANO DURAN BOGER
razón y de la urdimbre de su aspiraciones que surgieron
en él, creyéndolo un sujeto muy útil y aprovechable en la
realización de su plan progresista, ideado hace mucho
tiempo. Toro Diez, piensa que el Poeta lo buscará tarde
o temprano porque necesita su protección. "Además de
las excelentes cualidades que posee, es un hombre muy
triste. Volverá porque requiere mi ayuda. Lo estoy viendo" — afirma Antenor, monologando en sus adentros.
Pedro Miguel Alvarez, se sonríe. Maniobra lentamente
hacia la derecha y el timón se queja igual que una persona gravemente enferma. La embarcación deslizase suavemente y marcha tras la ruta de un ensueño en lejanía...
*
Marzo, en los primeros días de su primera semana,
recibe el regalo próspero de las nubes preñadas que se
detienen a descansar, horas cálidas, en el viaje sin fronteras, de aquí y allá. Los ríos abultan el tórax de su caudal, caminando de prisa hacia las orillas del océano. Hace mucho tiempo que ha surgido una interrogante entre
los pobladores de La Loma. Hay un ambiente de paz. La
gente respira un aire de tranquilidad como si la vida hubiese sido siempre buena y respetuosa a la perfecta convivencia de los hombres, sin represiones, sin torturas, sin
derramamiento de sangre.
—¿Será cierto que don Rómulo ha viajado a Santa
Cruz?
—Verdad ¿no?
—Ojalá no regrese nunca.
—¿Y a qué habrá ido?
—Dicen que ha ido a visitar a sus padres.
—¡Qué hombre más bueno! Si es un ángel. . .
Abundan los comentarios a cual más contradictorios.
La gente ha despertado de una noche de pesadillas y se
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liN LAS TIERRAS DE ENIN
siente jubilosa; mira los árboles, el río, la pampa, la selva, su propia humanidad semidesnuda, las taperas, los viejos cacharros, ésto y lo otro. Todo lo encuentra rodeado
de una aureola de optimismo y bienestar. La cara de la
tristeza íntima, se sonríe. Los hombres y las mujeres se
aman con la jubilosa alegría de los novios. Sienten que
la vida es dulce y que tiene el encanto del primer beso
que da y recibe un adolescente. La Loma ha dejado de
ser para ellos el lugar odioso de las torturas, de los flagelamientos y de los asesinatos.
Las puertas del caserón de Rómulo están cerradas.
Una sola persona puede abrirlas y entrar por ellas. Canciller ha asumido control y mando, haciéndose presente en
todos los lugares donde las faenas del quehacer colectivo
prosiguen su ritmo ininterrumpido. Los obreros, trabajan
con entusiasmo, confiados y alegres porque no tienen el
fantasma del temor acechante, impuesto por el propietario de La Loma. Canciller, mira a todos —silenciosamente— repartiendo un aliento de confianza y respeto a la
personalidad humana.
Se aproxima la columna imponente de las siete embarcaciones donde viene Estefanía Claros, convertida en
una madona por el rango que la naturaleza le asignó entre el mundo de las flores de carne. Cuando desea sentirse dichosa, entremezclando la luminosidad de sus hermosos ojos negros con la realidad edénica y brutal del país
de los árboles, los impulsos contradictorios de su vida,
ponen un sabor amargo entre sus labios carnosos. Entonces, la tranquilidad serena y arenosa de su pueblo cruceño, revuélease como un cerdo hambriento en el lodo de
la angustia de los desengaños. No se explica por qué está sentada allí, a la sombra protectora del camarote de
la embarcación y huye de la sombra, como un pájaro después del disparo a quemapluma; su espíritu quiere ser
nube para regresar fugaz, arrastrada por los vientos noresteños que cruzan diagonalmente la plaza de su pueblo.
Sale del camarote —ansiosamente— deseosa de encontrar
el principio vital de su pasado. Pero está vacía. El cadáver de su muerta juventud lo ve reencarnado en sus hijas
— 229 —
LUCIANO DURAN BOGER
y quiere ser el duro talón de la venganza. Si pudiera matarlas, le pediría a su Dios el último milagro (de su insolvencia, de su incapacidad creadora, ante el poder del cerebro del Hombre que interpreta y utiliza las leyes del
Universo para transformar la Naturaleza) rogándole de
rodillas que su sangre en la sangre de sus hijas, se convierta en un renacer de n i ñ a . . .
—¡Quiero vengarme de mi juventud! — dice Estefanía.
—No te entiendo, madre. La verdad es que hace siete
noches que no duermo. Va reventar mi cabeza. Estoy a
punto de tirarme al río. ¡Madre! ¡Ya no puedo más! —
expresa Carmen.
—¡Qué barbaridad! Por qué no me hablaste antes.
Hubiéramos tertuliado, juntas — le responde cariñosamente.
Carmen, (la muchacha más bella de su pueblo — ya
lo dijimos — de su generación) está pálida como una magnolia muerta. Al dialogar con su madre, arroja los vidrios rotos incrustados en la pulpa de su alma y dice
entonces:
—¿Qué hemos hecho? ¿Por qué este viajar que no
hemos pedido nunca a nadie? ¡Estos árboles no son nuestros ni nosotras de ellos! ¡Algo veo madre que nos va
a tragar a todas juntas!
—¡Cállate, hija! — Estefanía Claros, no se siente culpable. Ella no buscó al hombre que entró a su casa, con
el señuelo de las libras esterlinas. No necesitaba la dádiva. Trabajaba humildemente, sin pedirle al amor lo que
nunca pudo darle. . .
Van en la primera embarcación. En ella, no va "Juan
Pérez", el hombre a quien rebautizó. Lo busca deseosa de
interrogarlo, de pedirle que las haga volver. Pero el fulano desapareció de su vista, en el madrugón sombrío de
Cuatro Ojos, cuando embarcaron y se alejaron de la playa
árida y embustera, donde Lucila —hace mucho tiempo—
se desnudó —nerviosamente— como un desafío a su destino amargo. El fulano, va muy atrás, en la última embar— 230
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liNLAS TIERRAS DE ENIN
cación, custodiando el avance de las otras, donde van los
remeros —esclavizados— mirando siempre hacia abajo,
curvados bajo el arco de la tristeza.
Ella es la capitana de aquella marcha forzada. Va
adelante con sus hijas, como una bandera de pueblo sin
patria, como la esperanza que murió antes de que hubiera nacido el primer hombre. ..
—¡Ya vamos a llegar a La Loma! — el anuncio fue
pronunciado desde la última embarcación y en línea continuada llegó hasta la primera. Produjo un espejismo de
alucinamiento en Estefanía, en sus hijas Rosa y Juanita,
menos en Carmen. En los remeros se aviva el deseo de llegar, porque sus músculos reclaman la tranquilidad del
descanso. Carmen, al escuchar la frase del anuncio, sintió
como un golpe de puñal sobre su pecho.
A pocos minutos, divisan el promontorio. Se aproximan. La primera embarcación —suavemente— encosta en
el puerto. Y así van llegando las otras.
—Ya llegó don Rómulo.
—No ha tardado mucho.
—Y nosotros que deseamos que no volviera nunca.
—¿Y dónde está?
—¡Pero si éste no es don Rómulo!
—Fíjense bien.
—Verdad ¿no?
—Elay. Si es Pablo Carranza.
—¿Y dónde está don Rómulo?
—Allí está en su altillo. Mírenlo.
—¿Y qué ha pasado?
—Se ve que estaba oculto.
—Es más zorro que todos los zorros juntos.
Todo el tránsito de la vida y la inquietud pasajera,
yendo y viniendo, siguiendo las latitudes y entre los variados climas de aquel ámbito, repiten, a cada instante,
el nombre de Rómulo y de La Loma. Se han divulgado
tanto con acentos graves y agudos. Hombres y mujeres,
hasta los niños (que todo lo escuchan y aprenden de memoria) expresan vivo deseo de conocerlo. Pero desde el
— 231 —
LUCIANO DURAN BOGER
incendio del puente, ha tornádose difícil la visibilidad del
personaje sombrío. Y la interrogante, referente a la suerte
y desaparición de Lucila, ha adquirido filo y punta de puñal en el corazón piadoso de la gente.
Equidistante de este juego de escenas con el arribo
de Estefanía Claros y su hija Carmen (la incomparable),
entre un paréntesis de silencios, de actitudes tensas, de
designios proyectados por Rómulo, en su ocultamiento
del altillo — a distancias no iguales pero que se aproximan — Nicolás está ya en posesión de las bolachas de
goma.
Ha comprado el primer fábrico. En estas circunstancias, siente ansiedad por ir a La Loma. Su ansiedad se
convierte en palpitante angustia. Recuerda haber leído en
un libro la historia de los crímenes de los Borgia.
—Armas de iniquidad sus armas.
—Porque en su furor mataron hombres.
Desde que el hombre dejó de ser mono para empinarse verticalmente sobre su origen, apasiona a chicos y
grandes...
La tragedia —recuerda bien— desde Homero hasta
Shakespeare y hasta nuestros días, no es más que el profundo dolor de la sangre del hombre derramada en el
mundo. Pero Nicolás Salvatierra muy rara vez sabe soñar.
Deja de pensar y abandona el sublime alucinamiento de
haber leído tales conceptos... Cuenta los bollos enormes
del látex o caucho que acaba de adquirir. Está feliz. Su
ambición de ser poderosamente rico, rebasa su corazón.
Mira a los obreros que tienen que seguir trabajando para
él, mira también a la embarcación donde están amontonando —ordenadamente— la olorosa mercancía que trasciende igual que los muslos tensos de mujer negra, o las
axilas de ésta con las bolachas, mezcla de sudor, de trabajo, sangre y humo, de dolor para unos... y alegría para
otros. .. Nicolás, advierte que en su cerebro el recuerdo
de Rómulo y de La Loma, vuelve a tocar la puerta de su
ansiedad. Otra vez la visión de la sangre, el eterno dolor
que sufre el hombre, destruyendo la vida en otros hombres. Lo ve muy claro. Muchas veces se ha contemplado
en un espejo. Sabe que su rostro no sabe sonreír. Vuelve
a pisar el terreno duro de la realidad que lo rodea y, la
orden que ha impartido, es obedecida por los siringueros.
Debe emprender viaje hacia las riberas del río proceloso,
donde existen unas cachuelas bulliciosas como el hablar
intermitente en una reunión de mujeres. Piensa que (como su hermano Rómulo) debe echar raíces en un lugar
donde pueda fincar autoridad y predominio. Quiere supeditar a Rómulo. Una noche, cuando la luna tísica desnudaba su virginidad nocturna, mostrándoles a los hom— 233 —
LUCIANO DURAN BOGER
bres los secretos de su frialdad de siglos, sobre la fronda
de palmeras salvajes, con troncos grietosos y enormes hojas que forman abanicos rumorosos para el viento pasajero, Nicolás escuchó de boca de un siringuero (a orillas
del río Iténez), el relato auspicioso sobre un hermoso lugar, con barrancas cascajosas, greda morena y prieta. Le
dijo que allí, podría acampar para siempre. Y que en ese
lugar confluían las embarcaciones repletas con grandes
fortunas, pertenecientes a los rescatadores de caucho. Emprendió viaje y, después de tres días de navegación, su
embarcación encosté) en el puerto de Guayaramerín. Vendió la goma. Viajo a Cachuela.
Pasa el tiempo con el precio de la sangre. . .
A través de un quinquenio, Nicolás, con el esfuerzo de
los obreros hace construir casas, galpones y un astillero,
— 234
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liN LAS TIERRAS DE ENIN
transformándose aquel puerto en señuelo de prosperidad
y trabajo. Nicolás, acumula riqueza de bienes y libras esterlinas, explotando a los trabajadores benianos y a los
venidos de Santa Cruz. Funda muchas barracas caucheras,
colocando en cada una de ellas, un capataz responsable,
sumiso, obediente y leal defensor de sus intereses feudales. Se adueña de inmensas regiones territoriales con más
de SIETE MILLONES DE HECTAREAS CONSOLIDADAS
y un millón y. . . de cabezas de ganado vacuno. Con ambición desmedida, con impulso de dominio angurriento,
con voracidad de palometa, se siente todopoderoso en
aquellas latitudes, donde el aparato del poder estatal de
los kollas con mentalidad mineralizada, no asoma por ningún lado. Entonces, compara su situación con la de su
hermano Rómulo y cree haberlo supeditado.
—El comandante de la embarcación que acaba de encostar le ha traído esta carta. Dice que quiere hablar
con usted — el mensajero le anuncia a Nicolás.
—Muy bien. Dile que lo espero. — Nicolás llama a
la joven sirvienta y le ordena que prepare un almuerzo
para invitar al visitante. Petrona —la sirvienta— guapa y
atrayente, bella y suculenta como una América del Sur,
con sus caderas de barrancas olorosas, en vez de bajar
la cerviz para acatar la orden de Nicolás, levanta sus grandes ojos negros que proyectan una sombra enigmática sobre la arrogancia de las dos palomas de sus pechos, encubiertos —coquetonamente— con la blancura del tapuz
que cubre holgadamente la esbeltez de su cuerpo moreno
de mozuela de 15 años de edad. Con sonrisa vaguedosa,
clara, dulce, con divinidad de estrella solitaria entre inmensos nubarrones de noche tempestuosa, mira a Nicolás, y éste, sorprendido, siente que el enredamiento nervioso de su carácter apático, se estremece igual que una
red de pescador, sacada a flor de agua, aprisionado en el
bolsón de su metraje largo y ancho, un pez: vibrátil y
—extraordinariamente— raro por la belleza de su plasticidad decorado en oro, con incrustaciones esmeráldicas y
retazos do corazón viviente. A despecho, Nicolás habla
— 235 —
LUCIANO DURAN I50GER
con gesto de patrón que impone severidad en el registro
de su voz.
—Anda rápido. Prepara el almuerzo. Ya sabes que
hoy tenemos mesa larga... — Nicolás, peleando con el
pedido de la carne (que pide carne), logra deshacerse del
oleaje avasallante de la presencia encantadora de la nubil
mojeña.
—Está bien, señor. — Pctrona, sale volando de la amplia sala de recibo y, al traspasar el umbral de la puerta
que empalma con el largo corredor pleno de sombra fresca y de brisa cachuelereña, no controla su psiquis y suelta una sonora risa entrecortada, con preludio musical de
turpial hembra, en celos. Nicolás, se tuerce los bigotazos
que decoran su enfrascado rostro, con grandes y tupidas
cejas, cetrino y anguloso, que envasa la levadura flemática, temperamental, del cacique feudal introvertido, en
oposición franca y directa al carácter abierto, cínico, expansivo y sincero de su ya célebre hermano Rómulo.
Nuevamente, se escucha la alegre y aguda sirena de
una lancha a vapor que vibra en el puerto bullicioso y
crepitante por los tumbos y las precipitaciones violentas
y espumosas del agua que cae desde más de 15 metros de
nivel del río, convertida en rosas y diamantes...
El propietario del puerto, con una enorme espina
ponzoñosa, levanta — con calma y muy suavemente — el
borde engomado del sobre de la carta que acaba de recibir. Una vez abierta, extrae el papel escrito y lee:
"La Loma (sin fecha)
Excmo. Sr. Dn.
" Nicolás Salvatierra.-— Su Despacho.— De mi mayor
" consideración:
Desde este antro de miserias esqueletizadas,
donde la condición de haber nacido hombre ha des" cendido hasta el nivel más bajo, donde un gusano
" putrefacto se nutre con los excrementos de la im" punidad del crimen, me permito dirigirme a Ud., para hacerle conocer algunos aspectos del vía crucis
" que viola, flagela, apalea y ensangrienta nuestras vi" das sin protección ni amparo.
— 236 —
liNLAS TIERRAS DE ENIN
Debo comenzar informándole que, desde el día
" en que Ud. y su distinguido hermano desembarca" ron en el puerto. . .
*
*
Nicolás, en forma exabrupta e intempestivamente no
pudo continuar leyendo el texto de la carta porque está
inconcluso. La avidez de sus retinas choca violentamente
con el espacio en blanco del papel vacío. Ni una coma, ni
un punto y ni otro signo, ni siquiera una mancha de tinta
que delate la causa de la interrupción, no se hacen presentes ante la mirada acuciosa y ante la inquietud suscitada en su espíritu. Contrariado, arroja el sobre y el papel
sobre una mesa rinconera de mimbre, pintada con sapolín negro. Y a pedir de boca (favorable para disipar su
desagrado) escucha el saludo cordial y respetuoso del
viajero que fue anunciado. La contraluz que se proyecta
a través del espacio abierto de la puerta encandila sus
pupilas y, sin poder recobrar —rápidamente— la normal
percepción visual, responde acogedoramente al desconocido. Se restrega sus párpados cerrados y, como si despertara de un sueño, ve que quien lo busca se dirige con
los brazos abiertos para estrecharlo. Hace lo propio y los
dos cuerpos quedan unidos. La cabeza de Nicolás se apoya en el pecho del otro hombre que sobrepasa su estatura
mediana. Se desprenden y se miran cara a cara.
—Dígame: ¿Quién le entregó la carta? — Nicolás indaga y con sus dedos pulgares e índices estira sus bigotazos, lentamente.
—Un sujeto que debe ser capataz o amanuense de su
hermano Rómulo — responde Antenor Toro Diez. El verdadero origen de las letras escritas, no es ése. El autor
del anónimo es él. Lo escribió sin intención malévola, descoso -—únicamente— de que Nicolás interviniese en al— 237 —
LUCIANO DURAN BOGER
guna forma a fin de hacer variar las condiciones de opresión que pesan sobre los habitantes de La Loma. "Cuando
la pregunté su nombre, me dijo: Soy el Canciller de la
República Unitaria de La Loma. La respuesta me produjo
risa. Al entregarme la carta observé que sus manos temblaban y me dio la espalda presurosamente. Subió al puente y sus pasos hicieron crujir las tablas" — Antenor sigue relatando con pose serena de actor de teatro. Nicolás no le ha brindado asiento porque está preocupado por
la situación de su hermano Rómulo y por todo lo que
acontece en La Loma. Antenor, psicólogo, hombre de ciencia, médico, político, periodista, parlamentario y ahora
comerciante, tolera a Nicolás y compadece su estado anímico.
—¿Usted conoció a mi hermano y habló con él? —
Nicolás sigue interrogando.
Antenor se sonríe y habla sin tapujos. Le dice que no
conoce a su hermano y que no tiene interés en conocerlo.
—Puedo asegurarle que su hermano es uno de los
muchos enfermos y locos de la tierra que gozan con la
sed del cuchillo. Es: homo lupus sádico. Es un montón
entripado de serpientes que se mueven de un lado a otro,
en busca de carne y de sangre para morder y envenenar.
Tiene un cúmulo de inmundicias en el alma. No es más
que un pobre... — Antenor no termina la frase porque
el último vocablo lo escribió en el anónimo. Mira por el
rabo del ojo piadosamente. Nicolás, por primera vez, tiembla de emoción y suda frío. Alza la voz con énfasis para
gritar:
—¡Basta ya! — extrae de uno de los bolsillos de su
saco de lino fino, un pañuelo blanco de seda y limpia
su rostro.
—Por favor, siéntese usted. ¿Cuál es su nombre?
Antenor Toro Diez se ríe a medio tono de voz.
—¿Por qué se ríe?
—Porque usted y yo no seremos nunca socios de una
misma empresa.
En ese instante, entra la muchacuela garbosa y les
reparte dos pequeñas tazas de café. Se impone el silencio
— 238
--
liNLAS TIERRAS DE ENIN
y vuelve la serenidad y el equilibrio a dominar el buen talante de los personajes que, después de saborear la esencia del brevaje negro y tinto, reanudan el diálogo. Ambos
hacen protesta de franca y sincera amistad. Antenor, con
pleno dominio de su vigorosa personalidad, dueño de la
escena, inicia un relato histórico de los preliminares de la
explotación gomera desarrollada en el inmenso continente
de las tortugas de oro y de la ciudad de los diamantes,
enterrada en la selva de Eldorado fabuloso.
—Petrona, llama a Guillermo. Dile que venga rápido
— Nicolás ordena a la muchacha que está, en ese momento, recogiendo las tazas vacías; al aproximarse a Antenor
recibe de éste en cinco palabras el elogio a su belleza de
mujer campesina, muy merecido. Nicolás se hace el de la
vista gorda y deja transcurrir la atención licenciosa de
su visitante. La mozuela abandona la sala y cumple el encargo impartido por su patrón. Viene Guillermo y recibe
de Nicolás la instrucción de invitar a los vecinos notables,
al almuerzo o banquete que se servirá en honor de su flamante amigo.
Usted está invitado a un almuerzo. Quiero presentarlo a mis mejores amigos.
—Gracias. Trataré de ser simpático ante ellos. Espero que los discursos sean sonoros, con palabras no rimbombantes. El elogio mesurado es agradable, en cambio
el ditirámbico es ridículo y mueve a risa.
—No se preocupe. Aquí, la gente habla muy poco,
porque pocas son las personas que saben leer.
Se hace presente la igualdad económica de ambos.
Antenor posee una fortuna que heredó siendo muy joven.
Le hace conocer a Nicolás sus sueños colonizadores y de
gran envergadura industrial. Nicolás acepta la propuesta
que acaba de hacerle y le ofrece como aporte de sus acciones, la suma de 50.000 libras esterlinas. Aglutinan con
fe y confianza recíproca, todo un plan de realizaciones
que abarcan el dominio integral y monopolio de la explotación industrial y comercial de aquel inmenso territorio,
donde son poseedores de bienes y de una fortuna caudalosa.
— 239 —
LUCIANO DURAN BOGER
—Buenas tardes. . . Buenas tardes. . . Buenas tardes. . . Comienzan a llegar los invitados y los saludos y
cumplidos, forman un collar de simpatía novedosa en torno de Antenor.
Se sirve el almuerzo.
Las muchachas más garridas de aquel núcleo de población ribereña, con sus trajes vistosos de colores milenarios, perfumadas con las lociones más finas de extracción europea, exhiben sus encantos primaverales; departen con Antenor, en risueña y coquetona competencia, ansiosas de cazar el corazón de aquel hombre de estampa
varonil, que juega con el amor con la misma acechanza de
un jaguar cebado ya en fechorías y con terneras de estancias al descubierto o en pampa abierta... Nicolás, considera que es el momento oportuno de hacer funcionar
el gramófono con música de la época.
—A bailar, señoritas y señores. La fiesta debe ser
completa. Supongo que a usted Antenor debe gustarle
mucho hacer mover los pies y las alocadas caderas con
sus 35 años. Elija la más linda de entre todas las mujeres — habla Nicolás, con la jovialidad suscitada por los
tragos del burbujeante champán, de los vinos más exquisitos importados de París.
—Bendita eres entre todas... bendito sea el fruto
de t u . . . — Antenor toma del brazo a la muchacha más
garbosa, la estrecha y acompasa un brincado choti, y sigue perorando: "De los treinta y cinco a los treinta, el
hombre reza cuando baila".
—Usted sabe rezar muy bien. Pero usted se ha equivocado porque yo no soy la virgen María — argumenta
Inés.
—No es María. Y entonces, ¿cómo se llama?
—Ana María Inés, para servirlo a usted.
—¿Para servirme? Entonces, nos casamos ahora mismo.
—Pero señor, no se apure tanto, bailaremos primero.
El aparato que funciona a tropezones porque el disco está rayado, deja de sonar. Antenor, cercmoriiosamen— 240
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liNLAS TIERRAS DE ENIN
te acompaña a su pareja hasta el lugar en que se encuentra una silla. Detrás del asiento está Petrona. Antenor la
mira y la invita a bailar, sabiendo que está metiendo la
pata. . . Petrona se sonríe y le dice: "Yo no soy señorita"
— se agacha y cuchichea a Inés. Ambas se ríen. Antenor
se siente derrotado y dice como un último recurso: "No
eres señorita porque no usas zapatos, pero todas las señoritas que hay aquí, no valen lo que valen tus hermosos
ojos".
—Usted ha dicho una verdad, señor. Petrona es la muchacha más linda de este puerto. Baile usted con ella. Yo
le presto mis zapatillas a Petrona.
—Gracias señorita Inés. Usted es muy buena.
Antenor ¡venga usted por acá! — Nicolás recomienda a su amanuense que siga haciendo funcionar el viejo
aparato que da animación a la fiesta.
—Voy enseguida. Pero primero voy a bailar con Petrona.
—Baile usted. Dése gusto. Que donde hay una hay
otras.
Antenor, comienza a bailar con la muchacha, así descalza. Ambos se entremezclan con las otras parejas, lo más
bien. Nadie observa la conducta de Antenor. Y los hombres miran a Petrona, deseosos de bailar con ella.
—Te quiero para mi mujer.
—Gracias, señor. Yo quiero a otro hombre, sencillo
como yo. El también no usa zapatos. Lo quiero desde cuando era niña. El no sabe. Pero el rato menos pensado voy
a ser su mujer.
—Avemaria purísima. Si todas las mujeres fueran como tú, el mundo sería otra cosa.
Vuelve a atorarse el fonógrafo. Se detienen las parejas y del montón se escucha la voz de un hombre que grita:
—¡Viva Petrona!
—¡Que viva! — responden en coro todos los hombres.
El fonógrafo sigue sonando. Antenor quiere continuar
bailando con Petrona, pero ésta rehusa y le ruega que la
deje libre. Se desliza del conjunto de las parejas que si— 241 —
LUCIANO DURAN BOGER
guen bailando y desaparece de la escena. Un fluido de
poesía y de ternura conmueve a Antenor que se queda
inmóvil con la mirada fija en lontananza. Y como si el espíritu de Pctrona hubiese escapado de la tierra, en el insondable espacio, la presencia de una estrella, entristece
los ojos de Antenor. Camina lentamente y busca a Nicolás. Llega hasta él.
—Es verdad que existe el amor.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque lo que he visto y he escuchado esta noche,
es algo extraordinario.
—Deje de ser romántico. Hablemos mejor de los negocios.
—Como usted quiera.
Un brindis y otro más. Y así, sucesivamente. Se abrazan. La ebriedad los une en un diálogo que parte desde
el corazón hasta los labios. Los dos hombres se han quitado las caretas y se miran lo huesos. A veces el alcohol
aproxima a los hombres y los vuelve sinceros. Y se aplaca el dolor de la sangre que separa a los hombres. Antenor es un hombre cien veces más culto que Nicolás. El
conocimiento amplio que tiene de la Economía Política
liberal y socialista, de Filosofía y Literatura Universal, lo
coloca en una situación ventajosa sobre el propietario
del puerto que fue bautizado por el explorador Heath,
con el nombre de Cachuela Esperanza. Antenor y Nicolás,
comienzan a tutearse. En esos instantes, Antenor recibe
de Nicolás el brindis y el homenaje más expresivo de su
vida. Los concurrentes, hacen turno y abrazan al homenajeado. Antenor responde con elocuencia de orador parlamentario, electrizando a todos con un brillante discurso. Luego se dirige a Nicolás y le dice a la sordina:
—La verdad es que somos dos vulgares terratenientes. La explotación de los obreros bajo nuestros dominios, la explotación del hombre por el hombre, nos coloca en el sitial de ser reyes del oro negro. ¡Salud Majestad!
Te propongo que a nuestros vasallos, a nuestros esclavos,
se les dé un trato más humano. ¿Qué te parece si desde
— 242
--
liN LAS TIERRAS DE ENIN
hoy los liberamos de la barbarie del látigo y de la ley del
44 (se refiere al winchester calibre 44).
—¿Estás loco? ¿Hablas así porque estás borracho?
— responde Nicolás con vivo desagrado. — El látigo, el
cepo (aparato de tortura que atiranta los miembros superiores e inferiores), la ley de fuga o la ley del Art. 44, no
pueden ser desterrados de nuestros dominios, si queremos
acrecentar nuestras riquezas. Tú sabes que los obreros no
trabajan, no rinden con esfuerzo sin el temor, sin el castigo violento que deja marcas de fuego en carne viva. No
es preciso que nosotros aparezcamos como crueles y sanguinarios tal el caso de mi hermano Rómulo. Para eso tenemos a nuestros capataces, que cargan con todo el odio
y el sentimiento de venganza que sienten los obreros. ¿De
modo que tú te las das de muy humanista y "revolucionario"? Así no vamos, Antenor. Si tú no estás de acuerdo
con mi manera de pensar, me abro y dejo de ser tu socio.
No olvides que las libras esterlinas valen más que la sangre de todas las nalgas de los flagelados que pueden ser
registrados por partida doble — Nicolás se desprende de
Antenor, con menosprecio y fríamente. Abandona la concurrencia y camina hacia su dormitorio. Antenor lo sigue, le da alcance y lo toma del brazo y le dice:
—Nicolás, no tomes en serio mis palabras. Nuestro
plan es irreversible y nadie podrá interferido. Nuestra
voluntad es una sola y la gran empresa que está en nuestras manos se realizará contra viento y marea. Tú tienes
sobrada razón para señalar los métodos de violencia con
que debemos hacer rendir mayor ganancia o plusvalía,
con la explotación de nuestros trabajadores.
—Ahora sí que has hablado con sentido práctico. ¡Adelante en nuestros negocios, querido Antenor!
Todos bebieron hasta horas avanzadas de la madrugada. Los dos jerarcas, durmieron en un mismo dormitorio, en camas separadas, porque Nicolás no permitió
que Antenor fuese a dormir a otra habitación.
—Nicolás, estoy alegre y no puedo dormir — dice
Antenor.
— 243 —
LUCIANO DURAN BOGER
—Yo también estoy muy contento y se me ha quitado el sueño — arguye Nicolás. Levántase de su cama que
es muy blanda y suave como las nubes. Parsimoniosamente, con todo el aflojamiento de su sistema nervioso de
hombre tranquilo, sereno, apático, gelatinoso, (porque su
tiroides que sustenta los impulsos temperamentales del
hombre, es semiatrofiada y carente de un descargue sanguíneo vigoroso) se encamina hacia uno de los rincones
de la sala-dormitorio, donde — sobre una mesa rústica —
se exhibe el retrato de una imagen religiosa. Camina lentamente, llega junto a un reclinatorio, se inclina reverente y se arrodilla. Se persigna, reza y agacha la cabeza, se
golpea el pecho y repite:
—Mea culpa, por mi grandísima culpa, amén — se
levanta y regresa a su dormitorio; se acuesta; vuelve a
levantarse y se sienta al borde de la cama. Antenor observa y deja escapar una carcajada.
—¿Por qué te ríes?
—No te vayas a enojar si te digo la verdad.
—Habla, querido Antenor.
—El motivo de mi risa ha sido provocado por tu solemne hipocresía...
—Tú eres ateo.
—No se trata de eso. Es que, mientras tú rezabas,
yo he sentido la necesidad de dar a mi cuerpo lo que en
estos instantes me pide. Quiei"o que sepas: Soy un adorador de mi cuerpo, porque en él se encierra lo más bello de la vida. En mi cuerpo siento la fortaleza creadora
de la Tierra que pelea contra la podredumbre de la Muerte y los gusanos. Mi cuerpo ama la grandeza universal que
está por encima de nuestras cabezas, donde el ocaso de
los dioses y del tuyo (y al pronunciar estas últimas palabras lo hace con táctica para no malquistai'se y distanciar
a su socio) se ha convertido en tinieblas de un eclipse
total, bajo el poder de la Ciencia. Y al amar mi cuerpo
por sobre todas las cosas, quiero saborear la suprema dicha, el goce infinito del instante... al lado de una mujer. ¿Me entiendes querido Nicolás?
— 244
--
EN LAS TIERRAS DE ENIN
—Sí que te entiendo. Nada más sencillo. Mañana a
primera hora, puedes elegir a la que te pida tu cuerpo.
Te casas y así ya no dormirás solo. Tu cuerpo estará acompañado con el de tu esposa.
—Que imbécil eres, yo no necesito casarme para tener lo que mi cuerpo necesita. Con las libras esterlinas
que llevo en mis bolsillos, puedo comprar lo que mi cuerpo exige en justa ley. ¿Me entiendes?
—Claro que te entiendo. Espera que amanezca. Porque en estos momentos, la gente está durmiendo y no olvides que a esta hora, solamente los gatos acostumbran
hacer el amor sobre tejados de las casas.
—No hay nada qué hacer. Tú eres un hombre que sabe salir airosamente de las situaciones más embarazosas.
La verdad es que ya nos pasó la borrachera y la razón
de la sinrazón de la razón se impone con la claridad del
día.
Sorpresivamente, Henry Wickham, inglés de elevada
estatura, parsimonioso, de bellísimos ojos azules, de andar calmo, con sus largos brazos y manos como remos,
avanza siguiendo las huellas cenicientas que dejara el puente incendiado de La Loma.
—¡Alto ahí! ¡No avance más! — advierte Canciller
al intruso y desconocido.
—Yo no avanzo. Camino no más — responde el botánico excéntrico, enviado por el Jardín Botánico de la
capital británica. Canciller se enfrenta a Henry Wickham
y lo detiene poniéndole la mano sobre el pecho.
—¿Quién es usted? — le pregunta levantando su cara para ver la del personaje rubicundo que está poniendo
a riesgo su vida al incrustarse intempestivamente, al incursionar a los dominios feudales de Rómulo. Responde el
aludido con su castellano endurecido por la imperfecta
pronunciación. Le expresa que tiene una singular misión
que consiste en colecionar orquídeas raras para el rey de
Inglaterra.
—¿Orquídeas? Usted está loco. ¿Y qué va a hacer con
ellas? Usted es un hombre indefenso. Vuelva al puerto y
espei'e que el dueño de este territorio disponga de su vida. Si usted tiene buena suerte salvará su pellejo — lo
agarra del brazo y lo conduce hacia la orilla del río.
—Espere. Vuelvo enseguida — a Canciller le ha sido
simpático el inglés y piensa abogar por él, ante Rómulo.
Henry, acata sin mayor reparo lo resuelto por Canciller.
Canciller habla con el propietario de La Loma y después
de recibir su orden expresa, retorna al lado de Henry que
— 246 —
liNLAS TIERRAS DE ENIN
está sentado en la popa de su embarcación a motor. Canciller le dice a Henry Wickham:
—Usted puede ir a vivir a la comunidad de los sclvícolas, de aquí a distancia de varios kilómetros, en plena
selva. Allí existe una casa donde podría instalarse, cómodamente, junto a los selvícolas incorporados al poder estatal de La Loma. Usted ha tenido suerte. La verdad es
que las orquídeas lo han salvado. Vamos y no pierda
tiempo porque puede suceder que don Rómulo cambie
de parecer y entonces yo no respondo de su vida. ¿Trae
usted libras esterlinas?
—Sí. Yo regala ústed — Wickham, comprende la advertencia.
—No. ¡Gracias!
—Usted ¿gusta fúmar? — extrae unos cigarrilos rubios e invita a Canciller. Hace funcionar su motor y toma
rumbo hacia la otra orilla del río.
Encostan. Y Canciller guía al pasajero. Condúcelo
por una senda que penetra a la selva. Caminan durante
más de una hora hasta llegar a un espacio desmontado
donde se destaca el frontis de una casa rústica, abandonada, pero rodeada de muchas otras chozas o taperas que
habitan los selvícolas.
—Aquí puede vivir usted. Vendré a verlo cada fin de
mes, para saber lo que usted necesita en su labor de buscador de orquídeas. No se le vaya ocurrir explotar o comprar caucho, porque entonces está perdido. — Henry Wickham, menea la cabeza asintiendo todo lo indicado por
Canciller. Vuelven a la ribera, acompañados de tres bárbaros o nativos de la selva y comienzan a transportar todos los enseres y comestibles traídos por el botánico inglés, a la vivienda que se le ha asignado. Henry, mientras
asea la habitación y arregla sus bártulos y todos los instrumentos que ha traído para mejor cometido de su secreta
misión, se sonríe al pensar en las orquídeas que no son
otra cosa que la fábula con la cual efectuará su papel de
astuto y audaz agente de penetración colonialista del capitalismo internacional británico, sobre tierras latinoame— 247 —
LUCIANO DURAN BOGLR
ricanas. Henry Wickham, había leído en un libro acusador, importantes datos históricos de cómo el capitalismo
británico opera aquella intromisión, antes de adquirir el
complejo disfraz de las doctrinas político-económicas que
pudiesen encubrir los despojos bajo la perspectiva prefabricada del "capitalismo civilizador". Recordaba que los
primeros europeos en descubrir el caucho fueron los jesuítas, que trasmitieron el hallazgo al viejo mundo como
uno de los muchos aportes científicos que sumáronse a
la civilización occidental. Sabía que los indios — en aquella época hacían pelotas de un material diferente al de
las usadas entre los cristianos y que en 1739 el explorador
francés La Condamine, después de recorrer la cuenca del
Amazonas, presentó ante la Academia de Ciencias de París
un estudio sobre las características del producto que obtenían los "mangabeiros" suramericanos de la "Havea
Brasiliensis", con detalles del procedimiento y muestras
de la especie. Entonces, Europa no da importancia a la
explotación del caucho y Brasil comienza a inundar los
mercados mundiales con su producto, todavía limitado a
media docena de aplicaciones de poca monta industrial...
En tales circunstancias, en 1840 Goodyear descubre la vulcanización que representa un hallazgo "revolucionario"
que hace cambiar en poco más de medio siglo la historia
del caucho y su monopolio. Todo este relato histórico ha
recordado Henry Wickham, sintiéndose feliz, porque sabe
que está pisando el terreno propicio para buscar orquídeas y también para levantar una plantación de árboles
gumíferos.
Transcurre el tiempo y ni a Rómulo, ni a los selvícolas de la región les llama la atención la actividad accesoria del botánico. El "gringo" como lo llaman, refiriéndose a Wickham, es tildado de "loco" que realiza experimentos raros. . . Pero Henry, sigue sonriéndose todos los
días. Anota todo lo que ve y traza dibujos de las hojas,
árboles y semillas que remite en encomiendas bien aseguradas, al director del Jardín Botánico sir Joseph Hooker.
Joseph Hooker se pone en relación con el encargado de
— 248 —
liNLAS TIERRAS DE ENIN
la Oficina de Indias, sir Clement Markham. Menudean las
cartas y se trazan los planes.
—Todas son tus mujeres — el jefe de la tribu al hacerle la ofrenda generosa a Henry Wickham, le brinda una
cantidad enorme de chicha de mandioca salvaje, en una
tutuma o calabaza.
—Mi mujer una — responde Henry y bebe el líquido
aguantando las náuseas.
—¡No! Todas... Todas... Todas... — el cacique selvícola le advierte, con gesto disgustado.
—Está bien. Así será — Henry Wickham llega a conquistar la voluntad de los salvajes y con el esfuerzo colectivo de ellos, levanta la plantación de árboles gumíferos.
Henry, es un sujeto metódico, sobrio y se identifica
con las costumbres de los terrígenos que le proporcionan
todo lo que él necesita, desde el alimento hasta el amor.
En menos de tres años de convivencia con la tribu, aprende su dialecto. Goza lo indecible con los bienes que le ofrece aquella naturaleza pujante. Han pasado muchísimos soles y lunas y nunca tuvo necesidad de recurrir a los servicios ofrecidos por Canciller.
Henry, evita tener hijos, no por prejuicios de discriminación racial, sino por quitar el cuerpo a enredos familiares que pueden entrabar su misión de hombre científico al servicio de los intereses del capitalismo británico
y de la casta aristocrática del reinado del imperio de los
mares... Las aborígenes se disputan el afecto que depara a todas por igual. . . Es un excelente dibujante y pintor. Y con sus carboncillos realiza esbozos magníficos de
los bellos cuerpos de las nativas que posan para él, en
sus momentos de descanso y de íntimo solaz. Pero como
la Naturaleza se burla — a veces — de la Ciencia y de los
científicos, un día de esos nace una niña bellísima con piel
morena y tostada como la greda y con ojos de mar azul.
La tribu rodea a la criatura y le da el nombre de "Orquídea Roja", porque esta flor, la más decorativa de la tierra, es tabú, de amor y de ternura entre los hombres sal— 249 —
LUCIANO DURAN I50GER
vajes, con quienes departe — fraternalmente — el botánico inglés.
Henry, ante el fruto inesperado de su sangre mezclada con la sangre de la india salvaje, se siente defraudado, pero su condición de hombre lo conmueve. Atiende a
la madre y al retoño de sus venas, con el cuidado y el
cariño que llenan de gozo a la comunidad selvícola.
El oro viejo del Otoño se acumula en el alma de Henry Wickham. Considera que su permanencia en aquella
región debe prolongarse hasta fines del siguiente año. Decide agregar a sus ocupaciones de investigación científica en aquel laboratorio magnífico de raíces, de troncos, de gajos, hojas, flores y frutos, que le proporcionan
conocimientos para el libro que está escribiendo, la aplicación de su saber teórico en el arte de Terpsícore. Selecciona los elementos humanos y da comienzo a la disciplina de ejercicios corporales, gimnasia rítmica, con jóvenes y muchachas de la comunidad.
Transcurre el tiempo. Sus conocimientos de danza y
escenografía, llevados a la práctica, han dado resultado
positivo. Celebra el solsticio de Primavera con festival
plástico, donde se exhiben desnudas las nubiles de 12 a
15 primaveras. Las flores silvestres de la selva y de las
pampas circundantes, son expuestas con devoción pagana
sobre las cabelleras negras de las vírgenes. El cuerpo de
ballet que ha organizado, representa la composición lírico-dramática, cuya trama y argumento es un idilio selvático, con desenlace trágico donde el matriarcado de la comunidad primitiva, baja el telón de fondo. . . después de
un machetazo sobre el cráneo de un hombre rubio que
traiciona al amor en promiscuidad (hetairismo) siguiendo el proceso de transición a la monogamia. Como aporte musical, los hombres jóvenes de la tribu ejecutan melodías con flautas (que fueron construidas bajo la dirección de Henry) con el acompañamiento de bombos, tambores y sonajas de maderas sonoras. Aquella noche, el alma de la juventud, aflora (bellísimamente en el escenario
de la selva), un canto, un poema sin palabras, escenas
— 250 —
liNLAS TIERRAS DE ENIN
pictóricas de plástica viviente, ritmos y poses de esculturas de sangre y carne, palpitantes.
—¡Es la fiesta de la Primavera Salvaje! — expresa
Henry.
Henry Wickham está ebrio de alegría. Recita versos
de Shakespeare y pequeños poemas compuestos por él y
traducidos al dialecto de la tribu.
—¡Oh, mis orquídeas de sangre! — exclama Wickham.
—¡Te queremos! — el cacique de los bárbaros lo levanta en vilo y lo coloca sobre una plataforma de leños
y listones de maderas finas y olorosas. Hombres y mu jeres, danzando febrilmente, le rinden pleitesía cariñosa. Lo
abrazan y lo besan (el beso fue introducido por la favorita de Henry). Al amanecer se sirven un banquete con
carne asada de un enorme tapir, de pavas, tortugas, de
armadillos y torcazas con acompañamiento de plátanos y
mandiocas, cocidos sobre las brasas de la pira que viene
ardiendo desde treinta días antes del solsticio, con fuego
permanente, atendida y cuidada por los hombres más
viejos de la tribu.
—¡Te queremos! — tom — tom — tómm — suena el
bombo, acentuado con vigor agudo y fuerte en la última
percusión.
El estribillo, repetido a viva voz, repercute en los oídos de Henry, durante toda la fiesta, hasta el cansancio
y su persistencia monótona le produce una repulsa que
le obliga a taparse las orejas. Al rayar la aurora con sus
banderas escarlatas, la madre de "Orquídea" acaricia la
cabeza del hombre científico y le llena los ojos de lágrimas.
—¿Me queréee?
—¡No!
—¿Me querée?
—¡No!
—¡Me queréee! — grita la madre de "Orquídea".
—Yes. . . Yes. . . Yes. . . ¡No moleste mí! — responde Henry con la cara pringada de besos.
El bombo, los tambores y las flautas, no descansan.
Baten y suenan a la distancia, muy lejos del lugar don— 251 —
LUCIANO DURAN BOGER
de se encuentra la pareja contradictoria. Y el botánico se
sumerge en el sueño narcotizado en éxtasis. . .
En las proximidades de la plantación de Henry Wickham, ancla un buque que tiene el nombre de "Amazonas".
Rómulo se percata de la novedad e inquiere a Canciller
de lo que pasa con la presencia del navio. Canciller va en
busca del botánico y en compañía de él visitan la nave.
El comandante habla en inglés con Wickham y como resultado de la charla, varios cajones de bebidas, conservas finas y ropa de vestir son descargadas y entregadas a
Canciller como un regalo para el propietario de La Loma.
Canciller regresa e informa a Rómulo con la elocuencia
del obsequio, despistándose así el objetivo del buque.
Henry Wickham, actúa con vertiginosa rapidez: trabaja de día y de noche con los indios, recolectando las
semillas de los mejores árboles gumíferos, previamente
seleccionadas. Las envuelve en hojas de bananeros; luego,
las embarca en el "Amazonas". La primera partida del
plan ha marchado sin inconvenientes. Los nativos no sospechan nada malo de la actividad que desarrolla el botánico. Falta la parte más difícil del plan que consiste en
llevar las semillas a Londres, en el tiempo más corto, porque las semillas de la "hevea" se descomponen rápidamente y pierden sus fuerzas germinativas. Además necesitan
una temperatura elevada para mantenerse, por eso han
sido protegidas con envoltura doble de las hojas de plátanos y con mantas de lana.
En circunstancias en que Henry Wickham está por
embarcarse al buque, la tribu lo rodea con bulliciosa algazara. La madre de la niña de los ojos azules, se lanza
ansiosamente sobre Wickham y lo abraza fuertemente hasta dejarlo casi sin respiración. Los dos caen al suelo. La
multitud se agrupa precipitadamente y rodea a los cuerpos enlazados que ruedan con el impulso dado por la progenitora de "Orquídea". Interviene el cacique de la tribu.
— 252
--
EN LAS TIERRAS DE ENIN
Dispersa a la multitud y cuando Wickham se pone de pie,
todo maltrecho y lleno de tierra, le dice:
—Tu mujer y "Orquídea" van con vos.
—Está bien — asiente Wickham, mal de su agrado,
cediendo a la voluntad mayoritaria que en esos instantes
se hizo visible. El problema escabroso para Wickham es
el de vestir a la madre de su hija. Rápidamente extrajo
de su maleta un pijama de seda y se la entregó a ella.
Con alegría inusitada, cubre S'i desnudez. La muchedumbre selvícola brincotea gozosamente y ríe al ver a su congénere disfrazada.
—¡Adiós! — Henry Wickham, agita su pañuelo blanco.
El buque "Amazonas", eleva el ancla. Silenciosamente se desliza sobre las aguas del río y la estela espumosa
que deja atrás se diluye entre las ondas. Corre veloz. Su
itinerario es de 2.000 kilómetros, con navegación difícil por
los innumerables bancos de arena e islas flotantes que
tiene la vía fluvial. Tiene que burlar el registro de las autoridades brasileñas. El gobierno de Río de Janeiro ha
adoptado medidas muy enérgicas para evitar que las semillas de la "Hevea" salgan del país. Impone castigos draconianos a quienes intentan burlarlas. Las plantaciones están vigiladas minuciosamente y todos los barcos que parten a través de la ruta del Atlántico, están sometidos a
un registro escrupuloso. Henry Wickham, después de razonar muy cuerdamente, ha elaborado un ardid tan humano como verosímil. Mientras se acerca al puesto de fiscalización, manda decir que ha encontrado una serie de
extraños bulbos de orquídeas que piensa llevar sin demora a su rey. Informa que ha terminado de realizar una
magnífica recolección y que abandonará muy satisfecho
el país. Cuando las autoridades brasileñas suben al barco
se encuentran con una mesa tendida, con luces, vinos y
flores. . Quiere despedirse con un banquete inolvidable.
Los funcionarios aduaneros aceptan tan gentil invitación
y tienen vivo interés de conocer las bellas y extraordinarias orquídeas. Revisan a medias el barco. En el compartimiento cerrado que despierta la curiosidad de los funcionarios aduaneros, están las orquídeas delicadas que no
—- 2 5 3 —
LUCIANO DURAN BOGER
pueden ser expuestas al frío. . . Y ellas merecen admiración y respeto y gozan de toda inmunidad. . . Henry Wickharn, es políglota. Ofrece el almuerzo a sus invitados,
empleando un portugués clásico e ininteligible para los
circunstantes. Elogia las maravillas y la fecundidad de
las tierras amazónicas. Cuando toca a su fin la grandilocuencia perorática, la hermosa mujer selvática que estaba encerrada entre las orquídeas y las pequeñas plantas
de caucho, se presenta inesperadamente ante la concurrencia, con su deslumbrante desnudez.
En vano, Henry Wickham quiso detenerla. Ella — ante el asombro de los agasajados — muy oronda y sonriente se aproxima a su amante y le da un fuerte abrazo. Se
desprende de él y va y se sienta en una silla que está desocupada. Desde ese instante los invitados no saben del sabor de los platos y manjares que ingieren tragando como
avestruces. La presencia de la mujer terrígena, colma la
expectativa de todos. Henry Wickham, en alguna forma
tiene que salir del paso. Rápidamente, se pone de pie y
comienza a platicar sobre el arte desnudo de la pintura.
—"Señores —dice— nada pecaminoso, nada des" honesto existe sobre la tierra. Todo es natural y humano, cuando las cosas y los seres son observados
" con mirada científica y con sentido estético. Fíjense
" ustedes que éste singular ejemplar de belleza cor" pórea, reúne todos los elementos plásticos de una
" inigualada orquídea de los muchos bellísimos ejem" piares que he recolectado para nuestro rey. El arte
" desnudo, pulido y estilizado, apareció ya en la pintura egipcia desde unos 3.000 años antes de Jesu" cristo. Después, la mujer desnuda, aparece con elegancia, estilo y arcaísmo llevados hasta la frialdad
" por las reacciones de los artistas griegos. Entre los
" romanos, el desnudo femenino conoce mejor suerte. La cualidad misma de la pintura romana, valorizada por contrastes de luces y de sombras, se presta maravillosamente a reproducir la palpitante vida
de la carne".
— 254
--
liNLAS TIERRAS DE ENIN
—¡Que cosa más linda! — dice uno de los circunstantes.
—¿La carne de este plato? — interroga el que está
a su lado.
—¡Calla bruto! la carne palpitante de la suculenta
mujer que tenemos a la vista — le susurra al oído.
—¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! — ríe a sus anchas.
—¡Silencio, hombre! Escucha al sabio.
—"Por otra parte — prosigue Wickham — la ins" piración griega y la nueva visión pictórica romana,
" crcan en el tipo de la mujer desnuda, curiosas
" transacciones, de las cuales son ejemplo viviente las
" misteriosas mujeres desnudas de la Ciudad de los
" Misterios, iniciadas no se sabe en qué rito erótico" místico..."
Mientras Wickham, con un conocimiento cultural a
todas luces, prosigue exponiendo capítulos interesantes de
la historia del arte. Su mujer desnuda, desaprensivamente y como si nada sucediera a su lado, se sirve los platos
exquisitos que le trae el garzón. Los dos hombres que
están a su derecha y a su izquierda, han dejado de comer
y se dedican a beber vino y más vino. Se lamen los labios
y sienten un hormigueo entre sus venas. Están a punto de
ponerse a bailar, es su deseo. No hay música, porque Wickham, como si hubiese presentido algo espectacular, no
contrató orquesta alguna.
Wickham continúa:
—"Sí señores. Con Botticelli, el primer pintor pa" gano-cristiano, dentro del espíritu del Renacimiento,
" el diálogo entre el pintor y la mujer desnuda, conti" núa, y entra en su fase más sonora y más fecunda.
" El Renacimiento es la edad de oro para los desnu" dos femeninos. Nunca jamás alcanzarán las reivindicaciones de las feministas los fines que han alcanzado, en el arte, las opulentas desnudeces de Flo" rencia, de Vcnecia y de Roma. Hasta se puede decir
— 255 —
LUCIANO DURAN BOGER
" que en esta época todos los cuadros que son de te" mas religiosos representan desnudos de mujer. ¡Ja" más la Tierra hizo competencia más directa con el
" Cielo! He dicho, señores".
—¡Bravo! ¡Que viva la mujer desnuda! — aplaude y
vitorea el señor Jefe de Aduanas.
—¡Que viva! — responden todos.
Acaban de comer y sobre todo de mirar algo extraordinario. Wickham, resultó ser un anfitrión incomparable.
El más curioso de entre todos, pregunta a Wickham:
—¿Y esta orquídea de sangre, también está reservada
para su rey? — se refiere a la mujer desnuda.
—No. Porque esta reina de orquídeas es de mi propiedad...
Ambos se miran como si se lanzasen guantes de desafío. Pero Wickham tuvo que extremar su argucia diplomática y termina sonriendo a su interlocutor. Y en ese instante dice:
—Señores: Mi mujer desnuda se llama Venus. Tengo
el gusto de presentárselas.
La agarra de un brazo y le dice que se ponga de pie.
Venus obedece sonriente. Acaricia su hermosa cabellera.
Los funcionarios aduaneros se levantan de sus asientos.
Ceremoniosamente le estrechan la mano.
—Tengo el honor de conocerla — expresa el Jefe de
Aduanas.
Venus responde con un abrazo y un beso, a cada uno.
Los brasileños no desconfiaron y el "Amazonas" parte a la madrugada, a toda marcha.
Allá en El Havre, Henry Wickham abandonó el barco
dirigiéndose a Londres por tierra, vía París. El Jardín Botánico de Kew preparó todo en pocas horas, habilitando
un invernáculo especial para orquídeas. Se envió un tren
especial a Liverpool donde atracó el "Amazonas". Y diez
— 256 - -
liN LAS TIERRAS DE ENIN
minutos después del amarre ya estaban las semillas y las
pequeñas plantas de caucho en viaje al Jardín Botánico
de Londres. Plantadas las. semillas y cuidadas "como orquídeas", doce días después aparecieron los primeros brotes. Y poco después mil cien plantas gumíferas se alineaban orgullosas en el Jardín Botánico de Kew.
Los barcos ingleses transportaron las plantas a la Malasia y la India donde ya se había probado que la tierra
era apta para ese cultivo.
La experiencia demostró que el territorio recién adquirido tenía el humus, ácido fosfórico y calcio indispensables para dar vida a los árboles gumíferos. El robo de
todo un monopolio fue planeado así, paso a paso, eligiendo el terreno a donde iba a ir el producto del latrocinio
de Henry Wickham.
Por último, el capitalismo fue generoso con el ladrón.
Y como hizo con el famoso pirata Francis Drake, convertido en Sir por la Corona, también Wickham fue, con el
tiempo, el honorable Sir Henry Wickham.
— 257 —
En La Loma, las cosas son distintas. Canciller acaba
de dar a Rómulo la grata noticia del encoste de dos embarcaciones que traen remeros encadenados por los pies.
El dueño es un señor barbón, piernas largas, cariredondo, blanco, espaldas anchas, usa un cinto dobleancho con
hebilla de plata, tachonado de proyectiles; cuelga de él un
revólver envainado. Imparte órdenes a los rehenes con
voz aguardentosa.
Rómulo recibe —satisfactoriamente— el anuncio que
acaba de darle Canciller, porque considera que aquella
gente que ha perdido su libertad puede ser traspasada a
sus dominios por el valor de unas cuantas libras esterlinas. Instruye a Canciller para que proponga al comerciante la tratativa. Este, presuroso pónese al habla con el tratante que exige se le permita dialogar con su patrón, única forma de poder comerciar de igual a igual.
—Yo no hablo con los pies, hablo con la cabeza. Dígale así a su dueño — dice con tono enérgico, despreciando
a Canciller.
—Después de don Rómulo, mando yo. Podemos negociar. Don Rómulo le pagará a usted lo que yo le indique — argumenta Canciller.
—Donde manda capitán no manda marinero— emplea el refrán y le da la espalda a Canciller.
Canciller vuelve al lado del propietario de La Loma
y explica las razones que pone por delante el "caballero"
que demanda la presencia de Rómulo. Rómulo, empuña
su carabina y se dirige al barranco con pasos lentos y
acompañado por Canciller.
— 258 —
liNLAS TIERRAS DE ENIN
A la distancia, brillan los torsos de los hombres atormentados por los fierros que aprisionan sus tobillos inmóviles, enmudecidos y, con el ceño entristecido, miran
a lo ancho y a lo largo buscando una señal de esperanza,
una mano que les anuncie lo más preciado para el hombre, el canto con que las aves traducen el bello símbolo
de sus alas, al despertar y al piar alegremente junto a
sus nidos, entre las ramas de un árbol, donde la vida no
tiene amos ni verdugos. La masa movediza de sus espaldas, penetra a las retinas de Rómulo. Experimenta una
ansiedad de dominio que contrasta con el sentimiento
amargo de los nervudos hombres que lo vieron venir creyendo que podía hacer variar la inmovilidad en que se
encuentran —fuese como fuese— a cambio de lo que fuera con tal de poder transitar sobre el más estrecho y limitado espacio de la tierra, donde su verticalidad deja
el ángulo torturante de permanecer sentados, horas y
más horas, para comer, para orinar y defecar, para dormir, sujetos a la prisión más grande que hiere el corazón
humano, cuando siente perdido su derecho a caminar libremente por los caminos, por las calles o en el espacio —grande o pequeño— del lugar en que se encuentre.
—¿Quién es usted? — interroga Rómulo.
—Yo . . . ¿Y usted quién es? — responde y pregunta,
a la vez, el traficante negrero, blanco y rubio.
Cosa rara. La actitud de su contertulio no le molesta. Al contrario, encuentra en él cierta atracción que lo
aproxima. Se abre entre ambos una puerta de similitud
y vivo interés de departir "amigablemente". Rómulo, recuerda que hasta los tigres, suelen en casos muy extraordinarios, aproximarse y caminar a corta distancia, cuando están ahitos y no aguijonea en sus instintos feroces los
estrujones del hambre canina.
—Yo me llamo Pascual Coimbra. A sus órdenes.
—Rómulo, para servirlo. Este . . . — observa que ei
nombre y apellido no guarda relación con la morfología
del sujeto.
Se estrechan las manos. Se miran desconfiadamente
y terminan entrando a fondo del motivo que urge a am— 259 —
LUCIANO DURAN BOGER
bos. Concretan las condiciones de venta y compra del negocio ilícito.
—¿Cuánto vale este hombre? — pregunta Rómulo,
señalando al esclavo más fornido.
—A usted se lo doy en 150 libras esterlinas.
—¡Muy caro!
—Qué va ser caro. Fíjese bien. Es un ejemplar de
macho formidable; amansador de potros y cazador. Rema
sin descansar 48 horas y es laceador de primera; hacheador incansable; amansador de potros y cazador como ninguno. No puedo rebajarle ni una sola libra esterlina.
—Bueno. Se lo compro. Pero los otros me los da a
135 libras. ¿Qué le parece?
—Ya está. Trato hecho.
Pascual Coimbra entrega la llave del candado con
que se abre y cierra el encadenamiento de los hombres
sometidos a trabajo forzado. Rómulo, ordena a Canciller,
quitar las cadenas a los 20 hombres que, después de sentirse "libres" de los atormentadores fierros, a más no poder, entumecidos y acalambrados, se ponen de pie y uno
tras uno se acerca a Rómulo y le besan las manos. Rómulo, se sonríe y piensa que ha procedido hábilmente.
—Tenga mucho cuidado. Que estos mismos a quienes acaba de hacerles quitar las cadenas, algún día pueden degollarlo. Usted es muy ingenuo — dice Pascual
Coimbra. Recibe de manos de Rómulo el pago correspondiente, en libras esterlinas.
—¡Vámonos! — ordena a sus esclavos que se ha reservado —como remeros— para continuar navegando.
—Espere un momento. Quiero que usted me haga
un favor. Como usted va viajar a Londres, le encargo
que esta fotografía la haga reproducir en la base interior
de mil bacines de metal. Aquí tiene lo suficiente para que
el favor que 1c pido sea efectuado a mi regalado gusto —
Rómulo, entrega un sobre y el dinero en oro, a manos de
Coimbra que recibe todo, con desgano.
—Está bien. Trataré de cumplir su encargo, pero a
cambio de una de sus criadas, porque necesito sus servi— 260
--
liNLAS TIERRAS DE ENIN
cios, para satisfacer lo que no pueden darme los hombres.
Usted comprende ¿no? —- propone Coimbra.
—¡Magnífico! Yo haría lo propio. Canciller. Anda y
trae a la hija mayor de Nocopuyero, para compañera de
don Pascuai. Y llévate a éstos — se refiere a los 20 hombres que acaba de comprar.
—Esta bien, señor — responde Canciller.
—Mientras tanto, juguemos una "pinta" — extrae de
su bolsillo unos dados y un puñado de libras esterlinas
que coloca sobre la superficie de la proa de la embarcación.
—Muy bien — Coimbra, sin pérdida de tiempo, extrae
de la bolsa otro puñado y responde a la apuesta.
A poco rato, Canciller regresa acompañado de una muchacha de unos 16 años de edad, fresca, morena y con ojos
grandes pero tristes, caminando casi de puntillas, sobrecogida por el miedo de todos los días, experimentado bajo
la potestad despótica ejercitada por Rómulo.
—Aquí está, señor — dice Canciller.
Los jugadores hacen un pequeño alto.
—Magnífico. Me gusta y le agradezco por su regalo.
—No es nada. Quiero que los bacines, me proporcionen el mismo goce que sentirá usted acostándose con
Justa. ¿No le parece?
—No. Porque lo que usted me da, vale más que la
foto que no es más que un cartón inservible — arguye
Coimbra.
—Así lo crce usted, pero la venganza es el alimento
de los dioses. El montón de libras de la apuesta, vino a
parar a manos de Rómulo. Justa —la hija de Nocopuyero— baja a la embarcación de Coimbra, llorando en silencio. Traga sus lágrimas y se muerde los labios. Con
todo el dolor de su alma, lanza un grito agudo y con la
velocidad de un relámpago, extrae de su seno un cuchillo
y ante el asombro de los criminales, se clava el acero en
la boca del estómago y precipitadamente se tira al río.
El cadáver de la suicida, se hunde.
—¡De mí nadie se burla! ¡Canciller! Anda y trae a
— 261 —
LUCIANO DURAN BOGER
Micaela se refiere a la hermana de Justa —¡Rápido!—
Rómulo reacciona brutalmente y tiembla de cólera.
—¿Qué le parece, amigo?
—Perfecto. Pero usted me da la revancha — Coitnbra
extrae de su bolso otro puñado de monedas luminosas y
empuña los dados y con sangre fria los hace x'odar sobre
el tablado. La suerte vuelve a inclinarse a favor de Rómulo
que no recoge lo ganado. Aprisiona los dados y en instantes en que debe arrojarlos, escucha la voz de Canciller,
haciéndole saber que ha cumplido sus órdenes. Micaela,
sumisa y muda como una esfinge, sube a la embarcación
y pasa por encima de las monedas fulgurantes y va a sentarse sobre un travesarlo. Mira allá, allí, acullá, con la
misma desesperación de un ser agónico que pelea frente
a la Muerte. No encuentra a su hermana Justa y, entonces, se pone de pie y trata de salir corriendo de la embarcación, pero siente que una mano áspera la detiene. Se
le nublan los ojos y no ve nada. Su cuerpo tembloroso se
desploma y rueda sobre el maderamen. La caída es brutal. Su cabeza cae sobre el ángulo agudo de los remaches
curvados de la embarcación. Dos de los encadenados —remeros— acuden y alzan el cuerpo inerte de la víctima.
Los criminales prosiguen jugando como si nada hubiese
ocurrido. Por tercera vez resulta perdidoso Coimbra.
Anochece y cuando Coimbra logra rescatar todo lo
perdido, se pone de pie. Los criminales se abrazan y se
despiden. Se escucha el canto lúgubre de un ave nocturna. Las sombras caen como una plancha enorme, sobre
el corazón dolorido de la Tierra. Los remeros encadenados y la mujer herida y sobreviviente Micaela que siente
el olor de su sangre, agachan la cabeza y se sienten morir. Las embarcaciones, marchan aguas abajo como fantasmas que ambulan sembrando la angustia y el dolor de
vivir.
En La Loma, todo está tranquilo como si no hubiese
sucedido nada.
Lucero, encarnación de nube en cuatro patas, limpio,
ágil como el relámpago, brioso como una carcajada sobre
la dura pesantez de las cosas, alegre y retozón como un
— 262
--
liNLAS TIERRAS DE ENIN
niño que escapa del control malicioso de los adultos, brincotea y sus remos baten elegantemente, forjando una pintura de ritmo y movimiento que escapa a la lente más
fina de una máquina fotográfica. Está celoso, busca a su
hembra y la incita; ésta irrumpe destellante con la plasticidad de una ebúrnea mujer africana que salta, con sus
pechos duros, sobre el escenario de una danza frenética.
—¡Estrella negra! ¡Mi yegua! ¡Qué linda és! — grita
Rómulo.
Hace tres años que parió un bellísimo potrillo, sin
una sola mancha negra. Lúcido, arriscado y bravucón,
mordió el belfo inferior de Lucero, hecho que determinó
su confinamiento a un puesto ganadero donde vive ahora
Miguel Pedraza, alias Ministro de Ganadería.
Los habitantes de La Loma, no pueden contemplar
el espectáculo radiante, porque les está prohibido participar de lo que constituye goce íntimo de Rómulo.
La escala de la excitación de la dichosa pareja equina, sube hasta el pentagrama de Sol mayor. Estrella negra (la yegua) se ha quedado quieta como una estatua
de mármol negro. Sobre su pelambre lustrosa, la luz se
convierte en espejos que aprisionan la bella estampa de
Lucero (el potro). Y cuando todo se curva bajo el estremecimiento sublimizado del instinto de los celos, Rómulo
le dice a Canciller:
—No hay nada que hacer: Los extremos del eje polar de la vida son el estómago y el sexo.
—Así es señor — responde Canciller. Piensa que de
aquella unión vendrá otro animalejo que le ocasionará el
problema serio de cuidarlo, con misma asiduidad con
que un padre cuida a su hijo. Recuerda que el primogénito de Lucero, le sacó canas verdes. Y anhela vivamente
que esto no vuelva a suceder. En cambio, Rómulo cspecta
la escena con sumo deleite y demuestra su contentamiento palmeando las espaldas de Canciller. Finalizado el espectáculo, Rómulo recuerda que se ha sumado al número
de sus obreros y servidumbre los 20 hombres que adquirió a buen precio y que es necesario registrarlos en el haber de la cuantiosa riqueza de sus bienes.
— 263 —
LUCIANO DURAN BOGER
—Díle a Pablo Carranza, que hay que ponerles mi
marca a los desencadenados.
Canciller se estremece y con mirada suplicante le ruega a Rómulo:
—Señor, ¿no sería mejor dejar la marcación para
otro día? Están muy flacos y necesitan reponerse un poco.
Rómulo se enfurece y advierte a Canciller, haciéndole
notar que el hierro candente puede señalarlo a él como
a defensor de causas ajenas.
—¡Mis órdenes se cumplen, tuerto o derecho! — replica
Rómulo y hace silvar un chicotazo por encima de la cabeza de Canciller.
Pocos minutos después, se levanta una pequeña pira,
donde Pablo Carranza (alias Ministro de Gobierno) capataz y verdugo número uno de Rómulo, coloca la marca
pequeña que es una R, entre los leños encendidos. Los 20
hombres (esclavos) ante la presencia atemorizada de los
pobladores de La Loma que han sido reunidos para presenciar la marcación. La banda de música ejecuta la Marsellesa, por indicación del propietario de La Loma. Los
hombres que van a ser martirizados con fierro y fuego,
están vendados y alineados. Dan la espalda al público de
aquel circo dantesco. El verdugo baja los pantalones y
aplica el hierro candente sobre el glúteo derecho de cada
uno de ellos. Se escucharon 20 gritos que hicieron eco
en el corazón sombrío de la Selva. Los hombres humillados van asegurándose los pantalones y soportando el dolor
de la quemadura en carne viva. Pasan por delante de
Rómulo que permanece sentado sobre un sillón estilo
patriarcal.
—Buenos días patrón — dice cada uno de los hombres marcados. Dirigen sus pasos hacia el galpón donde
están hirviendo los enormes pailones de la molienda de
caña de azúcar.
Rómulo se pone de pie.
En coro, hombres, mujeres y niños, lo saludan y como movidos por un solo resorte, inclinan la cabeza hasta
que Rómulo se ha alejado del dramático escenario donde
el olor de la carne humana chamuscada penetra a sus
— 264
--
liNLAS TIERRAS DE ENIN
narices. En esos momentos, Rómulo siente un gran apetito y dispone que se le sirva el almuerzo con pedazos de
carne asada.
—La carne pide carne— salibea y espera ansiosamente el banquete opulento. Comienza a beber acompañado
por Canciller.
—Estoy muy contento. Los acontecimientos de ayer y
hoy han colmado mis deseos. El secreto de saber vivir
depende en gran manera de la satisfacción de nuestros
instintos. Yo gozo con el dolor de los demás. El crimen
lo inventó "Dios" para tener siempre de rodillas y a sus
pies a los que delinquen, a los que les brindan espíritus
que se van directamente a su mundo celestial. Si "Dios"
hizo al hombre a su imagen y semejanza, él es el único
culpable para que hayan monstruos que gozan con el
dolor de la sangre. Yo soy hijo de "Dios" y me parezco
a él. "Dios" es bueno, "Dios" es santo y también "Dios"
es ladrón y es criminal. ¿No es así, hijo? ¡Habla Canciller,
habla sin miedo, si tienes argumentos para refutarme y
criticarme! ¡Hiéreme con el odio que puedes sentir contra mí! ¡No me elogies, no me adules, quiero que me digas la verdad punzante como la punta de un puñal! ¡Habla! — levanta la copa llena y bebe como bebe un buey
sediento a la orilla de un arroyo.
—Señor, ya le he dicho. Usted está gravemente enfermo. Sus instintos perversos desbordan cuando usted
deja de ser una persona consciente. Mírese al espejo. La
palidez de su rostro y el semblante cadavérico, lo delatan
cada vez que usted está pisando el abismo de los hechos
inhumanos que perpetra —tranquilamente— como si estuviese cortando la rama de una flor. Entonces tiemblo
y siento la necesidad de matarlo, pero la compasión y el
miedo detienen mi mano justiciera. Me veo desarmado
y sus instintos criminales me derrotan. La verdad es que
yo ante usted soy una hormiga, un insecto inofensivo, y
como hombre un cómplice vulgar que merece ser ajusticiado y repudiado por todos los que han llorado por
la muerte de sus hermanos, de sus hijos y parientes que
cayeron bajo la bestialidad de sus manos ensangrentadas
— 265 —
LUCIANO DURAN ROGER
— Canciller suda frío y está temblando como tiemblan
los enfermos, antes de sufrir el brote de la fiebre maligna del paludismo.
—Así me gusta que hables. ¿Y por qué cuando siento
sed de sangre, no te mato? ¿Por qué estás vivo todavía?
¿Por qué la monstruosidad de mi sangre no te ha convertido en víctima? Parece que fueras parte de mis nervios,
de mis huesos y mi carne — dice Rómulo babeando, trémulo y tambaleante. Agarra un puñal y se dirige contra
Canciller que permanece quieto y espera con ansiedad
la puñalada.
—¡De una vez señor que estoy harto y asqueado de
vivir a su lado!— exclama compungido, como cuando un
amante requiere los labios de la mujer querida que lo
abandona por otro hombre.
Rómulo, lanza una carcajada y se precipita sobre Canciller enarbolando el arma y en vez de clavarle el acero
que fulgura relampagueante con la contraluz, lo abraza
y le besa la frente. Y le dice con ternura:
—Tú eres el único que puede comprenderme— llora
desesperadamente como un niño hambriento.
La Noche que encubre —siempre— con su velo misterioso — el alma de los hombres y de las cosas, deja caer
el telón de las tinieblas. Las taperas o chozas de los pobladores esclavizados, parecen nichos de un cementerio
abandonado. (Y la verdad es que La Loma es nada más
que un panteón de vivos). El croar de los sapos y las ranas subrayan la tristeza de siglos de la hora . . . Graznan
los buhos y se estremece el follaje de los árboles con el
respirar del viento que acaba de llegar anunciando las
corrientes gélidas del Polo Antártico. En La Loma no se
escucha voz humana. Todo ha muerto . . .
— 266 —
TRINIDAD
A quince kilómetros de distancia de La Loma, vive
y se defiende de la opresión feudal del "carayana" o mestizo blancoide, una comunidad de campesinos o terrígenas que hablan un dialecto. Entre ella ese pequeño grupo
de familias castellanas, convive nutriéndose económica y
socialmente de las relaciones de producción, reparto y
consumo a costa del esfuerzo colectivo de esos elementos
campesinos. Aquel incipiente centro de población con tres
mil habitantes (más o menos) se llama Trinidad y es capital del ("Departamento") Beni. Es una aldea, construida con arquitectura primitiva, sin cimientos de piedra,
con paredes de adobe, con techumbre de madera y tejas
coloradas (las pocas casas de la gente medianamente acomodada) y taperas o chozas de tabique rellenado con barro o greda entremezclada con paja carona y techo de
hojas de palmeras, unas y otras de paja carona y techo de
la humedad y la acción de las lluvias torrenciales. Una
plaza cercada con postes y alambres para evitar el ingreso del ganado vacuno; un enorme galpón construido con
las maderas más fuertes de la región, con su viejo campanario, donde miles y miles de murciélagos duermen y
acoplan, donde su excremento y sus orines han saturado
aquel ámbito "santificado" con agua bendita, misas y responsos, con un olor agrio y asfixiante; un matadero donde se derriban dos o tres cabezas de ganado vacuno; tres
norias públicas; una escuela; habitaciones donde funcionan: la prefectura, el juzgado, la policía con cinco o sie— 267 —
LUCIANO DURAN BOGER
CO,^BC;A O. O
te gendarmes que no usan zapatos, descalzos unos y con
abarcas los menos y la cárcel que es un galpón con paredes que están a punto de derrumbarse por la acción de
las lluvias periódicas de lodos los años. Omiorneando
aquel pequeño radio urbano, culebrea un ai royuelo que
se llena de agua en primavera y verano \ se seca en
otoño.
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liNLAS TIERRAS DE ENIN
A cuatro y ocho kilómetros (aproximadamente) a
orillas de los ríos Ibarc y Mamoré, los nativos de esa población resignada, de mentalidad primitiva, analfabeta,
sin inquietudes y ninguna aspiración de progreso, durante
los meses estivales, cultivan la tierra; siembran plátanos,
mandioca, frijoles, arroz, maíz, maní, cacao; cultivan árboles frutales: naranjales, limoneros; una variedad de plantas silvestres cuyos frutos son apetecidos por su grato
sabor agridulce, otros sumamente melifluos. Los nativos
se dedican a la crianza de aves de corral: gallinas, patos;
porcinos y otros animales mamíferos extraídos de ia riquísima fauna selvática de aquellas regiones feraces, donde la vida y el amor es un canto de esperanza. Son hábiles cazadores y pescadores. Disponen de lo necesario para satisfacer sus necesidades vitales. Viven cglógicamcnte
y con sensibilidad sensual-epicúrea, alabando la generosidad (a manos llenas) de la entraña fecunda de aquella
naturaleza pujante, donde la mueca trágica del Hambre es
totalmente desconocida. De año en año, en la estación de
verano, la cosecha acumulada, es llevada a la población
trinitaria, para su distribución y venta, en pequeñas embarcaciones a remo (canoas) que transitan por los dos
ríos y el arroyuelo (anteriormente nombrados) cuyas
> aguas —de éste— y las aguas del rebalse de la llanura,
penetran a las principales calles del centro urbano, convirtiendo aquel centro poblado en una isla de 500 metros
de diámetro, cuyas principales bocacalles que entroncan
con el arroyuelo, se establecen pequeños puertos. Cuando
la llenura sobrepasa el límite de la profundidad o altura
de las aguas, las canoas (ágiles y pequeñas embarcaciones
a remo) avanzan más allá de aquellos embarcaderos y,
costaneramente, los navegantes o remeros campesinos,
atan la proa puntiaguda, en los horcones o pilares de madera de las casas rodeadas de agua, siguiendo la línea
de sus veredas frontales. En aquella oportunidad o circunstancia de panorama acuático, la población campesina y mestiza —entremezclada— adquiere animación pintoresca, grata y generosa. La gente cambia de carácter y
reviste su espíritu de alegría tropical. En los atardeceres,
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LUCIANO DURAN BOGER
cuando declina la enorme brasa solar, la juventud y la
muchachada acude a las orillas del riachuelo en plena
llenura, a nadar y a jugar con las aguas tibias.
—Vamos a la banda — incita el nadador más ágil y
de mayor resistencia.
—Vamos, hombre — refuerza otro de los imberbes
que por primera vez va a realizar la hazaña de cruzar a
nado de una orilla a la otra.
—Anda tú si quieres tragar agua y que tu panza se
infle como la barriga de un sapo muerto.
—¡Calla cobarde!
—¡Cobarde será tu padre!
—¡Te callas!
—¡Anda a obligar a que se callen las gallinas de tu
madre!
—¡Vamos a lo seco!
—¡Ya estáaa! ¡Crees que te tengo miedo! ¡Ahora no
vas a tragar agua sino que vas a comer tierra! — responde con energía y decisión corajuda.
Nadan hacia la orilla. Pisan tierra firme. Parsimoniosamente, salen los dos, se visten con sus calzoncillos y se
enfrentan con los torsos desnudos. Empuñan y se ponen
en guardia. La pelea es singular. Ambos miden su agilidad de pugilistas. Se trenzan y ruedan sobre el pequeño
barranco hasta caer al agua.
—Ahora ya sabes que no te tengo miedo. Si yo llego
primero a la otra orilla, no vuelves más a hablarle a Etaín.
—¿Y si yo llego primero?
—Él que de más fuerte se queda con ella.
—¡Listo!
La plaza rústica está cubierta por paja amarillenta
que crece sin control alguno; su cuadrilátero está dividido
por cuatro caminillos transversales que su entrecruzado
lincamiento forma una cruz, y más que cruz es una X
bien cuadrada entre sus esquinas. Por esos caminillos, los
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liN LAS TIERRAS DE ENIN
moradores de la aldea, van y vienen, en el tra jín cotidiano.
La gente tiene la modorra tropical, bien acentuada entre
sus venas. La sociabilidad de la gente mestiza, discurre
sin ninguna inquietud, sin dinamismo acelerado. Parsimoniosamente, nacieron para comer, amar y dormir, porque no existe actividad industrial, ni comercial que imprima el ritmo de centros urbanos desarrollados. La gente
no es perezosa por naturaleza, es activa y dinámica cuando se presenta un trabajo, en que el hombre tiene que
desarrollar voluntad férrea para trabajar bajo la furia
canicular, ya sea remando, enlazando y arreando toros y
vacas; hacheando los troncos de los árboles corpulentos;
macheteando los gajos y quemando los barbechos, donde cavan y ponen la semilla del arroz, del maíz, del maní
y los frijoles; al carpir y cortar las malezas que obstruyen el sembradío de la mandioca. El hombre beniano no
es holgazán ni perezoso, como cree la gente del kollao.
Trabaja con más esfuerzo que los denostadores de la actividad colectiva de los pueblos mojeños. Es verdad que
siente la modorra del clima tropical, bien acentuada entre
sus venas, pero sabe derrotarla con vigor espartano, con
tensitud de músculos y bíceps vibrantes. Es hombre corajudo y desafía con bravura a la naturaleza salvaje, porque
nace, crece y muere en aquellas tierras calientes que chamusca los pies descalzos de los hombres y mujeres del
pueblo.
En el centro de la aldea, cada cuatro o cinco semanas, a más tardar, son colocadas banderolas de tres diferentes colores, sobre un pilar de madera, en la esquina
de la plaza, anunciando la apertura de valijas de correos
que vienen de ciudadelas (capitales de departamentos)
que centralizan el todo de los ciudadanos de la nación
desvertebrada por una geografía de grandes precipicios,
valles y llanuras, sin caminos estables ni carreteras angostas o amplias.
—Allí está la bandera roja. Ha llegado correo del
interior, es decir: del kollao. Vamos a ver si tenemos cartas — habla el flamante abogado Serafín Cañedo. El joven jurista tiene porte arrogante, de modales circunspec— 271 —
LUCIANO DURAN BOGER
tos y de andar rápido, como si estuviese en una metrópoli
de grandes muchedumbres. Es pulcro, de finos modales.
Le gusta vestir bien. Es tímido ante las mujeres, pero no
las teme. Cuando sale de su casa, se despide de su madre,
respetuosamente, dándole un beso en la frente. "Hasta
luego, señora" — nunca le dice madre o mamá. Habla el
francés a la perfección. Estudió en París. Viajó a la ciudad "Luz", con su propia iniciativa y su tesonero esfuerzo.
Después de vencidos sus estudios de ciclo secundario, logró titularse en Humanidades. Estudió Derecho y es, ahora, el primer abogado en la aldea trinitaria.
—Buenos días.
—Buenos días mi doc-torcito . . .
Serafín, tiene el marcado afán de indagar — noche
y día — todo lo que ocurre en La Loma. Ha llegado al convencimiento de que no hay nada secreto en la vida de
los hombres.
—El secreto en la vida de los hombres no existe,
porque no es una sola persona la que vive sobre la Tierra. Siempre hay dos y al haber dos, existe el diálogo.
Al existir el diálogo —es verdad— (la mentira: oculta) la
verdad no oculta nada, lo dice todo.
—¿Y el secreto de los cónclaves, de los comités de
los organismos políticos, de las organizaciones comerciales e industriales, de las castas militares, de los jurados
que sentencian a los criminales y de las que planifican la
alta política de los Estados? — argumenta el contertulio
de Serafín.
—Deja de ser secreto, cualesquier directiva, resolución, consigna, plan de acción, estrategia y táctica. Ni la
Muerte que es una, puede guardar secretos . . . — Serafín,
tiene el proyecto de escribir una novela, sobre el tema en
discusión y piensa titularla: SECRETO. Las informaciones y noticias que viene recogiendo sobre los atentados
criminales perpetrados por Rómulo, va registrándolas, cronológicamente. No escapa nada. Con todo ese material,
escribió un folleto intitulado: LOS CRIMENES DE LA
LOMA.
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liNLAS TIERRAS DE ENIN
Calurosa está la noche. El aire caliente y sofocante,
obliga a muchas personas a dormir fuera de las habitaciones (en los corredores interiores y en los patios), semidesnudas, cubiertas —escasamente— las partes pudibundas. Serafín, está sudando copiosamente. Mientras sus
amigos, en pequeños grupos, pascan por las calles a la
luz de una luna llena, alumbrado por los destellos tenues
de una vela de esperma, lee el texto íntegro del folleto.
—¿Qué le parece, señora? — interroga a la autora de
sus días.
—Está bien. Es la verdad y nada más que la verdad.
Pero sería mejor que lo quemes, porque este documento,
te puede traer muchos dolores de cabeza. Y esto seria lo
de menos. Lo grave está en que puedes ser víctima de
la barbarie de ese hombre que no tiene entrañas. Es un
monstruo —opina. Ella lo conoce, pues fue una de las
muchas mujeres encadenadas de La Loma, que logró escapar del maldito encierro (donde vive muriendo Lucila)
milagrosamente, gracias a la simpatía y generosidad que
mereció de Canciller. La verdad es que Fabiana, (mujer
que lleva —en sus tobillos— las terribles marcas de las
cadenas, del erotismo y de la lascivia del señor todopoderoso de La Loma) le relató a su hijo Serafín los hechos
criminales de Rómulo.
Después, sale a la calle en busca de aire y deseoso
de conversar con los hombres jóvenes de su pueblo. En
primer término, se dirige a la casa donde vive la madre
de su amiga Virginia; allí, se sirve una taza de te caliente.
Charla unos minutos con la muchacha y después se marcha.
—¿Qué les parece si nos divertimos esta noche, a la
francesa?
—¿A la francesa? A lo camba, hombre.
—Muy bien. No vamos a discutir sobre el estilo de
nuestra diversión. Lo importante está en divertirse con
mujeres jóvenes — Serafín, con sus amigos, se dirige en
busca de la banda. La contratan y organizan un baile, en
la casa de Susana. Recuerda todas sus aventuras con
un determinado número de amigas —universitarias— parisienses. Lo escuchan con deleite, pues su charla está re— 273 —
LUCIANO DURAN BOGER
dondeada con el más alio estilo romántico, ajustado a los
conocimientos que tiene de la literatura francesa, desde
Victor Hugo hasta los escritores y poetas de fines de siglo XIX.
Conviene no olvidar que Fabiana Cañedo, al escapar
del antro de La Loma, conquistó a un joven abogado,
apellidado Jordán, que llegó a ser padrastro de Serafín.
—Un jour vous partirez pour París — así bromea
Serafín, con sus amigos.
—Uí. .. u í . .. u í . . uíiiiiiiii — le responde uno de ellos,
remachando su buen humor con una carcajada estrepitosa. Los otros aprenden la frase y su significado literal.
La repiten a cada instante, intercalándola entre charla y
charla que va de lo más serio a lo humorístico del decir
popular.
Adentro, en la habitación cuya puerta principal da a
la calle, están las muchachas sentadas sobre sillas rústicas, en hilera. En su mayoría son ojozas, morenas, con
cejas y pestañas negras; forman una galería de mozuelas
simpatiquísimas entre los 15 a 18 años, ansiosas de encontrar quien las enamore, porque el elemento femenino
prolifera en el pueblo en relación de cinco hembras para
cada macho.
—Ya viene el doctorcito — anuncia Paulina, la primogénita entre las 7 hijas de aquel hogar en que se realizan los preparativos para el baile.
—Es muy simpático el franchuti— dice Etaín.
—¿Te refieres a ésta? — pregunta Carmela. En ese
instante, una palmípeda ha invadido la sala donde tendrán
que bailar las parejas. Y la muy indiscreta, deja el reguero de su malcriadez aguachenta y esparcida con aire maloliente.
—¡Marcelina, espanta a esa asquerosa! — grita la madre de las mozuelas.
—¡Pata! ¡Pata! ¡Pata! — Paulina, levanta sus brazos
desnudos y espanta a la intrusa . . .
•—Arréala a la cocina — dice Pascuala _con aire autoritario.
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liNLAS TIERRAS DE ENIN
—Y tú no te quedes sentada. Levántate a limpiar esa
asquerosidad — replica la guapa señora, a su hija Nolberta.
En ese momento de apreturas en que menudean los
comentarios entremezclados con risillas picarescas entre
los labios de las mozuelas, la banda irrumpe con los sones de una marcha española. Olvidaron todas, la intervención indiscreta de la pata clueca y están ansiosas de
ver a Serafín y a sus otros amigos, para dar comienzo
a la fiesta.
Se hace presente el grupo de los hombres jóvenes. Serafín, es el hombre de la fiesta. Las miradas de todas las
muchachas le lanzan sus dardos coquetones y sonrientes,
disputándose —ansiosamente— la primacía ante el galán
cuya fama deriva de haber estudiado y vivido en París.
—Simpático ¿no?. Fíjate, nos está mirando — Ciementina cuchichea a Lola. Se desata una ola de espectativa y simpatía alrededor de la personalidad de Serafín.
Las mira a todas como si estuviese delante de una exposición de cuadros pictóricos. Compara la vibración de los
bellos ojos femeninos, con el destello luminoso de las pinceladas de los cuadros famosos que tuvo oportunidad de
admirar en la gran capital de la cultura y del arte plástico, que ha atesorado en los museos las obras de los pintores más célebres del mundo contemporáneo. Scxafín,
baila con todas, sin fijar atención e interés particularizados en ninguna de ellas. Baila como un autómata, pues
su cerebro está pensando en problemas serios inherentes
a las condiciones paupéxrimas de la vida económica y
social de sus pueblo.
—¡Salud, querido Serafín! ¡Estás muy preocupado!
¡Alégi-ate hombre! ¡Deja de pensar en cosas serias! ¿No
dijiste que querías divertirte? — Gerardo — su amigo ínás
íntimo — le alcanza una copa.
—¡Gi'acias! ¡Tienes toda la razón del mundo! Pero
como la ley de las contradicciones se hace presente en
las cosas más triviales de la vida, yo no puedo dejar
de pensar en lo que no le interesa para nada, al corazón
de la mujer. Por eso es dulce la mujer .. .
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LUCIANO DURAN BOGER
—¡Que filósofo! — Ovidio, lo elogia en tono admirativo.
—¡Vamos hombre! ¡Deja descansar tu cerebro! ¡Bebe
y baila! — Pedro, interviene incitándolo a que se divierta.
—¿Cuál de las muchachas que están aquí, te gusta
más? — inquiere Arturo.
—¡Todas y ninguna! — responde Serafín.
El baile dura hasta las tres de la madrugada. Serafín
sigue ocupando los servicios del orfeón. Y la serenata que
da, lo delata. Recién llegan a saber sus amigos, cuál de
las muchachas ha merecido su elección.
—Doctor, usted camina muy rápido. Vamos más despacio, porque de lo contrario nos vamos a salir del poblado — el acompañante de Serafín, lanza la frase criticona y se ríe violentamente.
—Escúcheme Julián. Usted, como la mayoría de la
gente de nuestro pueblo, tiene pies de plomo, por eso el
progreso de esta población va a paso de tortuga. Pero
no discutamos, hombre. Acompáñeme al correo. Seguro
que ha llegado el folleto que escribí en la capital de la
República, sobre los . . . — se queda en suspenso y contrae el ceño.
—¡Sobre qué, doctor Serafín? Hable con toda franqueza y sin ningún temor. Si hay algo reservado, yo sabré
callar.
—No hay nada reservado. Se trata de mi folleto que
se llama: Los Crímenes de La Loma.
—¿Los crímenes de La Loma? Ufff, eso es cosa seria.
Tiene que tener mucho cuidado. Porque el título en sí,
ya es una abierta acusación contra el poderoso señor de
La Loma.
•—Es verdad. Pero como hombre de derecho y delensor de la justicia, no podía quedarme callado, ante la
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liNLAS TIERRAS DE ENIN
monstruosidad y la prepotencia de la bestia blanca que
impera en aquel promontorio donde campea la arbitrariedad y el despotismo, sin paralelo en la historia del
Código Penal — responde Serafín.
Ambos entran a la oficina de correos. Saludan al jefe.
—Doctor, buenos días — responde al saludo; el administrador estrecha la mano a Serafín.
—Tiene usted unos paquetes, conteniendo unos folletos que acaban de llegar. Usted solo no podría llevarlos.
—Gracias por la grata noticia que me da. Buscaré a
un muchacho. Pero, haga favor de entregarme un paquete, que mi ansiedad desborda.
—Será lo que usted diga, estimado doctor — El empleado subalterno le entrega un paquete, debidamente
amarrado por un precinto de alambre fino y con un rótulo sellado con lacre rojo.
El primero en recibir un ejemplar del folletín impreso, es Julián Antequera. Lo recibe de manos de Serafín (su autor) que escribe en la primera página una dedicatoria conceptuosa.
Ambos salen de la oficina de correo, preocupados en
la lectura del documento que tiene olor a papel húmedo.
Se dirigen silenciosamente al caserón donde funciona la
primera autoridad política de esa jurisdicción. Serafín,
solicita audiencia para entrevistar al Prefecto. Entra al
despacho y se encuentra con el personaje, cuya voluntad
y mandato oficial, impone subordinación a siete gendarmes y un intendente que controlan el orden de los habitantes de la aldea.
—Pase usted Dr. Tome asiento. En qué podemos
servirlo.
—He venido a saludarlo y a poner en sus manos este
documento del cual soy autor responsable. Espero que lo
lea y forme un juicio cabal, sereno c imparcial.
—¡Gracias! — la primera autoridad recibe el regalo
y elogia a Serafín, por su labor intelectual y sus conocimientos jurídicos que siempre fueron requeridos. Mira
el folleto y lo hojea con acuciosa curiosidad.
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LUCIANO DURAN BOGER
—Está bien doctor. Pero tenga mucho cuidado. Sería mejor que no lo haga circular. Estoy viendo que este
documento es sumamente comprometedor. Cuidado, cuidado, cuidado, mi querido doctor. Sea usted más prudente.
El autor del folleto, se despide de su amigo y sale
rápidamente del recinto oficial. Va a su casa y sin pérdida de tiempo, se dirige nuevamente al correo, acompañado
de un jovenzuelo que, después de extender un lienzo coloca sobre él los paquetes, levanta el bulto y lo pone
sobre sus espaldas, emitiendo un pujido que denota esfuerzo. La noticia de la llegada del folleto corre como reguero de pólvora encendida. Hasta horas avanzadas de la
noche, la gente curiosa entra y sale de la casa del autor,
después de recibir un ejemplar como regalo. Menudean
las felicitaciones.
—Acabo de leer algunas páginas del ejemplar que
usted me ha regalado. Mis congratulaciones, doctor. Verdaderamente, usted es un hombre muy inteligente — expresa un individuo desconocido para Serafín. Es un advenedizo recién llegado.
—Aquí tiene otro ejemplar. Puede usted obsequiarlo
a uno de sus amigos.
—¡Gracias! Usted es muy gentil — responde el forastero, lanzando un escupitajo que humedece los ladrillos del corredor.
Los vientos gélidos en oleadas atormentadoras para
las carnes de los habitantes semidesnudos y carentes de
ropa de lana, se hacen presentes y desaparecen en La Loma,
con intermitencias persistentes y fugaces, entre intervalos
de cuatro a nueve días. Manuel Nocopuyero, con sus cinco décadas y unos dos años más, en menos de un mes
ha envejecido como si de golpe se hubiesen acumulado
sobre su esquelética existencia, tres lustros consecutivos
más. Se le ha quitado el apetito y no duerme las horas
necesarias para recobrar las energías perdidas en las ar— 278
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liNLAS TIERRAS DE ENIN
duas faenas de la molienda, del carpido de las hierbas malas y amargas como sus penas que se enredan y enraizan,
cubriendo de dolor íntimo su corazón. La pérdida de sus
dos hijas, lo tiene crucificado entre la nostalgia y el pesar.
Y esc dolor, como una rata hambrienta, le roe el alma.
Contempla a su mujer, su abnegada mujer que le habla
cariñosamente, tratando de darle aliento para sobrellevar
la inquietante pesadumbre.
—Manuel, scrvite este café que yo lo he tostado y
molido, para que tomes cuando tú me lo pidas. Come
Manuel este asado que el charque está gordo y sabroso.
No te pongas así. .. que me da mucha pena —llorosamente habla a su marido y lo abraza de la cintura.
—¿Cuándo nos moriremos hija, para descansar? Ya
no quiero vivir. Quiero que tú me entierres al lado de
mis padres, allí debajo de ese árbol alto. ¿Ves hija? Allí,
allí mismo — sus ojos entristecidos parecen lagunas secas, en plena sequía de las que periódicamente convierten la tierra como piel enferma de sarna, grietosa, áspera
y endurecida. — Pero Manuel, recapacita; reflexiona que
sería injusto morir antes que su leal compañera.
—No pienses así.
—Tienes razón hija. Para eso soy hombre y debo
aguantar y tragarme las lágrimas. Debo sufrir en silencio. Para eso recibí de mi padre la herencia de su sangre,
resignada y callada como las aguas del río, la herencia
de sus nervios, fuertes como las raíces de nuestros árboles que nunca se quejan cuando el hacha los tumba. —
Desde su corazón brota este amargo decir:
Esclavo naciste.
Vive triste . . .
muere triste . . .
Pobre raíz torcida
del árbol que cayó
derrumbado por el viento.
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LUCIANO DURAN BOGER
Para mal de sus males, escuchan cantar aquella estrofa a su vecino patirrengo, encorvado e inválido que
sufrió la dolorosa tortura del cepo (dos listones de madera con agujeros, uno para las manos y el otro para los
pies) donde fue atirantado de manos y de pies, recibiendo
sobre sus glúteos cien azotes propinados por Rómulo, un
día en que aburrido no sabía con qué distraerse.
—Cállese mi compadre que su cantar nos hiere como
espinas clavadas en los ojos — la mujer de Manuel, ruega a Juan Salmón para que no siga cantando.
—Comadre: Déjeme cantar. Así me olvido que soy
una piltrafa, un añico de nervios y nada más que un montón de huesos inservibles.
La mayoría de los habitantes de La Loma, quieren
y respetan a Manuel, porque es un hombre que mira, observa y calla. Las confidencias, de las penas y desdichas
confiadas a él, jamás las divulga a nadie. Sabe callar cuando conviene hacerlo y rara vez da consejo, pero cuando
lo hace, nunca falla porque su orientación es certera. Se
adelanta a los hechos como si tuviera un poder y ojos
mágicos para penetrar en los arcanos del futuro. Allí donde se hace presente la desgracia, está listo para restañar
heridas, comedido y generoso para ayudar a los desdichados.
El ventarrón que sopla con intensas corrientes de aire
hiclificado, descarga toda su furia remolineante y destructora. Las endebles taperas o chozas donde se encuentran
refugiados los habitantes de La Loma, desde la techumbre hasta la cobertura de sus paredes entretejidas por
cañas huecas, son sacudidas por el impulso conmovedor
de los vientos que arremeten brutalmente haciendo crujir
las hojas, las ramas, gajos y los troncos de los arbustos
y de los arbolones seculares que contornean las orillas
del río y los que se empinan en islotes circunvecinos al
área de La Loma, totalmente cubierta por una impenetrable oscuridad, porque carece de alumbrado de petróleo
o eléctrico que debería estar al servicio de aquellos seres
humanos, carentes de los medios más elementales y propios de una existencia más o menos semicivilizada.
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liNLAS TIERRAS DE ENIN
Los pobladores de La Loma, tienen costumbre de sufrir la inclemencia y el embate aterrador de las tempestades, de las sequías y de las inundaciones que suelen presentarse periódicamente, pero esta vez, están atemorizados y tiemblan acongojados, ante el inesperado empuje
que hace volar los techos de sus habi(aciones raquíticas
y sin ninguna base consistente.
—¡Auxilio! ¡Auxilio! ¡Auxilio! — se escucha el grito
angustiado de las madres que abrazan a sus pequeños hijos que lloran temblorosos entre sus brazos entumecidos
y friolentos. Vuelve a repetirse el llamado anhelante que
va disminuyendo de intensidad y termina ahogado por
el estruendo que producen las enormes descargas eléctricas. Cunde el pánico entre la gente. No les queda otro
recurso.
¡Vida o Muerte!
Y con el vislumbre de los relámpagos, se orientan y
corren despavoridos hacia la casa de Rómulo.
Los amplios corredores de la residencia de aquel hombre "todopoderoso", están rebasando con el apiñamiento desordenado de la comunidad flagelada por la tormenta, desgarrada por los garfios invisibles del frío que ha
descendido —verticalmente— desde los 30 hasta los 10 ,
con transición brusca, sin ningún otro precedente, inigualable, hasta entonces.
—Silencio—
Hombres mujeres y niños se apretujan, se buscan unos
a otros, deseosos de acaparar calor. Todos ellos están desprovistos de frazadas, de mantas, de vestidos apropiados
para defenderse de la penetración de la humedad hielosa que cala —profundamente— hasta los huesos.
Nadie puede explicarse cómo ha logrado Manuel Nocopuyero, reunir un montón de gajos secos, ramas y hojas que comienzan a arder "milagrosamente", delante y
alrededor del aglomeramicnto humano que absorbe un
aliento de aire tibio. El viento se encarga de animar el
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LUCIANO DURAN BOGER
cuerpo de aquella hoguera que se extiende longitudinalmente sobre el corredor ancho y acogedor de la única
casa con cimientos de cascajo, con paredes de adobes
y techo de tejas.
Los rostros parecen figuras surgidas de un mundo
de alucinamientos ígneos. Brillan y se oscurecen. Los tintes violáceos y los rojizos se entremezclan y van surgiendo siluetas que solamente un pincel mágico sería capaz
de delinear y esbozar los gestos y las miradas atónitas,
las manos crispadas unas sobre otras, apretadas sobre los
pechos; los hombros encogidos ajustan convulsivamente
los cuellos, sosteniendo las agachadas caras y los cráneos
cubiertos por cabelleras desgreñadas.
La llovizna menuda y fría penetra hasta la médula
de aquel grupo humano que ha perdido el espíritu y sentido de solidaridad, bajo el desvanecimiento de la inanición y del sacudimiento tembloroso, acicateado por el aire
hielificado del ventarrón sureño.
—Mamá, ya no puedo más. Me muero de frío — expresa con voz debilitada un huesudo y tísico infante que
se arrebuja sobre el pecho de su madre que cubre la
cabeza de su hijo con sus brazos y sus manos temblequeantes.
Manuel no ha logrado que los elementos jóvenes de
aquel apiñamiento dramático, le ayuden en su tarea desesperante. Con agilidad sorprendente, esforzándose hasta el
límite de un impulso de alas, de un correr sin frenos;
con un desborde de voluntad torrencial, va y retorna con
sus manos y sus brazos repletos de materiales que son
arrojados violentamente al seno de las llamas. La mujer
de Manuel, en circunstancias en que trata de ayudar a
atizar los leños encendidos de la fogata, advierte que
Pedro Añez, anciano de 89 años de edad se encuentra
agonizando, confundido entre el conjunto, al lado de su
hijo único que, con gran esfuerzo lo llevó de rastras desde su choza destrozada por el ciclón, hasta el lugar donde
toda la gente hubo de refugiarse desesperadamente.
—¡Manuel, se está muriendo el viejito Añez!— grita
con amargura y llama con insistencia a su marido. Manuel,
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liN LAS TIERRAS DE ENIN
se aproxima al agonizante en instantes en que exhala el
último aliento. El hi jo del occiso llora y su lamento contagia pesar entre los circunstantes que se estremecen miedolentos y compungidos. El cadáver está rígido y su presencia proyecta una sensación que conmueve a todos, imprimiendo en sus nervios un sacudimiento de pavor, acentuado por el silencio y la penumbra que se hace cada vez
más intimidatoria, sobre todo, entre los adolescentes que
tratan inútilmente de borrar la visión espeluznante del
cuerpo sin vida y congelado.
—¡Mamá, tengo miedo! ¡El muerto me está agarrando! — vocifera nerviosamente un chiquillo de nueve años
que se siente acosado por él miedo.
—No es nada hijo. No te asustes que para eso estás
a mi lado — arguye su madre, dándole coraje. Las llamas
de la fogata se extinguen y entonces las tinieblas envuelven sombríamente a todo el conjunto friolento, de entre
los cuales muchos son los que hacen crujir su dentadura,
bajo el temblor producido por la bajísima temperatura
que crispa sus nervios. Nadie duerme y sin embargo, casi
todos se han olvidado del estiramiento final del extinto
Añez" que se quedó dormido para siempre . . . La furia del
ventarrón desatado, va cediendo y su fuga lenta, con avance amortiguado, permite un respiro animador ante el
desastre causado por su acometida brutal que destruyó y
echó abajo las viviendas de aquellos pobladores indigentes.
—Ya está amaneciendo — pronuncia esta frase alentadora, el que ha quedado sin padre.
—Ya vamos a ver la cara del día — le responde el
amigo que está a su lado, compañero de infancia.
Arriba, el amo de todos los desdichados, Rómulo (el
gran señor del desprecio, como lo calificó Antenor Toro
Diez al dialogar con Nicolás) desde el comienzo de! ciclón, estuvo feliz y tranquilo, especiando desde su atalaya
residencial el desarrollo del drama sufrido por los indefensos pobladores de La Loma. Cuando arreció el huracán
con sus corrientes gélidas, se dirigió con paso tranquilo
hacia la sombría habitación cuidada por el tigre encade— 283 —
LUCIANO DURAN BOGER
nado y donde habitan las infelices mujeres del harén que
es de su exclusiva propiedad. Después de dar al felino
su sabrosa troncha, abrió la puerta, penetró silenciosamente y extrayendo de su bolsillo un manojo de llaves,
desencadenó a una de las muchachas y previo aseguramiento del candado de la puerta, la condujo a su dormitorio.
Carmen, la bellísima muchacha cruceña que fue encerrada con su madre y sus dos hermanas, inmediatamente
que desembarcaron, ante la presencia de Valentín Nocopuyero •—que ha cumplido 17 años de edad— y ante la espectativa dramática de los esclavos de La Loma, muerde
y araña a su verdugo, le escupe la cara y lo maldice:
—¡Bestia blanca! — le muerde las manos y los brazos.
-—¡Cómo quisiera ser hombre para degollarte, para
destriparte, para hundirte los ojos y cavártelos y arrancarlos de cuajo y morderlos y estrujarlos y pisotearlos,
para cortarte las manos y arrancarte la lengua y dárse— 284
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liNLAS TIERRAS DE ENIN
lo ¡todo! a los perros hambrientos de La Loma. ¡Cómo
quisiera ser hombre, para arrancarte los testículos! —
exclama enloquecida.
—¡Bestia blanca! ¡Maldito seas! ¡Que el hombre joven de La Loma, con sus manos vengativas haga pedazos
tu cráneo; y con él se levanten todos los hombres de este
lugar para destruir y convertir en cenizas tu maldita guarida! — Carmen, enmudece de golpe y se desmaya.
Así, con estufa de sangre humana, con la grata tibieza de la carne fragante y olorosa a juventud, pasó las
horas de aquella noche tenebrosa. (Rómulo está feliz, nunca se sintió tan feliz, como en esos instantes).
—Oye bestezuela ¿es verdad que todas ustedes me
odian y quisieran verme muerto? — pregunta Rómulo a
la muchacha que la nombra con el número 27, porque le
ha quitado su nombre y su apellido a través de los meses
de encierro que ella, y sus compañeras de padecimientos,
viene sufriendo sin la más remota esperanza de libertad.
La pregunta tiene por respuesta el más profundo silencio.
—¡Habla! — Rómulo se levanta del lado de la joven
inmutable, insensible al dolor causado por la oscura prisión de largos y prolongados meses.
—¡Habla!— Rómulo, empuña un duro y nervudo látigo, construido con el nervio viril del toro destripado
por el toro negro, en la pelea singular de su estancia denominada "Roma", donde reside su colaborador Pedraza
(Ministro de Ganadería) que le regaló el mencionado látigo, en el día de su onomástico, con esta leyenda escrita
con la sangre del toro, sobre un papel amarillento:
El látigo es el símbolo de la esclavitud. Pero no olvide usted que la violencia — frente al hombre — engendra la violencia.
—¡Habla! — Rómulo, soba —suavemente— desde el
tronco a la punta, el duro y nervudo látigo. Se aproxima
a la muchacha del número 27 (bordado sobre su pecho
con hilos negros) y levanta el ñervo de toro —brúscamcnte— y azota las nalgas desnudas del cuerpo femenino
que está a su alcance.
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LUCIANO DURAN BOGER
—¡Bestia, no me azote! ¡Lo odiamos y quisiéramos
verlo muerto! — habla con desgarrada voz y llora. Le duelen sus glúteos. Se pone de pie y vuelve a escupirle la cara.
—Lo sabía. Pero me gusta oirlo de tu boca. Dicen que
el odio no es más que la máscara del amor —la empuja—
brúscamente y la tumba sobre el lecho.
—Por eso te perdono. Ahora, dame toda la ternura
que necesito. La mujer si no paga al hombre con caricias,
todo lo que le debe desde los tiempos más remotos, deja
de ser mujer, porque la verdad es que se inicia la primera
sociedad con la aproximación de dos seres que no pueden vivir uno sin el otro: el hombre y la mujer. El amo
es el hombre y la mujer su esclava. Ha sido la Naturaleza la que ha creado ciertos seres para dirigir y otros para
obedecer, ambos se asocian por el instinto de la conservación. Ha dispuesto que el ser dotado de razón y de prudencia, mande. Y el que por sus condiciones corporales
puede realizar los mandatos, obedezca. Y en esta segunda
sociedad buscan el amo y el esclavo su interés mutuo. ¿No
es así, hija? — Rómulo ha expresado conceptos socráticos
que los asimiló leyendo en su juventud, los libros que le
prestaba el párroco de la iglesia de su pueblo, hombre
liberal y librepensador.
—¿No es así, hija? — vuelve a repetir la pregunta y
entonces su esclava, mejor dicho: su prisionera, sin responderle, cambia de posición y se cubre la cara con sus
brazos. Rómulo al sentir frío, se acuesta al lado de la muchacha y después . . . se queda dormido hasta la hora en
que el primer cántico del gallo lo despierta. Se levanta y
se viste. Conduce a la mujer número 27, a la celda colectiva donde sus compañeras de desgracia duermen en un
apiñamiento y promiscuidad que les permite departir recíprocamente el calor de sus cuerpos, en aquellas horas
de enfriamiento invernal.
En la mañana, Rómulo reparte órdenes a sus explotados que obedecen sumisamente.
—¡A reconstruir sus chozas! ¡Pronto! ¡Animales en
dos patas! ¡No importa que el huracán hubiera pasado
por aquí rugiendo igual que una bestia troglodita. Para
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liNLAS TIERRAS DE ENIN
eso tienen ustedes manos, machetes y hachas, para reconstruir lo deshecho por las fuerzas ciegas de la Naturaleza. Trabajen que para eso tienen el alimento que me
cuesta adquirirlo a cambio de mis libras esterlinas. Tú
lo sabes — se dirige a Canciller.
—Sí, señor — Canciller afirma incondicionalmente el
argumento esgrimido por Rómulo, con avieza intención,
porque él sabe muy bien que el alimento que tragan y
digieren sus explotados, es producto del esfuerzo de sus
músculos, del trabajo agotador que realizan a sol y viento.
—¿Y qué es eso de allá? — fija su mirada en el cadáver del anciano que permanece insepulto, con la cara
expuesta a la intemperie, mirando al cielo con sus ojos
fríos, opacos y abiertos porque no hubo una mano que
los cerrase oportunamente. Nadie se atrevió a hacerlo
porque la presencia de Rómulo se interpuso, desde el instante en que sus órdenes fueron repartidas violentamente,
sin darles tiempo ni siquiera para servirse un frugal
desayuno.
—Es el cadáver de Pedro Añez. Se ve que el frío dio
fin con su existencia — responde Canciller, aproximándose al montón de "aquel pellejo convertido en arrugado
pergamino que la mano del tiempo, imprimió en él los
signos de la triste decrepitud, sin solvencia ante la imposibilidad de prolongar el vitalismo que vibra en las células de los seres jóvenes y maduros" — estas ideas escarban en la mente de Rómulo, agudo observador de la
vida y de las cosas.
—¿Lo hacemos enterrar, señor? — interroga Canciller.
—No seas tonto. Llévalo a la orilla del arroyo y regálaselo a "Chocolate" — se refiere al caimán. —Es la
mejor manera de dar utilidad a lo que ya no sirve para
nada.
—Está bien — Canciller, va y envuelve el cadáver en
una vieja colcha, con sus enormes agujeros. Con gesto
agriado, lo alza y lo transporta hasta la playa gredosa del
tranquilo arroyuelo donde el caimán parece que hubiese
olfateado el olor de la carne decrépita que hace algunas
horas dejó de palpitar. Emocionado, reza un Padrenuestro
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LUCIANO DURAN BOGER
encomendando a "Dios" el "espíritu" del que fue Pedro
Añez. Pero de súbito se hace presente Ambrosio Añcz. Se
interpone entre el piadoso y obediente servidor de Rómulo y con frase aguda, mitad protesta y mitad recriminación, echa en cara la falta de coraje con que debió oponerse al sacrilegio.
—¡El cadáver de mi padre, no pertenece a nadie. Lo
enterraré donde yo quiera!
—Está bien Ambrosio. No te enojes conmigo. Apúrate, antes que don Rómulo meta su trompa, porque entonces tú, yo y el cadáver, podemos servir de banquete
para el caimán hambriento.
Piadosamente, ambos miran el cadáver. Ambrosio, lo
alza cuidadosamente, lo echa sobre sus hombros y se da
prisa. Camina orillando la corriente rumorosa, donde la
figura dramática del que está mirando su tristeza en los
espejuelos movedizos de la dulce transparencia, de las
aguas que corren con la inefable expresión de una sonrisa femenina, le parece una irreverencia a su dolor. Ambrosio lleva en su mano derecha una pala limpia de moho
que reluce y destella a la luz opaca de aquella mañana
húmeda. Deja de contemplar la sonrisa mañanera del arroyo. Va mirando hacia abajo y le duele el corazón. Al observar el pedazo de fierro de la pala, retrotrae a su mente, los años de pujanza y vigorosa actividad del que fue
su padre, que con aquel instrumento, carpió y rozó, desde el amanecer enjoyado de rocío hasta la hora de la entristecida penumbra en que se confunden el día que agoniza con la presencia de las sombras de la noche. Con esa
pala, con el machete en mano, con el hacha, contribuyó
—durante muchos años— al enriquecimiento del amo que,
en el haber de su cuenta de contabilidad sin libros, registrada en la avara y engañosa memoria, la deuda de su
padre, en muchos miles de pesos, tendrá que pagarla como herencia de explotación y de injusticia sin nombre.
—Pagaré lo que injustamente debo, lo que no he comido y no he bebido — piensa Ambrosio. Sigue caminando como un autómata sonambulcsco. Abstraído en lo absoluto, no siente el peso de la vieja carroña que lleva sobre
— 288 --
liNLAS TIERRAS DE ENIN
sus hombros. Sus pies descalzos, van humedeciéndose con
el agua del arroyuelo. Se detiene en circunstancias de sentir que algo raro toca sus pantorrillas. Mira al costado y
observa que un perro flacuchento, con el arpa de sus costillas visibles, lame sus tobillos.
—Ah ¿eres tú? Acompáñame. Ya estamos cerca al
tajibo que da flores amarillas, donde mi padre, gustaba
sentarse y arrimado sobre su tronco, me contaba con palabra calmosa, los cuentos inolvidables de mi niñez —
avanza en curvada línea hacia la izquierda y el perro lo
sigue. Va olfateando hacia arriba. Camina y retrocede y
empieza a aullar quejumbrosamente.
—Ven Chico. No llores. El ha dejado de sufrir. En
cambio tú y yo tenemos para largo, allí en La Loma, hasta que nos volvamos viejos. Allí en La Loma . . . — enmudece, ante la visión fatídica del promontorio de los atropellos y de los crímenes que permanecen en la impunidad. El perro se ha quedado sentado sobre sus patas traseras, con el hocico levantado hacia el cielo y con intermitencias lo abre para lanzar su aullido conmovedor y
triste que termina arrancando un llanto y un gemido entrecortado de los ojos y la garganta de Ambrosio.
—Chico, ven. No llores. Ven sigúeme. — El animal.,
humanizado, al extremo de sentirse parte unitaria del pesar de su amo, mirando hacia abajo con la cola arrastrada, se acerca a él, toma la delantera y a unos cincuenta
metros más o menos, se detiene al :?ie del tronco del tajibo florido, con una alfombra de pétalos amarillos al contorno de su añoso cuerpo, redondo y grietoso, vertical, igual
que una columna dórica, se destaca solitario en el espacio
inconmensurable de la llanura verde. Muy próximo a aquel
monumento de raíces profundas que se sumergen en estío,
más y más, en busca de la humedad telúrica, para nutrirse y sobrevivir desafiando al tiempo, Ambrosio comienza
a cavar la tierra seca y dura. Cava y cava y el sudor copioso redondea muchas gotas que brotan de la frente del
hombre joven.
El atardecer se torna más sombrío. Ambrosio no descansa en su faena monótona y acesante. El golpear mo— 289 —
LUCIANO DURAN BOGER
nocorde de la pala que cava, ahonda en el corazón de Ambrosio una tristeza profunda que no tiene fondo . . . El
agujero que va abriéndose a lo largo, encuentra analogía
en la dilatación visual de las retinas de Ambrosio.
—Suficiente — se dice y arrastrando el cadáver que
está tendido sobre una frazada color violcta-oscuro, lo
lleva hasta el lado derecho del hoyo. Baja a la hondura
de él que le da hasta la altura de sus tetillas. Por último,
mete las manos a las piernas y a la cabeza del cuerpo
inerte; y, con esfuerzo recogido hacia su propio pecho,
baja los restos sagrados del que fue su padre. Después de
cerrarle los ojos, cubre la cabeza y el rostro con el único
pañuelo que sacó de su bolsillo rotoso. Sale del hoyo y
comienza a lanzar las paladas de tierra cascajosa y rojiza.
Aplana bien la tierra removida. Cubre aquel espacio con
grama verde, tratando de ocultar el sitio donde están los
huesos hundidos para siempre en la entraña de la tierra.
—Chico, ven. Vámonos — Ambrosio siente sed y un
cansancio de siglos. El perro no le hace caso y se acurruca sobre aquel sitio donde se hace el silencio y donde la
columna vegetal permanece insensible y hierático ante el
dolor humano. Cae la noche y cubre con su manto negro
la tristeza de vivir sobre La Loma.
—¿Y esto qué es? — pregunta Rómulo a Canciller que
trata de ocultar el folleto que lleva por título: LOS CRÍMENES DE LA LOMA. Lo sorprende en instantes de intranquilidad. Quiere ocultar el desenlace de la suerte que
ha corrido el cadáver reconquistado por Ambrosio.
—¡Ya! ¡Enséñame! — replica Rómulo.
—No es nada importante, señor — evade Canciller y
trata de esquivar el interés despertado (como la luz mañanera para un nocharniego somnolento en la curiosidad
— 290
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liNLAS TIERRAS DE ENIN
de los ojos de Rómulo que, se avivan ante la presencia
de cualquier folleto o libro. Es asiduo lcctor. Las horas
nocturnas que pasa en la atrincherada circunscripción territorial de su omnímoda prepotencia, siempre estuvieron
cubiertas por variados títulos de obras científicas y literarias, de textos de geografía universal. Proyecta viajes
imaginarios, leyendo páginas donde la descripción de las
costas océanicas, de golfos, de puertos, donde la vida de
los marinos resalta pintorescamente a bordo de navios
que van y vienen, cargados de esperanzas y saudades que
palpitan en la sangre de viajeros que se comprenden con
el lenguaje mudo, pero expresivo, de las miradas, entre
todos ellos, porque hablan idiomas diferentes.
Entonces, el monstruo de los crímenes horrendos que
hay en Rómulo, es un "ángel" deseoso de transmitir cariño, ternura, bondad infinita, como si el corazón de "Dios"
que solo existe para el, en esas horas tranquilas y espiritualizadas, negándolo después con actos de odio inhumano hacia su propia especie, como si el espíritu de su madre (todo dulzura y sacrificio para con sus hijos) se encárnese en el abismo ensangrentado de su inconsciencia
de bestia troglodita. Entonces, ve entre las hojas de los
libros, el lado bueno de la naturaleza del hombre. Y piensa en la vida de los poetas, de los músicos, en todos los
creadores de belleza en el Arte. Quiere y desea ser igual
que ellos. Pero a medida que su meditación surgida —por
ejemplo— bajo el influjo y la inspiración de un hermoso
poema, de una melodía que suele escuchar haciendo funcionar la vieja ortofónica que adquirió en aquella noche
inolvidable de la playa arenosa de Cuatro Ojos, a medida
que surge a flote de la inmersión profunda del misterioso
designio de su ser contradictorio que es crimen y bondad
idealizada c irrealizable, se mira en el espejo empañado
de su miserable existencia y se autorcconoce. Crispa sus
puños y se detesta, se repudia hasta conmover todo su
sistema nervioso. Y piensa: "Soy lo que soy y no puedo
ser lo que quisiera ser" —y agrega cínicamente:
En mis venas corre el veneno de todas las serpientes
mortíferas. Mi voluntad es igual al filo del acero del hacha
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LUCIANO DURAN BOGER
con que el carnicero hace pedazos los huesos de la res
que degüella en el matadero.
Despierta su impulso de curiosidad por el folleto que
trata de ocultarle su leal colaborador —Canciller— inquieto, atrapado por la maraña de preocupaciones.
—¡Entrégame ese folleto! O sino, ya sabes lo que te
espera — Rómulo, amenaza a Canciller.
Canciller, corre precipitadamente hacia el espacio verde de la pampa playera de La Loma. Y cuando está por
dirigirse al río, con la intención de lanzar al cauce de sus
aguas, el documento acusador de "Los crímenes de La
Loma" (escrito por el abogado Serafín) escucha el grito
amenazante:
—¡Trae acá, o si no te mato!
Tras la última palabra se escucha un disparo. El proyectil silba sobre los pies de Canciller. El miedo lo inmoviliza y no puede continuar hacia adelante. Su mirada se
fija en el folleto que está cubierto por una carátula de
papel negro, acartonado, con el titular que tiene el mismo
color de la sangre. Mira nuevamente el folleto y su imaginación enmarca la fisonomía de Serafín, a quien conoció un día que fue a Trinidad. Pero la verdad es otra. La
fisonomía que se hace presente ante los ojos de su culpabilidad, es la del sujeto que subrepticiamente llegó hasta él, una noche en que Rómulo recuperaba su sueño perdido, dilapidado en una farra en que bebió con él, hasta
horas avanzadas de la madrugada, precisamente, en la noche anterior a aquella en que Porfirio Martínez —de nacionalidad peruana— le entregó el folleto, recomendándole que no dijera su nombre, con la aviesa pillería de
convertirse en agente delator de todas las corrientes adversas a la conservación e inmunidad de la vida de Rómulo.
—Trae ese folleto. ¡Rápido, ya te he dicho! — subraya con acento violento.
—Aquí está, señor. No le de importancia. Es un cuento con trama tendenciosa. Es verdad que el protagonista
lleva su nombre. Pero de ninguna manera debe ser usted.
Ya lo verá. Léalo serenamente v se convencerá.
— 292
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liNLAS TIERRAS DE ENIN
—¿Y dónde está el que te entregó el folleto? — pregunta ansioso de dar con el origen subrepticio de la presencia del documento que comienza a leer con avidez indisimulada.
—Está en mi cuarto descansando, porque es un tipo
muy trabajador y que le será muy útil para trabajos más
peligrosos que puede confiarle, con la seguridad de obtener resultados beneficiosos para sus negocios clandestinos — Canciller con esta recomendación, quiere influenciar en Rómulo, para restar en alguna forma la actitud
vengativa que hará recaer sobre el hombre letrado que
es autor del folleto.
—Tráemelo rápido — manda Rómulo y no pierde un
segundo de tiempo. Sigue leyendo y menea la cabeza. Se
sonríe amenazadoramente. Y cuando llega a los capítulos
que delatan lo más "secreto" de los hechos conocidos por
él y Canciller, descarga su animadversión sobre el personaje que conoce y que, sin embargo hace público todo lo
que él creía que era ignorado por otros seres que nunca
pusieron la planta de sus pies, sobre sus dominios de La
Loma.
—¡Desgraciado! ¿Y cómo ha llegado a saber todo esto, el picapleitero de marras que me acusa en esta forma,
pintándome como a una bestia —tal como soy— sedienta
de sangre humana? ¡Canciller! — llama con voz desgarrada — ¡Tráeme a este tal!... — iba a decir: Serafín, pero
reflexiona rápidamente y cambia el nombre con el de
Porfirio Martínez. Canciller obedece y presuroso camina
a su cuarto; llega delante de él, despega el candado que
asegura la puerta cerrada y penetra cautelosamente, de
puntillas porque sabe que el sujeto a quien busca está
durmiendo, pues durante las horas de la noche ya transcurrida, no durmió temeroso de ser descubierto por alguien. Sufre delirio de persecución y el recuerdo de algunos hechos delictuosos, sobrecogen su espíritu de malhechor cobarde.
—¡Despierte, amigo. Venga por acá que lo necesitamos! — Porfirio se pone de pie y va con Canciller hasta
ponerse delante de Rómulo. Saluda compungido y se atra— 293 —
LUCIANO DURAN BOGER
ganta con su saliva. Rómulo inquiere con ansiedad, lodo
lo que Porfirio sabe de la vida de su acusador. Escucha
atento y sin pérdida de tiempo lo induce por el camino
de la venganza.
—Yo había pensado este plan — comienza a delinearlo con habilidad sorprendente que subyuga a Rómulo, al
extremo de merecer su aprobación con un apretón de mano sobre el cuello.
—Bien muchacho. Aquí está el veneno. Está bien graduado. Aquí están las libras que necesitas para la preparación del banquete que tienes que hacer servir en honor del doctor. Irás a su entierro. Lo acompañarás hasta
la última morada. Si sabes rezar, rézale a mi nombre.
Desde el cielo me mirará muy agradecido — habla entre
serio y broma — porque he acortado su camino evitándole los dolores de cabeza que proporcionan los litigantes
de causas injustas. ¿No es así Canciller? — pregunta en
tono sarcástico.
Porfirio Martínez, se siente satisfecho con la ubicación que acaba de encontrar. Pagado de su suerte, contempla la cara de Rómulo y comienza a quei-erlo como si
fuera su padre. Se dice para sí:
—De hoy en adelante tendré todo lo que necesito—
al salir de la sala amplia y amoblada, desde donde Rómulo imparte órdenes, después de despedirse ceremoniosamente de su "protector" — así lo conceptúa, respetuosamente — lleva la mano a su bolsillo y acaricia las libras
esterlinas con fruición. Las monedas aúreas, son para él:
un sueño anhelado, como es la libertad para los encarcelados, como debió ser para los encadenados remeros de
las galeras esclavistas en aquellos tiempos remotos en que
se compraba y vendía a los hombres. Piensa que puede
llegar a ser rico, sirviendo al pensamiento a Rómulo que
acaba de darle una muestra de desprendimiento. Con la
tercera parte del contenido deslumbrante de las libras, podrá adquirir todo lo indispensable para el banquete, donde él actuará como elegante anfitrión. Ya sabe a quién
habrá de sobornar para que le fabrique un discurso de
ofrecimiento con frases enaltecedoras a la inteligencia del
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liNLAS TIERRAS DE ENIN
flamante hombre de leyes, con palabras conceptuosas que
pongan de relieve el valor civil del representante de la
justicia. Porfirio se soba las manos y con la imaginación
se adelanta al festín, viéndose actuar sigilosamente, con
astucia de zorro, apto y ducho para cumplir la delicada
misión que Rómulo le ha confiado.
—Mucho cuidado con el veneno — le advierte Canciller.
—No se preocupe. Lo guardaré bien — penetra al
cuarto del nombrado y busca un envase apropiado para
depositar el polvo mortífero.
—¿No le parece que esta caja — se refiere a una que
alza de la mesa de Canciller — está a pedir de boca?
—Haga uso de ella — autoriza Canciller.
—Aquí tiene su parte — Porfirio alcanza a Canciller
un determinado número de libras esterlinas, pero éste rechaza, demostrando su indignación con el gesto de su cara.
—No faltaba más. Eso es de usted. No olvide que es
su primer sueldo. Ganará más, siempre que no le falle
el golpe. De lo contrario puede . . . — Canciller enmudece
encubriendo un posible final trágico para Porfirio que está jugando papel muy arriesgado. Porfirio vuelve a meter
el dinero a su bolsillo. Está soñando en despierto. No
puede disimular su contentamiento. Es la primera vez que
palpa aquel puñado de monedas cuyo contenido esencial
es de metal fino y codiciado por todo el mundo. Esa noche procura dormir, pero no puede. El insomnio se ha
apoderado de todo su sistema nervioso. Forja con su mente — calenturienta — un cúmulo de posibilidades miliunanochescas. "El oro". "El oro". "El oro" — repite la
frase ansioso de dormir, hasta que logra el narcótico natural cuando el tercer cántico del gallo se ha dejado escuchar entre la oscuridad de los contornos redondeados
del lugar donde se encuentra, acostado sobre un camastro
de vieja madera y de colchón hediondo a orines de gato
y de murciélagos.
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LUCIANO DURAN BOGER
-—Los demonios se le han metido al cuerpo. ¿Ves
cómo se pasea de un lado a otro? — Pedro Callaú, pasa
la voz a su compadre, al observar que Rómulo está caminando inquieto en el corredor de su altillo.
Húmeda está la sábana verde enjoyada de rocío del
enorme cuadrilátero que separa la casa solariega del tirano, con la montonera de chozas o taperas de los esclavos que trabajan para él. Canciller está delante de Rómulo, bajo la amenaza de sufrir la descarga de la furia concentrada de su amo. Recibe la dura crítica que está por
estallar en un hecho violento. El ingreso subrepticio de
Porfirio, agente portador del documento acusador, al territorio cercado a la redonda con alambres de púas, ha
producido una reacción de furor que hace crisis en el podes despótico de Rómulo.
—¿Por qué has permitido — dice Rómulo a Canciller
— el ingreso de aquel sujeto que ha traído el folleto con
que se me acusa como a un monstruo? ¡Responde imbécil!
—Yo no me explico cómo ha podido penetrar — responde Canciller — ¿Pero por qué se disgusta si usted lo
está premiando y le está proporcionando trabajo útil para sus fines de venganza contra el abogado que se ha permitido denigrarlo? Ni los perros le ladraron. Fue para mí
una gran sorpresa encontrarlo en mi habitación — responde Canciller sin titubear y con pleno dominio.
—Ante lo hecho no he tenido más que utilizarlo. Pero antes de entrevistarse conmigo debiste aplicarle la sanción que se merecía. ¡Porque a La Loma no penetra nadie! ¡Tú lo sabes!
—Lo sé, señor. Me desarmó con todo lo que me dijo
al presentárseme como una persona interesada y leal a
la causa de usted. Cuando lo amenazó, me respondió que
estaba resuelto a todo y que no le importaba la conservación de su vida. Es muy astuto. Anoche — por ejemplo — líjese bien usted — desapareció como si la tierra
se lo hubiera tragado. Es un lince y agilísimo como una
ardilla. Me contó que su especialidad — al vivir en Tri— 296
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EN LAS TIERRAS DE ENIN
nidad — es la de robar gallinas y matar los chanchos que
pasean por las calles, aprovechándolos en suculentos almuerzos que los hace preparar con sus amigas. Me ha
dicho que su promesa de vengarlo la cumplirá tal como
usted lo desea. Me juró que volverá trayendo el más brillante discurso fúnebre que pronunciará ante los restos
mortales del abogado. Como ve, Porfirio Martínez, es un
sujeto que le será muy útil. Conoce la manera de ser y de
sentir de los pobladores donde vive el abogado Serafín
Cañedo. Los informes que constantemente puede proporcionarle, le serán provechosos. Cualquier misión que le
encomiende, sabrá cumplirla con audacia y habilidad. Y
además . . .
—¡Basta ya! No me interesan las alabanzas que te
permites hacer a favor de tú protegido. Has dado lugar
a la violación del secreto de mis dominios. Por la falta
de vigilancia de tus colaboradores y tuya, te castigo con
un día de no comer absolutamente nada. Has preparar un
almuerzo con chancho al horno. Me lo servirás a la vista
de todos y tú estarás presente, sentado a mi lado, delante
de los platos y cubiertos y en vez de agua vas a tomar
salmuera. No probarás ni un solo bocado y ni una sola
copa de vino. ¡Has oído! — Rómulo amenaza airado a
Canciller.
—Está bien, señor. Mire usted cómo ha florecido la
hermosa planta japonesa. Esta flor tiene una virtud. En
las mañanas tiene un color rosado muy pálido, pero a
medida que avanzan las horas hacia el mediodía, sus pétalos van enrojeciéndose hasta convertirse en un canto de
juventud. Es algo maravilloso. Le hago notar este fenómeno, porque usted siempre demostró tener una sensibilidad de hombre culto y amante de los seres hermosos y
de las cosas bellas que ofrece la naturaleza a los ojos del
hombre, como un regalo a su condición de ser superior a
los animales irracionales. Y fíjese . . .
Canciller es interrumpido por una carcajada brutal
que lanza Rómulo, burlándose de su exposición. Sin embargo, Canciller ve en los ojos de su amo, una inquietud
que se contrapone con elocuencia visible a la actitud bur— 297
LUCIANO DURAN BOGER
lona del hombre que trata, en lodo instante, de ocultar sus
sentimientos de señorío y nobleza humana, por lodo ¡o
que significa sensibilidad estética.
—Está bien, Canciller. No permitas que nadie corte
esa planta. Cuídala bien. Solamente los picaflores podrán
acercarse a ella. ¿Has oído Canciller? Las flores y los pájaros, son estrellas que han bajado a la Tierra, para perfumar y alegrar la vida de los hombres que nacieron tristes —de todos los hombres— porque saben que han nacido para morir. ¡Cuida bien esa planta! ¿Has oído Canciller?
—Muy bien, señor — Canciller afirma su obediencia,
jubilosamente. Pero al bajar del altillo, escucha indignado, otra carcajada burlona, emitida por Rómulo, que se
prolonga y penetra como una puñalada hasta las fibras
más sensibles de su condición humana, estropeadas al máximo por los hechos de barbarie incalificables, que día
tras día le destrozan el alma. Canciller vuelve a contemplar la presencia de las flores de la planta japonesa que
impresiona su espíritu, como si escuchase un mensaje de
labios de una mujer joven que le habla invisiblemente,
dando aliento y fortaleza a su corazón romántico. La planta aquella que se interpone al salvajismo que aflora de ¡a
existencia de Rómulo, fue sembrada por él. Las semillas,
se las obsequió Antenor Toro Diez, diciéndole —lo recuerda bien—.
—Amigo, si estas semillas germinan la buena suerte
lo acompañará hasta en los momentos más difíciles —
Canciller, vuelve a escuchar la carcajada irónica y enloquecida de Pvómulo. Pero esta vez se trata de un alucinamiento, del eco lejano que vuelve a renovarse en su cerebro magullado por el dolor de vivir angustiado en el ámbito de la locura y la tragedia, que se vive en La Loma.
Canciller, sacude su cabeza y siente un cansancio y un
dolor global en su cabeza, que baja de las sienes hasta
la nuca.
—Me estoy volviendo loco — Canciller se da prisa
dirigiéndose a la choza de Hervecio, habilísimo porquero
que cuida la manada de cerdos de La Loma.
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liNLAS TIERRAS DE ENIN
—Hcrvccio, mata el chancho más gordo, prepáralo y
mételo al horno. Tienes que servir un almuerzo con el
mejor vino, al aire libre, con dos cubiertos. Manos a la
obra, no pierdas tiempo — escupe al suelo con asco.
—Un clianchito gordo / no está mal al mediodía /'/
Uvas pasas / aceitunas y unos huevos / / y entremedio muchas copas del buen vino / proporcionan alegrías. / / / / Filo es mi cuchillo. / Me gusta cortar tocino / porcino /'
chancho / cerdo / puerco, / todos ellos son lo mismo / si
el honrado mata a un pillo / y si un loco mala a un cuerdo. / / / / ¿No 1c parece compadre / que usted de todo
tiene un poco? — declama el porquero.
—Disculpe compadre que yo no me refiero a usted,
pero si usted se las toma, le aconsejo que si come en el
almuerzo, coma, coma, coma, pero poco — Hervacio, nunca tiene la boca cerrada. Le gusta hablar hasta por los
codos . . . — Cuando está delante de Rómulo, lanza ocurrencias, sabiendo que cada una de ellas le cuesta chicotazos y escupitajos del tirano. Pero no escarmienta y cada
vez que sufre el pago doloroso a sus bufonadas, termina
emborrachándose y canta entonces sus estrofas quejándose de su suerte. Les dice a sus compañeros de desgracia que él debió nacer en París.
—Allí he podido ser el hombre mas feliz de la tierra,
porque talento me sobra. En estos instantes estaría haciendo rcir a la gente más seria de los palacios donde se
come y se bebe como príncipe. ¡Viva la vida buena, compadre! — lanza una risotada de actor dramático-cómico
— En el almuerzo de hoy, no se olvide de levantar la copa,
brindando a mi salud — se dirige a Canciller que se encuentra sentado sobre un viejo tronco. Tiene la cabeza y
su cara reclinada y ajustada como acero de martillo sobre
su puño derecho. Está pensando en la terrible humillación que tiene que sufrir como castigo, por haber permitido el ingreso del pillastre Martínez que burló la vigilancia y logró penetrar a los dominios de La Loma.
—Por último, ¡qué me importa! — se dice y su voz
es escuchada por su compadre el porquero.
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