El Maestro de Sagres Capítulo 1. Paseo por el mar Sus pies desnudos se deslizaban despacio sobre la húmeda arena. Los tibios rayos de sol empezaban a colorear los acantilados. El agua reflejaba multitud de minúsculos espejos dorados que combatían entre sí por el espacio acuoso. Algunas gaviotas tempraneras revoloteaban sobre el cielo. Sus lejanos graznidos no llegaban a importunar la paz reinante en la playa. Jorge miraba la arena o dejaba perder la vista sobre la inmensidad del océano. Respiraba el salitre mientras una calma total reinaba en el ambiente. Había querido cambiar el mundo. El resultado, además de desalentador, había sido aterrador. Para él, andar era la mejor forma posible de relajarse. Se dejaba llevar por sus pasos. De vez en cuando, su vista se posaba sobre algún barco que se perdía mar adentro. Se entretenía en buscar una concha que llamara su atención. La retenía en una de sus manos hasta que llegaba a atisbar otra mejor o quizás más curiosa. Eligió Portugal ya que había aprendido portugués durante su estancia en Angola. Sagres era el punto más próximo al cabo de San Vicente. No le resultó complicado encontrar una pensión a buen precio. Su habitación contaba con una cama, una mesilla y un armario. Todo era mobiliario de los años setenta, que aportaba a la estancia un aspecto anacrónico. Por un costado de la habitación se accedía al baño. Contaba también con un generoso balcón a la calle principal y al puerto. La imagen del pueblo resultaba peculiar por la mezcolanza de una población de edad avanzada con el contraste del alegre ir y 11 Adrián López venir de jóvenes portando tablas de surf. Debido a la constante presencia de un viento que, casi siempre, soplaba con fuerza, Sagres se había convertido en un punto de encuentro de surfistas. Era septiembre, la temperatura agradable. Jorge miró al cielo. Las nubes formaban batallones inmensos que volaban despacio sobre su cabeza recordándole que el verano llegaba a su fin. A lo lejos, la mar pedía lamer la piedra sobre los acantilados esculpidos caprichosamente a cincel. El siseo incontestable del viento se esparcía entre las hojas de los escasos árboles y traía amargos recuerdos. Olvidar el pasado era una quimera. Las imágenes le perseguían una y otra vez. Le abordaban en cualquier circunstancia y no le daban respiro. Eran punzadas calientes que mordían la carne. Se sentía cansado y sin fuerzas. Aquellos ojos oscuros estaban ahí, una vez más. Jorge paró un instante y buscó al sol en el horizonte. Se encontraba ya a media altura y emanaba calor con cierta intensidad. Se frotó la cara con ambas manos y suspiró profundamente. Para su regocijo, la playa continuaba desierta. Tras su vuelta de Angola y regreso a Vitoria, había aceptado gustoso el respaldo de sus padres y sus amigos. Al principio, la compañía le resultó beneficiosa y, en cierto modo, reparadora. Sus palabras de consuelo le reconfortaron en parte. Todos los días daba largos paseos. Su ciudad continuaba exultante. Sus limpias calles adornadas con bellas fachadas conformaban una estampa casi aséptica. Encontró retazos de colores que le trajeron recuerdos de infancia y, en ocasiones, él sonrió débilmente. Pero la herida seguía abierta y no cicatrizaba. Volver al entorno familiar había sido un pequeño bálsamo pero, poco a poco, se difuminó hasta perecer. El entorno cercano pudo apreciar el paulatino cambio en su estado de ánimo. 12 El Maestro de Sagres Con el corazón desgajado por mil historias crueles, no supo amoldarse a un mundo sujeto a otras reglas y ajeno, totalmente, al oscuro derrotero de un tercer mundo carente de interés. Por propia voluntad, sus salidas terminaron siendo solitarias. Buscaba la soledad para evitar ser diana de los ojos, cada vez más preocupados, de su entorno. Normalmente culminaba sus salidas en la plaza de La Virgen Blanca. A veces ocupaba una mesa de alguna de las terrazas o se dirigía al mirador de la iglesia. Le gustaba contemplar la vida de su ciudad. Riadas de gente enfrascada en su teléfono móvil o con bolsas de compras, estudiantes, ejecutivos, comerciales, amas de casa… Componían, todos los días, las mismas escenas pero con distintos rostros. Cogió una piedra y la tiró al agua. En seguida perdió su rastro pero su mirada continuó en el punto exacto donde se sumergió. Suspiró. Y suspiró, otra vez, con más fuerza. No podía llorar aunque lo desease intensamente para poder desahogarse. Miró a ambos lados y agradeció su soledad. Detuvo su paseo y echó la vista atrás. Buscó su estela y observó divertido como sus huellas habían desaparecido porque la mar las había lamido silenciosamente. Volvió a suspirar y su boca expresó una mueca agridulce —si fuera tan fácil— acertó a decir en voz baja, casi para sí. Pero el pasado inquebrantable le acompañaba muy a su pesar. Giró sobre si mismo y deshizo lo andado. Era tarde y estaba anocheciendo. 13 Adrián López Capítulo 2. El Encuentro El sopor de la mañana levantó a Jorge. Abrió las ventanas aún somnoliento para sentir la brizna de brisa marina. El cielo se sostenía con un suave azul celeste y carente de nubes. Se vistió y cogió su libro. Bajó las escaleras a toda prisa y sorprendió a la desconcertada patrona que estaba preparando el desayuno. Declinó su invitación y le comentó que tomaría café en un bar. La calle permanecía medio desierta, con el único transitar de alguna anciana y el correteo revoltoso de un perrito. Jorge apreciaba sobremanera el silencio del pueblo a primera hora de la mañana. Más tarde las calles se llenarían de niños, turistas y surferos. Nunca le gustó que invadiesen su intimidad pero su condición de turista eventual le permitía pasar desapercibido entre tanto extranjero. Parecía que sus habitantes estuviesen inmunizados ante la avalancha de forasteros del verano. Seguían con sus rutinas sabedores que ese jolgorio seria pasajero. Hasta el verano siguiente. Se sentó en una terraza que daba a una pequeña plaza. Mientras saboreaba un café largo y espeso, dejó pasar el tiempo. Apareció por una calle una cuadrilla de críos. Se afanaban, con unos palos, en golpear una pelota. Jorge sonrió con deleite. Aquel mundo era ya lejano y de él, apenas quedaban rescoldos. Allí no existían la malicia, la crueldad o la frustración. La realidad era menos prometedora. Sintió un regusto amargo con aquellos pensamientos. Tocó con los dedos la mesa de la terraza y volvió a beber. 14 El Maestro de Sagres Por las tardes, después de clase, se quedaba en el patio del colegio para jugar. Apenas conocía entonces la palabra aburrimiento. Las caras de sus compañeros de aventuras se habían borrado de su mente pero recordaba claramente el sonido de la campana que anunciaba el fin de las clases y que era la puerta abierta para sus alocadas correrías. Su mente viajó a un lugar de infancia, de campos extensos de cereales que le conferían un color tostado en aquellos días de vacaciones. Contaba con un puñado de casas que convergían entorno a una iglesia. Un lugar ideal para las correrías de unos niños que se juntaban por decenas durante el verano. Hacían despertar de su letargo a este lugar tan desolado durante el resto del año. Cada día se completaba con persecuciones imaginarias de indios y vaqueros o policías y ladrones, donde él se convertía en el protagonista absoluto. Una de sus aficiones favoritas era meterse en el gallinero en busca de huevos. Los miraba y los acariciaba, para después, con sumo cuidado, dejarlos en el mismo sitio. Jorge seguía observando las evoluciones de los chiquillos mientras sus dedos tamborileaban la mesa. Dio otro trago al café y su boca deslizó una débil sonrisa. Los chicos seguían enfrascados en golpear la pelota de aquí para allá. De una de las calles surgió una madre con su hija. Uno de los niños dejó de perseguir la pelota y durante breves instantes no dejó de mirar a la niña. Jorge se percató del incidente y, otra vez, volvió a sonreír. Su pueblo de la infancia contaba con otras tantas casas abandonadas, muchas de las cuales estaban semiderruidas. Eran escenarios ideales para jugar al escondite o a las emboscadas. Allí mismo, con algo más de edad, descubrió su primer beso. Se fijó en un niño moreno y alto. Cruzó su mirada con él. Un escalofrío recorrió su espalda. En su mente, unos ojos moribundos 15 Adrián López reclamaban su atención una vez más. Su rostro se ensombreció. Tomó el último trago y su mirada se perdió en el infinito. Se levantó para continuar su paseo. Abrigado por murallones pétreos que conformaban los acantilados, el puerto se disponía apacible sobre un entrante del relieve escarpado. Los barcos se mantenían serenos, en filas, con un ligerísimo bamboleo. Las redes formaban alfombras sobre el suelo. Allí se apreciaba con mayor intensidad el olor a salitre y pescado. Algunas cajas rotas se disponían aleatoriamente cerca de los embarcaderos. Unas señoras, sentadas cerca de la pared de una casa, remendaban una red al cobijo de una buena sombra. Al ver a Jorge, las tres señoras rumorearon entre sí mientras sus miradas le buscaban discretamente. Él pasó de largo con un saludo en portugués. Dirigió sus pasos hacia un espolón con la intención de contemplar mar abierto. Sobre una enorme roca se sentó y empezó a leer. Tuvo que sujetar las hojas con decisión debido a que empezó a correr un aire que agradeció profundamente. Pasado un rato de buena lectura se levantó para estirar las piernas. Ante su vista, se representaba el lienzo pintado de un mar en calma con pequeñas olas. El perfil de los acantilados se descubría a su izquierda. Eran grandes murallas esculpidas por la inmensa y contundente fuerza del aire y de la mar. Sus paredes reflejaban un color ocre que resultaba impresionante. Miró hacia atrás, hacia el puerto, y descubrió que no estaba solo. A una docena de pasos sus ojos descubrieron la figura de un anciano. Era muy grande. Vestía un traje blanco de lino y estaba leyendo un libro. Su pelo medio largo y entrecano danzaba a merced del viento. Permanecía estático e inmerso en la lectura. De regreso al pueblo pasó junto a él sin decir nada pero sus ojos se cruzaron fugazmente y se intercambiaron un lacónico saludo. Le había impresionado su porte distinguido. 16 El Maestro de Sagres Tras la acostumbrada siesta, se montó en el coche y se dirigió a la fortaleza. Paró en una de las playas. Bajó por la pendiente que encaminaba a la arena. El viento se mantenía constante en forma de brisa. Se descalzó con parsimonia. Le encantaba sentir la arena como una caricia fresca. El final de la playa descansaba a los pies de un colosal muro de piedra de varias decenas de altura. Al llegar allí dio media vuelta para volver sobre sus propios pasos. El cielo fluctuaba en un azul cada vez más intenso y el sol se disponía sobre mitad de firmamento. A lo lejos se distinguían dos personas más que habían arribado a la playa. Una de ellas llevaba un perro y se entretenía en lanzarle cosas al mar. La otra que andaba también cerca de la orilla, se dirigía hacia él con paso lento. Según se iban aproximando comprobó que se trataba del misterioso anciano. Ya en la cercanía ambos se miraron y se sonrieron. Los ojos de aquel hombre formaban una línea interrumpida por una profunda y escabrosa nariz. Su mirada era inquieta y parecía mostrar una inocencia inmutable a pesar de su avanzada edad. Su boca era carnosa y palpitante y sus comisuras mostraban finas arrugas que parecían las marcas originadas por multitud de sonrisas. Jorge no pudo reprimir su curiosidad y le saludó. —Hola. Le contestó en español pero con acento portugués y sin parar de sonreír. Su voz era áspera y ronca. El joven se percató del detalle pero no dijo nada. —Me resulta extraño ver a un joven como tú sin una de esas dichosas tablas de Surf. —No, eso no va conmigo. —¿Y qué va contigo? —Pues… No sé. Imagino que leer, pasear… —Todo un hombre de acción. 17 Adrián López Se produjo un breve silencio. —Y, ¿Qué hace este hombre misterioso en la playa? Comento el viejo con voz socarrona. —Por ahora esconderme—. Tras una breve pausa, dijo—: Creo que huir un poco de mi familia. —¿Una familia difícil? —Un poco. Mi relación con mi padre no es muy buena—. Jorge calló. Jamás se imaginó hablando de su familia con un desconocido. Pero curiosamente, era tan fácil. —¿Y con tu madre? —Con ella muy bien. Estudió una carrera, magisterio. Pero nunca llegó a ejercer. —Porque se casó. Terminó la frase el viejo. —Sí, por eso— Tras una pausa añadió— ¿Le parece un topicazo? —La verdad, esperaba que dijeras que tu madre había estudiado piano… Tras un breve silencio ambos se echaron a reír. —¿Y tú?, ¿Qué haces en la vida? A parte de pasear o esconderte. —Yo seguí los pasos de mi abuelo y estudié medicina. —Y ahora eres un importante doctor, con su consulta y todo eso. —Pues no—. Contestó Jorge con una sonrisa cómplice—. Jamás he tenido una consulta, ni he trabajado en un famoso hospital, ni nada de lo que se pueda imaginar. Cuando terminé la carrera me enrolé en una ONG y hasta ahora. Para mi el dinero no es lo más importante. El viejo abrió la boca para soltar una gran carcajada que rompió la paz de la playa. —Perdona. Perdóname, de verdad—. Dijo mientras terminaba de reír—. No es por ti, pero considero que las personas 18 El Maestro de Sagres que creen que el dinero no es importante son aquellas a las que jamás les ha faltado. Jorge se sintió como un verdadero estúpido. El viejo, conciliador, le cogió del brazo y le animó a continuar el paseo. Siguieron caminando a lo largo de la playa. Su conversación, más banal pero amena, se centró en la vida tranquila y rutinaria de los pueblos de aquella zona. Cerca de la salida de la playa el viejo se detuvo, y con gesto serio pregunto: —En serio, ¿De qué te escondes? —No lo sé. Creo que estoy perdido. El viejo, con gesto de negación, inició el ascenso de la rampa. A mitad de la cuesta se detuvo. —Estás de suerte. Este es el mejor lugar para que encuentres el Norte. —¿Qué quiere decir? —¿No te das cuenta? Mira a tu alrededor—. Comentó abriendo los brazos— ¡Sólo estas tú y la arena! Jorge se quedó allí plantado, sin entender, sin saber qué contestar. Viendo como el viejo subía por la pendiente. Tras unos cortos pasos, éste se volvió. —Quizás siempre viviste pensando en el futuro. Y se alejó sin esperar respuesta. Pasaron unos minutos en los que Jorge le miraba alejarse. Estaba un tanto desconcertado. —¡Me llamo Jorge! Gritó, sin la certeza de que el viejo le hubiese oído. 19 Adrián López Capítulo 3. Los planes de la vida Las gotas resbalaban por los cristales. Formaban pequeños afluentes que descansaban en el lecho del borde de la ventana. Caían de forma copiosa y apenas dejaban entrever el cielo plomizo. En la habitación sólo se escuchaba el repiqueteo incesante de la lluvia. Jorge, sentado en la cama, miraba la ventana sin descanso. Su rostro permanecía serio. Las enigmáticas palabras retumbaban en su cabeza una y otra vez: «viviste pensando en el futuro». Chasqueó la lengua y su boca reflejó un gesto de disgusto. Estaba incómodo. Se revolvió en su asiento y apretó los puños. Su rostro mostró un rictus de amargura. Aquel viejo tenía razón. No disfrutaba del presente porque sentía miedo. Un miedo que le atenazaba y que le rugía por dentro hasta quemarle las entrañas. Se reconocía como un barco con las velas rotas. En su corazón anidaba un gran vacío. Era víctima de sus propias inseguridades. Jorge asintió con la cabeza. Tenía un verdadero terror al futuro. No sabía cómo afrontarlo. Había perdido el interés por todo. Tenía que empezar de nuevo pero no sabía cómo. No vivía el presente porque sólo pensaba en su futuro. Él siempre había sido un chico impetuoso, nunca le importaron los obstáculos que iban surgiendo, había afrontado los nuevos retos con valentía, había destacado por su liderazgo natural. Siempre fue un amante de las causas perdidas. En su infancia, fue indio antes que vaquero. Sin embargo ahora parecía una triste sombra de lo que fue. 20 El Maestro de Sagres Se llevó las manos al rostro con desesperación. Un sentimiento profundo de soledad le embargaba. Miró a su lado derecho. Allí, posada contra la pared, estaba la fotografía de sus padres con su hermana María y su hermano Germán. Sus ojos se dirigieron un poco más abajo, hacia la mesilla. No había nada. Se mordió los labios. En su infancia, cuando estaba triste o enfermo, su hermana sabía cómo consolarle. Por las mañanas, al despertarse, Jorge se encontraba con un regalito o unas simples chucherías. Ella le trató siempre como si fuese un cachorrito desvalido. Siempre se preocupó de que fuese bien abrigado al colegio, que no se olvidara del almuerzo o que se tapara bien por las noches. Sonrió tenuemente. Recordó un día en el que llegó a casa y se encontró a María en su cuarto. Lloraba con una carta entre sus manos. Era una carta del Ministerio de Defensa. —Ay cariño, que ya tienes edad para ir a la guerra y te maten. Ambos se abrazaron. Trató de consolarla pero ella sollozó largamente. Jorge le acarició el pelo y le susurró palabras tranquilizadoras. Ella paró de llorar y estuvieron abrazados durante largo tiempo. Jorge no tuvo que cumplir el servicio militar porque el año anterior a su graduación lo suprimieron. Sus ojos se posaron de nuevo en la fotografía de su familia. Buscó apoyo en su hermano Germán. Ambos eran muy parecidos. Siempre profesó una secreta admiración por su hermano. Había aprendido muchas cosas de él. Desde atarse los cordones, jugar al balón o poner harina en las curvas del excalestric para que los coches derrapasen con un fabuloso efecto «nieve»... Le enseñó a hacer esquemas y resúmenes. Le inculcó una rutina de estudio. En cierto modo era como un padre para él. Volvió el rostro hacia la ventana. La tormenta no amainaba. Les echaba de menos pero era mejor así. Sentía que ese camino debía recorrerlo solo. No sabía explicar el por qué de 21 Adrián López su decisión pero ya no había vuelta atrás. Llegaría hasta el final independientemente de las consecuencias. Se levantó y se dirigió hacia la cristalera. Las calles permanecían sin gente. Respiró con calma. Necesitaba esa calma por encima de todo. Y recordó lo diferente que era todo en Madrid. Guardaba un buen recuerdo, por la vida independiente que empezó a fraguar allí. Su primera impresión de aquella ciudad fue un tanto desalentadora. Se encontró con una gran urbe donde le costó adaptarse debido a su devenir frenético. Él provenía de una pequeña ciudad donde la vida era más tranquila y apacible. Los primeros meses, desde la habitación de la residencia de estudiantes, observaba el paisaje gris. Echaba de menos los parques, el silencio, las casas bajas, el aire puro… Tardó un tiempo, pero se acostumbró al pulso acelerado de esa vida tan distinta. El segundo año, alquiló un piso junto a otros tres compañeros de la residencia. Habían decidido coger “el toro por los cuernos” y saborear, desde el principio, su recién estrenada independencia. Empezó a descubrir la ciudad desde otro punto de vista. Se inundó de su vida nocturna pero jamás descuidó sus estudios. Volvió a sentarse en la cama. La imagen fugaz de Vero había atravesado su mente. Le invitaron a una fiesta. Fue Rodrigo, su mejor amigo y confidente, quien le comentó que había una fiesta de inauguración en un piso. Tras la puerta de acceso a la vivienda, Jorge se encontró un piso atestado de gente desconocida en su mayor parte. Todo lo tenía estudiado. Con decisión y arrojo se dirigió hacia una gran mesa repleta de botellas y se sirvió alcohol en dosis reducidas. Desde allí tenía una buena panorámica de toda la sala. Los efluvios etílicos pronto hicieron efecto. Empezó a dejarse a llevar por la música. Parapetado casi en una esquina, 22 El Maestro de Sagres cerró los ojos, de vez en cuando, para sentir los acordes de la batería, el rítmico balanceo del bajo o la voz del cantante que le impulsaba a mover las piernas. Estaba en su propia isla desde donde podía atisbar las alegres evoluciones de la gente que estaba totalmente entregada a la fiesta. Y entonces surgió lo impensable: los ojos verdes de una chica no dejaban de observarlo. Ella se decantó por una sonrisa y él le correspondió con otra, corta pero intensa. Él la veía con ojos de felina por una mirada que se le antojaba salvaje y tremendamente excitante. Entre sorbo y sorbo su curiosidad era superior a su propia timidez y no dejaba de mirarla. Como Jorge estaba cerca de la mesa de bebidas, ella se aproximó hacia él, con la excusa de tomar algo. Su cercanía física no le amedrentó. Casi sin darse cuenta empezó a hablar con ella. Se llamaba Vero y estudiaba 1º de Enfermería. Le dijo que era de Badajoz y ambos se rieron por sus diferentes acentos. Y la noche pasó con ella. Se contaron todos sus gustos, aficiones y opiniones sobre Madrid. Hasta que ella le agarró de la mano y le dijo que la siguiese. Jorge, solícito, no se negó en absoluto aunque estaba preso de una creciente excitación. Se encerraron juntos en el servicio. Allí probó el sabor de sus labios, el roce constante sobre su entrepierna a punto de estallar, el tacto de sus senos, la humedad de la lengua de ella sobre su piel. Sobre un lavabo supo del juego fascinante del sexo con una mujer que apenas conocía. Jorge se excitó muchísimo, como nunca antes con otras mujeres. Era como si se entendieran a la perfección, como si ambos se tocasen las teclas perfectas para que ambos disfrutaran. Se vieron muchas veces más hasta que ella lo dejó. Nunca supo el por qué. Fue una rotunda y amarga despedida que se plasmó, cuando ella dejó de verle, sin más explicaciones. 23 Adrián López Al principio esperaba encontrarla con la remota esperanza de reiniciar su relación. Tuvo otros escarceos pero se limitaban a encuentros puramente sexuales porque Jorge se negaba rotundamente a volver a enamorarse. La tormenta parecía amainar. El repiqueteo monocorde empezaba a disminuir en frecuencia. Su rostro marcó un débil gesto de asombro. En su vida anterior hubo momentos en que sus planes cambiaron el ritmo de los acontecimientos. Estaba en cuarto de carrera. Rodrigo llamó a su puerta. Le llamaban por teléfono, era su madre. Cuando cogió el auricular notó preocupación en su voz. Le comunicaba malas noticias. Su abuelo estaba ingresado por un problema pulmonar. Su madre le dijo que, en principio, no era nada grave. Le instó a que siguiera con las clases. Jorge comentó que tenía un examen en una semana y que, en cuanto lo hiciera, iría para allá. Volvió a su cuarto y siguió estudiando. Todo parecía transcurrir con normalidad. Tras el examen, regresó a casa con cara de satisfacción pero su rostro cambió radicalmente cuando Rodrigo le comunicó el fallecimiento de su abuelo. Le costó superar el golpe porque sentía unos terribles remordimientos. En su funeral permaneció mudo y muy serio. Pasaron las semanas y sus compañeros le comunicaron que habían salido las notas del examen. Transcurrieron bastantes días hasta que Jorge fue a comprobar su nota. Había sacado notable pero permaneció impasible, sin un ápice de felicidad en su comportamiento. Si por él fuese, no lo hubiese hecho para poder despedirse de su abuelo. Había cesado la lluvia. Jorge bajó las escaleras. No se cruzó con nadie. Se dirigió al coche con aire ausente. Necesitaba airearse. Había tomado la decisión de conducir hacia ninguna parte. Le relajaba. Se sentó en el asiento y se rió. Aquel coche también tenía historia. Arrancó el coche y recordó. 24 El Maestro de Sagres Era el verano de quinto curso. Jorge sentía grandes deseos de comprarse un coche de segunda mano. Trazó un plan. Ese verano trabajaría en cualquier sitio durante tres meses para recaudar el suficiente dinero. No quería pedir dinero a sus padres porque le estaban costeando sus estudios. Consiguió meterse como barman en un bar de copas de Vitoria. En seguida se hizo con el trabajo. Desde su puesto podía otear la presencia de chicas bonitas. Algo de partido sacó de ello. Transcurrieron los días de forma apacible. Un día le visitó su amigo Gorka. Estaban ideando sus vacaciones. Le propusieron irse con ellos a una isla griega llamada Mikonos. Él declinó su invitación. No dejaría su trabajo por nada del mundo. Ya había echado un vistazo a un concesionario y tenía localizado el utilitario que quería. Sabía su precio y había calculado la cantidad que necesitaba ahorrar cada mes. Llegó agosto con sus fiestas. Sus amigos ya estaban en Grecia. Se le hizo cuesta arriba. Llegaba agotado a casa y no disponía de amistades. Sintió la soledad pero no desesperó. Su meta ya estaba cada vez más cerca. Finalizó su trabajo con el suficiente dinero para comprarse el coche. La mañana que se disponía a ir al concesionario su padre le comentó la venta de un coche. Era de un amigo suyo. Jorge no se lo podía creer. Era mejor que el del concesionario y mucho más barato. Aceptó ir a verlo y se quedó enamorado de él. Lo compró. De vuelta a casa su padre no paraba de felicitarlo por su buena compra. Jorge no habló mucho del tema y, muchas veces, se limitó a asentir con la cabeza. Su cabeza no dejaba de pensar que había amasado el suficiente dinero como para comprar el coche y haber ido a Grecia. Jorge conducía sin prisa. Había bajado parte de la ventanilla para sentir el aire. Circuló hacia Faro. Aparcó cerca del puerto. Empezó a caminar sin destino alguno. Observó los puestos 25 Adrián López ambulantes. Se dirigió a una terraza y pidió café. Miró al gentío sin interés. El café era fuerte y contundente. Dejaba en la boca un regusto amargo que le entusiasmó. Hubo otra situación en su vida donde siguió a rajatabla su proyecto de futuro. Ya al final de la carrera, una noche, conoció a una chica que se llamaba Gema. Era preciosa. Tenía la mirada cristalina por unos grandes ojos azules y sus carnosos labios no dejaban de mostrar cálidas sonrisas. Ella se comportó como una buena conversadora y coincidieron en el mismo gusto por la lectura. Jorge la observó sin decir nada. Ya le habían aceptado en un proyecto de final de carrera en Angola. Su sueño era estar allí dos años. Fugazmente ella le miró con deseo y él lo apreció. Sin embargo la repentina visión de un cambio de planes trastocó tan idílica situación. No sintió deseos de pasar con ella la noche. Tuvo miedo de volver a enamorarse. Se despidió de ella cortésmente y no miró para atrás. Aunque habían pasado varios años siempre pensó en esa chica y en lo que pudo haber surgido. 26 El Maestro de Sagres Capítulo 4. El reencuentro. Le sorprendió un agitado viento que le hizo ponerse su chaqueta. Había puestos ambulantes que ofrecían a los turistas souvenires y ropa de abrigo para combatir la baja temperatura. El faro de Cabo San Vicente se encontraba cercano a un recinto amurallado sin gran interés. Era una construcción relativamente moderna y que debía de pertenecer al ejército portugués. Contempló el majestuoso aspecto que se ofrecía desde allí. La construcción se disponía en el mismo borde de un acantilado con decenas de metros de profundidad. Hacia los lados se volvía a contemplar el relieve esculpido sobre la roca que daba lugar a los muros formidables que conformaban los acantilados. Tras deleitarse por un rato con el imponente paisaje se sentó en una roca de cara al mar para contemplar las evoluciones de un sol que empezaba a decaer. Jorge notó una mano sobre su hombro y una voz conocida le dijo: —Es encantador este sitio, ¿verdad? Se volvió y reconoció las facciones del anciano. —¿Puedo sentarme contigo? Preguntó el anciano. —Naturalmente. En realidad estaba encantando de verlo de nuevo. —A mi también me gusta venir aquí a ver las puestas de sol. Vengo dando un paseo desde el pueblo. —Uff—. Dijo Jorge asombrado por una distancia que había recorrido el anciano, de al menos, cinco kilómetros—. He venido en coche. Ah, me llamo Jorge— Y extendió su mano. 27 Adrián López —Sí, sí, ya me acuerdo. Yo Manuel. Contestó con una sonrisa en los labios. En esos momentos sonaron los reiterativos acordes del móvil de Jorge. Lo sacó del bolsillo y, tras comprobar quién lo llamaba lo apagó, con un largo suspiro. —Vaya con esos cacharros del infierno. Dijo Manuel. —Tienes razón, se supone que te dan más libertad de movimientos cuando en realidad te los limitan. —Estoy contigo. Afirmó el viejo. —Y cada vez más modernos y complicados. Jorge desvió la mirada unos segundos y se rascó la barbilla. —Ya, ya. Contestó el viejo y aspiró de su pipa. Tengo un amigo que es un loco de la tecnología. Siempre anda comprando lo más moderno. —¿Y qué hace con lo que tiene ya? —Supongo que lo guarda. —Debe de ser muy rico. —Pues no. Entonces, hijo, no entiendo nada de nada, ¡Vaya locura! Levantó ambos brazos hacia el cielo, Jorge sonreía débilmente. Después de unos segundos el viejo continuó. —Ese amigo tuyo me recuerda a los niños chicos. Se entusiasman con los juguetes nuevos y, a los pocos días, se cansan de ellos. —Algo parecido. Acertó a decir. Se produjo un breve silencio como si ambos estuvieran rumiando el intercambio de impresiones. Manuel sentenció rotundo mientras sus ojos se perdían entre el lejano oleaje: 28