Sus pies desnudos se deslizaban despacio sobre la

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El Maestro de Sagres
Capítulo 1. Paseo por el mar
Sus pies desnudos se deslizaban despacio sobre la húmeda
arena. Los tibios rayos de sol empezaban a colorear los acantilados.
El agua reflejaba multitud de minúsculos espejos dorados que
combatían entre sí por el espacio acuoso. Algunas gaviotas
tempraneras revoloteaban sobre el cielo. Sus lejanos graznidos no
llegaban a importunar la paz reinante en la playa. Jorge miraba
la arena o dejaba perder la vista sobre la inmensidad del océano.
Respiraba el salitre mientras una calma total reinaba en
el ambiente. Había querido cambiar el mundo. El resultado,
además de desalentador, había sido aterrador.
Para él, andar era la mejor forma posible de relajarse. Se
dejaba llevar por sus pasos. De vez en cuando, su vista se posaba
sobre algún barco que se perdía mar adentro. Se entretenía en
buscar una concha que llamara su atención. La retenía en una
de sus manos hasta que llegaba a atisbar otra mejor o quizás más
curiosa.
Eligió Portugal ya que había aprendido portugués durante su
estancia en Angola. Sagres era el punto más próximo al cabo de
San Vicente. No le resultó complicado encontrar una pensión a
buen precio. Su habitación contaba con una cama, una mesilla
y un armario. Todo era mobiliario de los años setenta, que
aportaba a la estancia un aspecto anacrónico. Por un costado
de la habitación se accedía al baño. Contaba también con un
generoso balcón a la calle principal y al puerto.
La imagen del pueblo resultaba peculiar por la mezcolanza de
una población de edad avanzada con el contraste del alegre ir y
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Adrián López
venir de jóvenes portando tablas de surf. Debido a la constante
presencia de un viento que, casi siempre, soplaba con fuerza,
Sagres se había convertido en un punto de encuentro de surfistas.
Era septiembre, la temperatura agradable. Jorge miró al cielo.
Las nubes formaban batallones inmensos que volaban despacio
sobre su cabeza recordándole que el verano llegaba a su fin.
A lo lejos, la mar pedía lamer la piedra sobre los acantilados
esculpidos caprichosamente a cincel. El siseo incontestable del
viento se esparcía entre las hojas de los escasos árboles y traía
amargos recuerdos. Olvidar el pasado era una quimera. Las
imágenes le perseguían una y otra vez. Le abordaban en cualquier
circunstancia y no le daban respiro. Eran punzadas calientes que
mordían la carne. Se sentía cansado y sin fuerzas. Aquellos ojos
oscuros estaban ahí, una vez más.
Jorge paró un instante y buscó al sol en el horizonte. Se
encontraba ya a media altura y emanaba calor con cierta intensidad.
Se frotó la cara con ambas manos y suspiró profundamente. Para
su regocijo, la playa continuaba desierta.
Tras su vuelta de Angola y regreso a Vitoria, había aceptado
gustoso el respaldo de sus padres y sus amigos. Al principio, la
compañía le resultó beneficiosa y, en cierto modo, reparadora.
Sus palabras de consuelo le reconfortaron en parte.
Todos los días daba largos paseos. Su ciudad continuaba
exultante. Sus limpias calles adornadas con bellas fachadas
conformaban una estampa casi aséptica. Encontró retazos de
colores que le trajeron recuerdos de infancia y, en ocasiones, él
sonrió débilmente.
Pero la herida seguía abierta y no cicatrizaba. Volver al entorno
familiar había sido un pequeño bálsamo pero, poco a poco, se
difuminó hasta perecer. El entorno cercano pudo apreciar el
paulatino cambio en su estado de ánimo.
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El Maestro de Sagres
Con el corazón desgajado por mil historias crueles, no supo
amoldarse a un mundo sujeto a otras reglas y ajeno, totalmente,
al oscuro derrotero de un tercer mundo carente de interés.
Por propia voluntad, sus salidas terminaron siendo solitarias.
Buscaba la soledad para evitar ser diana de los ojos, cada vez
más preocupados, de su entorno. Normalmente culminaba
sus salidas en la plaza de La Virgen Blanca. A veces ocupaba
una mesa de alguna de las terrazas o se dirigía al mirador de la
iglesia. Le gustaba contemplar la vida de su ciudad. Riadas de
gente enfrascada en su teléfono móvil o con bolsas de compras,
estudiantes, ejecutivos, comerciales, amas de casa… Componían,
todos los días, las mismas escenas pero con distintos rostros.
Cogió una piedra y la tiró al agua. En seguida perdió su rastro
pero su mirada continuó en el punto exacto donde se sumergió.
Suspiró. Y suspiró, otra vez, con más fuerza. No podía llorar
aunque lo desease intensamente para poder desahogarse. Miró a
ambos lados y agradeció su soledad.
Detuvo su paseo y echó la vista atrás. Buscó su estela y observó
divertido como sus huellas habían desaparecido porque la mar las
había lamido silenciosamente. Volvió a suspirar y su boca expresó
una mueca agridulce —si fuera tan fácil— acertó a decir en voz
baja, casi para sí.
Pero el pasado inquebrantable le acompañaba muy a su pesar.
Giró sobre si mismo y deshizo lo andado. Era tarde y estaba
anocheciendo.
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Adrián López
Capítulo 2. El Encuentro
El sopor de la mañana levantó a Jorge. Abrió las ventanas
aún somnoliento para sentir la brizna de brisa marina. El cielo
se sostenía con un suave azul celeste y carente de nubes. Se vistió
y cogió su libro. Bajó las escaleras a toda prisa y sorprendió a
la desconcertada patrona que estaba preparando el desayuno.
Declinó su invitación y le comentó que tomaría café en un bar.
La calle permanecía medio desierta, con el único transitar de
alguna anciana y el correteo revoltoso de un perrito.
Jorge apreciaba sobremanera el silencio del pueblo a primera
hora de la mañana. Más tarde las calles se llenarían de niños,
turistas y surferos. Nunca le gustó que invadiesen su intimidad
pero su condición de turista eventual le permitía pasar
desapercibido entre tanto extranjero. Parecía que sus habitantes
estuviesen inmunizados ante la avalancha de forasteros del
verano. Seguían con sus rutinas sabedores que ese jolgorio seria
pasajero. Hasta el verano siguiente.
Se sentó en una terraza que daba a una pequeña plaza.
Mientras saboreaba un café largo y espeso, dejó pasar el tiempo.
Apareció por una calle una cuadrilla de críos. Se afanaban,
con unos palos, en golpear una pelota. Jorge sonrió con deleite.
Aquel mundo era ya lejano y de él, apenas quedaban rescoldos.
Allí no existían la malicia, la crueldad o la frustración. La realidad
era menos prometedora. Sintió un regusto amargo con aquellos
pensamientos. Tocó con los dedos la mesa de la terraza y volvió
a beber.
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El Maestro de Sagres
Por las tardes, después de clase, se quedaba en el patio del
colegio para jugar. Apenas conocía entonces la palabra aburrimiento. Las caras de sus compañeros de aventuras se habían
borrado de su mente pero recordaba claramente el sonido de la
campana que anunciaba el fin de las clases y que era la puerta
abierta para sus alocadas correrías.
Su mente viajó a un lugar de infancia, de campos extensos
de cereales que le conferían un color tostado en aquellos días
de vacaciones. Contaba con un puñado de casas que convergían
entorno a una iglesia. Un lugar ideal para las correrías de unos
niños que se juntaban por decenas durante el verano. Hacían
despertar de su letargo a este lugar tan desolado durante el resto
del año. Cada día se completaba con persecuciones imaginarias de
indios y vaqueros o policías y ladrones, donde él se convertía en el
protagonista absoluto. Una de sus aficiones favoritas era meterse
en el gallinero en busca de huevos. Los miraba y los acariciaba,
para después, con sumo cuidado, dejarlos en el mismo sitio.
Jorge seguía observando las evoluciones de los chiquillos
mientras sus dedos tamborileaban la mesa. Dio otro trago al café
y su boca deslizó una débil sonrisa.
Los chicos seguían enfrascados en golpear la pelota de aquí
para allá. De una de las calles surgió una madre con su hija. Uno
de los niños dejó de perseguir la pelota y durante breves instantes
no dejó de mirar a la niña. Jorge se percató del incidente y, otra
vez, volvió a sonreír.
Su pueblo de la infancia contaba con otras tantas casas
abandonadas, muchas de las cuales estaban semiderruidas. Eran
escenarios ideales para jugar al escondite o a las emboscadas. Allí
mismo, con algo más de edad, descubrió su primer beso.
Se fijó en un niño moreno y alto. Cruzó su mirada con él. Un
escalofrío recorrió su espalda. En su mente, unos ojos moribundos
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Adrián López
reclamaban su atención una vez más. Su rostro se ensombreció.
Tomó el último trago y su mirada se perdió en el infinito.
Se levantó para continuar su paseo. Abrigado por murallones
pétreos que conformaban los acantilados, el puerto se disponía
apacible sobre un entrante del relieve escarpado. Los barcos se
mantenían serenos, en filas, con un ligerísimo bamboleo. Las
redes formaban alfombras sobre el suelo. Allí se apreciaba con
mayor intensidad el olor a salitre y pescado. Algunas cajas rotas
se disponían aleatoriamente cerca de los embarcaderos. Unas
señoras, sentadas cerca de la pared de una casa, remendaban
una red al cobijo de una buena sombra. Al ver a Jorge, las tres
señoras rumorearon entre sí mientras sus miradas le buscaban
discretamente. Él pasó de largo con un saludo en portugués.
Dirigió sus pasos hacia un espolón con la intención de
contemplar mar abierto. Sobre una enorme roca se sentó y
empezó a leer. Tuvo que sujetar las hojas con decisión debido a
que empezó a correr un aire que agradeció profundamente.
Pasado un rato de buena lectura se levantó para estirar las
piernas. Ante su vista, se representaba el lienzo pintado de un
mar en calma con pequeñas olas. El perfil de los acantilados se
descubría a su izquierda. Eran grandes murallas esculpidas por la
inmensa y contundente fuerza del aire y de la mar. Sus paredes
reflejaban un color ocre que resultaba impresionante.
Miró hacia atrás, hacia el puerto, y descubrió que no estaba
solo. A una docena de pasos sus ojos descubrieron la figura de un
anciano. Era muy grande. Vestía un traje blanco de lino y estaba
leyendo un libro. Su pelo medio largo y entrecano danzaba a merced
del viento. Permanecía estático e inmerso en la lectura.
De regreso al pueblo pasó junto a él sin decir nada pero sus
ojos se cruzaron fugazmente y se intercambiaron un lacónico
saludo. Le había impresionado su porte distinguido.
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El Maestro de Sagres
Tras la acostumbrada siesta, se montó en el coche y se dirigió
a la fortaleza. Paró en una de las playas. Bajó por la pendiente que
encaminaba a la arena. El viento se mantenía constante en forma
de brisa. Se descalzó con parsimonia. Le encantaba sentir la arena
como una caricia fresca. El final de la playa descansaba a los pies
de un colosal muro de piedra de varias decenas de altura. Al llegar
allí dio media vuelta para volver sobre sus propios pasos.
El cielo fluctuaba en un azul cada vez más intenso y el sol se
disponía sobre mitad de firmamento. A lo lejos se distinguían
dos personas más que habían arribado a la playa. Una de ellas
llevaba un perro y se entretenía en lanzarle cosas al mar. La otra
que andaba también cerca de la orilla, se dirigía hacia él con paso
lento. Según se iban aproximando comprobó que se trataba del
misterioso anciano.
Ya en la cercanía ambos se miraron y se sonrieron. Los ojos de
aquel hombre formaban una línea interrumpida por una profunda
y escabrosa nariz. Su mirada era inquieta y parecía mostrar una
inocencia inmutable a pesar de su avanzada edad. Su boca era
carnosa y palpitante y sus comisuras mostraban finas arrugas que
parecían las marcas originadas por multitud de sonrisas.
Jorge no pudo reprimir su curiosidad y le saludó.
—Hola.
Le contestó en español pero con acento portugués y sin parar
de sonreír. Su voz era áspera y ronca.
El joven se percató del detalle pero no dijo nada.
—Me resulta extraño ver a un joven como tú sin una de esas
dichosas tablas de Surf.
—No, eso no va conmigo.
—¿Y qué va contigo?
—Pues… No sé. Imagino que leer, pasear…
—Todo un hombre de acción.
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Adrián López
Se produjo un breve silencio.
—Y, ¿Qué hace este hombre misterioso en la playa?
Comento el viejo con voz socarrona.
—Por ahora esconderme—. Tras una breve pausa, dijo—:
Creo que huir un poco de mi familia.
—¿Una familia difícil?
—Un poco. Mi relación con mi padre no es muy buena—.
Jorge calló. Jamás se imaginó hablando de su familia con un
desconocido. Pero curiosamente, era tan fácil.
—¿Y con tu madre?
—Con ella muy bien. Estudió una carrera, magisterio. Pero
nunca llegó a ejercer.
—Porque se casó.
Terminó la frase el viejo.
—Sí, por eso— Tras una pausa añadió— ¿Le parece un
topicazo?
—La verdad, esperaba que dijeras que tu madre había
estudiado piano…
Tras un breve silencio ambos se echaron a reír.
—¿Y tú?, ¿Qué haces en la vida? A parte de pasear o esconderte.
—Yo seguí los pasos de mi abuelo y estudié medicina.
—Y ahora eres un importante doctor, con su consulta y todo
eso.
—Pues no—. Contestó Jorge con una sonrisa cómplice—. Jamás he tenido una consulta, ni he trabajado en
un famoso hospital, ni nada de lo que se pueda imaginar.
Cuando terminé la carrera me enrolé en una ONG y
hasta ahora. Para mi el dinero no es lo más importante.
El viejo abrió la boca para soltar una gran carcajada que
rompió la paz de la playa.
—Perdona. Perdóname, de verdad—. Dijo mientras terminaba de reír—. No es por ti, pero considero que las personas
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El Maestro de Sagres
que creen que el dinero no es importante son aquellas a las que
jamás les ha faltado.
Jorge se sintió como un verdadero estúpido. El viejo, conciliador, le cogió del brazo y le animó a continuar el paseo. Siguieron
caminando a lo largo de la playa. Su conversación, más banal pero
amena, se centró en la vida tranquila y rutinaria de los pueblos
de aquella zona. Cerca de la salida de la playa el viejo se detuvo,
y con gesto serio pregunto:
—En serio, ¿De qué te escondes?
—No lo sé. Creo que estoy perdido.
El viejo, con gesto de negación, inició el ascenso de la rampa.
A mitad de la cuesta se detuvo.
—Estás de suerte. Este es el mejor lugar para que encuentres
el Norte.
—¿Qué quiere decir?
—¿No te das cuenta? Mira a tu alrededor—. Comentó
abriendo los brazos— ¡Sólo estas tú y la arena!
Jorge se quedó allí plantado, sin entender, sin saber qué
contestar. Viendo como el viejo subía por la pendiente. Tras unos
cortos pasos, éste se volvió.
—Quizás siempre viviste pensando en el futuro.
Y se alejó sin esperar respuesta. Pasaron unos minutos en los
que Jorge le miraba alejarse. Estaba un tanto desconcertado.
—¡Me llamo Jorge!
Gritó, sin la certeza de que el viejo le hubiese oído.
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Capítulo 3. Los planes de la vida
Las gotas resbalaban por los cristales. Formaban pequeños afluentes que descansaban en el lecho del borde de la ventana. Caían de forma copiosa y apenas dejaban entrever el
cielo plomizo. En la habitación sólo se escuchaba el repiqueteo
incesante de la lluvia.
Jorge, sentado en la cama, miraba la ventana sin descanso.
Su rostro permanecía serio. Las enigmáticas palabras retumbaban
en su cabeza una y otra vez: «viviste pensando en el futuro».
Chasqueó la lengua y su boca reflejó un gesto de disgusto. Estaba
incómodo. Se revolvió en su asiento y apretó los puños. Su rostro
mostró un rictus de amargura.
Aquel viejo tenía razón. No disfrutaba del presente porque
sentía miedo. Un miedo que le atenazaba y que le rugía por
dentro hasta quemarle las entrañas. Se reconocía como un barco
con las velas rotas. En su corazón anidaba un gran vacío. Era
víctima de sus propias inseguridades.
Jorge asintió con la cabeza. Tenía un verdadero terror al
futuro. No sabía cómo afrontarlo. Había perdido el interés por
todo. Tenía que empezar de nuevo pero no sabía cómo. No vivía
el presente porque sólo pensaba en su futuro.
Él siempre había sido un chico impetuoso, nunca le
importaron los obstáculos que iban surgiendo, había afrontado
los nuevos retos con valentía, había destacado por su liderazgo
natural. Siempre fue un amante de las causas perdidas. En su
infancia, fue indio antes que vaquero. Sin embargo ahora parecía
una triste sombra de lo que fue.
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El Maestro de Sagres
Se llevó las manos al rostro con desesperación. Un sentimiento
profundo de soledad le embargaba. Miró a su lado derecho. Allí,
posada contra la pared, estaba la fotografía de sus padres con su
hermana María y su hermano Germán.
Sus ojos se dirigieron un poco más abajo, hacia la mesilla.
No había nada. Se mordió los labios. En su infancia, cuando
estaba triste o enfermo, su hermana sabía cómo consolarle. Por
las mañanas, al despertarse, Jorge se encontraba con un regalito
o unas simples chucherías. Ella le trató siempre como si fuese
un cachorrito desvalido. Siempre se preocupó de que fuese bien
abrigado al colegio, que no se olvidara del almuerzo o que se
tapara bien por las noches.
Sonrió tenuemente. Recordó un día en el que llegó a casa y se
encontró a María en su cuarto. Lloraba con una carta entre sus
manos. Era una carta del Ministerio de Defensa.
—Ay cariño, que ya tienes edad para ir a la guerra y te maten.
Ambos se abrazaron. Trató de consolarla pero ella sollozó
largamente. Jorge le acarició el pelo y le susurró palabras
tranquilizadoras. Ella paró de llorar y estuvieron abrazados
durante largo tiempo. Jorge no tuvo que cumplir el servicio
militar porque el año anterior a su graduación lo suprimieron.
Sus ojos se posaron de nuevo en la fotografía de su familia.
Buscó apoyo en su hermano Germán. Ambos eran muy parecidos.
Siempre profesó una secreta admiración por su hermano. Había
aprendido muchas cosas de él. Desde atarse los cordones, jugar
al balón o poner harina en las curvas del excalestric para que los
coches derrapasen con un fabuloso efecto «nieve»... Le enseñó a
hacer esquemas y resúmenes. Le inculcó una rutina de estudio.
En cierto modo era como un padre para él.
Volvió el rostro hacia la ventana. La tormenta no amainaba.
Les echaba de menos pero era mejor así. Sentía que ese
camino debía recorrerlo solo. No sabía explicar el por qué de
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Adrián López
su decisión pero ya no había vuelta atrás. Llegaría hasta el final
independientemente de las consecuencias.
Se levantó y se dirigió hacia la cristalera. Las calles permanecían
sin gente. Respiró con calma. Necesitaba esa calma por encima de
todo. Y recordó lo diferente que era todo en Madrid. Guardaba
un buen recuerdo, por la vida independiente que empezó a
fraguar allí.
Su primera impresión de aquella ciudad fue un tanto
desalentadora. Se encontró con una gran urbe donde le costó
adaptarse debido a su devenir frenético. Él provenía de una
pequeña ciudad donde la vida era más tranquila y apacible.
Los primeros meses, desde la habitación de la residencia de
estudiantes, observaba el paisaje gris. Echaba de menos los
parques, el silencio, las casas bajas, el aire puro… Tardó un
tiempo, pero se acostumbró al pulso acelerado de esa vida tan
distinta.
El segundo año, alquiló un piso junto a otros tres compañeros
de la residencia. Habían decidido coger “el toro por los cuernos”
y saborear, desde el principio, su recién estrenada independencia.
Empezó a descubrir la ciudad desde otro punto de vista. Se
inundó de su vida nocturna pero jamás descuidó sus estudios.
Volvió a sentarse en la cama. La imagen fugaz de Vero había
atravesado su mente.
Le invitaron a una fiesta. Fue Rodrigo, su mejor amigo
y confidente, quien le comentó que había una fiesta de
inauguración en un piso. Tras la puerta de acceso a la vivienda,
Jorge se encontró un piso atestado de gente desconocida en su
mayor parte. Todo lo tenía estudiado. Con decisión y arrojo se
dirigió hacia una gran mesa repleta de botellas y se sirvió alcohol
en dosis reducidas. Desde allí tenía una buena panorámica de
toda la sala. Los efluvios etílicos pronto hicieron efecto. Empezó
a dejarse a llevar por la música. Parapetado casi en una esquina,
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El Maestro de Sagres
cerró los ojos, de vez en cuando, para sentir los acordes de la
batería, el rítmico balanceo del bajo o la voz del cantante que le
impulsaba a mover las piernas.
Estaba en su propia isla desde donde podía atisbar las alegres
evoluciones de la gente que estaba totalmente entregada a la fiesta.
Y entonces surgió lo impensable: los ojos verdes de una chica no
dejaban de observarlo. Ella se decantó por una sonrisa y él le
correspondió con otra, corta pero intensa. Él la veía con ojos de
felina por una mirada que se le antojaba salvaje y tremendamente
excitante. Entre sorbo y sorbo su curiosidad era superior a su
propia timidez y no dejaba de mirarla.
Como Jorge estaba cerca de la mesa de bebidas, ella se
aproximó hacia él, con la excusa de tomar algo. Su cercanía física
no le amedrentó. Casi sin darse cuenta empezó a hablar con ella.
Se llamaba Vero y estudiaba 1º de Enfermería. Le dijo que era de
Badajoz y ambos se rieron por sus diferentes acentos.
Y la noche pasó con ella. Se contaron todos sus gustos,
aficiones y opiniones sobre Madrid. Hasta que ella le agarró de
la mano y le dijo que la siguiese. Jorge, solícito, no se negó en
absoluto aunque estaba preso de una creciente excitación.
Se encerraron juntos en el servicio. Allí probó el sabor de sus
labios, el roce constante sobre su entrepierna a punto de estallar,
el tacto de sus senos, la humedad de la lengua de ella sobre su
piel. Sobre un lavabo supo del juego fascinante del sexo con una
mujer que apenas conocía. Jorge se excitó muchísimo, como
nunca antes con otras mujeres. Era como si se entendieran a la
perfección, como si ambos se tocasen las teclas perfectas para que
ambos disfrutaran.
Se vieron muchas veces más hasta que ella lo dejó. Nunca
supo el por qué. Fue una rotunda y amarga despedida que se
plasmó, cuando ella dejó de verle, sin más explicaciones.
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Adrián López
Al principio esperaba encontrarla con la remota esperanza
de reiniciar su relación. Tuvo otros escarceos pero se limitaban
a encuentros puramente sexuales porque Jorge se negaba
rotundamente a volver a enamorarse.
La tormenta parecía amainar. El repiqueteo monocorde
empezaba a disminuir en frecuencia. Su rostro marcó un débil
gesto de asombro. En su vida anterior hubo momentos en que
sus planes cambiaron el ritmo de los acontecimientos.
Estaba en cuarto de carrera. Rodrigo llamó a su puerta. Le
llamaban por teléfono, era su madre. Cuando cogió el auricular
notó preocupación en su voz. Le comunicaba malas noticias. Su
abuelo estaba ingresado por un problema pulmonar. Su madre le
dijo que, en principio, no era nada grave. Le instó a que siguiera
con las clases. Jorge comentó que tenía un examen en una semana
y que, en cuanto lo hiciera, iría para allá. Volvió a su cuarto y
siguió estudiando.
Todo parecía transcurrir con normalidad. Tras el examen,
regresó a casa con cara de satisfacción pero su rostro cambió
radicalmente cuando Rodrigo le comunicó el fallecimiento de
su abuelo. Le costó superar el golpe porque sentía unos terribles
remordimientos. En su funeral permaneció mudo y muy serio.
Pasaron las semanas y sus compañeros le comunicaron que
habían salido las notas del examen. Transcurrieron bastantes días
hasta que Jorge fue a comprobar su nota. Había sacado notable
pero permaneció impasible, sin un ápice de felicidad en su
comportamiento. Si por él fuese, no lo hubiese hecho para poder
despedirse de su abuelo.
Había cesado la lluvia. Jorge bajó las escaleras. No se cruzó con
nadie. Se dirigió al coche con aire ausente. Necesitaba airearse.
Había tomado la decisión de conducir hacia ninguna parte. Le
relajaba. Se sentó en el asiento y se rió. Aquel coche también
tenía historia. Arrancó el coche y recordó.
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El Maestro de Sagres
Era el verano de quinto curso. Jorge sentía grandes deseos de
comprarse un coche de segunda mano. Trazó un plan. Ese verano
trabajaría en cualquier sitio durante tres meses para recaudar el
suficiente dinero. No quería pedir dinero a sus padres porque le
estaban costeando sus estudios. Consiguió meterse como barman
en un bar de copas de Vitoria. En seguida se hizo con el trabajo.
Desde su puesto podía otear la presencia de chicas bonitas. Algo
de partido sacó de ello.
Transcurrieron los días de forma apacible. Un día le visitó su
amigo Gorka. Estaban ideando sus vacaciones. Le propusieron
irse con ellos a una isla griega llamada Mikonos. Él declinó
su invitación. No dejaría su trabajo por nada del mundo. Ya
había echado un vistazo a un concesionario y tenía localizado el
utilitario que quería. Sabía su precio y había calculado la cantidad
que necesitaba ahorrar cada mes. Llegó agosto con sus fiestas. Sus
amigos ya estaban en Grecia. Se le hizo cuesta arriba. Llegaba
agotado a casa y no disponía de amistades. Sintió la soledad pero
no desesperó. Su meta ya estaba cada vez más cerca.
Finalizó su trabajo con el suficiente dinero para comprarse el
coche. La mañana que se disponía a ir al concesionario su padre
le comentó la venta de un coche. Era de un amigo suyo. Jorge
no se lo podía creer. Era mejor que el del concesionario y mucho
más barato. Aceptó ir a verlo y se quedó enamorado de él. Lo
compró.
De vuelta a casa su padre no paraba de felicitarlo por su buena
compra. Jorge no habló mucho del tema y, muchas veces, se
limitó a asentir con la cabeza. Su cabeza no dejaba de pensar que
había amasado el suficiente dinero como para comprar el coche
y haber ido a Grecia.
Jorge conducía sin prisa. Había bajado parte de la ventanilla
para sentir el aire. Circuló hacia Faro. Aparcó cerca del puerto.
Empezó a caminar sin destino alguno. Observó los puestos
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Adrián López
ambulantes. Se dirigió a una terraza y pidió café. Miró al gentío
sin interés. El café era fuerte y contundente. Dejaba en la boca un
regusto amargo que le entusiasmó.
Hubo otra situación en su vida donde siguió a rajatabla su
proyecto de futuro.
Ya al final de la carrera, una noche, conoció a una chica que se
llamaba Gema. Era preciosa. Tenía la mirada cristalina por unos
grandes ojos azules y sus carnosos labios no dejaban de mostrar
cálidas sonrisas. Ella se comportó como una buena conversadora
y coincidieron en el mismo gusto por la lectura. Jorge la observó
sin decir nada. Ya le habían aceptado en un proyecto de final de
carrera en Angola. Su sueño era estar allí dos años.
Fugazmente ella le miró con deseo y él lo apreció. Sin embargo
la repentina visión de un cambio de planes trastocó tan idílica
situación. No sintió deseos de pasar con ella la noche. Tuvo
miedo de volver a enamorarse. Se despidió de ella cortésmente
y no miró para atrás. Aunque habían pasado varios años siempre
pensó en esa chica y en lo que pudo haber surgido.
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El Maestro de Sagres
Capítulo 4. El reencuentro.
Le sorprendió un agitado viento que le hizo ponerse su
chaqueta. Había puestos ambulantes que ofrecían a los turistas
souvenires y ropa de abrigo para combatir la baja temperatura.
El faro de Cabo San Vicente se encontraba cercano a un recinto
amurallado sin gran interés. Era una construcción relativamente
moderna y que debía de pertenecer al ejército portugués.
Contempló el majestuoso aspecto que se ofrecía desde allí.
La construcción se disponía en el mismo borde de un acantilado
con decenas de metros de profundidad. Hacia los lados se volvía
a contemplar el relieve esculpido sobre la roca que daba lugar a
los muros formidables que conformaban los acantilados.
Tras deleitarse por un rato con el imponente paisaje se sentó
en una roca de cara al mar para contemplar las evoluciones de
un sol que empezaba a decaer. Jorge notó una mano sobre su
hombro y una voz conocida le dijo:
—Es encantador este sitio, ¿verdad?
Se volvió y reconoció las facciones del anciano.
—¿Puedo sentarme contigo?
Preguntó el anciano.
—Naturalmente.
En realidad estaba encantando de verlo de nuevo.
—A mi también me gusta venir aquí a ver las puestas de sol.
Vengo dando un paseo desde el pueblo.
—Uff—. Dijo Jorge asombrado por una distancia que había
recorrido el anciano, de al menos, cinco kilómetros—. He venido
en coche. Ah, me llamo Jorge— Y extendió su mano.
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Adrián López
—Sí, sí, ya me acuerdo. Yo Manuel.
Contestó con una sonrisa en los labios.
En esos momentos sonaron los reiterativos acordes del móvil
de Jorge. Lo sacó del bolsillo y, tras comprobar quién lo llamaba
lo apagó, con un largo suspiro.
—Vaya con esos cacharros del infierno.
Dijo Manuel.
—Tienes razón, se supone que te dan más libertad de
movimientos cuando en realidad te los limitan.
—Estoy contigo.
Afirmó el viejo.
—Y cada vez más modernos y complicados.
Jorge desvió la mirada unos segundos y se rascó la barbilla.
—Ya, ya.
Contestó el viejo y aspiró de su pipa.
Tengo un amigo que es un loco de la tecnología. Siempre
anda comprando lo más moderno.
—¿Y qué hace con lo que tiene ya?
—Supongo que lo guarda.
—Debe de ser muy rico.
—Pues no.
Entonces, hijo, no entiendo nada de nada, ¡Vaya locura!
Levantó ambos brazos hacia el cielo, Jorge sonreía débilmente. Después de unos segundos el viejo continuó.
—Ese amigo tuyo me recuerda a los niños chicos. Se
entusiasman con los juguetes nuevos y, a los pocos días, se cansan de ellos.
—Algo parecido.
Acertó a decir.
Se produjo un breve silencio como si ambos estuvieran
rumiando el intercambio de impresiones. Manuel sentenció rotundo mientras sus ojos se perdían entre el lejano oleaje:
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