ALBORADA 06.indd - Universidad de Navarra

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alborada
revista literaria universitaria
nº 6
/ INVIERNO 2014
Desde ALBORADA invitamos a todos los estudiantes
universitarios, así como a empleados de la Universidad
de Navarra, a que participéis en esta revista enviándonos vuestros textos, junto a vuestros datos personales, a
la siguiente dirección: [email protected]
Se aceptan poemas y relatos breves sin límite de extensión. También nos gustaría recibir vuestras ilustraciones de tema libre, preferiblemente en blanco y negro.
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Alborada. Revista Literaria
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Ilustraciones
Pablo Callejo Goena (portada)
Ingeniería de Telecomunicación 2004, Universidad de Navarra
Eva Sacristán González (página 11)
Grado en Filología Hispánica y Comunicación Audiovisual, Universidad de Navarra
Sergio Helguera Izquierdo (página 22 y contraportada)
Grado en Arquitectura, Universidad de Navarra
Depósito legal: NA 1867-2012
Diseño y maquetación: Calle Mayor (www.callemayor.es)
Lucía Martínez Alcalde
Filosofía 2012 y Grado en Periodismo
Universidad de Navarra
Nocturnos
NOCTURNO PÓSTUMO
Conocer a una persona es algo fascinante. Mejor que descubrir América, mejor
que leer una novela larga, mejor que hacer orden en los archivadores de la infancia. Mucho mejor.
Un día, estás caminando por la ciudad y de pronto una mirada, un rostro, una
sonrisa, que te pregunta: “¿caminas conmigo?”. Y es una gran pregunta, vibrante,
llena de ces, enes y emes, llena de cielos inmensos, de mediterráneos.
En sólo un segundo decides el cambio de trayecto y acompasas tus pasos a los
de tu compañero de recorrido sin poder saber aún si se quedará ahí toda la vida.
Un 9 de febrero, hace cuarenta años, Carlos me hizo esa pregunta. Hoy es la primera vez que no la escucho. En el desayuno, entre el café guatemalteco y las tostadas, me faltaban los signos de interrogación de todos los días; la invitación, una
mañana más, para caminar a su lado.
NOCTURNO nº 15
Cerré la puerta con cuidado. El hall estaba iluminado a medias por la luz anaranjada de una farola. Me quité los tacones para no hacer ruido y mis pies desnudos
agradecieron el contacto con la alfombra.
Aguardé unos instantes tras la puerta de la habitación. No se oía nada, nada más
que una respiración profunda y tranquila. Entré.
El piano estaba abierto y el libro de nocturnos de Chopin mostraba el op. 9 nº 2.
alborada / nº 6
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Acaricié las teclas y dejé los tacones en el suelo. Su cuerpo estaba tapado por la
colcha de la cama, sólo podía verle la cara, vuelta hacia la ventana, con esos mechones insumisos serpenteando en la frente y los gruesos labios entreabiertos en
una sonrisa tranquila.
Dejé el abrigo sobre el taburete del piano, me tumbé encima de la colcha, a veinte
centímetros de él, -con cuidado, no quería despertarle- y me hice un ovillo.
Cerré los ojos. Los abrí para mirarle unos minutos. Los volví a cerrar y sonreí.
Buenas noches, Carlos.
NOCTURNO nº 8
- Las personas somos maravillosas, pero jodidamente frágiles.
Me apoyé contra el cristal de la ventana con gesto de cansancio. Tenía las
piernas calientes por el radiador y la cabeza mojada y fría. El repiqueteo arrítmico
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de la lluvia contra el balcón hacía de banda sonora. Esta vez no hay solución posible, me dije. Silencio.
Carlos, de pie frente a mí, no me dejó tiempo para lanzarle en una mirada la pregunta temida –“¿en qué piensas?”.
- Me pregunto si no formará eso también parte del encanto.
La respuesta de Carlos me hizo levantar las comisuras de los labios. Silencio.
- ¿Sabes? El cuerpo de Chopin está enterrado en un cementerio de París, pero su
corazón se encuentra en una iglesia de Polonia.
Dije aquello porque en aquel instante me sentía así. Un poco como el genial compositor. Hecha trozos. Él lo entendió a la primera. Cinco años conviviendo con mis metáforas le habían convertido en un magnífico intérprete. En todos
los sentidos. Conocía a la perfección mis teclas, sabía cuáles tocar y cómo tocarlas
con precisión para conseguir la mejor melodía en cada momento. Un verdadero
maestro.
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- Era una autovía y era de noche. Curvas, sal y mar, palmeras, la luna escondida.
La tarde entera juntos. Mi madre al volante. Asiento trasero, extendí mi mano, te
miré. Pensaste unos segundos, observaste mi palma abierta. ¡Como si la hubieras
visto por primera vez! Acurrucaste tu mano, tan pequeña, encima de la mía. Bonita, dije. Aumenté la presión de mi palma sobre la tuya. ¿Te acuerdas?
- Me acuerdo.
Recordar: del latín, volver a pasar por el corazón.
NOCTURNO nº 3
Él fingía vergüenza ajena pero algo de mí intuía que mis tonterías le estaban encandilando. Conozco esas reacciones. De cerca, ya no daba tanto miedo aunque
sus ojos seguían produciendo un efecto parecido al de los agujeros negros, así de
profundos, como la huella de lo que había sido una estrella brillante. Pero tras dos
chocolates calientes y dos horas veloces, la luz había vuelto, no tanto a sus ojos
como a sus labios, y yo me divertía equivocándome a propósito para hacerle reír.
Esa noche admití como verdadero todo lo que salía de su boca, bueno y malo. Y
aunque le criticara que hiciera cosas sin motivos o sin conocer su propia intención, confieso que no se por qué asumí que era totalmente sincero en cada uno
de sus gestos y palabras -nunca lo había creído antes y jamás le había tomado del
todo en serio. Hasta esa noche. A lo mejor fue por su risa, por sus caras, porque
presumió muy humildemente de su virtud, porque se indignó al enterarse de que
no era el primero que me invitaba a un chocolate o porque dijo que quería escucharme tocar el piano.
Fue un encuentro revelador, de esos que ayudan a que vayas perfilando en la mente
el rostro de la persona con quien estás compartiendo unos instantes de tu vida.
Para mí, su rostro había dejado de estar desenfocado cuando le encontré volviendo del funeral de su abuelo. Se había afeitado, echado colonia y llevaba traje. Estaba guapísimo y parecía pequeño. Sus ojos de agujeros negros eran los de un
perrillo asustado.
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Las siguientes pinceladas se debieron a tres líneas de su diario que leí sin querer,
pensando que eran apuntes. Fueron pequeñas y muy sutiles, pero proporcionaron al cuadro una luminosidad nueva, más vida, más humanidad.
La noche pasada, el artista dio más luz a los ojos y a la boca, y dulcificó con mano
hábil las aristas del rostro. En la luz apagada del bar irlandés, sus manos aún quedaban en una cierta penumbra entre las maderas.
NOCTURNO nº 1
Conocer a una persona es algo fascinante. Mejor que descubrir América, mejor
que leer una novela larga, mejor que hacer orden en los archivadores de la infancia. Mucho mejor.
Un día, estás caminando por la ciudad y de pronto una mirada, un rostro, una
sonrisa, que te pregunta: “¿caminas conmigo?”. Y es una gran pregunta, vibrante,
llena de ces, enes y emes, llena de cielos inmensos, de mediterráneos.
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En sólo un segundo decides el cambio de trayecto y acompasas tus pasos a los de
tu compañero de recorrido mientras esperas que en el siguiente encuentro repita
la pregunta.
Se llama Carlos.
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Antonio Ilurin Charro
Grado en Lengua y Literatura Españolas
UNED
Sinistra
A Xhu
Fue hace un par de meses, una noche, cuando segundos antes de quedarme dormido, posé las manos sobre mi pecho. Entonces lo noté por primera vez, sentí que
mi mano izquierda me era extraña. Mi mano derecha no la reconocía, la sentía
más fría, más dura y áspera.
No lo sé, quizás le di demasiadas oportunidades de hacer o más protagonismo del
que merecía la mano izquierda de un diestro. De vez en cuando le permitía abrir
tarros, coger o dejar libros, e incluso darle algún golpe cuando jugaba al pádel.
Ella misma aprovechó para, poco a poco, crear su propio coto. Siempre pensé
que era falso zurdo, varios de mis primos son zurdos, y ahora recuerdo, que, de
pequeño, algunas cosas las hacía involuntariamente con la izquierda. Ahí debía
estar el origen de todo esto.
Muy pronto dejó de hacerme gracia la presencia de aquella intrusa. Las pruebas
neurológicas y los escáneres fueron inútiles. Al médico parecía molestarle mi “peculiar” dolencia. Llegué a pensar que disimulaba cuando había más gente, que
actuaba durante las pruebas para no despertar sospechas, que reclamaba mi atención para que le diese nuevas tareas. Comencé a comportarme con nerviosismo y
la acusaba repetidamente de mis errores y torpezas.
Ciertamente nunca hizo nada contra mí. Me seguía siendo muy útil e incluso imprescindible en algunos casos, pero no pude soportar el dormir con un extraño
junto a mí. Un extraño que me tocaba y me despertaba con su piel helada, que
trepaba por mi pecho para acariciarme la cara, que daba golpecitos en la pared, en
la cama, en mi pierna. Toques suaves y graves, pero que se repetían hasta exas-
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perarme y resonaban sordamente. Tocotó, tocotó. Hasta cambiaba de ritmo para
ponerme más nervioso. Dejé de dormir, la castigue bajo un guante o en el bolsillo
(qué idea más imbécil) y la sometía a la más absoluta inactividad. Ya no confiaba
en ella, o sea, en la mano. Así que una noche decidí separarnos, cercenarla de un
golpe. Fue una idea fugaz e intenté no pensarlo mucho por si ella se enteraba.
Fui a la cocina de madrugada, fingiendo que iba a preparar un bocadillo, coloqué
el pan sobre la tabla sujetándolo con la mano izquierda y tomé el cuchillo con la
derecha. “No lo pineses. Tres, dos, uno… ya”.
Se había apartado ¿O la había apartado yo? Sofocado y frenético me fui al sofá.
Encendí la luz para no perderla de vista, esperando aterrado a que uno de los dos
hiciera algo. Pero nada, no ocurrió nada.
El fracaso de no poder cortarme la mano me dejó bloqueado, incapaz de actuar.
Estaba convencido de que a partir de ese momento era ella quién decidía por los
dos. Incluso ahora, después de todo lo ocurrido, tengo dudas sobre si fue ella o fui
yo el que la mató.
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Francisco Solano Gracia
Programa de Iniciación a la Empresa
Universidad de Navarra
Pamplona.
Otoño, invierno y primavera
Helio pastoreando las nubes.
Las azuza con su brillante cayado
para que brinque amontonadas hacia el este,
arañan sus enormes panzas en las crestas de las montañas.
La ciudad se oculta bajo la oscuridad de sus pezuñas,
se rocía con la llovizna de sus lanas
y espera silenciosa a que Helio recoja su rebaño
dentro de ocho largos meses.
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Eva Sacristán González
Grado en Filología Hispánica y Comunicación Audiovisual
Universidad de Navarra
El ladrón de patos
¡Oiga! —le dije—. Esos patos del lago que hay cerca de Central Park South...
Sabe qué lago le digo, ¿verdad? ¿Sabe usted por casualidad adónde van
cuando el agua se hiela? ¿Tiene usted alguna idea de dónde se meten?
J.D. Salinger, El guardián entre el centeno
No debería contarles lo que ocurrió aquella noche. No me creerían. Me tomarían
por loca. O lo que es peor, podrían avisar las autoridades si quisieran. Pero he de10
cidido, a pesar de todo, sacar a la luz los acontecimientos.
Si no recuerdo mal, eran las tres de la mañana cuando sonó el timbre. Salté de la
cama como si hubiera estallado una bomba. Quise llegar hasta el vestíbulo sin
hacer mucho ruido, pero con las prisas mis calcetines resbalaron y caí al suelo. No
suelo maldecir, si les soy sincera, excepto cuando tropiezo por casa. Si tropiezo
me enfado muchísimo. Aquella vez fue diferente: las rodillas dejaron de dolerme
en cuanto descubrí que tras la puerta no aguardaba ningún portero excesivamente madrugador, tampoco ningún vecino sonámbulo, sino un adolescente con la
nariz colorada por el frío. Tras la mirilla vislumbré una gorra de caza roja y una
maleta de piel auténtica. Esperé un poco antes de abrirle y vi como daba la última
calada a un cigarrillo y lo apagaba con la punta del zapato. Sonreí: ¡era el mismísimo...
...Holden! —levantó la mirada y echó hacia atrás la visera—. ¿De verdad eres tú? No
me lo puedo creer. Pasa. ¿Sabes que me he caído al suelo por tu culpa? Deberías
avisar si vienes a estas horas.
alborada / nº 6
—Lo siento —apoyó la maleta en la pared—. Ya sé que es tarde, pero ni siquiera
tenía tu número. Y de todas formas no me queda nada de dinero. Me lo he gastado
todo. Es terrible.
—Dame tu abrigo. ¿Quieres beber algo? Estás helado.
Vi como se frotaba las manos y se encogía por el frío.
—La verdad es que no tengo mucho tiempo. Verás —dijo mientras se pasaba la
mano por la nuca— he venido con una bandada entera de patos desde Central
Park y no sé a dónde llevarlos. Los he dejado abajo porque ni siquiera cabían por
la puerta de entrada. Deberían hacer puertas más grandes.
— ¡Patos!
—A lo mejor tú sabes qué hacen aquí con ellos cuando los lagos se hielan. Podría
soltarlos en cualquier parte, pero les haría perder su rumbo. No soy tan cretino.
—Bueno, ¿y te han visto traerlos hasta aquí? —dije nerviosa, y esperé a que encendiera otro cigarrillo. Había oído hablar de ladrones de joyas, de ladrones de niños,
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pero lo de los ladrones de patos era para mí algo inaudito. ¿Desde cuando se podía
robar patos tan fácilmente? ¿Y cómo los había traído hasta Jersey? Todo aquello
no podía ser cierto.
—Claro que me han visto. Pero ponte algo, ¿no? No pretenderás salir en pijama...
— ¡¿Salir adónde?! —exclamé sorprendida.
—A soltar a los patos, claro —se agachó y cogió su maleta—. No puedo hacerme
cargo de ellos durante todo el invierno. Además, tendrán que emigrar en algún
momento si no quieren helarse de frío.
Todo aquello me intrigaba. Bajamos a la calle, él con su inconfundible gorra de
caza roja y yo con un abrigo encima del pijama. Tendrán que creerme si les digo
que allí estaba, sobrevolando mi portal, la bandada de patos neoyorquinos. No sabría especificar cuántos había, tal vez treinta o cincuenta. No, más, muchos más.
¡Por lo menos cien!
—Aquí están —los había atado con una cuerda a una farola y, con el cigarro en
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la boca, trataba de deshacer el nudo—. Tan sólo hay que llevarlos a un parque y
soltarlos.
—Creo que hay un lago por aquí cerca. Yo iría antes de que nos viese nadie. ¿No
te han dicho nada?
— ¡Maldita sea! —murmuró— No recordaba haberlo atado tan fuerte. ¿Me aguantas
el cigarrillo? Cuando estaba a punto de coger el ferry me dijeron que ni hablar de
subir con los patos, que no era un barco para patos, que si les veía con cara de
tontos. Y claro, tuve que comprar una cuerda más larga para que no los vieran
cuando entrara.
Terminó por fin con el nudo y fuimos hacia el parque.
—Te parecerá una tontería, pero desde entonces no he tenido ningún problema.
Deben de pensar que llevo un globo atado a la muñeca o algo por el estilo.
Comenzamos a desanudar los cordeles, pato por pato. Le pregunté si estaba de
vacaciones y me dijo que le habían expulsado de nuevo. Esta vez no de Pencey,
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sino de otro colegio. No recuerdo muy bien su nombre. Prince o algo parecido.
Por lo visto aquello era una cueva de ladrones, llena de tíos falsísimos, y no había
quien resistiera más de una semana. Por eso se había llevado los patos, porque no
podía volver a casa y mientras tanto quería averiguar adónde iban en invierno. Le
dije que había sido un cobarde, que sus padres acabarían preocupándose y que
robar patos no era la mejor forma de arreglar las cosas.
—No te lo he dicho, pero he estado con Phoebe —dijo—. Le he prometido que estaría de vuelta por la mañana, así que más nos vale darnos prisa.
—Con que vuelves a casa…
—Un momento. Tienes que cogerlos por atrás. Así, ¿ves? Si no te dan picotazos
por todos lados —dijo—. En realidad no pensaba hacerlo. Lo hago por ella. Dice
que papá y mamá se alegrarían si por una vez me esforzara. Lo peor de todo es que
tiene razón. He sido un imbécil.
— ¿Y no se te ocurrió soltar a los patos allí mismo? Casi era más fácil.
—Sí, bueno, había pensado que tú podrías vigilarlos un poco. Ya sabes, mirar a ver
si todo va bien, por lo menos hasta que se hiele el lago. Uno les coge cariño casi
sin darse cuenta.
Le prometí que les llevaría alpiste o lo que fuera que comiesen los patos todos los
días, que no se preocupara y volviera a casa, que su hermana le estaría esperando
desde hacía un buen rato. Cogió su maleta y se fue, caminando hacia atrás unos
metros y agitando su gorra de caza a modo de despedida.
A la mañana siguiente, los patos salieron en las noticias. Nadie sabía quién los
había llevado hasta allí, ni cuándo, ni cómo. Por un momento estuve a punto de
gritar a los curiosos que se asomaban al lago que yo sí que lo sabía, que había sido
Holden Caulfield, que quién iba a haber sido si no. Pero no lo hice. No me hubieran creído. Me hubieran tomado por loca. O lo que es peor, podrían haber avisado
a las autoridades si hubieran querido.
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Macarena Millán Moreno
Grado en Comunicación Audiovisual
Universidad de Navarra
Junio
Nos ocurrió un sábado.
Volvíamos mi hermano y yo a casa por la tarde, cruzábamos un parque del centro
de la ciudad. Él llevaba su tubo de plástico negro a la espalda y yo le libraba de cargar con su mochila, que estaba llena de sus cosas útiles, la cámara, los lapiceros,
los bolsillos dentro de bolsillos, en fin, mucho bulto y muy pesado. La luz del sol
se escurría entre las hojas de los árboles. El calor se nos pegaba a los brazos y la
frente.
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Al llegar al estanque vimos, sentada en un banco, a una mujer con los ojos vendados. Y yo miré a mi hermano, que es lo que siempre hago en estos casos.
-Es la Justicia –me dijo.
-¿Tú crees? –le contesté.
-Estoy seguro.
Así que nos olvidamos del calor y del agua helada que nos esperaba al llegar a
nuestra casa y fuimos a sentarnos con ella. Al acercarnos, la mujer giró la cabeza
hacia nosotros. No habló. En unos segundos muy largos, me dio tiempo a pensar
un par de saludos que estuvieran a la altura, y como no lo estaban, sólo pude suplicar que mi hermano saltara con algo ocurrente. En efecto:
-Te llaman tanto que no es usual encontrarte.
-El lugar correcto, en el instante preciso –respondió ella.
-¿Por qué? –dije.
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La Justicia abrió la boca todo lo que pudo. En su lengua reposaba un sapo pequeño, del mismo color que el agua del estanque, algo cercano al verde o al marrón.
Mi hermano menor me miró, instándome a que hiciera algo.
-Cógelo… -murmuró, entre dientes- venga…, es un regalo.
Alargué la mano derecha hasta la boca de la Justicia ciega, y atrapé el sapo. No se
resistió ni intentó escaparse. Me miró con la mirada vacía y viscosa de los peces,
de los pájaros. Sin emoción, un abismo.
-Póntelo en la espalda -ordenó la mujer– y háblale cuando tengas silencio.
Mi hermano menor observó al bicho. Lo tomó de mis manos, y lo dejó con cuidado sobre mi hombro. El sapo se acomodó junto a mi cuello, cerró los ojos, y
supongo que se echó a dormir. No tenía nada mejor que hacer. No estábamos en
silencio.
-Dale las gracias, imbécil –gruñó mi hermano, lo más bajo que pudo.
-Ah… gracias. Muchas gracias.
Y como somos gente que sabe cuándo molesta y cuándo no, nos despedimos de
ella. Se quedó sentada en su banco. Tal vez esperaba algo, o a alguien más.
Desde entonces siempre llevo un sapo pequeño sobre la espalda.
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Humberto Vallejo Cunillera
Grado en Historia y Comunicación Audiovisual
Universidad de Navarra
I
Otra vez esta nostalgia de manicomio, día que nunca dejó de nublarse. Quisiera
escribirte otras cosas: lo siento, te extraño tanto, me duele la otra rodilla cuando
te veo. Pero todas estas cosas no hacen más que cerrarme la única puerta que
había quedado entreabierta. Te veo con la primera luz de la mañana, bañándote
en las olas de la niebla. Dónde está ahora el ruido que hacías cuando no estabas, la
memoria que se desdibujaba entre el amor y el deseo y el desamor y el desdeseo y
todo lo demás. No es poco, no es nada. Las palabras torpes tejiéndose contra una
pared. La esquina está mojada, mis días. Sed de encontrarte.
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II
El día ha vuelto a empezar y es tan cuerpo de botella como ayer. Y también ese
miedo a ser indiscreto, a recaer en rituales y numeraciones fantásticas e inútiles
como otras tantas veces, a estar triste como se debe estar triste: sin reparos, sin
culpa. Y este miedo a que se repitan las palabras y que no estén, y tú tampoco. Qué
tengo si no es la esperanza de rehacerte en mí, en mi sed de días histéricos y el
bochorno de apostar a lo que nunca se pudo tener. Rompe en el paladar el sabor
incompleto del desencuentro, de los cuerpos que no pudieron amarrarse, del alcohol azul en mitad de la grieta.
alborada / nº 6
III
Ella y esa falta de estruendo, de saliva, de años. Ella en el temblor de la primera página. El centro de la cordura flaquea, insiste, engaña. Que no me deje perder. Que
sea de mí barro entre concreto, lluvia entre disparos. Que de esta noche no quede
ni un rostro. Que se haga paz en mí como si de la madera se hiciera el terciopelo.
Que Gelman me permita el engaño, que perdone. Y que ella me perdone también.
Materia gris en una arquitectura de ciegos. Tan fría como las deshoras haciéndose
paso en el momento de más delirio. Ella y esa falta de mí. Yo y las horas en esa
bombilla fundida.
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IV
Caminito de culpa. Huesito atorado en lo más seco del pecho. Qué quieres de mí.
Es esto: medio cuerpo apagado, tormenta, mano mojada, sábana mojada, más lluvia, el hueco de una espalda imaginaria, murmullo, extravío, rock and roll y derivados, desesperación y miedo mucho miedo, anestesia y vómito, el sexo perdido
en los senos de la memoria, la falta de candor, puertos podridos y tanto musgo,
oxígeno por raciones, espejismo, las notitas tristes del silencio agazapado en las
horas más pobres, mi yo sin yo sin ti sin nadie, el daño colateral de los telediarios,
el asco, las extremidades, la baba, la tos, la mañana.
alborada / nº 6
Maria Moressa
Corso di Laurea in Astronomia
Università degli Studi di Padova
Se prima non ero adesso io sono
di me che conosce l’umano pensiero?
Può forse concepirmi la mente dell’uomo?
Quel che sol sa è che io sono e non ero.
Padrona si crede la stirpe mortale
di avere me o il nulla, a suo piacimento,
di poter decidere ch’io sia un bene o sia un male,
di farmi essere in un istante, non essere in un momento.
Forse la superbia offusca la Verità
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o meglio, l’uomo è reso cieco dalla sua presunzione,
tanto da ritenere di aver tali facoltà
da porre se stesso come padre della Creazione?
Dir ch’egli al progresso non sia pervenuto
sarebbe come negare un dato evidente
ma si può considerare così tanto avveduto
uno che, potendo accogliere un dono gli preferisce il niente?
Questa dell’uomo è la concezione:
di esser lui a decidere per me il mio futuro,
ma non solo questa mia situazione:
anche se io abbia ad esser o non esser venturo.
Stolto in questo tuo ardito pensiero!
Non ti accorgi di quello che hai tra le dita?
Che ciò che credi di sapere invece è un mistero,
che non puoi comandare o stabilir ciò che è vita?
alborada / nº 6
E se nulla mi puoi tu considerare,
ribatter non posso, non fai neanche fatica,
ma ricorda che con questo tuo ragionare
niente è anche la tua mente, che ritieni infinita:
Se posso essere o non essere come tu credi
e dal nulla tu mi chiami e ad esso mi fai ritornare
anche la stessa tua vita niente è, come vedi,
che da un’egual decisione non può che derivare.
E se niente è l’inizio e il destino supremo
che cosa ne è dell’umana esistenza?
Non perde fors’essa il suo lato sereno
se si scava al di là della sola apparenza?
O uomo, poco attento alla tua condizione,
vuoi forse esser della tua vita viandante?
Non capisci che l’errore è nella tua opinione
e non sussiste nella realtà a te circostante?
E sebbene tu creda di essere immenso
e che non abbia limite il tuo infimo ingegno,
ricorda che con o senza il tuo consenso
comunque va avanti questo grande disegno.
E tu sei solo un punto in una lunga storia
di cui fai parte ma che ti sovrasta infinita
ma considera, ti prego, e abbi memoria,
che non è un nulla ciò che stai per decidere: è la mia vita.
alborada / nº 6
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Diego Echevarri
Grado en Periodismo
Universidad de Navarra
De hormigas y hombres
Sinvergüenzas
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Hay doce hormigas boca arriba. Lloran y piensan que no hay más salida que la de
viajar al azul, allí quizá en una buena playa, allí quizá construyan su hormiguero.
Sin embargo les sorprende el fuego, que quema más de lo que se creía, más y de
forma más húmeda, después alguien las vuelve a ver, es ahora cuando comienza
la marcha. El gran azul es el concepto primero y más importante de la hormiga,
no es ningún mar, son todos. Ellas lo sienten a cientos de miles de kilómetros. Las
vibraciones de las olas son mayores que las del pisoteo en un estadio, aunque esto
también lo sienten, les desorienta y las guía hacía un fin seguro.
-Tinin hijo, volvemos a tener plaga de hormigas.
- No será cierto eso que dice, quite todas el año pasado.
-Pues lo es, lo es, ciertamente lo es, algo tendremos que hacer porque así no podemos jugar ni en Europa ni en ningún lado.
-Habrá que fumigar. A sesenta euros el bote, si es como el otro año por lo menos
seis botes. Calcule usted mismo que ya sabe que no soy bueno para el número.
-Tinin, compre tres y mezcle con agua para que abulte más. No discuto. Si sobreviven hablaremos.
La hormiga primera y más grande, y más erudita en eso de guiar, la hormiga primera se confunde. No hay mar azul, ahora es todo hormigón y mucho plástico, un
día a la semana hay vibraciones pero no hay olas, no hay desperdicios marinos,
no hay algas que fortalecen, no hay... Hay, de todas formas. La hormiga primera
más grande, y más erudita en eso de guiar, la hormiga primera decide. Es un buen
lugar para establecerse, después del día de vibraciones la comida es abundante.
alborada / nº 6
-Tinin, ¿Qué pasa con la hormiga? No la quitamos... El presidente se me quejó
anteayer.
- Ya dije yo señor que seis botes. Con eso del ahorro lo único que hemos conseguido es darles más tiempo y a cada día que pasa los bichos son más, puede que
sean inmunes jefe.
-Pues compre seis Tinin, compre y no quiero volver a saber de la hormiga.
La jefa, ya saben ustedes, no recolecta. Ni en un hormiguero ni en ningún lado.
Pasaba mucho y buen tiempo hablando, pensando empíricamente y no tardo en
darse cuenta de que estaba construyendo su hormiguero en un estadio. Muchas
vibraciones un día a la semana... Sin embargo nada podía decir a sus súbditos
pues estos andaban trabajando duro y se la comerían al saber de su equivocación.
-Jefe, hemos terminado hoy. Ahora a ver si hay suerte y no se han hecho inmunes.
-Muy bien Tinin, muy bien. El domingo a lo mejor puedes bajar al vestuario con
tus hijos.
-¿No será cierto eso? Oiga, no sabe la ilusión que les va hacer.
Ahora una extraña nube densa y sofocante se esparcía por el nuevo hormiguero,
todavía sin alicatar pero bien apañado. La hormiga primera que más sabe en eso
de guiar decidió que lo mejor sería avanzar con la gravedad, un túnel descendía en dirección a la tierra. La nube se iba cobrando vidas, su séquito la llevaba a
hombros. Cuando no podían más y morían, otras cogían el relevo. Ella, la que más
sabe, la primera, no podía morir, aunque su error fuese la causa de todo.
- Tinin, que guapos están tus hijos.
- Gracias jefe, será por la madre...
- Venir por aquí, los jugadores están contentos después de la victoria, ya veréis la de
autógrafos que os lleváis a casa. Les podéis pedir una camiseta a ver si hay suerte.
- Niños, pedirles una camiseta. No os volvéis a ver en otra igual.
-Papá, esta camiseta que me ha dado Torru esta llena de hormigas.
alborada / nº 6
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alborada / nº 6
alboroto
La pluma
Cuando era pequeña había en mi casa un lapicero que me llamaba
maravillosamente la atención. Era un cubilete cuadrado y negro que
mi madre había puesto, mucho antes de que yo naciera, en la última balda de una vitrina que había en el salón. En algunas ocasiones,
en que mis padres necesitaron algo de su interior y lo bajaron, pude
comprobar qué era aquello que tenía dentro y que, por estar fuera
de mi alcance, aparentaba ser tan preciado. Yo solo veía rotuladores,
bolígrafos y lápices antiguos de la época universitaria de mis progenitores. En una de esas tardes en que lo tuve tan cerca, cuando la
mirada vigilante se distrajo, me atreví a meter la mano y a coger alguno de esos bolígrafos. Para mi sorpresa, al quitar el tapón, descubrí
que no era un bolígrafo normal, su punta no era como la del resto.
Rápidamente las inocentes manos fueron despojadas de su descubrimiento y una voz inquisidora y de adulto dijo: “La pluma no la
cojas, Irene. Es de mayores.” Aquel día descubrí por qué mis padres
guardaban aquel bote tan lejos de mi alcance. Aquel día empezó esta
historia.
Irene Zurera,
Alborada
Consejo editorial:
Miguel Barba Castro - Pilar Bravo de Lallana - Pablo Mª de la Barrera Palacios
José Fanjul Alemany - Sergio Navarro Ramírez - Iñigo Rubio Zavala
Beatriz Sánchez Tajadura - Irene Zurera Maestre
Marta Revuelta Martínez - Javier Ilundain Chamarro
Colabora:
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