los interrogantes de la campaña contrainsurgente en colombia

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LOS INTERROGANTES DE LA CAMPAÑA CONTRAINSURGENTE EN COLOMBIA
ARI Nº 145/2003 -- Análisis
Román D. Ortiz ( 11/12/2003 )
Tema: En los últimos meses, las Fuerzas Militares colombianas han asestado golpes importantes a la guerrilla
de las FARC. Pero más allá de estos éxitos parciales, resulta clave evaluar cuál es el balance real de la
presente campaña contrainsurgente y qué obstáculos separan al Estado de una victoria estratégica sobre la
guerrilla.
Resumen: Año y medio después de su llegada al poder con la promesa de pacificar Colombia, el presidente
Álvaro Uribe puede presentar ante la opinión pública nacional e internacional algunos éxitos indiscutibles.
Sobre la base de un incremento sustancial de sus efectivos humanos y sus recursos presupuestarios, la
Fuerza Pública colombiana ha extendido su presencia a la totalidad de los municipios de la República. Al
mismo tiempo, el Ejército ha lanzado una serie de ofensivas que ha castigado duramente a las formaciones
insurgentes en departamentos como Antioquia y Cundinamarca. Esta enorme presión del gobierno de Bogotá
ha forzado a las FARC a retirarse de zonas donde habían llegado a tener una sólida presencia. En cualquier
caso, estos triunfos parciales no son suficientes para que la administración Uribe pueda cantar victoria en sus
esfuerzos por restaurar el orden público. De hecho, para derrotar a la guerrilla, las Fuerzas Militares
colombianas tendrán que trasladar sus operaciones al sur-oriente del país con vistas a desmantelar el grueso
de la infraestructura política y logística de las FARC. Una ofensiva que promete tener unos elevados costes
humanos y financieros.
Análisis: Después de semanas de intensa búsqueda, el pasado 31 de octubre efectivos de la Brigada Móvil N°
3 desplegados en el municipio de Rionegro consiguieron infiltrarse a través de un último anillo de seguridad
densamente minado y alcanzaron el campamento donde se encontraba Marco Aurelio Buendía, máximo
responsable del Comando Central de las FARC a cargo de las operaciones insurgentes en el centro del país.
Tras una breve refriega, el destacamento del Ejército abatió al líder guerrillero en lo que fue el golpe más duro
asestado recientemente por el gobierno y un síntoma de la intensidad de la campaña contrainsurgente
desplegada por la administración Uribe.
En realidad, la muerte de Buendía es el resultado más visible de una larga campaña desarrollada por la Fuerza
de Despliegue Rápido (FUDRA) del Ejército Colombiano, que ha desmantelado buena parte de los efectivos
del Comando Central de las FARC. De hecho, en las pasadas semanas, se ha asistido a una cadena de
caídas y rendiciones en el departamento de Cundinamarca que ha incluido la muerte de Javier Gutiérrez,
comandante del Frente Esteban Ramírez, Luis Alexis Castellanos, comandante de la Columna Móvil Manuela
Beltrán y Janer Godoy Uribe, comandante del Frente Reinaldo Cuellar y reemplazo de Buendía al frente del
Comando Central.
No se puede minusvalorar la importancia estratégica de estos éxitos militares. Los mandos insurgentes
abatidos y otros que optaron por la rendición son difícilmente reemplazables por las FARC, que padecen una
escasez crónica de cuadros. En este sentido, se trata de un drenaje de militantes con una sólida formación
política y una dilatada experiencia militar que golpea duramente a la organización. Además, el severo castigo
sufrido por los frentes guerrilleros desplegados en Cundinamarca hace añicos el viejo proyecto insurgente de
asentarse sólidamente en el centro del país con el objetivo de cercar Bogotá, una metrópoli de más de 7
millones de habitantes que alberga las grandes instituciones políticas y genera las dos terceras partes del PIB
nacional. Finalmente, sin la retaguardia estratégica proporcionada por los frentes rurales desmantelados, las
FARC tendrán más difícil escalar su campaña terrorista en la capital. Las unidades guerrilleras presentes en
los accesos a Bogotá facilitaban la infiltración de los comandos terroristas en la ciudad y proporcionaban
infraestructura para secuestros importantes. Sin semejante respaldo, este tipo de operaciones urbanas será
más complejo y arriesgado.
Las operaciones en Cundinamarca, todavía pendientes de conclusión, son sólo una etapa del Plan de
Campaña iniciado por las Fuerzas Militares colombianas. En la pasada primavera, el esfuerzo bélico se
concentró en Antioquia donde una combinación de presión militar y estímulos a la deserción arrojaron
resultados importantes, como la entrega de Carlos Gustavo “Plotter”, responsable político del Noveno Frente.
En los próximos meses, el alto mando de Bogotá planea trasladar el eje de sus operaciones a otras áreas del
occidente del país. Paralelamente, la Fuerza Aérea esta desarrollando una intensa campaña de ataques
aéreos contra infraestructura y concentraciones de efectivos insurgentes en las regiones meridionales y
orientales del país.
Todas estas operaciones ofensivas se desarrollan con el telón de fondo de la extensión de la presencia militar
del Estado al conjunto del país. El despliegue policial en todas la cabeceras municipales, el reclutamiento de
soldados campesinos como fuerzas adicionales de seguridad local y la formación de nuevos batallones para la
vigilancia de fronteras y operaciones de alta montaña han conformado un abanico de instrumentos de control
territorial que crean crecientes dificultades estratégicas a las FARC. Los insurgentes habían sostenido su
expansión en la década de 1990 a partir del establecimiento de un número creciente de áreas donde
concentraban su infraestructura política, militar y financiera. Estas zonas de retaguardia estaban conectadas a
través de corredores de movilidad que permitían a los insurgentes trasladar de unas regiones a otras efectivos
humanos y recursos materiales con lo que podían desarrollar una estrategia de alcance nacional. Ahora, la
densidad de la presencia militar del Estado obstaculiza las líneas de comunicación que conectan unas áreas
base con otras. De este modo, la movilidad de los insurgentes tiende a “congelarse” y se crean las condiciones
para desarrollar operaciones ofensivas destinadas a desmantelar una tras otra las zonas de retaguardia en las
que se apoya la insurgencia.
Entonces ¿se puede dar por derrotadas a las FARC? Pese a esta cadena de éxitos, todavía parece pronto
para cantar una victoria definitiva. Problemas estratégicos y políticos amenazan conjurarse para impedir que el
esfuerzo militar del Estado colombiano produzca una derrota estratégica de la guerrilla que la coloque en la
disyuntiva de aceptar su desmovilización o enfrentarse a un paulatino proceso de disolución militar. De hecho,
los éxitos militares de Antioquia y Cundinamarca no son suficientes por si mismos para asegurar que estas
regiones quedarán definitivamente libres de insurgentes. Por el contrario, las ofensivas de los pasados meses
deben ser seguidas de un prolongado proceso de consolidación que impermeabilice dichas regiones frente a
futuros intentos de infiltración de la guerrilla.
La afirmación del control del Estado sobre las zonas recién liberadas de la guerrilla necesita la implantación de
un sólido programa de seguridad territorial que incluya la consolidación de la presencia policial, el
fortalecimiento de los contingentes de soldados campesinos y la disponibilidad de reservas militares para hacer
frente a contingencias imprevistas o desarrollar operaciones ofensivas de alcance regional. Todo ello implica la
inversión de recursos para continuar la expansión de los efectivos de la Fuerza Pública, la adquisición de más
equipo militar y la construcción de infraestructura de apoyo (comisarías, bases fortificadas, etc.). Más allá de
los requerimientos de seguridad, la recuperación de estas regiones también exige la puesta en marcha de
planes de desarrollo institucional y asistencia social. De hecho, las áreas recién liberadas de un largo periodo
de control insurgente demandan con urgencia el fortalecim iento de los mecanismos democráticos de gobierno
local, la reactivación de servicios claves como la administración de justicia y la construcción de infraestructuras
básicas que abran la puerta a la modernización económica.
Si las operaciones ofensivas de las Fuerzas Militares no son seguidas por este paquete de medidas militares,
políticas y sociales, se corre el riesgo de que la restauración del orden en ciertas zonas sea efímera. De hecho,
tras concluir las operaciones ofensivas en una determinada región, la salida de la FUDRA y otras unidades de
choque de la Fuerza Pública puede provocar una reducción de la presión militar que se combine con la falta de
solución a viejos problemas políticos y sociales para abrir nuevas oportunidades de crecimiento estratégico a
las FARC. Prácticamente todas las campañas contrainsurgentes –desde Vietnam a El Salvador– atestiguan la
fragilidad de los avances de las fuerzas gubernamentales cuando sus operaciones ofensivas no van seguidas
de programas de reconstrucción de la presencia del Estado en las zonas arrebatadas a los rebeldes, pero este
proceso de consolidación demanda un esfuerzo dilatado en el tiempo y gravoso para la economía. En el caso
de Colombia, la interrogante clave es si el sistema político y las cuentas nacionales van a proveer al Estado del
tiempo y los recursos financieros imprescindibles para culminar con éxito la actual campaña contra la guerrilla.
Una segunda incertidumbre sobre el futuro del esfuerzo contrainsurgente tiene que ver con las dificultades que
inevitablemente confrontarán las Fuerzas Militares cuando se vean obligadas a trasladar sus operaciones a las
zonas donde las FARC tienen su retaguardia estratégica. Hasta ahora, la ofensiva gubernamental se concentra
en las regiones noroccidentales, donde la presencia de la guerrilla es relativamente reciente y nunca ha
alcanzado la densidad militar y la penetración social de otras zonas del país. Ciertamente, el Norte y el Oeste
de la República albergan bastiones insurgentes tradicionales, como Sumapaz en Cundinamarca o los
municipios del oriente antioqueño. Pero más allá de estos enclaves, la presencia de las FARC en estos
departamentos era relativamente más superficial en comparación con las regiones del Sur y el Este.
Para que la campaña contrainsurgente aseste un golpe definitivo a las FARC, es imprescindible proyectar el
esfuerzo militar del Estado en aquellas regiones donde los insurgentes mantienen una extensa infraestructura
integrada por escuelas de cuadros, factorías de equipo militar, arsenales, centros de mando y un largo
etcétera. Todos estos elementos de apoyo integran los engranajes que producen y sostienen la capacidad
militar de la guerrilla. Mientras semejante maquinaria política y logística se mantenga en funcionamiento, las
FARC estarán en condiciones de reemplazar las unidades militares desgastadas en combate y sustituir las
redes de apoyo desarticuladas por las fuerzas de seguridad. Aún más, si la infraestructura estratégica de la
guerrilla continúa activa, podría darse el caso de que la Fuerza Pública derrotase sobre el campo de batalla a
la práctica totalidad de las formaciones armadas rebeldes solamente para que un tiempo después la amenaza
militar insurgente volviese a reproducirse alimentada por una infraestructura en gran medida intacta. El grueso
de las redes de apoyo político-militar de las FARC están en regiones como los Llanos Orientales, la Amazonía
o los departamentos fronterizos con Venezuela, cuya geografía transforma en una pesadilla el desarrollo de las
operaciones militares. En su mayor parte, están cubiertas de un denso bosque tropical que neutraliza la
eficacia de los sensores de reconocimiento y sufren de condiciones climáticas que dificultan su sobrevuelo
buena parte del año. Además, un terreno accidentado y un clima tropical crea unas condiciones
particularmente duras para el desarrollo de acciones de infantería. Por otra parte, en estas áreas, la presencia
insurgente tiene profundas raíces históricas hasta el punto de que muchos de sus escasos habitantes ven a la
guerrilla como el poder local tradicional a cargo de la administración de justicia y el mantenimiento del orden.
Como consecuencia, las FARC pueden contar con la complicidad o, al menos, la neutralidad de una parte
sustancial de la población. Algo que dificulta notablemente cualquier intento de penetración del Estado.
El escenario se hace aún más complejo si se tiene en cuenta que los más numerosos y mejor equipados
frentes de las FARC están desplegados en el Sur del país. El Bloque Sur –en los departamentos de Boyacá,
Arauca, Casanare, Meta, Vichada, Guaviare, Guainía y Vaupes– y el Bloque Oriental –activo en Huila,
Caquetá, Putumayo y Amazonas – son las dos estructuras guerrilleras con más tradición y peso político dentro
de la organización. Además, el Secretariado de las FARC es consciente de que su columna vertebral
estratégica descansa precisamente en estas regiones del país y probablemente estén dispuestos a emplear
todos los medios militares a su disposición en su defensa.
Los recientes éxitos de la Fuerza Pública colombiana se han cosechado en lo que sería la etapa más inicial y
menos compleja de una campaña que entrará en fases más difíciles y costosas. El gobierno de Bogotá debe
prepararse para asumir mayores costos humanos, materiales y políticos si quiere extender la actual ofensiva a
la retaguardia estratégica de la guerrilla. De hecho, muy probablemente, las FARC desplegarán su todavía
enorme capacidad militar sobre un terreno particularmente apto para la guerra de guerrillas con el objetivo de
frustrar los intentos del Estado por penetrar en sus bastiones del sur-oriente del país y multiplicar las bajas del
Ejército hasta niveles intolerables.
Semejante desgaste militar puede tener un impacto político relevante. Hasta el momento, el conflicto armado
se ha desarrollado principalmente en las zonas rurales y ha tenido una repercusión relativamente menor en las
ciudades. Como consecuencia, la población urbana no ha sentido el impacto de la violencia de forma frontal y
no ha tomado conciencia de la necesidad de asumir los costes propios de una situación de guerra. En tales
circunstancias, un incremento sustancial de las pérdidas de la Fuerza Pública puede ser percibido por muchos
ciudadanos como un síntoma de la incapacidad de la administración Uribe para desplegar una campaña militar
eficaz contra las FARC.
El sostenimiento en el tiempo de una ofensiva de envergadura en las regiones meridionales y orientales puede
tener un coste financiero superior al que están en condiciones de soportar las maltrechas arcas del Estado. En
la actualidad, el Ejecutivo se encuentra en un duro pulso con el Congreso para conseguir la aprobación de una
reforma tributaria imprescindible para cerrar un agujero fiscal que amenaza la estabilidad de la economía
nacional. En tales circunstancias, resulta dudoso que el gobierno esté en condiciones de obtener los fondos
adicionales necesarios para extender las operaciones ofensivas de las Fuerzas Militares a la retaguardia de las
FARC. En este sentido, se puede afirmar que buena parte del éxito de la actual campaña contrainsurgente
depende del grado de determinación que demuestre el presidente Uribe a la hora de asumir unos costes
políticos y financieros susceptibles de poner en riesgo el respaldo popular y los proyectos económicos de su
administración.
Todos estos cálculos se complican aún más si se toma en consideración el impacto sobre la posición
estratégica del Estado de la desmovilización del movimiento paramilitar, otra de las grandes apuestas de la
administración Uribe para avanzar en la pacificación del país. En realidad, este proceso ya ha dado su primer
paso con la reinserción de unos 800 miembros del Bloque Cacique Nutibara de las Autodefensas Unidas de
Colombia (AUC) el pasado 25 de noviembre en Medellín. Ciertamente, avances de mayor contenido en el
desmantelamiento de las autodefensas ilegales tendrán que esperar a un acuerdo entre los representantes
gubernamentales y los líderes paramilitares que resuelva obstáculos como el tratamiento penal que dará la
justicia a los delitos imputables a dichos grupos o la forma de depurar sus vinculaciones con el narcotráfico.
Además, está por ver cómo de extenso es el desarme y qué proporción de las autodefensas se desactiva en la
práctica. Pero más allá de estas incertidumbres, es incuestionable que la paulatina disolución de las
formaciones de contrainsurgencia ilegal transformará el escenario estratégico colombiano.
De hecho, la desmovilización paramilitar generará un vacío estratégico en el noroccidente, que el Estado se
verá obligado a ocupar si quiere evitar la infiltración de la insurgencia o la aparición de nuevos grupos de
contrainsurgencia ilegal. De hecho, la disolución de los grupos paramilitares en regiones como Córdoba, Urabá
o Antioquia eliminará una de las barreras que había contenido la expansión de la insurgencia en estas
regiones y creará una ventana de oportunidad para que las FARC intenten infiltrarse de nuevo. En tales
circunstancias, los propietarios rurales que en su momento respaldaron a las AUC para defenderse de la
guerrilla y ahora vuelven a sentirse amenazados pueden apostar por la creación de formaciones paramilitares
de nuevo cuño que sustituyan a las recién desactivadas. Una decisión que convertiría el actual proceso de
desmovilización paramilitar en un gesto inútil.
Desde luego, estos riesgos podrían conjurarse si la Fuerza Pública colombiana logra estar presente en las
zonas abandonadas por los paramilitares evitando la infiltración de las FARC y garantizando la seguridad de
los empresarios agrícolas y ganaderos. El problema es que esta alternativa implica desplegar un volumen
sustancial de efectivos policiales y militares en las antiguas zonas bajo control de las autodefensas ilegales.
Una difícil ampliación de los compromisos de seguridad del Estado cuando policía y fuerzas armadas ya están
sobrecargadas por la necesidad de desempeñar una larga lista de misiones defensivas que incluyen desde la
vigilancia de las ciudades hasta la protección de la infraestructura económica.
Y es aquí donde surge una contradicción que resulta difícil resolver. Para tener éxito en su estrategia
contrainsurgente, el gobierno de Bogotá necesita atacar la retaguardia de las FARC en el sur-oriente del país a
través de operaciones ofensivas extremadamente costosas. Pero al mismo tiempo, la desactivación de las
autodefensas ilegales forzará al Estado a hacerse presente en amplias áreas del nor-occidente de la República
por medio de un incremento de los efectivos de la Fuerza Pública. De este modo, las necesidades de la
campaña contra la guerrilla y la lógica del proceso de desmovilización paramilitar generan demandas
competitivas de recursos que los limitados presupuestos del Estado colombiano difícilmente podrán satisfacer
simultáneamente en su totalidad. Bajo tales circunstancias, será necesario asignar prioridades determinando si
se apuesta por lograr una victoria aplastante sobre las FARC o se prefiere garantizar una exitosa disolución de
las autodefensas ilegales.
Conclusión: Los recientes éxitos de las Fuerzas Militares colombianas frente a las FARC han demostrado la
capacidad de la administración Uribe para recuperar la iniciativa estratégica y hacer retroceder a la
insurgencia. Sin embargo, todavía parecen existir obstáculos importantes para poder asegurar una victoria
definitiva del Estado sobre la guerrilla. De hecho, la derrota de las FARC exige el desmantelamiento de la
infraestructura con la que cuenta esta organización en el sur-oriente del país. Sin embargo, una ofensiva
gubernamental de estas características requiere un enorme volumen de recursos y está expuesta a tener
elevados costes militares y políticos. Muy en particular, al menos dos razones hacen difícil que el gobierno
colombiano pueda reunir los recursos necesarios para lanzar una campaña militar de grandes proporciones en
el Sur y el Este del país. Por un lado, el ejecutivo atraviesa por dificultades presupuestarias que ponen límites
estrictos sobre la cantidad de recursos adicionales que puede invertir en el esfuerzo bélico. Por otra parte, la
desmovilización paramilitar obligará a la Fuerza Pública a asumir nuevas misiones de seguridad territorial
hasta el punto de que será extremadamente difícil que se conserven suficientes recursos humanos y
presupuestarios para desarrollar operaciones ofensivas a gran escala. Bajo tales circunstancias, parece
dudoso que el gobierno colombiano pueda lanzar a corto plazo una ofensiva contra la retaguardia de las FARC
con suficiente contundencia como para asegurar la derrota de la insurgencia más antigua de América Latina.
Román D. Ortiz
Profesor e investigador del CEDE, Facultad de Economía, Universidad de Los Andes (Bogotá)
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